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Full text of "Los hombres espanoles, americanos y lusitanos pintados por si mismos : coleccion de tipos y cuadros de costumbres peculiares de Espana, Portugal y America escritos por los mas reputados literatos de estos paises"

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LOS  HOMBRES 


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in  2015 


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BIBLIOTECA  HISPANO-AMERICANA 


PINTADOS  POR  Sí  MISMOS 

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COLECCION  DE  TIPOS  Y CUADROS  DE  COSTUMBRES  PECULIARES 
DE  ESPAÑA,  PORTUGAL  Y AMÉRICA 
ESCRITOS  POR  LOS  MAS  REPUTADOS  LITERATOS  DE  ESTOS  PAISES 


DIJO  LA  DIRECCION  DE 

D.  Nicolás  Díaz  de  Benjumea 


ID.  HjXJIS  fors 

2 ILUSTRADA  CON  MULTITUD  DS  MAGNIFICAS  LAMINAS  DEBIDAS  AL  LAPIZ  DEL  REPUTADO  DIBUJANTE 

D.  ENSEBIO  PLANAS. 


. 

TOMO  PRIMERO. 


7 £ *? 


BARCELONA 

ESTABLECIMIENTO  TIPOGRÁFICO-EDITORIAL  DE  JUAN  PONS 


OLMO.  13. 


ES  PROPIEDAD  DE  JUAN  PONS, 


PRÓLOGO. 


s un  hecho  indudable  que  la  civilización  tiende  á nivelar  las 
costumbres  y usos  de  los  pueblos  de  la  misma  manera  que  la 
educación  obra  el  milagro  de  nivelar  los  caracteres.  En  los 
grandes  centros  de  la  elegancia  y de  la  moda,  el  trato  y las 
costumbres  sociales  son  tan  semejantes,  que  apénas  hay  mo- 
tivo para  notar  á qué  nación  pertenecen  los  comensales  en 
un  gran  banquete  ó los  asistentes  á un  gran  baile.  Las  diferencias, 
pues,  de  usos  y costumbres  y la  formación  de  lo  que  se  llama  tipos 
nacionales,  y mas  propiamente  hablando  debieran  calificarse  de  pro- 
vinciales, son  hijas  de  falta  de  comunicación  recíproca  de  los  pueblos, 
al  modo  que  los  caracteres  extraños  ó tipos  individuales  son  efecto  de 
aislamiento  de  las  personas,  ó de  espíritu  refractario  á toda  asimilación. 

En  los  tiempos  en  que  cada  ciudadano,  iba,  según  la  expresión  de  Trueha, 
«de  la  pátria  al  cielo,»  los  tipos  nacionales  españoles,  como  los  de  todos  los  paí- 
ses, eran  mas  acentuados  y los  detalles  que  constituían  el  conjunto,  mucho  mas 
duraderos.  Después  que  comenzó  la  facilidad  y frecuencia  de  las  comunicaciones, 
comenzaron  también  á alterarse  los  detalles,  de  una  manera  al  pronto  impercepti- 
ble; pero  al  cabo  de  algún  tiempo  tal  alteración  ha  llegado  ó formar  una  variante 
de  consideración,  si  ya  no  es  que  casi  destruye  toda  la  primitiva  originalidad. 

Obras  como  la  que  ofrecemos  á nuestros  lectores,  han  de  ser  periódicas  y cada 
vez  mas  frecuentes,  en  tanto  que  se  opera  el  movimiento  de  fusión  indispensable, 
hijo  del  progreso,  porque  el  período  de  quince  ó veinte  años  es  bastante  á intro- 
ducir variaciones  que  alteran  fundamentalmente  muchos  tipos.  Y esto  se  notará 
si  se  comparan  las  descripciones  hechas  en  la  obra  que  con  el  título  de  «Los  es- 

TOMO  i.  i 


VI 


PRÓLOGO. 


pañoles  pintados  por  sí  misinos,»  se  publicó  liace  unos  treinta  años  en  la  córte. 

En  muchas  de  nuestras  provincias,  (y  tomaremos  por  ejemplo  á Andalucía, 
riquísima  en  tipos  especiales),  hasta  los  vestidos  característicos  dejan  de  usarse;  así 
vemos  que  el  traje  llamado  andaluz  va  desapareciendo  paulatinamente,  dándose  la 
extraña  coincidencia  de  que  los  llamados  majos,  van  vestidos  completamente  á 
la  moda  inglesa. 

¿Qué  tipo  mas  marcado  que  el  del  torero?  Cierto  que  en  su  traje  profesional  no 
se  ha  introducido  alteración  desde  que  la  monterilla  sustituyó  al  sombrero  de  tres 
picos;  pero  ¿cuántas  no  ha  habido  en  sus  costumbres?  Antes  iban  los  toreros  á las 
plazas  conducidos  en  calesa,  vehículo  que  desapareció  ya  por  completo,  y en  cambio 
ahora  les  conduce  una  elegante  carretela  de  alquiler,  con  sus  cocheros  y lacayos 
en  librea.  En  vez  de  reunirse  en  las  tabernas,  se  les  vé  frecuentar  las  mesas  de 
los  cafés,  como  cada  hijo  de  vecino,  y estas  y otras  costumbres  les  van  fusionando 
con  la  gran  masa,  hasta  que  lleguen  á confundirse  con  ella;  y buen  camino  llevan 
ya  andado,  cuando  antes  tenian  á orgullo  lucir  la  trenza  ó coletilla,  y ahora  se  la 
esconden  y tapan  con  el  sombrero. 

Si  después  de  este  se  examina  el  tipo  del  barbero,  acábase  por  llegar  á pareci- 
das conclusiones.  El  barbero  era  antes  un  tipo  tan  excepcional  que  no  permitía 
confusión  posible.  La  barbería  estaba  compuesta  de  muebles  y detalles  sacramen- 
tales en  el  oficio.  Persianas,  una  vacía  de  latón  y un  jarro  con  sanguijuelas  deco- 
raban la  puerta.  El  interior  ostentaba  invariablemente  media  docena  de  estampas 
iluminadas  de  la  historia  de  Robinson,  Abelardo  ó del  hijo  pródigo,  y otro  tanto 
de  jaulas  con  canarios  y jilgueros,  sin  faltar  un  tordo  y un  perdigón,  guitarra  y 
juego  de  damas.  Las  tertulias  se  componian  de  clérigos,  músicos,  maestros  de 
obras,  dos  ó tres  militares  retirados  y una  media  docena  de  menestrales  de  la  ve- 
cindad pertenecientes  á varios  oficios.  Allí  se  hablaba  de  todas  las  cosas  de  este 
planeta  y de  altri  silti;  pero  sin  disputar  nunca,  porque  una  palabra  oportuna  de 
maese  ponia  término  á toda  agria  discusión. 

Todo  esto  ha  desaparecido  andando  los  tiempos.  El  Fígaro  de  Beaumarchais 
pasó  ya  de  esta  tierra  al  panteón  de  la  historia,  y solo  queda  el  modelo  clásico  del 
barbero  fuera  de  la  oficina  de  las  barbas,  de  un  rapista  que  no  afeita,  ni  sangra, 
ni  trasquila,  ni  saca-muelas,  pero  que  es  un  camarada  agradable  y un  tercio  para 
cualquier  compañía.  Queda  la  figura  de  maese  Nicolás,  como  queda  la  del  cura 
español,  delineadas  vagamente  por  Cervantes;  pero  que  á leguas  se  reconocen 
como  tipos  de  sus  respectivas  profesiones  en  relación  al  trato  social. 


PRÓLOGO. 


VII 


¿Qué  diremos  del  antiguo  ventero  y de  su  pintada  y estereotipada  venta?  ¿Del 
tabernero  y su  clásica  taberna,  tan  concisa  y gráficamente  descrita  por  Baltasar 
del  Alcázar?  Las  peregrinaciones  en  andariega  muía  ó caballo  de  alquiler  por  ma- 
los caminos  y peores  vericuetos,  hicieron  necesarias  esas  casas  ó alcázares  de  reden- 
ción del  sediento  y fatigado  viajero,  donde  tantos  encuentros,  aventuras  y escenas 
trágicas  y amorosas  la  hicieron  lugar  predilecto  para  el  desarrollo  de  los  dramas 
de  nuestros  grandes  poetas.  Al  traer  los  caminos  reales  el  servicio  de  mensagerías 
aceleradas,  las  ventas  se  transformaron  en  paradores  y el  ventero  fué  á esconderse 
entre  breñas  á llorar  la  quiebra  del  oficio.  Finalmente,  los  paradores  fueron  venci- 
dos á su  turno  por  el  espacioso  y elegante  hotel  con  mesa  dispuesta  á toda  hora. 

Según  la  descripción  que  de  las  tabernas  hace  el  poeta  Alcázar,  la  taberna 
española  era  en  su  tiempo  exactamente  como  la  inglesa  de  los  siglos  xvi  y xvn. 
Se  vendía  vino  simplemente,  sin  lujo  ni  comodidad,  ni  siquiera  de  una  silla  para 
sentarse: 

«Porque  allí  llego  sediento, 

Pido  vino  de  lo  nuevo, 

Mídenlo,  dánmelo,  bebo, 

Págolo  y voyme  contento.» 

Se  conoce  que  ni  la  media  vida,  como  llama  el  proverbio  antiguo  al  pan  y al 
vino,  estaba  allí  completa,  ni  las  aceitunas,  ni  otras  agujas  de  ensartar  el  mosto 
adornaban  los  desolados  mostradores,  ni  por  consiguiente  habia  lugar  para  tertu- 
lias ni  francachelas.  En  España,  como  en  Inglaterra,  tuvo  que  sufrir  la  taberna 
una  transformación  y dar  entrada  á ciertos  alimentos  estimulantes  y cierto  lujo  y 
buen  gusto,  que  dieron  origen  al  café  y mas  tarde  al  restauran t como  hoy  los  co- 
nocemos. 

En  medio  de  esto,  aun  quedan  tipos  casi  inmóviles,  cuales  son,  entre  otros, 
las  amas  de  huéspedes,  los  sacristanes,  el  zapatero  remendón,  las  gitanas  buñole- 
ras, los  adivinadores  de  buenas  venturas,  los  memorialistas  y otra  porción  de  gen- 
tes dadas  á ejercicios  y oficios  precarios  y de  poca  monta,  si  bien  hasta  el  zapatero 
de  portal,  que  antes  tenia  que  ir  á un  café  donde  un  patriota  leía  «El  Correspon- 
sal» en  alta  voz,  puede  hojear  hoy  una  magnífica  revista  ilustrada,  y encontrar 
en  la  vecindad  á cualquier  rapaz  que  se  la  lea  y le  ponga,  desde  su  mesilla,  en 
comunicación  con  todo  el  orbe  civilizado. 

Podrá  decirse,  que  en  cambio  de  los  tipos  que  se  modifican  ó desaparecen,  la 
civilización  va  creando  constantemente  otros  nuevos.  Hoy  tenemos,  por  ejemplo, 
el  corredor  de  bolsa,  el  telegrafista,  el  conductor  de  tramvias,  el  camarero  de  lio- 


VIII 


PRÓLOGO. 


tel,  el  vendedor  de  periódicos,  el  editor,  el  diputado  á cortes,  el  orador  de  ateneos, 
el  explorador  de  tierras  ignotas,  el  médico  especialista,  y otros  muchos  pertene- 
cientes á las  infinitas  instituciones  y profesiones  introducidas  por  el  progreso.  No 
puede  negarse  esto,  pero  también  podríamos  decir,  que  estas  profesiones  no  im- 
primen carácter  como  sucedia  antiguamente.  Podrá  liaher  tantos  tipos  como  pro- 
fesiones; pero  no  llegan  á ser  clase  y á formar  una  muchedumbre  que  se  asimile 
en  sus  costumbres,  trajes  y hábitos,  de  modo  que  puedan  sus  individuos  ser  reco- 
nocidos fuera  del  ejercicio  de  sus  profesiones.  Tan  cierto  es  esto,  que  aun  en  lo 
pasado,  hemos  visto  infinitos  oficios  que  no  constituyeron  tipos,  apesar  del  trans- 
curso de  los  años  y de  la  falta  de  comunicación  con  otros  pueblos.  En  un  sentido 
lato,  es  evidente  que  cada  individuo  es  un  tipo,  y cada  profesión  tiene  que  exi- 
gir cierta  igualdad  de  actos  en  todos  los  que  la  ejercen,  que  es  lo  que  llamamos 
tipo  de  clase;  pero  cuando  decimos  tipos  nacionales,  queremos  significar,  que 
ciertos  oficios  ó profesiones  lian  creado  una  manera  de  ser  original  y análoga  en- 
tre un  número  de  personas,  bastante  para  llamar  la  atención  y ser  estudiado  por 
la  regularidad  que  ofrece. 

Hay  mas;  estos  tipos  son  en  parte  realidad,  y en  parte  creación  de  la  poesía, 
porque  el  arte  se  apodera  de  todo  aquello  que  por  sus  manifestaciones  constantes, 
llega  á constituir  entidades  sociales  características,  y la  poesía  llega  á su  turno 
hasta  á prestarles  apariencia  personal  típica  ó uniforme.  Así,  por  ejemplo,  puede 
haber  y hay  canónigos  ílacos  y frugales  en  sus  alimentos;  pero  la  poesía  los  ha 
presentado  de  modo,  que  la  imaginación  popular  no  los  concibe  sino  gruesos  y 
aficionados  á la  buena  mesa.  No  de  otro  modo  habria  dicho  casi  axiomáticamente 
uno  de  nuestros  grandes  literatos  y poetas  en  un  intencionado  epitafio: 

«¿Canónigo  y de  repente 
Fallecer  en  Noche  Buena...? 

Se  le  indigestó  la  cena.» 

Por  el  contrario,  el  vulgo  no  puede  figurarse  á un  maestro  de  escuela  ó sacris- 
tán, sino  delgados  y pálidos. 

El  tipo  nacional  que  mas  ha  ganado  por  esta  parte  de  la  poesía,  es  el  del  bar- 
bero de  que  ya  nos  hemos  ocupado.  Antes  de  Beaumarchais  y de  Rossini,  el 
barbero,  así  en  Sevilla  como  en  cualquiera  otra  ciudad  de  España,  era  un  hombre 
listo,  alegre,  agradable,  hablador  y campechano;  pero  de  esto  al  conceplo  que 
llegó  á formarse  del  barbero  español  en  las  naciones  extranjeras,  hay  una  diferen- 
cia enorme.  Tanto  se  sublimó,  que  muchos  extranjeros,  creyendo  á Fígaro  perso- 


PRÓLOGO. 


IX 


naje  verdadero  y que  tuvo  su  oficina  en  la  calle  de  Francos  de  la  ciudad  del 
Bétis,  lian  ido  á Sevilla  buscando  la  barbería  para  hablar  con  alguno  de  los  des- 
cendientes del  rapista  y alcahuete  del  conde  de  Almaviva.  Seguro  es,  que  los  ex- 
tranjeros se  imaginan  al  barbero  español  siempre  fuera  de  su  tienda,  dando  sere- 
natas y ocupándose  en  tercerías,  cosas  que  nada  tienen  (pie  ver  con  el  oficio;  pero 
que  artísticamente  completan  su  figura. 

Bajo  este  punto  de  vista,  único  en  que  los  tipos  despiertan  interés  y curiosi- 
dad, los  creados  por  las  necesidades  de  la  civilización  moderna,  tienen  que  ser 
menos  acentuados  en  sus  contornos,  puesto  que  fuera  del  ejercicio  ó profesión  de- 
terminada, en  que  todos  han  de  hacer  lo  mismo  con  cortas  diferencias,  sus  costum- 
bres, hábitos,  trajes  é inclinaciones,  aunque  distintas  individualmente,  se  aco- 
modan y ajustan  al  nivel  común  social. 

Hé  aquí  la  razón  de  que  obras  como  la  presente  salgan  á luz  mientras  quedan 
aun  verdaderos  tipos  nacionales,  siquiera  sean  un  tanto  modificados,  pues  así  ten- 
dremos la  historia  de  su  transformación  hasta  que  se  confundan  y pierdan  en  la 
gran  masa  de  los  séres,  asimilados  por  el  trato  y comunicación  de  todos  los  pue- 
blos, á cuyo  contacto  se  desvanecen  todas  esas  peculiaridades  que  en  otras  épocas 
diferenciaban  á los  hombres;  los  cuales,  á este  respecto,  se  asemejan  á las  piedras, 
que  de  mucho  rodar  y chocar  unas  con  otras  concluyen  por  pulirse  y redondearse. 

Pero  mientras  esta  asimilación  no  se  consuma  en  absoluto,  mientras  no  llega 
el  dia  de  la  liomogeneizacion  social,  todo  trabajo  descriptivo  de  las  clases  que 
constituyen  la  gran  masa  de  una  nación  debe  tender  á estereotipar  esas  variantes 
que  constituyen  las  tendencias,  gustos,  preocupaciones,  vicios  y hasta  virtudes 
del  gran  conjunto,  á fin  de  que  sirvan  no  solo  de  términos  comparativos  para  fijar 
las  etapas  del  progreso  de  un  pueblo,  sino  de  estudio  para  la  comparación  de  épo- 
cas distintas  y para  el  análisis  y la  síntesis  en  el  oleaje  de  asimilaciones  y des- 
composiciones sociales. 

Estas  ideas  nos  hacen  creer  que  este  libro  viene  á llenar  un  vacío  en  la  biblio- 
teca de  cuantas  personas  se  interesan  en  el  movimiento  de  costumbres  de  nuestra 
raza. 

Los  Hombres  Españoles,  Americanos  y Lusitanos,  pintados  por  sí  mismos,  no 
constituyen  simplemente  una  colección  curiosa  de  artículos  debidos  á la  pluma  de 
muy  distinguidos  escritores  hispano-lusitanos  de  ambos  hemisferios;  tiene  esta 
obra  mas  alto  significado  y presta  mayores  utilidades  que  una  galería  mas  ó me- 
nos completa  de  descripciones. 


X 


PRÓLOGO. 


El  libro  de  que  son  prólogo  estos  párrafos  representa  un  trabajo  de  observa- 
ción sobre  todas  las  mas  importantes  clases  sociales  de  la  raza  ibérica  en  ambos 
lados  del  Atlántico;  es  un  estudio  sobre  sus  costumbres,  tendencias,  progresos  y 
preocupaciones;  es  como  si  dijéramos  un  análisis  concienzudo  y minucioso  de 
cada  una  dé  las  partes  componentes  de  la  sociedad  española,  portuguesa  y ame- 
ricana revelada  en  sus  hombres;  análisis  hecho  por  observadores  profundos  é im- 
parciales que  se  han  dignado  deferir  á nuestras  invitaciones  y que,  por  último 
resultado,  viene  á constituir  una  síntesis  bastante  completa  de  la  fisonomía  gene- 
ral de  nuestra  Península  y de  la  América  latina.  Por  tal  concepto,  este  libro  tiene 
la  importancia  de  un  estudio  general  y profundo  de  las  costumbres  y caracteres 
de  dichos  países,  resumiendo  en  sus  páginas  la  índole  y carácter  típico  de  las  so- 
ciedades que  en  ellos  viven  y se  desarrollan. 

El  conocimiento  que  nuestros  dilatados  viajes  por  ambos  hemisferios  ha  podido 
darnos  en  ellos,  ha  sido  causa  de  la  facilidad  con  que  hemos  obtenido  el  concurso 
de  tantos  escritores  importantes  cuyas  firmas  honran  estas  páginas. 

Fuera  prolijo  encomiar  con  preferencia  unos  sohre  otros  los  bocetos  que  aque- 
llos literatos  han  trazado;  y para  no  incurrir  en  omisiones  involuntarias,  ni  esta- 
blecer preferencias  siempre  odiosas  y que  pudieran  interpretarse  torcidamente, 
prescindimos  de  encarecer  trabajo  alguno.  El  lector  podrá  saborear  el  mérito  de 
todos,  mezclados  sin  orden  alguno  que  pueda  implicar  primacías  de  ninguna  clase. 
Al  lado  de  la  armoniosa  prosa  de  Castelar,  de  los  profundos  estudios  americanos 
del  doctor  Magariños  Cervantes  y de  los  aplaudidos  Tejera,  figuran  las  chispean- 
tes poesías  de  Ricardo  Sepúlveda  y de  Ramiro;  junto  á las  valientes  y sarcásticas 
estrofas  del  vate  lusitano  Guerra  Junqueiro,  insertamos  la  correcta  prosa  de  Na- 
varrete,  Rodríguez  Solís  y tantos  otros  cuyos  escritos  han  logrado  aplauso  público 
en  este  género  de  literatura. 

En  lo  que  á nosotros  se  refiere  nos  hemos  reservado  tan  solo  la  descripción  de 
algunos  tipos  y costumbres  que  reputamos  imprescindibles  en  esta  obra  y que  lian 
dejado  sin  describir  nuestros  ilustrados  colaboradores. 

Tal  es  la  índole  y composición  de  Los  Hombres  Españoles,  Americanos  y Lu- 
sitanos, pintados  por  sí  mismos,  cuyo  texto  é ilustraciones  juzgamos  de  necesaria 
presencia  en  las  mejores  bibliotecas. 


Nicolás  Díaz  de  Benjumea. 


Luis  Ricardo  Fors. 


por  D,  Emilio  Castelar, 


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¡yo 


É ahí  uno  do  los  tipos,  que  mas  en  el  mundo  cambian 
y que  toman  aspectos  mas  varios  de  las  circunstancias  y 
demás  medios  ambientes,  en  que  nacen  y crecen.  Un 
filósofo  puede  aparecer  como  ideal  abstracción,  fuera  casi 
del  tiempo  y del  espacio,  sin  atención  á lo  que  ocurre  á 
su  alrededor;  entregado,  como  sacerdote  de  lo  infinito  y 
de  lo  eterno,  á la  contemplación  mística  del  puro  é in- 
condicionado pensamiento.  Pero  el  político  nace  para  cumplir  sus 
ideas  ó las  ideas  de  otro,  realizándolas  en  breve  período  de  tiempo 
y conteniéndolas  dentro  de  las  estrechas  fronteras  de  un  limitado 
espacio.  Por  consiguiente,  su  ministerio  nace  de  necesidades  cir- 
cunstanciales  y va  derecho  á la  realidad  impura  y concreta,  como 
necesitado  de  apreciar,  mas  que  los  ideales  purísimos,  lo  eventual  y transitorio. 

Con  solo  mirar  el  mundo  y la  vida,  encontráis  en  ella  tipos  correspondientes  á 
la  oposición  natural  entre  los  estadistas  y los  filósofos : teoría  los  unos  y práctica 
y realidad  los  otros.  Por  regla  general,  todo  matemático  sobresaliente  en  cálculos 
abstractos  no  aplica  estos  cálculos  á la  realidad  y no  resulta  en  la  vida  ni  un  gran 


9 

cpiífo 


12 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


mecánico  ni  un  excelente  ingeniero.  El  hombre  mayor  en  las  ciencias  fisico- 
matemáticas, el  que  supo  deducir  de  la  caida  de  una  manzana  verdades  tan  pro- 
fundas como  exactas,  el  que  dio  el  binomio  y averiguó  la  gravedad  universal, 
Newton,  cuyo  entendimiento  no  tropezaba  con  ningún  misterio  en  la  inmensidad 
de  los  espacios,  tropezaba,  nervioso  y tímido,  amedrentándose  y retrocediendo,  con 
cualquier  objeto  en  la  realidad  concreta  de  la  vida.  Yo  lie  visto  muchos  médicos 
sabedores  de  las  mas  altas  teorías,  que  lian  estudiado  el  organismo  nuestro  y los 
humores  por  el  organismo  derramados,  hasta  el  extremo  de  convertir  la  fisiología, 
con  los  milagros  de  su  observación  prolija,  en  una  ciencia  cuasi  exacta;  yo  los  he 
visto  desconocer  por  completo,  ante  una  enfermedad  á veces  ligera,  el  remedio  y 
aun  el  diagnóstico  por  los  médicos  mas  romancistas  conocidos  y apreciados,  en  vir- 
tud de  una  larga  é instructiva  experiencia.  El  hombre  de  estado,  pues,  se  parece 
al  médico  práctico  que  conoce  las  enfermedades  sociales  por  los  experimentos  dia- 
rios y no  por  los  estudios  científicos. 

¿Quiere  decir  esto  que  deban  despreciar  y desconocer  los  estadistas  las  teorías 
puras  y las  ciencias  abstractas?  l)e  ninguna  suerte.  Casualmente,  si  hay  profe- 
sión que  pida  universalidad  de  conocimientos  y riqueza  de  ideas,  es  la  profesión 
de  dirigir  á los  pueblos  y de  organizar  los  estados.  Quien  personifica  y encabeza 
una  sociedad  en  cierto  período  de  tiempo,  ha  de  conocer  en  su  conjunto  las  nece- 
sidades sociales;  y para  conocerlas,  ha  de  estudiarlas  en  las  mas  opuestas  y á ve- 
ces mas  contradictorias  ciencias.  La  sociedad,  abreviado  universo,  tiene  algo  de 
la  riqueza  infinita  y de  la  variedad  múltiple  que  tiene  la  naturaleza.  Elevándoos 
un  poco  á las  alturas,  descubriréis  junto  á las  cúpulas  que  parecen  oraciones  con- 
deúsadas,  las  chimeneas  despidiendo  el  humo  de  la  hulla  que  significa  y repre- 
senta el  trabajo  moderno;  junto  al  cuartel  donde  las  armas  resuenan  y los  caballos 
de  combate  relinchan,  las  dehesas  donde  abre  á la  vida  los  surcos  de  la  tierra  el 
arado  y muge  uncido  á la  yunta  el  buey,  mientras  la  paloma  doméstica  desciende 
al  bebedero  y canta  en  los  corrales  el  gallo  madrugador;  junto  á las  obras  de  arte, 
creaciones  ideales  de  la  divina  inspiración  que  acerca  lo  invisible  al  mundo  y 
puebla  de  rosas  místicas  y de  ángeles  increados  las  1 listes  asperezas  de  nuestra 
vida,  las  cotizaciones,  los  valores,  los  cambios,  la  bolsa  llena  de  afanados  agen- 
tes, el  bufete  de  los  cálculos,  el  mostrador  de  las  ventas,  el  mercado  de  las  tran- 
sacciones; junto  á la  universidad  que  despide  y exhala  ideas,  y la  sapientísima 
academia  que  parece  un  senado  de  patricios  espirituales  ¡ay!  la  ignorancia  del 
pobre  pueblo,  la  zahúrda  del  gitano  maldito,  la  taberna  de  la  embriaguez  embru- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


13 


tecedora,  los  antros  donde  se  olvida  la  conciencia  y se  aprende  el  crimen:  contra- 
dicciones, que  obligan  al  estadista  con  perentoria  obligación  á conocer  desde  los 
ideales  del  arte  basta  los  trabajos  de  la  industria;  desde  los  movimientos  de  los 
espíritus  basta  los  movimientos  de  los  intereses;  desde  las  escuelas,  donde  las  nue- 
vas inteligencias  amanecen,  hasta  los  presidios  donde  los  criminales  se  pudren; 
desde  las  plegarias  de  la  religión  basta  los  afanes  de  la  bolsa;  cuyos  conocimien- 
tos, necesarios  y saludables,  respondiendo  á nuestra  doble  naturaleza,  ó no  lian 
de  tener  valor,  ó lian  de  participar  de  la  idealidad  y de  la  realidad  para  servir  así 
á la  ciencia  pura  como  á la  impura  vida,  en  la  precisión  de  atender  á las  inma- 
nentes aspiraciones  y á los  fines  transitorios  de  una  sociedad  y de  una  época. 

Nada  cambia  tanto  como  el  estadista.  Los  filósofos  de  los  tiempos  pasados  se 
parecen  á los  filósofos  de  los  tiempos  presentes,  como  una  gota  de  agua  á otra  gota 
de  agua.  Hombres  de  reflexión  y estudio,  dados  á escribir  y hablar,  necesitan  para 
sus  meditaciones  de  cierta  reclusión  monástica,  y para  su  apostolado  y propagan- 
da necesitan  de  sus  discípulos,  que  forman  el  organismo  conocido  con  el  nombre 
de  escuela,  es  decir,  el  cuerpo  de  la  filosofía.  Los  dos  tipos  de  la  idea  inmanente 
y de  la  idea  trascendente,  que  Rafael  trazó  con  su  creadora  mano  en  las  estancias 
vaticanas,  responden  á una  con  sus  sendos  aspectos,  vários  y contradictorios;  sa- 
cerdotal, como  el  idealismo,  uno,  y joven  y robusto,  como  el  naturalismo,  otro,  al 
concepto  fundamental  de  los  dos  sistemas,  el  de  la  inmanencia  y el  de  la  trascen- 
dencia, que  todavía  se  disputan,  á guisa  de  contradicción  irreductible,  la  autoridad 
y el  dominio  sobre  los  eternos  senos  del  humano  espíritu.  Pero  ¡cómo  cambian  los 
hombres  de  estado!  Comparad  á los  primeros  de  la  historia  con  los  últimos,  com- 
parad á Moisés  con  Bismarck;  y advertiréis  la  diferencia;  mientras  apenas  adver- 
tiréis diferencia  ninguna,  si  comparáis  á Ivant  con  Platón.  Sacó  Moisés  á los  israe- 
litas del  cautiverio  de  Egipto  y sacó  Bismarck  á los  alemanes  del  cautiverio  de 
Austria;  fundó  aquel  con  un  pueblo  nuevo  una  nueva  sociedad  civil,  y fundó  este 
con  un  pueblo  viejo  una  nueva  sociedad  política.  Dado  el  tiempo  de  una  y otra 
obra,  se  da  la  razón  de  la  diferencia  esencial  entre  ambos  extraordinarios  estadis- 
tas. Todo  en  Moisés  leyenda  y religión,  todo  en  Bismarck  política  y cálculo.  El 
jefe  de  los  hijos  de  Israel  nace,  como  todos  los  redentores  de  pueblos,  en  la  escla- 
vitud y en  la  desgracia;  su  pobre  madre  lo  confia,  desesperada  por  haber  parido 
un  esclavo,  al  rio  de  los  misterios,  en  cuyas  orillas,  lejos  de  topar  con  las  fauces 
del  voraz  cocodrilo,  que  se  lo  traguen  y devoren,  topa  con  el  corazón  de  miseri- 
cordiosas mujeres  que  lo  salvan  y lo  educan.  Desde  tal  hora  todo  es  sobrenatural  y 

TOMO  I.  2 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


milagroso  en  la  vida  legendaria  de  aquel  hombre.  Los  mares  se  abren  para  dar 
paso  enjuto  ti  Israel  y se  cierran  para  sumergir  á los  perseguidores  de  Israel;  las 
nubes  del  cielo  se  convierten  por  la  noche  oscura  y callada  en  columnas  de  fuego 
v las  piedras  y las  arenas  del  estéril  desierto  en  pedazos  de  pan;  las  zarzas  del 
Oreb  arden,  las  cimas  del  Sinaí  relampaguean  y truenan,  las  áridas  peñas  fluyen, 
los  ángeles  celestiales  bajan,  la  voz  divina  retumba  : que  todo  eso  y mucho  mas 
es  necesario  para  fundar  una  sociedad  en  la  infancia  del  género  humano  y en  los 
comienzos  y albores  de  la  humana  historia.  Cambia,  por  completo,  la  misma  obra 
y el  obrero  mismo  en  nuestro  siglo.  Aunque  Bismarck  tiene  algo  de  la  leyenda 
militar  por  el  casco  puntiagudo  que  ciñe  su  cabeza,  y algo  de  la  leyenda  religiosa 
por  la  Biblia  protestante  que  lleva  bajo  el  brazo,  no  le  creáis  capaz  de  apelar  al 
milagro,  ni  de  creer  que,  á la  vuelta  de  cualquier  encrucijada,  topará  con  abismos 
dispuestos  á tragarse  de  un  bostezo  á sus  enemigos,  ni  con  zarzas  ardientes  ilumi- 
nadas para  revelarle  un  código  cualquiera.  La  idea  positiva  y de  antemano  calcu- 
lada es  todo  su  númen;  la  fuerza  de  un  ejército  disciplinado  y numeroso,  toda  su 
confianza;  la  naturaleza  implacable  produciendo  y devorando  séres  sin  descanso, 
toda  su  escuela  y su  gran  maestra;  la  indiferencia  por  los  medios  conducentes  al 
triunfo  toda  su  moral;  la  razón  práctica  toda  su  política;  la  experiencia  todo  su 
criterio;  el  fusil  aguja  todo  su  milagro;  y su  Dios  un  férreo  emperador,  caballero 
en  cabalgadura,  que  sin  tener  gran  cosa  de  apocalíptica,  podría  en  humana  san- 
gre bañarse  y romper  con  sus  erraduras,  que  han  destrozado  tantos  cráneos,  múl- 
tiples y vividores  mundos. 

A cada  edad  del  planeta  corresponde  un  hombre  de  estado  diverso.  No  podría 
dominar  las  sociedades  asiáticas  quien  careciese  de  comunicación  directa  y mani- 
fiesta con  el  cielo.  Todos  los  gobernadores  y regidores  de  pueblos  primitivos  son 
hijos  ó parientes  ó privados  ó ministros  de  los  antiguos  dioses.  El  indio,  identifi- 
cado con  la  naturaleza,  entrégase  al  español,  porque  confunde,  sin  poderlo  reme- 
diar, en  su  ignorancia,  el  ginete  con  el  caballo  y los  cree  un  monstruo  mitoló- 
gico; la  previsión  de  los  eclipses  con  la  profecía  religiosa  y las  cree  un  divino 
privilegio;  los  tiros  del  arcabuz  con  los  rayos  del  cielo  y los  cree  un  elemento 
celeste  y una  fuerza  de  la  naturaleza  en  manos  de  hombres  mayores  que  sus 
dioses. 

Ln  cuanto  salís  del  Oriente  y entráis  en  Occidente,  la  naturaleza  de  los  hom- 
bres de  estado  cambia,  como  cambian  la  misma  naturaleza  material  v el  eterno 
tiempo.  En  el  Asia  Menor,  los  estadistas  son  ya  reyes  mas  que  sacerdotes,  como 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


15 

los  dioses,  á su  vez,  hombres  mas  que  fuerzas  del  universo.  Y cuando  los  mares 
se  tranquilizan  y serenan,  los  golfos  y ensenadas  se  abren  como  senos  amigos  y 
amantes  brazos;  las  islas  surgen  coronadas  de  florestas  como  las  nereidas  corona- 
das de  nácares;  los  dioses  toman,  bajo  el  cincel  de  los  escultores,  la  forma  huma- 
na perfecta;  los  juegos  olímpicos  llenos  de  cítaras  y de  odas,  suceden  á los  sacri- 
ficios humanos  llenos  de  sangre;  entre  largos  intercolumnios,  á la  puerta  de  los 
templos  armoniosos,  sobre  la  cincelada  tribuna,  en  las  asambleas  republicanas,  el 
hombre  de  estado  aparece  como  un  artista  y como  un  héroe,  que  se  lia  sentado  en 
las  escuelas  de  Sócrates,  que  ha  esgrimido  una  espada  digna  de  fulgurar  en  Pla- 
tea, que  ha  hablado  con  la  elocuencia  propia  de  la  divina  Agora,  y que  domina, 
con  su  cabeza  cubierta  del  casco  áureo,  envidiado  de  Minerva  por  haberlo  escul- 
pido Fidias,  á los  enemigos  en  los  campos  de  laureles,  y á los  oradores  en  las  com- 
petencias de  Atenas. 

Cuando  una  clase  domina  en  cualquier  estado,  el  don  de  la  política  se  refugia 
en  ella,  y los  hombres  mas  aptos  para  dirigir  los  públicos  negocios  á ella  pertene- 
cen. Así  en  la  Roma  de  la  república  parlamentaria  y aristocrática  el  hombre  de 
estado,  por  regla  general,  está  entre  los  senadores  y los  patricios.  Escipion  afri- 
cano, que  venció  la  prepotencia  cartaginesa,  no  solamente  por  su  táctica  militar, 
sino  también  por  su  arte  político;  Fabio  Máximo,  en  quien  se  compadecían  y au- 
naban por  igual  valor  y prudencia;  Catón,  el  viejo,  que  representaba  la  libertad 
privilegiada  y tradicional,  pertenecen  todos  al  aristocrático  patriciado,  glorioso 
depositario  de  la  tradicional  ciencia  política  y del  sentido  verdaderamente  roma- 
no. Luego,  en  el  gran  conflicto  entre  patricios,  caballeros  y plebeyos,  es  decir, 
entre  la  aristocracia,  la  clase  media  v el  pueblo;  todos  los  diversos  partidos  tuvie- 
ron grandes  hombres,  así  en  las  armas  como  en  las  letras,  pero  no  tuvieron  gran- 
des y preclaros  estadistas.  Ni  los  Cfracos,  tan  semejantes  álos  tribunos  atenienses; 
ni  Mario,  tan  célebre  por  su  valor  como  los  primeros  capitanes  de  los  mejores 
tiempos;  ni  Sila,  en  su  omnipotente  dictadura;  ni  Cicerón,  el  orador  extraordina- 
rio con  su  milagrosa  palabra,  lograron  fundar  el  predominio  de  la  clase  por  ellos 
defendida  y representada  sobre  las  demás  clases  sociales.  Roto  el  equilibrio  anti- 
guo, irreconciliables  los  partidos  que  antes  aparecían  émulos  y rivales,  no  ad- 
versarios y enemigos;  el  don  de  la  política  pasó  á los  conspiradores,  empeñados 
en  tramoyar  terribles  conjuraciones  contra  los  comicios  del  pueblo  y las  asam- 
bleas del  patriciado,  para  fundar  una  dictadura  permanente  con  el  triste  y nefasto 
nombre  de  imperio. 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Así  la  política  romana  se  refugia  en  dos  hombres  extraordinarios,  en  César 
que  funda  y en  Augusto  que  organiza  la  autoridad  imperial.  En  el  primero,  junto 
á un  genio  militar  de  primer  orden,  brilla  un  génio  político  de  primer  orden  tam- 
bién. La  firmeza  en  los  propósitos,  la  seguridad  en  los  fines,  el  atrevimiento  en 
las  empresas,  el  disimulo  cauteloso,  la  doblez  hipócrita,  la  celeridad  en  los  mo- 
mentos supremos,  la  previsión  de  las  contingencias  futuras  hacian  de  César  el 
primero  entre  los  generales  del  mundo.  Tras  de  César  vino  Augusto,  el  taimado 
v protervo  engañador.  En  él  se  personificaron  todos  los  errores  y todos  los  vicios 
conocidos  en  el  mundo  con  el  nomine  de  razón  de  estado.  La  mentira  fué  su 
Dios  y el  disimulo  su  carácter.  Por  este  sentimiento  de  sí  mismo,  al  morirse,  á la 
hora  de  su  agonía  postrera,  convocó  en  torno  de  su  lecho  á sus  cortesanos,  y vién- 
dose pálido  y demacrado,  se  compuso  el  rostro  y se  arregló  los  cabellos  al  espejo, 
como  una  cortesana,  con  artera  sonrisa.  Hipócrita,  doble,  astuto,  falso,  mentiroso, 
reveló  á la  posteridad  y á la  historia  el  juicio  definitivo  sobre  sí  mismo,  que  le 
pesaba  en  la  conciencia.  Republicano  de  nombre,  dictador  de  veras;  con  todas  las 
apariencias  de  la  libertad  en  su  gobierno  y todas  las  fuerzas  del  despotismo  en  su 
persona;  falsificando  el  tribunado,  el  consulado,  la  censura  en  una  falsificación 
gigantesca,  para  que  Roma  pasara  de  la  república  á la  tiranía  sin  advertir  su 
paso;  la  vida  de  Augusto  fué  una  prolongada  comedia.  Así  lo  confesó  pública- 
mente, y así  concluyó  pidiendo,  á guisa  de  consumado  actor,  el  consabido  aplauso 
á su  profunda  habilidad  en  la  representación  de  aquella  farsa.  Como  tiene  Roma 
tal  duración  y permanencia  en  la  vida  y en  las  instituciones  modernas,  así  como 
á la  dictadura  imperial  le  trasmitió  la  denominación  de  cesarista  y á las  personas 
reales,  á su  vez  la  denominación  de  augustas,  ¡oh!  trasmitió  la  mentira,  el  dolo, 
el  engaño,  la  falsía,  la  traición,  el  perjurio  de  Augusto  como  cualidades  propias  del 
hombre  poseido  por  la  dura  é implacable  divinidad  antropófago,  que  se  llama  la 
razón  de  estado. 

Los  hombres  de  tal  temple  han  cambiado  mucho  porque  han  recibido  el  color, 
con  que  se  presentan  á la  historia,  de  las  múltiples  y supremas  circunstancias  que 
los  han  rodeado.  Unos  han  tomado  la  estatura  colosal,  que  tienen  hoy  en  el  hu- 
mano juicio,  de  una  grande  idea,  como  los  Antoninos,  por  ejemplo,  los  cuales  pue- 
den considerarse  con  verdad  como  el  estoicismo  coronado;  otros,  grandes  por  sí. 
llenos  de  pensamientos  y de  afectos  generosos,  como  Juliano  el  Apóstata,  lian 
obtenido  una  inmerecida  reprobación  por  haber  opuesto  su  grandeza  personal, 
como  un  dique  á la  impetuosa  y benéfica  corriente  del  progreso;  pero  todos  han 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


í 


tomado  la  mayor  parte  de  su  grandeza  personal  del  medio  en  que  lian  vivido. 

¡ Cuántos  grandes  generales,  pensadores  ilustres,  consumados  políticos,  hombres 
de  ánimo  valeroso,  con  muchas  cualidades  para  personificar  la  razón  de  estado, 
como  Septimio  Severo,  por  ejemplo,  se  han  tristemente  hundido  en  el  concepto 
de  la  posteridad  por  no  haber  contrastado  la  decadencia  irremediable  de  su  tiempo! 

En  el  seno  de  las  sociedades  primitivas,  el  hombre  de  estado  es  un  revelador 
ó un  profeta.  La  teocracia,  personificará  eternamente  las  sociedades  recien  naci- 
das, con  la  imaginación  muy  despierta  y la  razón  en  gérmen.  Así  que  las  socie- 
dades crecen,  el  sacerdocio  pierde  su  poder  político;  y la  autoridad  civil  se  funda 
y establece.  Tal  sucede  hasta  en  los  pueblos  mas  religiosos.  Aquella  tribu  de  Judá, 
verdadera  teocracia  en  sus  orígenes,  cuando  llega,  por  virtud  de  su  desarrollo,  á 
una  relativa  madurez,  separa  los  reyes  de  los  profetas,  y constituye  una  monar- 
quía hasta  cierto  punto  civil  y laica.  En  cumplimiento  de  tan  excelsa  ley  domi- 
nan los  papas  y los  obispos  en  los  períodos  bárbaro  y feudal  de  la  moderna  histo- 
ria. Y esto  explica  sencillamente  la  influencia  de  los  pontífices  romanos  sobre  las 
tribus  germánicas;  el  poder  de  los  prelados  católicos  sobre  los  visigodos  españoles; 
el  pacto  entre  la  Iglesia  y Garlo-Magno,  sobre  cuyas  bases,  por  tanto  tiempo, 
descansa  toda  Europa;  el  génio  avasallador  de  un  Gregorio  YII  y de  un  Inocen- 
cio III,  génio,  cuyo  esplendor  desaparece  y no  vuelve,  cuando  los  estados  mo- 
nárquicos surgen,  las  nacionalidades  políticas  nacen,  los  jurisconsultos  predomi- 
nan sobre  los  canonistas  y los  reyes  sobre  los  señores,  comenzando  así  nueva  edad 
en  los  tiempos  históricos  y nuevas  fases  en  el  espíritu  humano. 

Sucede  con  los  estadistas  lo  mismo  que  sucede  con  los  oradores,  escasean  mu- 
cho en  la  historia.  Entre  tantos  poetas  y tantos  filósofos  perfectos  en  sus  respecti- 
vas profesiones,  como  tiene  Grecia,  no  cuenta  nombre  alguno  de  orador  que  poner 
junto  al  excelso  nombre  de  su  inmortal  Demóstenes.  Entre  tantos  jurisconsultos 
insignes  y tantos  primeros  poetas,  como  tiene  la  colosal  Roma,  en  la  tribuna  de 
los  Rostros  solo  se  alza  una  estátua  capaz  de  coronarse  con  perdurables  laureles, 
la  estátua  de  Cicerón.  Francia  solo  tiene  dos  oradores  que  levantar  á la  grande  al- 
tura de  los  oradores  antiguos:  en  el  siglo  décimo  séptimo,  Bossuet;  y en  el  siglo 
décimo  octavo,  Mirabeau.  Una  de  las  mayores  y mas  preciadas  riquezas  morales 
de  la  Gran  Bretaña  se  encierra  en  el  número  de  sus  oradores  extraordinarios  que 
apénas  llegan  á seis;  y una  de  las  esperanzas,  que  infunde  á todos  sus  admirado- 
res nuestra  España,  brota  de  la  elocuencia  incomparable  que  resuena  en  su  magní- 
fica tribuna.  Presenta  la  historia  mayor  número  de  grandiosos  estadistas  que  de 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


grandiosos  oradores,  por  una  razón  muy  sencilla,  porque  los  estadistas  responden 
á necesidades  mas  permanentes  y apremiantes  del  humano  linaje.  Así  la  política 
moderna  se  lia  forjado  por  una  série  de  hombres  extraordinarios,  á quienes  el  es- 
píritu de  su  tiempo  se  les  subiera  por  completo  á la  mente,  concentrándose  en 
ella  como  se  concentra  la  etérea  luz  en  los  soles.  Así  que  acaban  los  pontífices  po- 
líticos, empiezan  los  reyes  políticos  también.  Estos,  en  el  período  teocrático  y feu- 
dal, no  liabian  hecho  mas  que  servir  á los  papas  y pelear  con  los  nobles.  A me- 
diados del  siglo  décimo  tercio,  la  monarquía  se  despide  ostentosamente  de  la  teo- 
cracia por  medio  de  sus  reyes  santificados  y beatos:  San  Fernando,  San  Luis,  don 
Jaime  el  Conquistador,  que  ha  hecho  mayor  número  de  milagros  aun  que  los  san- 
tos mismos.  Pero,  al  finalizar  el  siglo  décimo  tercio,  é iniciarse,  por  el  movimien- 
to natural  de  los  tiempos  al  movimiento  natural  de  las  ideas  paralelo,  el  siglo  dé- 
cimo cuarto,  los  reyes  tienen  que  defender  sus  respectivas  nacionalidades  recien 
fundadas,  y para  defenderlas  tienen  que  combatir  la  vieja  tutela  de  la  antigua 
teocracia.  Por  tal  razón  á los  reyes  predilectos  de  Roma  suceden  los  reyes  enemi- 
gos de  Roma,  en  cambio  brusco,  que  no  se  podría  comprender,  si  de  antemano,  y 
por  anticipación,  ¡ah!  no  se  supiese  que  las  ideas  preceden  á los  hechos  y á los 
hombres  de  estado  los  hombres  de  pensamiento.  La  gran  protesta,  que  contra  la 
unidad  espiritual  de  Roma  se  inicia  en  el  siglo  duodécimo  por  la  voz  tonante  de 
Abelardo,  no  llega,  en  verdad,  á las  instituciones,  hasta  fines  del  siglo  décimo 
tercio,  y comienzos  del  siglo  décimo  cuarto,  en  que  Pedro  el  Magno  de  Aragón 
recoge  allá  en  Sicilia  el  guante  de  Coradino  para  con  él  abofetear  al  pontificado; 
V Felipe  el  Hermoso  de  Francia  disuelve  las  órdenes  monásticas  mas  batalladoras 
y mas  adictas  á la  persona  del  papa;  y Sancho  el  Bravo  de  Castilla  se  burla  de 
las  excomuniones  pontificias  como  cualquier  impío  de  nuestra  edad  racionalista. 

Coinciden,  pues,  los  hombres  de  estado  en  las  naciones  que  tienen  el  mismo 
desarrollo  en  la  historia  universal  y que  consiguen  igual  poder  en  la  civilización 
moderna.  Una  reacción  feudal  sucede  á los  esfuerzos  de  los  grandes  reyes  que  in- 
tentaron fundar  la  unidad  de  las  naciones  en  la  unidad  de  los  estados;  y esta 
reacción  la  combaten  los  reyes  revolucionarios,  Pedro  de  Portugal,  Pedro  de  Cas- 
tilla, Pedro  de  Aragón.  Y cuando  la  revolución  monárquica  supera  y vence  á la 
reacción  feudal,  da  el  reloj  de  los  tiempos  la  hora  suprema  del  establecimiento  y 
organización  de  las  grandes  monarquías.  Y por  la  sobra  de  malas  artes  y la  falta 
completa  de  escrúpulos;  por  la  ausencia  de  toda  fidelidad  á la  palabra  empeñada 
y al  juramento  prestado;  por  la  doblez  finísima  y la  crueldad  refinada;  por  el  eni- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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pico  de  todos  los  medios,  aun  los  mas  reprobables,  para  conseguir  todos  los  fines 
deseados;  por  la  implacable  ambición,  por  la  crueldad  refinadísima,  ident ifícanse 
los  fundadores  de  la  monarquía  moderna,  Fernando  Y de  Castilla,  Luis  XI  de 
Francia,  Enrique  VIII  de  Inglaterra,  Maximiliano  de  Austria,  Juan  el  Terrible 
de  Rusia,  como  si  fueran  facetas  varias  de  un  mismo  y solo  espíritu. 

Y luego,  cuando  las  monarquías  absolutas  se  lian  fundado,  aseméjanse  todos 
los  reyes,  que  llevan  el  poder  supremo  á su  expresión  ultima,  Felipe  II  de  Espa- 
ña, Isabel  I de  Inglaterra,  Luis  XIV  de  Francia,  Sixto  Y de  Roma,  como  en  de- 
mostración de  que  á la  unidad  del  espíritu  europeo  lia  de  corresponder  la  unidad 
también  de  la  política  europea.  Las  ideas  de  su  tiempo  dominan  aun  á los  hom- 
bres que  se  creen  mas  dominadores.  Todo  estadista,  que  coopera  con  su  génio  á 
una  obra  natural  de  la  sociedad  prevalece;  y todo  estadista  que  contraría  ó con- 
trasta la  corriente  social  se  frustra  y se  malogra. 

Para  testimoniar  esta  verdad,  poned  los  ojos  en  dos  hombres  de  estado,  perte- 
necientes á los  siglos  últimos;  y en  dos  hombres  de  estado,  pertenecientes  á nues- 
tro mismo  siglo:  en  Mazarino  y Alberoni,  en  Meternich  y Cavour.  Italiano  Ma- 
zarino  é italiano  Alberoni;  favorito  el  uno  de  Mariana  de  Austria,  que  reinaba 
sobre  la  niñez  de  Luis  X1Y  y favorito  el  otro  de  Isabel  de  Farnesio,  que  reinaba 
sobre  la  decrepitud  de  Felipe  V;  ambos  á dos  astutos,  ambos  á dos  sapientísimos 
en  política  y en  diplomacia,  solo  en  fortuna  se  diferencian,  favorable  la  del  mi- 
nistro francés  y adversa  la  del  ministro  español,  á pesar  de  alzarse  contra  el  uno 
todas  las  pasiones  de  la  Fronda  y de  someterse  al  otro  la  ciega  obediencia  gran- 
geada  para  el  poder  supremo  por  nuestro  letal  absolutismo.  Mazarino,  con  el  par- 
lamento por  juez,  los  municipios  en  la  rebelde  Fronda,  las  provincias  y estados 
en  guerra,  París  sobre  barricadas  y en  armas,  los  Condés  en  enemistad,  el  here- 
dero de  la  corona  en  conjuraciones,  los  grandes  en  desasosiego  irreconciliable,  los 
pequeños  en  revolución  permanente;  bajo  un  cielo  lleno  de  sombras,  sobre  una 
tierra  estremecida  de  sacudimientos,  entre  los  fragmentos  del  trono  destrozado  pol- 
la discordia  y las  guerras  de  clase  atizadas  por  los  últimos  espectros  del  soterrado 
feudalismo,  somete  lo  mismo  á París  que  á Burdeos  insurrectas,  debela  en  rápidas 
victorias  la  Borgoña  y la  Turena,  el  Languedoc  y la  Normandía,  dejando  funda- 
da la  unidad  de  Francia,  y muriendo,  á pesar  de  las  cóleras  suscitadas  por  su 
vida,  en  serena  y honradísima  muerte.  Alberoni  concibe  los  proyectos  mas  vastos 
y siente  las  ambiciones  mas  desapoderadas;  el  demonio  de  la  reacción  europea, 
i[ue  dormía  con  Felipe  II  en  la  granítica  tumba  del  Escorial,  se  apodera  del  cora- 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


zoh  y del  ánimo  de  este  primer  ministro,  que  arrebata  Sicilia  á los  reyes  de  Sabo- 
ya,  Cerdeña  á los  emperadores  de  Austria;  que  extiende  la  espada  del  emperador 
Carlos  Y á un  mismo  tiempo  sobre  Italia  y sobre  Alemania:  que  conspira,  como 
si  las  olas  no  hubieran  deshecho  la  armada  invencible,  contra  las  libertades  y la 

«y 

prepotencia  de  Inglaterra;  que  pacta  con  el  Gran  Turco,  importándole  poco,  si 
llega  hasta  las  puertas  de  Yiena  y deshace  la  obra  de  nuestro  infante  don  Fernan- 
do; que  suscita  contra  la  casa  de  Orange,  reinante  por  virtud  del  protestantismo,  la 
sombra  teocrática  de  los  ultramontanos  Estuardos;  que  arroja  el  chacal  coronado 
del  norte,  Cárlos  XII  de  Suecia,  sobre  una  parte  de  los  enemigos  de  sus  planes; 
que  paraliza  la  energía  y acción  de  los  autócratas  de  Rusia  por  temor  á sus  velei- 
dades históricas;  que  busca  en  los  recónditos  senos  de  París,  por  la  increíble  con- 
juración de  Cellamare,  las  pavesas  de  las  ligas  y las  Frondas  á ver  si  abrasan  la 
regencia  de  los  Orleanes;  y con  todos  estos  grandes  proyectos  y todos  estos  innu- 
merables recursos,  concluye,  al  fin  y al  cabo,  en  una  desgracia  y en  una  ver- 
güenza irreparables,  por  haber  suscitado  la  reacción  universal  y opuéstose  al 
curso  progresivo  de  los  tiempos. 

É igual  enseñanza  encierra  el  ejemplo  de  Meternich  y de  Cavour.  Hace  treinta 
años  el  uno  estaba  en  el  zénit  de  la  fortuna  y el  otro  en  los  ocasos  de  la  mas 
triste  adversidad.  Restaurado  el  sacro  imperio  romano  en  Alemania,  triunfante  la 
reacción  cesarista  en  París,  devuelto  al  papa  su  feudo  secular,  sometida  la  re- 
belde Hungría  por  los  odios  implacables  de  los  croatas  y de  los  rusos,  vencido 
Cárlos  Alberto  en  aquella  Novara  tan  triste  como  Queronea  ó Villalar,  fusilada 
Milán,  sumergido  el  cadáver  de  Venecia  en  sus  lagunas,  montando  el  feroz  Ni- 
colás la  guardia  en  las  puertas  del  infame  palacio  de  los  Austrias,  parecía  que  la 
política  de  Meternich  se  apoderaba  del  mundo  y restablecía  la  Santa  Alianza  de 
los  déspotas  contra  los  pueblos,  con  tanta  mas  fortuna  cuanto  que  tenia  por  único 
enemigo  aquellos  diputados  del  parlamento  de  Saboya,  reunidos,  como  una  ban- 
dada de  águilas  heridas,  en  las  cimas  de  los  Alpes,  á las  cuales  no  había  llegado, 
como  iluminadas  por  un  eterno  dia,  el  diluvio  de  sombras  llovido  sobre  todos  los 
progresos  y todas  las  libertades  por  el  nefasto  espectro  de  la  reacción  universal. 
Y sin  embargo,  el  año  cincuenta  y nueve  sobreviene;  y la  obra  de  Meternich  se 
hunde,  á pesar  de  su  soberbia;  y la  obra  de  Cavour  se  corona  con  la  diadema  de  la 
unidad  de  Italia  y con  el  advenimiento  de  una  revolución  progresiva  en  toda 
Europa. 

El  verdadero  estadista  debe  servir  al  espíritu  de  su  tiempo  y servirlo  por  bue- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


21 

líos  medios.  Una  tradición  nefasta,  conocida  con  el  siniestro  nombre  de  maquia- 
velismo, lia  infnndido  la  engañosa  idea,  que  atribuye  á la  política  una  irreme- 
diable inmoralidad,  como  si  la  razón  y la  justicia  no  fueran  aquí,  en  el  mundo 
social,  fuerzas  tan  poderosas  como  los  grandes  agentes  electro -químicos  en  el 
mundo  material.  El  político  de  Florencia  creyó  la  razón  de  estado  una  fatalidad 
tan  grande  como  las  fatalidades  múltiples  reinantes  sobre  la  naturaleza;  y así 
como  á la  religión  y á la  ciencia  sustituyó  una  especie  de  astrología  mágica  y de 
quiromancia  gigantesca,  sustituyó  al  derecho  la  implacable  divinidad  de  un  es- 
tado, que  solo  se  curaba  de  la  victoria  y no  de  la  razón  y de  la  justicia.  El  quiso 
enseñar  á los  grandes  á ser  tiranos,  á los  pequeños  á ser  rebeldes,  á los  conspira- 
dores á ser  taimados,  á los  cortesanos  á ser  falsos,  á los  estadistas  á ser  violentos, 
A-  les  dijo  que  no  se  curasen  de  ningún  derecho  con  tal  que  consiguiesen  fausto 
éxito,  porque  solo  tiene  coronas  la  fama  y aplausos  la  humanidad  para  los  triun- 
fos de  la  fuerza.  Este  hombre  no  se  desengañó,  ni  al  ver  como  el  tipo  de  todas  las 
ambiciones,  César  Borgia,  se  había  hundido  en  oscuro  calabozo,  así  que  le  faltara 
la  sombra  de  su  padre,  Alejandro  VI,  el  cual  dominaba  la  tierra,  no  por  el  nú- 
mero de  sus  ejércitos  ni  por  la  extensión  de  sus  estados,  sino  por  la  entrega  de  las 
conciencias  á la  virtud  sobrenatural  de  una  idea.  Y él  mismo  que  renegó  de  todos 
los  vencidos,  y volvió  las  espaldas  á todas  las  derrotas,  y lisonjeó  todas  las  fortu- 
nas, y redujo  la  sociedad  á una  inmensa  batalla  donde  los  partidos  se  devoran 
unos  á otros  en  carnicería  sin  término  y sin  fin,  como  la  lucha  de  las  especies; 
después  de  haber  enseñado  á todo  el  mundo  á vencer  y á dominar,  solo  sabe  ser- 
vir y ser  criado  sumiso  de  los  últimos  tiranos  de  su  patria. 

No,  la  razón  de  estado  no  puede  ser  como  una  de  las  fuerzas  ciegas  del  uni- 
verso, las  cuales  no  se  curan  de  los  séres,  á quienes  destruyen  y devoran.  No,  el 
estadista  no  puede  asemejarse  á esos  animales  feroces,  sin  mas  fin  que  conservar 
su  sér  á costa  de  los  séres  agenos,  dispuestos  solo  al  ataque  y á la  defensa;  frente 
á los  débiles  audaz,  y medroso  frente  á los  fuertes;  sin  mas  necesidades  que  la 
satisfacción  del  hambre  voraz  por  la  cual  conserva  su  individuo  y del  amor  físico 
por  el  cual  conserva  su  especie;  siervo  del  instinto;  entregado,  bajo  la  fatalidad 
general  del  universo,  á la  fatalidad  particular  de  su  propia  organización.  Ese  con- 
cepto del  estadista  pudo  encarnarse  allá,  en  las  monarquías  débiles,  al  punto  y 
hora  de  vencer  en  abierta  guerra  material  á los  señores  feudales,  y en  abierta 
guerra  moral  á los  pontífices  romanos.  Los  cánones  del  dolo,  del  perjurio,  del  ase- 
sinato, aplicados  á una  sociedad  fundada  en  la  servidumbre  de  los  mas  y con- 

TOMO  i,  3 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


22 

cluida  y rematada  por  el  derecho  de  uno  solo,  en  verdad,  no  puede  aplicarse  á 
sociedades  libres,  donde  prevalece  por  completo,  sobre  todas  las  otras  categorías, 
la  categoría  del  bien  y de  la  justicia.  Así  como  no  tiene  hoy  aplicación  aquel  an- 
tiguo manual  del  cortesano,  que  prolijamente  adiestraba  en  el  arte  de  doblar  la 
rodilla  y el  espinazo  á los  poderosos,  no  tiene  razón  de  ser,  á su  vez,  el  bárbaro 
catecismo  de  la  crueldad  y de  la  mentira.  Aun  las  pasiones  denominadas  políticas, 
aquellas  en  las  cuales  entran  como  factores  la  emulación  personal  y la  envidia 
traidora,  tienen  que  purificarse  y engrandecerse  mucho,  si  han  de  servir  al  im- 
pulso y al  progreso  de  las  sociedades  modernas.  A la  competencia  egoista  entre 
los  individuos,  al  amor  desordenado  de  sí  mismo,  á la  demente  ambición  hav'que 
sustituir,  en  siglo  tan  calumniado  como  el  nuestro,  pasiones  mas  nobles,  la  pa- 
sión por  el  bien  de  todos,  para  que  resulte  así  el  engrandecimiento  primero  de  la 
patria  y la  mejora  y perfección  después  de  la  humanidad.  Los  antiguos  mismos, 
en  cuanto  veían  cualquier  desgraciado,  víctima  de  las  mundanas  ambiciones,  con- 
fiábanlo á los  sacerdotes  de  Esculapio,  los  cuales  cogíanlo  por  su  cuenta  y lo  tras- 
ladaban presurosos  á las  ruinas  de  las  montañas  por  los  titanes  sobrepuestas  en  su 
afan  de  tocar  al  cielo,  á fin  de  que  los  desvariados  aprendiesen  por  aquellas  grie- 
tas oscuras  y por  aquellas  rocas  destrozadas,  en  cuántos  abismos  se  precipitan  y 
cuántas  catástrofes  traen  los  cegados  por  la  pasión  egoista  de  su  propio  engrande- 
cimiento. 

Ya  sabemos  que  la  voluntad  se  mueve  por  el  cerebro  y se  agranda  por  la  pa- 
sión; ya  sabemos  que  las  pasiones  humanas  representan  en  nuestra  especie  lo 
mismo  que  representan  los  instintos  animales  en  especies  inferiores;  ya  sabemos 
que  mientras  un  bruto  cualquiera  se  apropia  solamente  las  materias  indispensa- 
bles á su  habitación  y las  sustancias  indispensables  á su  alimento,  el  hombre 
siente  no  solo  inclinaciones  incontrastables  á la  propiedad,  sino  también  á que  la 
propiedad  se  trasmita  v eternice  como  su  espíritu  y su  nombre,  allá  en  sus  remó- 
los descendientes;  y por  lo  mismo  que  sabemos  todo  esto,  sabemos  también  como 
las  ambiciones  humanas  tienen  muchos  y muy  varios  factores;  no  solo  aquel,  tan 
sustancial,  del  deseo  de  dominio  y superioridad  sobre  los  demás  hombres,  sino 
también  aquel  que  consiste,  á su  vez,  en  tendencias  irremediables  á granjearse  la 
estimación  general  de  sus  contemporáneos  y á conseguir  un  renombre  imperece- 
dero en  la  posteridad.  Pero  ningún  estadista  de  altura  podrá  desconocer  que,  si  la 
ambición  hace  circular  en  sus  venas  con  mas  fuerza  la  sangre  y circular  en  su 
cerebro  con  mas  celeridad  las  ideas,  debe  usar  esta  fuerza  superior  á la  fuerza  del 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


resto  de  los  mortales,  no  en  el  recreo  de  un  pasajero  goce,  sino  en  la  consecución 
de  grandes  bienes  para  sus  semejantes  y en  el  cumplimiento  de  luminosas  ideas 
para  su  sociedad  y para  su  tiempo:  que  si  las  conquistas  de  uno  solo  asombran, 
solamente  los  progresos  morales  que  á todos  importan,  que  á todos  aprovechan, 
que  á todos  educan,  mejorando  la  especie  humana  en  su  desarrollo  y poniendo  la 
divina  justicia  en  las  instituciones,  encuentran  ecos  y mas  ecos  de  resonante  glo- 
ria, que  se  perpetúa  en  todos  los  anales  y se  trasmite  á todas  las  generaciones. 

El  estadista  siente  su  vocación  y revela  sus  aptitudes,  como  todos  los  llama- 
dos á grandes  obras  humanas,  desde  los  albores  primeros  de  su  inteligencia  v 
desde  los  impulsos  primeros  de  su  voluntad.  El  gran  conflicto  éntre  las  ideas  re- 
trógradas y las  ideas  progresivas,  propio  de  nuestro  siglo  de  transición,  ha  engen- 
drado en  verdad,  dos  clases  de  estadistas,  bien  diversas  y contrarias;  la  clase  de 
los  estadistas  conservadores  y la  clase  de  los  estadistas  revolucionarios.  La  pri- 
mera, encargada  por  la  Providencia  de  guardar  la  sociedad,  tal  como  se  la 
encuentra,  mejorándola,  si  acaso  muy  paulatinamente,  posee  las  facultades  nece- 
sarias al.  fin  para  que  ha  sido  creada:  la  mesura  en  su  temperamento,  la  pruden- 
cia en  su  proceder,  la  parquedad  en  sus  ideas,  la  experiencia  de  lo  real  en  su 
sentido,  el  respeto  á la  tradición  en  sus  supersticiones,  el  culto  á la  estabilidad 
en  sus  afectos,  la  inercia  en  sus  propósitos,  el  don  de  gobierno  en  su  voluntad, 
todo  lo  indispensable  al  ministerio  de  conservación  en  las  sociedades  humanas, 
inclinadas  de  suyo,  por  causa  de  su  complicadísima  complexión  y del  imperio  de 
las  costumbres,  á la  inmovilidad  y al  reposo.  La  otra  clase  de  estadistas,  los  esta- 
distas revolucionarios,  necesitan  algo  del  filósofo  en  sus  ideales,  del  profeta  en 
sus  presentimientos,  del  héroe  en  su  audacia,  del  legislador  en  sus  programas,  del 
tribuno  en  su  palabra,  del  sacerdote  en  su  fé,  del  mártir  en  su  abnegación, 
del  poeta  en  sus  inspiraciones,  del  redentor  en  sus  combates,  para  corresponder 
al  ministerio,  que  le  ha  confiado  la  Providencia,  de  impulsar  hácia  adelante  la 
inerte  sociedad. 

Con  frecuencia  sucede  que  los  encargados,  por  ministerio  providencial,  de  re- 
formar las  sociedades  humanas,  resultan  luego  encargados,  á su  vez,  de  conser- 
var, en  virtud  de  las  reformas  cumplidas,  los  nuevos  organismos  necesarios  al  sue- 
lo recien  formado  por  las  erupciones  de  la  revolución.  Y en  verdad,  no  conozco 
facultades  mas  contradictorias  y opuestas  que  las  pedidas  por  el  doble  ministerio 
de  conservación  y de  reforma  en  las  sociedades  humanas.  El  profeta,  que  ha  pre- 
visto con  su  mirada  telescópica  los  sucesos  recien  dibujados  en  las  lejanas  pers- 


24 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


pectivas  de  un  apartado  porvenir,  tiene  por  necesidad  (pie  bajar  de  las  cimas  ver- 
tiginosas donde  agitaba  sus  alas;  que  divertir  la  constante  atención  de  los  cielos 
etéreos  y luminosos  donde  resplandecían  sus  ideales;  (pie  acallar  la  elocuencia 
magnífica,  brotada  de  sus  labios,  á cuyas  inflexiones  calan  sobre  las  conciencias 
fecunda  lluvia  de  ideas;  que  reducir  las  teorías  escritas  en  los  infinitos  espacios 
de  su  mente  á los  moldes  angostos  de  una  realidad  tan  triste  y tan  oscura  como 
todas  las  realidades  sociales,  cuando  se  las  compara  con  los  abstractos  arquetipos 
de  la  ciencia;  y en  esta  increíble  transformación,  pedida  por  la  naturaleza  misma 
de  las  cosas  é irremediable,  cualesquiera  que  sean  el  estado  social  histórico  y los  pro- 
gresos traidos  por  el  innovador  y por  el  apóstol,  resulta  este  sin  remedio,  en  una 
contradicción  aparente,  que  le  pierde  á los  ojos  vulgares  de  una  generación  cega- 
da por  las  nubes  del  combate  diario,  pero  que  le  salva  y le  inmortaliza  en  el  sereno 
juicio  de  la  posteridad. 


por  D.  José  Selgas. 


i hubiésemos  de  buscar  el  origen  del  tipo  moderno  que  se  nos 
viene  á las  manos,  pidiéndonos  los  rasgos  mas  salientes  de  su 
fisonomía,  tendríamos  que  remontarnos  al  momento,  ya  bastan- 
te lejano,  en  que  el  hombre  apareció  sobre  la  tierra;  mas  aun, 
al  momento  en  que  se  encontró  dueño  del  Paraíso,  porque  en 
esa  ocasión  es  cuando  por  primera  vez  se  nos  presenta  el  hombre 
sin  camisa. 

¡ Y véase  qué  caprichos  suelen  tener  los  idiomas  puestos  en  bocas 
humanas!  Llama  el  diccionario  descamisado,  en  su  sentido  propio, 
al  que  es  tan  pobre  que  no  tiene  sobre  que  caerse  muerto,  y cabal- 
mente nadie  mas  rico  que  el  primer  hombre,  que  poseyó  él  solo  los 
pingües  beneficios  del  Paraíso,  mejorado  en  tercio  y quinto  con  toda  la  extensión 
de  la  tierra. 

Y aconteció,  como  la  cosa  mas  natural  del  mundo,  que  desde  el  momento  en 
que,  por  razones  que  no  son  de  este  sitio,  aunque  en  verdad  caben  en  todas  par- 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


26 

tes,  perdió  el  perpétuo  usufructo  de  lo  que  podemos  llamar  la  casa  solariega  del 
linaje  humano,  y fué  cuando,  advirtiendo  su  completa  desnudez,  comenzó  á sentir 
que  no  le  Ilegal) a la  camisa  al  cuerpo. 

Parece  cosa  averiguada  que  ese  paño  menor,  tan  íntimamente  unido  á la  parte 
extrema  de  la  personalidad  humana,  fué  el  primer  movimiento,  tímido  si  se 
quiere,  pero  al  ñn  el  primer  movimiento  del  pudor,  bella  vergüenza  en  (pie  el 
alma  luego  que  deja  de  ser  inocente  intenta  ocultarse  y no  hace  mas  que  descu- 
brirse, porque,  bien  mirado  todo,  el  pudor  es  á la  malicia  lo  (pie  el  remordimiento 
al  delito. 

No  es  cosa,  ciertamente,  de  poner  la  camisa  sobre  la  cabeza  en  señal  de  borne- 
naje,  pero  tampoco  seria  conveniente  echársela  á la  espalda  como  cosa  de  poco 
mas  ó menos.  Quiero  decir,  que  la  camisa  empieza  en  una  hoja  de  parra,  y que 
en  buena  filosofía  no  es  un  mero  detalle  suntuario,  sino  mas  bien  un  sentimiento 
y basta  un  consuelo,  como  si  dijésemos  el  paño  de  lágrimas  de  las  flaquezas  hu- 
manas. Existe,  pues,  cierta  relación  psicológica  entre  la  camisa  y el  alma.  Y aquí 
recomiendo  al  lector  que  conserve  en  la  memoria  la  última  observación  hecha, 
porque  sospecho  que  mas  adelante  lia  de  convenir  tenerla  presente. 

Adan  es  el  primer  descamisado  que  la  historia  nos  presenta,  como  si  desde  el 
principio  se  nos  hubiese  querido  advertir,  que  ese  debia  ser,  figuradamente  ha- 
blando, el  destino  del  hombre  sobre  la  tierra.  Y,  ¡válgame  Dios!  qué  esfuerzos 
hace  el  ingenio  humano  por  ocultar  la  humildad  de  su  persona  hasta  á sus  pro- 
pios ojos.  No  obstante  la  antigüedad  del  caso,  el  tipo  auténtico  de  la  nueva  espe- 
cie, que  mueve  á escribir  estos  renglones,  no  aparece  hasta  el  último  tercio  del 
siglo  próximo  pasado,  que  asomó  la  cabeza  en  Francia  bajo  el  nombre  de  saris- 
culo  t le,  sin  calzones,  traduciendo  al  pié  de  la  letra;  descamisado,  haciendo  la  tra- 
ducción mas  completa,  que  es  la  generalmente  admitida. 

Eso  sí,  Robespierre  no  fué  indiferente  á cierta  pulcritud  esmerada  en  la  com- 
postura de  su  toilette,  ni  Saint  Just  se  desdeñó  de  dar  al  aspecto  suntuario  de  su 
persona  el  elegante  abandono  de  estudiada  negligée ; ni  en  fin,  Danton,  hombre  de 
grande  estómago,  hizo  nunca  ascos  á las  apetitosas  sugestiones  del  menú.  Puede 
decirse  que  aquella  generación  descamisada  no  tenia  al  confort,  por  enemigo  de 
la  pátria;  pues  el  mismo  Marat,  asta  humana  de  la  bandera  de  los  harapos,  se 
entregaba  con  frecuencia  á las  sensualidades  del  baño,  sino  en  agua  rosada,  á lo 
menos  en  agua  enrojecida  por  la  sangre  que  hacia  correr  de  la  guillotina. 

Cierto;  mas  fuera  de  esas  genialidades  particulares  de  aquellos  sans^culotle, 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


27 


los  pingajos  triunfaron  en  principio,  la  miseria  externa,  como  dando  testimonio  de 
las  miserias  interiores,  se  puso  en  moda  y los  descamisados  hicieron  favor.  No  hay 
para  que  juzgarlos,  puesto  que  ellos,  que  debieron  conocerse  bien,  se  condenaron 
á muerte  sin  apelación  y sucesivamente  se  fueron  decapitando  unos  á otros. 

A los  noventa  años,  poco  mas  ó menos,  el  tipo  se  encuentra  perfeccionado,  y 
seria  un  error  de  señas  ir  á buscarlo  á esas  regiones  donde  la  escasez  ó la  completa 
ausencia  de  los  bienes  de  fortuna,  ponen  al  hombre  en  la  cumbre  de  aquel  magis- 
terio desde  el  cual  se  enseñan  los  codos.  Las  palabras,  que  al  fin  y al  cabo  no  han 
hecho  juramento  solemne  de  conservar  perpétuamente  su  sentido  propio,  gracias 
á la  confusión  de  ideas,  que  reina  y gobierna,  esperimentan  desviaciones  que  las 
apartan  de  su  significación  verdadera;  y las  hay  que,  rompiendo  completamente 
con  la  tradición,  que  en  materia  de  lenguaje  es  la  etimología,  parece  que  se  com- 
placen en  representar  la  idea  contraria  de  lo  (pie,  según  las  leyes  de  la  lengua, 
significan. 

De  esta  especie  de  sentido  contrapuesto  participa  como  ninguna  la  voz  desca- 
misado, y es  tal  la  fuerza  de  su  concepto,  permítaseme  decirlo  así,  neológico,  que 
ya  no  se  usa  como  designación  de  un  estado  individual  de  material  desnudez  sino 
como  espresion  de  un  desahogo  particular  del  espíritu.  No  espresa  la  situación 
externa  del  cuerpo,  sino  mas  bien  el  aspecto  interior  del  alma. 

No  son  ociosas  estas  esplicaciones  si  hemos  de  comprender  bien  el  tipo,  que 
no  de  muy  antiguo  ha  obtenido  carta  de  naturaleza  entre  nosotros.  Por  eso  han 
sido  necesarias  algunas  palabras  acerca  de  su  origen,  y alguna  indicación  aclara- 
toria acerca  del  sentido  de  su  nombre. 

II 

Nace  el  Descamisado  ni  mas  ni  menos  que  el  resto  de  los  simples  mortales, 
porque  la  naturaleza,  mas  democrática  que  los  hombres,  no  le  lia  concedido  privi- 
legio ninguno.  No  preguntéis  en  qué  cuna  se  mecieron  los  primeros  años  de  su 
vida,  pues  humilde  ó excelso,  según  las  vanidades  del  mundo,  el  linaje  no  ejerce 
influencia  alguna  en  su  naturaleza. 

Tampoco  es  fácil  reconocerlo  á primera  vista  en  el  movimiento  continuo  de  la 
vida,  porque  su  apariencia  mas  bien  descubre  al  hombre  entregado  á la  sabrosa 
indolencia  de  los  goces  materiales  que  al  espíritu  sombrío  que  busca  en  la  des- 
truccion  universal  los  ideales , como  ahora  ridiculamente  se  dice,  de  una  creación 
enteramente  nueva. 


28 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Si  en  efecto  la  curiosidad  de  conocerlo  nos  mueve  á buscarlo,  no  hay  que  per- 
der el  tiempo  registrando  los  talleres,  indagando  en  las  fábricas,  descendiendo  á 
esas  últimas  regiones  de  la  sociedad  en  que  el  hombre  compra  el  sustento  de  su 
vida  ignorada  con  el  sudor  de  su  frente,  porque  á este  tipo  que  bosquejamos  ja- 
más se  encuentra  oculto  bajo  el  polvo  del  trabajo. 

No  llaméis  á las  puertas  desvencijadas  de  esas  viviendas  reducidas  á la  estre- 
chez de  cuatro  paredes  desnudas,  donde  la  familia  tiembla  de  frió,  se  ahoga  de 
calor  ó se  muere  de  hambre,  porque  el  descamisado  de  nuestros  dias  entiende  la 
vida  de  otra  manera,  y la  penuria  de  la  escasez  y la  dureza  de  la  miseria  son  co- 
sas que  no  le  hacen  maldita  la  gracia. 

Si  hemos  de  tropezar  con  él,  hay  que  penetrar  ya  en  este,  ya  en  el  otro  círculo  de 
recreo,  con  tal  de  que  el  aspecto  de  la  casa  revele  cierta  opulencia  y ofrezca  aquellas 
confortables  comodidades  que  se  han  hecho  indispensables  para  convertir  en  paraíso 
de  delicias  este  mundo  incorregible,  empeñado  en  llamarse  valle  de  lágrimas. 

Si  como  es  cosa  corriente  en  las  interioridades  del  edificio,  adonde,  dicho  sea 
de  paso,  concurren  también  gentes,  digámoslo  así,  sencillas,  á quienes  nadie  se- 
ñala con  el  dedo,  hay  una  habitación  algo  separada  de  las  demás,  y dispuesta  de 
modo  que  los  aficionados  á las  eventualidades  de  la  suerte,  busquen  en  los  capri- 
chos de  la  fortuna  las  satisfacciones  de  la  vida,  seguramente  allí  encontraremos 
el  tipo  de  una  de  las  ramas  de  la  familia;  quizá  al  embrión  de  la  especie. 

Juega,  ya  por  placer,  ya  por  costumbre,  ya  por  necesidad,  y en  cualquiera  de 
los  tres  casos  es  capaz  de  jugarse  hasta  la  camisa  que  lleva  puesta,  contingencia 
que  no  lo  pone  nunca  en  el  caso  de  quedarse  sin  ella,  pues  la  circunstancia  mas 
característica  del  Descamisado  que  describimos,  es  cabalmente,  no  solo  la  camisa, 
sino  la  camisa  limpia,  inmaculada,  esquisita. 

Allí  se  le  encuentra,  bajo  ese  exterior  que  descubre  el  desahogo  del  bienestar 
\ la  posición  fácilmente  adquirida  de  los  goces  materiales,  empeñados  en  ser  el 
único  destino  del  hombre  sobre  la  tierra. 

Exteriormente  sino  es  siempre  la  opulencia  deslumbradora  de  todas  las  vani- 
dades satisfechas,  es  cuando  menos  el  aspecto  de  esa  holgura,  ya  que  no  envidia- 
ble, envidiada,  con  que  cuentan  los  hombres  felices  que  pueden  decir,  para  mí  se 
ha  hecho  el  mundo. 

Interiormente  es  un  espíritu  completamente  desnudo,  un  alma,  que  si  me  es 
permitido  decirlo  así  enseña  por  todas  partes  los  codos,  que  atestiguan  la  desolada 
miseria  en  que  vive. 


A M E R ICA NOS  Y LUSITANOS 


29 

Dios,  entre  las  cuatro  paredes  de  su  entendimiento,  no  Viene  á ser  mas  que 
una  mera  abstracción,  una  antigtialla,  buena  sin  duda  para  dormir  ;i  los  niños  en 
la  infancia  del  mundo. 

La  sociedad  ya  es  otra  cosa,  por  lo  menos  desde  que  Juan  Jacobo  Rousseau 
descubrió  el  contrato  social.  Es  una  compañía,  basta  cierto  punto  anónima,  repre- 
sentada por  acciones  de  bancos  y por  acciones  de  guerra,  donde  se  cotizan  y ne- 
gocian con  la  prima  que  permita  el  estado  de  los  mercados,  cuantas  malas  acciones 
se  presenten  al  cambio.  La  empresa  tiene  por  objeto  definitivo  la  gran  obra  del 
siglo,  la  de  vivir  lo  mejor  posible. 

El  hombre  no  es  á los  ojos  de  este  Descamisado , equívoco  si  se  quiere,  pero 
realmente  auténtico,  mas  que  uno  de  aquellos  hermosos  cuadrúpedos  que  según 
Horacio  formaban  la  piara  de  Epicuro. 

Chevalier  es  un  economista  que  ha  dicho:  «Nuestra  civilización  se  \é  obli- 
gada á hacer  una  triste  confesión:  en  nuestros  estados  libres,  que  tanto  se  glorían 
de  sus  progresos,  hay  una  clase  de  hombres  cuya  condición  es  víctima  de  la  ab- 
yección, y esta  clase  parece  que  tiende  á propagarse  mas  de  lo  que  se  habla  visto 
en  la  mayor  parte  de  las  ciudades  antiguas.» 

Otro  economista  de  cuyo  nombre  no  me  acuerdo,  observa  que  la  miseria  crece 
en  la  misma  proporción  que  el  lujo. 

Pues  bien,  el  Descamisado  ha  venido  á ser  por  el  movimiento  natural  de  las 
cosas  el  ejemplo  personal  de  las  averiguaciones  hechas  por  la  ciencia  económica 
en  el  conjunto  total  de  los  pueblos  civilizados. 

Los  economistas  no  se  han  fijado  mas  que  en  la  multitud,  y han  separado  lo 
que  al  mismo  tiempo  consideran  inseparable,  á saber,  la  miseria  y el  lujo,  y han 
visto  la  miseria  en  unos  y el  lujo  en  otros,  sin  caer  en  la  cuenta  de  que  existe 
una  nueva  especie  que  facilita  la  realización  del  fenómeno  económico  dentro  de 
cada  individuo. 

La  miseria  escondida  en  el  fondo  del  alma,  el  lujo  colgado,  digámoslo  así,  por 
toda  la  exterioridad  de  la  persona  como  una  córte  suntuosa  en  un  dia  de  gala. 
Tal  es  el  nuevo  Descamisado , conforme  al  sentido,  sino  etimológico,  filosófico  sin 
duda  alguna. 

Mr.  Chevalier  tiene  mucha  razón  al  asegurar  que  esta  clase  tiende  á propa- 
garse mas  de  lo  que  se  habia  visto  en  la  mayor  parte  de  las  ciudades  antiguas. 

Pero  el  saldo  economista  no  ha  visto  mas  allá  de  sus  narices,  (defecto  de  que 

suelen  adolecer  los  sabios)  pues  no  ha  encontrado  por  una  parte  mas  que  la  des- 
tomo  i,  4 


30 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


nudez  de  los  descamisados  originarios,  ele  los  descamisados  tradicionales,  y por  otra 
parte  la  opulencia  deslumbradora  á que  han  aspirado  los  hombres  de  todos  los 
tiempos;  mas  no  lia  advertido  que  uno  y otro  estremo,  por  la  ley  de  misteriosas 
atracciones  se  hallan  ya  confundidos  en  un  mismo  individuo. 

El  Descamisado,  resulta  que  viene  á ser  el  gran  fenómeno  económico  de  nues- 
tros tiempos,  y como  la  síntesis  del  estado  moral  y económico  del  mundo  moderno. 

Decir  descamisado,  es  lo  mismo  que  decir  lujo  y miseria. 

III 

De  la  sala  de  juego  al  salón  de  buen  tono  hay  tan  poca  distancia  que  el  Des- 
camisado puede  sin  grande  esfuerzo  salvarla  de  un  solo  salto.  No  digo  yo  que 
se  levante  para  recibirlo  el  arco  de  Tito,  pero  todas  las  manos  se  le  tienden,  todas 
las  bocas  le  sonrien,  y si  como  el  destructor  de  Jerusalen  no  es  precisamente  la 
delicia  del  género  humano,  la  gente  que  se  viste  tres  veces  al  dia,  no  tiene  in- 
conveniente, ya  que  no  en  abrirle  los  brazos,  por  lo  menos  en  abrirle  de  par  en 
par  las  puertas  del  gran  mundo. 

En  rigor  el  Descamisado  se  presenta  de  una  manera  irreprochable;  están  per- 
fectamente tomadas  todas  las  precauciones  que  la  toilette,  digámoslo  así,  oficial, 
exige;  la  camisa  es  blanca  como  la  nieve,  la  corbata  compite  en  blancura  con 
la  camisa,  el  frac  incorregible,  esto  es,  correcto;  el  aire  suelto  y desenfadado 
como  corresponde  al  hombre  que  sabe  perfectamente  que  ha  nacido  en  su  tiempo. 
En  todo  aquello  que  entra  por  los  ojos  nada  hay  que  pedirle. 

Su  erudición  en  punto  á menas  es  realmente  amena.  No  hay  plato  ni  por  nue- 
vo ni  por  exquisito  que  no  se  halle  anotado  en  el  registro  suculento  de  su  paladar. 
Saborea  las  delicias  de  la  mesa  como  quien  sabe  hacer  los  honores  debidos  á la  di- 
gestión, y puede  decirse,  fuera  de  toda  lisonja,  que  es  un  estómago  sublime. 

Príncipe  ó duque,  potentado  ó simple  particular,  porque  de  todas  clases  se  dau 
ejemplares,  sigue  sin  rebozo  las  corrientes  de  su  siglo,  con  tal  de  que  la  mesa  sea 
apetitosa,  el  salón  confortable,  la  vida  muelle  y regalada. 

¿Qué  hay  que  sacrificar  á la  realidad  continua  de  esas  satisfacciones?...  Pe- 
didle sacrificios,  en  inteligencia  de  que  no  lia  de  escasearlos;  lustre  de  la  familia, 
amistad,  favores  alcanzados,  respetos  debidos...  todo  está  pronto  á sacrificarlo. 
Socialista  activo  en  el  fondo  de  su  manera  de  ser,  huye  de  todo  trabajo  útil  y se 
declara  individualmente  en  perfecta  huelga. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


31 

Y es  razonable.  Separa  con  bastante  acierto  las  debilidades  de  la  materia,  de 
las  fortalezas  del  espíritu;  deja  al  cuerpo  que  satisfaga  todos  los  caprichos  de  sus 
apetitos,  y echa  sobre  los  hombros  desnudos  de  su  inteligencia  la  balumba  de  los 
grandes  problemas.  Es...  lo  diré  en  francés  para  mayor  claridad,  es  lo  que  llama- 
mos un  sprif  /orí;  pero  téngase  en  cuenta  que  los  espíritus  fuertes  son  cabal- 
mente los  que  tienen  la  carne  mas  flaca;  ¡y  eso  que  se  dan  tan  buena  vida! 

Allí,  en  el  casino,  por  ejemplo,  junto  á la  chimenea,  abandonado  al  muelle 
regazo  de  la  butaca,  exhalando  en  repetidas  bocanadas  de  humo  el  jugoso  perfu- 
me de  suculento  tabaco,  con  los  piés  casi  á la  altura  de  la  cabeza,  mediante  la 
silla  sobre  la  que  los  tiene  colocados  para  mayor  delicia,  discute  con  énfasis  tras- 
cendental los  puntos  mas  salientes  de  las  cuestiones  sociales,  puestas  á la  orden 
del  dia  por  el  furor  inagotable  de  la  controversia. 

La  libertad  humana,  los  derechos  del  hombre,  los  títulos  de  las  clases  deshe- 
redadas á la  posesión  del  mayorazgo  universal,  la  ignominia  del  trabajo,  las  oscu- 
ridades de  la  propiedad...  todo  lo  examina,  lo  expone  y lo  resuelve  de  plano,  mer- 
ced á la  abundancia  de  lugares  comunes  con  que  la  ignorancia  invencible  de  que 
hablan  los  teólogos  ha  enriquecido  el  lenguaje  de  los  sabios.  Porque  nuestro  tipo 
es  casi  orador,  semi-filósofo  y hasta  medio  literato.  ¿Por  qué  no?  Cabalmente  el 
Descamisado  de  que  tratamos  posee  como  única  virtud,  la  cualidad  intrínseca  de 
ser  coopartícipe  privilegiado  en  la  herencia  del  mundo;  quiero  decir,  de  serlo 
todo  á medias. 

¡La  libertad  humana!...  ¿Quién — pregunta, — puede  ponerle  límites?...  ¿Aca- 
so la  bestia  salvaje  ha  de  ser  mas  libre  que  nuestra  especie?  ¡Los  derechos  del 
hombre!  Eso  es  definitivo.  Todavía  las  leyes  pretenden  limitar  el  ejercicio  ilegis- 
lable,  imprescindible  del  Yo  humano;  pero  la  ciencia,  señores,  no  hay  que  darle 
vueltas,  acabará  con  la  ley.  En  vano  los  escrúpulos  supersticiosos  de  una  moral 
añeja  se  obstinan  en  condenar  el  suicidio.  ¡Qué  aberración!  Cuando  se  le  ha  dicho 
al  hombre  que  puede  disponer  libremente  de  su  alma  entregándola,  ya  á esta 
creencia,  ya  á la  otra,  ya  á ninguna,  se  quiere  impedir  que  disponga  de  su  vida. 
¡Las  clases  desheredadas!  No  puedo  volver  los  ojos  hácia  esa  parte  de  la  sociedad 
sin  que  se  aflija  mi  alma  y me  refugio  indignado  en  el  fondo  de  las  mayores  co- 
modidades como  una  protesta  viva.  ¡El  trabajo!  ¡Ah!  ¡Todavía  existe  esa  palabra 
en  el  diccionario  de  las  lenguas  cultas!  Yo  pregunto:  ¿Por  qué  la  pobreza  ha  de 
ser  un  delito  que  se  condene  á la  j)ena  de  trabajos  forzados?  ¡La  propiedad!  Sí, 
cierto,  cuestión  delicada,  porque  al  fin  beato  el  que  posee,  pero  también  tendrá  su 


32 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


término  esa  beatería,  y entretanto,  convengamos  en  principio  en  que  todo  es  de 
todos. 

Tal  es  el  Descamisado  por  dentro  en  las  grandes  cuestiones  del  dia. 

En  los  salones  del  buen  tono  sus  tésis  no  participan  de  menor  desnudez.  El 
amor  libre  no  le  parece  mas  que  una  fórmula  nueva,  á la  cual  no  hemos  acostum- 
brado todavía  el  oido,  y reclama  en  su  apoyo  todos  los  derechos  de  la  naturaleza. 
No  sabe  por  qué  no  ha  de  ser  libre  la.  afición  mas  espontánea  de  que  es  capaz  el 
mecanismo  humano.  La  mujer, — dice  con  esquisita  galantería, — no  merece  ser 
engañada  nunca;  permítasenos  la  libertad  de  dejar  una  por  otra  y no  nos  veremos 
en  la  necesidad  de  engañarlas.  El  amor  no  se  puede  tomar  como  la  vida  que  ha 
de  durar  necesariamente  hasta  la  muerte;  y sin  embargo  ¡quién  no  cambia  de 
vida!...  ¿Es  por  ventura  el  amor  una  obligación?  Si  lo  fuese  ¿qué  mujer  seria 
amada? 

Por  lo  que  hace  á las  costumbres  es  el  defensor  asiduo  de  cuantas  debilidades 
caen  en  el  platillo  de  las  conversaciones. 

Una  infidelidad...  ¡Phs!  ¡Mire  usted  qué  arco  de  iglesia!  El  mundo  está  aun 
lleno  de  preocupaciones.  Ya  no  hay  mas  infieles  que  los  moros.  La  mujer  propia 
no  es  una  esclava:  y después  de  todo,  un  marido  que  encuentre  quien  le  ayude  á 
llevar  la  cruz  del  matrimonio  no  tiene  por  qué  quejarse. 

Una  traición...  ¡Bah!...  El  mundo  está  muy  adelantado  para  que  semejante 
cosa  escandalice  á nadie.  El  éxito  es  el  juez  definitivo:  el  fin  justifica  los  medios. 

En  cuanto  á los  diferentes  modos  de  vivir  á que  el  hombre  puede  apelar,  sos- 
tiene  que  no  hay  mas  que  uno,  á saber:  vivir  bien,  vivir  lo  mejor  posible;  buena 
casa,  buena  mesa,  todas  las  comodidades  del  bienestar,  un  lujo  desahogado,  razo- 
nable. Su  tésis  económica  es  esta:  que  el  dinero,  sea  el  que  quiera  el  origen  de 
(pie  proceda,  vale  siempre  lo  mismo,  que  es  absolutamente  necesario  para  la  vida, 
y que  hay  que  buscarlo  donde  se  halle,  ó convertirse  en  monedero  falso,  sistema 
hasta  cierto  punto  desacreditado. 

En  resúmen:  el  Descamisado  es  ese  gran  perdido,  ese  perdido  fastuoso  que  nos 
encontramos  en  todas  partes. 


IV 


Acaso  se  crea  que  son  demasiado  vagos  los  contornos  en  que  hemos  diluido  el 
bosquejo  de  este  tipo,  que  en  último  resultado  se  confunde  con  la  especie,  cono- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


33 

cicla  en  todos  los  tiempos,  de  esos  hombres  que  echan  el  cuerpo  adelante  al  mis- 
mo tiempo  que  se  echan  el  alma  á la  espalda.  No  me  opongo  á la  fuerza  de  tan 
juiciosa  observación,  pero  téngase  en  cuenta  que  el  nuevo  sentido  de  la  voz  des- 
camisado se  ha  hecho  para  designar  en  la  presente  época  á esa  especie  de  todos 
los  tiempos. 

Mas  si  se  quieren  líneas  mas  precisas  que  determinen  bien  el  tipo  original 
que  la  palabra  por  filosófica  ampliación  determina,  ahí  está  la  historia  que  no  nos 
dejará  mentir,  y que  sin  andarse  con  rodeos  inútiles  y con  vanas  salvedades  retó- 
ricas, nos  presenta  de  golpe  y de  cuerpo  entero  en  su  doble  naturaleza  jerárquico 
y descamisada  el  ejemplar  auténtico  del  género  verdaderamente  descamisado. 

A manera  de  anuncio  del  sér  compuesto  que,  andando  el  tiempo  liabia  de  cir- 
cular en  el  mundo  como  moneda  corriente,  aparecen  á nuestros  ojos  unidos  en  una 
misma  persona,  en  un  solo  individuo,  el  duque  de  Orleans  y Felipe  Igualdad . 
Marat  no  fué  en  sustancia  mas  que  el  embrión,  el  conato,  la  intuición  imperfecta, 
incompleta  del  tipo,  la  cuna  de  la  especie.  Tomó  la  natural  desnudez  con  que 
todo  nace  por  forma  auténtica  y definitiva  de  la  regeneración  social,  y elevó  los 
harapos  á la  jerarquía  de  las  ideas.  Fué,  si  no  hay  inconveniente  en  que  así  se 
diga,  el  tipo  inconsciente,  espontáneo,  la  infancia  del  arte,  el  pedazo  de  mármol 
de  que  liabia  de  salir  después  la  verdadera  estátua,  esto  es.  el  Descaminado  sun- 
tuoso, el  que  se  codea  en  los  salones  con  las  mas  altas  jerarquías,  el  que  viste  so- 
berbios uniformes,  el  que  habita  en  palacios,  tal  vez  el  que  ciñe  corona. 

La  corrección  no  se  detuvo  mucho  tiempo  y la  idea  desnudamente  expuesta 
por  Marat  encarnó  bien  pronto  en  Felipe  Igualdad  ¡oh  pudor!  conservando  la  ca- 
misa, no  así  como  se  quiera,  sino  exquisita,  pulcra,  intachable,  dos  por  lo  menos 
cada  dia,  una,  si  es  ¡ireciso,  para  cada  hora. 

El  infeliz  que  por  las  adversidades  de  la  suerte  se  encuentra  condenado  á no 
tener  camisa  ¿qué  ha  de  hacer  mas  que  apetecerla?  ¿Se  resigna  nadie  á vivir  su- 
jeto á la  triste  condición  de  que  no  le  llegue  nunca  la  camisa  al  cuerpo?  Ese  es 
el  descamisado  involuntario.  Si  al  niño  recien  nacido  por  su  desnudez  originaria 
no  se  le  puede  llamar  propiamente  descamisado,  por  la  misma  razón  no  debe  de- 
signarse con  ese  nombre  al  que  no  lleva  camisa,  sencillamente  porque  no  la  tiene. 

No,  ese  no  es  un  tipo  moral  que  forme  especie,  y cuyos  ejemplares  obedezcan 
á leyes  comunes;  son  casos  aislados,  fortuitos.  La  palabra  no  ha  hecho  fortuna, 
merced  á tan  mezquina  significación,  porque  entonces  ¿qué  palabra  no  seria  cé- 
lebre? Su  valor  consiste  en  la  perspicacia  con  que  su  sentido  designa,  no  la  des- 


34 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


nudez  material  del  cuerpo,  sino  la  desnudez  moral  del  alma.  A un  cadáver  no  se  le 
llama  desalmado,  á pesar  de  que  no  tiene  alma,  porque  desalmado  no  es  el  que  no 
la  tiene,  sino  el  que  no  quiere  tenerla. 

Del  mismo  modo  cuando  nos  valemos  de  la  palabra  descamisado , mas  que  un 
orden  de  hechos  pretendernos  espresar  un  orden,  digámoslo  así,  de  ideas;  mas  que 
una  clase  de  pobres  desventurados,  se  nos  representa  una  especie  de  dichosos  aven- 
tureros. Así  resulta  que  no  es  el  desorden  externo  de  la  persona  lo  (pie  determina 
y caracteriza  el  tipo,  sino  el  desorden  interno  que  se  descubre  al  través  de  las  ga- 
las del  vestido. 

Para  determinar  mas  esta  diferencia  que  salta  á la  vista,  basta  observar  dos 
hechos  constantes,  que  el  movimiento  agitado  de  la  vida  (pie  traemos,  nos  pone 
de  continuo  ante  los  ojos.  Son  dos  hechos  al  parecer  contradictorios  y que  en  el 
fondo  se  corresponden.  Obsérvese  cuán  penosamente,  si  llegan  á conseguirlo,  sa- 
len de  pobres  los  que  no  tienen  camisa,  y véase  de  paso  con  cuánta  facilidad  pros- 
peran los  descamisados.  A la  vez  que  los  primeros  se  ahogan  en  la  estrechez  déla 
miseria,  los  segundos  se  mueven  en  la  holgura  de  la  comodidad  y del  regalo. 

No  es  el  sans-culotle  inculto,  de  aspecto  patibulario,  de  semblante  sombrío,  que 
lia  tomado  su  descontento  por  opinión,  su  fuerza  por  ley  y su  cólera  por  potestad. 
Nada  de  eso.  Es  el  sans-cidoUe  sí,  pero  culto,  limpio,  risueño,  hasta  afable...  ¡qué 
digo!...  tolerante,  que  toma  las  cosas  como  vienen,  que  vive  arriba  y piensa  aba- 
jo, (pie  medita  hondamente  en  las  necesidades  de  los  pueblos  porque  en  la  des- 
cendencia corriente  de  las  palabras,  popularidad  viene  de  pueblo;  que  adivina  los 
caprichos  de  las  multitudes  para  anticiparse  á propagarlos;  que  profesa  los  erro- 
res mas  halagüeños  á la  ignorancia  del  vulgo  como  gracia  que  concede  ó como  li- 
sonja (pie  tributa. 

Por  último,  si  es  simple  particular  desdeña  en  principio  las  jerarquías,  pero 
tiene  su  asiento  en  la  mesa  de  los  potentados. 

Si  es  marqués,  conde,  duque,  príncipe,  desprecia  sus  títulos,  pero  los  lleva. 

No  es  posible  describirlo  con  todos  sus  pormenores,  porque  en  la  mayor  parte 
de  ellos  se  confunde  con  el  resto  de  los  hombres;  pero,  no  importa,  porque  es  im- 
posible desconocerlo. 


por  1),  Cárlos  Frontaura, 


I 


CONSEJO  DE  FAMILIA 


les  como  os  digo,  estoy  muy  desengañado  de  este  Madrid, 
que  para  mí,  desde  que  no  voy  á la  oficina,  no  tiene  atrac- 
tivo ninguno,  y además,  me  persuado  de  que,  viviendo  en 
Madrid,  lie  de  gastar  cuanto  tengo,  sin  ahorrar  un  cuarto, 
porque  cada  vez  es  aquí  mas  cara  la  vida. 

— Eso  es  verdad,  que  va  la  muchacha  á la  plaza  con  dos 
duros  cada  mañana,  y el  dia  que  menos  gasta  me  devuelve  un  real  ó 
dos,  y lo  regular  es  que  le  falte  una  peseta  ó cinco  reales. 

— Pues  ya  ves  si  tengo  razón.  ¿Y  el  casero?  Treinta  duros  todos 

los  meses  por  un  cuarto  tercero  en  la  calle  de  la  Salud ¡Valiente 

salud  puede  uno  tener,  subiendo,  dos  ó tres  veces  al  dia,  ochenta  es- 
calones, y viviendo  en  estas  habitaciones  tan  estrechas,  y expuesto 
siempre  á coger  un  aire  colado  en  cuanto  se  abre  la  ventana  del  patio  sin  cuidar 
de  cerrar  el  balcón  del  gabinete ! . . . 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


— Sí,  buen  catarro  lie  tenido  yo  todo  el  invierno. 

— Y el  año  pasado  Luisa  la  pulmonía,  que  milagro  es  que  la  veamos  ahora 
sentada  aquí  con  nosotros. 

— Tienes  razón,  me  estremezco  cuando  lo  recuerdo. 

— Pues  hijo,  tú  eres  el  que  dispone  y manda.  Yo,  apénas  me  acuerdo  de  Villa- 
santa,  como  salí  de  allí  tan  niña,  y no  he  vuelto,  pero  tú  has  estado  varias  veces 
A-  debes  saber  bien  si  se  vive  regularmente  en  nuestro  pueblo. 

— Ya  lo  creo.  No  os  vayais  á figurar  que  es  un  villorrio.  Es  una  población 
muy  bonita,  con  un  paseo  precioso  y una  fuente  en  medio,  y unas  acacias  que,  en 
verano,  son  lo  que  hay  que  ver.  Hay  tres  iglesias  y un  convento  de  monjas  claras, 
que  se  hacen  allí  unas  procesiones  por  mayo,  que  de  toda  la  provincia  va  gente  el 
dia  de  la  función,  y unos  bizcochos  que  llaman  maimones,  que  no  hay  cosa  mejor 
para  el  chocolate.  En  cuanto  á alimentos,  no  hay  en  ninguna  parte  leche  como  la 
de  aquellas  cabras,  que  todo  el  dia  están  en  el  monte,  y por  la  noche  las  traen,  y 
da  gloria  ver  los  cántaros  de  leche  que  se  venden  en  la  plaza  de  Rompepiés,  que 
así  la  llaman,  por  lo  mal  empedrada  que  está...  Pero  no  os  figuréis  que  toda  la 
ciudad  está  mal  de  empedrado.  Las  calles  tienen  sus  aceras,  no  tan  anchas  como 
en  Madrid,  pero,  vamos,  lo  suficiente  para  poder  andar  cómodamente. 

— Pero  en  Yillasanta  no  habrá  reuniones,  papá,  no  habrá  mas  que  paletos, 
¿verdad? 

— Chica,  ¿no  os  lie  dicho  que  es  una  ciudad  y no  un  villorrio?  Paletos  no  hay 
allí,  lo  que  hay  es  muchísimo  lujo.  En  el  casino  cada  lunes  y cada  martes  hay  baile 
de  confianza,  y allí  vereis  boato  y todo  cuento.  La  última  vez  que  fui  á Yillasan- 
ta, cuando  se  murió  mi  encargado  de  cobrar  la  renta,  me  hicieron  ir  á un  baile  que 
dieron  el  casino,  y estaba  aquello  que  parecía  propiamente  un  baile  de  palacio. 

¡ Qué  vestidos  de  seda  y de  terciopelo  arrastrando ! ¡ qué  guantes  hasta  el  codo  con 
una  hilera  de  botones  relucientes ! ¡ qué  collares  y qué  aderezos  ! . . . ¡Y  ellos!  ¡ habia 
muchachos  finísimos,  vestidos,  como  unos  diputados  en  dia  de  apertura  de  cortes, 
con  sus  fraques,  sus  chalecos  blancos,  sus  sombreros  de  esos  que  se  encogen  y se 
estiran!...  ¡Como  que  en  Yillasanta  viven  muchas  familias  principales!  Allí  tenéis 
el  marqués  de  Casa  Gómez,  que  tiene  cinco  hijos  de  su  primera  mujer,  dos  varo- 
nes y tres  hembras,  una  casa  poderosa,  donde  recuerdo  que,  decia  mi  padre,  en 
tiempo  de  la  primera  guerra  civil,  era  tanto  el  dinero  que  habia  que  hubo  nece- 
sidad de  apuntalarla,  y el  dinero  no  se  contaba,  se  pesaba  para  abreviar.  Fué  el 
padre  del  marqués  contratista  de  provisiones  para  el  ejército,  el  hombre  mas  listo 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


37 


que  ha  nacido,  y otro  calificativo  nada  honroso  le  aplicaban  malas  lenguas,  de  en- 
vidiosos, sin  duda.  En  Villasanta  viven  también  las  que  llaman  las  del  Senador, 
que  son  la  viuda  y las  cuñadas  de  don  Froilan  Diez  de  la  Peregila,  que  fue  sena- 
dor hasta  el  1868,  y cuando  vino  la  revolución  se  retiró  á Villasanta,  y allí  se 
murió  de  rabia,  es  decir  de  rabia  de  no  poder,  como  él  decía,  poner  en  la  ciudad 
una  horca  en  cada  calle.  Era  un  hombre  de  un  génio  atroz.  Ya  vereis  á su  seño- 
ra; cuando  se  casó  con  él  contaba  veinte  años  menos  que  don  Froilan,  pero  él  la 
tenia  metida  en  un  puño,  y todavía  es  joven,  y mas  jóvenes  sus  hermanas,  y 
figuraos  si  habrá  allí  lujo  que  las  del  Senador  los  vestidos,  los  sombreros,  los  en- 
cajes, todo  lo  traen  de  Bayona,  adonde  van  todos  los  veranos.  Allí  teneis  también 
al  coronel  Rebenque;  no  sirve  ya  en  el  ejército,  porque  fué  un  año  á los  baños  de 
Spa,  y encontró  una  polaca  que  se  enamoró  de  él,  y se  casaron,  y se  vinieron  á 
Villasanta,  donde  el  coronel  tenia  y tiene  su  casa  solariega,  y no  han  vuelto  á 
salir  de  la  ciudad.  En  fin,  hay  mucha  gente  principal,  no  faltan  diversiones,  y, 
como  dicen  las  del  Senador,  es  aquello  una  córte  en  pequeño.  Y en  cuanto  á bue- 
na salud, -con  deciros  que  mi  abuelo  murió  de  105  años,  sin  haber  tenido  un  dolor 
de  cabeza,  y mi  padre  de  98  cumplidos,  y el  dia  antes  de  morir  liabia  andado  tres 
leguas,  y cazado  quince  pares  de  codornices,  podéis  apreciar  si  será  aquello  sano. 

— Bueno,  bueno.  Pues  no  hay  mas  que  hablar,  vámonos  á Villasanta.  Las 
chicas  lo  mismo  pueden  casarse  allí  que  en  Madrid. 

— No,  lo  mismo  no,  mejor.  ¿Vosotras  no  tendréis  novio? 

— Ahora,  no,  papá. 

— Es  una  ventaja.  Así  no  os  cuesta  trabajo  dejar  este  Madrid,  donde  todo  es 
falacia  cortesana,  egoismo,  y poca  vergüenza.  Yo  estoy  jubilado  con  mis  veinte 
mil  reales  de  haber  que  no  me  los  puede  quitar  nadie,  es  decir,  á no  ser  que 
venga  el  diluvio,  como  dice  mi  compañero  don  Camilo,  desde  que  se  ha  hecho 
republicano,  y con  esos  veinte  mil  y seis  mil  lo  menos  que  puedo  sacar  á mis  fincas 
en  término  de  Villasanta,  siendo  yo  mi  propio  administrador,  y los  cuponcillos 
de  los  ferros,  que  compré  cuando  andaban  poco  mas  que  tirados,  antes  de  la  res- 
tauración, reuniremos  unos  cuarenta  mil  reales  de  renta,  y podré  ahorrar  todos  los 
años  veinte  lo  menos.  Esto  no  lo  podemos  hacer  en  Madrid,  donde  hasta  ahora, 
hemos  venido  gastando  todos  los  años  los  ingresos,  y,  en  algunos,  á estos  han 
superado  los  gastos.  Ansia  tengo,  mujer  mia,  hijos  nuestros,  de  vivir  tranquila- 
mente, de  no  oir  hablar  de  política,  de  no  verme  en  apuros  y en  necesidad  de  pe- 
dir alguna  que  otra  suma  adelantada  á cuenta  de  la  renta,  de  respirar  el  aire  puro 

TOMO  I.  5 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


de  a(|uel  delicioso  valle  y de  aquella  orilla  del  caudaloso  rio,  y de  estar,  en  fin, 
á mis  añedías,  vestido  como  quiera,  y calzado  con  alpargatas  ó zapatillas.,  dester- 
rando estas  horribles  botas  que  me  atormentan,  haciendo  lo  que  me  dé  la  real 
gana,  libre,  feliz  é independiente  como  el  cartaginés,  digo,  como  España  antes  de 
abrirse  al  cartaginés  incautamente. 

— ¿d  yo,  papá?... 

— Tú,  querido  Antonio,  trasladarás  la  matrícula  á la  universidad  de  Vallado- 
lid,  que  no  está  lejos  de  Villasanta,  y allí  acabarás  tu  carrera  de  abogado,  y en 
concluyéndola,  poco  habré  de  poder  si  no  logro  que  seas  diputado  perpetuo  por 
Villasanta. 

— ¡Oh!  sí,  sí.  me  gusta  el  plan . 

— Ya  lo  creo.  A ver  si  vuelve  á haber  un  ministro  en  nuestra  familia. 

— ¿Hubo  ya  alguno,  papá? 

— Sí,  pero  nosotros  no  le  hemos  conocido,  porque  floreció  en  el  siglo  xv.  Ya 
tendrás  ocasión,  hijo,  de  ver  todos  nuestros  papeles,  y por  ellos  comprenderás  que 
nuestra  familia  fué  de  las  mas  ilustres.  En  Villasanta,  en  la  parroquia  de  Santa 
Coleta,  que  es  donde  está  el  archivo,  he  de  buscar  mas  antecedentes,  y ¿quién 
sabe  si  hallaré  coyuntura  por  donde  hacer  alguna  reclamación  de  intereses  al  Es- 
lado?...  Porque  mi  familia  tiene  de  antiguo  muchos  privilegios,  capellanías,  fue- 
ros y donaciones  reales,  que  bueno  seria  averiguar  cómo  y cuándo  han  caducado. 
El  marqués  de  Casa  Gómez  le  sacó  muchas  talegas  al  Tesoro,  á fuerza  de  rebuscar 
papeles  viejos,  que,  vendidos  al  peso,  no  hubieran  dado  por  ellos  dos  reales. 

— ¿Y  cuándo  el  viaje,  Serafín? 

— Pues  lo  mas  pronto  que  se  pueda,  mujer.  Antes  he  de  ir  á ver  en  qué  es- 
tado se  halla  la  casa  que  allí  poseo,  y donde  hemos  de  vivir,  la  casa  de  mis  abue- 
los, arrendada  ahora  para  las  oficinas  del  batallón  de  la  reserva  y cuyo  arriendo 
concluye  este  mes.  Necesitaré  que  se  hagan  algunas  reparaciones. 

Aquello  es  un  palacio,  con  dos  patios,  bodega,  lagares,  horno,  huerta,  jardin, 
granero,  corrales,  cuadras... 

— ¿Tendremos  coche,  papá?... 

— Sí,  no  faltará  quien  me  venda  un  coche  de  lance,  y con  poco  se  sostiene, 
porque  las  muías  serán  las  mismas  de  la  labor...  A los  animales  hay  que  hacerles 
trabajar,  porque  sino  se  vician,  y no  se  puede  con  ellos. 

— ¡Qué  gusto  vivir  en  una  casa  propia!... 

— ¡Oh!  es  una  gran  ventaja. 


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39 

— Sin  este  fisgoneo  de  la  vecindad,  que  se  entera  de  todo,  y sabe  lo  que  co- 
memos, lo  que  entramos  y salimos,  y si  viene  gente  á casa  ó sino  viene  un  alma. 

— Allí,  completa  independencia. 

— Oye,  Serafín,  ¿y  estaremos  allí  seguros? 

— ¡Olí!  ya  lo  creo,  tú  no  te  acuerdas,  pero  antes  nadie  cerraba  las  puertas  de 
las  casas,  y no  liabia  ejemplo  de  que  faltase  un  alfiler.  Ahora  será  lo  mismo,  poco 
mas  ó menos.  No  hay  ningún  cuidado. 

—Sin  embargo,  nosotros  la  cerraremos,  si  te  parece. 

— Haremos  lo  que  hagan  los  demás.  Otra  vez  os  digo  que  no  creáis  que  es 
Yillasanta  un  pueblo  de  cuatro  vecinos.  Tiene  diez  mil  almas,  guardia  civil,  el 
cuadro  del  batallón  de  reserva,  la  sección  de  la  remonta  de  caballería,  adminis- 
tración de  estancadas,  estación  telegráfica,  un  inspector  y dos  agentes  de  orden 
público,  serenos,  alguaciles,  una  córte  en  pequeño,  como  os  he  dicho. 

• — Nada,  pues,  á Yillasanta. 

— ¿Lo  aprobáis?... 

— Sí, -sí. 

— ¿Yas  con  gusto,  esposa  mia?... 

— Sí,  puesto  que  tan  ventajoso  será,  según  dices,  vivir  en  ese  pueblo. 

— Ciudad,  mujer,  ciudad  desde  que  estuvo  allí  Carlos  II  con  tercianas,  según 
lo  reza  la  historia. 

— ¡ Jesús!  ¿hay  tercianas? 

— No,  mujer,  le  dieron  allí  á Carlos  II,  como  le  pudieron  dar  en  Madrid  ó en 
otra  parte;  mejor  dicho,  le  dieron  en  el  camino,  porque  por  eso  entró  en  Yilla- 
santa, y tuvo  que  guardar  cama  para  curárselas,  y ya  vereis  la  casa  donde  estuvo, 
que  era  la  del  paje,  de  S.  M.  el  conde  de  la  Tenaza,  que  iba  con  él,  y ahora  es 
el  mesón  de  la  Tenaza,  en  memoria  del  ilustre  dueño. 

— Pues  no  hay  mas  que  hablar.  Nos  vamos  á Yillasanta. 

— ¿Estás  conforme,  Luisita? 

— Ya  lo  creo. 

— ¿Y  tú,  Purita?... 

— Sí,  papá. 

— Os  consulto  para  que  no  digáis  que  soy  un  padre  de  familia  tiránico  y ab- 
soluto . 

— Todos  estamos  conformes,  papá.  Y yo  á Valladolid,  á concluir  la  carrera. 

— Eso  es. 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


— Y á ser  diputado  luego  por  Yillasanta. 

— Eso  lo  iré  yo  preparando  diplomáticamente  para  cuando  llegue  la  ocasión. 
Tú,  mujer,  y vosotras,  niñas,  á prepararlo  todo  para  la  traslación.  Yo  iré  el  sábado 
á Yillasanta  y estaré  un  par  de  dias,  y dentro  de  veinte  ó treinta  podremos  marchar 
todos,  enviando  los  muebles  por  delante,  en  pequeña  velocidad,  para  que  lleguen 
al  mismo  tiempo  que  nosotros.  Me  felicito  de  vuestra  conformidad,  y creo  resuelto 
el  problema  de  que  gocemos  una  existencia  tranquila,  apacible,  en  medio  de  aque- 
lla pureza  de  costumbres  de  Yillasanta,  en  trato  íntimo  con  personas  que  no  co- 
nocen siquiera  todas  estas  pasiones  que  se  agitan  en  este  Madrid,  donde  no  se 
sabe  ya  quien  es  amigo  y quien  enemigo,  donde  cada  cual  va  á su  negocio,  aun- 
que sea  con  perjuicio  del  prójimo,  donde  la  vida  cuesta  un  sentido,  donde  tienen  su 
asiento  la  vanidad,  la  soberbia,  y todo  engaño  y toda  liviandad,  donde  ya  no  se 
casan  los  hombres,  donde  viven  las  gentes  sin  saberse  cómo,  donde  todo  es  tra- 
moya. disipación  y canto  flamenco,  donde  veo  ministros  á los  que  fueron  mis  su- 
balternos, á los  que  estudiaron  conmigo  y siempre  eran  reprobados,  ocupando 
ahora  altísimos  puestos,  y á los  que  no  tenian  una  peseta,  ni  oficio  ni  beneficio, 
desempedrando  las  calles  en  magníficos  trenes,  que  nadie  sabe  por  qué  artes  má- 
gicas han  logrado  tan  repentina  fortuna En  esta  Babel,  nosotros,  ¿qué  papel 

haremos?  Ninguno.  Pues  en  Yillasanta  seremos  una  de  las  principales  familias, 
y no  se  nos  negará  la  consideración  que  merecemos,  y vosotras,  niñas,  os  casareis 
con  los  mas  ricos,  y tú,  mujer  mía,  serás  la  reina  de  la  ciudad.  Hé  dicho.  Se  acabó 
el  consejo  de  familia. 


II 


LA  FAMILIA  DE  BUENO  Y MALO 

Don  Serafín  Bueno  y Malo,  que  así  se  llamaba,  por  alianza  de  la  familia  de 
los  Buenos  con  la  de  los  Malos,  de  Yillasanta,  de  cuyas  familias  no  quedaban  ya 
mas  que  don  Serafín  y su  mujer,  que  era  también  su  prima,  y los  hijos  de  su  ma- 
trimonio, era  uno  de  esos  empleados  beneméritos,  de  que  hay  pocos  ejemplares, 
que,  por  sus  pasos  contados,  liabia  ascendido  en  su  carrera,  sin  saber,  por  milagro, 
lo  que  era  cesantía,  hasta  una  categoría  superior,  obteniendo  de  esta  suerte  las 
condiciones  exigidas  por  la  ley  para  la  mas  ventajosa  jubilación.  No  pensaba  ju- 
bilarse don  Serafín,  pero  entró  en  el  ministerio  un  ministro  reformista,  y el  anti- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


41 


guo  empleado,  ageno  á la  política,  fué  invitado  cortésmente  á presentar  la  dimi- 
sión. 

Don  Serafín  no  entendia  que  un  empleado,  que  cumplía  con  su  deber,  manda- 
sen estos  ó los  otros,  debia.  en  ningún  caso,  abandonar  su  destino,  y desabrida- 
mente contestó  que  si  se  le  quería  echar  á la  calle,  podia  hacerlo  el  ministro, 
abusando  de  sus  facultades,  pero  que  irse  él  voluntariamente  no  lo  haría  en  ma- 
nera alguna.  Y el  ministro,  en  efecto,  le  echó  á la  calle  declarándole  cesante,  sin 
la  coletilla  de  quedar  S.  M.  satisfecho  de  su  celo  é inteligencia,  notoria  injusticia 
porque  ambas  cualidades  habia  demostrado  en  el  desempeño  de  los  destinos  que 
sirvió,  v una  probidad  ejemplar,  habiendo  manejado  cientos  de  millones  del  Esta- 
do en  su  larga  carrera. 

Herido  el  excelente  funcionario,  profundamente  afectado  de  que  así  se  pre- 
miaran sus  servicios,  renunció  á volver  a servir  al  Estado,  y pidió  la  jubilación, 
á la  que  dábanle  derecho  sus  largos  años  de  carrera.  Pero,  fuera  de  su  empleo, 
obligado  á holgar,  teniendo  el  hábito  del  trabajo,  acometióle  abrumadora  nostal- 
gia, v conoció  el  hombre  que,  si  se  abandonaba  á su  tristeza,  podría  comprome- 
ter gravemente  su  salud  ya  quebrantada,  y por  esto  pensó  mudar  de  residencia, 
salir  de  Madrid  donde  le  enojaba  todo  lo  que  veía  ú oía,  y,  después  de  bien  ma- 
durado su  proyecto,  le  comunicó  á su  familia,  en  la  forma  que  ha  visto  el  lector. 

Y grande  fué  su  satisfacción  por  haber  sido  tan  favorablemente  acogido  su 
proyecto,  porque  en  caso  contrario,  habría  renunciado  á realizarlo,  siendo  como 
era  el  bueno  de  don  Serafín  Bueno,  marido  por  todo  extremo  benévolo  y compla- 
ciente y padre  cariñosísimo. 

Pero  así  su  mujer,  como  sus  hijas  y su  hijo,  tenian  razones  para  mostrar  con- 
formidad completa  con  la  feliz  idea  del  jefe  de  la  familia. 

Doña  Francisca  Malo  de  Bueno,  prima  y esposa  de  don  Serafín,  sentia  tam- 
bién enojoso  malestar  y constante  desazón  desde  que  á su  marido  le  habian  quita- 
do de  una  plumada  el  empleo.  Ella  consideraba  como  suyo  el  empleo  de  su  com- 
pañero, y quitársele  á este  era  quitársele  á ella,  y de  tal  suerte  le  preocupaba  el 
suceso,  que  salla  á la  calle  y creia  que  la  miraban  con  lástima  las  gentes  compa- 
sivas y con  burlona  insolencia  las  envidiosas,  como  gozándose  en  su  contratiempo. 
Habia  ocurrido  que  el  dia  siguiente  al  en  que  apareció  el  decreto  en  la  Gaceta, 
los  proveedores  de  los  artículos  de  comer,  beber  y arder,  como  si  se  hubieran 
puesto  de  acuerdo,  habian  ido  de  mañana  á presentar  las  cuentas  respectivas,  he- 
cho casual,  pero  que  hizo  creer  á doña  Francisca  que  ya,  por  haber  sido  declara- 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


do  cesante  su  marido,  el  comercio  le  retiraba  su  confianza,  y los  proveedores  acu- 
dian  á cobrar  antes  de  que  se  acabase  el  dinero  en  aquella  casa.  También  habia 
coincidido  la  cesantía  con  la  notificación  que  el  casero  habia  hecho  á doña  Fran- 
cisca, por  no  hallarse  en  casa  don  Serafín,  de  que  en  lo  sucesivo  el  alquiler  men- 
sual de  la  habitación  subiría  cien  reales  mas,  con  motivo  de  haberse  hecho  algu- 
na obra  en  la  finca,  y colocado  fuentes  en  todos  los  cuartos. 

El  casero  no  pudo,  por  mas  que  hizo,  disuadir  á doña  Francisca  de  la  idea  de 
que  subía  el  precio  del  alquiler  para  que  don  Serafín  dejase  la  habitación,  y tuvo 
que  sufrir  buena  copia  de  frases  duras  con  que  la  mujer  del  cesante  le  apostrofó, 
suponiendo  que  desconfiaba  de  la  puntualidad  en  los  pagos  mensuales.  Y tan  aje- 
no estaba  el  dueño  de  la  finca  de  semejante  pensamiento  que  manifestó  á doña 
Francisca  que,  para  convencerla  de  su  error,  renunciaba  al  proyectado  aumento 
de  precio,  galantería  á que  contestó  la  airada  señora: — Aunque  nos  quiera  usted 
dar  de  balde  la  casa,  y dinero  encima,  la  dejaremos. 

Tenían  doña  Francisca  y sus  niñas  unas  amigas  íntimas,  mujer  é hijas,  de 
otro  empleado  que,  por  ser  amigo  del  nuevo  ministro,  fué  ascendido,  y la  buena 
señora  no  tuvo  abnegación  bastante  para  no  calificar  duramente  delante  de  sus 
amigas  al  ministro  que  cometió  con  don  Serafín  tan  grande  injusticia,  y sus  ami- 
gas. que  tampoco  eran  discretas,  quisieron  defenderle,  y tales  elogios,  á fuer  de 
agradecidas,  hicieron  del  tacto,  del  talento,  de  la  bondad,  de  la  rectitud  del  nue- 
vo consejero  de  la  Corona,  que  en  aquel  punto  doña  Francisca  y sus  chicas  rom- 
pieron con  sus  amigas  de  toda  la  vida,  y dijeron  los  vecinos  que  las  dos  madres  y 
las  cuatro  hijas  se  habian  dicho  á voces  las  mas  grandes  injurias.  Y así  debió  ser 
porque  doña  Francisca  tuvo  un  arrebato  tan  fuerte  que  el  médico,  á quien  hubo 
de  llamarse,  le  calificó  de  principio  de  congestión  cerebral. 

Como  tenian  don  Serafín  y su  mujer  tantos  conocimientos  fueron  bastantes  las 
personas  que  les  visitaron  al  saber  la  cesantía,  y doña  Francisca  dió  en  pensar 
que  muchas  iban  á gozarse  en  su  daño  y otras  á curiosear,  y volábase,  como  ella 
decía,  cuando  le  preguntaban: — Pero,  ¿cómo  ha  sido  eso? — ¿Qué  ha  pasado? — 
¿Por  qué  ha  hecho  eso  el  ministro? — Ustedes  estarían  tan  agenos,  ¿verdad? — ñ 
ahora,  ¿qué  van  ustedes  á hacer? — Doña  Francisca  tenia  que  hacerse  gran  violen- 
cia para  no  decir  una  fresca  á cada  una  de  las  preguntonas,  porque,  regularmen- 
te, ellas  eran  las  que  preguntaban,  pero  contestaba  desabrida,  y claramente  deja- 
ba ver  su  despecho  y la  indignación  de  que  estaba  poseída. 

De  suerte  que  para  doña  Francisca  era  un  gran  consuelo  y el  único  remedio 


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43 

la  salida  de  Madrid,  después  de  haber  roto  con  sus  íntimas  amigas;  de  haber  en- 
friado notablemente  sus  relaciones  con  la  vecindad,  con  el  casero,  con  los  provee- 
dores que  surtían  su  despensa,  con  todo  Madrid,  porque  doña  Francisca  no  so  ex- 
plicaba como  todo  Madrid  no  había  protestado  enérgicamente  del  atropello  cometido 
por  un  ministro  ignorante  y osado  contra  uno  de  los  funcionarios  mas  probos,  mas 
útiles  y mas  antiguos,  como  don  Serafín,  á quien  mas  de  doscientos  ministros  ha- 
bían respetado,  haciendo  justicia  á sus  grandes  méritos  administrativos. 

Las  chicas  Luisita  y Purita,  que  tenían  veinte  años  la  primera  y diez  y ocho 
v medio  la  segunda,  eran  unas  chicas  como  tantas  que  hay  en  Madrid,  unas  chi- 
cas guapitas,  bien  aderezadas  y compuestas,  que  daba  gusto  verlas  en  las  maña- 
nas de  mayo,  en  el  Retiro,  y en  misa  de  doce,  en  San  José,  los  dias  festivos,  y en 
Recoletos  por  las  tardes,  paseando  con  aquellas  amiguitas  íntimas,  con  quienes 
rompieron  luego,  siguiendo  el  ejemplo  de  las  madres  respectivas. 

Luisita  y Purita  eran,  pues,  unas  chicas  muy  estimables  por  sus  cualidades 
físicas  y morales,  y si  cada  una  hubiese  contado  con  dote  de  un  millón  ó dos,  se- 
guramente habrían  sido  solicitadas  por  algunos  buenos  mozos,  pero,  hijas  de  un 
empleado  que  gozaba  reputación  de  estoica  rectitud,  nadie  suponía  que  las  mu- 
chachas contaran  con  otro  aliciente  que  el  de  aquellas  cualidades.  Algún  que  otro 
jóven  inexperto  miró  con  afición  á Luisita;  por  ejemplo,  un  alférez  de  infantería, 
y algún  otro,  un  aspirante  á auxiliar  quinto  de  la  Deuda  con  5,000  reales  se  ena- 
moró locamente  de  Purita,  y le  escribió  cartas  en  verso  que  contenían  poesías  de 
nuestros  primeros  poetas,  firmadas  por  él,  sin  duda  porque  suponía  á la  niña  de 
sus  pensamientos  poco  versada  en  literatura,  y consideraba  que,  aunque  le  dedi- 
cara todas  las  poesías  de  Zorrilla  y de  don  Alberto  Lista,  jamás  conocería  el  des- 
carado plagio  la  favorecida.  Y así  habría  sido,  en  efecto,  si  Purita  no  hubiese  co- 
metido la  indiscreción  de  enseñar  alguna  de  aquellas  inspiradas  composiciones 
amatorias  á una  de  sus  amigas,  que,  mas  literata,  puso  ante  los  ojos  de  la  novia 
del  aspirante  á su  amor  y á auxiliar  quinto  de  la  Deuda,  un  libro  en  el  que  pudo 
leer  no  solo  aquella  delicada  poesía  sino  otras  muchas  de  las  que  el  joven  incauto 
improvisaba  para  apoderarse  del  sensible  corazón  de  la  hija  menor  de  don  Serafín. 

Purita  cogió  todas  las  cartas  del  aspirante,  y cuando  este,  al  anochecer,  como 
todos  los  dias,  pasó  por  la  acera  de  enfrente,  mirando  al  balcón  de  su  adorada  , esta 
le  arrojó,  atado  con  un  bramante,  el  paquete  que  contenia  aquellas  tiernas  poesías 
y el  retrato  del  autor,  que  se  había  hecho  fotografiar,  de  pié,  de  frac,  con  el  pelo 
rizado  y la  rayita  en  medio,  con  un  papel  en  la  mano,  en  actitud  de  leer  ó declamar. 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Y el  grandísimo  estúpido  habia  hecho  poner  en  la  alfombra,  esparcidos  á sus 
piés,  libros  en  que  se  leían  en  letras  microscópicas  Calderón,  Fray  Luis,  Cervan- 
tes, Espronceda,  Zorrilla,  etc.,  etc. 

Si  cuando  era  un  alto  funcionario  el  padre  de  las  chicas,  estas  habían  logra- 
do solamente  fijar  la  atención  de  un  alférez  triste  y de  un  tristísimo  aspirante  á 
auxiliar  quinto,  ahora  que  el  padre  habia  pasado  al  monton  de  las  beneméritas 
clases  pasivas,  ¿qué  proporciones  ventajosas  de  casamiento  podían  prometerse  Lui- 
sita  y Purita  en  este  Madrid  donde  son  de  tan  difícil  salida  las  muchachas  que  no 
tienen  fortuna? 

Otra  cosa  seria  en  la  nueva  residencia  á donde  se  proponía  llevarlas  su  padre. 
Allí  serian  ellas  las  mas  bonitas,  y sobre  todo  las  mas  elegantes;  allí  ocuparían  el 
primer  lugar  en  las  reuniones,  y harían  gala,  Luisita  de  su  habilidad  en  tocar  el 
piano,  y Purita  de  la  voz  de  contralto  con  que  valiente  acometía  los  mas  compli- 
cados ejercicios  de  agilidad,  interpretando  corregidas  y aumentadas,  las  mas  bellas 
páginas  musicales  de  Gounod,  Meyerbeer,  Rossini  y Offembach.  Allí,  no  habia 
duda,  rendirían  con  sus  encantos  y exquisita  distinción  los  corazones  de  los  dos 
jóvenes  mas  ricos  de  la  comarca,  y acaso  volverían  de  Villasanta  casadas  á.  Madrid, 
á hacer  ostentación  de  su  triunfo,  con  lo  cual  se  morirían  de  envidia  sus  anti- 
guas amigas  y de  celos  y desesperación  el  triste  alférez  y el  desvergonzado  poeta 
huero. 

Hé  aquí  por  qué  las  chicas  se  conformaron  con  el  pensamiento  del  señor  don 
Serafín,  y con  verdadero  apresuramiento  pusieron  manos  á,  la  obra  de  arreglar  sus 
vestidos,  adicionándoles  faldas,  cuerpos  y túnicas,  con  objeto  de  presentar  en  Vi- 
llasanta una  variada  colección  de  trajes  de  moda,  que  ellas  serian  las  que  la  im- 
pusieran en  aquella  culta  sociedad  de  buen  tono,  como  acostumbradas  al  gusto 
cortesano,  y prácticas  en  todo  cuanto  pudiera  referirse  al  adorno  y atavío  del  bello 
sexo.  Una  gran  série  de  triunfos  y satisfacciones  del  amor  propio  les  esperaba,  en 
su  sentir,  en  Villasanta,  y ya  contaban  con  impaciencia  los  dias  que  habían  de 
tardar  en  hacer  su  entrada  en  la  ciudad  y su  aparición  en  el  primer  baile  que  se 
diera  en  el  casino,  que,  indudablemente,  se  daría  en  su  obsequio,  porque  según 
decía  don  Serafín,  la  junta  del  casino  componíase  de  la  juventud  dorada  de  A illa- 
santa,  y esta  juventud  era  por  todo  extremo  galante  con  el  bello  sexo. 

Antonio,  el  hijo  de  don  Serafín,  era  un  joven  de  veintidós  años  cumplidos,  es- 
tudiante de  derecho,  algo  retrasado  en  sus  estudios,  por  haber  perdido  algún  año, 
que  ya  sentía  el  deseo  de  independencia  y libertad  y no  se  avenía  do  buen  grado 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


15 


á las  reprensiones  paternales  y la  vida  de  familia.  Ganoso  estaba  el  jovenzuelo  de 
campar  por  su  respeto,  que  ya  no  era  ningún  chiquillo,  y dentro  de  poco  seria  un 
hombre  político  dispuesto  á venir  al  congreso  á emular  las  glorias  de  los  Cánovas. 
Castelar,  Ríos  Rosas,  Pacheco,  López,  Olózaga,  Avala  y tantos  oradores  de  uni- 
versal reputación. 

Acogió,  pues,  con  gran  satisfacción  el  propósito  de  su  padre,  holgóse  mucho 
de  ir  á vivir  solo,  en  Valladolid,  y parecióle  en  extremo  acertado  el  plan  de  don 
Serafín  de  prepararle  el  distrito  de  Villasanta  para  que  le  eligiera  diputado  en 
tiempo  oportuno.  Precisamente,  el  que  á la  sazón  era  diputado  por  dicho  distrito 
podría  vivir,  á lo  sumo,  los  tres  años  que  á Antonio  le  faltaban  para  la  edad  re- 
glamentaria, porque  el  pobre  tenia  una  enfermedad  déla  laringe,  y el  médico  que 
le  asistía  en  Madrid,  amigo  de  don  Serafín,  balda  dicho  que  el  enfermo  podría  ir 
tirando,  dos  ó tres  años,  pero  la  enfermedad  acabaría  tirándole  al  hoyo. 

Como  por  encanto  varió  el  aspecto  de  la  casa  de  don  Serafín,  y todo  fué  júbilo 
en  la  familia  del  jubilado. 

Doña  Francisca,  mujer  de  su  casa,  pulcra  y cuidadosa,  dedicóse  á recoger  todo 
lo  que  halda  de  trasladarse  á Villasanta;  colocó  en  cajones  llenos  de  paja  la  loza  y 
la  cristalería,  descolgó  colgaduras,  quitó  visillos,  enfundó  las  sillas,  envolvió  en 
mantas  los  espejos  y los  cuadros,  separó  los  muebles  viejos  y derrengados  y todo 
linaje  de  efectos  inútiles  para  venderlos,  dirigió  la  recomposición  de  los  colcho- 
nes y el  embalaje  de  los  muebles  en  buen  uso,  llenó  de  ropa  los  mundos  y los  co- 
fres, preservándola  con  alcánfor  de  toda  contingencia,  ayudó  á las  chicas  en  la 
confección  y compostura  de  los  trajes  de  baile,  de  visita,  de  paseo,  de  casa  y de 
viaje,  que  habían  de  producir  gran  efecto,  á no  dudar,  entre  la  aristocracia  de  Vi- 
llasanta, y todo  lo  previno,  y todo  lo  arregló  con  notable  acierto  para  que  nada 
hubiera  que  hacer  á última  hora. 

Las  chicas,  además  del  arreglo  de  sus  trajes,  ocupáronse  en  recoger  las  flores 
contrahechas,  los  encajes,  los  pedazos  de  tela,  los  sombreros  armados,  las  arma- 
duras peladas  de  sombreros,  las  cintas,  los  imperdibles,  las  allinj illas  con  que  so- 
lian adornar  sus  manos,  sus  cabellos,  el  pecho,  la  garganta,  y las  orejas,  y un 
sinnúmero  de  baratijas  de  oro,  de  doublé,  de  plata,  de  concha,  de  cautchouc,  de 
acero,  de  nikel,  de  nácar,  de  hueso,  y todo  lo  metieron  en  cajas  que  habían  ser- 
vido para  dulces,  en  otras  que  habian  contenido  brevas  de  Cabañas,  y Landres  de 
Zumalacarrcgui,  y entreactos  de  Espartero,  y registraron  todos  los  rincones  para 
que  nada  se  olvidara  de  tantas  ballenas,  hebillas,  botones,,  puntillas,  carretes, 

TOMO  J.  ti 


46 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


guantes,  mitones,  ovillos,  frasquitos,  tarros,  peines,  flechas,  rizos,  puños,  cuellos, 
trozos  de  crochet , ó infinidad  de  cosas  mas,  todas  útiles  y necesarias  y todas  re- 
vueltas en  el  mayor  desorden  en  cajones  y canastillas. 

Don  Serafín  estuvo  cuatro  dias  en  Yillasanta,  visitó  su  casa,  que  desocuparla 
seguidamente  el  cuadro  del  batallón  de  la  reserva,  dispuso  las  reparaciones  que 
habían  de  hacerse,  y anunció  su  próximo  establecimiento  en  aquella  ciudad,  con 
su  familia,  noticia  que  causó  la  mayor  satisfacción  en  todos  los  círculos,  porque 
todo  aquel  vecindario  había  estimado  siempre  á don  Serafín  como  uno  de  los  hijos 
predilectos  de  Yillasanta,  sabiendo  sus  grandes  servicios,  y sobre  todo,  su  honra- 
dez acrisolada  en  tantos  años  de  manejar  los  fondos  del  Tesoro  público.  Además, 
de  antiguo  eran  gloria  de  aquella  ciudad  las  familias  de  los  Dueños  y los  Malos, 
en  las  que  contaba  la  crónica  que  hubo  ilustres  capitanes,  un  lio  de  don  Serafín 
lo  había  sido  de  realistas,  grandes  estadistas,  algún  príncipe  déla  Iglesia,  un  mi- 
nistro en  el  siglo  quince,  que  lo  mismo  pudo  ser  gobernante  del  estado  ó cór- 
chele del  corregimiento,  varios  regidores  perpétuos.  un  abad  mitrado,  una  supe- 
riora  de  las  Comendadoras,  un  virey  y varios  mártires  de  la  libertad.  ¿Cómo  no 
habían  de  ser  recibidos  con  júbilo  por  todos  los  naturales  de  Yillasanta,  don  Se- 
rafín Bueno  y doña  Francisca  Malo,  que  venían  á recordar  con  su  presencia  en  la 
noble  é histórica  ciudad  glorias  pasadas,  que  habían  dado,  en  lo  antiguo,  gran 
importancia  y notorio  prestigio  á la  villa,  que  Cárlos  II  hizo  ciudad  por  un  movi- 
miento expontáneo  de  su  real  munificencia?... 

En  la  iglesia  de  Santa  Coleta,  aun  se  leía  en  algunas  piedras  el  nombre  de 
Bueno,  que  allí  estaba  sepultado  junto  á Malo,  y así  en  las  sepulturas  de  los  Bue- 
nos como  en  las  de  los  Malos,  todavía,  á pesar  de  los  estragos  que  habían  hecho 
el  tiempo  y las  pisadas  de  diez  generaciones,  se  podía  distinguir  el  contorno  de  un 
casco,  el  pico  de  un  águila,  ó la  garra  de  un  león,  señales  todas  de  la  egregia  pro- 
sapia de  los  Malos  y los  Buenos. 

El  cura  de  la  iglesia  dió  ;í  don  Serafín  noticia  de  aquellos  Malos  y Buenos, 
sepultados  en  el  templo,  y el  jubilado  visitó  con  emoción  las  piedras  venerandas, 
orando  sobre  ellas,  y haciendo  filosóficas  reflexiones  sobre  lo  que  son  las  vanida- 
des de  este  mundo.  V encargó  al  párroco  que  dispusiera  misa  solemne  en  sufragio 
de  todos  los  Malos  y los  Buenos  de  Yillasanta,  celebrándose  el  dia  siguiente  con 
asistencia  de  las  personas  notables  de  la  ciudad,  del  alcalde  y dos  concejales  y de 
numeroso  pueblo,  tocándose  el  órgano,  y pronunciando  la  oración  fúnebre  fray 
Antolin,  ex-carmelita  de  80  años,  muy  querido  en  Yillasanta,  que  no  habló  de 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


otra  cosa  sino  de  lo  perdido  de  los  tiempos  y de  lo  atrevidos  que  son  los  hombres, 
y las  mujeres  y los  chicos,  y terminó  pidiendo  un  Padre  Nuestro  y un  Ave  Ma- 
ría por  los  Buenos  y los  Malos. 

Y todo  el  pueblo,  que  hasta  entonces,  no  había  puesto  atención  en  las  losas 
sepulcrales,  detúvose  delante  de  ellas,  procurando  descifrar  la  leyenda,  sin  lograr 
mas  que  leer  Malo  en  unas  y Bueno  en  otras,  y eso  porque  sabia  que  el  cura  ha- 
lda asegurado  que  Malo  y Bueno  decían  las  casi  extinguidas  letras  talladas  en  la 
piedra.  Y ya  no  se  habló  en  los  hogares  del  estado  llano,  en  algunos  dias,  de  otra 
cosa  sino  de  que  pronto  vendría  á vivir  en  Villasanta  la  familia  de  Malo  y Bueno, 
que  estaba  enterrada  en  Santa  Coleta. 

Cada  vez  mas  satisfecho  de  su  buen  pensamiento,  regresó  don  Serafín  á Ma- 
drid, dejando  ya  principiada  la  obra  en  la  casa,  que  se  concluiría  en  un  par  de 
semanas,  apalabradas  para  domésticas  dos  muchachonas  como  dos  granaderos,  con 
unas  caderas  atroces,  y unas  espaldas  y unos  pechos  en  proporción,  guapas  y 
vistosas,  que  doña  Francisca  y las  chicas  se  encargarían  de  descortezar  y pulir,  y 
en  poder  del  alcalde  un  escrito  pidiendo  vecindad  en  Villasanta  para  sí,  su  mujer 
é hijos,  á fin  de  obtener  todos  los  derechos  de  la  ley. 

— Indudablemente, — pensaba, — ha  sido  inspiración  del  cielo  la  mia.  Tantos 
años  olvidado  de  esta  gran  ciudad,  cuidándome  solo  de  cobrar  la  rentilla  que  me 
querían  dar  y sin  ocurrírseme  que  en  Villasanta  residía  la  felicidad.  Todo  lo  que  es 
de  mi  agrado  lo  tengo  en  este  pueblo.  Trato  sencillo  y franco,  seguridad  personal, 
devoción  sin  hipocresía,  paz  en  las  familias,  respeto  á la  autoridad,  cristiana  con- 
formidad de  todos  con  la  suerte  que  Dios  les  lia  deparado,  afecto  á los  nombres 
gloriosos  históricos,  amenísima  tertulia  en  la  botica  de  la  plaza,  tresillo  en  casa 
del  coronel  Rebenque,  á céntimo  el  tanto,  ¡y  yo  soy  tan  aficionado!...  chocolate 
hecho  á brazo,  que  yo  no  puedo  sufrir  el  de  máquina  de  Madrid,  y en  fin,  la  es- 
peranza, por  lo  saludable  de  las  condiciones  climatológicas,  de  vivir  tanto  como 
mi  abuelo,  que  esté  en  gloria.  Locas  de  contento  van  á estar  Paca  y las  chicas, 
con  tantos  honestos  placeres  como  han  de  encontrar,  placeres  nuevos  para  ellas. 
A fin  del  mes  que  viene  la  romería  al  Santo  Cristo  del  Encinar,  que  no  queda  un 
alma  en  Villasanta,  porque  todo  el  mundo  va  allá,  luego  la  función  de  la  Nati- 
vidad de  Nuestra  Señora,  que  hay  feria,  corridas,  teatro,  y baile  en  el  casino  y 
en  el  ayuntamiento.  Casi  todos  los  domingos  procesiones,  por  la  tarde,  y por  la 
mañana  misa  mayor  con  sermón,  como  el  que  me  predicó  fray  Antolin.  ¡Cuándo 
digo  que  Paca  y las  chicas  van  á estar  encantadas!...  Eli  cuanto  nos  vengamos 


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I.OS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


compraremos  gallinas,  para  tener  liuevos  frescos,  que  nunca  se  toman  frescos  en 
Madrid,  y liaremos  un  palomar  y antes  de  un  año  tengo  miles  de  parejas,  y en- 
gordaremos nuestro  par  de  lechones,  que  son  un  gran  avío  en  una  casa,  habili- 
taremos una  conejera,  y tendremos  unas  cabras,  y corderos,  y ovejas.  Y ya  be  es- 
cogido el  sitio  donde  voy  á liacer  jardin,  para  que  las  chicas  le  cuiden.  Y lo  que 
es  la  huerta,  ya  liaré  yo  de  modo  que  me  produzca  verduras  y fruta  para  todo  el 
año.  La  lian  tenido  abandonada,  y es  claro,  los  frutales  no  lian  dado  de  sí,  y so- 
lamente se  lian  cogido  lechugas,  según  dice  el  sargento  primero  del  batallón  de 
la  reserva,  y perejil.  Hay  que  trabajar,  eso  sí,  pero  uno  trabaja  bien  en  cosa  propia, 
y ese  trabajo  corporal  me  conviene  grandemente  después  de  tantos  años  de  ofici- 
na. ¡Olí!  aun  voy  á tener  que  dar  las  gracias  a ese  ministrillo  ignorante  que  me 
quitó  el  empleo.  Acaso,  intentando  hacerme  un  flaco  servicio,  me  lia  hecho  un 
gran  bien,  acaso  me  lia  dado  la  felicidad. 

III 

Á SUS  POSESIONES 


S ERAUIN  :B  UENO  Y M ALO 
SEÑORA  É IUJOS 

Se  despiden  para  sus  posesiones  de  Villasanta, 
donde  ofrecen  á V.  su  casa. 


Con  esta  tarjeta  anunció  el  jubilado  á sus  amigos  y conocidos  el  cambio  de 
residencia,  y si  hubiese  dicho  sencillamente  se  despiden  para  Villasanta,  nadie 
liabria  mostrado  estrañeza,  pero  lo  de  sus  posesiones,  llamó  la  atención  de  muchos 
que  ignoraban  completamente  que  don  Serafín  ¡toseyese  propiedades,  de  que  nunca 
habia  hablado. 

\ desde  aquel  punto,  comenzó  á perder  su  prestigio  y la  reputación  de  hombre 
probo,  incorruptible,  que  gozaba  don  Serafín,  llegándose  á creer  que  las  posesiones 
adquiridas  lo  habrian  sido  por  medios  poco  legítimos,  habiendo  hecho  el  funcio- 
nario negocios  pingües  en  el  ejercicio  de  su  cargo. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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— ¡Yo  bien  decía! — observaba  uno  de  los  piadosos  amigos  de  don  Serafín. — 
¡Era  un  bipocriton  con  mas  camándulas  y mas  picardía!..  Teníanle  todos  por  un 
infeliz,  pero  á mí  no  me  engañaba  con  su  laboriosidad  y su  mónita.  Desde  que 
supe  que  por  las  noches  se  iba  solo  á la  oficina,  y allí  se  estaba  revolviendo  pa- 
peles basta  las  tantas,  sospeché  algún  gatuperio.  Y de  fijo  que  no  habrá  dejado 
rastro  por  donde  se  puedan  probar  sus  picardías,  porque  no  es  él  tan  inocente.  ¡Ya 
habrá  dejado  bien  atados  todos  los  cabos! 

— ¡Parece  imposible! — decía  otro. — ¡Un  hombre  tan  severo  que  no  disculpaba  á 
sus  subalternos  la  mas  leve  falta,  que  todo  el  mundo  le  presentaba  como  perfecto 
modelo  de  incorruptibilidad,  que  una  vez,  habiéndole  regalado  un  particular  intere- 
sado en  un  asunto  de  interés,  sometido  á su  resolución,  cuatro  capones  y un  pavo  ce- 
bado, le  denunció  al  juzgado  de  primera  instancia  como  reo  de  tentativa  de  soborno! 

— ¡Yo  no  creo  ya  en  nadie,  ni  en  mí  mismo, — decía  otro, — habiendo  resultado 
don  Serafín  un  bribón  que  ha  metido  el  brazo  hasta  el  codo  en  las  arcas  del  era- 
rio, pues  por  él  únicamente  hubiera  yo  puesto  las  manos  en  el  fuego! 

— ¡Anda!  ¡anda! — decía  aquella  íntima  amiga  de  doña  Francisca,  oyendo  lo 
que  se  propalaba  de  don  Serafín,  y creyéndolo  ciegamente. — ¡Si  tendrá  buen  ol- 
fato el  ministro  que  le  dejó  cesante!  ¡Jesús ! ¡Cuánto  celebro  haber  roto  con  Paca 
y sus  hijas!  ¡Si  no  puede  una  fiarse  de  nadie,  si  donde  menos  se  piensa  se  en- 
cuentra una  con  gentes  que  la  comprometen ! . . . 

Alguna  persona  compasiva  hubo  que  intentó  defender  á don  Serafín,  expli- 
cando que  las  posesiones  de  Villasanta,  eran  herencia  de  sus  padres,  y afirmando 
saber  muy  bien,  que  con  su  destino,  no  había  hecho  nunca  otra  cosa  que  vivir  mo- 
destamente, y que  por  tanto  una  calumnia  miserable  era  todo  cuanto  se  decía  en 
su  desprestigio. 

Los  que  oyeron  esta  generosa  defensa  atribuyeron  á quien  la  hacia  noblemente 
cualidades  parecidas  á las  de  Don  Quijolc  de  ¡a  Mancha,  y continuaron  dejando 
correr,  y procurando  que  corriera,  la  infame  calumnia. 

Llegó  este  rumor  á oidos  del  gobierno,  y sigilosamente  procuró  hallar  modo 
de  averiguar  algo  que  pudiera  justificar  un  proceso,  mas  que  por  hacer  daño  al 
empleado  de  tal  manera  ofendido,  por  demostrar  su  celo  por  los  intereses  del  es- 
tado, y su  tino  y acierto  en  descubrir  fraudes;  pero,  á pesar  de  la  buena  voluntad 
con  que  se  buscaron  pruebas,  ó indicios  siquiera,  nada  pudo  hallarse,  porque  na- 
da, en  efecto,  se  podía  encontrar,  porque  don  Serafín  había  sido  realmente  el  fun- 
cionario de  mas  honrosa  v limpia  historia. 


50 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Si  don  Serafín  hubiese  podido  adivinar  que  su  tarjeta  de  despedida  habia  de 
dar  pretexto  á la  malicia  para  forjar  tanta  infamia,  seguramente  habria  inutili- 
zado la  tirada,  como  pensó  hacerlo  cuando  llegó  á ver  una  de  las  dichosas  tarje- 
tas. Pues  lia  de  saberse  que  no  fue  él  quien  las  redactó  ni  quien  las  mandó  hacer 
en  la  litografía.  Fué  la  pecadora  doña  Francisca,  quien  dió  en  la  debilidad  de 
ceder  á los  impulsos  de  la  mas  pueril  vanidad  al  partir  de  Madrid. 

— Gente  hay  tan  falsa  y tan  mala, — decía  doña  Francisca, — que  se  regocija 
creyendo  que  porque  Serafín  se  ha  jubilado,  nos  vamos  á morir  de  hambre.  Pues 
no  han  de  tener  ese  gusto,  porque  en  la  tarjeta  verán  que  no  nos  vamos  de  Ma- 
drid, por  haber  venido  á menos,  que  no  nos  vamos  huyendo  de  acreedores,  ni  si- 
quiera por  economizar,  verán  que  nos  vamos  porque  vamos  á nuestras  posesiones. 
Y así  se  dice,  y nosotros  lo  decimos  con  razón,  porque  en  Villasanta  tenemos  casa 
propia  a'  tenemos  tierrecillas,  y como  las  poseemos,  son  nuestras  posesiones.  Con 
que  va  ves, — añadia  hablando  con  su  marido,  que  le  había  hecho  alguna  obser- 
vación, por  lo  de  las  posesiones, — que  no  he  puesto  ningún  disparate,  sino  la  ver- 
dad. Y mira,  hijo,  francamente  te  lo  digo,  esa  modestia  que  tienes,  ese  encogi- 
miento con  que  siempre  te  has  presentado  en  el  mundo,  te  han  perjudicado  mas 
de  lo  que  piensas.  Ministro  debias  estar  cansado  de  ser  hace  mucho  tiempo,  que 
otros,  sin  ningún  mérito  mas  que  su  desparpajo  y su  poca  vergüenza,  Dios  me 
perdone,  lo  han  sido,  y no  se  habrán  reido  poco  de  tí  al  verte  tan  humilde  entrar  á 
darles  el  parabién  y á ponerte  á sus  órdenes.  Hay  que  hacerse  valer,  y el  que  no 
hace  por  sí,  hijo,  se  queda  en  la  estacada,  como  te  has  quedado  tú,  que,  gracias 
á tus  años  de  servicio  te  queda  un  pasar,  pero  después  de  haber  perdido  la  vista 
v la  salud  y el  buen  humor,  y recibiendo  por  premio  un  desengaño...  En  fin,  va 
no  tiene  remedio,  y no  hay  que  pensar  en  ello.  Pero  te  lo  repito,  no  te  apures 
porque  nos  despedimos  para  nuestras  posesiones;  siquiera  tengo  el  consuelo  de  que 
á alguno  y á alguna,  (pie  se  nos  vendían  como  muy  amigos,  les  ha  de  saber  á 
cuerno  quemado  ver  que  no  estamos  como  acaso  querían  vernos,  con  un  trapo 

atrás  v otro  delante,  comiéndonos  de  hambre  los  codos. 

» / 

I'V 


INSTALACION  EN  VILLASANTA 


La  casa  de  don  Serafín  está  situada  precisamente  á la  entrada  de  una  de  las 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


51 


varias  puertas  de  la  ciudad,  que  todavía  conserva  sus  murallas,  no  por  su  utili- 
dad, sino  por  su  importancia  histórica. 

En  la  muralla  misma  está  la  casa,  cuyos  muros  ofrecen  el  mismo  color  que 
los  sillares  de  esta  vetusta  fortaleza,  excepto  en  la  portada,  que  el  padre  de  don 
Serafín,  con  un  gusto  artístico  deplorable,  hizo  blanquear,  dando  de  esta  suerte  el 
mas  singular  aspecto  al  escudo  de  armas  que  campea  sobre  la  puerta,  á.  las  cariá- 
tides, rosetones,  emblemas  y alegorías  que  la  decoran,  y revelan  la  respetable  an- 
tigüedad de  aquella  mansión,  que  debió  ser  acaso  la  del  gobernador  de  tan  bien 
defendida  plaza  de  guerra,  personaje  de  gran  cuenta  y de  los  de  horca  y cuchillo. 

El  portal  está  empedrado,  y también  le  blanqueó  el  padre  de  don  Serafín,  des- 
truyendo el  precioso  artesonado  de  la  techumbre;  es  ancho  y tiene  alrededor,  no 
bancos  á la  moderna,  sino  sillares  salientes  que  sirvieron,  sin  duda,  de  asiento  y 
acaso  de  lecho,  á los  hombres  de  armas,  en  la  época  en  que  la  vetusta  ciudad  era 
frecuentemente  acometida  de  aleves  enemigos,  y no  cesaba  un  punto  la  vigilan- 
cia de  los  defensores;  y frente  á la  gruesa  puerta  principal  hay  otra  puerta  mas 
pequeña;  pero  no  menos  gruesa  que  da  paso  al  patio,  un  patio  espacioso  con  pro- 
fusión de  esbeltas  columnas  de  piedra  caliza  que  sostienen  la  galería  superior,  á 
la  que  da  acceso  una  ancha  escalera. 

— ¡Jesús!  ¡Esto  es  un  palacio! — esclamó  doña  Francisca  al  entrar  en  la  casa 
de  su  marido. 

— Pues,  ¿qué  creias? — dijo  este. — Nuestra  casa  es  la  primera  de  Villasanta. 

Y era  verdad,  porque  entrando  en  la  ciudad  por  el  portillo,  abierto  en  la  mu- 
ralla, era  la  primera  que  se  encontraba,  á la  derecha. 

Doña  Francisca  y las  chicas  y el  chico  quedaron  realmente  encantados  de  la 
casa  palacio.  Todo  lo  reconocieron  minuciosamente,  eligieron  las  habitaciones  que 
habian  de  ocupar,  muy  satisfechas  las  chicas  de  tener  cada  una  su  departamento 
para  sí,  con  su  salón,  su  gabinete,  su  alcoba,  su  ropero,  su  tocador,  como  si  cada 
una  tuviese  una  casa  entera. 

No  se  cansaban  de  admirar  aquella  serie  de  salones  seguidos,  que  daba  á la 
casa  semejanza  con  un  palacio  real,  aquella  elevación  de  techos,  aquellas  alias 
rejas,  aquella  grandiosidad  del  edificio  todo,  y sentian  no  haber  venido  antes  á 
ocupar  una  residencia  que  era  la  única  propia  de  su  gloriosa  estirpe.  En  Ma- 
drid, ¿quién  reparaba  en  doña  Francisca  y sus  hijas?  Nadie,  y nadie  sospechaba 
seguramente,  cuando  las  veía  salir  de  misa  de  doce  de  San  José,  que  aquellas  tres 
mujeres,  modestamente  vestidas,  eran  casi  casi  unas  señoras  feudales,  dueñas  de 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


un  palacio  almenado,  en  el  que  acaso  almorzó  el  Cid  y merendó  Isabel  la  Católica. 

Don  Serafín  sentía  la  mayor  alegría  viendo  á su  mujer  y sus  hijas  tan  entu- 
siasmadas con  la  nueva  casa.  Había  creído  que  les  seria  duro  renunciar  á la  vida 
de  Madrid,  y no  había  contado  con  la  vanidad  de  la  excelente  esposa  y las  inex- 
pertas muchachas,  que,  en  viéndose  en  Yillasanta,  en  aquel  palacio  antiguo,  die- 
ron en  creer  que  eran  principalísimas  personas  é imaginaron  que  les  esperaba  lar- 
ga serie  de  triunfos  y satisfacciones  para  su  amor  propio. 

Distribuyéronse  las  habitaciones,  se  colocaron  los  muebles  y se  advirtió  que, 
después  de  colocados  todos,  la  casa  parecía  desalquilada,  como  que  en  solo  dos  sa- 
lones cabían  holgadamente  los  que  habían  llevado  de  su  piso  tercero  de  la  calle 
de  la  Salud.  Esta  fue  la  primera  contrariedad;  pero  todo  se  arreglaba  comprando 
otros  muebles.  Precisamente  en  la  plaza  tenia  una  tienda  de  ellos,  muy  bien  sur- 
t ida , el  señor  Lorenzo,  un  hombre  muy  vividor,  que  fuá  famoso  contrabandista 
hasta  que  un  «lia  le  pegaron  un  tiro  los  carabineros,  y de  resultas  quedó  con  una 
pierna  mas  corta  que  la  otra,  y después  de  curado,  no  quiso  volver  á meterse  en 
aventuras,  vino  á Madrid,  compró  muebles  y estableció  en  Yillasanta  un  comer- 
cio que  era  antes  desconocido.  Convínose,  pues,  que  el  dia  siguiente  se  llamaría 
al  señor  Lorenzo,  y con  él  se  ajustaría  la  adquisición  de  lo  que  faltaba  para  deco- 
rar la  casa. 

Pero  no  fué  esta,  en  verdad,  la  primera  contrariedad:  fué  la  segunda.  La  pri- 
mera la  proporcionaron  á la  estimable  familia  las  dos  domésticas  que  don  Serafín 
había  dejado  ajustadas.  Entre  las  dos  habían  aderezado  y compuesto  la  comida,  y 
muy  ufanas  la  presentaron  en  la  mesa,  esperando  que  los  amos  quedarían  asom- 
brados de  tanta  habilidad,  y de  seguro  confesarían  no  haber  comido  jamás  tan  ri- 
camente como  el  primer  dia  de  su  estancia  en  Yillasanta. 

Sin  embargo,  doña  Francisca,  que  tenia  sus  pretensiones  de  entender  en  todo 
lo  concerniente  al  arte  culinario,  y don  Serafín  y las  chicas  y el  chico,  encontra- 
ron la  comida  detestable,  y náuseas  sintió  doña  Francisca  solo  de  ver  el  lomo 
frito,  nadando  en  aceite,  que  por  el  color,  parecía  del  velón,  y las  perdices  olien- 
do á putrefactas. 

La  dueña  de  la  casa  se  permitió  alguna  observación  acerca  del  extraño  condi- 
mento de  aquellos  manjares,  ofendiendo  la  susceptibilidad  de  las  dos  maritornes, 
que  echaron  un  hocico  de  media  vara,  y una  de  ellas  se  atrevió  á decir: 

— Pues  señora,  como  en  Yillasanta  se  come  no  se  come  en  parte  ninguna,  y 
lo  i[ue  hoy  les  hemos  puesto  á ustedes  lo  come  aquí  hasta  el  rey. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


53 

— ¡Qué!  ¿Está  aquí  el  rey? — preguntó  doña  Francisca. 

— Es  un  dicir,  señora,  y mire  usted,  que,  no  porque  yo  lo  diga,  pero  aquí  he 
guisado  yo  á las  señoras  ¡rrcncipales  y ninguna  lia  tenido  que  decir  ni  tanto  así, 
v todas  las  presonas,  que  han  comido  mis  guisos,  se  han  relamido  de  gusto,  sin 
agraviar  á ustedes. 

Ya  iba  á contestar  doña  Francisca,  pero  don  Serafín  cortó  la  cuestión  discreta- 
mente, manifestando  que  en  cada  localidad  hay  sus  usos  y costumbres  y que  toda 
la  comida  era,  en  efecto,  superior,  pero  estando  él  y su  familia  acostumbrados  á otra 
cosa,  no  les  gustaba  lo  que  les  habían  ofrecido  las  excelentes  cocineras.  Fácil  era 
el  remedio;  él,  su  mujer  y sus  hijos  irían  acostumbrándose  á los  guisos  de  Villa- 
santa,  y las  criadas  aprenderían  á hacer  los  que  les  enseñaría  en  algunas  lecciones 
la  inteligente  doña  Francisca.  De  esta  suerte,  se  adoptaría  lo  mas  selecto  de  la 
cocina  madrileña  y de  la  cocina  de  Villasanta,  y el  resultado  seria  que  en  ningu- 
na parte  del  mundo  se  comería  mejor,  y las  dos  criadas  vendrían  á ser  las  mas 
perfectas  cocineras  de  la  ciudad  y de  la  provincia. 

Todas  las  familias  principales  enviaron  á preguntar  si  liabian  llegado  buenos 
don  Serafín  v familia,  y todas  anunciaron  su  visita  para  el  dia  siguiente,  porque, 
habiendo  llegado  tarde  los  forasteros,  no  les  quedaba  en  el  primer  dia  tiempo  mas 
(|ue  para  descansar,  y toda  visita  de  cumplido  hubiera  sido  importuna,  por  donde 
se  persuadió  la  honesta  familia  de  que  la  gente  de  Villasanta  era  muy  discreta  y 
considerada. 

Llegó  la  noche,  y entonces  advirtieron  doña  Francisca  y todos  que  para  alum- 
brar aquellas  habitaciones  no  bastaba  un  par  de  quinqués  de  petróleo.  Era  preci- 
so colocar  buen  número  de  luces,  en  salones  y galerías,  á no  ser  que,  al  oscure- 
cer, se  cerrase  la  puerta  de  la  casa,  y toda  la  familia  se  reuniera  en  una  sola  ha- 
bitación. Este  era  un  gasto  que  no  había  previsto  don  Serafín,  pero  absolutamente 
necesario,  pues  de  otra  manera  el  antiguo  palacio  ofrecería  un  siniestro  y medroso 
aspecto,  en  llegando  la  noche. 

De  este  y otros  detalles  se  trataría  en  los  siguientes  dias;  todo  no  había  de  ha- 
cerse en  los  primeros  momentos. 

Era  tarde  y convenia  reposar. 

Cada  una  de  las  niñas  tomó  una  vela,  otra  tomó  el  estudiante,  y doña  Fran- 
cisca y don  Serafín  se  arreglaron  una  lamparilla,  que  ardiera  toda  la  noche  en  la 
sala  inmediata  á la  alcoba  que  habían  elegido  para  los  dos,  porque  es  de  saber  que 
don  Serafín  y doña  Francisca  dormían  juntos,  juntos  en  el  mismo  lecho. 

TOMO  I.  7 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


54 

La  alcoba,  era  bastante  grande,  pero  la  sala  donde  estaba  la  alcoba,  era  gran- 
dísima, era  una  sala  por  la  que,  decia  doña  Francisca,  podian  correr  caballos. 

— ¿Sabes,  hijo,  que  da  miedo  esta  casa?... — dijo  á su  marido. 

— Te  parece  porque  no  estás  acostumbrada  á dormir  en  habitaciones  tan  gran- 
des. pero  es  mas  sano  que  dormir  en  aquellas  alcobas  de  Madrid,  donde  jamás  en- 
tra el  aire. 

Doña  Francisca  puso  la  lamparilla  sobre  una  mesa  cerca  de  la  puerta  de  la  al- 
coba. 

— ¿Cerraremos. — preguntó, — la  puerta  de  la  alcoba?... 

— Como  quieras. 

Cerró  la  puerta,  que  era  de  cristales,  es  decir,  de  vidrios  desiguales,  cada  uno 
de  su  tamaño  y de  su  color. 

— ¿Sabes.  Seraíin, — añadió, — que  esta  casa  está  muy  mal  de  cerraduras  y lla- 
ves?... Mañana  tienes  que  llamar  al  cerrajero. 

— Ya  te  1 1 c dicho  que  en  Yillasanta  no  hay  cuidado.  No  se  sabe  aquí  lo  que  es 
un  robo. 

— Rezaremos  y á dormir. 

No  baldan  terminado  el  primer  Padre  nuestro  cuando  oyeron  aullidos  lasti- 
meros. 

— ¡Seraíin! — exclamó  doña  Francisca, — ¿oyes  esos  aullidos? 

— Sí,  mujer. 

— Alguien  se  va  á morir. 

— Todos. 

— ¿Cómo  todos?... 

— Claro,  todos  nos  vamos  á morir,  unos  antes  y otros  después.  Padre  nuestro 
que  estás  en  los  cielos 

A los  aullidos  del  mastín  se  unieron  los  rebuznos  de  un  jumento  alborotador, 
pero  unos  rebuznos  tristes,  angustiosos,  prolongados,  que  sonaban  como  eco  fatí- 
dico y siniestro,  en  medio  del  silencio  de  la  noche. 

— Serafín,  ¡por  Dios!... — murmuró  doña  Francisca  alarmada. 

— No  hagas  caso.  Es  un  burro. 

— ¡Jesús!  tengo  un  miedo. 

— ¡Vaya!  ¡vaya!  no  seas  niña.  A dormir. 

Algunos  veinte  minutos  estuvieron  los  esposos  tranquilos,  don  Serafín  casi 
dormido,  y doña  Francisca  con  los  ojos  muy  abiertos.  Pero  de  pronto,  despertóse 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


.).) 

el  jubilado,  á quien  su  mujer  acababa  de  llamar,  diciéndole  al  oido  con  angustio- 
so acento: 

— Serafín,  por  María  Santísima,  despierta. 

— ¿Qué  es  eso?... — preguntó  sobresaltado. 

— En  la  sala  hay  gente,  Serafín.  ¡La  Virgen  nos  favorezca! 

— ¿Qué  lia  de  haber?... 

Y no  terminó  la  frase  don  Serafín,  porque,  efectivamente,  en  el  mismo  ins- 
tante sonó  un  golpe  en  los  cristales  de  la  puerta. 

— ¡ Caracoles ! — dij  o . 

— ¡Ay!  Serafín,  aquí  nos  degüellan  á todos  esta  noche. 

— Será...  el  viento, — murmuró  el  jubilado,  mas  muerto  que  vivo. 

— ¿Serán  los  espíritus?...  Puede  que  tenga  razón  don  Mateo,  que  tanto  se  en- 
fadaba porque  tú  no  creias  en  los  espíritus. 

Otro  golpe  en  los  cristales. 

— ¡Por  Dios,  Serafín!  levántate. 

— ¿Para  qué?... 

— Para...  ¡Jesús,  María  y José!...  Yo  estoy  temblando... 

— Voy,  voy  á levantarme...  Del  te  ser  el  viento. 

Otro  golpe  en  los  cristales. 

— No,  ¡por  Dios!  no  te  levantes, — murmuró  doña  Francisca, — yo  no  me  que- 
do aquí  sola. 

Doña  Francisca,  en  medio  del  terror  que  la  embargaba,  tuvo  una  gran  idea. 
Ahuecando  la  voz,  preguntó  á su  marido: 

— ¿Has  cogido  las  pistolas?... 

— ¿Qué  pistolas?... 

— ¡Por  María  Santísima! — dijo  doña  Francisca  al  oido  del  jubilado, — ¡silo 
digo  para  asustar  á los  ladrones ! 

— ¡Ah!...  Sí, — exclamó  don  Serafín  alzando  la  voz. — ¡Al  que  dé  un  paso  le 
abraso ! 

Y al  mismo  tiempo,  se  oyó  caer  algo,  y desapareció  la  ténue  claridad  que 
esparcía  la  lamparilla  en  la  sala.  La  oscuridad  fué  completa. 

— ¡Muertos  somos,  Serafín! 

Y se  abrazó  fuertemente  doña  Francisca  á su  marido. 

Pero  ya  no  se  oyó  ningún  ruido. 

— ¡Han  huido! — dijo  doña  Francisca,  al  cabo  de  diez  minutos. 


56 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


— Me  han  cogido  miedo, — observo  don  Serafín. 

— ¡Dios  mió!  pero  ¿y  las  niñas  y el  chico?...  ¿Qué  será  de  ellos,  si  los  ladro- 
nes van  á aquellas  habitaciones? 

Oyóse  una  detonación  espantosa,  que  á doña  Francisca  le  pareció  como  un  ca- 
ñonazo y luego  gritos  angustiosos  de  ¡Favor!  ¡Socorro!  ¡Papá!...  Los  atribula- 
dos padres  reconocieron  la  voz  de  sus  hijas. 

— ¡Virgen  Santísima!  ¡las  niñas! 

Y la  madre  se  arrojó  de  la  cama,  y,  ya  sin  miedo,  cogiendo  de  sobre  la  mesa 
la  caja  de  fósforos,  salió  á la  sala  y corrió  Inicia  donde  creia  que  estaban  sus  hijas. 

El  amor  maternal  prestaba  en  aquel  momento  singular  energía  á la  medrosa 
mujer.  Para  alumbrarse  encendía  fósforos,  y al  salir  á la  galería,  que  era  preciso 
recorrer  para  llegará  las  habitaciones  de  las  chicas,  vió  con  espanto  allá  en  el  otro 
extremo  de  la  galería  surgir  otra  luz  que  brilló  un  momento,  y luego  todo  quedó 
en  tinieblas,  porque  á doña  Francisca  se  le  apagó  el  fósforo  y se  le  cayó  la  cajilla. 

— ¡Francisca!  ¡Francisca! — gritaba  don  Serafín,  que  halda  querido  seguirá 
su  mujer,  y á oscuras  no  sabia  por  donde  iba,  y en  vez  de  dirigirse  al  interior  de 
la  casa,  se  dirigía  á una  de  las  enormes  ventanas  del  salón. 

Doña  Francisca  que  halda  cobrado  ánimo,  oyendo  la  voz  de  su  marido,  gritó 
también: 

— ¡Serafín ! ¡ Favor ! ¡ Que  nos  matan ! . . . 

Y luego,  los  esposos,  las  chicas  y el  futuro  diputado,  gritaron  con  voces  de 
alarma  y angustia. 

Y no  se  atrevian  á moverse. 

A los  gritos  de  la  familia  atribulada  contestaron  con  desaforados  ladridos  los 
perros  de  los  corrales  inmediatos. 

Y en  el  punto  mismo  sonaron  fuertes  aldabonazos  en  la  puerta  de  la  casa  feu- 
dal, aldabonazos  que  el  eco  repetía  lúgubremente. 

— Esto  es  horrible. — pensaba  don  Serafín,  que,  por  mas  vueltas  que  daba,  no 
daba  con  la  puerta  de  salida  de  la  sala,  y volvía  siempre  á la  ventana,  cuyas  enor- 
mes puertas  de  madera  tallada  pudo  abrir. 

La  noche  estaba  como  boca  de  lobo. 

Pegó  el  rostro  á los  vidrios,  miró  profundamente,  y no  vió  nada,  pero  oyó  que 
hablaban  en  la  calle. 

No  podía  entender  lo  que  hablaban,  porque  los  ladridos  y las  voces  le  impe- 
dían oir. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


Sonaron  mas  aldabonazos,  y silbidos  prolongados,  <|iie  debian  ser  señales  de 
los  facinerosos  que  estaban,  sin  duda,  dentro  y fuera  de  la  casa. 

Y don  Serafín  vio  en  la  oscuridad  brillar  algunas  luces  que  iban  y venian, 
pero  no  se  alejaban  de  frente  de  su  palacio. 

Una  idea  luminosa  le  ocurrió. 

En  Villasanta  liabia  serenos;  las  luces  que  veía  eran  las  de  los  farolillos  de  los 
serenos. 

Y abrió  las  puertas  de  cristales  de  la  alta  reja,  y asiéndose  á los  hierros,  ex- 
clamó: 

— ¡Amigos!... 

— ¿Quién  va? — gritó  un  sereno,  viendo  aquella  figura  blanca  en  la  reja,  y 
como  si  temiera  que  por  entre  los  hierros  iba  á lanzarse  á la  calle. 

— ¿Son  ustedes  serenos?... — preguntó  el  aturdido  don  Serafín  á los  tres  de  los 
farolillos. 

— Pá  servir  á Dios  y á as  tez, — dijo  uno  de  ellos. — ¿Qué  les  pasa  á ustedes?... 

— No  sé,  buen  hombre,  pero  no  se  vayan  ustedes.  Debe  haber  gente  estrada 
en  la  casa. 

— Hemos  oido  un  tiro  y voces. 

— V yo  no  sé  qué  ha  sido  de  mi  mujer  y mis  hijas  y mi  hijo.  Todos  acaso  han 
muerto.  Ya  no  se  oye  nada. 

— ¿Quiere  usted  que  avisemos  al  señor  juez?.. — preguntó  otro  de  los  serenos. 

— ¿Y  ai  capitán  de  la  guardia? — añadió  otro. 

Don  Serafín,  en  esto,  oyó  la  voz  de  su  mujer  que  le  llamaba  desde  dentro, 
y se  apartó  de  la  reja,  á tiempo  que  ya  doña  Francisca,  habiendo  encontrado  al 
fin  la  caja  de  fósforos  que  se  le  cayó  de  la  mano,  entraba  en  la  sala,  toda  tem- 
blando de  miedo. 

Una  y otro  cobraron  ánimo,  al  encontrarse;  don  Serafín  tomó  la  caja  de  fós- 
foros, encendió  dos  velas,  dió  una  á su  mujer,  y llevando  él  la  otra  en  la  sinies- 
tra mano,  y en  la  derecha  un  bastón  que  liabia  sido  de  estoque  y va  era  solo  una 
caña  hueca,  emprendieron  el  registro  de  la  casa  para  averiguar  la  horrible  rea- 
lidad. 

Salieron  á la  galería,  y llegaron  á las  habitaciones  que  ocupaban  las  chicas: 
la  puerta  estaba  cerrada,  llamaron  y nadie  contestaba. 

Doña  Francisca  temblaba,  y no  se  abrevia  á preguntar  á su  marido. 

— ¡Luisa! — exclamó  don  Serafín. — ¿Estáis  ahí?...  ¿os  han  robado?...  ¿os  lian 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


muerto?...  ¡Abrid,  si  podéis!...  somos  nosotros...  vuestros  amantísimos  padres... 

Y al  otro  lado  de  la  puerta  se  oyó  ruido  como  de  mover  muebles,  como  si  ca- 
yeran sillas  al  suelo. 

— ¡María  Santísima! — exclamó  don  Serafín, — ¿quién  está  ahí  dentro?... 

— ¡Dios  mió! — murmuraba  doña  Francisca, — ¡esto  es  horrible! 

Y cuando  eran  ambos  presa  de  una  emoción  que  no  puede  esplicarse,  delante 
de  aquella  puerta  cerrada,  otra  impresión  mas  violenta  vino  á llenarles  de  espanto. 

Su  hijo,  el  futuro  diputado  ministerial  por  '\  illasanta,  porque  don  Serafín 
qneria  que  su  hijo  siempre  fuera  ministerial,  en  siendo  diputado,  venia  de  allá 
dentro  huyendo  como  si  le  persiguieran,  y traia  heridas  en  el  rostro,  heridas  le- 
ves pues  consistían  en  profundos  arañazos,  pero  (pie  asustaron  grandemente  á los 
atribulados  padres,  al  notar  con  horror  la  sangre  que  le  brotaban. 

— ¡Jesús!  ¡yo-  muero! — exclamó  doña  Francisca,  ni  mas  ni  menos  que  una 
dama  de  comedia. 

Ovóse  un  portazo,  y correr  cerrojos  y dar  vuelta  á una  llave. 

Don  Serafín  pidió  explicaciones  al  muchacho  que  dió  la  siguiente: 

— Oyendo  ruido  me  levanté  y salí  del  cuarto  con  luz,  y en  esa  galería  vi  allá 
al  otro  extremo  otra  luz;  la  mia  se  me  cayó,  la  otra  se  apagó  también,  y querien- 
do, en  la  oscuridad,  volver  á mi  cuarto,  me  entré  no  sé  donde  y...  los  gatos  me 
han  puesto  como  están  ustedes  viendo. 

— ¿Los  gatos? — preguntó  con  estrañeza  doña  Francisca. 

— Sí,  señora,  los  gatos  han  armado  esta  noche  un  estruendo  atroz. 

— ¡Y  han  disparado  un  tiro! — añadió  don  Serafín. 

Abrióse  la  puerta  de  la  habitación  de  las  muchachas,  y aparecieron  estas  en- 
vueltas en  los  cobertores  de  sus  lechos.  Habian  oido  el  ruido,  habian  dado  voces,  y 
como  nadie  acudiera,  se  les  ocurrió  fortificar  la  entrada,  poniendo  delante  de  la 
puerta  un  sofá,  una  mesa,  sillas,  y hasta  los  colchones. 

Todos,  menos  el  futuro  legislador,  dirigiéronse  al  salón  principal  á esperar 
allí  reunidos,  que  acabase  de  amanecer.  El  muchacho  se  encerró  en  su  cuarto,  sin 
permitir  que  su  madre  le  rociara  con  árnica  la  cara,  que  tan  mal  tratada  liabia 
sido  por  los  gatos,  bien  que  doña  Francisca  creyó,  luego  que  se  hubo  tranquili- 
zado, que  los  arañazos  que  ostentaba  su  hijo  mas  parecian  de  gatas  (pie  de  gatos. 

Reunidos  en  el  salón  el  matrimonio  y las  dos  chicas,  y puestas  las  velas  en 
los  candeleras,  doña  Francisca  lanzó  un  chillido  que  puso  en  punta  los  escasos 
pelos  de  su  esposo. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


— ¡Mirad!  ¡Mirad! — exclamó  con  espanto,  señalando  al  techo. 

Miraron  las  chicas  y chillaron  también,  como  la  madre;  miró  don  Seraíin,  y 
quedó  estupefacto . 

Revoloteaban  por  el  salón,  tropezando  en  las  molduras  del  antiguo  y casi  des- 
truido artesonado,  unos  pajarracos,  que  doña  Francisca  creía  buitres  carnívoros 
ó terribles  águilas. 

— ¡Válgame  San  Caralampio! — exclamó  don  Serafín, — esta  casa  es  una  gan- 
ga. No  os  asustéis,  por  Dios. — Y con  el  bastón,  que  aun  conservaba  en  la  mano, 
comenzó  á dar  golpes  al  aire,  con  lo  cual  los  murciélagos,  que  murciélagos  eran 
alevosos,  huyeron  asustados  y se  guarecieron  en  el  techo,  mientras  el  jubilado  se 
cansaba  de  sacudir  una  gran  paliza  á la  atmósfera,  hasta  rendirse  el  brazo. 

Las  mujeres  no  esperaron  allí  el  resultado  del  procedimiento  que  empleaba  el 
jefe  de  la  familia,  y se  encerraron  en  la  alcoba. 

Poco  después  vino  la  clara  luz  del  dia:  don  Serafín  soltó  el  palo,  abrió  las  ven- 
tanas, y cayó  rendido  en  un  sillón,  rodeándole  luego  toda  la  familia. 

Y no  tardó  mucho  en  saberse  que  los  golpes  y carreras  que  habían  oido  las 
chicas  debían  atribuirse  á los  gatos  que  entraban  en  un  palomar,  situado  encima 
de  sus  habitaciones;  que  el  tiro  le  disparó  un  vecino  á un  gato  enorme  que  se  le 
había  entrado  en  el  gallinero,  inmediato  al  corral  del  palacio  de  don  Serafín,  y 
que  los  que  daban  golpes  en  los  cristales  de  la  puerta  de  la  alcoba  del  matrimo- 
nio, y apagaron  la  lamparilla  de  la  sala,  no  eran  trasgos  ni  fantasmas,  sino  sen- 
cillamente los  dos  murciélagos  que  anidaban  en  la  techumbre  del  vasto  salón  de 
honor  de  la  mansión  solariega  de  los  Rueños. 

Lo  (pie  no  se  justificó  tan  aína  fue  el  origen  del  mapa-mundi  que  hicieron 
los  gatos  en  la  cara  al  espigado  hijo  de  doña  Francisca.  Esta,  que  algo  adivinó 
con  su  maternal  instinto,  creyó  prudente  no  hablar  del  suceso,  y las  dos  criadas, 
que  sabían  algo  mas  que  doña  Francisca,  se  callaron  también,  como  unas  pru- 
dentísimas mujeres  que  eran. 


"V 


TIPOS  DE  VILLAS  ANTA 

En  todas  las  casas  de  '\  illasanta  no  se  habló  de  otra  cosa  que  del  alboroto  ha- 
bido en  la  casa  de  don  Serafín  aquella  noche,  y el  suceso  se  aumentó  y exageró  de 


60 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


tal  manera,  que  todo  el  mundo  entró  en  gran  curiosidad,  estimulada  por  los  que 
daban  la  noticia,  asegurando  que  en  una  de  las  rejas  se  habia  visto  á un  hombre 
desnudo,  á quien  zurraban  otros,  que  hacia  el  interior  de  la  casa  hahian  inter- 
rumpido el  silencio  de  la  noche  terribles  alaridos  como  de  brujas,  y otros  dislates 
por  el  estilo. 

El  primero  que  se  presentó  á las  cinco  y media  fué  el  juez  municipal,  que  su- 
plía al  de  primera  instancia,  ausente  á la  sazón. 

Por  los  serenos  y por  la  voz  pública  habia  sabido  que  algo  extraordinario  ocur- 
ría en  la  casa  del  nuevo  respetable  vecino  de  Villasanta,  y acudía,  como  amigo  y 
como  autoridad  á enterarse  del  suceso. 

Doña  Francisca  le  contó  lo  ocurrido,  que  todo  era  muy  natural,  excepto  los 
arañazos  de  los  gatos  á su  hijo,  y el  juez  se  tranquilizó,  bien  que  advirtió  en  don 
Serafín,  la  mujer  y las  chicas,  cierto  azoramiento  y cierta  inquietud,  que  le  cho- 
caron infinitamente,  porque  no  comprendía  que  en  población  tan  pacífica  y tran- 
quila como  Villasanta,  pudiera  nadie  estar  azorado  ni  inquieto. 

La  aristocracia  de  la  ciudad  visitó  á la  familia  del  jubilado  el  dia  siguiente  al 
de  su  llegada.  Allí  no  se  llamaba  aristócrata  solamente  á la  familia  que  se  ufana- 
ba con  un  título,  ó rótulo  de  Castilla,  mas  ó menos  ignorado,  sino  toda  familia 
que  gozaba  buena  posición,  aunque  fuera  de  origen  oscuro,  ó hubiese  logrado  la 
fortuna  por  medios  poco  lucidos,  en  puridad.  Así  llamaban  familia  aristocrática  á 
la  de  un  don  Policarpo  Garabato,  cuyo  abuelo  era  fama  que  habia  salido  al  camino  á 
desba lijar  á los  pasajeros,  viéndose  en  grave  peligro  de  que  le  apretaran  el  pes- 
cuezo, de  lo  que  pudo  librarse,  merced  á algún  talego  de  onzas  bien  repartido; 
pero  si  el  abuelo  fué  un  salteador,  en  cambio  el  nieto  es  una  persona  bien  mira- 
da, que  ni  sale  al  camino,  ni  tuvo  nunca  que  ver  con  la  justicia,  á no  ser  para 
que  esta  le  ayudase  á cobrar  cantidades  que  él  antes  habia  prestado  á labradores  y 
traginantes,  con  el  módico  interés  de  un  setenta  ú ochenta  por  ciento,  medio  mas 
cómodo  y mas  expedito  de  hacer  dinero  que  el  que  empleó  con  éxito  el  abuelo. 
Y muchísimo  mas  dinero  hubiera  hecho  seguramente  el  bueno  de  don  Policarpo, 
sino  hubiese  habido  en  la  ciudad  muchos  otros  sugetos  dedicados  al  mismo  tráfi- 
co, es  decir,  á la  usura,  pero  á la  usura  en  gran  escala,  que  es  una  especie  de 
pulpo  que,  en  apoderándose  de  un  infeliz,  le  aprieta,  hasta  estrujarle.  Pero  nin- 
guno tan  experto  como  el  nieto  del  salteador  para  dejar  sin  una  peseta  al  labra- 
dor que  acudía  á su  munificencia  en  año  de  mala  cosecha.  Remediábale,  por  de 
pronto,  pero  las  escrituras  de  depósito,  los  pactos  de  retro,  pactos  con  el  demonio, 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


61 


ijue  dijo  el  inolvidable  Ayala,  llevaban  al  incauto  á los  tribunales  y á la  miseria, 
á poco  (|ue  se  descuidara,  quedándose  don  Policarpo  tan  tranquilo,  y haciéndose 
de  las  mejores  fincas  del  término,  amontonando  onzas  en  sus  arcas  para  seguir  so- 
corriendo de  la  misma  suerte  á los  necesitados. 

Este  bienhechor,  con  su  mujer  y sus  dos  hijas,  que  parecian  mas  viejas  que 
su  madre,  fué  el  primero  que  se  presentó  á visitar  á la  familia  recien  llegada  y á 
ofrecerle  sus  servicios  en  todo  y para  todo,  frase  que  le  repitió  cincuenta  veces  el 
don  Policarpo  v otras  tantas  la  prestamista,  que  no  hablaba  mas  que  para  repetir 
lo  que  decia  su  marido,  con  lo  que  bien  puede  figurarse  el  lector  discreto  lo  ame- 
na que  seria  una  conversación  con  el  marido  cuando  estaba  presente  la  mujer. 

Estando  todavía  de  visita  la  familia  de  don  Policarpo,  entró  aparatosamente  el 
marqués  de  Casa  Gómez,  con  sus  tres  hijas.  Este  marqués  era  un  hombre  largo, 
derecho,  correcto,  que  no  movia  el  cuello,  que  hablaba  pausadamente  y con  gran 
afectación,  grandemente  versado  en  materias  diplomáticas,  y que  siempre  tenia 
la  vista  fija  en  Rusia  y en  Inglaterra,  augurando  siempre  los  sucesos  políticos, 
luego  que  se  habian  realizado.  Por  ejemplo,  cuando  estalló  la  guerra  entre  Fran- 
cia y Prusia,  el  marqués  de  Casa  Gómez  dijo  en  el  casino  que  ya  había  él  pro- 
nosticado que  la  guerra  era  inevitable,  y cuando  se  recibía  la  noticia  de  las  derro- 
tas sufridas  por  el  ejército  francés,  siempre  afirmaba  que,  siguiendo  en  su  casa,  en 
el  mapa,  la  marcha  de  los  ejércitos,  había  visto  claramente  que  los  franceses  iban 
á llevar  una  zurra  tremenda.  Era  un  tipo  ridículo,  y el  cacique  mas  odioso  de 
cuantos  hubo,  hay  y habrá  en  esta  tierra  de  España.  Era  el  marqués  quien  indi- 
caba los  nombres  de  los  concejales,  el  que  señalaba  quienes  habian  de  ser  los  di- 
putados provinciales,  el  que  repartía  como  pan  bendito  los  nombramientos  de  vo- 
cales de  las  juntas  de  Instrucción  pública,  de  Beneficencia,  de  Sanidad,  de  Monu- 
mentos históricos,  de  Pósitos,  de  todo,  en  fin,  y en  las  elecciones  de  diputados  y 
de  senadores,  se  excedía  á sí  mismo  preparando  el  terreno  al  candidato  amigo  y 
minándosele  al  contrario,  dándose  tal  traza  que,  aunque  cambiase  la  situación  po- 
lítica, la  suya  no  cambiaba,  de  suerte  que  su  influencia  prevalecía  lo  mismo  en 
tiempo  de  los  moderados  que  cuando  los  progresistas  gobernaban,  ó cuando  la 
revolución  triunfante  todo  lo  echaba  patas  arriba. 

Los  que  le  habian  visto  entusiasta  de  los  suaves  procedimientos  del  insigne 
general  Narvaez  para  reprimir  sediciones,  viéronle  luego  esparterista  decidido  y 
jefe  de  la  milicia  nacional  de  Villasanta,  y aun  volvió  después  á ser  moderado 
por  los  años  1867  y 68  hasta  la  revolución  de  Setiembre,  que  fué  Presidente  del 

TOMO  I.  8 


02 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


comité  revolucionario  y de  la  Junta  de  armamento  y defensa,  y mas  tarde  en  1873, 
no  le  impidió  su  título  de  Castilla  ponderar  en  el  casino  las  excelencias  de  la  Re- 
pública, cuyo  advenimiento  dijo  haber  pronosticado  muchos  años  hacia.  á si  al- 
guna vez,  el  cura  de  Santa  Coleta,  que  es  el  único  á quien  permite  el  marqués 
ciertas  libertades,  le  reprocha  sus  cambios  de  postura  y de  principios  políticos,  el 
estirado,  almidonado  y estrambótico  personaje  le  contesta  invariablemente: — 
«Padre,  usted  es  un  santo,  pero  no  salte  lo  (pie  es  la  diplomacia.»  ú lo  cierto  es 
que  el  sistema  de  Casa-Gomez  es  sumamente  útil  para  él;  de  esta  suerte  ha  logra- 
do en  los  ministerios  que  se  le  reconozcan  créditos  de  legitimidad  problemática, 
ha  colocado  á sus  dos  hijos,  y los  senadores  y diputados  de  la  provincia  se  le  mues- 
tran propicios  á apoyar  siempre  sus  reclamaciones,  y en  verdad  que  no  son  pocas, 
y de  tal  naturaleza  (pie  hasta  en  compensación  de  gastos  hechos,  según  él,  por 
sus  antepasados  en  tiempo  de  Carlos  1,  ha  sacado  sumas  de  consideración. 

Un  diplomático  de  su  estatura,  seis  pies  y algunas  pulgadas,  no  podia  menos 
de  adornar  su  pecho  con  las  mas  estimadas  condecoraciones,  y así  en  toda  proce- 
sión. fiesta  oficial  y apertura  del  instituto  ó de  alguna  escuela,  se  presenta  el 
hombre  con  la  banda  de  Isabel  la  Católica,  la  cruz  sencilla  de  Cárlos  III,  la  del 
Mérito  militar,  la  del  Naval,  y la  de  Cristo  de  Portugal,  y su  mas  profunda  pre- 
ocupación es  cómo  podrá  alcanzar  una  condecoración,  por  lo  menos,  de  cada  una 
de  las  naciones  que  componen  este  picaro  mundo.  Seria  feliz  si  pudiera  colgarse 
un  colmillo  de  elefante. 

Las  hijas  del  marqués  son  el  principal  ornamento  de  Yillasanta.  Una  toca  el 
piano,  otra  canta  en  italiano,  en  español,  en  caló  y en  latín,  bien  que  esta  lengua 
muerta  solo  la  usa  en  las  funciones  de  iglesia,  y la,  tercera  despunta  por  la  litera- 
tura. habiendo  perpetrado  ya  algunos  sonetos  con  alevosía  y ensañamiento,  contra 
su  padre,  en  los  dias  de  este,  contra  algunos  santos,  en  los  dias  de  la  respectiva 
fiesta,  y contra  todo  lo  divino  y lo  humano.  El  padre  tiene  el  proyecto  de  pedir  á 
los  senadores  y diputados  de  la  provincia  que  soliciten  de  las  cortes  una  ley  conce- 
diendo una  pensión  nacional  á la  poetisa,  y disponiendo  la  impresión  de  los  sone- 
tos por  cuenta  del  estado.  Y es  capaz  de  conseguirlo.  Las  tres  chicas,  que  no  son 
chicas  porque  la  menor  tiene  veintitrés  años,  son  muy  elegantes,  se  visten  en  Pa- 
rís, es  decir  que  de  París  les  traen  todo  lo  que  constituye  su  ajuar,  v miran  con 
desdén  á las  demás  que  no  se  visten  tan  lejos,  y por  consiguiente,  no  son  tan  ele- 
gantes. También  les  envían  de  París  las  composiciones  químicas  con  que  se  blan- 
quean la  piel,  que,  á las  veces,  cuando  entran  en  el  baile  del  casino,  parece  pro- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


63 

piamente  que  vienen  de  un  molino  harinero.  Las  tres  lian  estado  á punió  de  ca- 
sarse pero  no  se  han  casado.  Una  quedó  con  la  ropa  hecha;  otra  se  libró  providen- 
cialmente de  una  gran  desventura,  sabiendo  á tiempo  que  su  prometido,  un  ame- 
ricano, estaba  casado  con  una  mejicana  pobre,  que  la  liabia  dejado  en  Méjico 
hacia  seis  años,  diciéndole  que  volvería,  y no  volvió,  y la  tercera,  la  poetisa,  te- 
nia concertado  escaparse  con  un  sobrino  de  don  Policarpo,  y no  se  escapó,  gracias 
á que,  entendiendo  la  trama  el  padre  del  raptor,  arrimó  á este  una  paliza,  y le 
facturó  luego  para  Madrid,  donde  al  fin,  se  escapó  con  él  la  hija  de  su  patrona, 
una  bienhechora  de  la  humanidad  pobre,  pues  admitía  huéspedes  á ocho  reales 
con  principio,  y raro  era  el  que  le  pagaba. 

El  marqués  no  desconfia  de  que  sus  hijas  se  casen  con  grandes  de  España,  ó 
embajadores;  ellas  sí  que  empiezan  á desconfiar. 

Iban  á despedirse  ya  el  prestamista,  su  mujer  é hijas  y el  marqués  y las  su- 
yas, cuando  penetraron  en  el  salón  las  del  Senador,  otras  notabilidades  de  Villa- 
santa,  y ya  no  se  despidieron  las  familias  citadas.  Las  del  marqués  y las  del  Se- 
nador (Q.  E.  P.  D.)  no  corrían  bien,  es  decir  que  no  se  podian  ver  ni  pintadas,  y 
eso  que  todas  estaban  pintadas  siempre.  Las  últimas  presumian  de  mas  elegantes 
que  las  primeras,  porque,  como  be  dicho,  se  surtían  de  trajes  en  Bayona,  adonde 
iban  todos  los  años  un  par  de  dias  durante  la  temporada  de  baños,  que  ellas  toma- 
lian  en  la  capital  de  Guipúzcoa,  donde  las  conocen  todas  las  pupileras,  pues  regu- 
larmente los  quince  dias  que  dura  su  permanencia  en  aquella  ciudad,  habitan  en 
diez  casas  distintas,  y salen  riñendo  con  las  diez  pupileras.  La  viuda  del  Senador 
tiene  una  fama  terrible;  todo  el  mundo  en  Villasanta  le  atribuye  haber  indispues- 
to matrimonios,  desviando  del  camino  recto  y seguro  de  la  dicha  conyugal  á al- 
gunos maridos  buenos  mozos,  y también  la  culpa  de  la  perdición  de  un  capitán 
de  caballería  que,  por  ella,  se  batió  en  duelo  con  un  amigo  y compañero  de  ar- 
mas que,  rompiéndole  de  un  balazo  el  brazo  derecho,  le  dejó  inútil  para  el  ser- 
vicio. 

Las  del  Senador  tienen  tertulia  diaria  con  juego  de  tresillo  á céntimo  el  tanto, 
y de  las  ganancias  se  hace  un  fondo  para  costear  un  dia  de  gira  en  el  Encinar 
cuando  se  lia  reunido  lo  suficiente,  y en  estas  giras  ocurren  siempre  peripecias 
desagradables  que  dan  por  resultado  que  se  rompan  las  relaciones  entre  algunas 
familias,  bien  que  pasado  algún  tiempo,  vuelven  á hacer  las  amistades  para  des- 
hacerlas después.  En  fin,  la  del  Senador,  según  dicen  los  que  la  tratan  con  cierta 
indulgencia,  es  el  demonio,  y sus  cuñadas  le  tienen  dentro  del  cuerpo,  y cortan 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


64 

un  pelo  en  el  aire,  y todas  tres  son  capaces  de  sacar  los  dientes  á un  ahorcado, 
siendo  extremadas  en  cuentos  y enredos,  de  tal  suerte  que  se  las  considera  origen 
de  todas  las  desavenencias  que  existen  en  lo  que  se  llama  la  aristocracia  de  Villa- 
santa. 

Presentóse  luego  el  coronel  Rebenque  y su  mujer  la  polaca,  una  mujer  que 
lleva  siempre  un  perro  en  brazos,  y otro  trincado  con  un  cordon,  y duerme  con 
los  dos,  y tiene  un  cerdo  de  diez  años,  que  va  tras  ella  como  un  faldero,  agrade- 
cido á que  su  ama  le  lia  librado  de  la  suerte  de  los  de  su  clase,  empeñándose  en 
({lie  muera  de  muerte  natural.  El  coronel  se  lia  acostumbrado  á los  gustos  de  su 
mujer,  lia  tomado  afición  ó los  animales,  y su  casa  la  tiene  llena  de  ellos,  y el 
prójimo  que  se  arriesga  á visitar  al  coronel,  corre  peligro  de  que  un  mastín  le 
muerda,  de  que  un  carnero  terrible  le  embista,  de  que  un  gatazo  enorme  le  saque 
los  ojos,  y de  que  un  mono  muy  travieso  le  haga  víctima  de  alguna  travesura, 
quitándole  la  peluca,  si  la  usa,  ó el  sombrero  para  tirárselo  al  pozo. 

Estas  y otras  visitas  entretuvieron  todo  el  dia  á la  familia  de  don  Serafín, 
aturdiendo  á este  y á su  mujer,  contando  la  historia  pública  y privada  de  todas 
las  gentes  de  Yillasanta,  haciendo  galantes  ofrecimientos,  y las  mas  capciosas  pre- 

i 

guntas  y suposiciones  sobre  la  gran  fortuna  de  don  Serafín,  sobre  los  motivos  de 
su  cesantía  y sobre  la  resolución  de  retirarse  á una  ciudad  de  tan  poca  importan- 
cia como  Yillasanta,  cuando  las  dos  hermosas  hijas  del  feliz  matrimonio  serian  en 
Madrid  el  encanto  de  paseos,  teatros  y salones. 

En  resumen,  ni  á don  Serafín,  ni  á doña  Francisca,  ni  á las  chicas  les  gustó 
gran  cosa  el  personal  aristocrático  de  Yillasanta.  ni  la  familia  del  jubilado  tuvo  la 
suerte  de  agradar  á las  personas  que  la  visitaron. 

— Esta  familia  tiene  sombra, — dijo  el  marqués  de  Casa  Gómez. — Desde  que 
conocí  yo  á don  Serafín  pensé,  no  sé  por  qué,  pues  no  tenia  ningún  motivo,  pensé, 
repito,  que  era  un  hombre  misterioso.  Y en  efecto,  en  esa  familia  hay  misterio. 

Bastó  esta  observación  de  un  hombre  tan  perspicaz  como  el  diplomático  para 
que  todo  el  mundo  conviniese  en  que  aquella  familia  no  habria  ido  á Yillasanta 
por  el  sencillo  placer  de  gozar  vida  retirada  y tranquila,  sino  por  algún  poderoso 
motivo  que  la  obligaba  á alejarse  de  la  córte. 

Habian  notado  tanto  el  prestamista  como  el  marqués,  como  la  del  Senador,  que 
don  Serafín  y su  mujer  parecian  inquietos,  fatigados,  algo  distraídos  y preocupa- 
dos, y que  las  chicas  mostraban  cierto  aire  de  indiferencia,  así  como  si  tuvieran 
el  pensamiento  preocupado  con  otras  cosas  que  con  las  que  les  referian  sus  nue- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


(55 


vos  convecinos.  Y en  verdad  toda  aquella  apariencia  de  fatiga  no  tenia  otro  ori- 
gen que  el  insomnio  y las  emociones  de  la  tenebrosa  noche  anterior. 

VI 


LA  CALUMNIA 


Hacia  mas  de  un  mes  que  halda  llegado  á Yillasanta  la  familia  de  Bueno  y 
Malo. 

Un  dia  don  Serafín  quiso  tener  mas  luz  en  una  habitación,  donde,  desde  no  se 
sabe  cuando,  había  una  ventana  tapiada,  y cubierto  el  hueco  por  la  parte  inte- 
rior con  un  amianto.  Don  Serafín,  arrancó  el  amianto,  y comenzó  luego  á abrir 
el  hueco,  quitando  los  ladrillos,  y ¡oh  prodigio!  entre  los  ladrillos  cayeron  al  sue- 
lo monedas  de  oro,  onzas,  medias  onzas,  ochentines,  con  asombro  del  jubilado,  á 
quien  faltó  poco  para  desmayarse  en  aquel  punto,  y por  si  era  ilusión  de  sus  sen- 
tidos, aunque  cogía  y palpaba  las  monedas,  llamó  presuroso  á doña  Francisca, 
que  también  tuvo  que  apoyarse  en  la  pared  para  no  caer  desvanecida  sobre  aquel 
inesperado  tesoro. 

Había  allí  unos  quince  mil  duros  en  monedas  de  oro,  perfectamente  colocadas 
entre  los  dobles  ladrillos  con  que  se  había  cerrado  la  ventana. 

Don  Serafín  y doña  Francisca  sintieron  alegría  ante  aquel  espectáculo,  pero 
una  alegría  penosa,  por  decirlo  así,  no  la  alegría  bienhechora  que  produce  una 
gran  satisfacción  recibida,  sino  una  alegría  mezclada  de  zozobra  y de  inquietud, 
como  si  aquel  dinero  no  fuese  legítimamente  del  dueño  de  la  casa.  Por  la  fecha 
de  las  monedas  aquella  suma  estaba  allí  desde  íines  del  siglo  anterior  y debió  per- 
tenecer á un  ascendiente  de  don  Serafín,  de  quien  este  sabia  que  fué  un  gran 
avaro,  que  murió  solo,  repentinamente,  estando  sus  hijos  ausentes  en  la  córte. 
Era,  pues,  evidente  que  aquel  dinero  no  tenia  otro  dueño  que  don  Serafín. 

Doña  Francisca,  que  era  menos  pusilánime,  trató  en  vano  de  calmar  la  asus- 
tadiza conciencia  de  su  marido,  haciéndole  las  mas  preciosas  reflexiones  á fin  de 
que  no  tuviera  escrúpulo  ninguno  en  recoger  aquella  gloria  de  dinero,  y guar- 
darlo en  la  gaveta,  pero  don  Serafín,  el  pobre  hombre,  no  creyó  poder  tranquili- 
zarse sino  hacia  público  su  hallazgo,  y tomaba  consejo  y oía  el  parecer  de  las 
personas  discretas  y desinteresadas  en  el  asunto.  Y sin  decir  nada  á su  mujer,  el 
dia  siguiente  al  del  hallazgo,  salió,  fué  al  casino,  y tomando  asiento  delante  de 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


66 

la  mesa  en  que  él  y otros  amigos  solían  tomar  café  diariamente,  contó  sencilla- 
mente lo  que  le  halda  ocurrido. 

Los  amigos,  que  eran  el  marqués  de  Casa  Gómez,  el  coronel  Rebenque  y el 
prestamista  don  Poli  carpo,  miráronse,  y miraron  á don  Serafín.  El  don  Policarpo, 
no  pudo  disimular  su  envidia;  el  marqués  de  Casa  Gómez,  exclamo: — ¡Ya  decía 
yo  que  usted  no  venia  á Yillasanta  á humo  de  pajas! — Y el  coronel  Rebenque, 
encarándose  con  don  Serafín,  le  dijo: — Mire  usted,  don  Serafín,  aquí  ya  estamos 
al  cabo  de  la  calle:  nadie  le  dice  á usted  nada,  nadie  le  pide  tampoco,  y nadie  le 
ha  preguntado  cómo  diablos  ha  podido  usted  hacer  ese  capitalazo  que  tiene,  á pe- 
sar de  tener  tres  hijos,  de  haber  vivido  en  Madrid  siempre,  y de  no  haberle  caído 
el  premio  grande  de  la  lotería.  ¿A  (pié  nos  viene  usted  ahora  con  ese  cuento  del 
hallazgo  de  las  monedas  de  oro  entre  los  ladrillos  de  la  ventana?  Para  justificar 
así  su  fortuna,  ¿no  es  verdad? 

Don  Serafín  sintió  (pie  la  sangre  le  suida  á la  garganta  y le  ahogaba. 

— ¿Cree  usted  (pie  miento? — preguntó  al  marido  de  la  polaca,  casi  sin  poder 
articular  las  palabras. 

— ¡Hombre! — repuso  groseramente  Rebenque, — á ningún  hombre  le  gusta 
que  se  le  crea  capaz  de  mamarse  el  dedo,  y usted  nos  toma  por  tontos,  me  parece. 

— Vamos, — dijo  el  marqués  con  tono  conciliador, — la  cosa  no  vale  la  pena  de 
(pie  dos  amigos  como  ustedes  vayan  á reñir.  Don  Serafín  sabe,  sin  duda,  es  claro 
que  lo  sabrá,  que  la  gente  murmura  que  tiene  el  riñon  bien  cubierto,  y (pie  atri- 
buye el  origen  de  su  fortuna... 

— ¿A  qué?... — preguntó  con  ansiedad  el  jubilado. 

— Pues  hombre,  á los  negocios  (pie  lia  hecho  usted  en  su  larga  carrera  de 
empleado. 

— ¡Jesús!  ¿Yo  negocios?... — exclamó  con  espanto  el  bueno  de  don  Serafín. 

— ¡Caracoles! — dijo  Rebenque, — ¿por  ventura  es  usted  el  primero  que  los  ha- 
ce, utilizando  su  posición  oficial?...  Si  eso  ya  no  estraña  á nadie.  Y ha  hecho  us- 
ted  bien,  ¡voto  al  demonio!  haciéndolos  con  tal  habilidad  que  no  se  le  ha  podido 
probar  el  gatuperio. 

Don  Serafín  clavó  los  ojos  en  el  retirado,  y,  cogiendo  de  sobre  la  mesa  el  vaso 
en  que  había  tomado  café  el  prestamista,  lanzóle  al  rostro  de  aquel,  exclamando: 

— ¡Miserable!  ¡Miserable  calumniador! 

Rebenque  se  levantó,  estendió  los  brazos  y cayó  sobre  la  mesa  con  gran  es- 
trépito. El  golpe  le  había  quitado  el  sentido,  y el  cristal  le  liabia  abierto  la  frente. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


07 


Camareros  y socios  del  casino  cogieron  á don  Serafín,  que  intentaba  romper 
otro  vaso  sobre  el  cráneo  del  retirado,  mientras  otros  acudian  á recoger  á eslc. 

El  juez,  que  allí  se  hallaba,  detuvo  á don  Serafín,  el  médico  acudió  al  coro- 
nel, y del  casino  salieron  dos  ó tres  sugetos  á llevar  la  noticia  de  tan  grave  su- 
ceso á todas  partes,  pronunciándose  unánime  la  opinión  contra  don  Serafín. 

El  marqués  de  Casa  Gómez  decia  á todos  los  que  le  hablaban  del  suceso: 

— Yo  tenia  previsto  que  ese  hombre  nos  daria  un  disgusto. 

Habiendo  declarado  el  médico  que  el  coronel  Rebenque  sanaría  de  su  herida, 
el  juez  dejó  en  libertad  á don  Serafín,  mediante  la  obligación  de  no  salir  de  la 
ciudad. 

¿Cómo  había  de  salir  el  infeliz? 

Postrado  cayó  en  el  lecho,  con  todos  los  síntomas  de  congestión  cerebral,  y 
dos  dias  estuvo  el  desgraciado,  sin  cesar  el  delirio  y la  angustia  de  una  penosísi- 
ma agonía. 

En  brazos  de  doña  Francisca,  y al  lado  de  sus  hijos,  espiró  el  sin  ventura,  el 
(pie  había  sido  toda  su  vida  hombre  intachable,  empleado  íntegro  y celoso  y 
amantísimo  padre  de  familia. 

La  calumnia  le  había  elegido  para  su  víctima  y un  soplo  de  la  calumnia  le 
mató. 

Ignorando  lo  que  de  él  se  decia  en  Madrid,  desde  que  doña  Francisca  circuló 
aquellas  malditas  tarjetas,  en  que  la  familia  se  despedía  para  sus  posesiones,  lué 
el  pobre  hombre  á buscar  reposo  en  la  tranquila  ciudad,  aparentemente  tranqui- 
la, y,  en  realidad,  un  infierno  de  odios,  envidias,  rencores  y todo  linaje  de  malas 
pasiones;  y la  calumnia,  que  no  deja  de  perseguir  á sus  víctimas  hasta  destruir- 
las, siguióle  hasta  allí. 

A los  pocos  dias  de  llegar  á Villasanta  la  honrada  familia,  uno  de  los  hijos 
del  marqués  de  ("asa  Gómez  llegó  de  Madrid,  donde  estaba  empleado,  y fué  el 
instrumento  de  que  se  valió  la  calumnia.  Dijo  sencillamente  lo  que  había  oido  á 
personas  de  Madrid  sobre  la  habilidad  burocrática  de  don  Serafín,  y la  maravi- 
llosa maña  que  se  había  dado  para  llenarse  de  dinero,  logrado,  á no  dudar,  ilegí- 
timamente, y de  seguro,  con  grave  daño  del  estado,  y sobre  todo  para  lograrlo 
por  tan  diestro  modo  que  no  había  habido  medio  de  probar  ninguno  de  los  gran- 
des chanchullos  que  habría  hecho  en  su  dilatada  carrera. 

Doña  Francisca  y sus  hijos  no  quisieron  vivir  mas  tiempo  en  aquella  ciudad, 


68 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


v pasados  nueve  dias  después  de  la  muerte  del  desgraciado  don  Serafín,  cerra- 
ron la  casa  y volvieron  á Madrid,  donde  viven,  recordando  siempre  al  (pie,  por 
bueno  y honrado,  mejor  premio  merecía  <pie  el  que  suele  otorgar  el  mundo  á los 
que  tienen  esas  cualidades  unidas  á la  modestia  y á la  humildad. 

La  afligida  viuda  no  se  consuela  nunca  de  haber  cedido  á la  pueril  vanidad 
de  darse  apariencias  de  persona  de  buena  y holgada  posición. 

La  casa  feudad  de  Villasanta  no  la  lian  querido  alquilar  los  herederos  de  don 
Serafín.  El  prestamista  don  Policarpo  ha  pretendido  comprarla  con  intención  de 
registrar  ladrillo  por  ladrillo  y piedra  por  piedra,  porque  don  Policarpo,  mas  pers- 
picaz ipie  todos  sus  convecinos,  creyó  real  y efectivo  el  hallazgo  que  empezó  á 
contar  don  Serafín  en  el  casino. 

El  coronel  Rebenque  conserva  en  la  frente  la  señal  del  golpe  que  le  dió  el  ju- 
bilado. El  marqués  de  Casa  Gómez,  dice  que  él  siempre  dijo  que  don  Serafín  no 
sabia  donde  se  liabia  metido,  y tiene  razón.  La  viuda  del  Senador  se  ha  casado 
con  un  escribiente  del  ayuntamiento  y ha  reñido  con  sus  cuñadas,  y las  hijas  del 
marqués,  (pie  no  ven  llegar  los  tres  grandes  de  España,  que  su  padre  les  ha  pro- 
metido, piden  en  sus  cortas  oraciones  que  se  les  presenten  á la  mayor  brevedad 
los  tres  maridos  que  necesitan,  uno  para  cada  una,  se  entiende. 


1 VERBENA. 


( CUADRO  POPULAR  ) 

A MI  ILUSTRE  AMIGO  PEDRO  MANUEL  ACUÑA. 


por  D.  Antonio  F.  Grilo. 


I 


usa  riel  enamorado, 

Dios  de  la  histórica  fiesta 
Numen  de  la  serenata, 
Protector  de  las  verbenas 
Esparce  colores  nuevos 
En  la  artística  paleta 
Para  trasladar  al  lienzo 
De  la  popular  escena 
Lo  cómico  con  lo  grave, 

El  chiste  con  la  sentencia. 

La  lágrima  con  la  nota 
Y la  forma  con  la  idea. 


5 


70 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Venid  á correr  conmigo 
Las  ya  lujosas  aceras 
Que  invade  la  muchedumbre 
Alrededor  de  la  iglesia. 

La  Virgen  de  la  «Paloma,» 

O la  del  «('ármen»  excelsa, 

O el  «San  Antonio»  bendito 
Que  allá  en  la  Florida  reina, 
A impacientes  y curiosos, 

A casadas  y doncellas, 

A los  viejos  y á los  niños, 

A rubias  como  á morenas, 

En  bullicioso  desorden. 

En  variedad  pintoresca, 

El  recuerdo  de  otros  años, 

Una  memoria,  una  fecha, 

Una  flor,  una  esperanza, 

Una  costumbre  (la  eterna), 
Un  santo,  (el  que  se  celebre), 
Una  Virgen  (la  que  sea), 

Los  identifica  y junta, 

Y los  cita,  y los  congrega 
Lo  mismo  al  pié  del  alcázar. 
Que  en  la  ermita  de  la  aldea. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


71 


II 

¿Quién  al  volver  la  mirada 
Hácia  la  niñez  bendita 
No  vé  una  noche  adorada? 
¡Quién  no  tiene  su  velada, 

Su  velada  favorita!!! 


¿Quién  no  lia  endulzado  sus  penas 
Con  recuerdos  del  bogar? 

En  esas  noches  serenas 
¡ Quién  no  lia  llevado  á un  altar 
O lágrimas  ó azucenas ! ! ! 

¿Quién,  por  costumbre  piadosa, 
Allá  en  su  pueblo  querido, 

No  bebió  con  fé  ardorosa 
El  manantial  escondido 
De  una  fuente  milagrosa!!! 


¡ Noches  de  mi  Andalucía 
Que  ya  nunca  volverán ! ! ! 

Al  fondo  del  alma  mia 
¡ Qué  de  cosas  le  decia 
La  velada  de  «San  Juan!» 

Hoy  resbalan  una  á una 
Esas  horas  por  mi  mente; 

Mi  ayer,  mi  madre,  mi  cuna, 
El  Bétis  lleno  de  luna 
Y la  ribera  de  gente! 


72 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Suenan  en  mi  corazón 
(\m  su  música  mas  grata 
Los  ecos  de  una  canción: 

¡ Y la  alegre  serenata 
Que  entraba  por  el  balcón!!! 

Aquellas  memorias  muertas. 
Vivas  están  y despiertas 
De  mi  pedio  en  lo  mas  liondo: 

¡ Y aquellas  rejas  abiertas... 

Y albaliaca  y nardos  por  fondo!!! 

Aquí  la  voz  quejumbrosa 
De  lastimera  guitarra. 

Que  en  pesadumbres  rebosa; 

Allí  la  pléyade  airosa 
De  estudiantina  bizarra: 

Mas  allá  miradas  bellas 
En  ojos  de  serafines j 

Y blancos,  cual  las  estrellas. 
Salpicando  los  jazmines 
Las  trenzas  de  las  doncellas. 

Allí  la  ondulante  gasa, 

Aquí  el  gracioso  sombrero. 

Allá  la  sombra  que  pasa . 

Y el  tostado  buñolero 

Con  las  memos  en  la  masa! 

¡Qué  es  ver  la  harina  candente 
Hervir  en  la  pila  honda 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


73 


Y á fuego  y mano  obediente 
Llenar,  dorada  y redonda, 

La  antigua  y clásica  fuente! 

Al  brotar  la  seguidilla. 

La  caña  en  las  mesas  brilla 
Mas  limpia  y clara  que  el  sol. 
Donde  está  la  manzanilla 
Como  el  oro  en  el  crisol. 

Allí,  sin  poder  valerse, 

El  tonel  vivo,  con  faja, 

Que  al  levantarse  y caerse, 
Echa  al  aire  una  navaja 
Que  busca  donde  meterse. 

La  gitana  en  los  corrillos 
Luce  el  garbo  y la  peineta: 

Y entre  coplas  y estribillos, 

Se  casa  con  los  palillos 

La  ya  rota  pandereta. 

Aburrido  y complaciente, 
Alterna  con  los  beodos 
El  képis  omnipotente 
Del  municipal  que  siente 
No  hacer  lo  mismo  que  todos  ! 

Soñolienta  caravana 
Semeja  al  ronco  hervidero; 

1 lucha,  hasta  la  mañana. 
Con  la  bomba  veneciana 
El  candil  del  rosquillero!!! 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


III 

Los  tiempos  se  desvanecen: 
Pasan  costumbres  y modas; 
Las  verbenas  no  perecen: 
Aunque  diferentes  todas 
Todas  ellas  se  parecen!!! 

En  todas  ellas  palpita 
Del  pueblo  el  rumor  sonoro: 

Y con  su  Virgen  bendita 
En  todas  hay  una  ermita 
Trocada  en  áscua  de  oro ! ! ! 


Con  vínculos  inmortales 
Todas  tienen  su  consuelo, 

Sus  dichas  tradicionales, 

Sus  fuegos  artificiales 
Y sus  campanas  á vuelo ! 

¡ Cuánta  niña  enamorada 
Que  está  de  recuerdos  llena, 
Vio  brillar  desconsolada 
Las  tintas  de  la  alborada 
Que  mataban  la  verbena!!! 

Clavada  en  el  firmamento, 

¡ Cuántas  veces  fué  la  luna 
Testigo  de  un  sentimiento! 

¡ Cuántas  la  aurora  importuna 
Selló  el  casto  juramento ! 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


A orillas  del  Manzanares 
Aun  resuenan  los  cantares 
Por  la  ribera  extendida 
Que  llevan  tantos  hogares 
Al  Patrón  de  la  Florida  ! 

De  los  «Angeles»  Señora 
En  la  costa  gaditana. 

También  aquel  pueblo  adora 
A su  Virgen  soberana 
En  verbena  encantadora ! 

Piden  culto  reverente 
Con  memoria  sacrosanta. 
Legado  de  gente  en  gente, 
Valencia  á su  «San  Vicente» 

Y Córdoba  á su  «Fuensanta.» 

Donde  amanezca  un  hogar 
Del  sol  cá  la  ardiente  luz; 

En  el  valle,  en  el  lugar; 

Donde  se  eleve  un  altar 
O se  levante  una  cruz; 

Donde  la  olvidada  hiedra 
Que  entre  los  peñascos  medra. 
Cuelgue  su  penacho  oscuro, 

De  un  viejo  claustro  en  el  muro 
O en  una  torre  de  piedra, 

Donde  esté  la  tradición; 
Donde  brille  el  lontananza 


76 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


De  mía  eterna  aspiración: 
Donde  esté  la  devoción. 
Espuela  de  la  esperanza: 

Donde  vivas  permanecen 
Las  plegarias  que  fermentan 

Y en  las  almas  se  guarecen: 
Donde  hayan  labios  que  recen 

Y corazones  que  sientan. 

Auténtico  y verdadero. 

(ton  sn  mezcla  de  hidalguía. 
De  cristiano  y pendenciero. 
Allí  estará  el  pueblo  entero: 
¡Allí  está  la  pátria  miaü! 

Allí  estarán  enlazadas 
Con  amorosa  cadena 
Las  costumbres  veneradas: 
Allí  estarán  las  veladas; 

¡Allí  estará  la  «Verbena!!!» 


* 


\ 


' ' ✓ . 


J]J 


IP1I1T1I 


por  D.  Enrique  Perez  Escrich. 


Nembrot  fué  el  cazador  fuerte 
delante  de  Dios:  el  héroe  de 
nuestro  cuento  lo  fué  delan- 
te  de  los  hombres. 


I 


seguran  los  gastrónomos,  profundos  saliere-adores  del  arte 
culinario,  que  la  cocina  italiana  tiene  una  sopa  para  cada 
dia  del  año ; de  modo  que  cuenta  con  trescientas  sesenta  y 
cinco  variedades  alimenticias  para  preparar  el  estómago  á los 
horrores  de  la  digestión. 

Mas  rica  que  la  cocina  italiana  es  la  galería  de  tipos  que  encier- 
ra dentro  de  su  marco  cosmopolita  la  afición  á la  venatoria,  porque 
el  adjetivo  cazador  tiene,  metafóricamente  hablando,  mas  ampliacio- 
nes que  notas  han  puesto  á el  Don  Quijote  de  la  Mancha  sus  ilus- 
trados comentadores. 

Líbrenos  Dios  de  incurrir  en  la  pesadez  insoportable  para  nuestros  lectores,  de 
consignar  en  esta  narración  el  interminable  catálogo  del  cazador  y sus  derivados; 
dejemos,  pues,  en  el  fondo  del  tintero  al  cazador  teoría , al  providencia,  al  mata 
sombra,  al  amigo  de  tas  innovaciones,  al  partidario  de  ¡o  antiguo,  al  amante  de  los 

TOMO  J.  10 


78 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


perros,  al  que  siempre  mata,  al  defensor  de  ¡os  reclamos,  al  Jiormiguista,  al  egoís- 
ta, al  (jtoton  y á otros  mil  que  como  hemos  dicho  podríamos  consignar,  y no  que- 
remos decir  tampoco  nada  del  matutero  porque  de  este  tiene  todo  cazador  un  poco, 
aunque  no  sea  mas  que  por  dar  fuerza  y color  de  verdad  á aquellos  famosos  versos 
que  dicen: 

Dulce  y sabrosa. 

Mas  que  la  fruta  del  cercado  ajeno. 

Porque,  seamos  francos  y confesemos  ahora  que  nadie  nos  oye,  que  el  cazar  de 
matute  es  tan  antiguo,  tan  primitivo,  tan  en  armonía  con  la  naturaleza  humana 
y tan  grato  para  el  hombre  como  apetitoso  para  los  animales;  pues  ya  en  tiempos 
de  El  Génesis  existió  en  el  Paraíso  un  matutero  llamado  Adan  á quien  Dios  echó 
ñ cajas  destempladas  de  aquel  delicioso  jardin  por  su  poca  abstinencia  y por  su 
no  mucho  respeto  á lo  que  le  habia  prohibido. 

Pero  dejando  al  cazador  matutero,  terreno  resbaladizo  que  podria  conducirnos 
por  las  pendientes  pecaminosas  de  la  inmoralidad,  ocupémonos  solo  del  cazador 
impenitente,  desaficionado  incorregible,  amante  de  la  escopeta,  del  que  mira  la 
caza  como  una  segunda  naturaleza,  del  que  vive  para  cazar,  del  verdadero  aficio- 
nado, en  fin,  que  siente  circular  por  sus  venas  la  caliente  sangre  cazadora. 

Hoy  que  la  afición  á oxigenar  los  pulmones  con  las  purísimas  brisas  de  los 
montes  se  ha  desarrollado  de  un  modo  superlativo;  hoy  que  se  encuentran  por  to- 
das partes  cazadores  elegantemente  pertrechados,  que  llevan  una  escopeta  por 
adorno  y un  perro  por  calamidad,  que  corre  soplando  como  una  locomotora  qui- 
nientos metros  delante  de  su  amo;  hoy  que  los  médicos  cuando  no  encuentran  la 
jpanácea  del  mal  que  se  les  consulta,  aconsejan  á sus  enfermos  la  caza  como  plan 
higiénico,  aumentando  los  émulos  de  San  Eustaquio,  San  Huberto  y San  Antolin 
de  un  modo  fabuloso;  hoy  que  va  desapareciendo  aquella  raza  á que  pertenecieron 
Xemhrot,  don  F al  fila  y Sancho  IV,  justo  es  que  yo,  cazador  viejo  y jubilado  en  el 
gremio,  dedique  unas  cuantas  páginas  al  héroe  de  la  historia  que  nos  ocupa. 

Ruego  á los  lectores  que  no  traten  de  vanidoso  al  que  estas  líneas  escribe,  si 
les  asegura  que  la  presente  narración  no  solo  será  útil  á la  humanidad  por  los 
ejemplos  que  de  ella  van  á desprenderse,  sino  amena  y entretenida  para  los  pro- 
fanos en  el  arte  venatorio,  por  lo  tanto,  ruego  á ustedes  que  me  permitan  termi- 
nar este  pequeño  bombo  que  me  dedico  con  las  célebres  palabras  de  don  Serapio, 
personaje  de  El  Café,  de  Moratin:  La  comedia  es  buena,  señores,  créanme  ustedes  ti 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


7(d 


mí:  la  comedia  es  buena.  Solo  que  en  vez  de  comedia  debo  decirse  e!  articulo  es 
bueno. 

Entremos  en  materia. 


II 

El  héroe  de  nuestro  cuento,  porque  fué  un  héroe,  se  llamaba  Alejandro  y era 
hijo  de  Madrid,  pero  no  tenemos  ningún  interés  en  conservarle  su  nombre  de  pila 
y su  naturaleza;  puede  el  lector  si  es  aficionado  á la  caza  y le  conoce  llevárselo  á 
la  provincia  que  se  le  antoje  y ponerle  el  nombre  que  mas  le  agrade,  en  la  segu- 
ridad de  que  por  eso  no  hemos  de  armarle  ningún  litigio. 

Alejandro  mostró  desde  sus  mas  tiernos  años  una  afición  decidida  por  la  caza, 
mataba  gorriones  con  cerbatana,  cogia  jilgueros,  pardillos  y verderones  con  liga; 
se  exponía  cien  veces  á romperse  la  crisma  por  apoderarse  de  un  nido;  con  una 
caña  y un  trapo  negro  á la  punta,  hacia  una  guerra  sin  cuartel  á los  vencejos,  los 
aviones' v las  golondrinas;  se  daba  tal  maña  en  coger  las  alondras  con  ballesta  v 
en  descubrir  los  agujeros  de  los  grillos  que  llegó  á ser  la  admiración  y el  asombro 
de  todos  sus  compañeros  de  la  infancia. 

Aquel  muchacho,  hermoso,  sano,  desarrollado,  ligero  y vivo  tenia  todos  los  ins- 
tintos, toda  la  mala  intención  del  gato  y se  pasaba  una  hora  inmóvil  y en  acecho 
por  cazar  un  gorrión. 

Uno  de  sus  grandes  placeres  consistía  en  ir  á cazar  con  su  padre  de  morralero 
y compartir  con  el  perro  los  cobros  de  las  piezas  que  mataban. 

A medida  que  crecia  el  cuerpo  de  Alejandro,  crecia  su  afición  y sus  instintos 
de  alimaña. 

La  casualidad  le  proporcionó  un  baston-escopeta  que  no  necesitaba  mas  que 
un  poco  de  aire  comprimido  para  despedir  los  proyectiles;  esta  escopeta  sorda  y 
prohibida  por  la  ley  fué  en  las  manos  de  nuestro  héroe  un  elemento  de  destruc- 
ción. Desde  la  ventana  de  su  cuarto  que  daba  á un  jardín  mataba  todos  los  gatos 
que  se  atrevian  á cruzar  los  tejados  de  enfrente. 

Cuando  concluyó  con  los  gatos,  buscó  otras  víctimas  que  sacrificar,  tomando 
por  blanco  de  su  certera  puntería,  primero  el  lorito  de  una  vecina,  que  suello  y 
atado  por  una  pata  á la  barandilla  del  balcón  pasaba  el  dia  entretenido  inocente- 
mente en  decir:  ¡Eli,  eh,  que  te  la  'pegué!  El  lorito  dejó  de  pegársela  á nadie  y Ale- 
jandro, después  de  la  muerte  del  hijo  de  las  selvas  de  América,  dirigió  los  tiros  de 


80 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


su  escopeta  de  aire  á una  ardilla.  que  encerrada  en  un  cilindro  giratorio  de  alam- 
bre, pasaba  la  vida  dando  vueltas  como  una  manifestación  de  la  perversidad  de 
los  hombres. 

En  una  palabra,  Alejandro  fué  una  calamidad  para  toda  la  bicheria  del  barrio. 

A los  trece  años,  su  padre,  viendo  la  afición  decidida  del  muchacho,  le  com- 
pró una  escopeta  de  un  cañón  calibre  20,  y le  llevó  de  caza  por  primera  vez  al 
monte  Peregrinos  en  Torrelodones. 

Por  el  camino  el  padre  le  dio  algunos  consejos  sobre  la  educación  del  cazador 
y el  manejo  del  arma.  Alejandro  escuchó  al  autor  de  sus  dias  con  profunda  aten- 
ción. 

Llegaron  al  monte,  arreó  un  conejo,  apuntó  Alejandro  y el  pobre  herbívoro 
dió  la  voltereta. 

El  novel  cazador  experimentó  en  aquel  momento  emociones  verdaderamente 
desconocidas!  su  padre  celebró  con  gozo  aquel  tenazón  digno  de  un  maestro. 

Poco  después,  al  hacer  una  asomada  con  toda  la  mala  intención  del  cazador 
práctico,  volaron  dos  perdices,  Alejandro  derribó  una  y como  la  perdiz  es  la  poesía 
de  la  caza,  el  placer,  el  entusiasmo,  la  alegría  del  neófito  llegó  á tal  punto  que  su 
padre  temia  que  le  cogiera  un  accidente. 

El  maestro  satisfecho  del  discípulo  le  dió  en  el  alto  de  aquel  cerro,  bajo  la  an- 
churosa bóveda  del  cielo,  la  patente  de  cazador  y Alejandro  se  creyó  el  muchacho 
mas  feliz  del  universo. 


III 

('roemos  útil  decir  algo  de  la  posición  social  de  nuestro  héroe. 

Alej  andró  era  hijo  único  de  un  padre  rico,  seguia  una  carrera  literaria  como 
la  siguen  muchos  ricos,  por  lujo,  por  adorno  y poder  colocar  en  un  cuadro  el  títu- 
lo de  abogado. 

Por  otra  parte,  su  padre  era  uno  de  esos  hombres  de  buena  pasta  y condescen- 
diente hasta  dejárselo  de  sobra;  (pie  solo  se  había  ocupado  en  toda  su  vida  en  ca- 
zar y comerse  las  dos  terceras  partes  de  su  renta  y se  daba  por  satisfecho  con  que 
su  hijo  sacara  en  los  exámenes  la  nota  de  aprobado,  es  decir,  la  nota  mas  modesta 
de  todas  la  notas,  exceptuando  la  de  suspenso  con  la  que  solia  resignarse  también 
de  vez  en  cuando,  sin  que  se  turbaran  ni  sus  sueños  ni  sus  digestiones. 

Con  el  tiempo  Alejandro  heredó  la  fortuna  de  su  padre,  esto  era  lógico.  Quedó 


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solo  y rico  en  el  mundo,  lo  cual  es  una  soledad  muy  agradable,  y aquí  es  donde 
verdaderamente  comienzan  las  hazañas,  las  heróicas  proezas  de  nuestro  famoso 
cazador. 

Alejandro,  al  verse  dueño  de  la  fortuna  de  su  padre,  echó  cuentas  consigo  mis- 
mo, y se  dijo: 

— Tengo  veinte  y cuatro  años,  salud  inmejorable,  músculos  de  acero,  buenos 
pulmones  y buenas  piernas,  soy  solo  en  el  mundo  y poseo  dos  casas  en  Madrid 
que  me  producen,  libres  de  gastos  y contribuciones,  cerca  de  siete  mil  duros  al  año; 
trabajando  podria  aumentar  esta  renta,  pero  también  podría  disminuirla  porque 
los  negocios  de  bolsa,  que  son  los  únicos  que  yo  podria  intentar  tienen  sus  venta- 
jas y sus  contras:  resuelvo,  por  lo  tanto,  no  trabajar  y dedicarme  por  completo  á 
mi  verdadera  afición,  al  único  goce  que  me  electriza,  que  me  domina:  la  caza. 

Tomada  esta  firme  resolución,  encargó  la  administración  de  sus  dos  casas  á un 
amigo  de  su  padre,  hombre  honradísimo,  dio  el  cargo  de  ama  de  gobierno  á su 
nodriza  y tomó  á un  muchachote  de  criado,  perrero  y morralero,  acompañante  su- 
miso en  sus  expediciones  de  caza. 

Este  muchacho  que  se  llamaba  Jesús,  fué  un  verdadero  mártir,  pero  tiempo 
tendremos  de  conocerle  y simpatizar  con  él,  porque  á Jesús  le  sucedia  lo  que  á los 
hijos  de  la  tia  María  Ignavia  que  de  puro  desgraciados  hacían  gracia. 

Alejandro  estableció  su  cuartel  general  en  Madrid  en  la  misma  casa  en  que  ha- 
lda nacido  y vivido  con  sus  padres,  dedicó  una  habitación  para  las  escopetas  y 
pertrechos  de  caza,  otra  para  perrera  y se  dijo: 

— Puesto  que  todo  lo  tengo  arreglado  y Brígida  cuidará  de  mi  casa  y don  Ca- 
nuto de  mi  renta,  yo  puedo  dedicarme  á cazar  tranquilamente;  todos  los  meses  me 
pasaré  tres  ó cuatro  dias  en  Madrid  y el  resto  en  los  cazaderos;  voy  á darme  la 
gran  vida,  á ser  el  hombre  mas  feliz  de  la  creación;  el  verdadero  filósofo  es  aquel 
que  da  al  cuerpo  lo  que  le  pide  y pues  el  mió  me  pide  cazar,  á cazar  y sea  lo  que 
l)ios  quiera. 

Cuando  Alejandro  tomó  á su  criado  Jesús  le  dijo  con  toda  la  gravedad  de  las 
circunstancias: 

- — Jesús,  voy  á indicarte  tus  deberes  en  esta  casa;  te  advierto  que  yo  tengo  el 
carácter  un* poco  arrebatado,  pero  soy  mas  bueno  que  el  pan,  como  tendrás  ocasión 
de  apreciar  por  tí  mismo;  si  me  sirves  bien,  yo  no  seré  ingrato  contigo;  escúcha- 
me con  atención  y procura  no  olvidar  nada  de  cuanto  voy  á decirte. 

Jesús,  con  los  brazos  caidos,  la  boca  y los  ojos  enormemente  abiertos  é inmó- 


82 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


vil  como  un  autómata,  hacia  esfuerzos  por  sonreírse  con  toda  la  buena  fé  de  la  es- 
tupidez. 

— Jesús, — añadió  Alejandro,— desde  liov  tus  obligaciones  son  las  siguientes, 
procura  retenerlas  en  la  memoria:  pasearás  los  perros  cuando  estemos  en  Madrid, 
una  llora  por  la  mañana  y otra  hora  por  la  noche  á las  ocho;  pero  el  día  que  por 
un  descuido  tuyo  se  coman  una  morcilla  municipal  te  reviento. 

— ¡ di,  ji,  ji! — contestó  Jesús  riéndose  á su  modo. 

— Después  de  pasear  los  perros,  limpiarás  con  esmero  mis  botas  y mi  ropa  de 
calle,  poniéndote  luego  á disposición  de  doña  Brígida,  mi  ama  de  gobierno,  por  si 
ella  necesita  que  vayas  á comprar  algo:  te  enseñaré  á limpiar  las  escopetas  y á 
cargar  cartuchos,  vendrás  conmigo  de  caza  para  llevarme  el  morral  y cargar  con 
las  piezas  que  mate;  en  los  viajes  estará  á tu  cargo  la  maleta,  los  comestibles  y 
los  perros;  cuando  se  estravie  algo  te  reviento. 

— ¡di,  ji,  ji! — contestó  Jesús. 

— Puedes  reirte  todo  lo  que  quieras  pero  procura  que  no  llegue  el  dia  que  esa 
risa  se  convierta  en  llanto.  Cuando  yo  caze,  vendrás  conmigo,  como  te  he  dicho, 
llevarás  la  mano  que  yo  te  indique  sin  hacer  ni  mas  ni  menos  que  lo  que  te  en- 
cargue; cuando  caiga  una  perdiz  de  ala  ó de  torre , tendrás  especial  cuidado  en  li- 
jarte bien  en  el  sitio  en  que  dé  el  gachapazo  y si  por  torpeza  tuya  desorientas  á 
los  perros  indicándoles  un  sitio  distinto  de  aquel  en  que  cayera,  te  reviento. 

— ¡di,  ji.  ji! — repitió  por  tercera  vez  Jesús,  pero  con  menos  espansion  que  las 
dos  anteriores  pues  iba  comprendiendo  la  difícil  misión  que  le  había  tocado  en  la 
tierra. 

— En  una  palabra, — añadió  Alejandro, — harás  todo  aquello  que  yo  te  mande; 
serás  mudo,  sordo;  no  tendrás  voluntad  propia;  y yo  en  pago  de  estos  servicios  te 
daré  seis  duros  mensuales,  comido  y vestido;  y si  llegas  á soportarme  doce  años 
te  regalaré  como  premio  de  tus  buenos  servicios,  mil  duros. 

— ¡Mil  duros! — exclamó  Jesús  retrocediendo  espantado. — ¡Mil  duros! 

Y dos  enormes  lágrimas  asomaron  á sus  ojos. 

¡Aberraciones  de  la  naturaleza!  El  pobre  muchacho  se  había  reido  siempre 
que  su  amo  le  amenazaba  con  reventarle  y se  echaba  á llorar  en  cuanto  le  ofrecía 
mil  duros. 

Hay  criaturas  que  nacen  destinadas  á recibir  palos,  los  golpes  les  producen 
menos  efecto  que  los  halagos. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


83 


IV 

Pero  digamos  oigo  del  desventurado  Jesús. 

Era  un  muchachote,  un  zagalón  de  diez  y ocho  años  recien  llegado  de  Gali- 
cia, con  cara  de  luna  llena  y mofletes  colorados  como  tomates;  su  frente  era  aplas- 
tada y ancha  y su  boca  sin  la  menor  espresion  dejaba  caer  sus  extremos  hacia  la 
barba,  signo  característico  de  la  imbecilidad. 

Sus  ojos  grises  y apagados  parecían  fijarse  sin  ver  nada,  su  cabeza  era  una 
especie  de  pelota  prolongada  por  el  cogote  y cubierta  de  ásperos  y abundantes  pe- 
los rojos.  Se  conocía  que  las  paredes  del  cráneo  que  encerraban  la  masa  encefálica 
de  Jesús  debían  tener  un  grueso  de  tres  pulgadas,  dejando  muy  poca  cabida  para  el 
cerebro  por  cuya  razón  las  ideas  no  tenian  espacio  para  revolverse  dentro  de  aquel 
cráneo. 

Al  pobre  Jesús  no  le  cabían  dos  cosas  en  la  cabeza,  y liabia  probado  muchas 
veces  que  cuando  quería  retenerlas  luchaban  la  una  con  la  otra  hasta  el  punto 
de  hacerse  pedazos  quedando  ambas  inservibles. 

Pero  la  naturaleza,  siempre  sábia  y justa,  lo  que  le  había  quitado  de  inteligen- 
cia se  lo  había  dado  de  resignación  y buena  voluntad  y el  pobre  muchacho  lo 
sufría  todo  riéndose  como  un  bienaventurado  estúpido. 

Jesús  servia  á la  mesa  de  su  amo.  Una  noche  entró  en  el  comedor  llevando 
con  mucho  cuidado  una  fuente  de  carne  en  salsa. 

Alejandro  observó  que  por  los  bordes  de  la  fuente  chorreaban  algunas  gotas 
de  salsa  y dijo: 

— ¿Por  qué  no  has  limpiado  esa  salsa  que  cae? 

— ¿Por  dónde,  señorito? — preguntó  Jesús. 

— Por  bajo,  animal. 

Jesús  volvió  la  fuente  de  arriba  abajo  como  podría  haberlo  hecho  con  un  plato 
vacío,  y es  claro  que  la  salsa  y las  tajadas  cayeron  sobre  la  mesa  salpicando  la 
pechera  y el  rostro  de  Alejandro  que  arrojó  con  rabia  el  pan  que  tenia  en  la  ma- 
no al  testuz  de  su  criado. 

Jesús  comprendía  que  había  hecho  una  barbaridad  de  á folio;  se  mordió  el 
lábio  inferior,  abrió  todo  cuanto  pudo  sus  ojos  y sin  apercibirse  del  panecillazo 
que  le  había  dado  en  la  cara  se  quedó  mirando  á su  amo,  que  al  ver  aquella  estú- 
pida fisonomía  no  pudo  contener  una  carcajada. 


84 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


El  pobre  Jesús  era  poco  andarín  y como  todos  los  muchachos  robustos  sufría 
los  afines  de  la  salud  manifestados  en  diviesos  y sabañones,  que  le  daban  mucho 
que  rascar  y bastante  que  sentir. 

La  caza  le  gustaba  mas  en  el  plato  que  en  el  campo,  pero  era  preciso  resig- 
narse v seguir  á su  incansable  amo.  dando  manos  arriba  y abajo  con  el  morral  á 
la  espalda  y cargado  muchas  veces  como  una  acémila  con  quince  ó veinte  piezas 
de  caza. 

En  estos  momentos  angustiosos,  Jesús  para  reanimar  sus  fuerzas  pensaba  en 
los  mil  duros  que  le  había  ofrecido  su  amo  y esto  vigorizaba  su  robusto  cuerpo  de 
un  modo  prodigioso. 

Además  el  pobre  muchacho  estaba  muy  contento  de  su  amo,  que  á trueque  de 
algunos  pescozones  y punteras  repartidos  alternativamente  le  alimentaba  bien,  le 
vestía  mejor  y no  escaseaba  las  propinas. 

Siempre  que  Alejandro  y Jesús  llevaban  una  mano  cerrada  el  infeliz  mucha- 
cho iba  diciendo  para  su  capote : 

— Dios  quiera  que  no  arranque  una  liebre  hacia  mis  piernas  porque  mi  amo  hace 
luego  á todo  lo  que  corre  y á todo  lo  que  vuela,  sin  reparar  lo  que  tiene  delante. 

V efectivamente,  al  año  de  servicios  Jesús  halda  recibido  tres  docenas  de  per- 
digones en  las  extremidades  de  su  cuerpo,  pero  como  cada  perdigón  que  perforaba 
su  carne  le  valia  un  duro,  el  muchacho  se  iba  connaturalizando  á las  rociadas  de 
la  escopeta. 


"V 

Así  trascurrieron  dos  años,  sin  suceder  nada  digno  de  mención;  el  pobre  Je- 
sús se  afanaba  por  complacer  á su  amo,  ya  iba  aprendiendo  algo,  se  hacia  como 
vulgarmente  se  dice  á las  mañas  del  cazador,  pero  sacaba  la  oreja  de  vez  en  cuan- 
do para  no  desmentir  su  probada  imbecilidad. 

1 n dia  se  hallaban  cazando  en  Valdelatas,  y como  Alejandro  observó  que  Je- 
sús llevaba  colgados  de  un  palo  diez  y seis  conejos  v dos  liebres,  compadecido  del 
pobre  muchacho,  le  dijo: 

— Vete  á casa,  doja,  todo  ese  peso  y vuelve  al  momento. 

Jesús  dio  media  vuelta  y se  alejó  de  su  amo. 

Pasó  una  hora,  dos,  tres,  se  hizo  de  noche  y Alejandro  de  mal  humor  por  la, 
tardanza  de  su  criado  se  dirigió  á la  casa  del  guarda, 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


85 


— ¿ Y J esús ? — preguntó . 

— No  le  liemos  visto  desde  que  salió  con  usted  esta  mañana, — contestó  el 
guarda. 

— ¿Cómo  que  no?  si  le  lie  dicho  <jue  viniera  á traer  los  conejos. 

— Pues  no  lia  venido. 

— Entonces  de  seguro  le  lia  pasado  algo. 

Alejandro  y el  guarda  estuvieron  buscando  á Jesús  por  el  monte  hasta  las 
diez  de  la  noche;  á esa  hora,  viendo  que  eran  inútiles  sus  pesquisas  y no  respon- 
diendo nadie  ni  á las  voces  ni  á los  tiros  disparados  al  aire,  volvieron  á casa  per- 
suadidos de  que  al  pobre  muchacho  le  habia  sucedido  alguna  desgracia. 

Al  amanecer,  Alejandro  se  despertó  y oyó  unos  ronquidos  sonoros  y acompasa- 
dos cuyos  ecos  le  recordaban  la  robusta  respiración  de  una  persona' conocida. 

Se  incorporó,  encendió  la  bujía  y con  ella  en  la  mano  salió  de  la  alcoba. 

En  el  sofá  de  la  sala  dormia  profundamente  Jesús  esperando  las  órdenes  de  su 
amo. 

Alejandro  dejó  la  bujía  sobre  la  mesa,  cogió  á Jesús  por  una  oreja  con  gran 
detrimento  de  los  salía  ñones  y le  levantó  en  vilo. 

El  criado  dió  un  grito,  puso  una  fisonomía  imposible  de  describir;  pero  cuando 
reconoció  á su  amo,  se  echó  á reir  con  toda  la  boca. 

Esta  risa  formaba  un  contraste  cómico  con  los  enormes  lagrimones  que  se  des- 
prendian  de  sus  espantados  ojos. 

— Animal,  ¿dónde  lias  estado  desde  ayer  al  mediodía? — le  preguntó  Ale- 


— ¡Toma,  en  Madrid! 

— ¿Y  á qué  lias  ido  á Madrid? 

— ¿No  me  dijo  usted  que  llevara  los  conejos  y las  liebres  á casa? 

— Sí,  pero...  ¿los  lias  llevado  á la  casa  de  Madrid? 

— Sí,  señor. 

El  pobre  Jesús,  por  obedecer  al  pié  de  la  letra  las  órdenes  de  su  amo,  habia  he- 
cho una  caminata  de  seis  leguas  cargado  como  una  acémila. 

Alejandro  compadecido  de  la  estupidez  de  su  criado,  le  cogió  por  la  solapa  de 
la  chaqueta  y le  dijo: 

— Desde  boy  queda  prohibido  llamarte  Jesús:  es  un  nombre  demasiado  respe- 
table para  que  lo  lleve  un  espíritu  de  tu  ralea;  te  llamarás  Cfedeon. 

— ¿Pero  quién  era  ese  Gedeon? — preguntó  el  muchacho,  que  no  comprendía 

TOMO  I.  II 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


el  enojo  de  su  amo,  después  de  la  caminata  que  se  habia  echado  al  cuerpo  por 
servirle. 

— Gedeon  era  un  animal  en  forma  de  hombre,  una  inteligencia  estúpida,  un 
bruto  que  al  sacudirle  caian  bellotas  de  su  cuerpo. 

Y como  al  mismo  tiempo  Alejandro  le  zarandeaba,  el  pobre  muchacho  miró 
hacia  el  suelo  como  buscando  las  bellotas  de  que  acababa  de  hablarle  su  amo. 

Desde  aquel  dia  el  criado  de  nuestro  héroe  se  llamó  Gedeon,  y así  seguiremos 
llamándole  nosotros  en  el  trascurso  de  la  presente  historia. 

VI 

Era  el  mes  de  diciembre.  Alejandro  y Gedeon  se  hallaban  cazando  en  la  Al- 
carria. en  Montereclondo,  gran  criadero  de  liebres  y perdices. 

Una  noche  cayó  una  de  esas  nevadas  que  trasforman  la  topografía  del  país 
cubriendo  las  sinuosidades  del  terreno. 

Cuando  Alejandro  se  levantó,  al  abrir  la  ventana  de  su  cuarto,  el  horizonte 
(pie  se  extendia  ante  sus  ojos  era  majestuoso. 

El  cazador  impenitente  permaneció  algunos  minutos  contemplando  el  poético 
panorama  y luego,  frotándose  las  manos  con  marcadas  muestras  de  alegría,  se  diri- 
gió á la  cocina  donde  la  guardosa  y Gedeon  estaban  preparándole  las  migas,  su 
invariable  desayuno. 

— Hoy  voy  á hartarme  de  matar  liebres, — dijo; — la  ley  prohibe  cazar  en  dias 
de  nieve;  pero  yo  no  entiendo  de  prohibiciones,  cuando  estoy  en  el  monte. 

Alejandro  gozoso,  satisfecho  ante  la  perspectiva  de  caza  que  tenia  delante,  se 
comió  con  gran  apetito  un  plato  colmado  de  migas,  se  bebió  un  vaso  de  vino,  en- 
cendió un  cigarro  y cogiendo  la  escopeta,  dijo: 

— Gedeon,  ata  los  perros:  hoy  no  los  necesitamos  para  nada;  luego  coge  el 
morral  sin  olvidarte  del  frasco  de  cognac. 

Gedeon  exhaló  un  suspiro.  ¡Se  hallaba  tan  bien  en  la  cocina  al  amor  de  la  lum- 
bre!.. . Y por  otra  parte  aquella  nieve  le  hacia  pensar  en  sus  sabañones,  le  daba  mie- 
do; pero  resignado  como  un  filósofo  con  su  suerte,  cogió  el  morral  y un  palo  y si- 
guió á su  amo,  pensando  que  él  seria  el  mas  feliz  de  los  hombres  el  dia  en  que  su 
señorito  se  dejara  de  su  maldita  afición  á la  caza. 

Apénas  habian  andado  quinientos  pasos,  Alejandro  vió  la  huella  de  una  liebre 
sobre  la  nieve  y comenzó  á seguirla  con  la  escopeta  preparada. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


87 


La  huella  del  herbívoro  se  perdió  junto  á una  gran  maraña  festoneada  por  la 
nieve. 

— Aquí  está, — dijo  Alejandro. — Vamos  Gedeon,  entra  por  detrás  de  la  mata 
dando  palos;  yo  desde  este  alto  domino  el  terreno  y podré  tirarle  mejor. 

Gedeon  vio  que  iba  á llenarse  de  nieve  hasta  las  orejas;  pero  obedeció  con  la 
paciencia  de  un  mártir. 

Salió  la  liebre  y la  mató  Alejandro  exhalando  un  grito  de  gozo. 

Gedeon  cogió  el  caliente  rumiante,  lo  apioló , operación  que  le  habia  enseñado 
su  amo,  v ambos  continuaron  buscando  huellas. 

Así  se  mataron  cinco  liebres  y tres  perdices. 

Alejandro  estaba  contento.  Gedeon  rabiando  de  sus  sabañones,  tiritando  de 
frío  y sin  poderse  explicar  cómo  su  señorito,  podiendo  estarse  bien  sentado  al  ca- 
lor de  la  chimenea,  se  gozaba  arrostrando  la  inclemencia  de  aquel  horrible  dia. 

De  pronto  Gedeon,  que  iba  detrás  entregado  á sus  tristes  reflexiones,  se  detuvo 
lanzando  un  grito  de  espanto:  su  amo  liahia  desaparecido  entre  la  nieve,  se  habia 
hundido-  hasta  el  cuello. 

Gedeon  quiso  correr  al  auxilio  de  su  amo;  pero  este  que  providencialmente  al 
caer  en  un  hoyo  que  habia  igualado  la  nieve,  llevando  la  escopeta  colocada  en  el 
gancho  del  pecho,  el  arma  se  habia  quedado  enganchada  por  los  dos  extremos,  y 
Alejandro  se  habia  agarrado  á ella  con  la  desesperación  del  náufrago  que  se  ahoga. 

El  cazador  no  se  explicaba  esta  casualidad  que  habia  evitado  el  que  se  hun- 
diera por  completo  en  la  nieve,  y temiendo  que  á Gedeon  le  sucediera  lo  mismo, 
le  gritó: 

— ¡No  te  acerques! 

Gedeon  se  quedó  parado;  el  pobre  muchacho  no  comprendíala  prohibición  de 
su  amo;  él  calculaba  muy  natural  auxiliarle  en  aquel  trance  aflictivo. 

Mientras  tanto  Alejandro,  agarrado  á los  cañones  de  la  escopeta,  colgado  de 
ella  por  decirlo  así,  revolvía  los  piés  á derecha  é izquierda  buscando  un  apoyo, 
pero  todo  era  en  vano:  debajo  de  él  solo  existía  el  vacío,  la  muerte;  comprendió 
que  si  se  desprendía  la  escopeta  irremisiblemente  la  ley  de  gravedad  le  arrastra- 
ría al  fondo  de  aquel  pozo  y entonces  su  salvación  era  imposible. 

A pesar  del  peligro,  estaba  sereno  y procuraba  trasmitir  su  serenidad  ni  pobre 
Gedeon,  prohibiéndole  que  se  acercara  porque  calculaba  que  al  hacerlo  sin  las 
precauciones  necesarias,  en  vez  de  auxiliarle,  podía  muy  bien  caer  en  el  pozo  de 
nieve  y entonces  se  perdía  toda  esperanza  de  salvación. 


88 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Gedeon.  viendo  ;'i  su  amo  en  tan  inminente  peligro,  se  eolio  á llorar  amarga- 
mente . 

Gedeon, — le  dijo  Alejandro  que  tenia  el  rostro  amoratado  por  el  frió  de  la 
nieve  v los  titánicos  esfuerzos  que  hacia  manteniéndose  colgado  de  la  escopeta. 
— Gedeon,  quítate  la  faja  y tírame  una  punta  para  que  yo  la  coja,  pero  sin  acer- 
carte mucho,  no  yayas  á caer  como  yo. 

Gedeon  llevaba  una  enorme  faja  negra  de  estambre,  se  la  quitó  y le  tiró  una 
punta  al  amo  quedándose  él  con  la  otra. 

Alejandro  sin  soltar  la  escopeta  con  la  mano  derecha,  cogió  el  extremo  de  la 
faja  con  la  izquierda,  diciendo: 

— Sujeta  con  todas  tus  fuerzas  el  extremo  de  la  faja  y agárrate  á ese  chapar- 
ro: como  sueltes  me  voy  al  fondo  y me  ahogo,  no  te  digo  mas. 

— ¡Yo  no  suelto,  yo  no  suelto! — repitió  llorando  Gedeon  que  confiaba  en  la 
robustez  de  sus  fuerzas. 

Alejandro  se  pasó  la  faja  por  debajo  de  los  brazos,  se  agarró  luego  con  las  dos 
manos  sin  soltar  la  escopeta  y dando  á su  cuerpo  un  empuje  violento  y vigoroso, 
gritó: — ¡Tira  ahora,  Gedeon.  tira  ahora! 

Alejandro  se  hundió  completamente  en  la  nieve,  pero  el  vigoroso  esfuerzo  de 
Gedeon  le  arrastró  sacándole  hasta  los  bordes  del  pozo. 

Guando  Alejandro  se  vió  fuera,  se  puso  en  pié  con  ligereza  y dijo  limpiándose 
la  nieve  del  rostro  y del  cuerpo: — ¡Gracias  Gedeon,  me  has  salvado  la  vida!  cuando 
vayamos  á Madrid,  en  pago  del  buen  servicio  que  me  has  prestado  te  daré  tres- 
cientos duros. 

Gedeon  bendijo  desde  el  fondo  de  su  alma  la  nevada  y el  pozo  de  nieve  que 
le  habian  proporcionado  aquella  fortunilla. 

VII 

Después  de  esta  aventura  desventurada  regresaron  á la  casa  del  guarda. 

Aquella  noche  Alejandro  comenzó  á sentirse  molestado  por  una  fuerte  destem- 
planza y grandes  dolores  en  el  pecho  y en  los  hombros,  y comprendiendo  que 
aquello  podia  ser  el  principio  de  una  enfermedad,  regresó  á Madrid  con  gran  ale- 
gría de  Gedeon. 

\ efectivamente,  nuestro  héroe  llegó  á su  casa  en  bastante  mal  estado,  se 
llamó  al  médico  y durante  un  mes  luchó  entre  la  vida  y la  muerte. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


89 


La  juventud  y la  robustez  de  su  naturaleza  le  salvaron,  pero  los  principios  de 
un  reumatismo  quedaron  en  la  sangre. 

Cuando  pasó  el  peligro,  cuando  entró  en  el  período  de  la  convalecencia,  Ale- 
jandro encerrado  en  su  gabinete,  iba  poco  á poco  fortaleciendo  su  cuerpo  de  los 
quebrantos  que  le  Labia  causado  el  catarro  pulmonal. 

A medida  que  el  cuerpo  se  fortalecía,  Alejandro  pensaba  en  la  escopeta,  en 
las  nuevas  campañas  venatorias  que  estaba  dispuesto  á emprender. 

Para  matar  las  Loras,  que  se  le  Inician  interminables,  leía  con  avidez  un  tomo 
de  zoología  y en  particular  la  historia  del  subgénero  perdiz. 

De  vez  en  cuando  dejaba  aquel  tomo  sobre  sus  rodillas  y en  voz  alta  excla- 
maba con  el  acento  que  indudablemente  empleó  Don  Quijote  para  comentar  los 
libros  de  caballería: 

— Yo  no  podré  llamarme  cazador  basta  que  realice  el  plan  que  bulle  en  mi 
cerebro;  yo  quiero  que  las  obras  venatorias  consignen  mi  nombre  llevándole  á la 
posteridad  como  consignaron  el  de  otros  cazadores  famosos;  para  eso  es  preciso 
que  yo  baga  algo  mas  de  lo  que  Le  hecho  hasta  el  presente,  necesito  crearme 
una  fisonomía  propia:  otros  se  la  crearon  matando  leones,  panteras  y elefantes, 
yo  me  la  crearé  matando  perdices.  La  zoología  consigna  diez  y siete  variedades 
de  gallináceas  del  subgénero  perdiz;  yo  solo  conozco  una,  quiero  conocer  las  de- 
más, vaya  si  las  conoceré.  Soy  libre,  independiente,  rico,  ¿quién  podrá  impedír- 
melo? 

Y Alejandro,  después  de  dirigir  una  mirada  amenazadora  en  derredor  suyo  y 
como  si  buscara  enemigos  á quienes  combatir,  encendia  un  cigarro  y abriendo  el 
tomo  que  tenia  sobre  las  rodillas,  y dejando  asomar  una  sonrisa  de  satisfacción  á 
sus  lábios,  exclamaba: 

■ — Será  un  viaje  delicioso,  escribiré  mis  impresiones,  mis  aventuras;  seré  útil 
á la  humanidad  y á la  ciencia,  recorreré  el  mundo  con  la  escopeta  al  hombro  y 
acompañado  de  mis  leales  amigos  Fanor  y Gedeon  (Fanor  era  un  perro);  comen- 
zaré por  matar  perdices  grises  en  Francia  y Alemania,  hártemelas  de  doble  tama- 
ño en  Grecia,  cambras  con  collar  en  los  ásperos  barrancos  de  Berbería,  blancas 
'perlinas  en  las  fecundas  márgenes  del  Nilo,  encarnadas  en  los  Países  Bajos,  de 
vientre  amarillo  y brillantes  como  el  oro  bañado  por  los  rayos  del  sol  en  las  in- 
cultas selvas  del  Senegal,  torqueolaclas  magueopolas  en  las  incultas  soledades  de 
Bengala,  guiases  en  la  India,  deainan-ham  en  los  elevados  montes  de  la  Pasaran  - 
gua,  bermejas  en  las  nevadas  sierras  de  Coroman,  aculadas  en  la  ardiente  Java;  y 


90 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


después  de  recorrer  el  mundo  y de  reunir  muertas  por  mi  escopeta  la  mas  rica 
colección  del  subgénero  perdiz,  regresaré  á España  y podré  decir  á los  cazadores: 
¡Pigmeos!  ¡Átomos!  ¿Qué  habéis  hecho  vosotros  para  enorgulleceros  con  el  nom- 
bre de  cazador?  Matar  conejos,  voltear  liebres,  cazar  alondras  con  espejuelo,  sor- 
prender á la  indolente  codorniz,  perseguir  á la  estúpida  chocha;  y todo  esto  bajo 
el  hermoso  cielo  de  España,  sin  correr  el  menor  peligro,  al  lado  de  vuestra  casa; 
y luego  en  los  cafés,  en  los  bazares  de  armas,  pregonareis  á voz  en  cuello  vues- 
tros méritos,  vuestras  proezas,  y tendréis  la  poca  vergüenza  de  decir  que  la  caza 
es  la  imágen  de  ¡a  guerra.  Para  adquirir  el  título  honroso  de  cazador  de  pura  san- 
gre, es  preciso  hacer  lo  que  yo  he  hecho:  matar  perdices  entre  las  garras  de  los 
tigres,  de  los  leones  y las  trompas  de  los  elefantes.  ¡Sed  como  yo  útiles  v arrodi- 
llaos delante  de  las  diez  y siete  especies  de  gallináceas  del  subgénero  perdiz, 
muertas  por  mi  mano,  y regaladas  á la  Historia  Natural  para  asombro  de  las  ge- 
neraciones venideras ! . . . 

Después  de  este  discurso  Alejandro,  satisfecho  de  sí  mismo,  cerraba  los  ojos  y 
reclinando  la  cabeza  sobre  el  respaldo  de  la  butaca,  veía  revolotear  con  los  ojos 
de  la  imaginación  las  diez  y siete  especies  consignadas  en  los  tratados  de  zoología. 

El  pobre  Gedeon  escuchaba  algunas  veces  desde  la  puerta  los  discursos  de  su 
amo,  y exhalando  un  suspiro  pensaba  que  no  debia  ser  muy  grato  arrancar  las 
perdices  de  las  garras  de  los  leones  y los  colmillos  de  los  elefantes. 

La  enfermedad,  en  vez  de  aminorar,  había  desarrollado  la  afición  de  Alejandro. 
En  vano  su  buena  nodriza  y su  honrado  administrador  se  desvelaban  dándole 
consejos  para  que  moderara  su  afición  ciega  á la  escopeta;  nuestro  héroe,  ya  lo 
hemos  dicho,  era  un  cazador  impenitente,  perseverante,  obstinado  en  la  culpa  hasta 
la  muerte. 

— ¡Ah!  ¡Si  este  chico  se  enamorara  de  alguna  muchacha! — solia  exclamar 
doña  Brígida. — ¡Si  tuviéramos  la  suerte  de  que  se  casara! 

— ¡Ah! — exclamaba  á su  vez  don  Canuto. — Eso  seria  una  fortuna  para  sus 
intereses  v para  su  salud,  porque  el  matrimonio  es  un  freno  que  domestica  á los 
mas  rebeldes. 

La  casualidad,  siempre  madre  de  grandes  acontecimientos,  estuvo  á punto  de 
favorecer  los  deseos  del  administrador  y el  ama  de  gobierno  de  Alejandro. 

Una  tarde  Alejandro  salió  al  balcón,  y en  vez  de  dirigir  los  ojos  hácia  la  iz- 
quierda, los  dirigió  hácia  la  derecha  y vio  á una  joven  que  estaba  colocando  una 
hoja  de  escarola  en  los  alambres  de  la  jaula  de  un  canario. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


01 


El  cazador  miró  á aquella  joven,  protectora  de  los  animales,  con  bastante  in- 
sistencia, y la  encontró  excesivamente  bonita. 

Aquella  noche  entre  las  perdices,  las  liebres  y las  chochas  que  pasaban  por 
su  imaginación,  pasó  también  la  encantadora  cabecita  de  su  vecina. 

Al  dia  siguiente,  Alejandro  se  asomó  al  balcón;  la  dueña  del  canario  se  ha- 
llaba casualmente  colgando  la  jaula  para  que  su  avecilla  de  color  de  oro  pálido 
disfrutara  de  un  rayo  de  sol. 

El  canario  se  puso  á cantar  en  agradecimiento  de  las  consideraciones  que  le 
tenia  su  ama,  y este  canto  fué  el  pretexto  para  que  los  dos  vecinos  cambiaran  al- 
gunas palabras. 

A la  hora  del  almuerzo  Alejandro  preguntó  á su  nodriza  si  conocia  á la  vecina 
del  cuarto  de  al  lado,  y doña  Brígida  dió  informes  tan  ventajosos  de  la  dueña  del 
canario  que  el  cazador  durante  el  almuerzo  permaneció  distraido. 

Por  primera  vez  cruzó  la  idea  del  matrimonio,  haciéndole  cosquillas,  por  el 
corazón  de  nuestro  héroe. 

Reasumiendo:  Alejandro  declaró  en  forma  su  amor  á la  vecina,  esta  declara- 
ción tuvo  buen  éxito;  durante  quince  dias  el  amor  le  hizo  olvidar  la  escopeta,  y 
doña  Brígida,  don  Canuto  y Gedeon  estaban  locos  de  contentos. 

Como  Alejandro  era  un  hombre  impresionable  y vehemente,  resolvió  casarse 
por  la  posta,  pidió  la  mano  de  la  novia,  encargó  á un  agente  matrimonial  los  do- 
cumentos necesarios  para  el  caso;  todo  estaba  dispuesto,  solo  faltaba  ir  á la  calle 
de  la  Pasa  con  los  testigos  y recibir  la  bendición  del  sacerdote  al  pié  de  los  altares. 

Pero  estaba  escrito:  Alejandro  recibió  una  carta  la  víspera  del  dia  designado 
para  entrar  en  el  gremio. 

La  carta  decia  así: 

«Querido  Alejandro:  Tenemos  una  entrada  de  chochas  nunca  vista;  ayer  maté 
diez  y nueve,  y estuve  lo  mas  chambón  que  puedes  imaginarte;  te  espero  con 
impaciencia,  vente  porque  de  seguro  no  te  verás  nunca  en  otra.» 

Alejandro  dió  un  salto,  llamó  á Gedeon,  dispuso  con  rapidez  el  equipaje  v 
olvidándose  de  sus  compromisos  y de  su  novia,  salia  aquella  misma  tarde  en  el 
tren  express  del  ferro-carril  del  Norte. 

Esta  expedición  duró  todo  el  mes  de  diciembre.  Alejandro  mató  muchas  cho- 
chas, pero  al  regresar  á Madrid  doña  Brígida  con  las  lágrimas  en  los  ojos,  le  dijo 
que  la  vecina  se  habia  mudado  de  cuarto,  y (pie  lo  mismo  era  hablar  de  él  que 
hablarle  del  demonio. 


92 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Alejandro  que  no  liabia  nacido  para  casarse,  se  encogió  de  hombros  y di  jo  con 


— Después  de  todo,  me  alegro,  porque  aun  soy  demasiado  joven  para  contraer 
matrimonio. 


La  proyectada  expedición  universal  contra  las  perdices,  volvió  á preocupar  á 
Alejandro. 

Una  mañana  se  hallaba  tomando  café  en  su  gabinete  y Cfedeon  de  pié  cerca 
de  su  amo  esperaba  sus  órdenes. — Cfedeon, — le  dijo  Alejandro, — estoy  resuelto  á 


des  satisfacciones,  los  grandes  peligros  y las  grandes  penalidades  (jue  han  de  sa- 
limos al  encuentro. 

Gedeon  sintió  por  todo  su  cuerpo  un  escalofrío  y se  le  puso  la  carne  de  gallina. 

El  pobre  muchacho  se  reía  con  la  boca  y lloraba  con  el  corazón. 

— Saldremos  de  Madrid, — repuso  Alejandro, — á mediados  de  marzo,  cuando 
comience  á preludiar  el  hermoso  tiempo  de  la  primavera;  nuestro  viaje  durará 
cuatro  ó cinco  años,  ¡ya  verás  qué  agradablemente  pasamos  el  tiempo! 

Gedeon  tuvo  que  apoyarse  en  una  silla  para  no  caerse. 

— ¡Qué  espectáculos  tan  sublimes  vamos  á presenciar!  oiremos  durante  la  no- 
che el  silbido  de  las  culebras,  el  rugido  de  las  panteras  y de  los  leones,  el  mugido 
del  hipopótamo  y del  elefante,  y toda  esta  armonía  de  la  naturaleza  arrullará 
nuestro  sueño  disfrutado  dulcemente  entre  las  movibles  ramas  de  los  gigantescos 
árboles  de  los  bosques. 

Gedeon  sintió  que  el  sudor  corría  gota  á gota  por  todo  su  cuerpo. 

— Presenciaremos  esas  majestuosas  tempestades  de  los  trópicos,  veremos  cru- 
zar el  rayo  por  el  éter,  inflamarse  la  atmósfera  con  las  emanaciones  de  los  volca- 
nes; presenciaremos  la  irritada  cólera  de  los  mares,  elevándonos  unas  veces  hasta 
el  cielo,  y hundiéndonos  otras  hasta  los  profundos  abismos:  indudablemente  ten- 
dremos que  mantener  luchas  titánicas  con  los  salvajes  del  centro  del  Africa,  de- 
fender nuestros  cuerpos  de  la  famélica  voracidad  de  los  antropófagos,  luchar  con 
los  hombres,  con  las  ñeras,  con  los  elementos...  ¡Ah!  ¡qué  placer  tan  grande!... 
¡Esto  ensancha  el  corazón!... 


imperturbable  serenidad: 


emprender  mi  famosa  expedición  contra  las  diez  y siete  especies  de  perdices  co- 
nocidas y espero  que  tú  me  acompañes,  quiero  que  compartas  conmigo  las  gran- 


AMERICANOS Y LUSITANOS 


93 

Gedeon  miraba  á su  amo  sin  verle,  porque  poco  á poco  se  iba  apagando  la  luz 
de  sus  ojos. 

— Tú  irás  armado,  querido  Gedeon,  armado  hasta  los  dientes;  llevarás  una 
carabina  norte-americana  del  sistema  Menchister,  de  diez  y ocho  tiros,  un  rewol- 
ver  y un  cuchillo  de  monte;  yo  te  enseñaré  en  los  ratos  perdidos  el  manejo  del 
arma  y el  modo  de  hacerla  puntería.  ¡Qué  satisfacción  tan  grande  será  para  tí  el 
llevar  á cabo  proezas  que  han  de  ser  la  gloria  de  tus  descendientes,  que  han  de 
consignar  tu  nombre  en  las  páginas  de  oro  de  la  historia!... 

Gedeon  sintió  que  se  le  desvanecía  la  cabeza  y que  todo  daba  vueltas  en  der- 
redor suyo. 

— Figúrate,  querido  Gedeon,  un  enorme  cocodrilo  que  sale  arrastrándose 
pausadamente  de  entre  las  espadañas  que  bordean  un  rio;  se  para  delante  de  tí, 
abre  su  enorme  boca  capaz  de  tragarse  á un  buey,  te  enseña  su  triple  fila  de  dien- 
tes que  trituran  el  diamante,  se  va  acercando  poco  á poco  y relamiéndose  el  hoci- 
co como  si  ya  te  estuviera  saboreando;  pero  tú  impertérrito  y firme  le  apuntas  con 
serenidad  al  único  punto  vulnerable  de  su  cuerpo:  al  ojo,  das  gusto  al  dedo  y... 

Gedeon  no  pudo  mas  y cayó  tan  largo  como  era  á los  piés  de  su  amo. 

Al  pobre  muchacho  le  liabia  hecho  tal  efecto  la  espantosa  descripción  de  Ale- 
jandro, que  llegó  á sentir  por  todo  su  cuerpo  las  mordeduras  de  la  triple  fila  de 
dientes  del  cocodrilo  y se  desmayó. 

Socorrieron  al  pobre  Gedeon  con  los  remedios  caseros  que  se  emplean  en  se- 
mejantes casos,  y una  vez  restablecido,  Alejandro  le  dijo: 

— Veo  que  te  ha  impresionado  mi  relato,  y eso  me  demuestra  que  tienes  co- 
razón y sensibilidad  para  apreciar  las  cosas.  ¡Quien  sabe  si  debajo  de  tu  tosca  cor- 
teza se  oculta  el  alma  de  un  viajero  intrépido!  La  criatura  no  sabe  nunca  para  lo 
que  nace,  el  tiempo  solo  le  revela  la  verdad. 

Gedeon  pensó  que  para  lo  que  liabia  nacido,  si  su  amo  realizaba  el  descabella- 
do viaje,  era  para  morir  sacrificado  por  una  fiera  ó por  un  antropófago,  lo  que  le 
hacia  poquísima  gracia. 


IX 

En  las  horas  que  le  dejaba  libre  la  escopeta,  Alejandro  se  entregaba  con  avi- 
dez á la  lectura  de  la  historia  natural  y de  los  grandes  viajeros  del  universo. 

Estudiaba  con  gran  detenimiento  los  países  que  debia  recorrer,  hacia  apuntes 

TOMO  I.  12 


I.OS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


94 

detallados  de  todas  aquellas  cosas  que  podian  serle  útiles,  formando  un  itinerario 
de  las  ciudades  adonde  su  administrador  debia  remitirle  fondos. 

Mientras  tanto  doña  Brígida  le  pedia  á Dios  con  la  fervorosa  fé  de  un  creyente 
que  apartara  del  pensamiento  de  su  hijo  la  descabellada  idea  del  viaje:  don  Ca- 
nuto suspiraba,  y el  pobre  Gedeon  pasaba  las  noches  víctima  de  terribles  pesadi- 
llas, viendo  en  el  fondo  de  su  alcoba  garras  de  tigres,  bocas  de  cocodrilos  y trom- 
pas de  elefantes;  estas  visiones  le  quitaban  el  sueño  y le  ponian  los  pelos  de  punta. 

l'n  dia  Gedeon  se  hallaba  en  la  cocina,  y como  vivia  sobresaltado,  oyó  un 
terrible  campanillazo  que  le  hizo  dar  un  salto. 

Era  su  amo  que  le  llamaba. 

Gedeon  entró  precipitadamente. 

• — ¡Abrázame  Gedeon, — le  dijo  Alejandro  saliendo  á su  encuentro, — acabo  de 
hacer  un  gran  descubrimiento ! 

Gedeon  abrazó  á su  amo,  pero  con  algún  recelo,  pues  iba  temiendo  que  el  jui- 
cio de  su  señorito  no  estaba  muy  firme. 

— ¿A  tí  te  gustan  los  ajos? — le  preguntó  Alejandro. 

Esta  pregunta  corroboró  las  sospechas  de  Gedeon,  que  sonriéndose  á su  modo, 
dijo: 

— Sí,  señor. 

— Me  alegro,  porque  te  prevengo  que  he  descubierto  un  subgénero  de  perdiz 
mas  y para  reunirla  á,  mi  colección  iremos  también  á la  Fócida,  á.  esa  famosa  re- 
gión de  Grecia;  allí  conocerás  á los  descendientes  de  aquellos  héroes  que  antes  de 
comenzar  una  batalla  ceñian  á sus  frentes  el  laurel  de  Apolo.  Cuando  recorramos 
el  poético  golfo  de  Corinto,  ya  te  diré  yo  quién  era  Apolo  y sus  nueve  hermanas, 
porque  supongo  que  ahora  no  lo  sabes. 

— No  señor,  no  conozco  á ninguna  de  ellas, — contestó  Gedeon  ingénitamente. 

— Visitaremos  las  marítimas  costas  de  Chyra;  sobre  aquellas  areniscas  playas 
pasea  la  perdiz  que  he  descubierto  y que  bien  podremos  llamar  perdiz  fócense. 
Es  la  única  de  las  especies  conocidas  que  no  se  come,  porque  su  carne  tiene  un  olor 
nauseabundo  á ajos  podridos,  que  dan  náuseas  y producen  cólicos;  pero  nosotros, 
querido  Gedeon,  la  comeremos:  por  eso  te  he  preguntado  si  te  gustaban  los  ajos. 

— Pero  señor,  ¿y  si  al  comerla  reventamos? — preguntó  Gedeon. 

— No  importa;  la  comeremos,  es  preciso  hacer  sacrificios  por  la  ciencia,  ¿por- 
que cómo  quieres  tú  que  yo  describa  el  sabor  de  la  perdiz  fócense  sin  haberla  pro- 
bado? 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


95 


— Enlonces  la  comerá  usted  solo,  señorito. 

— Ya  te  lie  diclio  que  desde  el  momento  en  cjue  salgamos  de  Madrid  serás  un 
amigo,  un  compañero  de  viaje  que  compartirás  conmigo  las  glorias  y las  fatigas, 
quiero  que  tu  nombre  llegue  á la  posteridad  unido  al  mió. 

Gedeon  comprendió  que  no  le  quedaba  otro  remedio  que  ser  el  héroe  por  fuer- 
za y dejar  que  su  amo  inmortalizara  su  nombre. 


Llegó  por  fin  el  mes  de  marzo:  comenzó  la  primavera  á preludiar  su  poético 
reinado,  se  llenaron  de  blanca  flor  los  almendros  y de  violados  penachos  las  lilas. 

Alejandro  resolvió  emprender  el  dia  veinte  la  famosa  expedición. 

Ni  súplicas,  ni  lágrimas,  ni  consejos,  le  hicieron  desistir,  porque  no  basta 
para  convencer  á un  cazador  impenitente  ni  la  elocuencia  de  Platón,  ni  la  pacien- 
cia de  Job,  ni  la  dulzura  de  Virgilio. 

Gedeon  viendo  á su  amo  disponer  todo  lo  necesario  para  el  viaje,  estaba  atur- 
dido, daba  vueltas  por  la  casa  como  un  palomino  atontado,  y cuando  sus  ocupacio- 
nes se  lo  permitían,  se  encerraba  en  su  cuarto,  se  tendia  en  su  cama,  y derraman- 
do un  mar  de  lágrimas,  exclamaba: 

— ¡Se  nos  comen!  ¡Se  nos  comen!  El  pedazo  mas  grande  que  va  á quedar  de 
nosotros  será  una  oreja. 

Tres  dias  antes  de  partir,  Gedeon  escribió  una  carta  á su  familia,  que  en  una 
modesta  aldea  de  El  Valle  de  Oro,  envidiaba  la  felicidad  que  al  pobre  Jesús  le 
liabia  tocado  en  suerte  en  Madrid  con  un  amo  tan  bueno  y tan  generoso. 

La  carta  decia  así: 

«Mis  queridos  padres,  hermanos,  primos  y demás  parientes:  Ante  todo  encar- 
go á ustedes  que  saluden  al  señor  cura  en  mi  nombre  y díganle  de  mi  parte  que 
me  encomiende  á Dios  en  sus  oraciones,  porque  según  parece  van  á llover  sobre 
mí  todas  aquellas  plagas  de  Faraón,  que  nos  contaba  en  la  cuaresma  desde  el  pul- 
pito, haciéndonos  llorar  á todos  los  vecinos  del  pueblo,  grandes  y pequeños,  hom- 
bres y mujeres. 

»Sabrán  ustedes  que  según  parece  dentro  de  pocos  dias  nos  vamos  yo  y el 
amo,  sin  otro  objeto  que  el  de  matar  perdices  entre  las  garras  de  los  tigres,  las 
trompas  de  los  elefantes,  las  1 tocas  de  los  cocodrilos,  y comeremos  las  fáculas  po- 
dridas que  saben  á ajos,  dan  vómitos  y dolor  de  tripas. 


96 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


»Mi  amo  asegura  que  todo  esto  será  muy  bueno  para  mis  hijos,  cuando  los 
tenga;  pero  yo  para  mí  pienso  que  si  los  salvajes  se  comen  el  padre  antes  de  tener 
hijos,  no  sé  cómo  puede  ser  bueno  para  los  que  aun  no  han  nacido;  pero  él  lo  dice 
y será  verdad,  porque  un  criado  humilde  como  yo  debe  ser  obediente. 

»Pero  de  todas  estas  cosas,  el  señor  cura,  que  es  un  pozo  de  ciencia,  les  ente- 
rará á ustedes,  pues  yo  con  el  tal  viaje  tengo  la  cabeza  lo  mismo  que  una  olla  de 
grillos  y me  suben  del  estómago  ciertas  cosas  que  me  tienen  muy  removido. 

»l)ice  mi  amo  que  en  este  famoso  viaje  que  vamos  á emprender  para  gloria  de 
Madrid  y de  Galicia,  tan  pronto  tocaremos  el  cielo  con  las  manos  como  los  pro- 
fundos abismos  con  los  piés,  y que  todo  irá  bien  si  no  nos  rompemos  el  bautismo 
en  una  de  estas  subidas  y bajadas. 

Como  yo  no  sé  adonde  me  llevan  y no  las  tengo  todas  conmigo,  por  lo  que 
pueda  tronar  y pensando  como  conviene  á un  hijo  de  mi  tierra,  he  dejado  todas 
mis  economías,  que  suben  á trescientos  veinte  y cuatro  duros,  en  la  Caja  de  Ahor- 
ros para  que  vayan  ganando  algo. 

»Si  muero  nombro  á mis  padres  herederos  de  ese  capital,  encargándoles  dos 
misas  de  á peseta  en  la  ermita  del  pueblo  por  el  descanso  de  mi  alma. 

»Aunque  tengo  muchas  cosas  que  decir  á ustedes,  no  se  me  ocurre  nada,  solo 
que  sepan  que  yo  ya  no  me  llamo  Jesús  sino  Gedeon,  porque  dice  mi  amo  que  no 
debo  llevar  el  nombre  que  me  pusieron  al  bautizarme. 

»Recen  ustedes  mucho  por  el  pobre  Gedeon,  antes  Jesús;  si  puedo  ya  les  es- 
cribiré á ustedes,  dándoles  cuenta  de  mi  persona,  pues  saben  que  les  quiere  mu- 
cho su  hijo: — Jesús,  Gedeon,  F arranco.» 

Gedeon  después  de  escrita  esta  carta  quedó  mas  tranquilo,  la  echó  al  correo  y 
se  dijo : 

— Ahora  sea  lo  que  Dios  quiera. 

La  carta  de  Gedeon  lleudó  á la  feliz  aldea  de  El  Valle  de  Oro,  se  leyó  en  fami- 
lia  á la  sombra  de  un  corpulento  castaño;  la  presidencia  la  ocupaba  el  venerable 
cura . 

A la  primera  vez  no  la  entendió  nadie,  pero  en  cambio  á la  segunda  la  enten- 
dieron menos,  y eso  que  el  cura  leia  casi  de  corrido  en  su  breviario;  pero  como  en- 
tendieron perfectamente  lo  de  la  Caja  de  Ahorros,  que  era  para  ellos  lo  mas  impor- 
tante, guardaron  la  carta  en  el  arca,  se  encogieron  de  hombros  y dejaron  al  tiempo 
ol  cuidado  de  todo  cuanto  pudiera  sucederle  al  pobre  Gedeon. 

Así  las  cosas,  llegó  la  hora  de  la  partida. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


97 


Doña  Brígida  lloraba  como  una  Magdalena,  viendo  que  iba  á separarse  de 
aquel  á quien  liabia  alimentado  con  el  jugo  de  sus  pechos. 

Don  Canuto  daba  vueltas  por  la  casa,  diciendo  en  voz  baja: 

— ¡Es  una  calaverada!  ¡ Es  una  calaverada! 

Por  fin  partieron  Alejandro  y Gedeon,  el  primero  lleno  de  ardimiento  y de- 
seando matar  las  diez  y siete  especies  conocidas  del  subgénero  perdiz,  y el  se- 
gundo pensando  en  los  antropófagos,  en  las  garras  de  los  leones,  en  los  silbidos 
de  las  culebras  de  cascabel  y en  las  trompas  de  los  elefantes. 

Alejandro  salió  de  Madrid  con  la  frente  levantada  como  los  héroes;  Gedeon 
con  la  tímida  sonrisa  de  los  mártires  en  los  labios;  el  pobre  muchacho  llevaba  el 
miedo  en  el  corazón,  las  tinieblas  en  la  mente  y la  estupidez  en  el  semblante. 

XI 

Ya  comprenderán  nuestros  lectores  con  cuánto  placer  seguiríamos  á nuestros 
héroes  describiendo  detalladamente  todas  las  portentosas  aventuras  que  les  suce- 
dieron por  Europa,  Asia,  Africa  y América;  pero  para  esto  necesitaríamos  una  do- 
cena de  tomos  infolio  que  nosotros  no  tenemos  tiempo  para  escribir  en  esta  vida 
corta  y finita,  ni  nuestros  lectores  paciencia  para  leer,  aunque  se  hallaran  tan  des- 
ocupados como  los  reyes  de  piedra  de  la  plaza  de  Oriente. 

Forzoso  será,  por  lo  tanto,  al  menos  por  ahora,  dejar  en  el  mas  profundo  si- 
lencio las  heroicas  empresas,  los  gigantescos  rasgos  de  valor  que  llevaron  á caho 
nuestros  héroes. 

A los  dos  meses  de  su  salida  de  Madrid,  don  Canuto  recibió  una  carta  y un 
cajón.  La  carta  era  de  Alejandro  que  le  participaba  que  él  y Gedeon  gozaban  de 
perfecta  salud,  y en  el  cajón  encontró  cuatro  perdices  disecadas,  dos  grises  y dos 
blancas  perlinas  de  Egipto. 

La  carta  estaba  fechada  en  el  Cairo  y describía  algunas  particularidades  de  la 
abundancia  de  perros  vagamundos  que  circulan  por  las  calles  de  aquella  famosa 
ciudad  de  los  Faraones. 

Poco  después  recibió  otra  carta  y otro  cajón  con  otro  par  de  perdices  muertas 
en  las  orillas  del  rio  Santo;  cuya  inundación  había  sido  aquel  año  tan  famosa, 
que  Gedeon,  que  la  contemplaba  desde  una  azotea,  creyó  que  aquello  era  un  se- 
gundo diluvio  del  que  era  imposible  salvarse. 

Sucesivamente  y en  períodos  de  tres  ó cuatro  meses  don  Canuto  iba  recibien- 


98 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


do  otras  cartas  y otros  cajones  de  perdices  disecadas  de  Alejandro,  que  el  buen  ad- 
ministrador iba  colocando  en  el  gabinete  de  su  administrado  bajo  campanas  de 
cristal. 

La  colección  aumentaba;  el  espíritu  de  la  nodriza  y del  administrador  se  iba 
tranquilizando,  solo  que  por  algunas  palabras  de  la  correspondencia  de  Alejandro 
sospechaban  que  les  liabian  sucedido  algunas  aventuras  desgraciadas. 

Reasumiendo:  trascurrieron  seis  años. 

hn  el  gabinete  de  Alejandro  se  hallaban  colocados  quince  subgéneros  de  per- 
diz de  las  diez  y siete  conocidas  en  la  zoología. 

Don  Canuto  viendo  aquel  rico  museo  de  disección,  admirando  aquellas  galli- 
náceas inmóviles  que  liabian  cantado  sus  amores  en  las  regiones  mas  apartadas 
del  universo,  se  frotaba  las  manos  con  satisfacción,  diciendo: 

— \ a pronto  dará  la  vuelta,  pues  solo  faltan  dos  subgéneros  como  él  dice  en 
sus  cartas.  ¡Qué  viaje,  doña  Brígida!  ¡Qué  viaje!  ¡ Ni  los  del  capitán  Cook  se  pue- 
den comparar  con  él ! 

Y la  verdad  era  que  tanto  don  Canuto  como  doña  Brígida  se  hallaban  orgu- 
llosos de  la  heroica  empresa  de  Alejandro. 

Por  fin  se  recibió  una  carta  fechada  en  Tánger  que  decía: 

«Realizado  mi  hermoso  sueño,  muertas  y disecadas  los  dos  subgéneros  de  per- 
diz que  faltaban  á mi  colección,  tan  pronto  como  me  restablezca  regresaré  á Ma- 
drid v tendré  el  gusto  de  darles  un  abrazo  y hablarles  de  mis  grandes  aventuras. 

»E1  pobre  Fanoi  no  existe,  se  lo  ha  merendado  un  cocodrilo;  Gedeon  y yo  nos 
encontramos  un  poco  averiados;  de  seguro  que  cuando  nos  vean  ustedes  entrar 
por  la  puerta  no  nos  conocen:  hemos  sufrido  mucho  y liemos  perdido  algunos 
miembros  de  nuestros  cuerpos. 

»¡Pero  qué  importa!  Nuestros  nombres  pasarán  á la  posteridad  con  aplauso  y 
asombro  de  las  generaciones  venideras.» 

Don  Canuto  y doña  Brígida  pensaban  qué  miembros  serian  los  que  liabian 
perdido  Alejandro  y Gedeon  y esto  les  preocupaba  grandemente. 

XII 

Quince  dias  después  recibió  don  Canuto  un  parte  telegráfico  de  Cádiz  que  de- 
cía lacónicamente: 

«Mañana  en  el  tren  correo  llegamos  á esa. — Alejandro.» 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


99 

Imposible  seria  describir  la  alegría  de  la  nodriza. y del  administrador,  hasta 
tal  punto  llegó  que  aquellos  dos  viejos  se  abrazaron  con  el  entusiasmo  de  la  ju- 
ventud. 

Doña  Brígida  dispuso  un  cocido  de  esos  cuyo  caldo  resucita  á un  muerto,  don 
Canuto  arregló  sus  cuentas  y dió  un  vistazo  al  gabinete  de  disección. 

Aquella  noche  durmieron  poco;  una  hora  antes  de  la  llegada  del  tren  se  ha- 
llab  an  en  la  estación  esperando  ;i  los  intrépidos  viajeros. 

Un  ómnibus  á domicilio  les  esperaba  para  conducirles  á casa. 

Llegó  el  tren. 

El  administrador  y la  nodriza  buscaron  con  las  afanosas  miradas  del  cariño  á los 
que  esperaban,  y á no  ser  por  una  voz  que  pronunció  sus  nombres,  los  pobres  vie- 
jos no  encuentran  á Alejandro  ni  á Gedeon. 

— ¡Eli,  señora  Brígida,  don  Canuto,  aquí,  somos  nosotros! — gritaron  desde  la 
portezuela  de  un  coche  de  primera. 

Doña  Brígida  dió  un  grito  y retrocedió. 

De-aquel  coche  bajaban  dos  hombres  ó por  mejor  decir  las  dos  terceras  partes 
de  ellos;  á uno  Je  faltaban  las  orejas  y la  nariz,  vestia  un  traje  abigarrado,  estra- 
ño,  especie  de  'poutpurri  universal  y llevaba  unas  melenas  rojas  que  le  caian  sol) re 
la  espalda;  aquel  hombre  era  Gedeon;  al  otro  que  le  seguia  le  faltaba  un  ojo,  un 
brazo  y una  pierna,  cruzaban  su  rostro  tres  ó cuatro  cicatrices;  en  cuanto  á su 
traje  tenia  también  una  variedad  pintoresca:  este  era  Alejandro. 

La  gente  comenzó  á rodearlos  con  grandes  muestras  de  curiosidad. 

Mientras  tanto  doña  Brígida  y don  Canuto,  repuestos  de  la  sorpresa,  les  abra- 
zaban, les  besaban  y lloraban. 

Dos  mozos  condujeron  al  ómnibus  los  trescientos  mil  cachivaches  que  lleva- 
ban los  viajeros. 

Como  la  gente  les  seguia  en  tropel  ansiosa  de  contemplar  aquellos  dos  séres 
extraños,  Alejandro  se  volvió  con  tal  ferocidad  que  la  gente  se  contuvo  retroce- 
diendo. 

— Mírenme  ustedes  bien,  señores, — les  dijo,- — me  llamo  Alejandro,  soy  un  ca- 
zador impenitente,  (pie  ha  ido  dejando  por  esos  mundos  pedazos  de  su  carne  y de  sus 
huesos;  este  que  ven  ustedes  es  Gedeon,  mi  compañero  de  infortunio,  á quien  una 
mujer  antropófaga  se  le  comió  la  nariz,  y un  rey  africano  le  cortó  las  orejas;  us- 
tedes podrán  mirarnos  con  curiosidad,  pero  nosotros  en  cambio  les  miramos  á us- 
tedes con  lástima,  con  compasión,  como  miran  los  gigantes  á los  pigmeos. 


100 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Y diciendo  esto  entró  en  el  ómnibus  con  la  altivez  de  un  conquistador,  aun- 
que le  costó  algún  trabajo,  á causa  de  su  pata  de  palo  y su  brazo  de  menos. 

Alejandro  traia  cuatro  enormes  cajones  llenos  de  armas  y pertrechos  de  caza, 
verdadero  museo,  tan  rico  como  original,  donde  se  encontraba  desde  la  rústica 
bolsa  de  piel  de  perro  para  las  balas  y el  primitivo  cuerno  para  la  pólvora  de  los 
reyc  Mandingas  de  la  costa  de  Sierra  Leona,  basta  los  mas  refinados  atavíos,  in- 
gleses, c1  ^anes  y norte-americanos. 

Durante  los  odio  primeros  dias  de  su  llegada  á Madrid,  Alejandro  se  entre- 
tuvo en  colocar  lo  mas  artísticamente  que  le  fué  posible  por  las  paredes  de  la  sala 
y el  gabinete,  todos  aquellos  pertrechos,  tan  raros  como  originales,  reunidos  du- 
rante su  famoso  viaje. 

Cuando  terminó  su  obra,  persuadido  de  que  nadie  tenia  un  museo  venatorio  mas 
rico  que  él  y satisfecho  de  sí  mismo,  pasó  la  siguiente  circular  á la  prensa  madrileña: 

Señor  Director  del  periódico... 

«Muy  señor  mió  y de  toda  mi  consideración:  Un  viajero  universal  que  ha  per- 
dido en  su  expedición  un  ojo,  un  brazo  y una  pierna,  y ha  logrado  reunir  á fuerza 
de  ímprobos  desvelos  y penalidades  la  mas  rica  y completa  colección  del  subgé- 
nero perdiz,  tiene  el  honor  de  invitarle  á un  almuerzo  para  el  jueves  dia  15  del 
corriente  á las  doce  de  la  mañana  en  esta  su  casa  calle  de  Atocha  número...  y al 
mismo  tiempo  podrá  usted  examinar  y apreciar  con  su  reconocida  inteligencia  y 
no  menos  reconocida  ilustración  las  diez  y siete  especies  de  perdiz  consignadas 
por  los  naturalistas  en  sus  tratados  de  zoología. 

» Aprovecho  esta  ocasión  para  ofrecer  á usted,  señor  director,  todos  mis  respetos 
y todas  mis  consideraciones.  S.  S.  Q.  B.  S.  M. — Alejandro.» 

Una  docena  de  copias  sacadas  por  don  Canuto  con  letra  clara  é intachable 
limpieza  fueron  repartidas  entre  los  periódicos  mas  populares  de  Madrid. 

Llegó  el  dia  del  almuerzo,  se  almorzó  bien,  se  brindó  por  la  intrepidez  del  ca- 
zador impenitente  y de  su  heroico  criado  Gedeon,  se  admiró  el  museo  zoológico, 
las  armas,  los  pertrechos  de  caza,  en  una  palabra,  Alejandro  tuvo  un  verdadero 
éxito;  los  periodistas  le  abrazaron,  le  ofrecieron  ser  cada  uno  de  ellos  una  trompa 
de  la  fama  para  esparcir  por  el  mundo  su  glorioso  nombre. 

Excuso  decir  á ustedes  que  toda  la  prensa  habló  de  Alejandro  y Gedeon,  que 
salieron  sus  retratos  y sus  biografías  en  las  revistas  ilustradas,  y que  durante  un 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


101 


mes  fueron  los  héroes,  los  hombres  á la  moda  y el  pasto  de  la  conversación  de  los 
desocupados. 

La  verdad  es  que  lo  merecieron,  porque  empresas  como  la  de  Alejandro  no  las 
lleva  a cabo  todo  el  mundo. 

Mientras  tanto,  don  Canuto  y doña  Brígida  rabiaban  por  saber  cómo  había 
perdido  Alejandro  el  brazo,  la  pierna  y el  ojo,  pero  nuestro  héroe,  que  no  qi  ia 
desvirtuar  sus  portentosas  aventuras,  les  dijo: 

— Algún  dia  se  publicarán  mis  memorias  y entonces  sabrán  ustedes  y sabrá 
el  mundo,  cosas  que  hoy  ignoran;  mientras  tanto  y para  calmar  la  curiosidad  de 
ustedes  les  diré  que  el  ojo  lo  perdí  en  Asia,  el  brazo  en  América  y la  pierna  en 
África. 

- — Pero  señor,  ¿cuando  se  quedó  usted  tuerto  no  perdió  usted  la  afición  á la 
caza? — le  dijo  don  Canuto. 

— No:  me  mandé  hacer  una  escopeta  con  la  caja  torcida  hacia  la  izquierda, 
puesto  que  era  el  ojo  derecho  el  que  me  faltaba,  y seguí  cazando. 

— ¿Y  cuando  perdió  usted  el  brazo? 

— (domo  era  el  izquierdo  me  hice  un  aparato  con  una  horquilla  para  apoyar  la 
escopeta  y seguí  cazando. 

— ¿Pero  y al  perder  la  pierna? — volvió  á preguntar  don  Canuto. 

Alej  andró  exhaló  un  suspiro,  fijó  una  mirada  en  el  administrador,  y dijo  con 
profundo  y triste  acento: 

— Al  perder  la  pierna  pensé  en  Madrid,  y le  dije  á Gedeon  con  los  ojos  llenos 
de  lágrimas:  «Amigo  mió,  esto  se  ha  acabado,  no  es  la  fé  la  que  me  abandona, 
me  siento  con  valor  para  recorrer  el  mundo  en  pos  de  otra  especie  del  reino  ani- 
mal; pero  la  pérdida  de  la  pierna  derecha  me  imposibilita;  es  preciso  resignarse, 
es  necesario  regresar  á nuestra  casa.» 

Alejandro  inclinó  con  profunda  tristeza  la  frente  sobre  el  pecho,  y después  de 
una  pausa,  levantando  la  única  mano  que  tenia  hácia  el  cielo,  exclamó: 

— Tengo  treinta  y ocho  años,  la  mejor  edad  para  cazar,  pero  no  hay  remedio, 
es  preciso  cortarse  la  coleta  como  los  toreros  que  se  retiran. 

— ¿Y  tú,  pobre  Gedeon,  cómo  perdistes  las  narices  y las  orejas? — preguntó 
doña  Brígida. 

— En  Africa, — contestó  Gedeon  suspirando; — desgraciadamente  se  enamoro 

de  mí  una  mujer  salvaje,  yo  no  quise  acceder  á sus  deseos,  y ella  para  probarme 

la  firmeza  de  su  amor,  de  un  bocado  me  arrancó  la  nariz;  pero  apénas  me  había 
tomo  i,  13 


102 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


repuesto  de  aquella  brutalidad  femenina,  el  rey  de  la  tribu,  hombre  excesiva- 
mente galante  con  las  mujeres,  me  mandó  cortar  las  orejas  porque  habia  despre- 
ciado á una  súbdita  suya. 

Y Cfedeon  dejando  asomar  dos  lágrimas  á sus  ojos,  añadió: 

— Yo  no  siento  mas  sino  que  ahora  cuando  vaya  á mi  pueblo,  me  llamará  todo  el 
mundo  Gedeon  el  desorejado,  y este  apodo  no  me  lo  quita  ni  á mí  ni  á mis  hijos, 
si  los  tengo,  ni  el  mismo  emperador  de  la  China  en  persona. 

XIII 

Alejandro,  plenamente  convencido  de  que  habia  quedado  inútil  para  la  caza, 
tuvo  un  gran  pensamiento:  casarse,  dar  al  mundo  una  raza  de  cazadores  impeni- 
tentes como  él. 

Solo  una  duda  le  asaltaba:  si  encontraría  una  mujer  que  se  atreviera  á casarse 
con  él.  tuerto,  manco  y cojo. 

Pero,  ¡olí,  sublime  abnegación!  ¡oh.  rasgo  digno  de  ser  cantado  por  Homero! 
Como  Alejandro  tenia  dos  casas  en  Madrid,  encontró  una  muchacha  joven,  bo- 
nita y modesta  que  aceptó  el  único  ojo,  la  única  pierna  y la  única  mano  que  le 
ofrecía  el  cazador  impenitente. 

Esta  heroica  muchacha  se  casó  con  Alejandro,  y tuvieron  muchos  hijos,  todos 
varones,  todos  cazadores  impenitentes,  todos  obstinados  en  la  culpa,  porque  sabido 
es  que  el  hombre  es  el  animal  que  menos  escarmienta  en  cabeza  agena. 

Yo  estoy  seguro,  querido  lector,  de  que  si  eres  un  verdadero  aficionado  á la 
escopeta,  habrás  conocido  ó conoces  á algún  descendiente  del  héroe  de  mi  cuento, 
porque  cuando  se  tiene  la  afición  á la  caza  bien  sentada,  cuando  circula  por  las 
venas  sangre  cazadora,  la  chifladura  es  incurable,  porque  el  cazador  impenitente 
es  obstinado  en  la  culpa  hasta  la  muerte. 

En  cuanto  al  pobre  Gedeon  regresó  á su  Valle  de  Oro  con  una  fortunilla  de 
siete  mil  duros  y aunque  se  hallaba  desnarigado  y desorejado  encontró  una  fresca 
y rolliza  farruca  que  se  casó  con  él;  tuvo  muchos  hijos  para  estender  la  estupi- 
dez  del  padre  por  el  mundo,  v cosa  estraña,  todos  nacieron  con  narices  y con  ore- 
jas, lo  cual  causó  grandes  inquietudes  á Gedeon  sospechando  si  su  mujer  habría 
faltado  á la  fidelidad  conyugal;  porque  él  no  podía  esplicarse  cómo  de  un  padre 
sin  orejas  y sin  narices,  nacían  hijos  con  narices  y con  orejas. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


103 


Pero  afortunadamente  el  cura,  que  era  un  sábio,  se  encargó  de  disipar  las  nu- 
bes que  oscurecían  la  limitada  inteligencia  de  Gedeon. 

¡Ah!  Se  me  olvidaba  decir  á ustedes  que  por  una  casualidad  lia  caido  en  mis 
manos  el  manuscrito  de  los  viajes  del  cazador  impenitente  j que  cuando  tenga 
tiempo  y buen  humor  lo  daré  á luz  para  que  sirva  de  solaz  y esparcimiento  á los 
émulos  de  San  Eustaquio,  San  Huberto  y Sau  Antolin,  tres  buenos  cazadores  que 
se  ganaron  un  rinconcito  en  el  cielo  matando  reses  en  la  tierra. 


por  U.  Nicolás  Díaz  de  Benjumea. 


CUADRO  PRIMERO. 


or  mas  que  se  haya  escrito  sobre  esta  solemnidad  religiosa, 
ni  está  ni  estará  jamás  agotado  un  asunto,  sobre  el  cual,  no 
ya  artículos  sueltos,  sino  libros  en  folio  se  pudieran  escribir 
llenos  de  interés  y amenidad,  ora  pintando  el  entusiasmo  de 
la  le  en  los  verdaderos  creyentes,  cuya  raza,  preciso  es  con- 
fesarlo, va  disminuyendo  de  dia  en  dia;  ora  describiendo  los 
pasos  con  sus  bellísimas  esculturas,  el  lujo  de  las  imágenes,  el  traje 
de  los  penitentes,  la  suntuosidad  de  los  monumentos  y el  carácter  so- 
lemne que  revisten  todas  las  ceremonias  eclesiásticas;  ya  baldando 
de  la  animación  del  comercio  que  tan  buen  provecho  saca  de  estas 
tiestas  y solemnidades,  reforzadas  con  los  placeres  de  las  profanas  que 
les  siguen  como  su  apéndice  y complemento;  ya,  en  fin,  notando  el 
asombro  y embeleso  de  los  forasteros,  especialmente,  los  de  lejanas  tierras,  que 
van  á la  oriental  Sevilla  en  busca  de  aromas,  poesía  é impresiones  agradables. 

Hoy  por  boy,  la  ciudad  del  Bétis  es  la  que  lleva  la  palma  por  su  gran  saber  y 
artístico  entender  en  el  modo  de  solemnizar  este  santo  tiempo,  y no  es  porque  le 


I,OS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


105 

haya  sido  ciada  esta  gracia  de  balde,  ni  en  nuestros  dias.  De  muy  antiguo  se  con- 
sagró la  piedad  y el  buen  gusto  de  los  sevillanos  á representar  los  misterios  y es- 
cenas de  la  pasión  de  Jesús,  consumiendo  en  ello  muchos  caudales  y empleando 
la  habilidad  de  los  mas  consumados  artistas;  de  suerte  cjue  si  en  otras  ciudades, 
sirven  de  escándalo  ó de  irrisión  ante  los  ojos  de  una  crítica  severa,  no  se  puede 
negar  (pie  en  Sevilla  se  habia  logrado  á fuerza  de  arte,  vencer  las  dificultades  y 
escollos,  propios  de  la  representación  de  misterios  tan  sublimes,  sin  caer  en  el 
otro  extremo  de  lo  ridículo. 

Natural  era,  pues,  que  desarrollados  los  medios  de  comunicación,  se  extendie- 
se la  voz  y la  fama,  y entrase  por  esos  mundos  la  curiosidad  de  presenciar  una 
Semana  Santa  en  Sevilla,  como  la  hubo  en  tiempos  pasados  de  asistir  á un  carna- 
val en  Yenecia  y la  hay  ahora  de  gozar  de  una  temporada  en  Niza  ó en  Londres. 

Lógico  era  también,  que  los  directores  de  los  diarios  y revistas,  anduviesen  con 
el  ojo  alerta  para  llenar  sus  columnas  de  reseñas,  é impresiones  de  viajeros,  asis- 
tentes á tan  notables  espectáculos,  y en  efecto,  mas  de  una  vez  fui  encargado  de 
dibujar  á la  pluma  estos  cuadros  de  dos  caras,  una  de  las  cuales  ostenta  mucha 
piedad  y devoción  y otra  una  irreverencia  concebible  apénas  en  un  pueblo  católico. 

Pero  una  cosa  es  describir  aquello  que  se  está  acostumbrado  á ver  desde  la  in- 
fancia y otra  lo  que  por  vez  primera  nos  sorprende.  En  ambos  casos  hay  sus  ven- 
tajas é inconvenientes.  En  el  primero  puede  el  autor  ser  mas  exacto  y minucioso, 
pero  le  falta  el  golpe  de  vista  crítico  y original  del  que  juzga  por  sí  y ante  sí, 
sin  que  le  hayan  embotado  la  costumbre  ni  el  juicio  del  vulgo. 

De  estos  inconvenientes  se  halla  libre  esta  reseña,  puesto  que  si  bien  soy  es- 
pañol v nacido  en  la  ciudad  que  fundó  Hércules,  cercó  Julio  César,  ganó  San  Fer- 
nando v bombardeó  Espartero  sin  poder  entrar  en  ella,  al  decir  de  los  sevillanos 
por  la  protección  que  nos  dispensaron  sus  dos  patronas  moderadas-históricas, 
Santas  Justa  y Rufina,  hace  muchos  años  que  dejé  las  orillas  encantadoras  del 
Bétis:  de  manera,  que  cuando  últimamente  la  visité  por  el  tiempo  Santo,  cuanto 
veía,  se  hallaba  revestido  para  mí  de  los  caracteres  de  antiguo  y conocido  y de 
nuevo  v sorprendente.  A esta  circunstancia  vino  á juntarse  la  de  que  un  caballero 
castellano  y devoto,  que  hacia  el  viaje  á Sevilla  como  lo  hiciera  un  peregrino  á 
la  Tierra  Santa,  me  fué  especialmente  recomendado  para  que  le  acompañase  y en- 
señase las  maravillas  de  piedad  y santo  celo  que  en  tales  dias  ofrecen  las  comuni- 
dades ó hermandades  de  la  ciudad  Mariana  por  antonomasia,  á quien  tal  vez  por 
esto  llaman  la  tierra  de  María  Santísima. 


100 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Pues,  como  digo  ele  mi  cuento,  llegamos  á la  ciudad  don  Peregrino  y yo  en 
la  noclie  del  sábado  vísperas  del  Domingo  de  Ramos.  Anduvimos  los  principales 
hoteles  y casas  de  huéspedes  y todas  se  hallaban  atestadas  de  forasteros.  Al  cabo 
se  encontró  un  medio  desvan  en  uno  de  los  sil  ios  mas  céntricos,  donde  se  alojó  mi 
amigo  por  la  módica  suma  de  cinco  duros  diarios  sin  pitanza,  cosa  que  le  pareció 
nn  asalto  de  José  María,  sin  mas  diferencia  de  que  estelos  Inicia  en  Sierra-More- 
na y trabuco  al  ojo,  y aquel  le  fué  hecho  con  toda  urbanidad  y cortesía.  Yo  fui  á 
alojarme  en  casa  de  un  antiguo  amigo,  padre  de  numerosa  familia  y conocido  en 
Sevilla  por  su  entusiasmo  hacia  las  cosas  de  nuestra  santa  religión,  no  sin  haber- 
nos dado  cita  para  el  dia  siguiente  muy  de  mañana,  pues  el  cielo  y el  suelo  esta- 
ban convidando  á tales  excursiones. 

A orillas  del  manso  Guadalquivir  nos  solazamos  al  dia  siguiente  coi:  un  vaso 
de  pura  y suculenta  leche  de  vacas,  en  la  agradable  compañía  de  familias  ente- 
ras que  salen  á respirar  el  perfumado  ambiente.  Damos  un  paseo  por  las  Delicias, 
volvemos  á desayunarnos,  y comenzamos  nuestras  excursiones  por  los  templos. 
La  magnífica  y severa  catedral  es  el  primero  que  nos  seduce.  Hállase  ya  puesto 
su  altísimo  vexpléndido  monumento,  cubierto  con  unos  grandes  lienzos  mientras 
se  colocan  las  lámparas  y cirios.  Las  gentes  empiezan  á congregarse  en  aquel 
vasio  espacio,  y por  fin,  escuchamos  el  canto  de  la  pasión,  como  difícilmente  se 
oye  en  templo  alguno  del  universo.  Los  sacerdotes  que  ofician  son  verdaderos  ar- 
tistas irreemplazables  por  los  mejores  del  teatro,  y los  recitativos  del  narrador, 
del  que  representa  á Jesús,  del  que  hace  las  veces  de  los  jueces,  y por  último,  el 
coro  que  representa  al  pueblo,  son  tan  graves,  solemnes,  majestuosos  y clásicos, 
que  cerrando  los  ojos  y trasportándose  en  imaginación  á la  Judea,  cree  uno  oir  la 
misma  voz  del  Nazareno,  el  acento  de  Pilatos  y los  ecos  del  pueblo  deicida.  No 
puede  darse  mayor  congruencia  y afinidad  entre  el  argumento  y la  música,  y el 
juez  mas  severo,  no  podrá  menos  de  convenir  en  que  mayor  arte  ni  decoro,  mayor 
propiedad  ni  perfección  que  la  que  preside  á esta  parte  esencialísima  del  ceremo- 
nial en  la  gran  basílica  de  Sevilla,  ni  puede  conseguirse,  ni  siquiera  imaginarse. 

Presenciamos  la  continuación  de  los  oficios  que  realzan  el  acompañamiento 
grave,  sonoro  y armonioso  del  rey  de  los  órganos,  pulsado  por  uno  de  esos  pontí- 
fices de  la  música  sagrada  de  que  tantos  tesoros  hay  en  España,  y salimos  á con- 
tinuar nuestras  excursiones. 

En  la  tarde  del  domingo,  hace  su  estación,  esta  es  la  frase,  la  cofradía  de  San 
Juan  de  la  Palma,  saliendo  de  la  iglesia  de  este  nombre,  sita  en  el  barrio  de  la 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


107 


Feria.  Sus  pasos  representan,  el  primero,  el  prendimiento  de  Cristo,  á que  también 
llaman,  del  Silencio,  y el  segundo  á la  Virgen  María,  acompañada  de  San  Juan. 
Histórica  ó cronológicamente  considerados,  debieran  salir  antes  los  que  represen- 
tan la  entrada  en  Jerusalem  y la  Oración  del  Huerto;  pero  las  hermandades  á 
quienes  estos  corresponden,  tuvieron  una  existencia  precaria,  y unos  años  se  echa- 
ban á la  calle  y otros  no,  según  los  fonfros.  Ya  por  esta  causa,  ya  porque  los  san- 
juanistas  tenian  prescrito  el  derecho  de  salir  á hora  temprana  en  la  tarde  del  do- 
mingo, generalmente  rompe  la  marcha  esta  antigua  cofradía.  Cuando  penetramos 
en  el  templo,  estaban  ya  los  dos  pasos  en  las  naves  de  la  iglesia,  uno  frente  al 
otro,  recibiendo  los  últimos  toques  de  perfección  de  mano  de  los  sacristanes  y ca- 
maristas, como  son  el  arreglo  de  los  floreros  y velas  de  adorno  que  profusamente 
los  embellecen,  pues  la  obra  gruesa  de  limpiar  la  cara  á Herodes,  componer  las 
narices  ó manos  de  algún  sayón,  y dar  un  baño  de  barniz  al  pedestal,  se  enco- 
mienda á algún  escultor  de  la  ciudad  con  la  anticipación  debida. 

A todo  esto,  la  concurrencia,  dentro  y fuera  de  la.  iglesia,  iba  aumentando 
considerablemente.  En  la  plaza  contigua  al  templo  veíase  ya  á la  banda  de  uní- 
sica  que  debía  cerrar  la  marcha,  y junto  á ella  se  formaban  dos  cuadrillas  como 
de  veinte  esforzados  atlantes,  hijos  de  Galicia,  que  debían  llevar  sobre  sus  hom- 
bros los  colosales  pasos.  El  capataz  ó jefe  del  movimiento,  que  en  otros  tiempos 
vestía  su  ropita  de  acristianar  de  paisano,  estaba  vestido  con  una  esjwie  de  uni- 
forme semejante  al  de  los  peones  de  la  catedral  en  dia  de  fiestas  de  primera  clase, 
y se  ocupaba  en  arreglar  las  filas  ó tandas  según  la  corpulencia  de  los  cargado- 
res. Por  todas  partes  iban  llegando  nazarenos  de  túnicas  blancas  y negras.  Los 
primeros  la  llevan  blanca  y abren  la  marcha,  por  asemejar  su  traje  de  penitente 
á la  túnica  de  Cristo,  como  la  nieve  blanca,  en  señal  de  loco,  secundwn  scriptu- 
ra v,  y los  de  la  segunda  mitad,  como  en  toda  cofradía,  llevan  sus  vestiduras  ne- 
gras como  el  manto  de  María,  color  simbólico  de  sus  penas  y viudez.  Los  mayor- 
domos, hermanos  mayores,  diputados,  cantores  y sus  acompañantes,  el  clero  con 
capa  y sobrepelliz,  los  acólitos,  porta-mangas,  cruceros,  los  hermanos  de  las  bo- 
cinas y los  de  la  canastilla  , todos  iban  de  acá  para  allá  produciendo  una  confusión 
ordenada,  como  de  gente  avezada  ya  á tales  funciones. 

Yo  no  intento  describir  la  Semana  Santa  entre  sacristías,  porque  para  esto 
necesitaría  un  volúmen.  Aun  fuera  de  bastidores,  ó sea  desde  las  calles  y plazas, 
como  uno  de  tantos,  tendré  que  acortar  el  vuelo  de  la  pluma.  Así  es,  que  dejo  en 
el  tintero  la  relación  de  los  accidentes,  escenas  y cuestiones  técnicas  ú oficiales, 


108 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


sobre  etiqueta,  presidencia,  precedencia  y demás  conflictos  de  orden  que  surgen 
en  estos  casos. 

Pero  dio  la  casualidad,  que  el  cielo,  que,  hasta  las  dos  de  la  tarde,  halda 
mostrado  su  mejor  y mas  puro  azul,  quiso  enturbiarse  y encapotarse,  olvidando 
sin  duda,  allá  en  las  alturas,  lo  que  en  Sevilla  se  estaba  tratando  en  favor,  honor 
y aumento  de  la  te  v honra  de  nuestra  Santa  Madre  la  Iglesia.  Advierto  á mis 

• t O 

lectores,  por  via  de  paréntesis,  que  durante  dos  meses,  no  había  caldo  una  mí- 
sera gota  de  agua  llovediza,  y excusado  es  decir,  cómo  estarían  de  humor  ios  la- 
bradores. 

Hallábase  junto  á nosotros  una  buena  abuela,  con  su  nieta,  que  en  cuanto 
supo  que  amenazaba  lluvia,  se  arrodilló,  y exclamaba: 

— ¡Santo  Cristo  del  prendimiento!  ¡Por  quien  eres  y lo  que  puedes,  que  no  se 
diga  que  has  dejado  de  salir,  según  costumbre!  Hace  sesenta  y cinco  años  que  te 
sigo  en  tu  estación  por  esas  calles,  en  descargo  de  mis  pecados 

— ¡Señora!  ¿Qué  está  usted  diciendo? — interrumpió  un  hombre  vestido  á lo 
labriego  y con  una  cara  como  un  pan  bendito. — ¿Sabe  usted  la  falta  que  nos  hace 
un  riego  por  esas  tierras  de  Dios?  ¡A  aya  con  la  abuela  y sus  pecados!  Pues,  se- 
ñora, me  parece  que  ya  tiene  usted  edad  de  recogerse  á buena  vida  y no  de  ve- 
nir á pedir... 

— ¡Déjela  usted,  hombre! — respondió  un  joven  que  oyó  la  plática. — ¿Cree  us- 
ted que  el  Cristo  del  prendimiento  va  á escuchar  á esta  buena  vieja  ni  á cuantos 
tienen  interés  en  lucirse  en  esta  cofradía?  Lloverá  ó no  lloverá,  según  la  evapo- 
ración que  haya  habido  en  la  tierra. 

En  esto  debieron  caer,  no  gotas,  sino  goterones,  porque  el  templo  se  vió  inva- 
dido de  gentes  de  todas  clases  buscando  refugio.  Los  músicos  y los  gallegos  fue- 
ron los  únicos  que  quedaron  á la  intemperie,  pues  con  ellos  no  rezaba  el  refrán  de: 

El  Domingo  de  Ramos 
Quien  no  estrena,  no  tiene  manos. 

Como  los  vecinos  de  aquel  barrido  son  trabajadores,  ninguno  quería  desafiar 
al  elemento  acuoso. 

La  iglesia  se  puso  de  bote  en  bote,  y esto  contribuyó  á dificultar  las  opera- 
ciones que,  en  casos  normales,  se  habrían  hecho  como  en  una  bolsa.  Oyéronse  al- 
tercados y voces  mas  altas  que  lo  que  permite  el  diapasón  clerical.  El  hermano 
mayor,  muy  puesto  de  frac  y corbata  blanca,  se  hizo  paso  por  entre  la  muche- 
dumbre y salió  á consultar  la  esfera  celeste. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


1 09 


— ¡Allá  va  don  Pámfilo! — dijo  un  joven  que  con  otros,  al  parecer  estudiantes, 
se  hallaba  cerca  de  nosotros. — Apuesto  á que  se  figura,  que  en  dando  él  la  cara 
al  viento,  se  van  á disipar  las  nubes. 

— Déjale  en  paz,  hombre, — continuó  otro. — Es  el  único  dia  del  año  en  que 
luce  y se  da  importancia.  Si  hoy  no  sale  la  cofradía,  se  cae  muerto  de  repente. 
Su  barbero,  que  es  el  que  á mí  me  afeita,  me  dijo  que  en  alisarle  el  rostro  y ri- 
zarle el  pelo,  habia  gastado  todas  las  navajas  y tenacillas  de  la  barbería.  Verdad 
es,  que  él  también  se  gasta  todo  lo  que  gana  por  mangonear  en  las  sesiones  y 
cabildos  de  los  hermanos  capirotes. 

— ¡Caballeros,  no  murmurar! — dijo  el  tercero. — Estamos  en  tiempo  santo,  y 
en  la  casa  del  Señor;  con  que,  ojo.  Ustedes  no  saben  el  secreto  de  todo  esto... 
¡Ave  María!  ¡Don  Capirote!  ¡oh  don  Ca...! 

— Calla,  hombre,  soy  yo, — dijo  un  nazareno,  vestido  de  blanco,  que  dio  un 
codazo  al  pasar  al  interlocutor. 

— ¿Y  quién  eres  tú? 

— ¿No  me  conoces? 

— Alzate  el  capirucho. 

A esta  intimación,  el  penitente  se  alzó  el  frontal,  como  lo  hubiera  hecho 
una  máscara  en  carnestolendas. 

— ¡Vive  Dios!  ¡Quién  demonio  se  habia  de  figurar!...  ¿Y  por  qué  te  has  ves- 
tido de  payaso  á lo  religioso? 

— Hombre,  ya  te  diré.  Estoy  de  prisa.  Vete  á la  calle  de  las  Sierpes,  enfrente 
de  la  fonda  de  Europa,  y lo  sabrás  todo. 

— Pero,  ¿sale  ó no  sale  la  cofradía? 

— Eso  depende.  ¡Hasta  luego! 

Don  Peregrino  me  tocó  con  el  brazo  y dijo  sotto  voce: — Vámonos,  me  siento 
incómodo. 

— Eso  quisiera  yo, — respondí; — la  atmósfera  es  sofocante;  pero,  ¿cómo  rom- 
per por  entre  esa  masa  de  fieles  devotos?  Esperemos  un  rato. 

La  conversación  interrumpida  de  los  jóvenes,  siguió  de  esta  manera: 

— ¿Quién  es  ese? — preguntó  uno. 

— Un  tuno  ríe  siete  suelas.  Tanta  religión  tiene  él,  como  yo  en  las  suelas  de 
mi  zapato.  Pero  está  enamorado  de  una  muchacha  rica,  cuyo  padre  se  pirra  por 
estas  cosas  de  la  iglesia,  y se  ha  hecho  hermano  de  todas  las  hermandades  para 
congraciarse  con  el  futuro  suegro. 

TOMO  I. 


14 


lio 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


— ¡Vamos!  el  hermano  mayor  don  Pámfilo,  como  tú  le  llamas, — interrumpió 
uno  de  los  jóvenes. 

Un  oleaje  de  la  muchedumbre  y las  voces  de:  ¡Paso!  ¡paso  franco!  puso  tér- 
mino á este  coloquio.  Por  un  rompimiento  de  aquella  masa,  apareció  un  hermano 
capirote  con  el  antifaz  levantado,  mostrando  un  rostro  avinagrado  y decisivo,  v 
detrás  iba  el  hermano  mayor,  sudando  la  gota  gorda,  dando  en  el  suelo  con  la 
vara  y exclamando: — ¡La  cruz  á la  calle!  ¡pues  no  faltaba  mas! 

— Pero,  señor, — responde  el  nazareno  volviéndose  hácia  él. — ¿Y  el  manto  de 
Herodes? 

— ¡Qué  manto,  ni  ocho  cuartos!  ¡La  cruz  á la  calle!  Aquí  no  manda  nadie 
mas  (jue  yo. 

— Es  que  va  á tronar  y el  clero  parroquial... 

— No  hay  clero  ni  niño  muerto.  ¡Que  truene  ó que  no  truene  la  cruz  á la 
calle,  ó la  pongo  yo!  ¡Ea!  Hemos  concluido. 

Don  Peregrino  aprovechó  aquella  oportunidad  y tirándome  del  brazo  me  sacó 
afuera.  Estaba  algo  confuso  con  lo  que  liabia  visto  y oido,  pero  con  lodo  no  quiso 
dejar  el  campo  hasta  ver  en  que  paraba  aquello. 

Y ¡oh  fortuna!  parece  que  las  nubes,  olvidando  los  intereses  y las  penurias 
de  los  labradores,  tuvieron  á bien  retirarse  y dar  gusto  á la  vieja  y á tanta  gente 
religiosa,  y honrada,  y desocupada,  que  estaba  esperando  en  toda  la  extensión  de 
la  carrera,  el  paso  del  rey  Herodes  con  sus  sayones  ó alguaciles  hechos  presa  del 
inocente  cordero  Jesús. 

En  efecto,  la  población  entera  de  Sevilla  se  desvive  por  estos  espectáculos. 
Los  propietarios  de  las  casas  por  donde  estas  representaciones  pueden  verse  como 
en  palcos,  tienen  cuidado  de  aumentar  el  alquiler  á los  inquilinos,  ó reservarse  el 
derecho  de  alquilar  balcones  y ventanas  durante  la  Semana  Santa,  á precios  bien 
crecidos.  El  ayuntamiento  y contratistas  particulares,  ponen  tendidos,  galerías  ó 
sillas,  según  las  calles,  para  que  los  forasteros  gocen  del  golpe  de  vista  á toda  su 
comodidad,  y lo  que  es  por  esta  vez,  la  curiosidad  pública  ganó  la  partida.  Otro 
año  tocará  á los  agricultores.  Después  de  todo,  ¿quién  los  mete  ó los  obliga  á tra- 
bajar, podiendo  ganarse  la  vida  como  don  Pámfilo  y consortes?  Ellos  no  pueden 
decir:  «Que  llueva  ó que  no  llueva,  trigo  en  la  era.»  En  cambio,  dice  el  herma- 
no mayor:  «Que  truene  ó que  no  truene,  la  cruz  en  la  calle.» 

\ allí  nos  encontramos  nosotros  entre  una  turba-multa  de  gentuza  y mujerci- 
las,  viejas  y chiquillos,  todos  pertenecientes  al  barrio  de  la  Féria,  y muy  distin- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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ta  de  la  que  puebla  las  calles  elegantes  del  tránsito,  como  son  la  de  las  Sierpes, 
plaza  de  San  Francisco,  calles  de  Géuova  y de  Francos. 

La  cruz  se  plantó  al  fin  en  la  calle  y poco  á poco  fueron  ordenándose  los  her- 
manos nazarenos,  unos  que  salian  de  la  iglesia,  y no  pocos  que  vimos  salir  de  una 
taberna  contigua  con  el  antifaz  enrollado  en  el  cucurucho  y unos  rostros  (pie  pa- 
recían de  matones  ó perdona- vidas. 

Cuando  la  mitad  de  la  procesión  estuvo  fuera  y se  mostró  el  paso  <le  Herodes 
al  aire  libre,  allí  eran  de  oir  las  exclamaciones  y ocurrencias  de  la  gente  del  pue- 
blo <pie  nos  rodeaba. 

— ¡Anda,  arrastrao! — dijo  una  mujer  mirando  al  sátrapa. — Como  la  cara  tu- 
viste los  hechos.  ¡Malos  mengues  te  camelen! 

— ¡Ay  madre! — exclama  una  muchacha.  — ¡Mire  el  sayón  que  tira  de  la  cuer- 
da cómo  se  parece  á padre ! 

— Sí,  hija,  una  estampa;  / lirao  le  viera  yo  por  una  soga  á los  profundos  del 
mar ! 

Estos  y otros  dichos,  que  la  decencia  no  permite  consignar,  oímos  en  el  corto 
espacio  de  tiempo  que  estuvo  el  paso  del  Cristo  del  Silencio  á nuestra  vista.  Pero 
cuando  apareció  el  de  la  Virgen,  faltaba  el  tiempo  para  tomar  apuntes. 

Un  zagalonazo  que  estaba  junto  á nosotros,  abrió  los  brazos  en  cruz  y con  una 
voz  ronca  y aguardentosa,  exclamó: 

— ¡Voto  á Cristo!  (y  lo  echó  redondo).  ¡Qué  hermosa  viene  María  Santísima 
por  delante ! 

— Niña,- — exclama  una  vieja,- — híncate  en  rodillas  y pídele  á María  Santísi- 
ma que  te  dé  un  novio  que  cuaje,  que  sea  de  la  estampa  de  San  Juan.  ¡Mira  qué 
real  mozo,  con  su  capa  de  grana  y el  dedito  levan lao !.. . 

— Señora, — dijo  á esto  un  hombre  al  parecer  licenciado  de  ejército  y con  mas 
conchas  que  un  galápago. — ¿A  qué  no  sabe  usted  por  qué  representan  á San  Juan 
con  esa  capa  torera? 

— ¿Qué  quiere  usted  que  yo  sepa?  ¿Fué  quizá  el  Cuchares  de  los  apóstoles? 

— No  por  cierto,  y si  usted  no  lo  sabe,  yo  se  lo  diré,  para  que  le  agradezca  el 
gran  servicio  que  hizo  en  el  cielo,  ahí  donde  usted  lo  vé,  que  parece  que  no  ha 
quebrado  un  plato. 

— ¡Ay!  no  me  diga  de  San  Juan,  que  es  el  santo  de  mi  devoción.  ¡Lo  quiero 
mas  que  á esta  hembra  y á quien  la  engendró!  ¡San  Juan  bendito,  de  mi  alma: 
si  pestañearas! 


112 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


— Pues  verá  usted, — prosiguió  el  licenciado. — Halda  prohibido  el  Señor  que 
se  diese  entrada  en  el  cielo  á ningún  andaluz,  porque  todo  lo  echaban  á guasa  y 
no  había  seriedad  posible  en  la  córte  celestial.  Con  todo  eso,  un  dia  logró  engatu- 
sar á San  Pedro  uno,  por  mas  señas,  sevillano,  del  barrio  de  San  Roque  y criado 
en  la  Dehesa  de  los  galos,  quiero  decir,  procurador.  Alarmados  los  vecinos  con  la 
entrada  de  aquel  mozo,  trataron  de  engañarle  por  todos  los  medios  posibles,  á ver 
si  se  le  podia  traer  fuera  de  puertas;  pero  el  peje  era  muy  largo  para  caer  en  tan 
pequeñas  redes.  Fué  San  Pedro,  acongojado,  á visitar  á San  Juan,  contarle  el  caso 
y pedirle  consejo,  y después  de  haberle  oido  con  atención,  le  respondió: — No  temas, 
Perico,  esto  es  negocio  concluido.  Ese  hombre  saldrá  hoy  mismo  y yo  soy  el  que 
le  va  á poner  de  patitas  en  la  calle,  pero  se  me  ha  de  dar  lo  que  yo  pida. 

— Eche  usted  por  esa  boca, — replicó  Pedro. 

— Pues  lo  que  yo  quiero  son  dos  varas  de  percal  encarnado  y que  se  me  haga 
incontinenti  una  capa  torera. 

Ilízose  en  efecto,  y con  ella  bajo  el  brazo,  salió  San  Juan  á la  parte  afuera,  de- 
jando encargado  que  entretuviesen  al  andaluz  por  allí  cerca.  De  repente  se  oyen 
voces  de  / huí,  loro!  y aparece  San  Juan  frente  á la  puerta  con  la  capa  desplega- 
da, haciendo  verónicas.  El  andaluz  que  oye  decir  toro,  sale  como  una  exhalación, 
gritando: — ¿Dónde  está  ese  bicho? ¿Dónde  está  ese  bicho?  Y apénas  le  vé  en  cam- 
po raso,  se  entra  San  Juan  de  un  salto  y pega  San  Pedro  un  portazo  que  todavía 
está  sonando  por  los  cielos. 

— ¡Si  tiene  la  gracia  del  mundo! — dijo  la  mujer. — ¡Miren  qué  bien  planlao  y 
qué  dedito  tan  tieso  lleva !.. . ¡Ay  hija  mia!  reza  una  salve  con  ahinco  á María 
Santísima,  mientras  yo  le  pido  un  yerno  á esa  cara  de  rosas. 

— ¡Cara  de  rosas! — exclamó  una  flamenca  que  oyó  el  piropo. — Hace  un  año 
que  le  pedí  yo  un  marido  á ese  descamisao,  y ma  salió  una  serpiente. 

— ¡Vamos,  vamos! — dijo  un  sacerdote  de  los  que  iban  en  la  procesión. — Un 
poco  mas  de  respeto  á los  santos. 

— ¡Señoras,  atrás! — exclamó  un  hermano  diputado  de  orden,  á quienes  el 
pueblo  suele  llamar  mandones. — ¡Atrás! — repitió  empujando  á la  muchacha  ru- 
damente. 

— ¡Pues  mire  usted,  don  Capirucho,  la  cortesía  que  nos  gasta! 

— Es  que  el  paso  las  va  á aplastar  si  no  se  retiran. 

— Bastante  ma  aplastao  usted  que  ma  junlao  el  estígamo  con  el  espinazo. 

— ¡Perdone  usted,  cielo,  que  no  liabia  visto  esos  dos  soles! 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


113 


— ¡A  buena  hora,  resquebrajos! — gritó  la  madre. — Podría  usted  haberse  ten- 
lao  el  capirote  y no  á mi  hija. 

— ¿Es  usted  la  madre  de  este  pimpollo? — preguntó  el  nazareno. 

— Pa  servir  á usted  y á Dios. 

— Pues  debia  usted  parir  todos  los  dias. 

— Pa  darle  á usted  gusto,  ¿no  es  verdad? 

— No,  señora,  para  alumbrar  la  tierra. 

— ¡Yaya  que  tiene  el  señor  gana  de  bromas ! Bien  podría  usted  emplear  el 
tiempo  en  otra  cosa. 

— ¿En  qué  mejor  que  en  contemplar  esa  cara  de  azucena? 

— En  cortarse  las  uñas,  que  las  lleva  usted  muy  largas. 

— ¡Y  con  coronilla,  mamá! — prorrumpió  la  chica  riendo  á trapo  tendido. 

A esta  indirecta  se  escabulló  el  mandarín. 

La  procesión  acabó  de  pasar  al  compás  de  una  agradable  música  . Gran  parte 
de  los  espectadores  dieron  á correr  por  calles  transversales  que  les  conducian  á 
otros  puntos  de  la  carrera,  donde  se  daban  otro  regalo  á los  ojos,  y el  barrio  que- 
dó desierto  por  entonces. 

Yo  propuse  á don  Peregrino  fuésemos  á visitarlas  calles  mas  concurridas,  mas 
él  dijo  que  tenia  bastante  de  función  religiosa  por  aquel  dia,  y con  todo  ello  no 
podía  afirmar  que  estuviese  satisfecho. 

Despedímonos,  pues,  hasta  la  mañana  del  martes,  y ambos  fuimos  á descan- 
sar en  el  retiro  de  nuestros  aposentos  y á meditar  sobre  la  fibra  religiosa  del  cató- 
lico pueblo  sevillano. 


por  D.  J pan  de  Dios  de  la  Rada  y Delgado. 


DIALECTO. TRAJES. LA  DANZA  PRIMA. LA  GIRALDILLA. EL  REBODO. 

LAS  FILAS. LA  ESFoYAZA. LA  OBLADA. I,A  CARRERA. LAS 

ROMERÍAS.  — LA  HUESTE. — LAS  XANAS. — LOS  VAQUEIROS. 


imitado  al  N.  por  el  Océano  Cantábrico,  al  E.  por  la  pro- 
Y'incia  de  Santander,  al  S.  por  la  de  León,  y al  O.  por  la 
de  Lugo,  presentando  la  figura  de  una  faja  estrecha  y lar- 
ga, mas  comprimida  por  el  lado  del  E.  que  por  su  extremo 
occidental,  dilátase  el  territorio  del  antiguo  principado  en 
una  extensión  de  cuarenta  y dos  leguas  de  E.  á O.  y quince  de  nor- 
te á S.  en  su  mayor  anchura.  Formante  al  mediodía  inexpugnable 
muro,  atravesando  la  parte  septentrional  de  la  península,  uno  de  los 
brazos  del  Pirineo  que,  corriendo  paralelamente  al  Océano,  viene  á 
formar  la  elevada  cordillera  del  confin  meridional,  conocida  en  la 
Edad  Media  con  el  nombre  de  Montes  Berváceos,  natural  muralla  que 
apénas  deja  paso  para  las  asturianas  quebradas  por  el  puerto  de  Pajares.  Pirámi- 
des cónicas  de  ancha  y dilatada  base,  con  las  cimas  cubiertas  de  nieve,  parecen 
gigantes  ancianos  de  aquella  primitiva  naturaleza,  guardando  sus  linderos  desde 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


115 


Cerrado  y Leitariegos  hasta  Cabrales  y Peñamellera.  De  su  extendida  falda  se 
desprenden  multitud  de  ramificaciones,  llamadas  en  el  país  cordales,  que  forman 
cerca  de  su  nacimiento  estrechas  y profundas  hondonadas,  vallados  y desfiladeros; 
y al  penetrar  en  lo  interior,  trocando  su  faz  agreste  é imponente  por  la  dulce  y 
amena  de  los  prados,  dejan  entre  sus  elevaciones  largas  cañadas,  frondosas  como 
los  valles  de  Andalucía,  con  pintorescos  bancales  y bosques  de  castaños  y robles. 
Cruzando  sus  vertientes  con  las  que  se  desprenden  de  esta  gran  cordillera  del  sur, 
presumiendo  de  rival,  álzase  un  grupo  de  montañas  independientes  y aisladas, 
que  parten  desde  Buron  al  O.,  y extendiendo  sus  varias  ramificaciones  basta  las 
playas  del  Océano,  se  mezcla  con  las  de  otra  cordillera  que,  levantándose  medrosa 
entre  sus  gigantescas  hermanas,  lentamente  se  alza  desde  Bravia  para  confundir- 
se en  breve,  avergonzada  de  su  osadía,  con  las  empinadas  sierras  de  Cabrales  y 
Peñamellera.  Entre  sns  rápidas  ondulaciones  al  S.  y los  cordales  quedan  los  mas 
deliciosos  llanos  que  puede  idear  la  poética  fantasía.  En  medio  de  prados  siempre 
frescos,  serpentean  por  donde  quiera  pequeños  rios,  que  así  llevan  agua  deliciosa 
y pura,  como  dulce  y arrullador  es  el  murmullo  de  su  corriente.  Arroyos  mil  con 
bullidores  tumbos  de  peña  en  peña  se  precipitan  de  las  colinas,  y después  de  ofre- 
cerlas fecundidad  y vida  cubriéndolas  con  su  lujosa  capa  de  perenne  verdura,  se 
confunden  con  los  riachuelos  para  correr  en  busca  de  los  cercanos  mares,  que  los 
traen  con  magnífica  grandeza.  «La  imaginación  del  pintor  y del  poeta, — dice  á 
propósito  del  panorama  general  de  Asturias  un  notable  escritor  (1), — apénas  acer- 
taría á idear  perspectivas  tan  hermosas  como  las  que  ofrece  la  vega  de  Hieres  con 
sus  matizadas  llanuras;  la  de  Grado  con  el  puente  de  Peñaflor  y los  peñascos  que 
la  estrechan;  el  florido  valle  de  Villaviciosa,  ataviado  con  sus  plantíos  de  manza- 
nos, sus  colinas  cultivadas  en  bancales,  sus  sombrías  arboledas  y la  via  del  Pun- 
tal; las  cercanías  de  Pravia  con  sus  agrupadas  colinas  vestidas  de  caseríos,  por 
entre  los  que  serpentea  el  Nalon;  el  valle  de  San  Bartolomé  de  Miranda,  recor- 
tado simétricamente  por  las  hermosas  montañas  (pie  le  circundan  á manera  de 
anfiteatro,  las  enramadas  y frondosas  parroquias  de  Sonrio,  Deva  y Calbueñes,  con 
su  despejado  horizonte,  sus  alegres  lugares  cercados  de  frutales  y tierras  de  labor 
en  graciosa  alternativa;  las  risueñas  riberas  del  Nalon  en  el  Barco  de  Soto,  y las 
del  Narcea  en  Cornellana;  y contrastando  con  estos  sitios  deleitosos  el  severo  as- 
pecto de  las  Montañas  colosales  de  Caso,  Ponga  y Amieba,  y las  de  Somiedo  y 
Cabrales.  Las  inmensas  moles  que  se  elevan  bacinadas  desordenamente,  revelan 


(1)  Dicciouar.o  geográfico  (le  Madoz. 


116 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


en  estos  agrestes  lugares  los  grandes  trastornos  del  globo.  Ya  descuellan  á ma- 
nera de  altísimas  pirámides;  ya,  tomando  la  forma  de  antiguos  y derruidos  mura- 
llones,  ponen  un  término  á toda  comunicación;  ó ya  ofrecen  conjunto  informe  de 
peñascos  que,  mal  trabados  entre  sí,  y abandonando  en  la  apariencia  su  centro  de 
gravedad,  se  abalanzan  fuera  de  su  nivel  amenazando  desplomarse.  A una  gran 
profundidad,  se  percibe  apenas  la  senda  estrecha  y tortuosa  por  donde  los  rios 
que  bañan  sus  cimientos,  consiguiendo  un  paso  difícil,  precipitan  su  curso  entre 
peñascos,  cuyas  angosturas  redoblan  el  sordo  rumor  de  sus  aguas:  lales  son  los 
Yeyos  de  Ponga,  las  majadas  de  Ozania,  las  gargantas  de  Somiedo,  las  montañas 
de  Cabrales,  y los  elevadísimos  peñascos  de  Urrieles.» 

Espesas  y seculares  selvas,  y dilatados  bosques  de  hayas,  robles,  plátanos  y 
druídicas  encinas  recuerdan  en  aquellos  parajes,  y otros  muchos  de  la  cordillera 
meridional,  los  misterios  de  la  primitiva  religión  de  sus  célticos  moradores,  mien- 
tras las  alegres  camperas  de  la  costa  dejan  en  sus  areniscas  llanadas  ondular  á tre- 
chos la  blonda  cabellera  de  las  doradas  mieses,  que  mecen  blandamente  las  brisas 
aromadas  con  el  azahar  de  los  naranjos  y limoneros  resguardados  en  los  ocultos 
valles. 

Extenso  y despejado  horizonte  confunde  sus  azules  tintas  con  las  verdosas  del 
Océano,  que  borda  de  rizada  espuma  variadas  costas  sembradas  de  rocas  y de  is- 
lotes, en  las  que  domina  con  su  gigante  mole  el  Cabo  de  Peñas,  entre  las  rias  de 
Avilés  y de  Perona.  Pintorescos,  si  no  amplios  y fáciles  puertos,  ofrecen,  además 
de  la  ensenada  de  Gijon,  deliciosas  rias,  tales  como  las  de  Navia,  Pravia,  Avilés, 
Planes,  Rivadesella  y Villaviciosa,  é inesperados  y tranquilos  lagos  se  forman  en 
la  parte  oriental  de  la  principal  cordillera,  sobre  las  mismas  crestas  de  las  monta- 
ñas, como  el  de  Nol,  en  la  gran  roca  de  Covadonga,  y el  de  Camayor  en  Somie- 
do. Anchos  sumideros  naturales  absorben  el  agua  de  las  nieves  para  convertirlas 
mas  adelante  en  fuentes  y cascadas  como  las  de  Onís,  Bobia,  Reinaro,  Covadon- 
ga, Deva,  Quirós  y Salas,  ó bien  forman  profundas  cuevas  cubiertas  de  estalacti- 
tas, albergue  de  pastores  muchas  de  ellas,  y cuna  la  mas  escondida,  de  la  extensa 
monarquía  que  restauró  Pelayo. 


II 


Por  tan  variada  y extensa  superficie  dilátase  la  agrícola  población,  cogiendo, 
á pesar  de  sus  atrasadas  prácticas,  así  el  centeno  que  crece  en  sus  montañas,  como 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


117 


el  trigo  en  las  llanuras,  la  escanda  ó candeal,  propio  de  aquella  comarca,  y el 
maíz  de  gruesas  mazorcas,  de  que  forman  el  sustancioso  aunque  desabrido  pan  de 
borona  (1),  y nutritivas  pastas  amasadas  con  leche  de  sus  mansas  vacas.  Huertos 
salpicados  por  donde  quiera  alrededor  de  las  campestres  casas  blancas  y limpias, 
les  ofrecen  en  jugosos  frutales  higos  y cerezas,  ciruelas  y peras,  albérchigos  y 
granadas,  entre  los  que  se  propagan  con  robusta  vegetación  toda  clase  de  legum- 
bres y hortalizas. 

La  castaña  del  norte  les  rinde  abundante  fruto  en  espesos  bosques,  y madera 
de  construcción  para  cubrir  los  suelos  de  las  casas,  mientras  en  sus  inmensas  po- 
maradas, que  han  sustituido  á las  antiguas  viñas,  crece  la  oriental  manzana,  de 
que  extraen  su  agradable  sidra,  licor  del  que  con  razón  se  dice  alegra  el  corazón 
sin  turbar  fácilmente  la  cabeza;  y pródiga  la  naturaleza  en  aquel  privilegiado 
suelo,  ofrece  en  abundancia  á sus  habitantes  sabrosa  caza  de  volatería  y monte- 
ría, así  como  sus  mares  y rios  abundante  q>esca,  y las  vertientes  de  las  mon- 
tañas lozanos  y frescos  pastos,  que  alimentan  numerosos  rebaños,  piaras  de  go- 
chos (2),  y hermosas  vacadas  de  mansas  reses.  que  dan  con  sus  leches  y con  sus 
carnes  sabroso  y abundante  alimento. 

Subdividida  la  propiedad  en  aquellas  regiones  hasta  un  extremo  exagerado  y 

i 

aun  perjudicial,  propagada  considerablemente  la  población,  pues  vienen  á resul- 
tar mas  de  1,534  habitantes  por  cada  legua  cuadrada  de  las  341,80  (3)  que  mide 
su  superficie,  no  hay  terreno  que  haya  dejado  de  cultivarse;  y desde  las  faldas  de 
las  sierras  hasta  sus  altas  cimas  ha  penetrado  la  agricultura,  haciendo  en  algunos 
puntos  monótono  el  paisaje  la  constante  verdura  de  las  montañas.  Lástima  gran- 
de que  á tantos  elementos  no  ayude  con  todos  sus  esfuerzos  la  productiva  indus- 
tria fabril,  que  aunque  no  puede  decirse  se  encuentra  abandonada  en  Asturias, 
era  susceptible  de  mas  poderoso  desarrollo  allí  donde  pródiga  la  naturaleza  ofrece 
con  abundancia  las  primeras  materias,  poderosos  motores,  en  sus  grandes  saltos  de 
agua,  y ricos  criaderos  de  carbón  de  piedra,  cerca  de  los  cuales  en  abundantes 
minas,  ofrecen  saciar  la  ambición  del  especulador  filones  de  cobre  y cobalto,  hier- 
ro y calamina,  plomo,  antimonio,  galena  argentífera  y cinabrio,  y oro,  del  que 

(I)  Esta  palabra  con  que  se  designa  el  pan  de  maíz  y el  maíz  mismo,  dice  el  señor  Quadrado,  y juzgamos 
acertada  su  conjetura,  que  tal  vez  se  deriva  del  adjetivo  latino  bruna,  que  quiere  decir  cosa  morena. 

(21  Nombre  que  dan  al  ganado  de  cerda. 

(3)  Así  resulta  del  «Estado  demostrativo  de  la  extensión  superficial  de  cada  provincia  en  leguas  cuadradas 
de  20  al  grado,  del  número  de  habitantes  que  aparecen  del  censo  de  población  de  1857,  y de  la  proporción  entre 
estos  y aquella,»  publicado  por  la  comisión  de  estadística  general  del  reino  en  el  Anuario  de  España  correspon- 
diente al  año  1858. 

TOMO  j. 


15 


118 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


en  tiempos  de  la  dominación  romana  llevaban  los  señores  del  mundo  mas  de 
20,000  libras  anuales. 

La  división  en  concejos  conserva  todavía  recuerdos  y costumbres  patriarcales, 
subdividiéndose  aquellos  en  feligresías,  y estas  en  lugares,  y los  lugares  en  casas 
solas  ó agrupadas,  salpicadas  cual  blancos  nidos  de  palomas  en  las  montañas  y en 
el  llano.  (1)  Cierto  aseo  y compostura  y basta  en  algunas  cierto  lujo,  como  con 
razón  dice  el  señor  Quadrado,  las  distingue  de  las  modestas  chozas  de  Castilla,  y 
da  una  idea,  no  siempre  exacta,  de  la  comodidad  y bienestar  de  sus  habitantes. 
Rara  vez  la  indigencia,  continúa  dicho  señor,  aunque  harto  común  en  Asturias, 
presenta  allí  por  fuera  su  deforme  y repugnante  aspecto.  A los  pintorescos  grupos 
de  edificios  añaden  gracia  y novedad  los  orrios  (2)  ó graneros,  aislados  general- 
mente de  las  casas,  construidos  de  madera,  y levantados  en  alto  sobre  cuatro  pi 
lares  algunos  pies  del  suelo,  para  preservar  los  granos  de  la  humedad. 

III 


Gozando  los  placeres  de  la  vida  doméstica,  vive  el  montañés  y el  labrador  as- 
turiano, conservando  así  en  su  tipo  como  en  sus  costumbres  restos  marcados  de 
su  primitiva  raza,  y de  una  civilización  distinta  enteramente  de  la  nuestra.  Ape- 
gado á sus  tradiciones  y recuerdos  históricos,  cada  asturiano  es  una  crónica  vi- 
viente de  las  mejores  glorias  de  su  pueblo.  La  piel  blanca,  el  cabello  rubio  y los 
ojos  azules  que  tanto  abundan  en  aquella  comarca,  bien  indican  todavía  las  razas 
del  norte,  que  allí  permanecieron  sin  mezclarse  con  los  tostados  africanos  de  ne- 

(1)  La  extensión,  limites  y localidad  de  los  11  ayuntamientos  ó concejos  que  reúne  Asturias  varían  infini- 
tamente, así  como  sus  recursos,  vecindario  y riqueza.  Formados  en  distintas  épocas,  y habiendo  obtenido  sus 
cartas-pueblas  conforme  al  desarrollo  progresivo  de  la  civilización,  dacla  la  importancia  social  á sus  respecti- 
vos territorios,  tienen  una  división  informe  é irregular,  autorizada  por  la  costumbre  y sostenida  por  los  intere- 
ses creados,  pero  que  ya  no  puede  avenirse,  ni  con  los  buenos  principios  administrativos,  ni  con  la  topografía 
del  país.  Ocupan  la  costa  empezando  por  el  E.,  los  de  Llanes.  Rivadesella,  Caravia,  Colunga,  Villaviciosa,  Gijon, 
Carreño,  Gozon,  Aviles,  Castrillon,  Muros,  Pravia,  Cudillero,  Valdés,  Navia,  Coaña,  el  Franco,  Castropol  y la 
Vega  de  Rivadeo.  Desde  el  límite  oriental,  siguiendo  toda  la  cordillera  que  corre  por  el  S.  y se  inclina  después 
al  O.,  hasta  tocar  en  los  confines  de  Galicia,  se  encuentran  sucesivamente  los  de  Rivadedeva,  Peñamellera,  Ca- 
brales,  Oms,  Cangas  de  Onís,  Amieba,  Ponga,  Caso,  Aller,  Lena,  Quirós,  Teverga,  Somiedo,  Cangas  de  Tineo, 
Leitariegos,  Ibias,  Grandas  de  Salime,  Santa  Eulalia  de  Oseos,  San  Martin  de  Oseos,  Taramundi  y San  Tirso  de 
Abrer.  En  el  espacio  orillado  por  esta  línea  de  concejos  y la  que  describen  los  de  la  costa,  se  encierran  los  de 
Parres,  Cabranes,  Pilona.  Sariego,  Nava,  Bimenes,  Labiana,  Sobrescobio,  Langreo,  San  Martin  de  Rey  Aurelio, 
Siero,  Noreña,  Tíldela,  Mieres,  Oviedo,  Llanera,  Corvera,  Riosa,  Morein,  Ribera  de  Arriba,  Ribera  de  Abajo,  Soto 
del  Barco,  las  Regueras,  Candamo,  Illas,  Proaza,  Santo  Adriano,  Grado,  Yernes  y Tamera,  Salas,  Miranda,  Tineo, 
Allende,  Boal,  Illano,  Pesoz  y Villanueva  de  Oseos,  sobresaliendo  entre  las  capitales  de  estos  concejos,  Oviedo, 
Gijon,  Avilés,  Villaviciosa  y Luarca.  (Madoz,  Diccionario  Geográfico). 

(8)  Del  latin  horrcimi , granero. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


119 


gros  ojos  y de  rizada  y oscura  cabellera;  sus  bailes,  de  los  que  el  principal  es  la 
tan  renombrada  danza  prima,  traen  á la  memoria  los  primitivos  juegos  guerreros 
de  los  antiguos  astures. 

Hablando  de  él,  dice  con  oportunidad  el  señor  Cavedo:  (1) — «Este  antiquí- 
simo baile,  si  es  que  tal  nombre  merece,  muy  semejante  á las  danzas  circulares 
de  que  balda  Homero,  era  en  otros  tiempos  un  ejercicio  gimnástico,  que  tenia 
por  objeto  agilitar  los  miembros,  y consistía  en  asirse  de  las  manos  empuñándola 
lanza,  moviendo  los  brazos,  y formando  un  gran  círculo  que  giraba  sobre  sí 
mismo.  Acompañábanse  con  canciones  guerreras  y se  terminaba  con  un  simula- 
cro de  batalla.  A la  lanza  de  los  astures  han  sustituido  los  asturianos  un  palo 
largo,  arma  terrible  en  sus  robustas  manos;  y para  que  la  semejanza  fuese  com- 
pleta entre  la  danza  de  nuestros  dias  y la  primitiva,  solia  terminar  en  reñida  re- 
friega, á la  que  se  daba  principio  con  los  vítores  que  cada  bando  contendiente 
prodigaba  á su  respectivo  concejo,  por  ejemplo:  ¡VivaPravia!  ¡Viva  Piloña!  Las 
mujeres  danzan  separadas  de  los  hombres,  y en  otros  tiempo  formaban  su  círculo 
ó rueda  dentro  de  la  de  aquellos.»  Efectivamente,  el  baile  á que  nos  referimos,  y 
cuyo  mismo  nombre  está  ya  revelando  su  remota  antigüedad,  es  la  danza  propia 
de  un  pueblo  guerrero  y de  primitiva  civilización.  El  colocar  á las  mujeres  en  el 
centro,  como  para  defenderlas  de  los  enemigos,  lo  monótono  y acompasado  de  la 
cantil ria,  con  que  van  repitiendo  sus  melancólicos  romances,  y sobre  todo  el  ixu- 
xú, ese  antiguo  grito  de  guerra  ó lmrra  de  los  astures,  convertido  también  en  ex- 
clamación de  contento,  bien  corroboran  nuestra  creencia.  Al  ver  interrumpirse  la 
danza  por  esta  poderosa  voz  de  alarma,  se  cree  estar  asistiendo  á un  baile  céltico 
en  el  seno  de  sus  seculares  bosques,  y que,  sorprendidos  por  la  presencia  del  ene- 
migo, agrupados  los  guerreros  al  rededor  de  sus  caros  objetos,  se  lanzan  al  com- 
bate. Esas  refriegas  con  que  suele  acabar  la  danza  prima,  es  la  tradición  conser- 
vada á través  de  los  siglos,  para  revelar  al  observador  la  verdadera  significación 
de  aquel  histórico  regocijo. 

Desgraciadamente,  á las  antiguas  canciones  guerreras  con  que  se  acompaña- 
ban en  sus  danzas  han  sustituido  mucho  mas  modernos  romances,  la  mayor  parte 
revelando  no  mayor  distancia  que  el  siglo  xvi,  pero  todos  ellos  con  ese  inimitable 
sello  popular,  que  está  demostrando  haber  sido  compuestos  y adicionados  por  os- 
curos trovadores  nacidos  del  pueblo  mismo,  dejando  á sus  obras  con  su  propia  ru- 
deza, melancólica  ternura  y espontánea  inspiración,  cualidades  todas  que  nunca 


(1)  Album  de  un  viaje  por  Asturias. 


120 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


pueden  confundirlas  con  otras  de  cultos  ingenios.  El  romance  de  don  Bueso,  que 
en  su  asunto,  sino  en  su  dicción,  parece  remontarse  al  siglo  xiv  y es  uno  de  los 
mas  usados  en  el  país,  es  una  prueba  de  esta  verdad,  notándose,  además,  en  él, 
cierto  sabor  caballeresco,  propio  de  la  época.  Héle  aquí: 

Camina  don  Bueso 
Mañanica  fria 
A tierra  de  moros 
A buscar  amiga; 

Hallóla  lavando 
En  la  fuente  fria: 

— ¿Qué  haces  alñ,  mora, 

O hija  de  judía? 

— Si  fueras  cristiana 
Yo  te  llevaria, 

Y si  fueras  mora 
Yo  te  dejaría. — 

Montóla  á caballo 
Por  ver  qué  decía: 

Durante  diez  leguas 
No  hablara  la  niña. 

— Reviente  el  caballo 

Y quien  le  traía, 

Que  yo  no  soy  mora 
Ni  hija  de  judía: 

Soy  una  cristiana, 

Estó  aquí  cativa 

En  poder  de  moros 
Diez  años  había. 


— ¡ Oh  prados  alegres 
Donde,  siendo  niña, 

Mi  madre,  la  reina, 

Sus  paños  tendía, 

Donde  el  rey,  mi  padre, 
Sus  perros  corría ! 


También  es  notable  aquel  otro,  el  mas  común  de  los  que  recitan  en  la  danza 
prima,  y que  á pesar  de  estar  formado  con  separados  trozos,  mal  unidos,  de  di- 
versas épocas,  si  bien  no  mas  lejanas  que  el  siglo  xvn,  deja  entreverla  fantástica 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


121 


leyenda  primitiva  que,  perdida  en  su  antigua  forma  y dicción,  sirvió  de  base  á 
los  modernos  cantos,  carácter  propio  de  estas  composiciones  populares  conservadas 
entre  los  asturianos: 


— ¡ Ay,  un  galan  d‘  esta  villa  ! 

¡Ay,  un  galan  d‘  esta  casa ! 

¡ Ay,  diga  lo  que  ‘1  queria! 

¡ Ay,  diga  lo  que  ‘1  buscaba ! 

¡ Ay,  busco  la  blanca  niña  ! 

¡ Ay,  busco  la  niña  blanca  ! 

¡Ay,  que  no  1‘  hay  n‘  esta  villa! 

¡ Ay,  que  no  1‘  hay  n‘  esta  casa ! 

Si  no  era  una  mi  prima, 

Si  no  era  una  mi  hermana; 

¡ Ay,  del  marido  pedida ! 

¡Ay,  del  marido  vedada! 

¡ Ay,  bien  qu‘  ora  la  castiga ! 

¡ Ay,  bien  que  la  castigaba  ! 

¡ Ay,  con  varillas  de  oliva ! 

; Ay,  con  varillas  de  malva ! 

¡ Ay,  que  su  amigo  1'  espera! 

¡ Ay,  que  su  amigo  1‘  aguarda ! 

Al  pié  de  una  fuente  fria, 

Al  pié  de  una  fuente  clara, 

Que  por  el  oro  corría, 

Que  por  el  oro  manaba, 

Ya  su  buen  humor  venia, 

Ya  su  buen  humor  llegaba, 

Por  donde  ora  el  sol  salía, 

Por  donde  ora  el  sol  rayaba, 

Y celos  le  despedia, 

Y celos  le  demandaba. 

Este  mismo  romance  suele  llevar  á veces  las  siguientes  adiciones. 
Después  del  sexto  verso: 


«¡Ay!  ¡Busco  la  niña  blanca! 
«La  que  el  cabello  tejía, 

»La  que  el  cabello  trenzaba, 
»Que  tiene  voz  delgadica, 

»Que  tiene  la  voz  delgada, 


1 09 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


»Un  niño  en  brazos  traía, 

»Un  niño  en  brazos  llevaba, 

»Ramo  de  ñores  traía, 

»Ramo  de  ñores  llevaba, 

»Que  en  el  mi  jardín  había, 

»Que  en  el  mi  jardín  estaba.» 

Alternando  con  los  anteriores  se  escuchan  otros  fragmentos  de  romances  del 
mismo  género  y origen,  como  se  vé  por  los  que  siguen: 

Un  amor  que  yo  llamaba, 

El  se  fuera  y no  tornaba; 

Un  amor  que  yo  quería, 

El  se  fuera  y no  venia. 


Alegres  cartas  m‘  enviaba. 
Muy  tiernas  cartas  m‘  envía: 

¡ No  os  caséis  ! la  muy  amada 
¡Que  no  os  caséis  ! me  decía. 


¡ Ay,  Antonio  se  llamaba  ! 

¡ Ay,  Antonio  se  decía 
Aquel  que  diúme  la  saya, 

Aquel  que  dióme  la  cinta, 

Aquel  que  andaba  en  la  guerra, 

Aquel  que  andaba  en  la  armada 
Con  espada  y con  rodela, 

Con  rodela  y con  espada... 

Quier  que  le  sirva  á la  mesa, 

Quier  que  le  sirva  en  la  sala. 

Igualmente,  y aunque  de  distinta  cadencia,  alargando  las  notas  de  la  cantu- 
ría, repiten  también  para  la  danza  este  antiguo  cantar,  del  que  puede  decirse  lo 
mismo  que  de  los  anteriores: 

¡Ay,  Juana,  cuerpo  garrido! 

¡Ay,  Juana,  cuerpo  galano  ! 

¿Dónde  le  dejas  al  tu  buen  amigo? 

¿Dónde  le  dejas  al  tu  bien  amado? 

— Muerto  le  dejo  á la  orilla  del  rio. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


123 


Déjele  muerto  á la  orilla  del  vado. 

¿Cuánto  me  das  volver  lie  te  le  vivo? 

¿Cuánto  me  das  volver  he  te  le  sano? 

— Dóite  las  armas  y dóite  el  rocino, 

Dóite  las  armas  y dóite  el  caballo. 

Otras  danzas  (1)  mucho  mas  modernas,  en  que  se  reflejan  las  costumbres  de 
los  pueblos  meridionales  importadas  por  los  marineros  á las  asturianas  costas, 
pretenden,  aunque  en  vano,  desterrar  la  tradicional  prima  y sus  romances,  con 
nuevos  cantares.  Entre  dichos  bailes  el  principal  es  la  g ¿raid  illa,  cuyo  nombre 
ya  está  indicando  su  origen;  en  esta  bulliciosa  danza,  donde  las  parejas  se  enla- 
zan y saltan  á la  oriental  manera,  entonan  coplas  de  melancólica  ternura,  alguna 
de  las  cuales  parece  contener  una  triste  historia: 

Arriba,  Manolillo, 

Arriba,  Manolé; 

De  la  quinta  pasada 
Ya  te  liberté. 

De  laque  viene  ahora 
No  sé  si  podré. 

Arriba  la  cafe  lera, 

La  cafetera  con  el  ca fé. 

Y al  terminar  el  estribillo,  la  danza  se  hace  nías  agitada,  como  si  tratase  de 
aturdir  la  desgracia  de  la  madre  ó de  la  amante,  que,  sin  medio  de  estorbarlo,  vé 
partir  á la  guerra  al  hijo  de  sus  entrañas  ó al  escogido  de  su  corazón. 

También  esta  otra  lleva  el  mismo  sello  de  amorosa  y resignada  tristeza,  y re- 
cuerda las  frecuentes  emigraciones  de  los  asturianos  á las  playas  de  América. 
Es  imposible  escucharle  en  hoca  de  un  marinero  sin  sentirnos  dominados  por  la 
emoción  mas  profunda: 

Ya  suenan  las  trompetas, 

Los  pitos  y tambores: 

Adiós,  María  Dolores, 

(11  Se  ha  notado,  y con  razón,  por  algunos  escritores,  que  para  la  danza  prima  no  se  haga  jamás  uso  del 
dialecto  bable,  y si  del  general  idioma  castellano;  sin  que  pretendamos  dilucidar  este  fenómeno,  solo  indicare- 
mos que,  no  solo  se  observa  en  Asturias,  sino  en  los  demás  países  que  conservan  dialectos,  el  tener  traducidos 
sus  antiguos  cantares  á la  lengua  común.  La  fusión  de  las  primitivas  nacionalidades  de  nuestra  península  en 
una  sola,  podria  explicar  satisfactoriamente  que  los  castellanos,  para  mejor  comprenderlos,  fuesen  vertiendo  á 
su  idioma  los  cantares  del  dialecto,  y que  los  poseedores  de  este  insensiblemente  admitieran  la  versión,  no  solo 
por  respeto  al  idioma  del  estado,  sino  hasta  por  galantería,  para  que  mas  fácilmente  pudieran  tomar  parte  en 
sus  juegos  sus  hermanos  de  Castilla, 


124 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Que  rae  voy  á embarcar: 

En  un  barco  de  flores, 

Para  la  Habaná. 

¡Ay  flor  de  mis  amores, 

Ya  no  te  veré  mas! 

Y es  tan  dulce  la  melodía  con  que  la  entonan,  hay  tanto  sentimiento  en  aque- 
llas notas,  sin  artificio,  pero  tan  inmediatamente  nacidas  del  corazón,  que  cuando 
se  alejan  llevadas  por  las  marinas  brisas,  brota  de  lo  mas  hondo  de  nuestro  pecho 
un  sentimiento  de  profunda  pena,  que  despierta  la  triste  simpatía  del  dolor. 

IV 

Otro  de  los  caracteres  que  mas  distingue  á los  asturianos  es  el  dialecto  hable, 
recuerdo  de  la  formación  del  romance  durante  los  siglos  xn  y xm,  que  conser- 
vándose casi  exento  de  la  influencia  arábiga,  es  un  testimonio  vivo  de  la  glo- 
riosa historia  de  aquella  región,  donde  jamás  pudieron  penetrar  las  agarenas 
huestes.  Como  acertadamente  escribe  el  señor  Quadrado,  siguiendo  al  autor  del 
Discurso  preliminar  de  la  colección  de  ¡poemas  asturianos  impresa  en  1839,  háblase 
allí  todavía,  con  corta  diferencia,  tal  como  escribían  llerceo,  Segura  y el  Arci- 
preste de  Hita,  de  cuya  ingénua  gracia  y maliciosa  agudeza  se  les  alcanzan  á 
menudo  bastantes  chispas  á los  naturales.  Ya  dicho  dialecto  ocupó  dignamente  la 
atención  de  Jovellanos,  como  importante  estudio  para  la  historia  de  la  lengua,  la 
etimología  de  sus  voces  y la  restauración  de  muchas  perdidas.  Notable  es  tam- 
bién el  citado  discurso,  cuya  juiciosa  crítica  y castizo  y elegante  estilo  bien  re- 
velan á su  autor  (1),  por  mas  que  modestamente  ocultara  su  nombre. 

En  este  tradicional  dialecto  ensayó  la  musa  asturiana  á formular  su  inspira- 
ción, a'  á la  verdad,  supo  hacerlo  con  tanto  acierto  como  demuestran  las  siguien- 
tes coplas,  y otras  composiciones  de  diferentes  épocas: 

Ay,  galan,  ¿visti  aquella? 

Vila,  y faley  con  ella. 

Amor,  el  que  yo  amaba, 

Amor,  el  que  yo  viera, 

Fóse  á la  romería, 

Fóse,  ya  non  viniera. 


(1)  Don  Antonio  Cavedo, 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


125 


Cartas  las  quel  m‘  escribe 
Rellataba  so  lletra: 

Ven  per  acá,  mió  vida, 

Ven  per  acá,  mió  prenda. 

Camisa  engodornida 
1 Como  te  la  tejera  ! 

Camisa  engodornada 
¡ Como  la  recosiera ! 

Non  vos  caséis,  amiga, 

Amiga  y mas  donceya: 

Presto  é la  mió  venida, 

Mió  venida  presto  era. 

Darete  un  berdugadu 
Para  la  saya  nueva 
De  sayal  regalad  u, 

Color  de  primavera. 

Vuelvet4  acá,  rapaza, 

Vuelvet'  acá,  donceya, 

Y fngi  de  lia  güeste  (1) 

Que  anda  ‘n  aquesta  tierra. 

La  excesiva  distribución  de  la  propiedad,  á que  nos  referimos  poco  hace,  es 
causa  de  que  los  labriegos  y montañeses  cultiven  por  sí  mismos  sus  tierras,  go- 
zando las  delicias  de  la  vida  doméstica,  que  van  desapareciendo  á medida  que  nos 
acercamos  á las  grandes  poblaciones.  Oigamos  cómo  describe  los  placeres  de  su 
modesta  ventura  un  campesino  en  la  notable  composición  titulada:  «La  vida  de 
la  aldea, » inserta  en  dicha  colección  entre  las  de  autores  desconocidos,  pero  que 
se  atribuye,  como  todas  ellas,  al  señor  Cavedo: 

Cuando  de  la  llabor  con  sustu  y pena. 

Parto  de  traballar,  pero  contentu, 

Volvix  pa  casa  á esmorullar  la  cena, 

Aunque  con  bones  ganes,  non  famientu, 

NTin  la  conducta  propia  nin  la  ayena 
Vienen  entós  á dame  sentimientu; 

Siéntome  xunto  á fuebu,  y la  reciella 
Axúntase  al  olor  de  la  escudiella. 

Levántase  en  el  llar  la  fogarada. 

Que  fai  la  leña  seca  de  carbayu; 


(1)  Alude  á las  huestes , creencia  supersticiosa  de  que  hablaremos  en  breve, 

TOMO  i. 


16 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


126 


Afuman  les  fariñes;  currucada 
Tuxa  col  cuyaron  cabo  el  mió  tayu, 

Reparte  á cada  cual  la  so  platada, 

Y mirándome  en  tientes  y al  soslayu, 

Convídame  después  cola  cuayada: 

Doi  á los  ñeñOG,  como  lo  que  quiero, 

Y á Dios  que  me  lo  dió  rezo  primero. 

Ya  fartuca  la  xente  y placentera 
Con  ixuxus  atmena  la  cocina: 

Tuxa  se  pon  alegre  y gayaspera; 

Iteblinca  el  pequeñin:  canta  Xuanina 
El  galaoi  dl  esta  villa  á so  manera, 

Y yo  enriestro  panoyes  entretantu, 

Atentu  á los  treveyos  y al  so  cantil. 

Mas  cuando  ya  va  llarga  la  velada 

Y el  pigam  me  diz  que  non  ye  aína, 

De  la  mano  de  Tuxa  solliviada, 

Esmúzome  na  cama  fresquillina. 

D!  allí  baxu  la  manta  colorada 
Oyó  ruxir  el  viento  na  colina, 

Dar  bramidos  el  mar  alborotada, 

Y la  lluvia  correr  per  mió  teyadu. 

¡Que  gusta  atapadiu  y sin  cudados, 

Pensar’ entós  en  probes  caminantes 
Pe  los  montes  perdidos  y moyados, 

O acordarse  d‘  aquellos  ñavegantes 
Q£  entre  vientos  y peñes  azotados, 

Sin  saber  donde  van,  ciegos,  errantes 
Cuerren  les  tempestades  per  los  mares, 

Mientres  segura  estoi  é nos  míos  llares  ! 

Estes  coses  pensando  de  parada 
Quiciás  cansada  de  cabar  tapinos, 

Al  sueñu  mas  sabrosa  dan  entrada. 

Duermo;  y cuando  amana,  los  paxarinos 
Puestos  é no  flgar  de  la  corrada 
Empezando  á facer  g’orgolitinos, 

Despiértenme  contentu  y gayasperu 
Con  ganes  de  llabrar  y dir  al  eru. 

La  copiaríamos  toda,  si  hubiéramos  de  seguir  nuestro  deseo,  y no  temiéramos 
separarnos  demasiado  del  principal  objeto  que  nos  guia.  Bien  demuestran  esas 
octavas  la  dulzura  del  dialecto,  y cuánto  se  presta  á,  las  modulaciones  de  la  poe- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


127 


sía  (1),  así  como  el  numen  del  poeta  que  con  tal  encanto  supo  describir  los  pla- 
ceres del  hogar  doméstico  de  los  campesinos  asturianos. 

Y no  se  crea  que  la  vida  del  campo  til  proporcionarles  tranquilos  goces  mate- 
riales, apague  su  inteligencia:  robustos  y ágiles,  dados  al  trabajo,  sobrios,  sufri- 
dos, firmes  en  sus  propósitos,  son  penetrantes,  están  dotados  de  imaginación  y 
de  no  común  aptitud  para  las  ciencias  y las  artes,  y la  altivez  que  les  inspiran 
las  glorias  de  su  país  y de  sus  ilustres  antecesores,  da  cierta  gravedad  á sus  pala- 
bras, que  no  evita  el  encontrar  á veces  su  conversación  amenizada  con  agradables 
pero  no  punzantes  sátiras.  Civilizados  mas  de  lo  que  generalmente  se  cree,  casi 
no  se  halla  un  aldeano  que  no  sepa  leer  y escribir;  y su  proverbial  honradez  llega 
á tal  extremo,  que  los  robos  y asesinatos  apenas  se  conocen  en  aquellas  patriarca- 
les montañas  y estrechos  valles,  tan  á propósito,  entre  individuos  de  peores  ins- 
tintos, para  cometer  toda  clase  de  crímenes.  Con  harta  frecuencia  vénse  acudir 
de  los  salpicados  caseríos  alegres  mozas  acompañadas  de  sus  prometidos,  que  van 
á visitar  la  amiga  ó la  parienta,  ó bien  á misa  á la  lejana  iglesia,  sin  que  la  mas 
ligera  nube  de  impureza  oscurezca  la  pura  dicha  de  que  van  gozando,  entregados 
á los  planes  de  su  risueño  porvenir.  Agradable  impresión  producen  esas  amantes 
parejas,  libres  por  ventura  del  infestador  aliento  del  vicio,  luciendo  sus  vestidos 
de  fiesta:  los  hombres  con  chaleco  y chaqueta,  ó roja  almilla,  encarnada  faja  de 
estambre,  calzón  y botín  alto  de  paño  pardo,  dejando  escapar  el  blanco  remate  de 
interior  calzoncillo,  zapatos  de  cuero,  ó bien  de  madera  en  los  malos  dias  de  in- 
vierno, la  montera  de  paño  negro  forrada  de  pana  ó terciopelo  del  mismo  color, 
tan  característica  de  aquel  país,  y un  largo  y fuerte  palo  de  encina  por  todas  ar- 
mas, pero  que  en  sus  robustas  manos  es  tan  terrible  para  la  ofensa  como  útil  para 
defender  al  asturiano,  diestro  en  su  difícil  manejo:  las  apuestas  labriegas  con  su 

(1)  Creemos  importante  para  poder  comprender  mejor  las  bellezas  del  dialecto,  transcribir  la  nota  que 
acerca  de  su  pronunciación  comparada  con  el  castellano  moderno  y general,  pone  el  señor  Quadrado  con  vista 
del  citado  di-curso  preliminar.  «La./ suena  como  y,  y algunas  veces  como  ch;  \íl/  sustituye  á la  h aspirada, 
v.  gr.: /alar  por  hablar,  fér  por  hacer,  y aun  encabeza  palabras  que  en  castellano  carecen  de  h,  v.  gr.:  /ola  por 
ola.  Antes  del  diptongo  ue  la  b y la  h toman  el  sonido  de  ¿7,  como  güerto,  huerto,  pile.  buey.  La  o aveces  se  con- 
vierte en  ue,  v.  gr.:  giiegos,  ojos,  fueya , hoja,  cucrren,  corren:  y otras  por  el  contrario  el  ue  en  o,  como  fonte, 
ponte,  bono.  La  n al  principio  de  vocablo  suena  á menudo  como  ñ.  La  terminación  en  o del  singular  de  los  nom- 
bres masculinos  se  pronuncia  comunmente  u,  y la  a del  plural  de  los  femeninos  y del  pretérito  imperfecto  y 
presente  délos  verbos  se  cambia  en  e.  Suprimen  la  d final,  la  r de  los  infinitivos  aunque  vayan  seguidos  de  pro- 
nombres, la  sílaba  última  de  ciertos  nombres,  como.?;®,  padre,  ma,  madre,  cay,  calle,  y la  de  algunos  verbos, 
como  lien,  cien,  tenhn,  tenian,/«CM?,  hacían,  do.  doy,  etc.  Es  muy  original  la  terminación  en  go  que  sustituye  á la 
ó de  la  tercera  persona  de  los  pretéritos,  v.  gr.:  nacego  por  nació,  rompego,Saligo,  senligo.  El  posesivo  mi  es  mió, 
así  en  el  masculino  como  en  el  femenino,  y á veces  lleva  por  delante  el  artículo  como  en  el  castellano  antiguo, 
la  mió  venida,  la  só  casa.  El  dativo  le  se  traduce  i,  v.  gr.:  dixoi,  dijole.  El  verbo  ser  en  algunos  tiempos  y perso- 
nas lleva  delante  la  y,  como  ye,  es,  yera , era.» 


128 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


corto  zagalejo  de  bayeta  encamada  ó amarilla,  sobre  el  que  se  vé  una  raya  de  es- 
tameña negra  que  deja  descubrir  el  zagalejo,  colilla  roja,  y camisa  de  largas  man- 
gas, sujeta  al  cuello  y puños  con  botoncitos  de  cobre  ó plata,  y encima  de  la  co- 
tilla el  airoso  dengue  negro  con  orla  de  terciopelo  del  mismo  color,  cuyas  largas 
puntas,  después  de  cruzarse  sobre  el  abultado  pedio,  van  á atarse  por  la  espalda 
en  el  talle,  el  pañuelo  ajustado  al  rededor  de  la  cara  y atado  encima  de  la  cabeza, 
forman  gracioso  tocado,  y adornan  su  cuello  sartas  de  corales,  de  las  que  algunas 
veces  penden  medallas  ó efigies  de  santos,  hechas  de  plata.  El  traje  de  los  aldea- 
nos se  engalana,  en  los  que  están  solteros,  con  una  pluma  de  pavo  real  y ramos  de 
siempre-vivas  en  la  montera,  y cuelgan  también  del  chaleco  escapularios  y cin- 
tas de  varios  colores,  tocadas  á la  Virgen  de  Covadonga  ú otra  devota  imagen  del 
pais.  También  las  mujeres  adornan  su  cuello  con  estas  medidas  ó colonias , así 
como  suelen  añadir  al  referido  traje  un  jubón  de  anchas  mangas,  y tela  igual  á 
la  saya  exterior,  que  cuando  no  llevan  puesto  acostumbran  atar  á la  cintura. 

■V 

Las  tradicionales  costumbres  del  país,  consérvanse  todavía,  en  los  caseríos 
que  no  están  relacionados  con  las  grandes  capitales;  algunas,  caracterizando  su 
antigüedad,  entre  las  cuales  no  nos  creemos  dispensados  de  consignar  la  del  rebo- 
llo, las  filas,  las  esfoyazas,  y las  obladas  de  los  entierros. 

Dias  antes  déla  nupcial  ceremonia,  la  novia,  acompañada  de  su  madrina,  re- 
corre todos  los  caseríos  del  territorio  en  que  vive,  y al  dar  parte  de  su  casamiento 
ofrece  un  polvo  de  tabaco  de  una  caja  de  plata  que  en  la  mano  lleva:  el  que  acep- 
ta, queda  obligado  á contribuir  para  el  dote  con  su  presente,  que  consiste  en  gra- 
no. dinero  ó ropa.  Esto  es  lo  que  se  conoce  en  el  país  con  el  nombre  de  rebodo. 
También  es  notable  otra  costumbre  que  se  observa  en  los  casamientos.  Terminado 
el  banquete  de  bodas,  que  ha  de  celebrarse  siempre  en  la  casa  de  los  padres  de  la 
desposada,  se  coloca  el  lecho  en  un  carro  de  bueyes,  adornado  con  cintas  y flores, 
y alrededor  todos  los  efectos  del  dote  y menaje.  l)e  esta  suerte,  precedido  de  la 
gaita,  y de  coheteros  que  van  poblando  el  aire  con  fuegos  artificiales,  dirigen  el 
carro  á la  casa  que  van  á habitar  los  novios,  marchando  detrás  de  estos  y sus  pa- 
rientes, y allí  se  celebra  la  tornaboda  con  baile  y cena.  Es  creencia  entre  las  mo- 
zas del  país,  que  las  muchachas  que  hacen  el  viaje  á Covadonga,  y beben  con 
verdadera  fé  del  agua  (pie  brota  bajo  la  cueva  de  la  Virgen,  encuentran  marido 
en  el  término  de  un  año.  A esta  conseja  alude  el  canto  vulgar: 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


129 

¡ Oh  Virgen  de  Covadonga  ! 

Bien  de  veras  os  lo  digo: 

Que  no  vengo  mas  á veros 
Hasta  que  me  deis  marido. 

Y cuando  se  lia  visto  realizada,  pone  al  desposado  en  la  galante  obligación  de 
ir,  durante  el  primer  año  de  matrimonio,  á orar  con  su  esposa  ante  la  Virgen,  lle- 
vando alguna  ofrenda  de  ñores  ó de  grano. 

Pero  donde  mas  se  comprende  la  patriarcal  fisonomía  de  aquel  país  es  en  las 
filas  ó tertulias  de  las  aldeas.  Consisten  en  reunirse,  durante  las  primeras  horas 
de  las  noches  de  invierno,  todas  las  mujeres  á hilar,  mientras  los  jóvenes  las  ga- 
lantean, como  acertadamente  dicen  las  mujeres,  y escuchan  de  los  labios  de  los 
ancianos  antiguas  y fantásticas  leyendas,  en  que  siempre  hay  moros  encantados, 
y doncellicas  robadas,  y caballeros  que  las  libertan;  no  siendo  extraño  oir  entre 
aquellas  historias  la  célebre  batalla  de  Covadonga,  que  la  tradición  conserva  sin 
alterar  en  nada  las  relaciones  de  las  crónicas;  ó alguna  otra  gloriosa  hazaña  del 
Infante,  que  así  llaman  en  toda  Asturias  al  rey  Don  Pelayo.  (1) 

No  menos  gratas  que  las  filas  son  para  los  campesinos  las  esfoyazas,  reunio- 
nes nocturnas  que  tienen  por  objeto  enristrar,  ó sea  despojar  de  las  hojas  inútiles 
las  mazorcas  de  maíz,  enlazando  unas  con  otras  para  que  mas  fácilmente  pueda 
secarse  el  grano,  colgando  al  aire  las  ristras.  Pero  no  es  esta  sencilla  operación  lo 
que  atrae  en  tanta  multitud  á los  mozos  y mozas  de  las  cercanías;  estimulan  mas 
agradablemente  su  diligencia  los  cuentos  con  que  se  amenizan,  y los  cantos,  bai- 
les, y ligera  refacción  de  frutas  y sidra  con  que  termina  la  esfoyaza,  prorogando 
hasta  el  amanecer  el  honesto  solaz.  A estas  alegres  fiestas  se  refiere  en  su  compo- 
sición titulada  P tramo  y Tisbe  el  párroco  de  Prendes,  poeta  (pie  floreció  á media- 
dos del  siglo  xvii,  cuando  dice: 

La  postrer  nuiche  ya  de  octubre  yera, 

Y acabóse  temprano  la  esfoyaza, 

La  xente  veladora  y placentera, 

De  comer  la  garulla  daba  traza: 

Habia  de  figos  una  goxa  entera, 

Peres  del  forno,  gaxos  de  fogaza. 

Y tiraban  el  fueyo  con  tarucos, 

Partos  de  reblincar  los  rapazucos. 


(1)  El  cronista  Morales  hizo  ya  esta  observación  en  el  siglo  xvi. 


130 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Llevantóse  á isti  tiempo  Xuan  García, 
Que  yera  amu  de  casa  y lióme  honrado: 
Sabia  11er,  y escribir  tamien  sabia, 

Y aun  daqué  de  llatin  tenia  ‘studiado; 

Y dixo:  xente,  á miu  me  parecía 

Que  dar  gracias  á Dios  seria  acertado, 

Y dejar  noramala  los  treveyos 

Que  suelen  trer  tras  si  mil  enguedeyos. 


La  oblada  es  oira  costumbre  del  país  que  bien  recuerda  su  origen  romano. 
Consiste  en  una  ofrenda,  que  conduce  un  pariente  ó amigo  íntimo  del  difunto  en 
el  entierro  detrás  del  cadáver,  depositándola,  después  de  cubierta  la  sepultura, 
encima  de  ella;  la  especie  en  que  consiste  esta  ofrenda  varía  según  los  concejos, 
desde  un  poco  de  grano  basta  una  ternera  escogida,  que,  llevada  por  un  criado, 
marcha  delante  del  féretro.  A propósito  de  los  entierros  en  Asturias,  hé  aquí  lo 
que  añade  el  señor  Cavedo:  «El  dia  de  difuntos,  y el  del  primer  aniversario,  se 
repite  la  oblada  y durante  el  primer  año  arde  un  cirio  sobre  la  sepultura,  mien- 
tras se  dice  la  misa.  En  algunos  concejos  los  parientes  cercanos  del  difunto  pre- 
sentan también  su  oblada  especial,  la  que,  así  como  la  de  la  casa  mortuoria,  se 
deja  en  la  iglesia  durante  el  funeral.  A los  concurrentes  á este  se  da  una  comida 
todo  la  suntuosa  que  alcanza  la  familia  del  muerto,  y á los  pobres  limosna.  A la 
mesa  asisten  también  los  clérigos  que  se  hubiesen  reunido  para  las  exequias,  que 
suelen  ser  en  gran  número,  y se  termina  el  banquete  cerrando  las  ventanas,  co- 
locando sobre  la  misma  mesa  que  sirvió  de  altar,  un  crucifijo  y dos  bujías,  y en- 
tonando el  preste  por  el  eterno  descanso  del  muerto  un  responso,  al  que  acompa- 
ñan todos  los  asistentes;  esta  costumbre  recuerda  los  banquetes  fúnebres  de  los 
egipcios.  Acabada  la  oración  se  entregan  á cada  clérigo  los  honorarios  que  le  to- 
can. Las  plañideras  de  oficio,  que  por  un  salario  seguian  llorando  al  féretro,  es- 
tuvieron en  uso  en  Asturias  hasta  principios  del  presente  siglo.» 

Dedicados  los  aldeanos  á las  útiles  tareas  de  la  agricultura  y ganadería,  á la 
concurrencia  á los  mercados  y á la  casa  concejil  los  dias  de  audiencia,  así  como  á 
la  pesca  y navegación  los  intrépidos  hijos  de  la  costa,  con  harta  frecuencia  em- 
plean los  domingos  en  batidas  y monterías  contra  osos,  lobos  y animales  dañinos,  á 
cuyo  fin  se  elige  en  los  concejos  anualmente  un  funcionario  llamado  montero  ma- 
yor, que,  como  su  nombre  indica,  dispone  las  batidas,  y lleva  como  distintivo  de 
su  cargo  un  vígaro  ó corneta  de  caza.  Por  toda  recompensa  solo  tiene  el  privile- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


131 


gio  ele  que  la  primera  presa  que  se  mate  le  corresponda,  y una  parte  mayor  que 
los  demás  en  el  reparto  de  las  pieles,  cuyo  importe  sin  embargo  no  aprovecha, 
pues  lo  invierte  en  municiones  para  las  cacerías  venideras. 

Pero  donde  se  vé  en  delicioso  conjunto  el  completo  cuadro  de  las  costumbres 
asturianas,  es  en  los  mercados,  y principalmente  en  las  romerías.  Generalmente 
la  devoción  á alguna  milagrosa  efigie  que  se  venera  en  apartado  y tradicional 
santuario,  llama  á su  alrededor  á los  pacíficos  aldeanos,  no  siendo  estraño  verlos 
también  concurrir  con  el  mismo  objeto  delante  de  un  antiguo  palacio  señorial, 
venerando  el  recuerdo  de  gloriosos  hechos  ó la  tumba  de  algún  esclarecido  guer- 
rero, que  siempre  el  elemento  histórico  se  vé  predominar  hasta  en  las  comunes 
prácticas  de  las  costumbres  asturianas.  Desde  la  noche  que  precede  al  dia  de  la 
romería,  encienden  en  el  frondoso  bosque  ó risueña  pradera  que  se  estiende  de- 
lante de  la  ermita  ó castillo,  una  inmensa  hoguera,  alrededor  de  la  cual,  ó en 
separados  grupos,  alternan  los  acompasados  y lentos  cantos  de  la  danza  prima, 
con  los  modernos  de  la  giralda,  y aun  boy  algunos  de  la  cercana  Castilla.  Fue- 
gos artificiales  comparten  con  las  danzas  la  bulliciosa  velada,  formando  estraña 
pero  agradable  armonía  el  pastoril  eco  de  la  gaita,  la  grave  canturía  de  los  anti- 
guos romanos,  el  crujido  de  los  cohetes  y petardos,  el  estampido  de  las  escopetas 
que  los  mozos  disparan  en  la  espansion  de  su  sincero  júbilo,  y sobresaliendo  sobre 
todos  aquellos  diferentes  sonidos,  el  prolongado  ixnxu,  lanzado  al  aire  con  fuerte 
voz  por  los  robustos  pechos  de  aquellos  montañeses,  que  guardan  para  sus  mo- 
mentos de  mas  placer  el  antiguo  grito  de  guerra,  como  en  perenne  testimonio  de 
su  belicoso  carácter.  Iguales  ó análogas  diversiones  se  suceden  durante  el  siguiente 
dia,  no  sin  que  antes  hayan  orado  los  fieles  campesinos  en  la  venerada  iglesia, 
prolijamente  adornada  con  llores  y paños,  y resplandeciente  de  luces  en  sus  al- 
tares y bóvedas.  Las  familias  y amigos  alternan  las  danzas  con  meriendas  ó co- 
midas sobre  la  fresca  yerba,  y los  jóvenes  se  ejercitan  en  juegos  de  destreza,  en- 
tre los  que  ocupan  el  lugar  preferente,  como  en  todo  pueblo  primitivo,  las  animadas 
carreras,  en  las  que  el  vencedor  gana  la  cuajada;  carreras  que  inspiraron  al  au- 
tor de  la  ya  citada  poesía  en  bable,  (1)  «La  vida  del  campo,»  las  tres  magníficas 
octavas  descriptivas  que  copiamos  á continuación: 

Como  llozanos  potros  desbocados 
Q‘  el  vientu  cortan  sin  tocar  1‘  arena, 

(1)  Es  sin  disputa  notable  la  analogía  que  encuentra  el  señor  Quadrado  entre  esta  palabra,  con  la  que  se 
designa  el  dialecto  asturiano,  y la  francesa  babil.  y la  inglesa  babble,  que  significa  charla  ó gerigonza. 


132 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Unos  tras  d‘  otros  van  precipitados, 

El  pechu  francu,  suelta  la  melena; 

Los  brazos  fasta  el  codu  remangados, 

Del  triunfo  y la  esperanza  1‘  alma  llena, 

Sin  zapatos,  sin  calces,  sin  ropía, 

Mas  llixeros  que  cuete  en  romería. 

Nube  de  polvu  entonces  se  Levanta, 

Y n‘  ella  envueltu  el  mozu  que  ya  espera 
Con  fartu  empeñu  y con  Liviana  planta 
El  término  tocar  de  su  carrera, 

Cede  y sf  atrasa  el  otru  que  se  llanta 
Metanos  xunto  á él  y lu  supera 
En  pierues  y en  alientos,  y la  grita 

Y les  palmades  del  que  mira  escita. 

Y allega  mas  forzadu  y mas  arteru, 

Sudarientu,  Liviano,  espolvoriadu, 

A tocar  é nos  teyos  el  primera, 

Y allí  mismo  por  todos  declaradu 
Ye  el  Rey  de  la  coida,  y gayasperu 
Recibe  de  les  manus  d‘  una  ñeña 
Del  vencimiento  la  esperada  enseña. 

La  coida  á que  se  reñere  esta  última  octava,  es  el  nombre  que  dan  en  el  país 
á la  recolección  de  frutas,  en  cuyas  apacibles  tardes  se  repiten,  al  terminar  las 
faenas,  los  mismos  cantares,  danzas  y corridas  que  se  encuentran  en  las  anima- 
das romerías.  Pero  llega  en  estas  un  momento  en  que  á la  animación  sucede  un 
silencio  respetuoso. 

— ¡La  procesión!  ¡La  procesión! — se  oye  gritar  por  todas  partes. 

Y en  efecto:  precedida  de  coheteros  y tiradores,  que  sin  cesar  van  haciendo 
disparos,  adelanta  la  venerada  efigie  llevada  en  hombros  de  los  devotos  mozos,  y 
á veces  por  las  garridas  aldeanas,  mientras  otras  conducen  delante  de  la  imagen 
y al  lado  de  la  gaila,  uno  ó mas  ramos,  que  al  fin  han  de  subastarse  á la  puerta 
de  la  iglesia,  para  invertir  su  importe  en  las  preferentes  atenciones  del  culto.  Dan 
el  nombre  de  ramos  á un  armazón  á manera  de  paraguas,  formado  con  polos,  y 
sujeto  á unas  andas,  el  cual  va  cubierto  con  pañuelos  y cintas  de  colores  vários, 
joyas,  medallas  ó plumas,  mezcladas  con  jamones,  panes,  tortas,  gallinas  ó bollos 
de  horoña,  todo  lo  cual  se  conoce  con  el  nombre  de  adorno  del  ramo,  y se  lia  cos- 
teado por  las  jóvenes  de  la  aldea,  á cuyo  fin,  dias  antes  recorren  con  él  todas  las 
casas,  acompañado  de  una  ó dos  gaitas . 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


133 


Entre  los  juegos  que  alternan  con  las  carreras  en  las  romerías,  ó en  cualquiera 
clase  de  pública  diversión,  se  cuenta  el  de  bolos  y las  cucañas , que  por  conocidos 
no  describimos;  así  como  en  los  puertos  de  mar  las  corridas  de  patos.  Cuelgan 
para  ellas  en  el  centro  de  una  cuerda  sujeta  á los  extremos  de  los  palos  de  dos 
barcos,  una  de  aquellas  acuáticas  aves.  Multitud  de  lanchas  avanzan  rápida- 
mente á fuerza  de  remo  para  coger  sus  tripulantes  el  pato  al  pasar  por  debajo  y 
entre  las  dos  barcas;  y en  estas  carreras  marítimas,  vénse  con  frecuencia  caer  al 
agua  los  atrevidos  marineros,  que  sin  embargo,  en  breve  se  cogen  á las  bandas  de 
su  lancha  para  volver  á disputar  el  premio. 

Las  creencias  en  séres  sobrenaturales,  tan  propias  de  todas  las  regiones  del 
norte,  mas  arraigadas  en  Asturias  son  la  del  mal  de  ojo,  las  huestes  y las  xanas. 
A pesar  de  la  ilustración  que  hemos  dicho  se  encuentra  en  aquel  país,  no  faltan 
sencillos  aldeanos  que  temen  la  mirada  de  ciertas  personas,  á las  cuales  suponen 
el  maléfico  poder  de  causar  la  muerte  á los  niños  y á los  animales  domésticos. 
Dicen  que  los  hombres  ó mujeres  en  quienes  concurre  esa  fatídica  cualidad,  lle- 
van pintada  en  la  pupila  la  figura  de  Satanás;  y cuando  á pesar  de  todos  los  amu- 
letos y relicarios  que  le  cuelgan,  creen  acometido  al  niño  de  mal  de  ojo,  le  dan 
agua  que  haya  tenido  en  infusión  asta  de  ciervo,  medicamento  eficacísimo,  según 
ellos,  para  la  terrible  dolencia. 

Pero  si  caminando  en  negra  noche  veis  vagar  entre  las  montañas  algunas 
luces  que  llevan  los  labradores,  no  espereis  que  vuestro  guia  continúe  su  camino 
en  aquella  dirección;  y si  curiosos  por  conocerla  causa  de  su  miedo  se  lo  pregun- 
táis, os  contestará  que  son  las  huestes,  fantástica  procesión  de  figuras  blancas  sin 
determinada  forma,  que  llevando  en  la  mano  cirios  verdes  encendidos,  vagan  á 
las  altas  horas  de  la  noche  en  derredor  de  las  iglesias  ó cementerios.  En  vano 
será  que  tratéis  de  disuadirle  haciéndole  ver  que  las  luces  que  suelen  encontrarse 
en  tales  sitios  son  fosfóricas  emanaciones  de  los  huesos  que  en  ellos  se  conservan: 
os  replicará  que  anuncian  la  muerte  de  alguna  persona  notable,  y que  cuando 
esta  es  una  joven  soltera,  se  la  vé  á ella  misma  convertida  en  blanco  fantasma, 
con  guirnalda  de  flores  en  la  cabeza,  rodeada  de  otras  que  ya  dejaron  de  existir  y 
que  van  entonando  tristísimos  cantos. 

De  mas  alegre  misión  las  xanas,  hermosas  ninfas  de  peregrina  belleza,  pero 
de  cortísima  estatura,  pues  dicen  no  pasan  de  un  pié,  habitan  en  palacios  de  cris- 
tal debajo  de  las  fuentes  solitarias,  y después  de  dar  las  doce  de  la  noche,  salen 

por  el  caño  mismo  de  estas  á lavar  sus  ropas,  de  extraordinaria  blancura,  aprove- 
T9MO  I.  17 


134 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 

phando  los  dulces  resplandores  de  la  luna  creciente.  Y no  haya  miedo  que  las 
aldeanas  eviten  la  frecuencia  de  estas  montañesas  ondinas.  Si  encontrase  alguna 
en  las  lejanas  fuentes  rodeadas  de  árboles,  cualidades  ambas  que  buscan  las  xa- 
nas, y la  niña  conservase  puro  su  cuerpo  como  su  corazón,  la  xana  le  regalará  ma- 
dejas de  hilo  que,  devanadas  en  dirección  oriental,  jamás  terminan,  ó le  dará 
tesoros  de  los  que  guarda  en  sus  grutas  cristalinas,  de  hermosura  sorprendente, 
aunque  jamás  visitadas  por  séres  humanos.  Tal  es  la  poética  tradición  de  las  xa- 
nas, que  aunque  con  triste  colorido,  y objeto  de  terror  mas  que  de  alegría,  se 
encuentran  en  las  montañas  del  norte  de  Francia  con  el  nombre  de  las  mujeres 
blancas,  y en  Escocia,  donde  se  las  llama  lavanderas  de  noche. 

Al  hablar  de  las  costumbres  del  principado,  no  podemos  dejar  de  hacer  me- 
moria de  los  vaqueiros,  raza  odiada  que  vive  en  lo  mas  alto  de  los  montes,  sin 
que  ningún  buen  asturiano  trabe  amistad  con  sus  individuos,  ni  aun  roce  con 
ellos  sus  vestidos,  á no  ser  para  socorrerlos,  pues  la  santa  virtud  de  la  caridad  se 
sobrepone  en  aquellos  naturales  á todo  género  de  prevenciones.  Esta  raza,  que  no 
sabemos  por  qué  lleva  el  expresado  nombre,  pues  la  ganadería  así  es  común  á ella 
como  á las  demás  gentes  del  país,  mirada  con  tanta  prevención,  que  llega  hasta 
el  odio  el  sentimiento  que  inspira,  envuelve  un  recuerdo  histórico  que  prueba  el 
amor  de  los  astures  á su  independencia  y á las  glorias  de  su  país.  Dicen  que  los 
individuos  que  á ella  pertenecen  son  descendientes  de  los  pocos  cristianos  que 
acompañaron  al  traidor  don  Oppas;  y así  como  creen  que  los  diablos  se  llevaron  á 
este  á los  infiernos  asido  de  los  cabellos,  (1)  así  también  consideran  que  los 
queiros  pertenecen  á una  raza  infame  y maldita. 


(1)  En  las  figuras  que  adornan  el  arco  de  Santa  Eulalia  de  Abamia,  que  representa  el  infierno,  creen  ver 
el  desastroso  fin  del  obispo  don  Oppas.  que  cautivado  por  Pelayo.  fue  de  orden  de  este  precipitado  desde  unas 
altas  peñas  y arrebatado  por  el  diablo. 


(caracteres  en  acción) 


LTTZ,  STT  PADRE  “Y-  STJ  P/IPYDLP DO. 


por  D.  José  Zorrilla. 


SÍNTESIS. 


n Andalucía  y Méjico 
A Dios  se  encomienda  todo : 
Por  ambos  la  Providencia 
Vela  sin  cerrar  el  ojo. 
Nadie  jamás  del  mañana 
Cuidó  en  un  país  ni  en  otro: 

Mañana  será  otro  dia 

Y el  hoy  siempre  ha  sido  corto. 

Dios  es  quien  los  dias  cuenta 

Y pone  á las  vidas  coto ; 

Y en  Dios  fiados  viviendo, 

La  vida  se  pasa  pronto. 


136 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Las  tierras  de  España  y Méjico 
Las  guardan  Santiago  apóstol. 

La  Virgen  de  Guadalupe 

Y los  santos  sus  patronos: 

Y como  en  ambos  países 
No  hay  aldea  ni  villorrio 

El  cual  no  esté  de  algún  santo 
Bajo  el  patrocinio  próximo, 

Y como  cada  mes  de  ellos 
Trae  cinco  el  martirologio 

O el  calendario,  sus  tierras 
Son  un  perpétuo  jolgorio: 

Y á los  cristianos  que  dejan 
Por  rezar  de  arar  sus  cotos, 

Como  á San  Isidro  á arárselos 
Van  los  ángeles  custodios. 

Y en  esto  muestra  bien  Méjico 
Que  es  hijo  nuestro  y católico; 

Por  no  celebrar  las  fiestas 

No  se  lo  lleva  el  demonio. 

Un  dia  no  hay  en  el  año 
Sin  misa,  repiques  y órgano, 
Sermón,  procesión,  cohetes, 

Gallos,  baile,  banca  y toros; 

Por  donde  quier  que  de  Méjico 
Se  atraviesa  territorio, 

O se  está  en  fiesta  ó de  fiesta 
Se  preparan  requilorios. 

Hijo  de  España.  ¡Ah,  buen  hijo! 
¡Mes  y medio  de  reposo 

Y diez  y medio  de  fiesta 
Por  año ! Como  nosotros . 

¡ Viva  la  Virgen  y el  Papa ! 

Dios  da  ochocientos  por  ocho. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


137 


¡ Gloria  á Dios ! Él  guarda  el  campo 

Y el  trigo  se  viene  solo. 

Bajo  él  nutre  el  sol  vivífico 

Las  minas  de  plata  y oro, 

Y el  dinero  en  él  se  acuña 
Para  que  ruede  redondo. 

Así  Méjico  y España 
Pensaban  hasta  hace  poco, 

Y á caracteres  de  entonces 
Vamos  á dar  desarrollo. 

Y van  en  estos  artículos 
A hablar  y obrar  por  sí  propios 
Unos  que  ya  perecieron 
É imperecederos  otros. 


138 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


I 

LUZ 

Luz,  vista  á la  luz  espléndida 
Con  que  el  poeta  la  mira, 

Es  una  hurí  mejicana 
De  una  beldad  peregrina, 

De  una  perfección  extrema 

Y de  una  gracia  infinita: 

Un  ángel  de  amor  dotado 
De  cualidades  divinas, 

Piedra  imán  de  corazones 
De  atracción  poderosísima, 

A cuya  acción  absorbente 
No  liay  corazón  que  resista: 
Máquina  de  fundir  almas, 

Que  á fuego  atroz  las  calcina, 

A pisón  las  abatana 

Y á mazo  las  pulveriza. 

Pero  todos  los  poetas 

Del  mismo  modo  nos  pintan 
La  heroína  de  sus  cuentos 
Joven,  vieja,  fea  ó linda. 
Nosotros,  echando  á un  lado 
La  amorosa  teología 

Y la  amorosa  poética, 

Que  á la  mujer  divinizan, 

Que  dicen  de  ella  es  verdad 
Unas  cosas  preciosísimas, 

Mas  que  solo  son  al  cabo 
Unas  preciosas  mentiras, 
Diremos  de  Luz  Meras 

En  cuatro  frases  sencillas 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


139 


Lo  que  saber  el  lector 
I)e  Luz  Meras  necesita. 

Luz  es  una  viuda  joven 
Que  en  los  veinte  y cuatro  frisa, 
De  educación  esmerada, 

De  buena  estirpe  nacida 

Y en  los  Llanos  por  herencia. 
Dueña  de  una  de  esas  fincas 
Cuyo  estéril  tepetate 

Nutre  á millares  las  pitas, 

Y da  al  maguey  tanto  jugo 
Como  á sus  cepas  Castilla; 
Siendo  el  maguey  al  en  Méjico 
Lo  que  en  España  las  viñas. 

No  hay,  pues,  para  que  añadir 
Que  Luz  Meras  era  rica: 
Magueyales  en  los  Llanos 
Valen  tanto  como  minas. 

Mas  Luz  heredó  su  hacienda 
De  un  inglés  cuya  familia 
No  anduvo  jamás  con  él 
En  relación  ni  armonía 

Y de  quien  él  con  la  franca 
Espontaneidad  que  hechiza 
En  los  ingleses,  jamás 

La  dio  la  menor  noticia. 

Aquel  inglés  llegó  á Méjico 
(No  importa  el  año  ni  el  dia) 
Con  una  gran  cara  séria 
Encuadrada  en  dos  patillas, 
Cuyos  dos  rizos  quebraban 
Grandes  picos  de  camisa, 

Y una  gran  nariz,  que  sombra 
Daba  á su  fisonomía. 

Ejemplar  de  inglés,  en  suma, 


140 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Con  todas  los  inequívocas 
Mí  ireas  del  inglés  vaciado 
En  la  inglesa  estereotipia; 

Que  todas  las  cualidades 

Y los  defectos  tenia 

Del  inglés;  alma  sincera 

Y facha  un  tanto  ridicula. 

Su  porte  era  grave  y tieso, 

Siempre  de  negro  vestía: 

Su  limpieza  era  estremada 

Y sus  dos  manos  blanquísimas. 
Este  inglés,  que  agenció  en  Méjico 
Dineros  ó los  traía, 

Era  un  hombre  de  negocios 
De  legalidad  estricta, 

Que,  exacto  como  un  reló 
Jamás  faltaba  á una  cita, 

Ni  retractaba  jamás 
Su  palabra  una  vez  dicha. 

El  padre  de  Luz,  hallándose 
En  situación  algo  crítica 

Y algo  escaso  de  recursos 
Por  una  de  esas  continuas 
Catástrofes  pecuniarias 
Que  en  esta  tierra  bellísima 
Han  producido  sus  muchas 
Revoluciones  políticas, 

Acudió  al  inglés,  quien  prévio 
Un  papel  de  pocas  líneas, 

Cuyo  sello  un  escribano 
Legalizó  con  su  firma, 

Le  abrió  su  caja  de  hierro. 

Y en  diez  talegas  muy  limpias 
Le  dió  diez  mil  pesos  nuevos: 

Y el  papel  de  garantía 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


141 


Colocando  en  donde  estaban 
Las  talegas  susodichas, 

Le  despidió  con  su  inglesa 
Gravedad  característica. 

Hé  aquí  cómo  relaciones 
Quedaron  establecidas 
Entre  estos  dos  personajes 
De  esta  relación  verídica. 

Anduvo  el  tiempo;  el  inglés 
Cada  cuatro  meses  iba 
A hacer  al  padre  de  Luz 
En  su  hacienda  una  visita. 

El  padre  en  su  gabinete 
Al  inglés  introducía; 

Tenian  allí  á solaz 
Una  plática  brevísima, 

Paseaban  mientras  llegaba 
La  hora  de  la  comida, 

Echaba  el  padre  su  siesta 
Mientras  el  inglés  leía, 

Y á las  cuatro  de  la  tarde, 

Trás  de  cortés  despedida, 

El  inglés  con  su  criado 
A la  ciudad  se  volvía. 

En  la  primitiva  época 
De  estas  idas  y venidas 
Del  buen  inglés  á su  hacienda, 
Luz  era  una  muchachilla 
Muy  traviesa  y muy  alegre, 

Mas  peinada  todavía, 

De  trenzas  sueltas,  de  corto 
Vestida;  en  fin,  una  niña. 

Mas  tiempo  andando,  en  tres  años 
Que  parecieron  tres  dias, 

Con  el  precoz  desarrollo 


TOMO  i. 


18 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Peculiar  en  estos  climas, 

La  niña  pasó  á mujer 
Con  rapidez  imprevista, 

Y la  alegre  mucliaclniela 
Se  hizo  gentil  señorita. 

Los  azares  de  una  guerra 
En  que  á nombre  de  guerrillas 
Merodeaban  por  los  campos 
Los  partidos  en  partidas, 

No  permitieron  al  padre 
I)e  Luz  cosechas  opimas 
Coger,  y en  contribuciones 
La  escasa  renta  se  le  iba. 

Cada  cuatro  meses,  fijo 
Como  el  sol,  aparecia 
El  grave  inglés  en  la  hacienda 

Y se  llevaba  otra  firma 
Del  hacendado,  debajo 
De  la  cantidad  inscrita 
En  la  columna  de  réditos 
A la  escritura  añadida. 

El  inglés  tomaba  en  cuenta 
Las  circunstancias;  legítimas 
Estimaba  las  escusas 
Del  propietario,  y partía. 

Era  un  hombre  razonable: 

Ante  la  razón  mas  nimia 
Del  hacendado,  cargaba 
La  cuenta,  mas  no  insistía 
En  el  cobro;  el  propietario 
Haciendo  al  inglés  justicia, 

Fué  por  grados  confianza 
Acordándole  mas  íntima. 

Le  enteró  de  sus  negocios, 

Le  dió  parte  de  sus  miras, 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


143 


Esperanzas  y proyectos 
Para  el  porvenir;  tenían 
Que  venir  tiempos  mejores 
Sin  duda,  y al  fin  pacífica 
La  república,  en  dos  años 
Su  hacienda  se  repondría. 

El  inglés  oía  impávido, 

Como  un  suizo  su  consigna 
Al  entrar  de  centinela, 

Lo  que  el  viejo  le  decía; 

Y sin  permitirse  dar 

Su  opinión,  mientras  pedida 
Claramente  no  le  fuera; 

El  mejicano  seguía 
Sosteniendo  de  su  casa 
El  boato,  con  la  misma 
Administración  espléndida 
Que  en  su  buen  tiempo.  La  rígida 
Imparcialidad  all  dánica 
Al  inglés  no  permitia 
Meterse  en  conciencia  agena. 

Ni  trabas,  ni  cortapisas, 

Poner  á los  gastos  de,  otro; 

Y á la  insinuación  mas  mínima 
Del  mejicano,  su  caja 

De  fierro  otra  vez  abria. 

El  inglés,  la  nueva  suma 
Por  él  de  nuevo  pedida, 

Le  daba,  con  un  artículo 
Adicional  y otra  firma 
Modificaba  el  contrato, 

Y sin  ceño  ni  sonrisa 
Con  sus  sacos  al  guardarle 
Para  sí  mismo  decía: 

«Yo  no  comprendo  el  carácter 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


»De  esta  gente;  en  Dios  se  fía, 
»Y  encomendándose  á Dios, 

»No  mira  por  sí  y se  arruina. 
»Lo  veo,  mas  no  concibo 
>/Que  de  este  modo  se  viva. 
»Pero  él  se  entenderá;  ya 
»Es  hombre,  y mientras  no  pida 
»Consejos  él,  no  hay  motivo 
»Para  que  yo  le  dirija 
»Observacion;  de  lo  suyo 
»Dispone:  no  es  cuenta  mia.» 
Así  se  comprende  en  Londres 
La  imparcialidad  estricta; 

Y tal  era  del  inglés 
La  árida  filosofía. 

Corrieron  otros  dos  años; 

Luz  era  ya  una  mocita 
De  diez  y ocho,  y como  dicen 
Los  mejicanos,  chulísima. 

Su  padre  habla  conservado 
En  medio  de  su  desidia 
Un  solo  afan,  uno  solo: 

La  educación  de  su  hija. 

Luz,  que  se  crió  sin  madre, 

Pues  casi  recien  nacida 
La  perdió,  tuvo  la  suerte 
De  hallar  madre  en  una  tia 
Que,  en  un  cuerpo  contrahecho 
De  conformación  raquítica, 
Encerraba  un  alma  noble 
De  inteligencia  perspicua; 

Y esta  tia  que  de  Luz 
Era  además  la  madrina, 

La  inculcó  principios  sanos 
De  una  moral,  mas  que  rígida, 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


Sensata,  y de  una  evangélica 

Y católica  doctrina, 

Mas  que  gazmoña  ó hipócrita, 
Social  y caritativa: 

La  dió  en  fin  la  educación 
Que  hace  de  una  mujer  linda 
Hija  huena,  huena  esposa, 
Buena  madre  de  familia 

Y mujer  de  sociedad; 

Y á la  muerte  de  la  tia 

La  administración  doméstica 
Quedó  á cargo  de  la  chica. 

Luz,  primorosa  en  labores 
Mujeriles,  recihia 
De  su  padre  un  complemento 
De  educación  semi-artística; 

Y en  la  morada  elegante 
Que  en  la  capital  tenian, 
Profesores  la  pagaba 

De  mérito  y nombradla. 

De  música,  de  dibujo 

Y otros  estudios,  que  evitan 
Que  las  muchacliuelas  entren 
Antes  de  tiempo  en  la  vida; 
Que  nutran  antes  de  tiempo 
Pasiones  locas,  que  vician 
Su  corazón  y del  cuerpo 

La  robustez  debilitan. 

Por  este  tiempo  el  inglés, 
Que  habitación  prevenida 
Tenia  en  la  hacienda  ya, 
Permanencia  en  ella  asidua 
Hacia  meses  enteros; 

Pasar  sin  él  no  podia 
El  padre  de  Luz,  y aun  ella 


14G 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Estaba  á él  si  no  adherida 
Acostumbrada.  El  inglés 
Que  tres  ó cuatro  caricias 
La  hizo  en  tres  ó cuatro  años, 
Mientras  que  fué  una  chiquilla, 
Cuando  llegó  á ser  mujer 
La  otorgó  la  mas  cumplida 
Consideración,  tratándola 
Con  la  mayor  cortesía; 

Y aun  una  atención  curiosa 
Hubiera  sin  gran  malicia 
Tomado  sus  atenciones 

Tal  vez  por  galantería. 

Tal  era  la  situación 
Cuando  los  últimos  dias 
De  febrero  de  ochocientos 
Cincuenta  y siete  corrian, 

El  treinta  y uno,  después 
Del  almuerzo,  con  su  fria 
Formalidad,  el  inglés 
Pidió  al  padre  una  entrevista 
En  su  cámara;  y tomando 
Lino  enfrente  de  otro  sillas, 
Entablaron  esta  plática 
Tal  vez  por  ambos  prevista, 

Por  el  inglés  esperada, 

Del  mejicano  temida, 

Y retrasada  por  ambos 
Por  razones  muy  distintas. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


117 


II 


SU  PADRE 


DIÁLOGO 


El  Inglés.  Mañana  el  último  plazo 

Cumple  de  mi  último  préstamo: 
Con  capital  é intereses 
Debeis  ciento  diez  mil  pesos 


A.  "Williams  Smith.  Yo  soy 
Amigo  y acreedor  vuestro; 
Vengo,  amigo  y acreedor. 
A presentaros  mi  crédito; 
Pero  ni  acreedor  ni  amigo 
Acongojaros  pretendo; 
Acreedor,  os  pido  cuentas; 
Amigo,  á todo  me  avengo. 
¿Teneis  los  ciento  diez  mil 
Que  me  debeis? 


Williams 

Inglés.  [Interrumpiéndole) . Sí  ó no.  ¿Teneis 
Ciento  diez  mil? 


Inglés.  Bien;  la  hacienda  de  la  cual 
Hipoteca  me  habéis  hecho, 

Vale  ciento  treinta  mil; 

Daros  sobre  ella  no  puedo 
Ni  un  centavo  mas:  en  caso 
De  venta,  á no  hallar  me  arriesgo 
Quien  dé  los  ciento  diez  mil. 
Padre.  ¡ Me  la  vendéis ! 

Inglés.  No  digo  eso; 


El  Padre  de  Luz. 


Mas  yo  espero 


Padre. 


No  los  tengo. 


148 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Yo  no  os  obligo  á venderla; 

Como  acreedor  puedo  hacerlo, 
Pues  que  no  podéis  pagarme; 

Mas  como  amigo,  no  debo. 

¿l)e  arreglar  este  negocio 
No  habéis  pensado  algún  medio? 


Padre . 

¡ Ninguno ! 

Inglés. 

Os  compro  la  hacienda 

Y os  doy  al  contado  el  resto. 

Padre. 

¡Ya  montan  los  intereses 

Mas  que  el  capital! 

Inglés. 

Lo  siento; 

Pero  no  es  mia  la  culpa. 

Aquí  disfraza  el  comercio, 

Con  uno  mensual,  el  doce, 

Que  cobra  al  año;  yo  entiendo 
Que  el  doce  es  mitad  de  usura, 
Mas  si  yo  ese  doce  llevo, 

Es  porque  de  vuestra  plaza 
Cual  está  el  uso  lo  acepto. 

Padre.  Pues  es  una  cosa  triste 

Inglés.  No  trato  de  entristeceros: 

Yo  soy  hombre  de  conciencia: 
Mas  como  no  me  entrometo 
A aconsejar  á un  amigo 
Que  no  me  pide  consejo, 
Llegar  á este  último  plazo 
Os  he  dejado  en  silencio: 

Y ni  á amigo  ni  á deudor 
Por  el  precipicio  echo. 

Rebajo  de  los  quince  años 
Seis  de  los  doce  por  ciento; 

El  capital  con  el  seis 
Monta  ochenta  mil  quinientos. 
¿Los  teneis? 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


140 


Padre.  No. 

Inglés.  Pues  la  hacienda 

Compro  y su  valor  completo 
Desde  ochenta  mil  y el  pico 
Hasta  el  total  de  su  precio. 

Padre.  ¿Y  á Luz  y á mí  nos  echáis 
Del  solar  de  mis  abuelos? 

Inglés.  Viviréis  ambos  conmigo: 

Todo  quedará  en  secreto; 

Yo  administraré  la  finca 
Y os  neo-ociaré  el  dinero 

O 

Que  os  resta.  Si  vivo,  es  fácil 
Con  economía  y tiempo 
Que  á comprármela  volváis; 

Me  alegraré  mucho  de  ello, 

' Y pondré  esta  condición 
En  la  escritura. 

Padre.  Prefiero 

Vender  y perder. 

Inglés.  ¿Por  qué? 

Padre.  Porque  siempre  será  ageno 
El  hogar  que  me  cobije. 

Inglés.  Mientras  uno  de  ambos  muerto 
No  sea,  aun  es  de  los  dos, 

Pues  aun  á él  guardáis  derecho. 

Padre.  No  quiero:  vendo  la  hacienda. 

Inglés.  Hacéis  muy  mal;  y no  creo 
Que  podáis  decir  j.amás 
Que  os  puse  yo  en  tal  aprieto. 

Padre.  No;  mas  no  quiero  deber 

Mi  existencia  á un  extranjero. 

Inglés.  Es  orgullo  é injusticia 
De  vuestra  parte. 

Padre  . Desciendo 

De  españoles  y mi  orgullo 


TOMO  i. 


19 


150 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Es  de  mi  raza  defecto. 

Inglés.  El  orgullo  que  se  apoya 
En  un  noble  fundamento, 

Es  dignidad:  ese  orgullo 
Los  ingleses  lo  tenemos 
Como  nadie;  mas  tenerle 
Sin  razón,  es  ser  soberbio; 

Y perdonadme,  tener 
Orgullo  conmigo  es  necio; 

Yo  no  le  tuve  con  vos; 

Además,  yo  no  os  ofrezco 
Un  favor,  sino  un  negocio. 

Padre.  No  importa,  la  hacienda  os  vendo, 
Pagadla  como  queráis 
Con  seis  ó doce  por  ciento. 


Calló  el  buen  padre  de  Luz 
Entre  apenado  y colérico; 

Y añadió  el  inglés,  dejándole 
Meditar  unos  momentos: 

— Está  bien;  compro  la  hacienda 
Rebajando  el  seis:  empero 
Antes  de  cerrar  el  trato 
Voy  otra  propuesta  á haceros. 
Aunque  inglés  y comerciante. 

Me  late  dentro  del  pecho 
Un  corazón  tan  leal 
Como  el  del  mas  caballero. 

Si  vuestra  hija  por  nadie 
Tiene  personal  afecto, 

Yo  os  la  pido  por  esposa; 

Y pues  con  ella  os  heredo, 

La  hacienda  es  de  todos  tres; 

En  los  cincuenta  mil  pesos 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


Que  os  tengo  que  dar  la  doto, 
Quedando  en  la  hacienda  impuestos. 
Si  Luz  tiene  un  hijo  mió, 

Todo  es  del  hijo;  si  muero... 

Tengo  un  hermano  en  la  India 

Y otorgado  testamento 
Tenemos  uno  del  otro 

En  favor,  porque  es  el  nuestro 
Un  capital  mismo  en  giro 
Puesto  por  ambos.  Si  muero 
Repito,  sin  dejar  hijos, 

Mi  hermano  hereda;  mas  dejo 
Dotada  á Luz  en  cincuenta 
Mil  duros,  que  es  lo  que  os  resto. 
Comprended  mi  idea:  Luz 
Tendrá  siempre  lo  que  es  vuestro. 
Con  que  pensadlo;  teneis 
Todavía  el  dia  entero: 

Mas  no  os  andéis  con  repulgos, 
Porque  mañana,  os  advierto 
Que,  estando  con  mi  conciencia 
Tranquila,  la  ley  teniendo 

Y la  razón  de  mi  parte, 

Ni  á generoso  ni  á terco 

Me  habéis  de  ganar:  mañana 
Todo  ha  de  quedar  resuelto. 

Mi  proposición  es  franca 

Y no  queda  ya  otro  medio 
De  arreglarlo;  elegid,  pues, 

La  venta  ó el  casamiento. 

Dijo  el  inglés,  y tomando 
Impávido  su  sombrero, 

Saludó  al  padre  de  Luz 

Y salió  del  aposento. 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


III 

SU  MARIDO 

Fuera  que  reflexionara 
Su  padre,  ó que  la  perspicua 
Inteligencia  de  Luz 
De  la  situación  en  vista, 
Tomara  por  sí  el  papel 
De  redentora  y de  víctima, 

O que  su  fé  no  teniendo 
Con  nadie  comprometida, 
Tampoco  con  repugnancia 
Viera  la  oferta  humorística 
Del  inglés,  ello  es  que  en  julio 
Fué  Luz  su  esposa  legítima. 

Y aunque  á nadie  dio  detalles 
Jamás  de  su  vida  íntima, 

Su  posición  en  el  mundo 
Pareció  al  mundo  magnífica. 
Hizo  el  inglés  de  la  hacienda 
Crecer  las  rentas  exiguas, 

Y una  mansión  casi  espléndida 
En  la  ciudad,  sostenia. 

Ahrió  su  salón  á poco 
A sociedad  escogida, 

Y Luz,  reina  de  su  casa, 

A placer  la  dirigia. 

Luz  fué  una  de  las  señoras 
En  Méjico  mejor  quistas, 

Su  sociedad  la  mas  culta, 

Su  reputación  purísima. 

El  inglés,  (|ue  en  cuanto  cabe 
En  su  gravedad,  la  mima 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


153 


No  con  cariño  estremoso 
Mas  con  atención  solícita, 

Labró  á Luz  una  existencia 
Tan  dichosa,  que  su  dicha 
Dio  causa  á muchas  casadas 
I)e  admiración  ó de  envidia; 

Y aunque  la  verdad  Dios  solo 
Del  corazón  profundiza, 

Luz  no  se  mostró  j amás 
Ni  triste  ni  arrepentida. 

Su  padre  el  cincuenta  y nueve 
Murió  de  una  apoplegía: 

El  ing'lés  en  triste  calma 

Y Luz  en  dolor  sumida, 

De  la  capital  se  fueron 
La  pesadumbre  justísima 
De  Luz  á llorar  en  la  honda 
Soledad  de  la  campiña. 

Corrieron  otros  dos  años 

Y en  la  soledad  tranquila, 
Tranquila  sino  dichosa 
La  vida  de  Luz  corria. 

Al  fin  del  sesenta  y uno 
A recoger  una  firma 
De  crédito  al  Director 
De  la  inglesa  compañía 
Fué  nuestro  inglés  á Pachuca: 

Y pisando  en  una  viga 

Mal  puesta,  se  hundió  en  silencio 
Por  un  tiro  de  lamina. 

Cuando  empieza  este  relato 
Llevaba  Luz  todavía 
Luto  por  él;  aunque  la  época 
Era  ya  de  él  transcurrida. 

Siendo  el  negocio  del  préstamo 


154 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Un  secreto  de  familia, 

Luz,  del  inglés,  como  esposa, 
Siendo  heredera  legítima, 

Y el  hermano  del  difunto 
No  habiendo  vuelto  de  la  India, 
Luz  sin  hijos  de  la  hacienda 
Está  en  posesión  pacífica. 

Tal  es  la  historia  de  Luz, 
Ahora  falta  en  breves  líneas 
Señales  de  la  persona 
Dar  de  la  hermosa  viudita, 

Para  que  el  lector  curioso 
Conozca  mejor  de  vista, 

La  mejicana  á quien  nuestra 
Pluma  aquí  caracteriza. 

Ahí  va.  pues  su  filiación. 

Como  pudiera  escribirla 
En  su  propio  pasaporte 
La  prusiana  policía. 

Toca  su  gentil  cabeza 
Cabello  que  á negro  tira, 

Pues  solo  al  sol  da  cambiantes 
De  sus  rubias  medias  tintas. 
Castaño  oscuro  y sedoso, 

Cuya  madeja  algo  riza 
En  grandes  ondas  se  quiebra 
Cuando  de  amarres  la  libra. 

Tez  pálida,  pero  fresca, 
Transparente  y nacarina: 

No  de  ese  pálido  mate 
Que  acusa  carne  enfermiza. 
Frente  tersa  y espaciosa, 

Roca  fresca,  nariz  fina: 

Ojos  negros  de  mirada 
Rápida,  serena  y límpida, 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


Cuyos  transparentes  párpados 
Dejan  ver  de  la  pupila 
La  sombra  oscura  á través 
De  su  piel  delicadísima: 

Y tan  ricos  de  pestañas, 

Que  hacen  sombra  á las  mejillas 
Cuando  los  baja  modesta, 
Fatigada  ó pensativa. 

Su  cabeza,  en  cuello  grácil 
Bien  colocada,  gravita 
Sobre  un  cuerpo  de  estatura 
Ni  sobrada  ni  mezquina. 

Sus  proporciones  exactas 
De  tal  modo  se  combinan, 

Que  forman  un  todo  bello, 

Mas  por  su  noble  armonía 
Que  por  el  dibujo  clásico 
De  las  estátuas  antiguas. 

Luz,  mas  pequeña  que  grande, 
Mas  graciosa  que  bonita, 

No  es  del  Olímpico  tipo 
Del  de  la  Vénus  de  Fidias, 

Sino  de  aquel  que  Ticiano 
Nos  dejó  en  su  Monna  Lisa; 
Toda  gracia,  toda  fácil 
Movilidad  espresiva, 

Que  con  cada  movimiento 
De  luz  y espresion  varía. 

Sus  ebúrneas  manos  son 
Tan  pequeñas  y pulidas, 

Que  á no  ser  primor  tan  raro 
Rara  imperfección  serian. 

Y sus  piés  son  tan  enanos, 

Que  cualquier  princesa  china 
Para  acreditar  su  origen 


156 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


De  estirpe  real,  los  querría: 

Y calza  tan  pocos  puntos 
Que  á no  andar  en  tal  estima 
Seinej  ante  imperfección , 

Por  coja  se  la  tendría. 

Tal  es  Luz,  beldad  en  Grecia 
Casi  desapercibida, 

Mujer  á quien  casi  adoran 
Méjico  y Andalucía. 

Tal  es  Méjico,  y así 
Viven  en  aquellos  climas 
Estas  gentes  de  carácter 

Y de  razas  tan  distintas. 


I 


ron  I).  Luis  Ricardo  Fors. 


o intentamos  describir  el  sereno. 

El  sereno,  por  lo  anómalo,  es  poco  menos  que  indescrip- 
tible . 

Además,  seria  faltar  á las  mas  altas  consideraciones  so- 
ciales tratarlo  como  si  fuera  un  tipo  igual  á los  demás  tipos 
que  medran  y se  agitan  en  nuestra  sociedad. 

Cuando  los  españoles  vivian  bajo  el  paternal  gobierno  de  la 
Sacra,  Católica  y Real  Majestad  de  los  monarcas  absolutos  de  dere- 
cho divino,  los  serenos  podian  no  ser  considerados  mas  que  como 
simples  serenos.  Hoy,  en  pleno  régimen  constitucional,  en  los  tiem- 
pos del  progreso,  de  las  luces  de  gas,  de  los  derechos  individuales, 
de  la  música  de  Wagner  y del  extracto  de  carne  Liebig,  el  sereno 
ha  llegado  á la  categoría  de  una  de  las  piedras  fundamentales  que  sostienen  el 
edificio  admirable  de  las  instituciones  político-sociales  de  la  tierra  de  los  pronun- 
ciamientos, y de  las  irregularidades,  y de  los  toros, 

Niéguelo  quien  quiera. 


TOMO  i. 


¿o 


158 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


El  que  así  lo  haga  no  tiene  nocion  exacta  de  la  influencia  de  un  sereno  en  los 
tiempos  (|ue  alcanzamos,  cuando  se  trata  de  la  seguridad  de  la  familia,  la  garan- 
tía del  hogar,  la  prosperidad  é iniciativa  de  los  ciudadanos,  los  milagros  del  su- 
fragio universal,  la  fuerza  de  los  gobiernos  y el  encumbramiento  y medro  de  todos 
cuantos  en  España  se  creen  destinados  á ocupar  una  poltrona  ministerial,  es  de- 
cir, de  todos  los  españoles. 

Hay  quien  opina  todavía  que  el  sereno  es  un  modesto  empleado  del  munici- 
pio, pagado  para  vigilar  las  calles,  cantar  las  horas  de  la  noche  v advertir  al  ve- 
cindario el  estado  de  la  atmósfera. 

¡ Error ! 

Esto  pudo  haber  sido  el  sereno  en  los  tiempos  de  oscurantismo,  ó sea  en  las 
edades  prehistóricas  de  la  vida  constitucional  de  nuestra  patria. 

Hoy  el  sereno  es  otra  cosa  muy  distinta. 

Para  algo  debían  servir  las  revoluciones  y el  espíritu  civilizador  de  los  mo- 
dernos tiempos  que  nos  han  regalado  los  delirios  de  la  internacional  con  sus  huel- 
gas infructíferas  y las  maquinaciones  de  los  nihilistas  con  sus  máquinas  regicidas. 

Desde  que  disfrutamos  todas  estas  bienaventuranzas,  el  sereno  ya  no  es  sim- 
plemente sereno.  Se  ha  trasformado  en  nublado. 

Nos  esplicaremos. 

Vigilar  las  calles,  es,  en  la  época  presente,  cosa  de  poca  importancia,  puesto 
que  cualquier  siete-mesino  sale  á las  tres  de  la  madrugada  de  la  cervecería  ó del 
pos  tribuí  us , (digámoslo  en  latín  para  mayor  decoro,)  rompiendo  los  bolsillos 
del  pantalón  con  el  peso  de  uno  ó dos  rewolvers  de  veinte  y cinco  tiros,  con  bayo- 
neta y balas  explosibles.  Saber  las  horas  de  la  noche  por  boca  de  pregonero,  ca- 
rece absolutamente  de  utilidad  en  unos  tiempos  en  que  cualquier  auxiliar  de  una 
oficina  del  Estado  con  doce  duros  mensuales  de  sueldo,  esposa,  prole,  suegra  y 
cuñadas,  tiene  en  su  alcoba  magnífico  cronómetro  ginebrino  de  seis  mil  reales 
de  precio.  ¡Saber  el  estado  de  la  atmósfera!  ¡Bah!  ¿Para  qué  se  necesita  conocer 
tal  fruslería,  si  al  retirarse  hoy  un  gomoso  por  la  madrugada  brilla  la  luna  en  el 
firmamento,  y si  cuando  deja  la  cama  á la  una  de  la  tarde  puede  disponer  de  una 
carretela  para  ir  al  paseo,  á la  oficina,  á casa  de  la  bailarina,  ó á la  ruleta ? 

Cuando  el  sereno  servia  exclusivamente  para  todas  estas  pequeneces,  cuando 
tan  solo  vigilaba  las  calles  y cantaba  las  horas,  y advertía  el  tiempo,  ó iba  en 
busca  de  la  comadrona,  ó acudía  á la  botica,  el  sereno  era  sereno.  Y aun  enton- 
ces, aun  en  aquellos  dias  del  apogeo  típico  de  sus  primitivas  funciones,  la  auto- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


159 

ridad  y respetabilidad  de  aquel  funcionario  eran  discutidas  en  epigramas  tan  in- 
tencionados como  el  que  recordamos  de  don  Nicolás  Diaz  de  Uenjumea: 

Una  noche  de  huracán  y truenos 
/ Sereno / iba  cantando  mi  sereno. 

Esto  enseña,  lector,  que,  en  general, 

No  se  debe  creer  nada  oficial. 

Cuando  así  se  hablaba  del  sereno,  precisamente  en  la  época  del  pleno  apogeo 
de  sus  funciones  esenciales,  puede  presumirse  lo  que  hoy  se  puede  hablar  al  verlo 
convertido  en  instrumento  electoral,  gaceta  de  chismes,  amenaza  constante  de 
malestar  para  no  pocos,  y servidor  de  los  manejos  de  muchos. 

No  hay  que  considerar  en  nuestros  tiempos  al  sereno  en  el  ejercicio  exclusivo 
de  sus  funciones  antiguas,  sino  bajo  muy  distintos  aspectos.  Ya  no  sirve  nuestro 
hombre  como  servia  antes  para  dormitar  junto  á su  farol  y su  chuzo  en  los  porta- 
les de  los  edificios,  ni  para  advertir  su  proximidad  á los  malhechores  por  medio 
de  su  canto,  ni  para  distribuir  al  vecindario  décimas  macarrónicas  en  Pascua  de 
Navidad. 

Hoy  se  emplea  el  sereno  en  asuntos  menos  inocentes,  por  lo  cual  hemos  dicho 
antes  que  de  sereno  se  ha  convertido  en  nublado. 

Familia  conocemos  nosotros  sumida  en  las  privaciones  de  una  miseria  vergon- 
zante cuyas  horribles  privaciones  han  impedido  gratificar  al  sereno  del  barrio  con 
la  acostumbrada  propina  de  fin  de  mes.  Y desde  aquel  dia  las  iras  del  funciona- 
rio nocturno  cayeron  de  tal  modo  sobre  aquellas  pobres  gentes,  que  han  acabado 
por  ser  sus  verdaderas  víctimas. 

Una  joven  de  la  familia  en  cuestión,  bella  y virtuosa,  quiso  salvar  á su  ma- 
dre y hermanos  de  los  horrores  del  hambre,  renunciando  á todas  las  ilusiones  de 
la  juventud,  á todos  los  ensueños  de  amor  y felicidad,  ofreciéndose  como  víctima 
propiciatoria  á una  cofradía  benéfica  para  el  cuidado  de  enfermos,  mediante  una 
pensión  vitalicia  fundada  por  un  opulento  filántropo.  Acudió  la  joven  á la  prime- 
ra autoridad  de  la  provincia  para  obtener  el  ingreso  en  la  corporación  de  que  era 
patrono;  el  gobernador  pasó  la  petición  á informe  del  alcalde  de  la  ciudad,  este 
la  remitió  al  alcalde  del  barrio  y este  á su  vez  pidió  informes  al  sereno,  quien 
participó  á su  superior  jerárquico  que  la  joven  N.  N.  pertenecía  á una  familia  de 
holgazanes  cuya  vida  era  tan  desarreglada,  que  derrochaban  cuanto  se  les  daba. 


160 


I. OS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Este  informe  del  sereno  corrió  del  alcalde  de  barrio  al  de  la  ciudad,  y de  este 
al  gobernador  civil,  el  cual  resolvió  la  instancia  escribiendo  al  margen : No  luí 
lugar  ¿i  ¡o  que  se  solicita,  en  vista  de  los  malos  antecedentes  de  la  interesada. 

La  joven  enfermó  gravemente  del  disgusto,  la  familia  llegó  á todos  los  horro- 
res de  la  miseria,  y el  sereno  quedó  vengado  de  los  desgraciados  que  no  pudieron 
arrojarle  los  odio  cuartos  de  propina. 

'í  no  para  en  esto  solo  la  influencia  del  sereno,  en  los  tiempos  de  las  luces  de 

gas. 

Antes  de  dar  comienzo  al  desempeño  diario  de  sus  funciones  se  constituye  en 
vehículo  de  todas  las  maledicencias  y chismorreos  de  la  vecindad,  trayendo  y lle- 
vando cuantos  rumores  pueden  desacreditar  á las  familias  honradas  ó favorecer  á 
los  perversos,  según  la  fantasía,  ó la  codicia,  ó los  rencores  de  las  comadres  del 
barrio. 

Muchas  veces  el  lector  habrá  visto  pasar  por  nuestras  calles,  á las  primeras 
horas  de  la  noche,  una  comitiva  de  hombres  armados  de  chuzo  y provistos  de  lin- 
terna, andando  con  paso  mesurado,  ordenados  por  parejas  ó de  tres  en  tres,  casi 
silenciosos  y con  aire  ni  marcial  ni  de  paisano,  que  se  deslizan  entre  los  tran- 
seúntes con  siniestro  aspecto  y como  distintos  del  resto  de  los  mortales  por  la 
práctica  de  funciones  misteriosas. 

Aquellos  hombres  son  los  serenos  de  la  ciudad  preparándose  para  empezar  el 
servicio  de  vigilancia  nocturna,  disgregándose  uno  tras  otro  de  la  comitiva,  á 
medida  que  ésta  va  pasando  por  la  demarcación  de  cada  uno. 

Una  vez  el  sereno  en  el  lugar  de  sus  funciones  espera  tranquilamente  que  las 
puertas  de  las  tiendas,  primero,  y las  de  las  escaleras  después,  vayan  cerrándose 
unas  tras  otras  para  quedarse  completamente  solo  en  la  via  pública.  Pero  antes 
de  que  llegue  esta  hora  el  sereno  celebra  sus  tertulias,  averigua  todos  los  chis- 
mes del  barrio  y comenta  y graba  en  su  memoria  todas  las  historias  sobre  la  vida 
de  los  vecinos. 

Lo  mas  común  es  ver  al  sereno  llegarse  al  dintel  de  la  tienda  de  comestibles, 
\ allí  dejar  arrimados  á la  pared  farol  y chuzo,  para  liar  tranquilamente  un  cigar- 
rillo y trabar  conversación  sobre  los  sucesos  del  dia. 

— Buenas  noches,  señora  Tomasa, — exclama  con  aires  de  confianza. 

— Muy  buenas  se  las  dé  Dios, — contesta  una  jamona  metida  en  mas  carnes  de 
las  (pie  deseara  la  interesada. — ¿Qué  novedades  trae  usted?  ¿Sabe  usted  cómo  si- 
gue la  comandanta  de  la  esquina? 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


161 


— No  sé  nada.  ¿Le  lia  sucedido  alguna  cosa? 

— ¡Pues  hombre! — exclama  asombrado  el  dependiente  de  la  tienda,  que  des- 
de el  mostrador  había  notado  la  llegada  del  sereno. — ¡No  se  habla  de  otra  cosa  en 
el  barrio!  El  mozo  del  boticario  asegura  que  no  le  queda  vida  para  dos  dias.  A lo 
que  parece  la  paliza  fué  de  padre  y muy  señor  mió. 

— Pero  hombre,  ¡qué  paliza  ni  qué  rábanos! — prorumpe  el  funcionario  muni- 
cipal aguijoneado  por  la  curiosidad, — ¿quieren  ustedes  explicarme  lo  que  sucede? 

— ¡Ea,  señor  Antonio! — dice  la  jamona  con  aire  malicioso; — usted  sabe  mas 
que  nosotros  y quiere  hacerse  el  desentendido,  pero  ya  suponemos  el  intríngulis 
del  suceso. 

— ¡Yaya  si  lo  sabemos! — interrumpe  una  muchacha  que  acaba  de  recibir  del 
dependiente  un  cucurucho  de  arroz  recien  pesado. — Mi  amo,  que  es  el  médico  que 
la  lia  asistido  y que  tiene  muy  buen  olfato,  dice  que  no  hay  tal  cabla  ni  tal  niño 
muerto,  sino  una  paliza  soberana,  cuyas  señales  han  quedado  en  todo  el  cuerpo 
de  la  buena  señora.  ¡Yaya  unos  maridos  Nerones!  ¡Pues  si  todas  las  veces  que  las 
señoras  reciben  visitas  estando  fuera  sus  maridos  tuvieran  que  recibir  palizas,  yo 
les  aseguro  á ustedes  que  mi  señorita  no  tendría  hueso  sano  en  el  cuerpo ! Señora 
Tomasa,  apunte  usted  este  arroz  que  me  llevo,  porque  no  lie  bajado  los  cuartos. 

Sale  la  criada  y apénas  tiene  tiempo  de  entrar  en  el  portal  del  lado  cuando  la 
dueña  del  almacén  se  dirige  con  cara  de  vinagre  al  mozo  del  mostrador: 

— Mira.  Jacinto;  esta  vez  es  la  última  que  se  hace  crédito  á la  mujer  del  mé- 
dico. Ya  debe  tres  pesetas  menos  seis  cuartos  y no  lleva  trazas  de  pensar  en  pa- 
garlas por  ahora.  Yo  no  tengo  tienda  para  llenar  la  barriga  á nadie  por  su  bonita 
cara. 

— ¡Bien  dicho! — exclama  el  sereno, — esos  señores  que  se  dan  tono  y luego 
pagan  al  sereno  dos  reales  todos  los  meses  para  que  les  vigile  la  calle  mientras 
duermen,  no  merecen  que  se  les  tenga  consideración  alguna. 

— 1 luego, — exclama  la  señora  Tomasa, — si  fueran  gentes  como  una,  pero 
¡quid!  ¡Ay,  sereno!  ¡ Si  viera  usted  qué  gentes!  ¡Dan  un  ejemplo  en  el  barrio! 

— ¿Qué  me  dirá  usted  á mí,  que  soy  el  que  veo  todas  las  noches  las  sombras 
chinescas  y entradas  y salidas  de  galanes  y carlitas  y señas  por  los  balcones? 

— Todas  son  unas... — y el  mozo  del  mostrador  no  acabó  la  frase  para  prender 
un  cigarrillo  que  acabó  de  liar  en  aquel  momento. 

— ¡h  por  lo  visto, — agregó  el  sereno, — la  comandanta  hace  como  las  demás, 
según  ha  explicado  la  criada  del  médico!...  Pues  lo  que  es  á esta,  el  primer  dia 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


162 

la  entierran  de  una  pulmonía  cogida  en  el  balcón  mientras  charla  con  un  lechu- 
guino que  viene  todas  las  noches  á levantarle  los  cascos  desde  la  calle...  Se  cono- 
ce que  todas  tiran  por  el  mismo  camino,  porque  el  jueves  pasado  á eso  de  la  una, 
mientras  iba  yo  dando  la  segunda  vuelta  por  el  barrio,  vi  abrirse  el  balcón  de  los 
americanos  de  la  casa  amarilla  y una  de  las  muchachas  echó  una  llave  á un  hom- 
bre que  la  recogió,  abrió  la  puerta  de  la  escalera,  entró  en  la  casa,  y no  le  vi  sa- 
lir sino  á la  madrugada...  Pero  basta  de  conversación,  están  dando  las  diez  v vov 
á dar  la  vuelta  por  esos  mundos  por  si  al  cabo  se  le  ocurre  venir  por  ellas...  ¡Fe- 
lices noches! 

- — ¡Téngalas  usted  buenas,  sereno! 

La  jamona  dejó  su  silla,  el  mozo  procedió  á cerrar  la  tienda  y el  sereno  se  ale- 
jó pausadamente  saludando  á los  que  hallaba  al  paso,  empujando  las  puertas  cer- 
radas, por  si  no  lo  estaban,  y cantando  la  hora  para  noticia  de  los  que  la  ignoraban. 

Tal  es  la  primera  hora  nocturna  del  sereno:  averiguar  vidas  agenas,  comen- 
tarlas, agravarlas  y propalarlas. 

Las  restantes  las  emplea  en  llevar  la  alta  y baja  de  los  trasnochadores  del 
barrio. 

El  sabe  la  costumbre  de  cada  vecino  en  cuanto  á las  horas  de  recogerse  al  ho- 
gar; conoce  por  los  pasos  los  individuos  que  viven  en  su  jurisdicción;  gradúa  por 
el  valor  de  las  propinas  la  solicitud  y amabilidad  que  emplea  en  el  saludo,  desde 
la  oficiosidad  de  acompañarles  y alumbrarles  la  acera  con  el  farol,  hasta  la  grose- 
ría de  volverles  las  espaldas  á su  paso. 

Es  el  sereno  registro  de  todos  los  oficios,  ocupaciones  y empleos  de  las  gentes 
de  su  barrio,  y tiene  en  la  memoria  todas  las  filiaciones  desde  el  general  al  bar- 
rendero, y de  la  marquesa  á la  fregona;  sabe  las  enfermedades  que  todos  ellos  pa- 
decen con  mas  frecuencia,  y lleva  la  estadística  de  todas  las  criaturas  recien  na- 
cidas y de  las  que  se  hallan  próximas  á nacer. 

Fuera  de  sus  funciones  nocturnas,  sirve  de  palanca  á las  instituciones  públicas. 

El  sereno  no  solo  es  voto  en  unas  elecciones,  sino  máquina  de  votos,  inapre- 
ciable en  manos  inteligentes.  La  experiencia  lia  enseñado  la  trascendencia  del 
sereno  en  la  lucha  electoral.  Se  multiplica  á sí  mismo  y multiplica  á los  demás, 
según  la  voluntad  de  los  fabricantes  de  concejales  y diputados. 

Se  ofusca  quien  cree  que  el  sereno  puede  ser,  cuando  mas,  un  solo  voto  en 
una  maniobra  electoral.  Puede  ser,  y ordinariamente  es,  dos  votos,  diez  votos, 
veinte  votos,  según  la  habilidad  de  quien  lo  sabe  multiplicar. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


163 


Imagínese  el  lector  la  significación  electoral  ele  una  compañía  de  serenos  co- 
nocedores cada  uno  de  su  barrio  respectivo.  Supongamos  que  sean  cien  los  indi- 
viduos de  esta  compañía:  haciendo  votar  á todos,  obtendremos  cuando  menos  cien 
votos . 

Pero  el  sereno  sabe  todos  los  electores  que  hay  en  su  barrio;  sabe  los  que  han 
fallecido,  los  que  se  encuentran  ausentes,  los  que  se  hallan  enfermos,  los  queja- 
más  van  á votar,  y si  todos  estos  llegan  por  ejemplo  á veinte  en  cada  barrio  arro- 
jan un  total  de  dos  mil  votos  en  la  jurisdicción  de  la  compañía.  Entonces  ésta, 
convenientemente  disfrazada  y protegida  y amaestrada  por  sus  jefes,  vota  por  to- 
dos aquellos  que  no  pueden  ó no  quieren  votar,  y en  tal  caso  queda  trasformada, 
para  los  efectos  del  escrutinio,  de  cien  votos  en  dos  mil  y cien. 

¡Maravillosos  procedimientos  de  la  civilización  moderna!  ¡Misterios  de  nues- 
tras sociedades,  que  hacen  depender  muchas  veces  de  la  papeleta  de  un  sereno  la 
suerte  de  una  provincia  ó el  orden  de  una  nación ! 

No  en  vano  dijimos  al  principio  que  en  nuestros  dias  el  sereno  se  ha  conver- 
tido en  nublado.  Y como  no  creemos  en  la  bondad  de  unos  tiempos,  en  que  por 
medio  de  un  sereno  se  puede  falsear  la  voluntad  de  los  pueblos,  ó sembrar  la  ma- 
ledicencia entre  los  ciudadanos,  ó introducir  la  desgracia  en  las  familias,  escla- 
maremos  á guisa  de  última  pincelada  en  este  boceto: 

— ¡Líbrenos  Dios  del  sereno! 


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por  D.  Enrique  Rodríguez  Sons. 


I 


„ l geólogo,  el  numismático,  el  bibliófilo...  tres  personas  dis- 
tintas y un  solo  hombre  verdadero,  el  anticuario,  compendio 
y resúmen  de  los  tres. 

El  anticuario  puede  dividirse,  v se  divide  con  efecto,  en 
tres  ramos  principales:  el  erudito,  el  aficionado  y el  merca- 
der. 

El  erudito  hace  de  esta  ciencia  una  religión,  á la  que  consagra 
un  verdadero  culto,  y quema  ante  ella  el  incienso  de  toda  su  fortuna. 
El  aficionado  ama  la  ciencia,  pero  no  se  sacrifica  por  ella.  Respecto 
del  mercader,  la  ciencia  es  para  él  un  comercio,  las  antigüedades  una 
especulación,  el  arte  una  mercancía.  El  erudito  es  el  creyente,  el  fa- 
nático, el  mártir.  El  aficionado  un  adepto.  El  comerciante  un  Judas.  Para  el  eru- 
dito todos  los  estudios,  todos  los  sinsabores,  todos  los  trabajos,  todas  las  vigilias. 
Para  el  mercader  todos  los  goces  de  la  especulación,  todas  las  alegrías  del  cálcu- 
lo. todas  las  ventajas  de  la  compra- venta. 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


165 


II 

El  erudito,  encorvado  sobre  las  polvorientas  hojas  de  un  antiguo  libro,  le  aca- 
ricia como  á una  mujer  hermosa  y le  sonríe  como  á un  hijo  querido,  porque  en 
las  páginas  de  aquel  viejo  volúmen,  adquirido  á costa  de  las  mas  grandes  pena- 
lidades, se  hallan  las  famosas  poesías  ó cantares  del  célebre  Arcipreste  de  Hita, 
como  lo  prueba  una  de  las  coplas,  que  á la  letra  dice: 

«Porque  de  todo  bien  es  comienzo  é vais  la  Virgen  Santa  María,  por  end  yo 
Juan  Ruis  arcipreste  de  Fita,  primero  fis  cantar  de  los  sus  gozos  siete,  que  así 
dis.» 

O el  Poema  ó Libro  de  Alejandro,  códice  de  pergamino,  en  4.°  de  153  hojas 
útiles,  cuya  letra  es  como  del  siglo  xiv,  encuadernado  en  tabla,  forrado  de  be- 
cerro encarnado  con  algunas  labores,  y una  manecilla  al  frente  para  cerrarle,  (1) 
su  autor  Juan  Lorenzo  Segura  de  Astorga,  clérigo,  según  se  desprende  de  la  úl- 
tima copla,  que  es  la  MMDX,  en  la  cual  después  de  haber  pedido  á los  lectores 
recen  por  él  un  Pater  noster,  escribe: 

«Se  quisierdes  saber  quien  escrebió  este  ditado, 

Joan  Lorenzo , ion  clérigo  é ondrado, 

Segura  de  Astorga , de  malinos  bien  temprado; 

En  el  dia  del  juicio  Dios  sea  mió  pag-ado.  Amen.» 

O la  Disciplina  clericalis , de  Rabbí  Moseli  Sefardi,  de  Huesca,  por  otro  nom- 
bre Pedro  Alfonso,  que  así  le  mandó  llamar  en  1106,  su  padrino  de  pila  el  rey 
don  Alonso  el  Batallador,  libro  notabilísimo,  en  cuyo  prólogo  se  lee:  j Leus  in  hoc 
opúsculo  sit  mihi  in  adjutorium,  qui  me  librum  nunc  componere  et  in  latinum 
transferre  compuht,  de  lo  cual  se  infiere  que  el  autor  escribió  primero  en  arábigo 
ó hebreo,  y que  deseando  luego  vulgarizar  su  obra  la  tradujo  al  latín. 

El  anticuario  erudito  contempla  en  silencio  la  carcomida  hoja  de  una  espada 
tratando  de  adivinar  si  con  efecto  tiene  en  sus  manos  la  famosa  colada  del  insigne 
Cid  Campeador.  Vuelve  los  ojos  á un  tapiz  que  adorna  su  ancho  salón,  conquis- 
tado á fuerza  de  oro  y de  trabajos,  v parece  interrogar  á los  chisperos  y á las  ma- 
jas que  le  adornan  si  fué  el  epigramático  pincel  de  Coya  quien  los  trazó  en  el 
lienzo.  Torna  el  rostro,  y al  verse  retratado  en  un  diáfano  cristal,  se  extasía  re- 


tí) Lo  posee  en  su  biblioteca  el  duque  del  Infantado, 

TOMO  i. 


¿1 


16G 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


cordando  que  según  todas  las  señales,  este  fué  uno  de  los  primitivos  espejos  fabri- 
cados en  la  hermosa  Yenecia.  Sentado  el  anticuario  erudito  ante  una  gran  mesa, 
repasa  con  orgullo  cuantos  objetos  la  ocupan,  el  papiro  que  perteneció  á uno  de 
los  primeros  faquires  de  la  India;  el  grosero  arco  compuesto  de  los  nervios  y de 
las  tripas  de  los  animales  muertos  y de  las  ramas  filamentosas  y verdes  de  la  ma- 
dreselva; las  hachas  y los  cuchillos  de  piedra,  de  la  primera  edad  del  hombre. 
Las  conchas,  los  trozos  de  alfarería,  el  brazalete  formado  de  un  cordon  triple,  el 
del  centro  liso  y los  dos  exteriores  figurando  una  cuerda  retorcida,  cerrado  por 
medio  por  una  especie  de  gancho  ó mas  bien  cuerda  dentada,  de  bronce,  pero  re- 
vestido por  el  tiempo  con  una  capa  de  esmalte,  imposible  de  imitar  hoy,  y que 
pertenece  á la  edad  de  bronce.  El  raspador  y el  alisador,  instrumentos  rústicos 
con  los  cuales  raspaban  y alisaban  las  pieles  de  los  animales  los  hombres  de  la 
edad  de  hierro.  Los  anzuelos  fabricados  de  hueso,  las  monedas  de  bronce,  no  fa- 
bricadas con  troquel,  sino  fundidas,  muy  semejantes  á los  ochavos  morunos,  con 
un  busto  groseramente  hecho  en  un  lado  y en  el  otro  un  perro  con  cuernos.  La 
espada  de  hoja  de  hierro  y puño  de  bronce.  Los  collares,  brazaletes,  sortijas,  cin- 
turones, vasos  de  hierro  y bronce  y algunos  de  oro,  ninguno  de  plata,  y algunos 
objetos  de  marfil,  parecidos  á alfileres,  y que  las  señoras  debian  emplear  para  su- 
jetar sus  cabellos,  en  la  época  de  la  edad  de  hierro.  Mas  lejos,  el  anticuario  con- 
templa en  un  rincón,  cuidadosamente  conservados,  los  arados  de  madera  y hierro  de 
la  época  primitiva;  y luego,  sobre  un  elegante  velador,  un  cráneo  y varios  huesos 
petrificados,  varias  ánforas,  varias  urnas  cinerarias  y algunos  barros  saguntinos, 
restos  indudables  de  los  legionarios  romanos.  En  otro  rincón  del  gabinete  un  tríp- 
tico con  pinturas  de  Alfonso  Durero,  y sobre  él,  el  rico  devocionario,  con  miniaturas 
imitando  lirios,  que  usó  la  católica  Isabel;  y á su  lado,  formando  lo  que  los  fran- 
ceses llaman  pendan  t,  la  famosa  Biblia  que  esgrimió  como  una  arma  de  muerte 
entre  sus  convulsos  dedos  el  fraile  eremita  Martin  Latero.  En  las  paredes  del  sa- 
lón, reunidos  á costa  de  mil  y mil  esfuerzos,  una  Concepción  del  gran  Murillo, 
quizás  la  verdadera;  una  Madonna , de  Leonardo  de  Yinci;  una  Sacra  Familia,  de 
Rafael;  una  dama  veneciana,  del  Ticiano;  el  retrato  de  Beatriz,  de  Guido  Reni; 
unas  Meninas,  de  Velazquez;  un  retrato  del  cardenal  Portocarrero,  de  Coello; 
Una  escena  campestre,  de  Yan-Dyck  y Una  maja  de  Goya;  y sobre  ricos  pedesta- 
les, verdaderas  obras  de  arte,  La  cabeza  de  San  Pedro,  del  gran  Miguel  Angel; 
una  Virgen,  de  Berruguete;  una  Magdalena , do  Cánova;  y un  Cristo  yacente,  de 
Montañés. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


1 67 


III 

El  anticuario,  especie  de  enciclopedia  viviente,  historia  completa  de  la  hu- 
manidad, arca  de  iodos  los  conocimientos,  archivo  de  todas  las  artes,  será  siempre 
digno  de  respeto  y de  consideración  y de  gloria.  En  tanto  que  el  otro,  el  merca- 
der, será  siempre  objeto  de  hurla,  de  censura  y de  escarnio.  El  uno  atesora  para 
la  ciencia,  y el  otro  para  su  bolsillo.  El  erudito  ama  el  arte  por  el  arte;  y el  otro 
por  lo  que  le  produce,  y sin  embargo  los  dos  se  completan. 

Todo  en  el  anticuario  es  viejo.  Si  tiene  esposa  la  genealogía  de  ésta  se  perde- 
rá en  la  noche  de  los  tiempos.  Si  tiene  hijos  serán  contemporáneos  de  Noé.  En 
cuanto  á su  edad  no  recordará  de  seguro  cuando  ha  nacido,  y en  su  interior  sen- 
tirá no  ser  tan  viejo  como  el  mar.  La  ciencia  le  da  vida,  y el  hallazgo  de  un  olí- 
jeto  antiguo  le  rejuvenece.  Si  la  gota  le  impide  salir  de  paseo  no  le  impedirá 
correr  tr.as  un  libro,  una  moneda,  ó un  cuadro,  hasta  conseguirlo.  Como  aquel 
agente  de  negocios  que  se  preciaba  de  muy  listo  y por  ocuparse  de  los  asuntos  de 
los  otros  dejaba  que  su  mujer  fuese  galanteada  por  todos,  el  anticuario  todo  lo 
abandona,  todo  lo  olvida,  familia,  hijos,  posición,  por  el  estudio  de  la  ciencia  y la 
adquisición  de  un  objeto  raro  ó de  un  mueble  antiguo. 

Nada  tan  bello  como  la  pintura  que  de  este  tipo  nos  ha  dejado  el  imponde- 
rable Víctor  Hugo,  la  cual  no  resistimos  al  deseo  de  copiar: 

«La  única  opinión  del  señor  M...  consistía  en  amar  apasionadamente  las  plan- 
tas, y sobre  todo  los  libros. 

»No  comprendía  que  los  hombres  se  ocupasen  de  otra  cosa  que  de  contemplar 
arbustos  y hojear  libros  antiguos. 

»E1  tener  libros  no  le  impedía  leer,  y el  ser  botánico,  no  le  impedia  ser  jardi- 
nero. 

»No  había  logrado  amar  tanto  á una  mujer  como  á una  cebolla  de  tulipán,  ni 
á un  hombre  tanto  como  á un  ejemplar  de  Elzevir. 

»Nunca  salía  sin  lle\'ar  un  libro  bajo  el  brazo,  y casi  siempre  volvía  con  dos. 

»E1  único  adorno  de  sus  habitaciones  eran  herbarios  en  cuadros,  y estampas 
de  antiguos  maestros. 

»Bu  criada  era  también  una  variedad. 

vLos  cerebros  absorbidos  en  una  sábia  meditación,  ó en  una  locura,  ó lo  que 
sucede  con  mayor  frecuencia,  en  ambas  cosas  á la  vez,  solo  son  sensibles  muy 


168 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


lentamente  á las  realidades  de  la  vida.  Hasta  su  propio  destino  es  cosa  que  se 
presenta  lejana  para  ellos.  De  esas  concentraciones  resulta  una  pasividad,  que  si 
iuese  razonada  se  asemejaria  á la  íilosofía.  Los  tales  cerebros  declinan,  descien- 
den, se  deslizan  y aun  se  desploman,  sin  apercibirse  de  ello.  Concluven.  es  ver- 
dad, por  despertar,  pero  tardíamente.  Mientras  tanto  parece  que  son  extraños  al 
juego  entablado  entre  su  felicidad  y su  desgracia.  Sus  hábitos  intelectuales  tie- 
nen la  oscilación  de  un  péndulo.  Una  vez  montados  en  una  ilusión  siguen  andan- 
do por  mucho  tiempo,  aun  cuando  la  ilusión  haya  desaparecido.  Un  reloj  no  se  de- 
tiene en  el  momento  mismo  en  que  se  pien  le  la  11  ave.» 

¡ Magnífico  retrato ! 


IV 


Existe  también  un  mentido  anticuario,  falsificador  de  objetos  antiguos;  esotra 
variedad  de  la  especie. 

Nosotros  liemos  oido  hacer  grandes  elogios  de  cierto  artista  que  ejecuta  nota- 
bles imitaciones  de  las  épocas  árabe  y romana,  las  entierra  en  el  jardín  de  su 
casa,  y luego  las  vende  como  legítimas  á los  ingleses,  suponiendo  que  han  sido 
halladas  en  alguna  excavación  reciente. 

Existe  también  el  escritor  que  para  darse  aires  de  sábio  y de  hombre  de  cien- 
cia, afirma  que  ha  sido  hallado  el  esqueleto  del  rey  de  los  cimbrios  Tentobochus 
(siglo  xvn),  el  cual  medía  seis  metros  de  altura,  y luego  resulta  que  es  el  esque- 
leto de  un  elefante  fósil!... 


V 

Como  nuevos  ejemplares  de  la  gran  familia  del  anticuario  vamos  á presentar 
á nuestros  benévolos  lectores  al  ignorante-ilustrado,  y al  ilustrado-ignorante,  si 
es  que  estas  dos  palabras  caben  juntas;  es  decir,  al  hombre  de  carrera  que  desco- 
noce el  valor  y la  importancia  de  las  obras  antiguas,  y al  profano,  al  ignorante, 
que  apasionado  por  la  ciencia,  admira  y comprende  el  valor  de  los  objetos  anti- 
guos. Ejemplo:  Un  amigo  nuestro,  entusiasta  aficionado,  visitó  hace  dos  veranos 
la  provincia  de  Zamora  y se  hospedó  en  el  pueblo  de  V...  en  la  casa  del  cura  para 
el  cual  se  había  procurado  una  gran  recomendación.  La  conversación  recayó  bien 
pronto,  como  era  natural,  dada  la  manía  de  mi  amigo,  sobre  el  objeto  que  le  lie- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


169 


yaba  á aquellos  apartados  lugares,  ó sea  la  adquisición  de  libros,  armas  ú objetos 
antiguos.  El  cura  entristecido  se  apresuró  á manifestarle  que  en  aquel  pueblo  no 
liabia  nada,  absolutamente  nada,  digno  de  comprarse.  Insistió  mi  am  igo,  y el 
cura,  deseoso  de  que  su  huésped  no  se  fuera  sin  algún  objeto  viejo,  como  él  decia, 
le  regaló  unos  líbreteos  que  tenia  en  el  desvan  expuestos  á la  voracidad  de  los  ra- 
tones. Estos  líbreteos  eran  un  magnífico  ejemplar  de  la  Historia  clel  Emperador 
Carlos  V,  por  fray  Prudencio  Sandoval,  impreso  en  1500,  con  soberbios  grabados 
de  la  época,  representando  los  personajes  mas  célebres  de  aquellos  revueltos  tiem- 
pos, Cárlos  Y,  Enrique  YIII,  Entero,  etc.,  y una  rara  edición  de  las  Fábulas  de 
Esojoo.  Mi  amigo  dió  al  ama  cuatro  duros  por  la  molestia  de  bajarlos  del  desvan  y 
sacó  trescientos  por  aquellos  libracos,  cuyo  valor  y mérito  desconocia  un  hombre 
de  ciencia  como  el  cura,  y estimó  bien  pronto  mi  amigo,  que  era,  puede  decirse, 
un  ignorante. 

Otro  caso,  histórico  también: 

Al  año  siguiente,  emprendió  de  nuevo  mi  amigo  su  acostumbrada  expedición, 
y al  visitar  la  escuela  del  pueblo  de  H...  halló  á un  niño  castigado  ó llevar  ¡mr 
coroza  un  magnífico  capacete  bilbilitano,  ó de  Calatayud,  muy  pesado,  del  si- 
glo xv,  que  el  señor  maestro  habia  hecho  pintar  de  colorado,  y bajo  cuyo  peso  la 
criatura  lanzaba  agudos  ayes.  Mi  amigo  propuso  al  maestro  cambiarle  el  casco 
por  otro  objeto  mas  apropiado,  á lo  que  accedió  inmediatamente.  Hoy  el  casco  fi- 
gura en  la  armería  de  un  noble  y ha  valido  á mi  amigo  una  respetable  suma.  El 
maestro,  á pesar  de  que  por  sus  estudios  estaba  obligado  á ello,  no  comprendió  el 
mérito  de  aquella  verdadera  joya. 

VI 

En  el  anticuario  se  admiran  los  dos  extremos.  Tiene  sns  polos  como  el  mun- 
do, su  verano  y su  invierno,  su  noche  y su  aurora,  su  alegría  y su  tristeza. 

Según  los  historiadores  el  célebre  Carnot,  era  un  hombre  de  pequeña  estatu- 
ra, con  calzón  corto,  peinado  á lo  Rousseau,  con  un  frac  gris,  que  pasaba  su  tiem- 
po en  ir  de  la  calle  de  San  Elorentin  á las  Tullerías,  donde  buscaba  antigüedades. 
Cuando  iba  al  ejército  se  quitaba  el  frac  gris  y se  ponia  el  uniforme  de  general, 
y luego  de  ganada  la  batalla  regresaba  á París  á continuar  su  tarea  de  buscar  an- 
tigüedades. ¡Hé  aquí  la  ciencia  y la  guerra  unidas,  en  amoroso  consorcio! 

En  el  anticuario  lo  ridículo  aparece  al  lado  de  lo  trágico. 


170 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


No  es  posible  recordar  sin  reir  á aquel  célebre  bibliófilo  que  ocupado  en  des- 
cifrar un  antiguo  manuscrito  no  advirtió  que  el  gato  ha  devorado  su  almuerzo,  y 
satisfecho  con  haber  hallado  el  título  de  la  obra  y creyendo  de  buena  fé  que  ha 
almorzado,  se  apresuró  á pedir  el  postre  á la  criada;  y no  hay  manera  de  recordar 
sin  espanto  al  célebre  convencional  francés  Mr.  Berard,  diputado  del  Oise,  que 
pocas  horas  antes  de  votar  la  muerte  de  Luis  XYI  subió  presuroso  las  escaleras  de 
una  pobre  boardilla  de  la  calle  de  San  Lázaro,  para  admirar  un  cuadro  de  Ru- 
bens,  hallado  casualmente. 

Concluyamos. 

Si  todos  los  fanatismos  son  graves,  si  el  corazón  humano,  al  igual  de  la  cien- 
cia, tiene  pliegues,  honduras  y secretos  á los  cuales  no  es  posible  llegar,  el  anti- 
cuario merece  disculpa  porque  su  fanatismo  á nadie  perjudica,  y antes  por  el  con- 
trario, sirve  en  gran  manera  al  conocimiento  de  las  épocas,  al  estudio  de  los 
tiempos  y á la  filosofía  de  la  historia. 


por  D.  Carlos  M.  Ocho  a. 


uién  no  le  conoce? 

¿Quién  no  lia  tenido  ocasión  de  verle  ejercitar  su  acti- 
vidad, moverse  siempre,  intrigando  en  todo  tiempo  y bajo 
todas  las  situaciones  políticas,  y siendo  una  de  las  perso- 
nas de  mas  viso  de  la  localidad  en  que  vive,  y aun  del 
distrito  en  que  aquella  localidad  se  llalla  enclavada? 
Podemos  dividir  en  cuatro  órdenes  la  especie  de  los  caciques. 
Primero:  El  gran  cacique,  aquel  cuya  influencia  está  en  las 
radas  esferas  de  la  gobernación  del  Estado. 

Segundo:  El  cacique  provincial,  concretado  siempre  á ejercer 
dominio  y á explotar  en  su  proveclio  y el  de  sus  amigos,  la  pro- 
vincia. 


Tercero:  El  cacique  de  distrito,  muñidor  electoral,  bien  relacionado  en  la  di- 
putación provincial,  en  la  administración  económica  de  la  provincia  y que  cuenta 
con  la  protección  incondicional  del  diputado  á cortes  por  su  distrito. 

Y cuarto:  El  cacique  local,  que  casi  siempre  empuña  la  vara  de  alcalde,  ó 
hace  empuñarla  á algún  paniaguado  suyo,  mayor  contribuyente  del  pueblo,  si 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


172 

bien  la  circunstancia  de  ejercer  el  cargo  de  primera  autoridad  en  la  localidad,  le 
hace  resultar  favorecido  en  los  impuestos,  tributando  por  la  mitad  de  lo  que  de- 
biera tributar,  invadiéndolo  todo,  gobernándolo  á su  manera  y siempre  en  prove- 
cho propio. 

Estos  cuatro  órdenes  constituyen  ese  núcleo,  conocido  con  el  nombre  de  caci- 
quismo, cuya  funesta  gestión  político-administrativa,  es  origen  de  continuos 
trastornos  en  las  poblaciones  rurales,  y causa  de  una  série  no  interrumpida  de 
injusticias  y abusos  de  todo  género. 

No  intentéis  nunca  averiguar,  porque  seria  en  vano,  la  idea  política  que  tiene 
el  cacique:  todas  son  para  él  buenas  y todos  los  gobiernos  inmejorables,  siempre 
que  le  aseguren  intereses,  que  no  son  por  cierto  la  satisfacción  del  amor  propio. 

Dominado  siempre  por  pequeñas  pasiones,  cifra  su  felicidad  en  poder  hacer 
daño  á sus  enemigos,  aprovechando  para  ello  todos  los  medios  por  bajos  y rastre- 
ros que  sean. 

Es  un  ente  funesto  en  política,  puesto  que  no  considera  esta  sino  como  un 
medio  para  satisfacer  ambiciones  bastardas;  y su  escepticismo  es  de  tal  naturaleza, 
que  con  igual  entusiasmo  saluda  á un  gobierno  monárquico,  que  se  encasqueta 
el  gorro  frigio;  teniendo  siempre  por  norma  de  conducta  el  interés  y ofreciéndose 
en  subasta  al  que  mas  da. 

Su  influencia  es  tal,  que  llega  á las  mas  altas  esferas  de  gobernación,  impone 
condiciones  á los  hombres  políticos  importantes,  y consigue  inclinar  á menudo  en 
su  favor  y contra  ley,  la  balanza  de  la  justicia. 

El  gran  cacique  es  el  que,  consiguiendo  la  dominación  de  uno  ó mas  distritos, 
hácese  fuerte  con  el  gobierno  que  no  le  concede  cuantas  mercedes  le  pide,  y que 
son:  destinos  para  sus  amigos,  condonación  de  contribuciones  para  sus  electores, 
la  facultad  de  nombrar  los  alcaldes  y los  ayuntamientos  en  sus  distritos,  estancar 
los  expedientes  sobre  pago  de  bienes  nacionales  de  aquellos  de  sus  mas  poderosos 
agentes  electorales,  satisfacer  inmediatamente  y contra  toda  equidad  las  deudas 
de  bienes  de  propios  y otras  muchas  cosas,  que  por  ser  de  todos  conocidas,  no 
creemos  necesario  enumerar. 

Casi  en  el  mismo  sentido  puede  bosquejarse  el  cacique  de  segundo  orden  ó sea 
el  de  la  provincia,  con  la  única  diferencia  de  que  la  esfera  de  acción  de  éste,  se 
circunscribe  á la  administración  provincial. 

Allí  tiene  á su  cargo  el  aprobar  las  cuentas  municipales  de  tal  ó cual  ayunta- 
miento amigo,  á pesar  de  los  reparos  que  pudieran  contener,  ó el  de  impedir  que 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


173 


esas  cuentas  se  exijan,  haciendo  pesar  su  influencia  en  el  gobierno  civil  y en  la 
administración  económica. 

Muy  parecida  á la  misión  de  este  cacique,  es  la  del  cacique  del  distrito,  ó sea 
el  de  tercera  clase,  si  bien  este  explota  su  influencia  además  para  satisfacer 
venganzas  y resentimientos  personales,  para  colocar  á sus  deudos,  sin  cuya  cir- 
cunstancia niega  sus  servicios  y su  gestión  electoral  dentro  del  distrito  al  que 
aspira  á representar  éste  en  las  cortes  ó en  la  provincia. 

Casi  siempre  el  cacique  de  distrito,  lo  es  á su  vez  de  localidad,  y por  conse- 
cuencia, al  enumerar  las  cualidades  mas  salientes  de  éste,  las  hacemos  á aquel 
aplicables,  evitándonos  una  doble  descripción. 

Generalmente  en  los  pueblos  se  llama  el  cacique  don  Fulano  ó señor  Fulano, 
y muchas  veces  d tío  Fulano,  sin  que  esta  última  democrática  denominación,  sea 
parte  para  que  deje  de  tener  las  mismas  cualidades  y la  misma  influencia  que  los 
otros . 

Odios.de  familia,  encontrados  intereses,  el  deseo  de  ejercer  siempre  los  cargos 
de  autoridad  local,  determinan  el  caciquismo  de  los  pueblos;  y los  caciques  loca- 
les, amparados  en  sus  colegas  de  distrito,  sumisos  y obedientes  siempre  á los  mis- 
mos y sostenidos  por  ellos,  liácense  guerra  sin  tregua  ni  cuartel,  siendo  conser- 
vadores cuando  los  contrarios  son  demócratas,  y siendo  demócratas  y carlistas 
cuando  los  contrarios  son  conservadores. 

El  cacique  local,  arrienda  siempre  á sus  parientes  y amigos  los  servicios  mu- 
nicipales; en  los  repartos  han  de  resultar  siempre  los  suyos  favorecidos;  es  alcal- 
de, y procura  no  rendir  nunca  cuentas;  en  el  amillaramiento  para  pago  de  la  con- 
tribución territorial,  siempre  aparecen  sus  fincas  con  menor  cantidad  de  la  que 
tienen,  y en  la  clasificación  como  de  ínfima  calidad,  y los  servicios  de  bagajes  y 
otros,  pesan  sobre  los  contrarios;  si  roturan  éstos  una  linde  ó se  entran  con  el  ara- 
do en  una  cañada  ó camino,  denuncia  ó multa  al  canto,  pero  el  cacique  y los  su- 
yos están  libres  de  estos  percances.  Llegado  el  momento  de  una  elección,  sabe 
perfectamente  cambiar  las  urnas  ó pucheros  en  que  las  papeletas  se  depositan,  y 
que  los  votos,  aun  cuando  sean  contrarios  á su  patrono  aparezcan  en  pro,  v si  al- 
guno se  atreve  á protestar,  lo  encarcela  por  perturbador  del  orden.  En  una  pala- 
bra, todo  cuanto  de  personalismo,  de  egoista  y de  ruin  pueda  caber  en  la  huma- 
na mente,  todo  se  alberga  en  la  del  cacique  local. 

Aunque  á grandes  rasgos  descrito  el  cacique,  bajo  sus  diferentes  aspectos, 

basta  lo  manifestado  para  formar  idea  de  lo  que  en  el  orden  político  y administra- 
TOMO  i,  22 


174 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 

tivo  representan  esas  influencias  bastardas,  inspiradas  siempre  en  personalísinias 
miras  y nunca  en  aspiraciones  patrióticas. 

Cuando  leemos  en  algún  periódico  de  provincias,  y esto  es  muy  frecuente,  la- 
mentaciones y quejas  lanzadas  á los  vientos  de  la  publicidad,  en  nombre  de  los 
pueblos  sacrificados,  de  los  pueblos  arruinados,  de  los  pueblos  desatendidos,  no 
podemos  menos  de  recordar  la  inmoral  conducta  de  esos  que  se  pretende  presentar 
como  víctimas  de  otros,  y que  lo  son  de  sus  propias  malas  artes. 

Los  pueblos  que  sacan  á subasta  los  sufragios  dando  los  votos  al  candidato 
que  mas  ofrece  ó da;  esos  pueblos  que  no  solo  soportan  sino  que  ayudan,  por  falta 
de  energía  acaso,  la  conducta  de  éste  ó del  otro  cacique,  y que  búllanse  propicios 
á servir  los  intereses  del  gobierno,  siempre  que  éste  deje  de  investigar  convenien- 
temente y si  lo  lia  investigado  deje  de  castigar  ciertas  irregularidades  cometidas 
en  la  administración  del  municipio;  esos  pueblos,  repetimos,  no  tienen  derecho  á 
quejarse  Ínterin  no  apelen  á otros  procedimientos,  y por  norma  de  sus  acciones 
tengan,  en  primer  término,  la  moralidad  y la  justicia. 

El  caciquismo  rural  imperante,  es  causa  de  viciosos  procedimientos  en  la  admi- 
nistración de  los  municipios,  origen  de  perturbaciones  é irregularidades  en  las 
corporaciones  provinciales  y motor  que  determina  en  las  oficinas  del  Estado  el 
compadrazgo,  el  favoritismo,  la  injusticia  y otros  males  que  todos  lamentamos  y 
de  que  son  culpables  en  primer  término  los  que  empiezan  falseando  la  represen- 
1 ación  nacional. 

Hablaríamos  con  gusto  de  los  medios  que  para  extinguir  el  caciquismo  por 
completo  seria  conveniente  adoptar,  pero  además  de  faltarnos  espacio  para  ello,  la 
índole  de  esta  colección  no  nos  permite  hacerlo. 

Pero  ya  liemos  dado  á conocer  al  cacique  bajo  sus  diferentes  matices;  hemos 
patentizado  su  famosísima  y perturbadora  influencia  en  la  gobernación  del  país,  y 
por  último  liemos  deducido  la  necesidad  imperiosa  de  acabar  con  ese  caciquismo 
imperante,  causa  de  males  que  todos  lamentamos. 


. . , . 


por  D.  Alejandro  Magariños  Cervantes. 


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áfc 


lámase  estancia  en  el  Rio  de  la  Plata  á un  pedazo  «le  tier- 
ra, comunmente  de  dos  á tres  leguas  de  largo  y otras  tan- 
tas de  ancho,  ocupadas  por  numerosos  rebaños,  vacunos, 
caballares  y lanares:  suele  haber  basta  30.000  animales 
en  una  sola.  En  el  centro  hay  una  gran  casa  de  material, 
donde  reside  el  propietario  con  su  familia,  con  los  '¡icones  (gauchos), 
y las  mujeres  propias  y agenas  de  estos;  ó un  capataz,  especie  de 
mayordomo,  encargado  de  la  administración  y de  hacer  ejecutar  las 
faenas  rurales.  Cuando  la  casa  es  pequeña,  como  sucede  por  lo  regu- 
lar, parte  de  los  gauchos  vive  en  ranchos  (1)  edificados  á corta  dis- 
tancia de  ella. 


Las  faenas  de  la  estancia  se  reducen  á cuidar  del  ganado  y á matar  diaria- 
mente cierta  cantidad  de  reses,  según  el  mayor  ó menor  número  de  las  que  posee 
y necesita  el  establecimiento. 

El  trabajo  de  los  peones  se  limita  á enlazar,  derribar  y desollar  las  reses,  en 
lo  que  lian  adquirido  tal  perfección  con  la  práctica,  que  en  pocos  minutos  las  des- 


(1)  Chozas  de  barro  y paja. 


170 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


cuartizan  y sacan  el  cuero  sin  el  menor  tajo  ni  partícula  carnosa;  lo  estaquean,  y 
preparan  la  carne  en  tiras  delgadas  para  el  tasajo  ó charque,  artículo  que  consti- 
tuye uno  de  los  principales  ramos  de  exportación. 

Fuera  de  esto,  no  se  crea  que  el  cuidado  del  peón  sobre  el  ganado  es  semejan- 
te al  de  los  pastores  en  Europa.  El  gaucho  se  levanta  antes  que  el  sol,  se  dirige 
á los  corrales,  deja  salir  los  rebaños,  y cuando  estos  se  han  derramado  por  los  cam- 
pos, se  vuelve  tranquilamente  á la  casa  á tomar  mate  y fumar  hasta  la  hora  del 
trabajo,  si  hay  trabajo,  que  por  lo  regular  nada  mas  tiene  que  hacer  hasta  que 
cae  la  tarde,  y es  preciso,  no  siempre,  volver  á recoger  el  ganado. 

Como  tiene  una  inclinación  muy  regular  al  dolce  far  niente  y aquel  género  de 
vida  la  desarrolla  poderosamente,  como  necesita  emplear  en  algo  el  tiempo  para 
no  consumirse  de  tedio,  busca  en  el  vino,  en  el  juego,  en  el  trato  de  sus  iguales, 
un  medio  de  recreación  y de  solaz.  La  pulpería  llena  todos  estos  requisitos. 

Es  la  pulpería  generalmente  un  rancho  miserable,  situado  á dos,  á cuatro,  á 
seis  leguas  de  la  estancia,  donde  se  expende  detestable  vino,  aguardiente,  queso, 
etcétera;  es  el  punto  de  reunión,  el  rendez-zous,  á que  asisten  de  diez  leguas  á la 
redonda,  los  gauchos  mas  cercanos  de  aquel  pago  ó departamento. 

Allí  entre  el  crujido  de  los  vasos,  el. estruendo  de  las  carcajadas,  el  murmullo 
de  las  guitarras,  el  run  run  de  las  chilenas,  (1)  el  estridor  de  los  puñales  que  se 
cruzan  con  demasiada  frecuencia,  y no  en  vano,  se  forman  esas  reputaciones  co- 
losales, esos  hombres  de  alto  prestigio  entre  el  gauchaje,  que  mas  tarde  aparecen 
á su  frente  é imponen  la  ley  á la  sociedad  culta  é ilustrada  de  las  ciudades. 

Artigas,  Quiroga,  Rosas,  todos  los  caudillos,  se  lian  apoyado  mas  de  una  vez 
sobre  el  sucio  y grasiento  mostrador  de  una  pulpería,  antes  de  arrellenarse  en  la 
silla  del  poder. 

En  estas  reuniones  se  habla  de  las  últimas  carreras,  y se  arman  otras  nuevas, 
de  las  Yerras,  (2)  de  los  animales  extraviados,  de  los  asesinatos  y pendencias  que 
han  tenido  lugar  en  la  semana,  y de  todo  lo  que  es  propio  de  su  vida  vagabunda 
y desocupada. 

Siempre  hay  entre  ellos  un  pallador  ó cantor,  que  hace  el  gasto  de  la  función, 
sin  gastar  él  nada.  En  su  lenguaje  tosco  y desaliñado,  pero  á menudo  muy  poé- 
tico y vehemente,  improvisa,  acompañándose  con  la  guitarra,  cantos  mas  ó menos 
largos,  cuyo  asunto  está  tomado  de  la  misma  fuente  de  sus  conversaciones,  ó de 


(1)  Espuelas  para  domar. 

(2)  Fiesta  para  marcar  el  ganado. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


177 


las  desgracias  y trabajos  de  algún  caudillo  famoso,  de  los  malones  (1)  de  los  in- 
dios, ó de  sus  propias  aventuras. 

Así  el  gaucho,  en  su  estado  de  peón,  es,  á juicio  nuestro,  el  tipo  mas  promi- 
nente que  ofrece  la  sociabilidad  argentina.  (2)  El  que  habita  en  los  pueblos  como 
el  que  tiene  un  pequeño  patrimonio  y vive  independiente,  aunque  participan  de 
la  mayor  parte  de  las  cualidades  que  caracterizan  al  primero,  ni  tienen  su  expon- 
taneidad,  ni  tantos  puntos  de  contacto  como  él,  con  los  habitantes  de  los  demás 
países  de  América,  donde  existen  condiciones  de  existencia  análogas  á la  suya. 

Arrancamos  como  punto  de  partida  de  las  estancias  para  que  se  vea,  como 
aislada,  sin  vecinos,  casi  sin  comercio  con  el  resto  de  los  hombres,  cada  familia 
forma  una  pequeña  colonia;  como  ese  aislamiento  detiene  é impide  los  progresos 
de  la  civilización,  que  no  puede  acrecentarse  sino  á medida  que  la  sociedad  se 
hace  mas  numerosa,  y los  lazos  que  la  unen  mas  íntimos  y multiplicados;  para 
que  se  note,  de  paso,  cómo  la  soledad  desenvuelve  y cimenta  en  el  hombre  el  sen- 
timiento de  la  independencia  y la  libertad;  cómo  nutre  esa  altivez  de  carácter  que 
en  todos  tiempos  ha  distinguido  á los  pueblos  de  raza  castellana.  (3) 

Considerando  al  gaucho  desde  la  cuna,  se  vé  que,  apénas  puede  sostenerse 
sobre  el  caballo,  es  decir,  desde  la  edad  de  cinco  ó seis  años,  éste  es  una  parte 
integrante  de  su  persona;  desde  que  llega  á la  pubertad,  le  ensilla  con  el  sol,  y 
no  se  desmonta  sino  para  comer,  jugar  y dormir;  si  como  sucede  á menudo,  el 
dueño  de  la  estancia  donde  ha  nacido,  aunque  muy  honrado  en  el  fondo,  es  un 
infeliz  cuya  razón  no  ha  podido  ser  cultivada,  crece  y llega  á ser  hombre,  sin  te- 
ner mas  que  una  idea  confusa  y no  muy  buena  de  la  divinidad;  como  se  cria  do- 
mando potros,  degollando  novillos,  corriendo  carreras  que  á veces  le  cuestan  la 
vida,  vagando  solo  en  la  inmensidad  de  los  campos,  sin  mas  armas  que  su  lazo, 
sus  bolas  (4)  y su  puñal;  cruzando  á nado  los  rios  mas  caudalosos,  prendido  con 
una  mano  de  las  crines  de  su  corcel,  y con  la  otra  nadando  y empujándole  contra 
la  corriente;  como  se  cria  luchando  con  los  animales  feroces,  y muy  especialmen- 
te con  los  tigres,  que  suelen  asaltarle  al  cruzar  un  bosque,  y con  mas  frecuencia 

(1)  Expediciones  contra  los  cristianos. 

(2)  Empleamos  esta  palabra  en  su  aceptación  mas  lata:  no  nos  limitamos  á lo  que  hoy  se  llama  República 
Argentina. 

(3)  Humboldt,  Voy.  aux  reg.  cquinox.,  tomo  III,  página  18. 

(4)  El  lazo  es  una  cuerda  trenzada,  de  treinta  á cincuenta  varas  de  largo,  con  una  argolla  en  el  extremo 
que  sirve  de  contrapeso  para  lanzarle.  Las  bolas  son  tres  esferas  de  hierro  ó piedra,  del  tamaño  del  puño  sujetas 
á un  centro  común  por  cordeles,  y que  se  arrojan  á una  gran  distancia,  cogiendo  la  mas  pequeña  y haciendo  gi- 
rar las  otras  dos  por  encima  de  la  cabeza.  Es  increíble  la  fuerza  que  llevan  con  el  impulso  del  brazo  y la  veloci- 
dad del  caballo. 


178 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


en  la  margen  de  los  grandes  ríos;  expuesto  á las  asechanzas  de  los  gauchos  malos, 
especie  de  bandidos,  capaces  de  asesinarle  por  la  chaqueta  que  lleva  puesta,  por 
las  espuelas,  ó el  poncho;  acostumbrado  á soportar  horas  enteras  los  ardientes  ra- 
yos del  sol  en  el  rigor  del  verano,  y los  helados  cierzos  del  mas  frió  invierno;  á 
dormir  en  todas  las  estaciones  á la  intemperie,  bajo  un  ombú,  ó una  tapera;  (1) 
á galopar  tres  dias  y tres  noches  sin  descansar,  y á alimentarse  únicamente  de 
carne  medio  asada,  sin  sal,  sin  pan,  sin  mas  principio  ni  postre;  el  gaucho  reúne 
en  su  carácter  mucho  de  la  energía  independiente  de  la  raza  guaraní,  y mucho 
de  la  fortaleza  de  hierro  y extraordinario  valor  de  los  primeros  conquistadores. 

La  necesidad  de  luchar  brazo  á brazo  con  una  naturaleza  exótica  y grandiosa, 
los  peligros  siempre  renacientes  que  le  rodean,  la  costumbre  de  verter  sangre  dia- 
riamente, el  desamparo  y orfandad  á que  se  vé  reducido  desde  sus  primeros  años, 
le  hacen  reconcentrarse  en  su  personalidad,  desenvolver  sus  facultades  físicas  de 
un  modo  maravilloso,  (2)  y adquirir  una  indiferencia,  verdaderamente  admirable, 
para  dar  y recibir  la  muerte. 

Como  sus  necesidades  son  muy  limitadas  y le  bastan  pocos  dias  de  trabajo 
para  satisfacerlas  largo  tiempo,  como  está  seguro  de  encontrar  otra  estancia  donde 
acomodarse  cuando  se  le  antoje  dejar  á su  patrón,  por  la  escasez  de  brazos  y hom- 
bres inteligentes  en  las  faenas  rurales,  se  acostumbra  desde  sus  mas  tiernos  años  á no 
depender  de  nadie  y á considerar  á sus  superiores  de  igual  á igual.  No  le  dará  el 
título  de  amo  por  todo  el  oro  del  mundo:  patrón  á secas  y gracias.  ¡Ay  del  te- 
merario que  desconociendo  su  carácter,  y condado  en  su  calidad  de  señor,  le  in- 
sultase, aunque  fuese  con  motivo,  sin  prevenirse!...  Antes  de  acabar  la  frase,  una 
certera  puñalada  le  dejaría  tendido  en  tierra,  y los  demás  compañeros  facilitarían 
al  asesino  el  mejor  caballo  para  que  huyera,  si  se  hallaba  en  paraje  donde  pudiera 
alcanzarle  la  justicia. 

El  gaucho,  aunque  despejado,  con  muy  felices  disposiciones,  y también  noble 
y generoso,  cuando  todavía  la  desgracia  no  ha  agriado  su  carácter,  es  supersticio- 
so, desconfiado,  muy  reservado  y lleno  de  antipatías  contra  el  hombre  de  la  ciu- 
dad, que  tiene  otras  maneras,  otros  hábitos,  otras  ideas,  que  habla  de  distinto 
modo,  y hasta  usa  otro  traje.  El  le  desdeña  y menosprecia  altamente,  y no  se  to- 
ma el  trabajo  de  ocultarlo. 

Existe  entre  ambos  una  repulsión  instintiva  é involuntaria,  porque  el  contras- 


(1)  Casa  derribada  en  medio  del  campo. 

(2)  Vid.  lo  que  cuenta  Azara  de  los  vaquéanos.  Descrip  , tomo  I,  página  310. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


179 


te,  en  efecto,  no  puede  ser  mas  chocante;  comparemos  un  hombre  vestido  á la 
europea,  con  frac  y pantalones,  sombrero  de  castor  y guantes,  cortada  su  barba  y 
cabellera,  con  otro  cuya  larga  melena  circunda  su  cuello,  da  una  expresión  feroz 
á su  tostado  semblante  y un  aire  de  melancólica  altivez  á su  mirada  lija  é impo- 
nente, mientras  cae  sobre  el  pecho  su  prolongada  barba,  mas  negra  y reluciente 
que  el  ébano.  Yeámosle  tal  como  aparecería  á nuestros  ojos,  si  nos  trasladásemos 
á los  campos  de  Buenos-Aires,  Montevideo  ó la  Rioja.  Contemplemos  su  sombre- 
ro de  copa  redonda  y ancha  ala,  adornado  de  algunas  flores,  prenda  de  amor,  ó 
plumas  de  pavo  real;  su  chaqueta  de  grana  ó paño,  caprichosamente  bordada;  su 
chiripá  (dos  ó tres  varas  de  seda  ó bayeta)  envuelto  alrededor  de  la  cintura,  y ya 
recogido  entre  los  muslos,  ya  suelto  y á guisa  de  saya  descendiendo  hasta  los  tobillos 
sujeto  por  una  banda  ó tirador,  donde  guarda  los  avíos  para  fumar,  el  dinero,  etc., 
y que  sirve  además  para  colocar  atravesado,  el  enorme  cuchillo,  comunmente 
de  vaina  y cabo  de  plata,  su  compañero  inseparable,  que  no  abandona  en  ninguna 
ocasión  ni  circunstancia,  y tan  afilado  que  puede  un  hombre  afeitarse  con  él;  (1) 
contemplemos  su  ancho  calzoncillo  de  lienzo,  adornado  en  los  extremos  con  un 
gran  fleco  ó criváo  que,  resguardando  sus  piernas,  oculta  á medias  unas  espuelas 
de  plata  colosales,  y las  blanquecinas  botas  de  potro,  formadas  con  la  piel  sobada  de 
este  animal,  las  cuales,  partidas  en  la  punta,  dejan  al  descubierto  los  dedos  délos 
pies  para  asegurarse  mejor  en  el  estribo,  de  forma  triangular  y tan  pequeño  que 
apénas  cabe  el  dedo  principal.  Echemos,  en  fin,  una  última  ojeada  sobre  el  pon- 
cho que  se  mete  por  la  cabeza,  y que,  doblando  sobre  los  hombros  de  uno  y otro 
lado  para  poder  jugar  los  brazos,  llega  por  delante  hasta  las  rodillas,  y acaba, 
junto  con  el  estraño  arreo  de  su  caballo,  que  no  describiremos  porque  nos  parece 
inútil  perder  el  tiempo  en  digresiones  cuando  no  son  necesarias,  acaba  por  darle 
un  aspecto  verdaderamente  raro  y original. 

En  cuanto  al  idioma,  es  en  el  fondo  el  español,  pero  tan  estropeado  y diabóli- 
camente pronunciado,  enriquecido  en  algunas  provincias  con  muchas  voces  de- 
rivadas del  quechua,  guaraní  y otras  lenguas  y dialectos  indios  como  chiripá, 
chapango,  (2)  pangaré,  (3)  ñacurutú,  (4)  vichará,  (5)  guano,  (G)  etc.,  con  otras 
españolas,  pero  que  no  se  usan  jamás  en  este  sentido  por  nadie  que  hable  caste- 

(1)  Azara.  Descrip.,  tomo  I,  página  307. 

(2)  Guitarra  mala. 

(3)  Color  de  un  caballo. 

(4)  Lechuza,  feo. 

(5)  Ponchos  de  lana  que  se  fabrican  en  Mendoza  y San  Juan. 

(0)  Sacar  el  guano,  usar  una  cosa  hasta  inutilizarla. 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


llano;  como  rancho,  (1)  quiebra,  (2)  nación,  (3)  sumida , (4)  armarse,  (5)  f ri- 
za, (6)  gatéela,  (7)  etc.,  con  otras  españolas  y americanas,  pero  cuya  pronun- 
ciación y significación  son  muy  distintas,  como  rcdelir,  (8)  Ay  ¡una,  (9)  male- 
ro, (10)  lacera,  (11)  apodarse,  (12)  maturrango,  (13)  orejiar,  (14)  trajinista,  (15) 
redota,  (16)  morao,  (17)  guasquearse,  (18)  etc.,  etc.,  formando  de  todo  esto  una 
intrincada  fraseología,  que  nosotros  mismos,  los  de  la  ciudad,  á veces  no  enten- 
demos hasta  haber  andado  algún  tiempo  por  los  campos. 

Cúmplenos  ahora  para  completar  el  cuadro  que  bosquejamos,  manifestar  como 
cuanto  mas  se  aleja  el  gaucho  del  hombre  civilizado,  tanto  mas  se  acerca  al  sal- 
vaje, y como  en  sus  instintos,  en  su  traje,  costumbres  é ideas,  descubre  á juicio 
nuestro,  las  afinidades  que  le  ligan  á él. 

Casi  sin  entrar  en  mas  investigaciones,  todo  cuanto  vamos  á decir  se  deduce 
de  sus  habitaciones.  «Estas  son,  por  lo  general,  unos  ranchos  ó chozas  desparra- 
madas por  los  campos,  bajas  y cubiertas  de  paja  con  las  paredes  de  palos  vertica- 
les juntos,  clavados  en  tierra,  y tapados  sus  claros  con  barro.»  (19)  ¿No  veis  aquí 
el  primer  signo,  el  primer  anillo  de  la  dilatada  cadena  que  le  une  al  hombre  sal- 
vaje? ¿La  primera  causa  de  la  desociacion  y el  aislamiento  de  la  familia,  libre  de 
toda  traba,  sin  necesidades  como  sin  deseos,  la  mujer  y los  hijos  vejetando  como  las 
plantas,  y los  hombres  vagando  de  pulpería  en  pulpería  para  proporcionarse  una  so- 
ciedad facticia  de  algunas  horas,  porque  el  hogar  doméstico  los  arroja,  los  expele,  y 
les  obliga  á buscaren  otra  parte  la  distracción  y el  empleo  de  su  actividad,  aunque 
sea  para  malgastarla  entre  los  vasos,  las  carreras  de  caballos  y las  puñaladas? 


(1)  Choza  de  barro  y paja. 

(2)  Valiente. 

(3)  Extranjero. 

(4)  Puñalada. 

(5)  Hacerse:  unido  con  otras  palabras  este  verbo,  sirve  para  locuciones  muy  usuales  entre  ellos:  armarse 
rico,  armar  una  estancia,  etc. 

(6)  Pellejo  (sacarlo). 

(7)  Onza  de  oro. 

(8)  Gastar  el  dinero. 

(9)  Hidep...  ¡Voto  al  diablo! 

(10)  Criminal,  asesino. 

(11)  Casa  arruinada. 

(12)  Embriagarse. 

(13)  Poco  ginete,  torpe:  también  se  dice  malucho. 

(14)  Pasar  el  tiempo. 

(15)  Calavera. 

(16)  Descalabro,  desgracia. 

(17)  Ruin,  villano,  cobarde. 

(18)  Irse,  huir. 

(19)  Azara,  Descrip.  é Hist.,  tomo  I,  página  302, 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


181 


Hemos  indicado  ya  la  especie  de  instinto  de  locomoción,  que  le  obliga  á no 
permanecer  mucho  tiempo  en  un  mismo  paraje,  y á dejar  por  el  menor  pretexto, 
á veces  sin  ninguno,  la  estancia  donde  reside;  parece  que  su  alma  indómita,  an- 
siosa de  libertad,  necesita  á menudo  perderse  en  la  inmensidad  de  los  desiertos; 
parece  que  halla  un  misterioso  deleite  inefable  en  la  soledad,  en  el  silencio,  en  el 
peligro,  en  los  azares  de  los  campos,  en  la  pompa  majestuosa  de  su  imponente, 
lujosa  y gigante  naturaleza. 

Así  el  gaucho,  sin  ser  nómada,  pasa  la  mayor  parte  de  su  vida  errante  de  es- 
tancia en  estancia  y de  pago  en  pago. 

Es  una  de  las  máximas  de  nuestro  protagonista,  que  naide  es  mas  que  naide; 
ya  liemos  visto  mas  arriba  cómo  se  habitúa  desde  la  infancia  á bastarse  á sí  mis- 
mo, á no  tolerar  que  nadie  le  falte  en  lo  mas  mínimo  y á hacerse  la  justicia  por  su 
mano.  Hemos  Y'isto  además,  no  solo  su  indiferencia,  sino  también  la  antipatía  v odio 
profundo  que  profesa  á todo  lo  que  viene  de  la  ciudad,  creyendo  en  su  ignorancia 
que  no  hay  en  todo  el  globo  un  estado  mas  venturoso  y envidiable  que  el  suyo. 

Roberston,  señala  como  uno  de  los  rasgos  característicos  de  los  salvajes  su 
afición  al  juego  y la  embriaguez,  la  destreza  casi  increíble  de  sus  sentidos,  su  in- 
capacidad é insubordinación  para  sujetarse  á un  plan  en  sus  operaciones  milita- 
res, la  reserva  que  les  hace  no  comunicarse  sus  ideas,  ni  pedirse  mutuamente  al- 
gún favor,  de  miedo  de  importunar  y ser  gravosos  á los  demás  (1);  cualidades 
todas  que  se  realzan  en  el  gaucho,  que  juega  hasta  la  camisa,  visita  diariamente 
la  pulpería,  conoce  en  una  inmensa  extensión  de  territorio  por  el  gusto  de  la 
hierba,  las  ondulaciones  del  terreno,  la  proximidad  de  un  bosque,  ó un  solo  árbol, 
el  color  de  la  tierra,  la  dirección  de  los  rios  y otras  causas  que  ignoramos,  la  dis- 
tancia á que  se  halla  del  punto  adonde  se  dirige,  las  circunstancias  de  la  locali- 
dad que  pisa;  que  distingue  en  las  inmensas  soledades  de  la  Pampa,  sobre  la  me- 
nuda hierba  que  la  cubre,  las  huellas  de  un  hombre,  caballo  ú otro  animal,  que 
lia  pasado  cuatro  ó cinco  dias  antes;  que  siguiendo  leguas  enteras  en  su  rastro  sin 
perderlo,  sabe  calcular,  á punto  fijo,  á una  gran  distancia,  echándose  en  tierra  y 
aplicando  el  oido,  la  causa  del  ruido  imperceptible  que  se  escucha,  y distingue  si 
es  de  animales  ó de  gentes,  si  son  muchos  ó pocos  ginetes,  si  vienen  despacio  ó 
á galope,  solos  ó perseguidos,  que  no  puede  en  la  guerra  sujetarse  á los  duros 
ejercicios  de  la  milicia,  y no  es  temible  sino  en  los  primeros  choques  ó en  la  mon- 
tonera (guerra  de  recursos),  de  la  cual  las  hordas  de  la  Argelia,  siempre  presentes 

(1)  Roberston,  libro  IV,  páginas  Ul,  269.  351  y 419. 

tomo  i.  23 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 

y siempre  intangibles  por  la  superioridad  de  sus  caballos,  su  destreza  y el  cono- 
cimiento práctico  del  terreno,  dan  la  mas  cabal  idea;  que  prefiere,  en  fin,  sujetar- 
se al  trabajo,  atravesar  un  desierto  solo,  exponerse  á la  muerte,  antes  que  impor- 
tunar á sus  compañeros  para  que  remedien  su  necesidad  ó se  incomoden  en  acom- 
pañarle. Le  pareceria  ridículo  y degradante. 

Si  de  estos  rasgos  generales  á toda  la  raza  indígena,  buscamos  algunos  espe- 
ciales de  las  primitivas  tribus  ó parcialidades  de  nuestras  provincias,  las  conexio- 
nes se  aumentan  á tal  extremo,  que  no  liay  diferencia  alguna  entre  ciertas  cua- 
lidades y hábitos  del  indio  y el  gaucho,  con  la  particularidad  que  en  este  último 
se  han  desarrollado  con  mas  vigor  y espontaneidad,  acabando  por  sobrepujar  á su 
modelo.  (1) 

No  es  extraño,  por  lo  tanto,  que  esa  influencia  se  revele  hasta  en  su  traje, 
hasta  en  los  arreos  de  su  caballo,  hasta  en  las  armas  que  usa.  ¿Qué  otra  cosa  es 
el  chiripá  que  el  chamal  de  los  indios?  ¿El  testero,  las  plumas  de  avestruz,  la 
manca  (2),  no  son  una  imitación  de  las  prendas  con  que  aquellos  engalanan  sus 
corceles?  ¿Qué  otra  cosa  es  el  lazo,  qué  otra  cosa  son  las  bolas,  mas  que  los  laques 
ó libes  inventados  por  los  patagones,  según  algunos  autores,  y usados  antes  de  la 
conquista  por  las  tribus  de  la  Banda  Oriental,  la  Pampa  y el  Chaco? 

Las  ideas  que  emitimos  en  este  artículo  están  en  gérmen,  y como  otras  mu- 
chas, son  susceptibles  de  mas  ámplio  desarrollo.  Bástanos  á nosotros  el  haber  se- 
ñalado, descendiendo  desde  su  origen  hasta  las  circunstancias  al  parecer  mas  in- 
significantes, el  modo  como  ha  nacido  y se  ha  desenvuelto  ese  elemento  bárbaro, 
pero  lleno  de  vida  y esperanzas  en  el  porvenir,  así  como  su  carácter  y la  posición 
que  ocupa  en  nuestra  sociedad:  elemento  que  constituye,  propiamente  hablando, 
la  mayoría  de  las  provincias  del  Rio  de  la  Plata. 

La  mayoría  del  Plata,  repetimos,  que  se  simboliza  en  el  gaucho,  tal  como  le 
hemos  descrito;  el  cual  en  medio  de  su  vida  aventurera,  abandonado  desde  la  in- 
fancia á sus  instintos  y propias  fuerzas;  ignorante,  audaz,  rebelde  á toda  autori- 
dad; mas  extraviado  por  falsas  ideas,  que  corrompido  y malo;  acostumbrado  á 
conducirse  en  los  actos  mas  triviales  como  en  los  mas  solemnes  de  la  vida,  sin  el 
freno  de  la  sociedad  y de  las  leyes;  es  el  bárbaro  en  todo  el  sentimiento  y la  es- 
pontaneidad de  la  independencia  individual. 

Il)  Véase  lo  que  cuenta  Guevara  en  la  1.a  parte  de  su  historia,  y Azara,  (Descrip.,  página  151  hasta  176)  de 
las  cualidades  físicas  y morales,  costumbres  y creencias  de  los  charrúas,  aibayas,  pampas,  etc. 

(2)  El  testero  es  una  especie  de  adorno  que  se  pone  en  la  frente  á los  caballos,  y la  manea  que  sirve  para 
sujetarlos,  atándosela  á los  piés  delanteros,  se  compone  de  dos  ramales  con  un  ojal  y boton  de  la  misma  piel, 
sujetos  á una  argolla  de  bronce  ó plata. 


por  I).  Nicolás  Díaz  de  Benjumea. 


CÍÍABBG  SEGlíHB 0,  (*) 


v r 


üera  de  los  años  en  que  el  número  de  las  cofradías  es  exce- 
sivo, el  Lunes  y Martes  Santo  se  pasan  sin  novedad  alguna 
que  ofrecer  á los  incansables  forasteros.  Años  lia  habido  en 
que  el  mismo  Miércoles  era  dia  quebrado  para  los  curiosos. 
En  estas  ocasiones  merece  estudio  el  temple  de  los  sevilla- 
nos. Si  les  habíais  de  negocios,  responden: — Con  estas  fies- 


tas no  se  hace  nada. — Si  de  las  funciones  religiosas :- 


Ah ! — excla- 


man tristemente, — esto  no  es  ni  sombra  de  lo  que  era.  Todo  va  de- 
generando. Cuando  el  cabildo  era  el  primer  propietario  de  la  ciudad, 
y de  nueve  mil  casas,  el  clero  era  dueño  de  siete  mil,  entonces  te- 
nia que  ver  una  Semana  Santa.  ¡Ya  vé  usted,  hay  iglesias  que  no  tienen  ni  para 
la  cera  del  monumento ! 

Por  fortuna,  el  año  de  que  hablamos  fué  uno  de  los  mas  espléndidos.  Desde 
que  Sevilla,  por  medio  de  las  líneas  férreas  se  puso  en  comunicación  con  el  resto 


(*)  Véase  el  cuadro  primero  en  la  página  104. 


184 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


del  mundo,  la  población  activa,  comercial  é industrial,  entrevio  lo  mucho  que 
convenia  á sus  intereses  fomentar  estas  instituciones  y sostener  unas  costumbres 
en  que  no  ha  tenido  ni  puede  tener  rival.  Viejas  hermandades  cuyos  pasos  se 
apolillaban  en  oscuros  desvanes,  se  dieron  á la  obra  de  resurrección.  La  juventud 
rica  del  comercio  fundó  ó dio  vida  á confraternidades  que  se  presentaban  osten- 
tando un  lujo  desusado.  Los  mantos  y joyas  de  las  vírgenes  competían  en  lujo  y 
representaban  sumas  enormes.  La  de  la  Angustia,  por  ejemplo,  lució  un  manto 
de  terciopelo  bordado  de  estrellas  de  oro,  que  se  estimaba  en  mas  de  cinco  mil  du- 
ros. Los  trajes  de  los  nazarenos,  que  antes  eran  de  tela  tosca,  como  percalina  ó 
cólera,  pasaron  á ser  de  merino  ó de  terciopelo.  La  prensa  comenzó  sus  reclamos 
y las  tarifas  económicas  de  ferro-carriles  concluyeron  por  atraer  á la  ciudad  del 
Bétis  á muchas  de  las  gentes  mas  distinguidas  de  España  y á no  pocas  de  las  na- 
ciones extranjeras.  Hoy  es  ya  corriente  anunciar  con  anticipación,  que  el  minis- 
tro tal  y su  familia  han  tomado  habitaciones  en  tal  hotel,  y que  el  duque  A...  y 
'el  general  B...  se  proponen  visitar  á Sevilla  durante  la  Semana  Santa  y la  féria. 
Por  añadidura,  no  falta  un  poeta  como  Víctor  Hugo  ó un  maestro  como  Verdi  ó 
Wagner,  un  patricio  como  Garibaldi,  un  monarca  ó un  diplomático  cual  Bis- 
marck,  de  quien  se  dice,  por  conducto  fidedigno,  que  piensa  ir  á la  ciudad  invicta 
á restablecer  su  delicada  salud,  y presenciar  de  camino  las  fiestas  profanas  y reli- 
giosas. V verdaderamente,  considerado  el  caso  bajo  el  punto  de  vista  social  ó co- 
mercial, no  puede  negarse  el  ingenio  con  que  los  sevillanos  han  logrado  dar  al 
orbe  elegante  lo  que  se  llama  una  estación,  season  ó temporada,  que  rivaliza  con 
las  mas  notables  del  almanaque  social  del  gran  mundo.  Londres  tiene  la  suya  que 
abraza  fines  de  primavera  y principios  de  verano.  Niza  y San  Petersburgo  se 
comparten  el  invierno.  París  no  tiene  época  fija,  porque  todo  el  año  es  temporada 
en  la  ciudad  de  los  placeres.  El  resto  del  año  se  lo  disputan  Trouville,  Baden- 
Baden,  Spa,  Biarritz  y la  legión  de  puertos  y refugios  de  enfermos  y bañistas; 
pero  en  el  cogollo  ó riñon  de  la  primavera  en  un  clima  meridional,  cuando  las 
llores  y el  azahar  se  encargan  de  embalsamar  el  ambiente,  no  hay  mas  que  Sevi- 
lla para  atraer  y cautivar  al  cogollo  de  la  sociedad  rica  y trashumante. 

Yo  aplaudo  este  triunfo  y emulación,  y el  arte  y perseverancia  con  que  se 
han  popularizado  fiestas  y escenas  que  antes  tenían  poco  interés  y se  hacian,  di- 
gámoslo así,  á puerta  cerrada.  El  pueblo  sevillano  se  encontró  con  esta  tradición 
antiquísima,  que  no  conocia  otro  móvil  que  la  piedad  y el  celo  religioso.  ¿Qué 
hacer  con  ella?  Aboliría  era  imposible.  El  único  recurso  consistía  en  transformar- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


185 


la,  modernizarla,  llamar  en  su  auxilio  á todo  cuanto  puede  halagar  la  vanidad, 
el  interés,  el  orgullo  y demás  pasioncillas  que,  después  de  todo,  son  el  resorte  de 
la  mayoría  de  los  hombres. 

Digo  esto,  porque  nadie  habrá  tan  cándido  que  crea,  que  vienen  los  foraste- 
ros á recogerse  en  contemplación  mística  de  los  dolores  de  la  pasión  y agonías  del 
Calvario  de  Jesús.  El  aspecto  de  las  calles  y el  de  las  procesiones  rechazan  seme- 
jante idea.  Si  alguna  hermandad  cumple  con  un  fin  puramente  cristiano  y reli- 
gioso, es  la  de  San  Antonio  Abad,  que  hace  su  estación  en  la  noche  del  Jueves  y 
madrugada  del  Viernes  Santo,  y entonces  están  las  calles  casi  desiertas,  aunque 
no  de  escándalos  y orgías.  Pero  arrojemos  la  pluma  del  moralista,  y tomemos  la 
del  cronista  imparcial. 

El  martes  por  la  mañana  teníamos  un  acto  á que  asistir,  verdaderamente  sui- 
(jéneris.  Pocos  se  preocupan  de  la  escena  (pie  este  dia  tiene  lugar  en  la  sala  del 
Provisor  de  la  catedral  de  Sevilla,  y cuyo  objeto  es  «tomar  la  hora»  las  cofradías. 
Ahora  bien,  conviene  que  el  lector  sepa  como  hay  hermandades,  que  por  haber 
salido  á hacer  su  estación  con  regularidad  por  muchos  años,  tienen  por  fundación 
ó privilegio,  ó bien  han  adquirido  por  prescripción  el  derecho  de  salir  en  tal  dia 
y á tal  hora.  Si  acontece  (pie  un  año  es  crecido  el  número  de  las  que  intentan 
«echar  la  cruz  á la  calle, » claro  es  que  tiene  que  haber  conflictos,  porque  las  de 
estación  vespertina,  pretenden  salir  lo  mas  tarde  posible,  á fin  de  que  les  coja  la 
noche  y puedan  ostentar  sus  pasos  iluminados;  y las  que  la  hacen  de  noche,  quie- 
ren salir  temprano,  para  que  no  les  tome  la  luz  del  dia.  Si  cada  cual  tuviese  su 
zona  ó su  carrera,  como  sucede  en  las  otras  procesiones,  no  habria  cuestión  de 
precedencia;  pero  como  todas  invariablemente  lian  de  venir  al  centro  y atravesar 
las  naves  de  la  iglesia  Metropolitana,  aquí  te  quiero  ver,  escopeta. 

— Si  usted  quiere  presenciar  una  escena  curiosa, — me  liabia  dicho  un  amigo, 
— váyase  en  la  mañana  del  martes  á la  catedral,  y éntrese  por  la  puerta  que  está 
al  pié  de  la  Giralda  y pregunte  por  la  sala  del  Provisor. 

— No  lo  echaré  en  saco  roto, — respondí,  y en  efecto,  en  compañía  de  don  Pe- 
regrino, nos  personamos  en  dicho  dia  en  la  dicha  sala,  en  cuyas  gradas  tomamos 
asiento  como  uno  de  tantos  que  allí  liabia,  quienes  de  capa,  quienes  de  levita, 
pero  todos  con  un  cartapacio,  esperando  á que  el  señor  Provisor,  que  no  tardó  mu- 
cho en  aparecer,  diese  principio  á la  sesión. 

Debo  advertir  á mis  lectores,  que  en  este  y otros  semejantes  casos,  siempre 
acostumbro  á llevar  una  cartera  de  regular  tamaño,  que  me  da  aspecto  de  hombre 


186 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


de  negocios,  ó por  lo  menos  de  persona  de  qnien  hay  que  guardarse,  por  aquello 
de  que  nadie  sabe  lo  que  se  guisa  dentro.  Así  es,  que  apenas  tomamos  asiento,  el 
individuo  que  se  hallaba  á mi  lado  me  preguntó: 

— ¿Es  usted  diputado  de  alguna  cofradía? 

— Sí,  señor, — respondí  con  toda  seriedad. 

— ¡ Eramos  pocos  y parió  mi  abuela! — fué  la  contestación  del  interpelante. 

— Oiga  usted, — repliqué,  conteniendo  como  pude  la  risa  que  en  los  labios  me 
retozaba, — en  las  cosas  del  servicio  de  Dios,  lo  que  abunda  no  daña.  Tanto  de- 
recho tengo  yo  como  usted  para  venir  aquí  y tomar  la  hora. 

— Lo  que  yo  tomaría  de  buena  gana, — dijo  un  jovenzuelo  que  estaba  en  la 
grada  frontera, — es  un  soldado  de  Pavía  y unas  cañas  de  Manzanilla... 

— ¡Silencio! — exclamó  una  especie  de  sacristán,  tras  del  cual  venia  el  vene- 
rable Provisor,  hombre  anciano,  de  fisonomía  dulce  y bondadosa,  y no  muy  á 
propósito  para  dirigir  y domeñar  aquel  congreso. 

— Abrese  la  sesión, — dijo  con  voz  apénas  perceptible. — El  hermano  mas  pró- 
ximo á mi  derecha  tiene  la  palabra. 

—Señor  Provisor, — dijo  uno  de  la  izquierda,  levantándose,  con  aire  de  des- 
parpajo.— Aquí  no  hay  derechas  ni  izquierdas.  Yo  soy  representante  de  una 
archi-cofradía  mas  antigua  que  la  del  hermano  que  se  halla  enfrente  de  mí,  y me 
toca  hablar  primero. 

— ¿Qué  archi-cofradía  es  la  de  vuestra  merced? — preguntó  el  bueno  del  Pro- 
visor con  la  mayor  dulzura. 

— La  de  la  Oración  del  Huerto.  Si  hay  aquí  algún  diputado  que  histórica  y 
cronológicamente  represente  un  acto  de  la  Pasión  de  Nuestro  Redentor  Jesús,  an- 
terior al  de  la  Oración,  entiéndase  que  yo  me  callo,  me  humillo  y le  cedo  el 
puesto;  pero  mientras  no,  entiéndase  bien,  por  nada  ni  por  nadie  cedo  mi  derecho. 

— Y ¿qué  pretende  usted? — interrogó  el  Provisor. 

— Que  nuestra  hermandad  ponga  la  cruz  en  la  calle  el  Jueves  Santo  á las 
cuatro  de  la  tarde. 

Describir  las  esclamaciones,  carcajadas  y tumulto  con  que  fueron  acogidas 
estas  palabras  por  la  concurrencia,  seria  poco  menos  que  imposible.  El  presidente 
agitaba  la  campanilla  en  vano,  y tuvo  que  valerse  de  la  voz  estentórea  del  sacris- 
tán, que  hacia  las  veces  de  portero  y secretario  y clamaba: — ¡Silencio,  señores! 
¡Orden!  Callen  todos  y hable  uno. 

— Eso  no  puede  ser, — gritó  el  joven  de  la  manzanilla. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


187 


— ¡Señores! — rugió  el  diputado  de  la  Oración  del  Huerto,  acompañando  su 
rugido  con  unos  ademanes  que  parecía  querer  tragarse  á sus  contrarios. 

— ¡Señores!  digo  jo, — exclamó  otro  individuo  de  enfrente: — ¿Pin  qué  ciudad 
vivimos?  ¿Entre  qué  gentes  estamos?  ¿Qué  dirán  los  sábios  de  las  naciones  ex- 
tranjeras, los  historiadores  que  vienen  á ver  nuestras  costumbres,  si  de  ese  modo 
hacemos  un  pisto  de  la  pasión?  La  Oración  del  Huerto  debe  salir  antes  del  Pren- 
dimiento de  Cristo,  j sino  que  se  quede  en  su  casa. 

— ¡Bien,  muy  bien! — exclamaron  todos,  aplaudiendo  frenéticos  al  orador. 

— Pero,  por  nuestro  Padre  Jesús  Nazareno, — gritó  el  preopinante. — ¿Hay  sen- 
tido común  en  nuestras  cofradías?  ¿No  liemos  visto  salir  el  Martes  Santo  á Jesús 
crucificado  y herido  por  la  lanza  de  Longinos?  ¿No  ha  hecho  mil  veces  su  esta- 
ción el  Paso  de  la  Cena  con  los  apóstoles,  después  de  Nuestro  Señor  de  las  tres 
caldas?  La  cuestión  no  es  de  argumento  sino  de  antigüedad.  Nuestra  cofradía  es 
la  mas  antigua  que  en  Sevilla  existe.  Data  nada  menos  que  del  siglo  xvi,  cuando 
Felipe  IQ  de  gloriosa  memoria,  vino  á visitar  nuestra  ciudad,  y aquí  tengo  los 
documentos  de  su  fundación  que  no  me  dejarán  mentir.  Véanse,  léanse  y hágase 
justicia,  que  pido  y para  ello... 

— Esos  documentos  son  falsos, — gritó  uno  de  los  concurrentes. 

— Hermano, — dijo  el  Provisor, — no  tenemos  tiempo  para  entrar  en  honduras. 
La  cofradía  hará  su  estación  esta  tarde  á las  tres,  y no  se  me  replique. 

— ¡Protesto! — gritó  el  representante. 

— Se  admite  la  protesta, — replicó  el  Provisor. 

— Esto  es  atarle  á uno  las  manos,  meterlo  en  un  saco  y echarlo  al  rio.  ¿Cómo 
es  posible  que  salgamos  á la  calle  dentro  de  cuatro  horas?  En  Sevilla  ni  hay  go- 
bierno, ni  cabeza,  ni 

— Señor  Provisor, — dijo  el  secretario, — me  parece  que  su  reverencia  ha  co- 
metido un  error.  Querrá  decir,  mañana  miércoles. 

— Eso  quiero  decir, — repuso  tomando  un  buen  polvo  de  rapé  á cuatro  dedos. — 
Hable  ahora  el  hermano  por  turno.  Eli,  se  entiende,  por  turno  rigoroso  de  anti- 
güedad. 

A estas  palabras  se  levantaron  cuatro  individuos,  pretendiendo  que  la  her- 
mandad á cuyo  seno  pertenecían  era  la  mas  antigua.  Tres  de  ellos  agitaban  en 
sus  manos  unos  legajos  con  cubiertas  de  pergamino  y cintas  verdes,  diciendo  que 
allí  podia  verse  la  fecha  de  la  fundación. 

— Señores, — dijo  el  cuarto,  —yo  no  tengo  necesidad  de  documentos,  que  entre 


188 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


paréntesis  tienen  letra  antigua  y es  preciso  ser  un  paleo-calígrafo,  como  lo  deben 
ser  estos  caballeros 

— ¿Qué  lia  dicho  que  somos? — preguntó  uno  de  los  aludidos. 

— Algún  insulto  debe  ser, — respondió  otro, — porque  eso  de  'pali-cidi-gafo 
no  suena  á cosa  buena.  Yo  por  mi  parte  se  lo  devuelvo  y arrojo  á la  cara. 

— Que  se  escriban  esas  palabras, — dijo  el  tercero. 

— Que  se  escriban, — repitió  el  orador. — y sobre  todo  con  letra  antigua,  puesto 
que  se  trata  de  cuestión  de  antigüedad. 

— Yo,  señor  Provisor,  voy  á ser  muy  breve,  pero  muy  claro.  Voy  á llamar  al 
pan  pan  y al  vino  vino.  Hay  aquí  ciertos  diputados,  (cuidado  que  no  los  nombro, 
ni  intento  hacer  alusiones  personales,  porque  las  cosas,  quiero  decir,  las  cofra- 
días, por  lo  que  significan,  por  lo  que  son  en  sí,  están  á mayor  altura  y merecen 
mas  consideración  que  cuatro  pelagatos  que  se  introducen  en  ellas  para  farolear, 
mangonear  y hacer  su  negocio).  Yo  creo  que  los  que  me  escuchan,  los  señores 
«pie  se  sientan  en  estos  escaños,  los  apoderados  de  instituciones  tan  venerandas, 
como  que  con  ellas  y por  ellas  y mediante  ellas  se  mantiene  fervorosa  y entu- 
siasta la  antigua  fé  de  nuestros  padres,  no  están  movidos  por  ningún  interés  mez- 
quino, idea  bastarda,  cálculo  egoísta  ni  segunda  intención  mundana  ó mejor  diré 
financiera.  El  que  por  tales  móviles  se  rija  ó dirija,  que  levante  el  dedo... 

Pausa,  mientras  el  orador  se  retuerce  el  bigote,  atusa  el  pelo  y mira  en  der- 
redor con  aire  triunfal. 

— Ya  lo  vé  usía, — continúa, — ninguno  levanta  el  dedo;  prueba  concluyente, 
de  que  aquí  venimos  todos  animados  de  los  mejores  sentimientos.  Y ¿cómo  podria 
ser  de  otra  manera?  La  católica,  la  religiosa  Sevilla,  en  un  tiempo  emporio  del 
comercio  y de  la  industria... 

— Permítame  usted  que  le  interrumpa, — dijo  el  Provisor, — pero  me  parece 
que  está  usted  divagando  y fuera  de  la  cuestión.  Aquí  se  viene  á tomar  la  hora 
de  salida  de  las  cofradías:  usted  ha  empezado  diciendo  que  iha  á ser  breve  y cla- 
ro, y la  verdad  es,  lo  digo  con  sentimiento,  que  hasta  ahora,  no  sabemos  ni  lo 
que  usted  quiere  ni  qué  hermandad  representa... 

— ¿Qué  hermandad  represento? — continuó  el  archi-p arlante. — Otro  que  no 
fuera  el  que  en  este  instante  tiene  la  alta  honra  de  emitir  su  voz,  de  dirigirse  á 
usía  v de  ocupar  la  atención  de  los  dignos  diputados  que  me  escuchan,  liarla  la 
historia  al  por  menudo  de  las  hermandades,  cofradías  y archi-cofradías  que  ha  ha- 
bido en  Sevilla  desde  que  abrazó  la  fé  católico-apostólico-romana,  para  dejar  pa- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


189 


tentemente  consignada  la  antigüedad  de  la  que,  aunque  pecador  indigno,  ha  te- 
nido á bien  elegirme  por  su  procurador  y agente  en  este  negocio.  Yo  no  me  to- 
maré este  ímprobo  é inútil  trabajo,  porque  basta  la  enunciación  de  su  título,  basta 
la  indicación  de  su  argumento,  basta  la  mas  somera  descripción  de  la  escena  que 
reproduce  en  su  paso  de  la  pasión  de  nuestro  Redentor  divino,  para  que  luego  al 
punto,  se  comprenda  su  antigüedad,  y el  derecho  que  le  asiste  á escoger  el  dia  y 
la  hora  mas  cómoda  de  toda  esta  semana  de  espectáculos.  Yo  bien  sé,  y los  seño- 
res diputados  que  don  su  acostumbrada  benevolencia  me  escuchan  no  pueden  ne- 
garme sin  hacer  traición  á sus  conciencias,  sin  ahogar  sus  sentimientos,  sin  dejar 
de  ser  hombres  probos  y honrados  como  me  complazco  en  creerlo;  yo  bien  sé,  re- 
pito, que  el  Jueves  y el  Viernes  Santo  son  los  dos  dias  que  todas  las  hermandades 
apetecen  para  hacer  sus  estaciones  por  la  ciudad.  Nada  mas  natural  y lógico.  Se- 
villa, en  estos  dias,  quiero  decir,  su  población  y toda  su  forastería,  se  dan  cita  para 
estas  tardes  y las  procesiones  logran  mayor  lucimiento  y esplendor.  Pues  bien, 
esta  es  la  razón  que  me  mueve  á pedir  para  mi  hermandad  tan  deseado  privilegio. 

— Pero,  ¡por  el  santo  Job,  y las  tres  Marías! — volvió  á interrumpir  el  bueno 
y longanísimo  Provisor. — ¿Podremos  saber  á qué  hermandad  pertenece  usted  y 
en  cuyo  interés  muestra  tanta  facundia? 

— Eso  lo  diré  yo  en  breves  palabras, — continuó  el  orador, — porque  soy  amigo 
del  tiempo  y conozco  lo  que  vale.  Tanto  es  así,  que  de  todos  los  autores  y escrito- 
res antiguos  y modernos,  el  que  mas  me  encanta  y deleita,  el  que  llevo  siempre 
conmigo,  es  Salustio,  y señores,  ya  saben  ustedes  que  este  gran  hombre  es  el 
modelo  de  la  concisión.  Pues  bien,  la  hermandad  que  represento,  como  procura- 
dor, entiéndase  bien,  porque  no  pertenezco  á otra  hermandad  sino  á la  social,  ó á 
la  gran  familia  humana,  es  tan  antigua,  que,  como  dije  antes,  solo  la  enuncia- 
ción de  la  escena  que  representa  lo  está  diciendo  á voces.  Es,  señor  Provisor,  la 
de  los  ladrones. 

— ¡De  los  ladrones! — repitió  el  presidente  con  extrañeza. 

— ¡Pido  la  palabra! — exclamó  uno  de  los  portadores  de  cartapacios. — -En  Se- 
villa no  ha  habido  ni  hay  hermandad  de  ladrones.  Yo  tengo  al  dedillo  la  historia 
de  todas  las  cofradías,  y no  hay  ninguna  con  esa  advocación. 

— Perdone  el  orador, — dijo  el  presidente, — eso  de  hermandad  de  ladrones  me 
disuena.  ¿Habla  usted  en  sério  ó en  broma? 

— Me  esplicaré, — prosiguió  el  archi-parlante,  que  mostraba  un  desparpajo  y 
campechanería,  liors  lirjne,  como  dicen  los  franceses. — El  paso  ó argumento  de 

TOMO  I.  24 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


mi  hermandad  era  el  descendimiento  de  Cristo,  cuya  cofradía  conocen  cuantos  me 
escuchan.  Pero,  ¿qué  sucedió?  Que  con  la  penuria  de  los  tiempos,  la  falta  de  di- 
neros y por  consiguiente  de  reparos  y restauraciones  de  las  esculturas,  la  Virgen 
Santísima  se  desmejoró  y las  tres  Marías  se  pusieron  de  suerte  que  no  liahia  por 
donde  cogerlas.  Nicodemus  se  cayó  de  la  cruz  y se  hizo  polvo;  la  figura  del  Cris- 
to, que  era  de  pasta,  empezó  á carcomerse  y deshacerse,  de  modo  que  se  necesi- 
taba hacer  otras  nuevas  para  presentarse  en  público  con  decoro.  Solo  quedaron 
las  figuras  de  Dimas  y Cfeta,  ó sea  del  buen  y del  mal  ladrón,  y como  cada  año 
aumentan  los  forasteros,  y da  la  casualidad  de  que  un  devoto  ha  prometido  cos- 
tear los  demás  gastos  de  movilización  de  la  cofradía,  siempre  que  fuese  necesario, 
lié  aquí  la  razón  de  haber  escogido  por  término  medio  el  salir  á la  calle  con  lo  úni- 
co que  ha  quedado  decente,  que  son  los  dos  ladrones,  y el  motivo  de  venir  yo  aquí 
á pedir  dia  y hora  con  tanto  derecho  como  el  que  más,  porque,  señores,  no  habrá 
quien  me  niegue,  que  en  punto  á antigüedad  de  hermandades  ninguna  puede 
competir  con  la  de  mis  clientes  de  la  cruz.  La  humanidad  empezó  su  existencia 
con  un  robo,  pues  no  hizo  otra  cosa  Eva,  apoderándose  de  la  fruta  de  un  árbol 
contra  la  voluntad  y mandato  de  su  dueño.  Siguió  su  hijo  Cain,  que  se  dió  á ro- 
bar por  los  caminos... 

— Camino  lleva  usted  de  no  acabar  en  cien  años, — interrumpió  el  Provisor, — 
si  va  á hacer  la  historia  de  todos  los  ladrones  y sus  hermandades,  ó cuadrillas. 

— No  pienso  tal, — replicó  el  procurador, — pero  conste  lo  dicho,  y si  alguno 
se  atreve  á contestarme,  aquí  estoy  yo  para  responderle. 

— ¿Hay  quien  tenga  alguna  objeción  que  oponer? — preguntó  el  presidente. 

Todos  los  circunstantes  guardaron  silencio.  Se  miraban  unos  á otros  como 
encandilados  y permanecían  mudos  como  estátuas  en  sus  asientos. 

— Visto  que  nadie  replica, — continuó  el  Provisor, — la  hermandad  de...  ¿de 
qué  dijo  usted? 

— De  los  ladrones. 

— La  hermandad  de  los  ladrones  hará  estación  el  Viernes  Santo  á las  cuatro 
lloras  de  la  tarde. 

Dicho  esto,  se  levantó  el  orador,  hizo  un  reverente  saludo,  y de  paso  nos  gui- 
ñó el  ojo,  como  si  quisiera  decirnos  que  le  siguiésemos. 

Salimos  detrás  de  él,  y apénas  nos  hallamos  al  aire  libre  en  las  gradas  de  la 
catedral,  se  vino  á nosotros  sonriendo  y preguntándonos,  qué  nos  había  parecido 
la  sesión. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


191 


— La  verdad, — dijo  don  Peregrino, — yo  no  sé  como  calificarla.  A veces  pa- 
recíame asunto  formal  y á veces  pura  pantomima.  Usted  sabrá  mejor  que  nadie  lo 
que  hay  en  ello. 

— Pues  sepan  ustedes  que  para  farsantes,  farsante  y medio.  Todos  los  años  se 
repiten  estas  sesiones  ridiculas,  donde  se  insultan  y andan  á la  greña  los  diputa- 
dos de  cofradías.  Yo  no  pertenezco  á ninguna,  ni  soy  representante,  ni  quien  tal 
pensó.  Pero  me  gusta  pasar  un  buen  rato  á costa  de  los  necios,  y sabiendo  que  el 
Provisor  es  un  bendito,  y estas  gentes  ignorantes  basta  dejarlo  de  sobra,  me  be 
venido  á pasar  la  mañana  alegremente  con  las  flaquezas  del  prójimo,  y á soltar- 
les cuatro  indirectas  del  padre  Cobos. 

— Humor  se  necesita, — respondí. — Tenia  razón  mi  amigo,  cuando  me  dijo 
viniese  á presenciar  una  de  las  escenas  mas  cómicas  y curiosas  que  pueden  ima- 
ginarse, y crea  usted,  que  si  algún  dia  escribo  los  recuerdos  de  mi  viaje,  no  ol- 
vidaré este  extraño  episodio  de  las  fiestas  de  Semana  Santa. 


por  D.  Ricardo  Sepúlveda. 


lé.  viva  la  gracia,  viva  el  salero! 

Es  para  un  ramillete  pintiparado. 

— Pero  ¿á  quién  te  refieres? 

— A aquel  torero 
Que  en  la  esquina  del  Suizo  nos  lia  mirado. 
Es  un  valiente  espada,  de  los  mejores; 

Y con  toros  de  Salas  Race  primores: 

Esto  lo  dice  él  mismo;  pero  distingo, 

Yo  sé  lo  muy  medroso  que  está  en  la  brega, 
Aunque  gana  lo  menos,  cada  domingo, 


Media  talega. 


Por  dos  horas  escasas  de  hacer  que  hacemos. 
Gana  mas  que  un  Ministro  de  la  Corona. 

Y en  dias  de  trabajo  siempre  le  vemos 
Luciendo  la  sandunga  de  su  persona. 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


193 


Pantalón  ajustado,  botas  flamantes, 

Y en  la  camisa  algunos  gordos  brillantes; 
Calañés  ó pavero  de  lo  mas  caro, 

Nada  de  corbatines  ni  de  tirillas, 

Y alguna  vez,  aunque  esto  va  siendo  raro, 

Grandes  patillas. 


Tal  vez  me  baya  olvidado  de  algún  detalle; 
Mas  de  perfil,  de  espaldas  y basta  de  frente, 
Así  es  cualquier  torero  visto  en  la  calle, 

Es  decir,  cuando  suele  ser  mas  valiente. 

Tipo  español  de  raza,  de  Baco  aluno, 

Es  generoso  á veces  como  ninguno; 

Solo  lleva  zapatos  cuando  torea, 

Y,  pues  son  las  corridas  tan  celebradas, 

Justo  es  demos  de  ellas  alguna  idea 
Con  tres  plumadas. 


.A.  LOS  TOROS 


Desde  la  Puerta  del  Sol, 
Que  es  donde  empieza  el  jaleo 
De  la  corrida  anunciada, 

Dos  horas  antes  lo  menos, 
Cruzan  echando  demonios 
Mas  de  mil  coches  diversos. 
Omnibus  de  bote  en  bote 
Y averiados  peseteros, 

Que  conducen  á la  plaza, 
Entre  gritos  y entre  temos, 


104 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


A los  alegres  vecinos 
De  la  villa,  y forasteros; 
Muchachas  muy  sofocadas 
Del  calor  y los  aprietos. 
Menestrales,  horterillas, 

Y modistas  y extranjeros; 
Niñas  con  mantilla  blanca, 
Cocineras  con  pañuelo, 
Militares  de  paisano, 

Chulos  y niños  de  pecho; 
Porque  la  española  ñesta, 

Tiene  siempre  el  privilegio, 

De  traer  juntas  á todas 

Las  clases  de  nuestro  pueblo. 
Todo  es  ruido  y algazara, 

Y chistes,  y chicoleos, 

Y saltos  dentro  del  coche 

Y bastantes  veces...  vuelcos. 
Entremos,  pues,  en  un  ómnibus, 
Y.  si  es  posible,  sentémonos, 
Para  escuchar  lo  que  dicen 

Los  que  ocupan  los  asientos. 


— ¡Eh,  aquí,  á la  plaza,  á la  plaza 
¡Que  me  marcho  y que  no  vuelvo! 

— ¿Hay  asiento? 

— Arriba  hay  cinco. 
¡Eh,  á la  plaza,  caballero! 

— Pero,  mayoral,  ¿marchamos? 

— Pero,  mayoral,  ¿qué  hacemos? 

— En  seguida,  señorito; 

Llegaremos  en  un  credo. 

— Sí.  con  el  credo  en  la  boca 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


195 


Tendremos  que  ir. 

— Por  supuesto. 
¡Eli,  á la  plaza...  arre,  beata, 
Coronela,  ríííííá...  lucero!... 

Un  Inglés. — ¿Estar  muy  lejos  la  arena ? 

Un  Chulo. — ¿Qué  arena? 

— Taurina. .. 

— Cuerno . 

— Justo,  el  cuerno,  donde  vamos. 

— ¡Ali!  No  señor,  no  está  léjos; 

En  llegando,  en  seguidita 
Se  encuentra  usté  allí. 

— Ya  entiendo. 

¿Y  quién  morir  boy? 

— El  toro. 

— Yo  no  querer  decir  eso, 

Sino  quién  ser  las  espadas. 

— (Me  paice  á mí  que  le  pego 
A este  tio).  Pus...  Lagarto, 

Y luego  y dimpués  Frascuelo. 

— ¿Frascuelo  ser  picador? 

— ¿Picador?...  Pues  ya  lo  creo; 

Y muy  valiente,  sarasa. 

— ¿Cómo  lia  dicho  usté,  ser  eso  ? 

— ¿Se  quié  usté  quedar  conmigo? 

— Yo  voy  á un  palco,  y no  puedo. 

— Cállate,  Juan;  no  te  entiende. 

— El  demonio  del  abuelo... 

— ¿Qué  lias  tomado? 

— Dos  del  uno; 
Como  traigo  á la  Remedios... 

— \ o tuve  que  ir  á empeñar 
Los  tirantes  y el  chaleco. 

— Pues  yo,  por  mor  de  esta  prójima, 
Empeñé  ayer  el  brasero, 


196 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


^ así  la  traigo  á los  toros, 

Y la  convido  á refresco. 

Aunque  mañana  no  coma 
O duerma... 

—Sí,  va,  en  el  suelo. 

— Pero  es  que  los  toros,  chico, 

Me  causan  á mí  un  efecto, 

Que  aunque  no  tenga  dos  reales 
Para  poner  el  puchero, 

No  pierdo  ni  una  corrida. 

— Ni  tampoco  yo  la  pierdo. 

El  Inglés. — ¿De  quién  son  los  toros,  cóven? 

— (Hombre,  me  carga  este  viejo). 
Pues  deben  ser  de...  su  padre 

Y de  su  madre. 

— ¡ Grosero ! 

— ¿Qué  ha  dicho  usté?...  Si  no  fuera 
Por  los  toros... 

— ¡Eli,  qué  es  eso! 

¡ Haya  paz ! .. . 

— Ahí  viene  Paco 
Calderón,  en  un  jamelgo. 

— Y en  aquel  coche  Lagarto. 

— ¡Viva  la  gracia,  salero! 

— Pues  los  de  hoy  son  de  Miura. 

— Sí,  señor,  y de  los  buenos; 

Y va  á haber  una  jindama... 

El  Inglés. — ¿Qué  ser  jindama? 

— Ser...  miedo. 
— Vaya,  ya  llegamos:  corre, 

Porque  hay  que  coger  buen  puesto, 
Junto  á la  contrabarrera. 

— Lo  que  es  allí  no  me  atrevo: 

Y además  voy  con  la  Chata, 

Que  le  gusta  estar  mas  léjos. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


19 


E1T  LOS  TOLOS 


— Adiós,  Manuel. 

— Hola,  amigo. 

— ¿Usted  aquí,  don  Ignacio? 

— Hombre,  sí;  en  habiendo  toros, 
Con  mi  gota  y con  mis  años 
Vengo  siempre. 

- — Buena  entrada 
Va  á tener  boy  don  Casiano. 

— ¿V  qué  tal  los  bichos? 

— Buenos: 

Estuve  en  el  apartado, 

Y son  de  libras,  y pegan... 

El  Inglés. — ¿Con  qué  pegar? 

— Con  un  palo. 

— ¿Quién  es  ese? 

— Es  un  inglés 
Que  se  quiere  ir  enterando, 

Y á todo  el  mundo  pregunta... 
Vamos  á pasar  buen  rato. 

— ¿Qué  asiento  tiene  usted,  mister? 
— Mire  usted,  creo  que  es  palco. 

— ¿A  ver?...  Centro-grada,  nueve... 
¡Hombre,  si  estamos  de  lado! 

— Me  alegro.  De  esa  manera 
Usté  poder  explicando... 

— Sí,  señor,  con  mil  amores. 

— Con  amor  no  es  necesario. 

— Venga  usté  á ver  los  toreros, 

Que  ya  deben  ir  llegando. 

— Ser  muy  bonitas  las  majas 


TOMO  l. 


25 


198 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Con  esos  pañuelos  blancos 
A la  cabeza;  me  gustan. 

— No  son  pañuelos. 

— ¿Ser  trapos? 

— No  señor,  son  las  mantillas. 

— ¿Van  en  mantillas?... 

— ¡Qué  ganso 
Allí  tiene  usté  á Lagartijo. 

¡Hola,  Rafael!  ¿Cómo  vamos? 

Rafael  . — Estoy  partido . 

El  Inglés.  — ¡Carramba! 

Pues  no  veo  los  pedazos. 

Oiga,  señor  Lagar  tica, 

¿Por  qué  llevar  ese  rabo 
En  la  cabeza?... 

— Es  la  moña. 

— Estar  usté  mucho  guapo. 

— Ya  lia  llegado  el  presidente. 

— Vaya,  á la  plaza,  muchachos. 

— Buena  suerte. 

— Muchas  gracias. 

El  Inglés. — Que  no  se  rompa  usted  algo. 


— Mucho,  buen  tino  ha  tenido 
El  presidente. 

— Lagarto, 

A ver  si  te  luces,  hombre. 

— Trae  aquí  el  capote,  Pablo. 

— Hola,  tumbón. 

— Adiós,  Chuchi. 

— Salvador,  mucho  cuidado. 

’ . # 

— ¡Quién  quería  el  agua...  aguááá!... 
— Sentarse,  señores,  vamos. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


199 


— El  primer  toro:  buen  mozo. 

¡ Qué  arrogante  y qué  parado ! 

— ¡Buena  vara! 

— ¿Quién  lia  sido? 
— Calderón,  que  tiene  un  brazo... 

El  Inglés. — ¿Es  Calderón  de  la  Barca? 

— No  señor,  este  es  del  barco. 

— Chuchi,  al  toro...  al  toro... 

El  Inglés.  — ¿Un  chucho? 

Quién  ser... 


— El  que  va  montado. 
— Vaya  un  marronazo...  ¡Pillo! 
¡Tunante!  ¡A  la  cárcel! 


El  Inglés. 


— ¡ Diablo ! 


¡ Ir  á la  cárcel  por  eso ! 

— Mucho;  buen  quite. 

— Ser  bravo 


Ese  torero. 


— Es  Frascuelo. 
— Pastor,  no  recortes  tanto. 
El  Inglés. — Yo  no  veo  que  recorte 
Nada... 


— Para  suerte,  Paco: 
Siempre  cae  de  piés. 

— Al  toro, 

Juaneca...  Mucho...  Caballos. 

— Caballos...  ¡Vaya  un  servicio! 

— ¡ Qué  herradero! 

— ¡Bruto,  bárbaro! 
El  Inglés. — Se  van  á pegar. 

— No  hay  miedo; 
la  están  bien  acostumbrados. 

—Eli... 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


— ¿Y  las  banderillas? 
— Vamos,  por  íin  lian  tocado. 

— Ya  salen  los  mozos  cruos. 

El  Inglés. — Mejor  dirá  usté  quemados. 

— Mucho,  buen  par  al  relance. 

El  Inglés. — ¿Y  quién  las  lia  puesto? 

—El  Gallo. 

El  Inglés. — ¿El  gallo?...  Pues  no  le  veo. 

— ¡Vaya  un  torito  marrajo! 

¡Cómo  se  entablera!  Calma, 

Que  te  va  á dar  un  mal  rato. 

— Eli...  Ya  lo  enganchó. 

El  Inglés.  — ¿Qué  ha  sido? 

— No  lia  sido  nada,  un  puntazo. 

— Si  no  es  por  Frascuelo  y Angel... 
— Y Cuatro-dedos. 

— ¡Canastos! 

¿Dice  usté  que  cuatro  dedos 
Le  ha  entrado  el  asta? 

— Al  contrario. 
— Ya  va  á matar  Lagartijo. 

El  Inglés. — ¿Y  qué  dice?... 

— Está  brindando. 
— A ver  si  matas  al  toro 
De  un  volapié  hasta  la  mano. 

— Unen  pase  de  pecho;  mucho. 

Bien. — ¿Ha  visto  usté  qué  cambio? 
El  Inglés. — ¿Cambio?  No  señor,  no  he  visto. 
— Aun  no,  que  no  está  cuadrado 
El  toro. 

El  Inglés.  — ¿Cuadrado  el  toro? 

No  lo  estará  en  muchos  años. 

— Ahora,  Rafael,  aprovecha; 

Anda,  que  tú  eres  el  amo. 

— ¡Soberbio ! 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


201 


— ¡ Bien ! 

— ¡Qué  magnífico 
Volapié  le  ha  propinado ! 

— No  necesita  puntilla. 

El  Inglés. — ¿Puntilla  un  toro? 

— Un  cigarro. 
Mister,  venga  la  petaca. 

El  Inglés. — ¿Pero  qué  hace  usté?  Carramho; 
Vuélvame  usté  mi  sombrero. 

— Hombre,  no;  si  voy  á echárselo 
Al  matador. 

— ¿Qué,  no  tiene? 

Heme  usté,  estoy  resfriado. 

— Allá  va...  ¡Rafael,  Rafael! 

El  Inglés. — Usté  tendrá  que  pagarlo. 

— Ya  tiene  usté  aquí  el  sombrero. 

— Mire  usté  que  pisoteado. 

¿Y  la  petaca?... 

— Eso  no; 

Porque  ese  ha  sido  un  regalo 
Que  usté  le  hace. 

— Muchas  gracias; 
Adiós,  señores,  me  marcho. 

— Vaya  usté  con  Dios,  sarasa. 

¡ Qué  baile ! 

— ¡ Vaya  un  bromazo! 

— Sentarse,  que  sale  el  toro. 

— Hombre,  mire  usté  á aquel  palco 
Que  pié  asoma. 

— Muy  bonito. 

— Eli,  que  se  vé... 

— Ese  zapato... 

— Allí  se  matan. 

— No  es  nada. 

— Hombre,  vaya  un  naranjazo 


202 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Que  le  lian  pegado  á aquel  viejo. 

— Pues  allí  siguen  los  palos. 

— ¡Pastillas  y caramelos! 

■ — ¡Eli,  los  del  agua,  que  mancho! 

— Le  digo  á usté  que  esa  ha  sido 
Recibiendo. 

— No,  aguantando. 

— Que  sí. 

— Que  no. 

— Por  supuesto: 
Usté  será  de  Lagarto, 

Porque  entiende  usté  de  toros, 

Como  yo  de  pintar  patos. 

— Lagarto  es  mejor  que  nadie, 
Siempre  con  los  piés  paraos, 
y no  como  ese.. . 

— Silencio. 

— ¿Escribe  usté  en  El  Enano ? 

— Oiga  usté,  que  no  permito 
Esas  bromitas;  ¿estamos? 

— ¡Ay,  qué  miedo!...  Usté  perdone... 
— Que  le  largo  á usté  un  sopapo. 

— ¡Eli!...  que  se  pegan;  silencio. 

— No  lo  entiende  usté. 

— Al  cadalso. 

— Allí  está  el  doctor  Garrido... 

— ¿No  está  en  su  farmacia? 

— Claro. 

— ¿Tienes  ahí  la  panacea? 

— Hola,  doctor,  ¿cómo  vamos?... 

— Que  salude... 

— Que  se  vaya... 

— Doctor,  cura  ese  caballo. 

— Doctor,  cómprale  naranjas 
A ese  chico. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


203 


— Escucha,  Pablo; 
Bríndale  unas  banderillas 
A Garrido. 

— Bien,  muchacho; 

Buen  volapié  ha  sido  ese. 

— Rafael,  suplica  á tu  hermano 
Que  dé  al  toro  la  puntilla. . . 

¿No  ves?  Ya  lo  ha  levantado. 

— Una. 

— Dos. 

— ¡Qué  puntillero! 

—Tres. 

— ¡Al  corral! 

— ¡ Fuera ! 

— ¡ Cuatróóó ! 

— ¡ F uera  enterradores ! 

—Vaya, 

A la  quinta  lias  acertado. 

A ver  si  el  año  que  viene 
Te  contrata  el  empresario. 

Y así,  poco  mas  ó menos, 

Continúa  este  bromazo, 

Hasta  que  el  último  toro 
Se  lo  llevan  arrastrado. 


DE  EOS  TOEOS 


Y después  de  terminada 
La  corrida  felizmente, 

O de  otra  peor  manera, 


204 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Como  ocurre  algunas  veces, 

Vuelven  las  "entes  á casa. 

O 

Pero  ya  no  tan  alegres, 

Sino  mollinos  y roncos 
De  gritar  al  presidente, 

Y á los  toreros  maulones, 

Como  lo  son  casi  siempre. 

Cada  cual  defiende  un  lance 
l)e  capa,  ó alguna  suerte 
Del  torero  predilecto, 

Que  tiene  por  mas  valiente. 

— Porque  también  en  la  plaza 
Hay  partidos,  y eso  es  de  ene. 

Quién  recuerda  muy  contento, 

Que  lia  tropezado  en  un  pliegue 
De  la  capa  de  Frascuelo, 

Y le  lia  visto  hablar  de  frente; 

O jurar  á algún  piquero, 

O soplar  á Villaverde; 

Quién  cuenta  que  se  lia  lucido 
Diciendo  veinte  mil  pestes 
Al  presidente  porque 
No  mandó  poner  rehiletes; 

Quién  que  ha  dado  un  puro  á Pablo, 

Y así  sucesivamente; 

Afirmando  todos  que 

Mas  á los  toros  no  vuelven 
Hasta...  la  corrida  próxima, 

Que  es  lo  que  siempre  sucede. 

Y entre  tanto  los  toreros, 

Intactos  ó con  un  siete 
En  la  taleguilla , en  coche 
Van  á ver  á sus  mujeres, 

Que  esperando  su  regreso 
Están  rezando  impacientes, 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


205 


Y á la  Virgen  y á algún  santo 
Dos  ó tres  velas  encienden. 
Saliendo  bien  de  la  lidia, 

Ya  están  los  chicos  corrientes, 
Sin  tener  ocupaciones 
Hasta...  el  domingo  que  viene; 
Se  quitan  el  trajecillo, 

Y al  Imperial  á las  nueve, 

A contarse  la  corrida, 

Mirando  pasar  la  gente. 

Es  verdad  que  algunos  de  ellos 
En  la  misma  plaza  mueren; 

Mas  son  gajes  del  oficio, 

Que  con  tanto  gusto  tienen: 

Y mientras  haya  españoles, 
Habrá  toreros  muy  ternes, 

Que,  aprendiendo  en  los  novillos 
Que  es  donde  todos  aprenden, 

A lidiar  toros  de  libras 

Y toda  clase  de  reses, 

Ponen  después  unos  palos, 

Que  sirven  de  mondadientes 
Al  bicho,  pues  se  los  ponen 
En  la  boca  muchas  veces; 

Y luego,  con  los  de  puntas 

Y de  cinco  años  se  atreven, 

Y sufren  algún  puntazo 
En  el  sitio  que  mas  duele; 

Mas  tarde,  salir  consiguen 
A provincias,  á Albacete 
Por  ejemplo,  y á la  postre 
A la  villa  y córte  vienen 
Con  un  torero  de  invierno, 

Que  á torear  se  compromete 
En  verano,  y ya  está  el  chico 


TOMO  I, 


26 


206 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


Dando  que  hablar  á la  gente, 
Hasta  qne  la  alternativa 
Una  tarde  le  conceden, 

Y contrata  su  cuadrilla, 

Y es  espada  que  promete; 
Pero  yo  opino  que,  al  cabo, 
La  afición  ha  de  perderse, 

Y se  acabarán  los  toros, 

Y los  toreros — se  entiende; — 
Quedando,  á lo  sumo,  para 
Que  esta  proeza  recuerde, 
Algún  cuadro  de  Valdivia, 
Ilustrando  las  paredes, 


por  D.  Luis  Ricardo  Fors. 


ste  tipo  es  exclusivamente  de  hoy.  Carece  de  equivalente 
entre  los  tipos  de  otros  tiempos. 

No  es  el  lechuguino,  ni  el  currutaco,  ni  el  petrimetre, 
ni  siquiera  el  clandy. 

Todos  estos  denotan  un  sér  que  raya  en  lo  ridículo  por 
la  exageración  de  la  moda  en  su  vestido. 

El  gomoso  lleva  su  exageración  y ridiculez  no  solo  al  modo  de 
vestirse  v presentarse,  sino  hasta  á la  manera  de  proceder  y pensar. 

Los  antiguos  currutacos  y petrimetres  eran  risibles  por  fuera... 
Los  gomosos  lo  son  por  fuera  y por  dentro. 

No  sabemos  á punto  fijo  el  origen  de  la  denominación  de  gomoso, 
porque  aun  cuando  se  derive  del  gommeux  francés,  esto  no  explica  la  causa  del 
calificativo. 


Gomoso  en  español,  ó gommeux  en  francés,  nada  nos  dice  sino  cosa  que  desti- 
la goma.  Tal  idea,  apropiada  al  tipo  de  que  nos  ocupamos,  no  expresa  con  pro- 
piedad y exactitud  la  vida,  costumbres  y extravagancias  del  gomoso. 

Para  formar  concepto  aproximado  de  ellas,  es  necesario  examinar  este  tipo 


208 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


cuando  se  presenta  en  público;  seguirle  hasta  el  menor  de  sus  movimientos; 
apuntar  aunque  sea  la  mas  insignificante  de  sus  palabras. 

El  gomoso  no  puede  confundirse  con  ningún  otro  tipo  de  los  (pie  pululan  en 
la  sociedad  moderna. 

Donde  se  vean  hombres  robustos,  figuras  de  verdaderos  hombres;  en  donde 
haya  actitudes  y costumbres  varoniles;  siempre  que  aparezca  desarrollo  en  la  es- 
tatura del  sexo  fuerte  y que  éste  se  presenta  con  todos  los  atributos  de  naturali- 
dad, fuerza,  sencillez,  espontaneidad  y desembarazo  peculiares  de  los  hombres,  es 
inútil  buscar  gomosos. 

El  gomoso  es  la  negación  de  todas  estas  cosas. 

Por  regla  general  (y  todas  las  reglas  generales  tienen  excepción),  el  gomoso 
es  lo  opuesto  á toda  apariencia  de  virilidad. 

Basta  analizar  al  gomoso,  para  convencerse  de  que  esto  es  innegable. 

Si  el  lector  vive  en  Madrid  y quiere  hacer  el  estudio  de  los  gomosos,  no  ha  de 
tomarse  mas  trabajo  que  permanecer  en  la  Carrera  de  San  Jerónimo,  delante  los 
cristales  de  Lhardy  ó en  cualquiera  de  las  Cuatro  Esquinas;  si  se  halla  en  Barce- 
lona basta  (pie  se  detenga  en  la  esquina  de  la  calle  de  Fernando  y la  Rambla;  si 
en  Sevilla,  en  la  calle  de  las  Sierpes  frente  al  Casino  Sevillano;  si  en  Lisboa,  en 
cualquiera  chanelaría  del  Ciliado;  si  en  París,  en  las  arcadas  del  Granel  Hotel;  si 
en  Londres,  en  el  crescent  de  Picadilly  ó en  las  salas  de  Símmson‘s  Divans  ó en 
los  aparadores  de  Ixcgcnt  Street;  si  en  la  Habana,  en  las  puertas  del  Louvre;  si  en 
Nueva- Yorck,  en  las  esquinas  de  la  Cuarta  Avenida;  si  en  Monaco,  frente  las  gradas 
del  Casino;  y en  todos  estos  lugares  y en  otros  equivalentes  de  otras  mil  poblacio- 
nes, puede  estar  seguro  de  que  no  pasará  cinco  minutos,  sin  que  se  ofrezca  á sus 
miradas  el  tipo  clásico  del  gomoso. 

Sus  señas  son  moríales. 

A primera  vista  diríase  que  el  sér  que  se  va  á examinar  es  un  siete-mesino; 
una  criatura  contrahecha  y enfermiza.  Pero  no  lo  es. 

Aquello  que  parece  todo  ésto,  es  la  personificación  auténtica  del  gomoso. 

Aquello  es,  como  dirían  los  ciegos  vendedores  de  calendarios,  el  verdadero  Za- 
ragozano. 

Lo  primero  que  llama  la  atención,  es  que  no  hay  un  gomoso  siquiera  que 
lleve  un  sombrero  á medida. 

El  sombrero  de  nuestro  tipo,  parece  hecho  casi  siempre  para  sugetos  mas  chi- 
cos que  él  ó para  cabezas  mas  pequeñas  que  la  suya. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


209 


La  ley  de  la  gomería  exige  que  el  viento  mas  insignificante  baste  para  llevar- 
se aquella  prenda  de  vestir.  Sin  embargo,  esta  contingencia  acontece  muy  rara- 
mente, porque  la  etiqueta  q ovnis  km  prescribe  que  el  cráneo  de  nuestro  héroe,  su 
cabello  y su  sombrero  constituyan  tres  cosas  distintas  y un  solo  conglomerado 
verdadero,  por  obra  y gracia  de  cierto  charol  ó pringue  que  acaba  por  convertir 
la  cabellera  en  parche  y el  sombrero  en  esclavo  de  los  cabellos. 

Lo  repetimos:  las  señas  son  mortales  y el  gomoso  no  es  susceptible  de  confu- 
sión con  ningún  otro  sér  humano. 

Le  acompaña  indefectiblemente  un  bastoncillo  cuyo  puño  hace  cambiar  cada 
mes,  para  que  parezca  siempre  un  bastón  nuevo;  no  puede  ir  sin  guantes  y raras 
veces  sale  á la  calle  sin  corsé. 

El  gomoso  debe  ir  prensado  y enguantado,  si  no  quiere  faltar  al  santo  y seña 
del  gremio  á que  pertenece. 

Sus  manos  han  de  competir  con  las  de  una  muchacha  y su  cuerpo  debe  lucir 
la  delgadez  de  cintura  mas  exagerada  que  sea  posible. 

Por  esto  el  gomoso  usa  guantes  hasta  para  ponerse  las  botinas  y se  lava  cien 
veces  al  dia  las  manos  con  pasta  de  almendras  y las  cubre  de  cascarilla  y leche 
cutánea. 

Por  esto  el  gomoso  se  encierra  en  un  verdadero  laberinto  de  ballenas  ó se  opri- 
me y ahoga  con  ajustadísimas  fajas  y cinturones  que  estrujan  su  talle,  le  ponen 
los  bofes  en  los  labios,  agolpan  la  sangre  á sus  carrillos  y le  adelgazan  por  abajo 
tanto  cuanto  le  abotargan  por  arriba,  dando  á su  pecho,  hombros  y espaldas  la 
apariencia  de  una  joroba  circular. 

Imagine  el  lector  la  clase  de  martirio  en  que  vive  el  gomoso,  lanzándose  por 
estos  mundos  de  Dios  duro  y envarado  como  cachiporra  de  tambor  mayor,  merced 
á las  operaciones  de  reforma  corporal  que  sufre,  para  presentarse  en  público  con 
todos  los  requisitos  que  caracterizan  la  benemérita  orden  de  que  forma  parte. 

Su  tipo  no  puede  despintarse  ni  confundirse. 

Visto  de  lejos,  siempre  nos  lia  hecho  el  efecto  de  un  tapón  de  botella  soste- 
niéndose por  la  parte  mas  estrecha. 

Visto  de  cerca,  lo  hemos  considerado  en  todas  ocasiones  como  un  hombre  re- 
ducido á la  dosis  mas  homeopática  posible  de  la  seriedad  del  género  humano,  ó, 
en  otros  términos,  nos  ha  parecido  siempre  una  cantidad  de  ridiculez  elevada  á 
todas  las  potencias  y ampliaciones  de  que  sean  capaces  los  mas  sabios  matemáti- 
cos de  la  tierra. 


210 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Podria  definirse  al  gomoso  diciendo  que  consiste  en  un  pedazo  de  insipidez 
humana  que,  principiando  por  algunos  ojos  de  gallo  oprimidos  en  un  par  de  botas, 
sube  y se  encarama  basta  un  mechón  de  pelos  que  se  escapa  por  debajo  de  las 
alas  de  un  sombrero. 

La  muestra  seria  siempre  la  prueba  palpable  de  la  definición. 

Anda  el  gomoso  con  un  vaivén  que  no  deja  duda  sobre  el  martirio  de  que  es 
víctima.  El  calzado,  la  moda,  el  furor  de  mostrar  unos  pies  distintos  de  los  que 
realmente  tiene,  hacen  de  nuestro  tipo  un  verdadero  émulo  de  las  damas  chinas. 

Toda  su  estatura  es  insignificante  y cuando  por  rarísima  excepción  su  talla  se 
parece  á la  de  los  hombres,  aparece  desfigurada  por  las  opresiones  á que  el  gomo- 
so sujeta  su  cintura,  ó desaparece  por  el  aire  afeminado  de  todo  su  sér,  empaque- 
tado entre  las  costuras  de  un  traje  destinado  á presentar  un  cuerpo  humano  con 
formas  completamente  distintas  de  las  que  realmente  tiene. 

La  exhibición  de  su  cuerpo  es  la  misión  sagrada  del  gomoso. 

Invierno  y verano  se  contonea  con  el  mismo  entusiasmo,  mostrando  por  pla- 
zas y calles  el  perfil  de  su  naturaleza  artificial. 

Los  abrigos  que  guarecen  del  frió  ó los  tejidos  ténues  que  contrarestan  el  ca- 
lor, están  para  él  prohibidos  por  completo. 

El  gomoso  anda  siempre  á cuerpo  gentil. 

Luce  su  cintura  aunque  tirite  de  frió  ó se  exponga  á una  pulmonía,  y no  deja 
su  corsé,  sus  fajas  ó sus  cinturones,  aunque  le  ahogue  el  sol  de  la  canícula  ó le 
asfixie  la  temperatura  del  ecuador. 

Tal  es  el  gomoso  visto  por  fuera. 

Añádanse  algunos  toques  mas  á la  pintura  y nadie  podrá  desconocerlo. 

Estos  toques  son  imprescindibles  porque  forman  las  insignias  consagradas  por 
el  gremio.  Consisten  en  la  flor  que  aparece  por  el  ojal  del  pecho,  las  cortinillas  de 
pelo  charolado  que  caen  sobre  la  frente,  y el  pañolito  de  puntas  de  colores  y per- 
fume de  heno  inglés  ó plantas  chinas,  que  asoma  por  el  bolsillo  del  costado  iz- 
quierdo. 

¡Ecce  Homo! 

Esto  acaba  el  retrato  del  gomoso  en  su  parte  de  perspectiva. 

Su  vida,  sus  clases,  su  carácter  y naturaleza  no  son  menos  dignas  de  darse  á 

luz. 

La  vida  del  gomoso  es  el  ocio. 

Generalmente  nuestro  tipo  es  un  vago,  pero  algunos  de  ellos  trabajan;  y como 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


211 


estos  ejemplares  son  rarísimos,  constituyen  la  excepción  de  la  regla  y no  pueden 
aspirar  á imprimir  carácter  en  el  gremio. 

El  gomoso  clásico  no  sabe  lo  que  es  levantarse  de  la  cama  antes  de  mediodía. 

Abandona  el  lecho,  emplea  de  dos  á tres  horas  en  las  operaciones  de  su  refor- 
ma personal,  y se  lanza  á la  calle  sobre  las  cuatro  de  la  tarde  en  invierno  y las 
seis  en  verano. 

Apénas  fuera,  acude  invariablemente  al  mismo  punto  de  reunión  en  que  sabe 
ha  de  hallar  á sus  colegas  de  gomeria.  Poco  á poco  va  engrosando  el  grupo,  y 
cuando  los  gomosos  se  consideran  falange  bastante  numerosa,  se  dedican  á hom- 
brear. 

El  gomoso  no  se  considera  hombre  sino  en  corporación. 

Solo,  no  sirve  sino  para  recibir  resignadamente  un  bofetón  de  cualquiera:  acom- 
pañado es  capaz  de  pegárselo  al  lucero  del  alba...  si  cree  que  el  lucero  del  alba 
no  ha  de  devolvérselo. 

Nada  hay  mas  digno  de  risa  que  esa  turba  de  siete-mesinos  de  pelo  charolado 
y violetas  en  el  ojal,  cuando  se  tropiezan  con  una  muchacha  tímida  ó algún  obrero 
de  pocos  años. 

Allí  de  los  piropos  verdes  para  la  primera  y de  las  provocaciones  para  el  se- 
gundo. 

Pero  aparece  entre  ellos  un  hombre  y hace  ademan  de  sacudir  mofletes...  Los 
gomosos  se  apartan  prudentemente  y,  en  menos  tiempo  del  que  se  necesita  para 
escribirlo,  desaparecen  del  alcance  de  la  mano  de  cualquiera  que  se  pare  delante 
de  ellos. 

De  noche  el  gomoso  suele  usar  bastón  de  estoque  y revolwer  de  seis  tiros; 
pero  á pesar  de  tales  utensilios  gratifica  al  sereno  ó al  vigilante  del  barrio,  para 
que  le  custodien  hasta  la  puerta  de  su  domicilio. 

El  acto  mas  importante  de  la  vida  de  nuestro  héroe  es  la  conquista  del  bello 
sexo. 

El  gomoso  cree  que  su  misión  en  la  tierra  es  seducir  todas  las  doncellas,  per- 
vertir todas  las  casadas  y enloquecer  todas  las  viudas.  Cuantos  actos  realiza  están 
encaminados  á obtener  el  amor  de  las  mujeres.  No  se  viste  sino  para  atraer  las 
miradas  de  aquellas  por  su  elegancia,  ni  habla  sino  para  convencer  al  bello  sexo 
de  sus  dotes  de  conquistador. 

El  gomoso  ignora  que  la  mujer  aborrece  el  afeminamiento  y adora  la  viri- 
lidad. 


212 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


Cree  que  seduce,  y aburre;  piensa  que  le  buscan,  y le  evitan;  está  convencido 
de  que  conquista,  y repugna;  y por  esto,  cuando  se  encuentra  en  lo  mas  elevado 
de  sus  ilusiones  y juzga  que  las  mujeres  mas  recatadas  y mas  difíciles  están  sub- 
yugadas á sus  atractivos,  suele  dar  en  el  gabinete  de  un  médico  especialista,  que 
le  convence  dolorosamente  de  sus  derrotas  platónico-sensuales. 

Si  el  gomoso  no  fuera  digno  de  lástima,  seria  cosa  de  diversión. 

Tiene  figura  de  hombre  y apenas  llega  á serlo;  habla  y no  dice  nada;  trata 
de  embellecerse  y se  hace  grotesco;  está  entre  hombres  y le  toman  por  mujer; 
alterna  con  mujeres  y lo  tratan  como  niño;  el  gomoso  es  un  quid  pro  quo  viviente, 
un  error  con  forma  humana,  un  sér  inútil  é inservible  que  come  y se  agita  en  el 
bullicio  humano,  porque  sí. 

Hay  quien  cree  en  la  existencia  de  varias  clases  de  gomosos,  pero  los  que  tal 
creen  lo  han  examinado  mal. 

Se  pretende  que  hay  gomosos  por  naturaleza  y gomosos  por  afición. 

Es  un  error. 

Desde  el  momento  en  que  el  hombre  se  hace  esclavo  del  corsé,  y se  pringa  la 
frente  con  los  mejungues  que  le  abrillantan  las  cortinillas  y rizitos  de  la  misma, 
y se  embadurna  de  cold-cream,  y se  baña  en  leche  de  Vénus,  y se  blanquea  ma- 
nos y cara  con  cascarilla  de  Yucatán  ó polvos  de  arroz  de  Riméis,  desde  que  hace 
todo  ésto,  y aprisiona  sus  piés  en  botitos  dignos  de  los  martirios  de  la  inquisición, 
y se  contonea  como  muchacha  por  las  calles,  y habla  con  voz  atiplada  á todas 
horas,  no  se  es  mas  que  gomoso  puro. 

Cuando  á tanto  se  llega,  es  que  se  lia  perdido  hasta  el  concepto  de  la  virilidad. 
Es  que  se  ha  desconocido  ya  toda  nocion  de  la  dignidad  y de  la  misión  del  hom- 
bre en  la  tierra. 

Los  individuos  que  se  encuentran  en  tales  condiciones  no  forman,  ni  pueden 
formar  otra  cosa,  que  una  familia  indivisa  é indivisible. 

La  familia  de  los  siete-mesinos  afeminados. 

Esta  familia  es  la  que  encierra  el  proto-tipo  de  la  gomería,  porque  retrata, 
asimila  y comprende  á todos  los  gomosos  en  una  sola  categoría  de  séres,  que  en 
todos  los  países,  bajo  todos  los  meridianos  y en  todas  las  zonas  del  globo,  equivale 
al  doctorado  en  imbecilidad  humana. 


EL  CAFÉ  IDE  LTTLIO  CÉSAR. 


por  D.  José  Navarrete. 


Sevilla 


ace  veinte  y tantos  anos,  en  la  mejor  ciudad  de  aquella 
tierra 

Donde  está  el  rumbo  á dos  cuartos 
Y la  sal  á muchos  menos, 

habia  (y  creo  que  aun  existe)  un  café,  llamado  como 
indica  el  epígrafe  de  este  artículo,  sin  duda  porque  á 

Julio  César  la  cercó 
De  muros  y torres  altas, 


á cuyo  café  concurrían,  por  tandas,  los  borradlos  procedentes  de 
todas  las  tiendas  de  montañés,  desde  las  doce  de  la  noche  basta  las 
cinco  de  la  mañana  en  verano,  y basta  las  seis  en  invierno. 

El  Café  cíe  Julio  César  estaba  situado  junto  á una  sombrerería,  donde  por  un 
napoleón  y el  viejo  se  daba  un  sombrero  nuevo,  en  la  calle  estrecha  de  Colon,  por 


TOMO  I, 


27 


214 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


la  que  se  va  desde  la  plaza  de  San  Francisco  á las  gradas  de  la  Catedral,  y era  un 
saloncillo  de  escasa  holgura,  bajo  de  techo  y ahumado,  cuya  decoración  consistía 
en  siete  ú ocho  mesas  de  pino,  sucias  y pringosas,  rodeada  cada  una  de  cuatro 
banquillos,  seis  candiles  colgados  en  la  pared,  el  mostrador  junto  á un  rincón  y 
una  ventana  que  solo  se  abría  en  ciertos  momentos  solemnes,  como  se  verá  luego. 

Sobre  una  mesa  del  mostrador  campeaba  un  gran  anafe  con  una  cafetera  hu- 
meante encima,  y en  fila  se  veían  las  tazas  y los  platos  de  loza  sevillana,  que  sa- 
llan no  mas  que  desconchados  de  la  prueba  de  arrojarlos  al  suelo  con  violencia, 
v las  copas  y las  botellas  de  aguardiente. 

El  café  se  confeccionaba  fuera  de  la  casa,  para  lo  cual  el  dueño  contrataba  las 
borras  y las  sobras  líquidas  de  otros  establecimientos  importantes.  Respecto  al 
aguardiente,  baste  con  decir  que  se  llamaba  arranca-ganóle  ó arrastra-gañote  por 
unos  v por  otros  ¡a  ¡ala,  origen,  sin  duda,  de  la  frase  usada  hoy  por  el  vulgo  de 
Sevilla  de  dar  la  lata,  que  significa  dar  una  desazón. 

Los  precios  subían  á una  mota  la  taza  de  café,  servida  desde  luego  con  leche 
y con  el  azúcar  (sin  cucharilla),  y un  cuarto  la  copa  de  aguardiente. 

El  amo,  Jeromo,  era  un  buen  mozo,  muy  sério,  con  el  pelo  echado  á la  cara 
y sin  ninguno  mas  en  ésta;  con  fama  de  valiente,  y constando  en  su  hoja  de  ser- 
vicios haber  vendido  boquerones  en  Málaga  y pertenecido  tres  años  al  Fijo  de 
Ceuta.  Tenia  por  dependientes  á dos  chicos  montañeses,  colorados,  lustrosos,  y 
siempre  en  mangas  de  unas  camisas  muy  sucias:  se  llamaban  Perico  y Ventura. 

En  la  parroquia  figuraban  gitanos  de  la  Cava  de  Triana,  verduleros  de  la  Ma- 
carena, barrileros  de  la  Carretería,  torerillos  de  San  Bernardo,  cocheros  de  los 
carruajes  de  Palacios  y de  Ferrer,  y algunos  señoritos,  militares  y paisanos  del 
casino  de  la  plaza  del  Duque,  que,  después  de  correrla  toda  la  noche,  cenaban 
mariscos,  riñones  y manzanilla  en  las  tiendas  de  Lorenzo,  de  Valvanera,  ó de 
Montes,  oyendo  cantar  á Silverio,  á Piedra  y á Sartorius,  yendo  después  al  baile 
de  Miguelito  Barrera  y por  último  á visitar  los  corredores  y las  alcobas  de  otros 
establecimientos  de  las  calles  de  Velazquez  y de  Santa  Justa  y de  los  callejones 
de  San  Francisco  de  Paula,  cayendo  á las  tres  ó las  cuatro  de  la  madrugada  en 
el  Café  de  Julio  César  á tomar  la  espuela,  ó sea  la  última  copa  de  aguardiente. 

Siendo  la  casa  pequeña  y reducidos  los  precios,  lo  que  á Jeromo  le  convenia 
era  despachar  mucho,  y para  ello,  que  los  concurrentes  no  se  eternizaran  en  las 
mesas,  contando  valentías,  ó templándose  con  la  ronquera  del  alcohol,  para  can- 
tar unas  serranas  como  Paco  el  Sevillano,  que  es  hoy  el  primer  canlaor  de  polos, 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


215 


cañas  y seguidillas  y que  ya  entonces,  con  su  clara  y extensa  voz  y su  primoroso 
estilo,  era  el  regocijo  de  la  afición  y la  esperanza  de  Molina  y de  Perico  er  pelao. 

— Vamos,  caballeros,  vamos,  que  es  tarde, — decia  Jeromo  con  aquella  grave- 
dad del  asno  que  le  era  peculiar,  recorriendo  el  cafetín  cuya  atmósfera  podia  cor- 
tarse.— Vamos  allá,  vamos  allá,  que  hay  mucha  gente  esperando  á la  puerta. 

Después  de  una  pausa,  anadia  dirigiéndose  al  montañesillo  que  estaba  de  en- 
tra y sal  con  las  cafeteras: 

— ¿Has  cobrado,  niño? 

En  las  primeras  horas,  solia  el  pueblo  atender  las  intimaciones  de  Jeromo  y 
despejar  el  salón;  pero  allá,  á las  tres  ó las  cuatro  de  la  mañana,  sobre  todo  si 
hacia  frió,  era  imposible  hacer  salir  de  allí  aquella  piara  de  curdas  (como  decia 
un  amigo  mió.)  que  disputaban  á gritos,  golpeaban  las  mesas,  se  desafiaban, 
querian  convidar  á todo  el  mundo  sin  un  ochavo,  y ofrecían  en  suma,  uno  de  los 
cuadros  mas  repugnantes  que  puedan  imaginarse. 

Cuando  Jeromo  (después  de  hecha  la  recaudación)  conocía  que  por  la  buena 
tenia  el  pleito  perdido,  se  retiraba  detrás  del  mostrador  y le  decia  á uno  de  los 
dependientes: 

— Niño,  el  sahumerio. 

El  chiquillo  cogia  una  cazuela  que  estaba  en  un  rincón;  echaba  en  ella  con  los 
dedos  unas  áscuas  del  anafe  y sobre  las  áscuas  unos  polvos  que  tenia  en  un  papel  que 
sacaba  del  bolsillo  y que  levantaban  en  seguida  una  humareda  espesa  de  un  olor 
fuerte,  acre,  picante,  nauseabundo,  pegajoso,  insoportable,  y daba  una  vuelta  por 
el  saloncillo  con  la  cazuela  en  la  mano,  agitándola,  como  quien  inciensa,  al  pa- 
sar junto  á cada  mesa  y aumentando  la  dosis  de  polvos  cuando  echaba  poco  humo. 

Era  digno  de  pintarse  el  aspecto  que  ofrecia  entonces  el  café:  los  borrachos 
empezaban  á toser,  á estornudar,  á escupir,  á lanzar  imprecaciones,  á dar  arca- 
das, á pedir  aire,  á querer  matar  al  montañés  que  les  daba  er  jumaso,  como  ellos 
decian  y que  se  retiraba  detrás  de  Jeromo,  que  en  aquellos  momentos  tenia  siempre 
el  cuchillo  á mano;  y por  último,  dándose  empellones,  se  lanzaban  en  tropel  á 
coger  la  puerta,  so  pena  de  ahogarse,  echando  ya  algunos  los  hígados  por  la  boca. 

Después  abria  el  chiquillo  la  ventana  y entraba  otra  tanda  de  borrachos. 

Nadie  pudo  averiguar  nunca  qué  sustancias  químicas  componían  aquellos 
polvos  infernales.  Jeromo  decia  que  le  habia  dado  el  secreto  un  boticario  del  Per- 
chel; y seria  conveniente  conocerlo,  porque  el  tal  sahumerio  lo  están  pidiendo  á 
voces  algunos  lu  gares  que  no  son  el  Café  de  Julio  César. 


por  D.  Miguel  Tejera. 


os  usos  y costumbres  de  una  nación  son  indudablemente 
el  resultado  de  las  influencias  que  tienen  sobre  el  hombre 
el  clima,  las  producciones  de  la  naturaleza,  la  situación 
geográfica,  las  leyes,  los  gobiernos,  y las  relaciones  con 
los  demás  habitantes  de  la  tierra. 

Así  vemos  las  tres  zonas  en  que  naturalmente  está  dividida  Ve- 
nezuela, pobladas  de  gentes  cuyos  usos  y costumbres  difieren  bas- 
tante entre  sí. 

En  la  zona  agrícola,  el  hombre  vive  al  abrigo  de  suaves  climas; 
los  feraces  terrenos  que  posee,  le  dan  tempranas  y abundantes  cose- 
chas; escasa  industria  le  basta  á recoger  cuantioso  producto  de  las 
plantas  generosas  que  prosperan  en  sus  vírgenes  comarcas,  sin  el  trabajo  de  sus 
manos;  y mas  que  los  otros  habitantes  del  país,  puede  estar  en  roce  con  los  ex- 
tranjeros que  vienen  á Venezuela. 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


217 


A esta  reunión  de  favorables  circunstancias  es  á lo  que  se  debe  el  que  la  ma- 
yoría de  la  población  habite  esta  hermosa  parte  del  territorio  de  la  República  . En 
ella  se  hallan  las  principales  ciudades  y casi  todas  las  industrias  que  dan  vida  al 
comercio  interior  y exterior. 

Los  hijos  de  estas  regiones  gustan  de  la  sociedad;  y así,  se  les  vé  plantar  sus 
chozas  cerca  de  las  de  sus  vecinos  en  lugares  convenientes,  tanto  para  atender  á 
sus  plantaciones  ó estar  cerca  del  lugar  de  su  trabajo,  como  para  prestarse  mutuo 
auxilio  en  caso  de  necesidad,  y reunirse  los  dias  feriados  á bailar  y divertirse  al 
compás  de  sus  guitarras  y maracas.  Se  nota  en  ellos  alguna  falta  de  apego  al  tra- 
bajo, cosa  que  se  comprende  al  considerar  la  facilidad  con  que  adquieren  la  sub- 
sistencia. Son  muy  amigos  de  diversiones  y les  encanta  la  música,  que,  como 
dice  Baralt,  es  «afición  y embeleso  del  venezolano.»  Son  crédulos,  hospitalarios, 
valerosos,  de  clara  inteligencia,  y muy  fáciles  de  impresionar  por  medio  de  la  pa- 
labra; de  suerte  que  casi  todos  los  trastornos  políticos  que  después  de  la  indepen- 
dencia han  azotado  á Venezuela,  han  tenido  su  base  en  la  región  agrícola  del 
país,  debido  esto  sin  duda  á la  influencia  ejercida  sobre  ellos  por  los  hombres  que 
han  proclamado  en  el  país  doctrinas  diversas. 

En  los  centros  de  población  se  conservan  las  costumbres  de  los  antiguos  colo- 
nizadores, con  algunas  modificaciones  que  necesariamente  ha  introducido  el  cons- 
tante trato  con  los  extranjeros  y sobre  todo  el  cambio  de  las  instituciones  despóti- 
cas y degradantes  de  la  colonia,  por  las  sábias  leyes  que  inspira  la  libertad.  Bajo 
la  dominación  española  era  el  pueblo  absolutamente  pobre,  fanático,  y mas  que 
ésto,  ignorante;  las  altas  clases  de  la  sociedad,  supersticiosas,  llenas  de  vanidad  y 
sin  instrucción  alguna;  apénas  uno  que  otro  virtuoso  varón  se  dedicaba  al  estu- 
dio, y miraba  con  desden  los  títulos  y miserias  en  que  ponian  todas  sus  aspira- 
ciones aquellas  desdichadas  gentes.  Hoy,  no  obstante  las  sangrientas  y desastro- 
sas luchas  que  ha  soportado  Venezuela,  el  pueblo  tiene  ideas  generales  de  las 
cosas,  aspira  á instruirse,  y acaso  es  uno  de  los  menos  fanáticos  de  América. 

La  alta  sociedad  no  tiene  hoy  que  envidiar  en  su  cultura  á la  de  los  países 
mas  adelantados:  la -finura  de  sus  maneras,  la  franqueza  de  su  trato  y la  cumpli- 
da caballerosidad  y gentileza  que  presiden  á todos  sus  procederes,  hacen  de  ella 
el  encanto  de  los  extranjeros  que  la  frecuentan,  y la  admiración  de  los  viajeros. 

Pero  hay  algo  que  es  mas  honroso  que  todo  esto  para  los  habitantes  de  esta 
zona,  y es  el  espíritu  filantrópico  que  se  descubre  en  toda  clase  de  gentes.  Incli- 
nados por  naturaleza  á la  práctica  del  bien,  son  caritativos,  generosos,  y miran 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


218 

como  un  deber  ofrecer  sincera  hospitalidad  á quien  la  lia  menester.  En  los  viajes 
que  liemos  tenido  ocasión  de  hacer  por  las  principales  poblaciones,  ¡ cuántas  veces 
hemos  admirado  prácticas  sublimes  inspiradas  por  tan  bellas  cualidades ! Estando 
en  Ciudad  de  Cura,  vimos  caer  de  su  caballo  á un  viajero,  arrojando  sangre  por 
la  boca;  pocos  instantes  después  estaba  rodeado  de  numerosas  personas  del  vecin- 
dario, que  se  disputaban  el  gusto  de  ponerle  á su  cuidado.  Llevóle  al  fin  á su 
casa  aquel  que  podía  ofrecerle  mas  comodidades,  y allí  fué  colmado  de  atenciones 
aquel  desconocido,  durante  tres  meses,  como  si  fuera  uno  de  los  miembros  de  la 
familia. 

En  Valencia  se  enfermó  gravemente  uno  de  los  amigos  con  quienes  habíamos 
ido  á aquella  ciudad.  Apénas  llevábamos  allí  seis  dias,  y todas  nuestras  relacio- 
nes'estaban  reducidas  á la  señora  de  la  casa  en  que  nos  habíamos  alojado;  mas, 
sabido  por  los  vecinos  lo  que  pasaba,  vinieron  á ofrecernos  sus  servicios,  y no 
contentos  con  ésto,  acudieron  á la  habitación  del  enfermo,  y ayudaron  eficazmen- 
te á la  bondadosa  dueña  de  la  casa,  que  trataba  de  que  nada  faltase  á nuestro 
amigo. 

Quisiéramos  citar  aquí  muchos  otros  casos  como  estos  que  hemos  presenciado; 
pero  siendo  para  ello  estrecho  el  espacio  de  que  podemos  disponer,  nos  abstenemos 
de  hacerlo. 

En  tiempo  del  coloniaje  y aun  algunos  años  después,  tratábase  á los  jóvenes 
con  suma  dureza  y barbaridad  en  las  escuelas,  colegios  y aun  en  la  casa  paterna. 
Basados  los  padres  y preceptores  en  aquel  funesto  adagio,  de  que  la  letra  con  san- 
gre enira,  castigaban  con  azotes  y con  palos  las  faltas  de  la  juventud,  y llegaba 
esta  barbaridad  á ejercerse  hasta  en  mozos  de  veinte  y mas  años.  Cuáles  fuesen 
los  frutos  de  semejante  tratamiento,  no  hay  para  qué  decirlo.  Pero  al  fin,  la  liber- 
tad, «alma  de  lo  bueno,  de  lo  bello  y de  lo  grande,»  brilló  al  cabo  sobre  la  pátria 
nuestra;  y á su  benéfica  luz  han  desaparecido  aquellos  menguados  hábitos  de  la 
esclavitud. 

¡Cuán  grande  y generosa  debió  de  ser  aquella  generación  de  héroes,  que,  á 
pesar  de  haber  crecido  bajo  tan  funestas  prácticas,  pudo  tener  la  virtud  y cons- 
tancia necesarias  para  redimir  la  pátria  de  la  mas  afrentosa  servidumbre,  y que 
sacándola  oscura  y ensangrentada,  de  manos  de  sus  terribles  dominadores,  nos  la 
legó  libre,  gloriosa  y llena  de  las  mas  bellas  esperanzas! 

Antes  amaba  el  hijo  á su  padre  como  á una  especie  de  deidad  amenazante,  y 
casi  puede  decirse  que  solo  le  temía;  hoy  le  profesa  respeto  y entrañable  amor. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


210 


Nunca,  en  aquellos  dias  del  pasado,  se  hubiera  atrevido  un  joven  á manifestar  á 
sus  padres  los  secretos  de  su  corazón;  habia  de  buscar  entre  sus  amigos,  persona 
en  quien  depositar  sus  íntimos  sentimientos,  y á quien  pedir  consejo  en  los  tran- 
ces peligrosos  en  que  á veces  se  empeña  la  incauta  juventud. 

Afortunadamente  esto  ha  desaparecido,  y al  presente  los  padres  son  los  mejo- 
res amigos  de  sus  hijos,  y casi  siempre  sus  mas  íntimos  consejeros;  reinan  sobre 
ellos  por  el  dulce  imperio  del  amor,  y cuando  se  ven  en  la  dura  necesidad  de  cas- 
tigarlos, tratan  de  evitar  toda  pena  corporal  desde  que  el  niño  ha  entrado  en  el 
uso  de  la  razón;  comprendiendo  muy  bien  que  no  se  inspiran  sentimientos  delica- 
dos, ni  se  inclina  al  cumplimiento  del  deber  por  medio  de  la  dureza  del  castigo, 
sino  despertando  en  los  tiernos  corazones  aquellas  ideas  de  dignidad  y de  decoro, 
que  son  la  mas  sólida  base  de  la  rectitud  de  la  razón. 

En  el  pueblo  inculto,  aun  se  hace  uso  de  los  azotes  para  castigar  á los  hijos, 
pero  no  con  frecuencia;  y se  nota  afortunadamente  que  esta  odiosa  costumbre  va 
desapareciendo. 

En  los  colegios  particulares  se  conserva  todavía  el  uso  de  la  palmeta,  pero  no 
se  aplica  generalmente  sino  á los  niños  de  ocho  á doce  años.  También  se  observa  una 
decidida  tendencia  á extinguir  esta  especie  de  castigo,  y es  de  esperar  que  dentro 
de  pocos  años  ya  no  exista. 

Los  que  habitan  las  llanuras  son  muy  diferentes  en  todos  sus  hábitos.  El  cli- 
ma abrasador  en  que  viven,  la  lucha  constante  que  sostienen  con  los  elementos  y 
las  fieras,  y las  largas  marchas  que  hacen  desde  muy  temprana  edad  por  las  de- 
siertas pampas,  ya  á pié,  ya  á caballo,  les  dan  una  fuerza  muscular  prodigiosa  y 
una  destreza  y agilidad  extraordinarias. 

Hijo  del  cruzamiento  de  las  razas  española,  indígena  y africana,  el  llanero  es 
de  tez  morena,  de  regular  estatura,  delgado,  y de  una  musculatura  muy  bien 
desarrollada.  El  es,  como  ha  dicho  el  señor  J.  M.  Samper  «el  lazo  de  unión  entre 
la  civilización  y la  barbarie,  entre  la  ley  que  sujeta  y la  libertad  sin  freno  moral: 
entre  la  sociedad  con  todas  sus  trabas  convencionales  mas  ó menos  artificiales,  y 
la  soledad  imponente  de  los  desiertos  donde  solo  impera  la  naturaleza  con  su  in- 
mortal grandeza  y su  solemne  majestad.» 

El  llanero  es  enemigo  de  residir  en  las  ciudades;  cuando  se  halla  en  ellas  se 
juzga  aprisionado.  Solo  le  es  grato  vivir  en  sus  desiertos,  gozando  de  aquella  gran- 
diosa perspectiva  que  ofrecen  las  interminables  llanuras  cubiertas  de  gramíneas 
gigantescas.  Amante  de  la  soledad,  construye  su  choza  á orillas  de  los  rios  ó de 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


los  caños,  donde,  con  solemne  pompa,  alzan  innumerables  palmeras  su  magnífico 
follaje.  Su  compañero  inseparable  es  el  caballo:  tómalo  al  atajo  en  las  sabanas 
desde  potro,  lo  doma  con  arte  peregrina,  y enseñándole  á secundar  todos  sus  es- 
fuerzos en  la  terrible  lucha  que  constantemente  sostiene  con  las  fieras,  lo  liace 
su  verdadero  amigo  en  el  desierto. 

Pobre  en  extremo,  no  siempre  tiene  los  necesarios  aparejos;  así,  se  le  vé  á 
veces  saltar  sobre  su  caballo  en  pelo,  y atravesar  las  llanuras  á todo  escape,  en- 
lazando con  suma  precisión  toros  corpulentos  y bravios,  ó derribándolos  por  la 
cola.  Otras,  se  lanza  en  las  ciénagas,  en  los  caños  ó en  los  rios  caudalosos  y los 
atraviesa  á nado,  defendiéndose  con  gran  destreza  y artificio  del  enjambre  de  cai- 
manes y peligrosos  cocodrilos  que  pueblan  aquellas  aguas.  Sin  embargo,  en  mu- 
chas ocasiones  arrostra  el  ¡lanero  con  todo  linaje  de  peligros  aun  sin  la  compañía 
de  su  caballo,  sin  mas  ayuda  que  su  astucia  y su  vigorosa  constitución;  y tenien- 
do por  únicas  armas  una  lanza,  un  sable  ó un  cuchillo,  triunfa  de  los  feroces  ti- 
gres que  amenazan  constantemente  los  ganados;  y aun  sin  arma  de  ninguna  es- 
pecie aguarda  tranquilamente  la  acometida  del  mas  bravo  toro,  y haciendo  uso 
de  su  cobija  «lo  capea  con  singular  donaire  y brío.» 

Tal  género  de  vida  hace  que  el  llanero  sea  por  demás  astuto  y cauteloso,  ene- 
migo de  toda  sujeción  y servidumbre. 

«Ama,  como  su  verdadera  y única  patria,  las  llanuras.  A ellas  se  acostumbra 
fácilmente  el  habitador  de  montañas,  pero  fuera  de  ellas  sus  hijos  hallan  estrecha 
la  tierra,  el  agua  desabrida,  triste  el  cielo.» 

«Injustamente  se  le  lia  comparado  en  todo  con  los  beduinos.  El  llanero  jamás 
hace  traición  al  que  en  él  se  confía,  ni  carece  de  fé  y honor  como  aquellos  bandi- 
dos del  desierto;  debajo  de  su  techo  recibe  hospitalidad  el  viajero,  y ordinaria- 
mente se  le  vé  rechazar  con  noble  orgullo  el  precio  de  un  servicio.  No  puede 
decirse  de  él  que  sea  generoso;  mas  nunca  por  amor  al  dinero  se  le  lia  visto  pros- 
tituirse, como  raza  proscrita,  á villanos  oficios.»  (1) 

No  es  como  muchos  lian  querido  pintarle,  feroz  en  sus  venganzas,  ni  despro- 
visto de  toda  piedad  para  con  sus  enemigos.  Por  naturaleza  intrépido  y lleno  de 
un  espíritu  belicoso,  es  temible  en  la  contienda,  pero  sabe  perdonar  á los  rendi- 
dos. Si  alguna  vez  comete  con  ellos  actos  de  crueldad,  débelo,  no  á su  propia 
inclinación,  sino  á la  influencia  que  sobre  él  ejerza  algún  caudillo  sanguinario. 
En  su  corazón  afianza  sus  raíces  la  gratitud,  como  una  planta  bendita;  y así  vé- 


(1)  Baralt  y Diaz,  Resúmen  de  la  historia  de  Venezuela. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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sele  consagrar  con  todo  desprendimiento,  á ser  útil  en  lo  posible  ú su  bienheclior. 
«Como  creyente,  nace,  vive  y muere  á su  modo,  sin  cuidarse  del  cura  ni  del  sa- 
cristán;» (1)  y como  ciudadano,  mira  con  indiferencia  las  leyes,  desprecia  al  que 
no  puede  soportar  una  vida  como  la  suya;  pero  cuando  llega  la  hora  en  que  oye 
la  voz  de  la  libertad  que  le  llama  á sus  filas,  siempre  le  halla  listo  para  sacrifi- 
carse por  ella. 

Sus  costumbres  y trabajos  le  hacen  el  soldado  aguerrido  de  las  llanuras. 
«Prácticos  del  terreno  y la  movilidad  que  les  proporciona  su  ligero  equipaje,  los 
hombres  de  los  llanos  no  pueden  ser  vencidos  sino  por  hombres  de  los  llanos,  y 
Venezuela  tiene  en  aquellas  inmensas  sabanas  y en  el  pecho  de  sus  valerosos  hi- 
jos el  mas  firme  baluarte  de  la  independencia  nacional.»  (2) 

Y ¡ cosa  admirable ! todas  estas  condiciones  une  el  llanero  la  de  ser  poeta, 
músico  y gracioso  galanteador  de  la  mujer. 

A veces  se  le  vé  á la  pálida  luz  de  la  luna  y bajo  alguna  erguida  palma,  en- 
tonando peregrinas  trovas  al  compás  de  su  guitarra;  otras,  bajo  su  choza  y en 
medio  de  sus  joropos  y fandangos,  improvisa  al  son  de  su  bandola,  con  admirable 
gracia  y facilidad,  largos  romances  ó chistosas  coplas.  Cuando  marcha  condu- 
ciendo los  ganados,  entona  un  canto  dulce  y melancólico  que  parece  una  tierna 
queja  ó un  lánguido  suspiro,  con  el  cual  los  guia  por  aquellas  inmensas  soleda- 
des. Diríase  al  ver  la  poderosa  influencia  que  ejerce  por  este  medio  sobre  su  re- 
baño, que  hay  en  la  armonía  de  su  voz  algo  de  mágico. 

Tal  es  el  llanero;  tipo  original  que  reúne  á la  vez  las  costumbres  tártaras  y 
árabes,  y los  sentimientos  dignos  que  exigen  la  hospitalidad,  la  gratitud,  el  des- 
prendimiento y el  patriotismo. 

En  la  zona  de  los  bosques,  el  suelo  agreste  é inculto,  cubierto  de  impenetra- 
bles selvas  donde  apénas  se  oye  el  rugido  de  las  fieras,  el  silvido  de  los  vientos, 
el  murmurio  de  los  torrentes  ó el  variado  canto  de  las  aves,  tiene  una  nran  seme- 
janza  con  el  hombre  que  la  habita.  Rudo  é inculto,  vive  de  la  pesca,  de  la  caza 
ó de  las  frutas  silvestres  que  le  ofrecen  las  vírgenes  comarcas  en  que  mora;  y sin 
cuidados  que  le  angustien,  «pasa  la  vida  dormitando  al  dulce  murmurio  de  sus 
palmas.» 

Unos  construyen  sus  propias  chozas  á orillas  de  los  rios  y bajo  la  magnífica 
arboleda  que  las  cubre;  otros  forman  pequeños  pueblecillos  en  apartados  y deli— 

(1)  J.  M.  Samper. 

(2)  Codazzi,  Geografía  de  Venezuela. 

tomo  i. 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 

ciosos  lugares,  y se  entretienen  tejiendo  chinchorros  y hamacas  que  adornan  ele- 
gantemente con  ricas  plumas  de  variados  colores;  otros,  en  fin,  viven  errantes  en 
selvas  desconocidas. 

Los  guaharibos,  blancos  de  color  y pequeños  de  estatura,  moran  en  la  fértil 
región  donde  tiene  sus  vertientes  el  caudaloso  Orinoco.  Los  piaroas,  macos,  ma- 
poyes y otros  de  condición  apacible  y amigos  de  la  agricultura,  viven  tranquila- 
mente en  las  selvas  del  Sipapo,  del  Cuchivero,  del  Padamo  y del  V entuari  y otros, 
construyendo  sus  chozas,  en  aquella  comarca  verdaderamente  privilegiada,  en 
donde  á la  naturaleza  le  plugo  establecer  el  sistema  de  aguas  negras  que  no  crian 
ningún  insecto. 

Los  guaicas,  también  blancos,  viven  sobre  el  Ocamo,  Matacuna  y Manaviche; 
célebres  por  el  uso  del  curare,  y enemigos  acérrimos  de  los  guaharibos . 

Tribus  errantes  habitan  las  márgenes  del  Caroni  y el  Caima,  sin  que  tengan 
otros  medios  de  subsistencia  que  la  pesca,  la  caza  ó las  frutas  silvestres.  Otras  se 
hallan  diseminadas  entre  la  sierra  Imaca  y el  Cuy  uní;  y allá,  en  el  pantanoso 
delta  del  Orinoco,  vive  la  nación  guarauna,  amiga  del  comercio  y que  comienza 
va  á reunirse  en  pequeños  pueblos. 

Numerosas  tribus  se  hallan  diseminadas  á las  orillas  de  los  rios  y en  medio 
de  las  selvas. 

Lástima  es  que  los  gobiernos  que  ha  tenido  hasta  hoy  Venezuela,  hayan  des- 
cuidado completamente  la  digna  obra  de  civilizar  por  medios  eficaces  á esta  parte 
de  los  habitantes  de  la  República.  Esos  séres  desdichados,  cuya  suerte  se  ha  visto 
con  tal  indiferencia,  reliquia  verdadera  de  los  antiguos  poseedores  de  nuestro  fe- 
cundo suelo,  ¿son  acaso  indignos  de  que  hagamos  de  ellos  miembros  útiles  á la  so- 
ciedad, ó creemos  que  deben  civilizarse  por  sí  mismos  ó con  el  solo  influjo  que  sobre 
ellos  pueda  ejercer  uno  que  otro  viajero  que  se  interna  en  aquellas  soledades? 

En  los  años  que  tiene  Venezuela  de  haberse  constituido  en  nación  indepen- 
diente, acaso  ha  venido  á la  mente  de  los  gobernantes  la  idea  justa  de  propender 
á la  civilización  de  los  bárbaros  que  aun  habitan  parte  del  país,  como  una  espe- 
ranza bella,  pero  irrealizable. 

¡Gloriosa  administración  aquella  bajo  cuyos  auspicios  se  lleve  á cabo  la  civi- 
lización de  esos  indígenas,  vistos  hasta  hoy,  para  mal  de  la  pátria,  con  tanto 
abandono ! Las  generaciones  venideras  bendecirán  su  nombre  con  religiosa  gra- 
titud y tal  obra  será  considerada  para  nuestra  pátria  como  una  segunda  y no  me- 
nos gloriosa  emancipación. 


por  D.  Cecilio  Navarro. 


odo  el  que  tiene  comezón  de  hablar  y habla  sin  ton  ni  son, 
ó mucho  y sin  sustancia,  es  lo  que  en  buen  castellano  se 
llama  charlatán. 

En  esta  acepción  genérica,  pueden  ser  charlatanes,  sin 
permiso  de  nadie,  cuantos  tengan  esa  aptitud  ó Unjo  de  irse 
por  la  boca,  como  por  ejemplo,  el  leguleyo,  el  politiqueante,  el 
filosofastro,  el  medicastro,  el  poetastro,  y demás  profesores  de  la 
misma  desinencia  ó capacidad. 

Pero  el  carácter  típico,  el  tipo  y aun  prototipo  histórico,  el 
charlatán  técnico,  auténtico,  licenciado,  licencioso,  es  necesaria 
y fatalmente  sacamuelas. 

Este  tipo,  verdaderamente  popular,  sino  elocuente,  locuaz;  sino  discursista, 
verboso;  sino  razonador,  palabrero;  siempre  un  tipo  perfectísimo,  dentro  de  su 
misma  imperfección,  viene  á ser  un  brote  ubérrimo,  lujurioso  ó lujuriante,  como 
se  dice  en  galliparla,  y de  todas  maneras  un  gérmen  perdido  por  su  misma  fe- 
cundidad en  el  jardin  de  la  oratoria. 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


d no  se  hubiera  perdido,  sino  que  liabria  llegado  á ser  disertísimo  orador,  si 
como  se  consagró  á sacar  muelas,  se  hubiera  consagrado  el  charlatán  á meter 
ideas  en  la  cabeza. 

Pero  es  un  tipo  vano,  vacío. 

A no  puede  ser  otra  cosa,  si  ha  de  ser  charlatán  en  la  máxima  expresión  ó 
profesión  de  sacamuelas. 

El  tipo  no  es  ni  puede  ser  exclusivamente  español,  es  universal.  Allí  donde 
hay  hombres,  hay  necesariamente  muelas.  No  hay  que  seguir  la  inducción.  ¿Ha- 
brá quien  dude  que  donde  hay  muelas,  surge  naturalmente  la  necesidad  de  un 
profesor  que  saque  las  buenas  y deje  las  malas? 

Hásenos  escapado  aquí  una  equivocación.  No  la  salvamos,  sin  embargo:  á ve- 
ces se  expresa  mejor  el  concepto,  diciéndolo  al  revés. 

Sea  de  esto  lo  que  quiera,  el  sacamuelas  fué  siempre  una  necesidad  sentida,  y 
lo  que  es  necesario  se  cumple  siempre  en  la  historia,  por  decirlo  así,  diciéndolo 
también  con  ínfulas  oratorias. 

Hay,  pues,  y no  puede  menos  de  haber  en  todas  partes,  honorables  sacamue- 
las. 

Pero  el  tipo  aleman  se  pierde,  no  ya  por  lo  facundo,  sino  por  lo  vulgar  ó re- 
gular, como  quiera  que  es  un  profesor  que  saca  muelas,  como  el  herrero  clavos: 
zahnlrecher , arrancador  de  dientes,  nombre  que,  dicho  sea  de  paso,  seria  bárbaro, 
si  no  fuera  filosófico. 

El  tipo  americano  sabe  mas  que  el  español,  pero  habla  ó jierora  mucho  menos, 
defecto  que  ha  de  tenerse  en  cuenta  para  juzgar  bien  del  mérito  del  sacamuelas. 

El  italiano  es  una  afeminación  del  tipo  general,  sin  ciencia,  ni  puños,  ni  ac- 
cidentes oratorios,  bien  que  pretenda  suplirlo  todo  con  el  acento  dulzón  de  su  gar- 
rulería. 

El  francés  es  el  maestro  de  los  sacamuelas:  charlando  mas  que  todos  juntos, 
parece  que  habla  bien,  y es  mentira;  parece  que  sabe  mucho,  y no  es  verdad. 
Ignora  menos  que  el  español  y el  italiano;  pero  no  sale  del  empirismo  de  raza. 

Sin  embargo,  es  un  sacamuelas  elegante,  cortés,  reverencioso  hasta  quebrar- 
se por  la  espina;  no  habla  nunca  sino  coinme  il  faut,  no  habla  ni  opera  sin  guan- 
tes, no  obtura  sino  con  oro,  ni  engarza  sino  con  el  mismo  metal.  Sobre  todo,  y 
esto  es  lo  principal,  saca  siempre  las  muelas  sans  eprouver  aacune  cloiileur,  es  de- 
cir sin  dolor...  del  sacamuelas. 

No  liemos  tenido  el  gusto  de  observar  el  tipo  inglés:  liáilo  infaliblemente,  su- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


225 


puesta  su  necesidad;  sino  que  en  esto  como  en  todo,  lia  de  ser  una  degeneración 
del  aleman,  esto  es,  lia  de  entrar  mejor  en  la  familia,  hablando  un  poco  mas  y 
sabiendo  un  poco  menos  que  él. 

Sea  como  quiera,  no  entra  en  nuestro  plan  el  empeño  de  describir  el  tipo  ge- 
neral en  todas  sus  fases:  solo  nos  proponemos  reivindicar  la  gloria  de  nuestro  tipo 
nacional,  y aun  así.  Dios  y ayuda,  que  esto  de  seguir  á un  charlatán  es  empeño 
temerario. 


II 

El  sacamuelas  español,  á quien  todos  conocemos  por  su  nombre,  no  se  llama 
así  ni  mucho  menos,  técnicamente  hablando;  á lo  menos  no  se  conoce  por  él  el 
mismo  sacamuelas,  ó no  responde  por  este  mal  nombre. 

Llámase  técnicamente  el  sacamuelas,  según  interpretación  auténtica,  dentista 
de  SS.  MM.  y AA. 

Esto,  en  primer  lugar,  dentro  de  la  monarquía,  por  supuesto;  fuera  de  ella,  el 
sacamuelas  se  las  saca  en  primer  lugar  á la  república,  llamándose  gallardamente 
dentista  presidencial,  ó mas  gráficamente,  tricolor,  ó con  mas  libertad,  igualdad 
y fraternidad,  dentista  de  Pí  ó de  Castelar. 

Caben  luego  otras  denominaciones  no  menos  gráficas,  sino  tan  pretenciosas, 
y llámase  á sí  mismo  el  sacamuelas  profesor  odontológico,  ó cirujano  dentífrico,  ó 
invadiendo  toda  la  facultad,  como  leimos  años  atrás  en  un  Aviso  al  público,  médico- 
cirujano  de  dentificacion . 

El  sacamuelas,  ó sea  el  dentista,  por  darles  gusto  en  tecnología,  sino  siempre 
doctor,  es  casi  siempre  licenciado  por  París  ó Nueva-Yorck,  lo  que  en  materia  de 
dientes,  vale  tanto  como  decir,  cuando  se  decia,  por  Salamanca  ó Alcalá  en  dere- 
cho ó teología. 

Y aun  hay  profesor  de  estos,  que  en  su  noble  ambición  de  adquirir  mas  y mas 
conocimientos  para  hacer  luego  todo  el  bien  posible  á la  humanidad  doliente,  sa- 
cándoles las  muelas,  sin  experimentar  ningún  dolor,  no  lia  limitado  sus  viajes  á 
aquellas  dos  metrópolis,  sino  que  fué  á Pekín  y aun  mas  allá,  volviendo  al  fin 
cargado,  como  noblemente  se  propuso,  de  conocimientos,  té  indio,  hojas  de  loto  y 
otras  yerbas  para  el  dolor  de  estómago  del  ilustrado  público. 

Aquí  hay  una  invasión  de  facultades,  por  cuanto  el  sacamuelas  no  saca,  sino 
que  mete  la  pata  en  la  jurisdicción  del  médico. 


226 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Pero  no  hay  tales  carneros,  al  decir  del  mismo  profesor,  quien  salvando  su 
conciencia  ó su  responsabilidad,  bien  que  nadie  lo  acusara,  á lo  menos  en  la  oca- 
sión á que  aludimos,  decia  así  á su  respetable  auditorio: 

«El  estómago  es  la  cocina  de  este  pequeño  mundo  humanitario;  pero  sin  mue- 
las que  preparen  el  guisado,  es  inútil  la  cocina.  Por  consiguiente,  señores  y se- 
ñoras, mios  y mias,  la  dentificacion  es  un  precioso  aparato,  anterior  y superior  al 
estómago  física  y moralmente.  Y,  una  de  dos,  ó el  estómago  lia  de  reconocerse  y 
declararse  á priori  dependiente  de  las  muelas,  ó tiene  que  irse  con  la  música  á 
otra  parte.» 

Aquí  interrumpió  el  insigne  gárrulo  su  bárbaro  discurso,  mas  solo  para  des- 
pachar algunas  cajas  de  té  indio  y otras  yerbas,  única  solución  de  continuidad 
admisible  en  su  fluida  facundia. 

Y hecho  esto,  continuó  persiguiendo  la  conclusión  que  buscaba,  añadiendo 
con  sin  igual  gallardía: 

«Está,  pues,  en  relación  directa  é inmediata  uno  con  otro  aparato,  y entra, 
por  consecuencia  obligada,  en  la  competencia  del  dentista,  si  como  verlo  y gra- 
cia, sabe  su  obligación,  todo  el  conducto  digestivo-intestinal,  desde  la  boca  has- 
ta... perdonen  ustedes  el  modo  de  señalar.» 

Y para  que  no  quedara  duda  del  punto  en  que,  según  él,  terminaba  su  com- 
petencia, anunciaba  incontinenti  hojas  de  loto,  como  el  mas  precioso  específico 
para  curar  las  almorranas. 

Claro  es  que  entraba  en  su  competencia,  según  su  arrastrada  lógica;  sino  que 
este  industrial  vendia  también  pastillas  de  jabón  de  leche  de  almendra,  de  atre- 
cho y otros  extraños  lacticinios,  no  sabemos  por  qué  otra  relación  ó dependencia 
odontológica. 

Hay  otros  charlatanes,  que  al  son  de  algún  instrumento,  por  lo  común  pulsá- 
til, cuando  no  de  viento,  de  vendabal,  de  pistón,  y siempre  al  compás  de  su  asom- 
brosa charla,  venden  en  calles  y plazas  y en  medio  de  un  corro  de  público,  ilus- 
trado siempre,  mil  utensilios,  trebejos  y baratijas;  pero  estos  charlatanes  son  de 
ínfima  ralea,  como  quiera  que  no  tienen  título  de  sacamuelas,  y no  pueden  por 
consiguiente  alegar  en  su  abono  ni  ciencia,  ni  arte,  ni  aun  legítima  charlatane- 
ría. ¿Cuándo,  ni  cómo,  ni  en  qué  pudiera  equipararse  á la  culta  y técnica  locua- 
cidad de  un  cirujano  denlífugo  ó dentífrico  la  bárbara  peroración  de  un  ignaro  y 
pedestre  buhonero? 

«j Maldito  charlatán!»  decia  con  mucha  sal  y pimienta  uno  de  estos  cirujanos, 


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que  estando  un  día  en  uso  de  la  palabra,  se  veía  con  frecuencia  interrumpido  por 
el  abuso  de  otra  mas  chillona,  pero  nada  odontológica.  «¡  Maldito  cliarlatan  !» 

Y aun  anadia  dirigiéndose  á lo  mas  granado  y culto  del  ilustrado  público: 

«¡Cosas  de  España!  Si  hubiera  aquí  buen  gobierno,  prohibiria  la  autoridad 

hablar  en  público  á los  charlatanes  en  perjuicio  de  los  que  tenemos  título  profe- 
sional muy  bien  ganado.» 

Es  gallardía. 

Pero  no  á humo  de  paja  lo  dijo  quien  lo  dijo,  pues  este  insigne  charlatán  con 
título  profesional  y todo,  á quien  nos  guardaremos  muy  mucho  de  nombrar,  por- 
que tomaría  infaliblemente  la  palabra  para  alusión  personal  y estaría  hablando 
hasta  el  día  del  juicio;  éste,  como  todos  los  de  su  profesión,  exhibe  públicamente 
en  cada  sesión  al  aire  libre,  no  ya  solo  sus  títulos  profesionales,  expedidos  en  Pa- 
rís ó Nueva- Yorck  ó en  la  misma  universidad  de  Oxford,  sino  también  certifica- 
dos tan  fidedignos  como  honrosos,  de  admirables  curaciones,  y diplomas  de  cruces 
y calvarios,  concedidos  por  reyes  y emperadores  y hasta  por  el  mismo  Pontífice 
Romano. 

Y si  no  los  exhiben  en  la  rigorosa  acepción  de  la  palabra,  los  presentan,  que 
viene  á ser  lo  mismo,  los  ofrecen  en  mano  á la  lectura  del  público  ilustrado,  aun- 
que á la  conveniente  distancia  ó altura  para  que  no  pueda  leerlos  el  ilustrado  pú- 
blico. 

La  intención  basta,  cuando  hay  buena  fé;  y la  buena  fé  de  tan  honorables 
profesores,  sin  contar  con  la  nuestra,  nos  veda  creer  que  sean  papeles  mojados. 

III 

Hay,  y no  puede  menos  de  haber,  según  digimos,  sacamuelas  en  todas  partes; 
sino  que  el  sacamuelas,  como  los  grandes  cetáceos,  no  es  pez  que  navegue  en 
mares  de  poco  fondo.  Por  eso,  pues,  si  bien  hace  excursiones  á los  pueblos  subal- 
ternos, cuando  su  propio  instinto  le  advierte  que  hay  que  sacar  algo,  su  residen- 
cia ordinaria  es  la  capital. 

Aquí  tiene  su  laboratorio,  ó técnicamente,  su  gabinete;  gabinete  ó laboratorio 
echado  á los  cuatro  vientos  de  la  publicidad  y aun  á los  treinta  y dos  de  la  aguja 
de  marear,  con  solo  el  soplo  de  un  anuncio,  que  en  letras  de  cuerpo  entero  dicen, 
como  quien  dijera:  Hipócrates , Principe  de  la  medicina: 

Lúcas  Gómez,  profesor  dentífrico. 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Algunos,  mas  cultos,  ponen:  Odeontológico . 

Otros,  mas  modestos,  ponen  simplemente:  Dentista,  después  del  Lúeas  Gómez, 
por  supuesto. 

Ninguno,  ni  por  modesto  ni  por  culto,  pone  jamás  sacamuelas. 

Como  quiera  que  sea  el  gabinete  por  fuera,  por  dentro  es  el  estudio  del  profe- 
sor; sino  que  el  tal  profesor  no  tiene  que  estudiar  nada,  por  la  sencilla  y á la  vez 
poderosa  razón  de  sabérselo  ya  todo. 

Con  esto,  no  hay  allí  cosa  de  libro,  ni  hace  maldita  la  falta;  sino  llaves  maes- 
tras, tenazas,  gatillos,  perros,  diablos,  y demás  instrumentos  de  sacar. 

Esta  cerrajería  odontológica  no  es  ni  debe  ser  nunca  numerosa;  lo  primero 
porque  no  lo  exige  la  operación  de  sacar,  que  facultativa  y todo,  consta  solo  de 
tres  tirones,  aunque  hay  ejemplos  de  mas;  y lo  segundo,  porque  ha  de  responder 
á la  necesidad  ó conveniencia  de  que  el  gabinete  sea  portátil. 

En  efecto,  dentro  de  estos  límites,  todo  el  gabinete  del  sacamuelas,  cabe  en 
un  coche  de  alquiler,  que  ya  con  este  aparato  primordial  y algunos  accesorios  de 
efecto,  viene  á ser  la  tribuna  del  mas  gárrulo  de  los  oradores,  y el  verdadero 
trono,  á veces  con  dosel  y todo,  del  rey  de  los  profesores  públicos,  del  profesor  de 
odcontologia. 

ti  es  de  ver  como  se  engríe,  vestido  de  sociedad  y aun  de  toda  etiqueta,  se- 
cura! um  quid,  y hasta  arrogante  y gentil  de  su  persona,  aunque  no  tenga  cinco 
piés,  como  quiera  que  está  en  alio  y con  ó sin  perdón,  á todos  se  los  pasa  por  de- 
bajo de  la  pata;  se  engrie  y con  razón,  porque  está  en  berlina,  es  decir,  en  exhi- 
bición, en  exposición  universal,  luciendo  todas  sus  facultades  y aptitudes,  no  ya 
solo  de  sacamuelas  y peronador,  (pie  es  un  orador  mas  largo,  sino  hasta  de  pres- 
tidigitador; expediente  con  que  abre  la  sesión,  aunque  esté  solo,  bien  seguro  de 
atraer  muy  luego  público  ilustrado  con  el  incentivo,  siempre  aceptable,  de  un 
espectáculo  gratis  d ato . 

No  por  eso,  sale  de  situación  ni  deja  de  estar  en  carácter  el  licenciado  saca- 
muelas,  aunque  á primera  vista  no  se  alcancen  bien  las  relaciones  de  los  dientes 
con  los  títeres. 

En  el  coche,  como  en  su  propia  cátedra,  explica  luego  el  profesor  con  pasmoso 
desenfado,  osteología,  odontología,  veterinaria,  en  fin,  aplicada  al  arte  de  sacar 
muelas. 

Y las  saca,  uniendo  la  teoría  á la  práctica,  porque  al  buen  pagador  no  duelen 
prendas;  las  saca  y las  pone,  limpia,  fija  y da  esplendor,  ni  mas  ni  menos  que  la 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


229 


Academia  Española;  aunque  lo  que  es  poner,  no  pone  nada,  sino  en  su  gabinete, 
donde  se  dejó  los  dientes.  Y ved  qué  cosa:  estas  piezas  que  con  mejor  derecho  que 
el  loto  y el  té  indio  entran  en  su  competencia,  no  son  hechas  por  el  profesor,  sino 
por  un  menestral  acaso  extraño  á la  profesión.  Así  es  que  muchos  dignos  saca- 
muelas  se  desdeñan  de  ponerlas  y solo  se  consagran  á sacar. 

A vueltas  de  esto  y lo  otro  y lo  de  mas  allá,  pondera  sus  largos  estudios;  la 
utilidad  que  han  traido  á la  ciencia  y á la  humanidad,  ambas  dolientes,  sus  mas 
largos  viajes;  el  primor  de  sus  manos  en  esto  de  sacarlo  todo,  sin  maldito  el  do- 
lor; se  despacha,  en  fin,  á su  gusto. 

Y no  acaha  nunca;  acaba,  sí;  pero  como  si  no  acabara,  porque  vuelve  á empezar. 

Y todo  esto  con  fluidez  vertiginosa,  con  habla  desortografiada,  con  supresión 
de  puntos  y comas,  sin  mas  interrupción  que  las  facultativas,  gárrulas  también, 
de  sacar  y meter,  ó sea  cobrar  después  de  los  tres  tirones. 

No  hay  que  extrañarlo:  está  en  su  cátedra,  y además  y sobre  todo  está  en  la 
lección  de  todos  los  dias  y naturalmente  se  la  sabe  de  memoria. 

Ni  se  dejó  en  el  tintero  de  su  abundosa  elocuencia  el  justo  encomio  de  su  des- 
interés, que  llega,  con  la  cola  á lo  menos,  á la  abnegación.  Saca  gratis  et  amore 
las  muelas  á los  pobres  de  solemnidad,  bien  que  saque  lo  que  puede  á los  demás 
pobres  pacientes;  y no  quiere  sacar  cosa  de  hueso  á los  ricos,  sino  en  último  ex- 
tremo, pues  dice  en  beneficio  ageno  y contra  el  suyo  propio  á voz  en  grito  que 
toda  extracción  inutiliza,  no  uno  solo,  sino  dos  preciosos  instrumentos  de  masti- 
cación, de  nutrición  y de  vida,  y debe  aconsejarse  su  conservación  dentro  de  la 
moral  dentífrica. 

Hé  aquí  un  desinterés  que  tiene  tres  bemoles,  porque  en  efecto  está  dentro  de 
la  moral  común.  Pero  en  la  dentífrica,  como  muerto  el  perro,  se  acabó  la  rabia, 
no  quiere  el  sacamuelas  empezar  por  matar  el  perro  de  cuya  rabia  vive,  y se  es- 
fuerza con  la  mayor  abnegación  en  vender  antes  todos  sus  paliativos,  teniendo 
como  tiene  asegurado  el  duro  de  la  extracción. 

I"V 

El  gabinete  odontológico,  que  cabe  en  un  coche  de  alquiler,  puede  caber 
también  en  unas  alforjas,  reducido  á su  mínima  expresión,  sin  que  falte  ninguno 
de  sus  hierros  y demás  menesteres  de  la  profesión,  cada  y cuando  el  sacamuelas 
va  á visitar  su  distrito, 


TOMO  l. 


29 


230 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


El  profesor,  en  esta  otra  exhibición  de  facultades,  no  lia  descendido  en  mane- 
ra alguna;  está  á la  misma  altura  física,  moral  é intelectual;  pero  su  cátedra  es 
ahora  mas  modesta:  es  una  silla...  de  montar. 

Es  el  mismo  profesor,  licenciado  por  Oxford,  revalidado  en  Pekin,  médico- 
cirujano  de  dentíficacion  de  SS.  MM.  y AA.;  solo  que  ahora  va  á cuatro  piés... 
va  á caballo. 

Dejémoslo  ir,  que  ya  parecerá. 

Cuando  parezca,  no  hay  que  preguntar  quién  es;  él  mismo  se  anticipará  con 
garbo  de  sans  facón , que  quiere  decir  sin  vergüenza  ni  cortedad  ninguna,  y os 
entregará  sus  credenciales. 

O 

Las  credenciales  de  un  charlatán  son  prospectos,  aunque  con  cierto  aire  ó corte 
de  edictos  ó proclamas. 

Hé  aquí  una  que  nos  viene  de  molde  y hemos  de  insertar  textualmente  para 
que  no  se  crea  que  recargamos  el  carácter,  mal  aconsejados  por  la  envidia: 

«Don  Julián  Martínez  Rubio,  cirujano  dentífrico  de  SS.  MM.  y AA.,  premia- 
do en  París  y Londres  y otras  exposiciones: 

» Tiene  el  honor  de  ofrecer  al  ilustrado  público  de  esta  culta  y morigerada 
población  sus  filantrópicos  servicios  de  dentíficacion  garantizados  con  el  estudio  y 
la  experiencia  de  una  larga  carrera  dentro  y fuera  de  España. 

» Extrae  muelas,  dientes  y raigones  subrepticios  sin  experimentar  ningún  do- 
lor; corrige  y perfecciona  con  toda  perfección  las  desigualdades  dentrífugas,  liman- 
do salientes  y arrancando  sobrepuestos,  sin  dolor;  empasta  y obtura  por  todos  los 
sistemas  conocidos,  á plata,  á oro,  á zinc,  y por  otro  de  su  propia  invención,  que 
es  el  mejor  de  todos  ellos,  por  cuanto  es  una  pasta  mixta  de  ambos  á tres  elementos 
físicos  sin  cosa  de  mercurio  ni  otra  sustancia  inmoral  ni  corrosiva.  Cura  radical- 
mente la  excoriación  escorbútica,  las  úlceras  fungosas,  las  oftalmías  mandibula- 
res y demás  desperfectos  denticales;  añade  también  sueltos  á las  piezas  montadas 
sobre  planchas  ó bases  de  cuchú;  y todo  esto  sin  ningún  dolor,  como  tiene  acre- 
ditado y acredita  diariamente  en  sus  operaciones  públicas  y privadas,  nacionales 
y extranjeras. 

» Inventor  también  de  un  elixir  vegetativo-animal  de  virtud  maravillosa  en 
la  Academia  de  Medicina  de  París,  cura  instantinamente  el  mal  olor  de  la  boca, 
y fortalece  la  dentición  mas  endeble  dejándola  para  siempre  limpia  y completa- 
mente masticable. 

» Ofrece  á mas,  aunque  agena  á su  profesión,  una  sustancia  extraída  de  plan-, 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


231 


tas  exóticas  y elaborada  en  pastillas  de  á real  para  sacar  de  raíz  toda  clase  de 
manchas  de  aceite,  de  sebo,  de  grasa,  de  mugre,  de  fruta,  de  tinta,  de  vino  y 
demás  licores  maculares. 

»E1  especialista  solo  permanecerá  en  esta  culta  y morigerada  población  tres 
dias;  lo  que  tiene  el  honor  de  advertir  al  ilustrado  público,  para  que  aproveche  la 
favorable  ocasión  de  servirse  de  sus  servicios. 

» Firmado. — Julián  Martínez  Rubio.» 

Ante  esta  pieza,  tan  preciosa  como  auténtica,  y tan  auténtica  como  hecha  de 
mano  maestra,  mano  del  mismo  interesado,  no  es  ya  lícito  darnos  por  sospechosos 
atribuyéndonos  el  empeño  de  exagerar  el  tipo  ó cualquiera  otra  mira  adversa  á 
tan  honorable  clase,  ni  por  envidia  ni  por  ningún  otro  sentimiento  de  hostilidad. 

Ni  pudiéramos  haber  dicho  menos,  aun  animados  del  mejor  deseo,  ateniéndonos 
extrictamente,  como  narradores  de  costumbres,  á las  inviolables  reglas  del  arte,  ar- 
te de  hacer  comedias  y comedia  de  figurón,  cuyo  héroe  es  siempre  el  mismo  figurón. 

Tampoco  pudiera  resentirse  justamente  el  sacamuelas,  cuando  en  tan  grata  ó 
ingrata  pintura  nos  ayuda  al  fin  el  mismo  sacamuelas. 

Y en  su  insigne  trabajo,  que  habla  solo  por  su  gran  colorido,  expresión  y 
movimiento,  daríamos  por  terminado  el  nuestro,  si  á pesar  de  nuestra  modestia 
y dudando  siempre  de  nuestras  propias  fuerzas,  no  tuviéramos  la  pretensión  de 
hacer  un  verdadero  cuadro;  y para  este  empeño  faltan  aun  algunos  toques. 

Hemos  visto  al  sacamuelas  ejercer  en  coche  allá  en  las  plazas  públicas  de  la 
capital,  y hay  que  verlo  también  ejercer  á caballo  en  los  pueblos  subalternos, 
aunque  no  liemos  de  tomarnos  el  fatigoso  trabajo  de  seguirlo  á todos  ellos,  pues 
para  muestra  basta  un  pueblo,  ó sea  un  boton,  como  reza  el  refrán. 

Ejerciendo  á Caballo  el  sacamuelas,  no  se  da  ya  punto  de  reposo  ni  en  manos 
ni  en  lengua,  pues  siempre  hay  que  coger  de  una  á otra  cosecha,  y en  punto  á 
muelas,  se  guardan  en  el  lugar  para  él  solo  todas  las  que  han  madurado  desde  la 
visita  anterior. 

Que  para  coger  la  fruta  se  empine  un  hombre  todo  lo  que  pueda,  cuando  es  el 
árbol  alto,  no  tiene  nada  de  extraño,  es  lo  racional;  lo  extraño,  lo  absurdo  es  que, 
siendo  bajo  el  árbol,  tan  bajo  como  un  hombre  ó una  mujer,  se  suba  el  sacamue- 
las á un  camello  para  coger  su  fruta. 

¿Es  que  no  puede  ó que  no  debe  descender  al  nivel  de  los  demás? 

— Baje  usted  de  ese  animal, — decia  una  tarde  al  mismo  Martínez  Rubio  una 
tímida  paciente; — baje  usted  y me  la  sacará  mejor. 


232 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


— ¡Bueno  fuera! — contestó  casi  dignamente  el  charlatán. — ¡Bueno  fuera  que 
bajara  yo  á operar! 

No  es,  pues,  que  no  puede,  sino  que  no  debe  descender. 

Y acaso  acaso  sea  también  que  no  le  sea  del  todo  posible,  embarazado  como  va 
entre  todos  los  trastos  de  su  gabinete;  pues  si  bien  no  hemos  tenido  ocasión  de 
ver  donde  duerme  el  sacamuelas  ambulante,  sí  hemos  visto  donde  come:  come 
allí  mismo  donde  almuerza...  á caballo  siempre. 

Desde  esta  altura,  que  sigue  siendo  su  cátedra,  no  menos  digna  que  la  otra, 
exhibe  al  público,  siempre  ilustrado,  sus  títulos,  certificados  y diplomas  con  la 
chusca  precaución  ya  conocida;  tiene  el  honor  de  ofrecer  sus  excelentes  servicios 
garantizados  por  años  como  los  relojes  mas  pecadores  que  justos;  corrige  y perfec- 
ciona, empasta  y obtura  á plata,  á oro  y hasta  á calderilla;  cura  instant inamente  el 
mal  olor  de  la  boca,  la  excoriación  escorbútica,  las  úlceras  fungosas,  las  oftalmias 
mandibulares  y demás  desperfectos  dentífricos. 

No  hace  nada  de  esto  ni  mucho  menos;  pero  dice  que  lo  hace,  lo  dice  sin 
puntos  ni  comas,  desbocado  como  un  caballo,  que  no  sea  el  suyo,  el  cual  expues- 
to desde  por  la  mañana  hasta  la  noche  á la  lluvia,  lluvia  de  palabras,  y á todas 
las  inclemencias  de  la  charlatanería,  no  mueve  en  su  asombro  pié  ni  mano,  como 
si  fuera  un  manso  y pacientísimo  camello. 

Pero  si  no  hace  nada  de  eso  el  charlatán,  no  deja  de  sacar  muelas,  mandíbu- 
las y cuartos;  y todo  esto  sin  dolor. 

¡Sin  dolor!  Esto  nos  trae  á la  memoria  un  paso  de  tragicomedia  en  cuya  he- 
roica acción  fué  protagonista  el  mismo  sacamuelas,  representante  histórico  y au- 
téntico del  tipo,  y cuya  catástrofe  vamos  á referir  en  cuatro  rasgos  para  dar  dig- 
no remate  á este  trabajo. 

Tráenos  también  á la  mano  este  oportuno  epigrama: 

— No  hay  dolor  como  el  de  muelas, 

Cuando  aprieta  de  verdad. 

— Hay  quien  sin  dolor  las  saca. 

— Ese  aprieta  mucho  mas. 

~v 

Había  ido  por  casualidad  ó de  intento  á un  pueblo  de  Andalucía  un  ingeniero 
hidráulico,  que  no  era  en  verdad  hidráulico  ni  ingeniero,  sino  un  charlatán,  es- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


233 


pecie  de  sacamuelas  del  ingenio,  por  cuanto  iba  sacando  muy  ingeniosamente  del 
pueblo  todo  lo  que  se  liabia  propuesto. 

El  pueblo,  aunque  no  á mucha  distancia  del  rio,  carecía  de  aguas  potables,  y 
las  liabia  traido  en  abundancia  hasta  la  misma  plaza  de  la  Constitución,  dirigien- 
do bien  ó mal  el  acueducto  y cobrando  cuatro  ó seis  meses  de  honorarios,  como 
tal  facultativo,  á razón  de  tres  duros  diarios. 

Habia  dirigido  después  la  visual  á una  moza  del  pueblo,  propietaria  de  muy 
buenos  fundos  y no  malas  partes  por  su  honestidad  y belleza,  y estaba  á la  sazón 
en  vísperas  de  bodas. 

A ver  si  este  ingeniero  hidráulico  no  era  en  cierto  modo  un  sacamuelas.  Y él, 
en  verdad,  las  sacaba  sin  dolor. 

Al  dolor  vamos. 

Todo  estaba  preparado  para  tan  feliz  conyugio,  que  venia  á ser  un  golpe  de 
estado  en  el  pueblo. 

Pero  como  el  diablo  no  duerme  y es  enemigo  siempre  de  la  dicha  agena,  ya 
que  no  pudo  descomponerla,  hubo  de  poner  para  retrasarla  y ganar  tiempo,  toda 
su  infernal  rabia  en  una  muela  del  novio. 

En  efecto,  la  muela  del  juicio  se  le  liabia  vuelto  loca  de  puro  rabiar. 

Pero  si  el  diablo  da  la  llaga,  Dios  da  la  medicina. 

Aquí  de  nuestro  héroe,  caido  como  del  cielo. 

— «Don  Julián  Martínez  Rubio,  (decia  el  charlatán  en  la  plaza  recitando  de 
memoria  su  técnico  prospecto)  médico-cirujano  de  dentificacion  de  SS,  MM.  y AA., 
premiado  en  París  y Londres  y otras  exposiciones...» 

— Pare  usted  esa  jaca,  compadre, — le  gritó  el  alcalde  á cierta  distancia,  bien 
que  la  jaca  estuviera  parada. 

El  orador  no  hizo  caso  de  esta  incongruencia  y continuó  en  el  uso  de  la  pa- 
labra. 

— «Tiene  el  honor  de  ofrecer  al  ilustrado  público  sus  filarmónicos  servicios 
garantizados  por  el  estudio,  y la  experiencia  de  una  larga  carrera  dentro  y fuera 
de  España.» 

— Pare  usted  esa  jaca, — repitió  el  alcalde. 

— «Extrae  muelas, — prosiguió  el  otro,  gárrulo  y palabrero, — extrae  muelas, 
dientes,  raigones  subrepticios,  corrige  y perfecciona  con  toda  perfección  las  des- 
igualdades dentífricas,  limando  salientes  y arrancando  sobrepuesto;  empasta  y ob 
tura  por  todos  los  sistemas  conocidos  y por  conocer  á plata,  á oro,  á zinc...» 


234 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


— ¡Que  pare  usted  esa  jaca! — volvió  á repetir  el  alcalde,  enseñando  el  bastón 
de  autoridad. 

— «Yo  ejerzo  mi  facultad  con  título  profesional  y por  la  gracia  de  Dios  y la 
Constitución  de  SS.  MM.  y AA.,  y en  su  virtud  continúo  sacando...» 

— No  se  saca  ya  ni  un  pelo,  cuanto  menos  un  quijal  á nadie  de  este  mundo, 
tan  y mientras  no  venga  usted  ú sacarle  el  mismo  juicio  á mi  mas  estimado  amigo. 

— Pues  no  es  eso  sino  continuar  ejerciendo;  estoy  á las  órdenes  de  usted,  señor 
alcalde. 

— Vamos  allá. 

— Quisiera  saber  préviamente, — dijo  luego  el  charlatán, — qué  casta  de  pájaro 
es  el  paciente,  porque  según  sea  su  casta,  así  será  mi  procedimiento  científico  y 
así  también  serán  mis  honorarios.  A cada  categoría  de  pacientes  aplicamos  su 
instrumento  respectivo:  al  pobre  de  solemnidad,  que  es  parroquiano  gratis,  las  te- 
nazas; al  que  puede  dar  mas  de  las  gracias,  los  alicates;  al  que  dar  puede  una 
peseta,  el  gatillo,  y al  que  tiene  para  dar  un  duro,  la  llave  inglesa.  Ahora  bien, 
vuelvo  á preguntar:  ¿Qué  casta  de  pájaro  es  ese  amigo? 

— Es  un  pájaro  de  cuenta, — contestó  enfáticamente  el  alcalde. 

— Llave  inglesa,  pues. 

— Y si  tiene  usted  otra  superior,  aunque  valga  un  duro  mas... 

— Superior  no  hay  ya  ninguna,  á no  ser  las  de  San  Pedro;  pero  por  el  duro 
mas,  le  aplicaré  toda  la  superioridad  de  mi  ciencia. 

— A la  mano  de  Dios. 

Y llegamos  á la  casa  de  la  novia,  en  cuya  sala  estaba  el  paciente,  hundido  en 
una  poltrona  con  todo  el  abandono  de  quien  tiene  la  salud  atravesada  por  el  agu- 
do puñal  de  un  dolor  de  muelas. 

Con  esto,  ni  él  se  fijó  en  el  charlatán,  ni  el  charlatán  pudo  fijarse  en  él,  que 
tenia  la  dolorida  cara  entre  las  manos. 

El  cirujano  de  SS.  MM.  y A A.  se  inclinó  profundamente  al  entrar,  haciendo 
por  la  primera  vez  de  su  vida  un  saludo  sin  palabras,  saludo  inverosímil  que  fal- 
seaba el  carácter,  pero,  con  todo  eso,  no  dejaba  de  estar  en  situación. 

Después,  armado  de  todas  armas,  digámoslo  así,  pues  empuñaba  la  llave  in- 
glesa, llave  que,  como  dijo  el  profesor,  no  reconoce  superioridad  sino  en  las  de 
San  Pedro,  y seguido  en  primer  término  por  la  novia  y la  suegra,  en  segundo 
por  el  alcalde  y en  último  por  unos  cuantos  amigos  de  la  casa,  se  acercó  al  pa- 
ciente y tocándole  en  el  hombro,  le  dijo  cortésmente: 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


235 


— Estoy  á las  órdenes  de  usted. 

El  paciente  se  incorporó  al  aviso,  descubriéndose  á la  vez  la  cara. 

— ¡Ah! — exclamaron  sorda  y simultáneamente  ambos  á dos  charlatanes. 

Se  hahian  reconocido. 

Los  circunstantes  tomamos  la  exclamación  por  un  quejido  refiriéndola  al  do- 
liente; refiriéndola  al  sacamuelas,  nos  pareció  hasta  absurda,  como  quiera  que  él 
ejercia  siempre  sin  dolor. 

Con  todo  eso,  no  hicimos  alto  en  tan  ligero  incidente,  tanto  mas  cuanto  los 
dos  charlatanes,  tomaron  el  prudente  partido  de  disimular  aprestándose  el  uno  á 
operar  y el  otro  á someterse  al  sacrificio. 

— No  le  haga  usted  mucho  daño, — encargó  la  flevil  novia. 

— Ni  mucho  ni  poco, — añadió  el  alcalde,  como  reconviniendo; — está  ajustado 
en  un  duro  mas  que  no  ha  de  hacerle  ninguno. 

— Ninguno, — contestó  el  sacamuelas  con  tan  imperceptible  sonrisa,  que  no  al- 
teró su  heroica  seriedad. 

Y el  maldito,  á pesar  del  encargo  de  la  novia  y del  recuerdo  del  alcalde,  dió 
unos  pasos  retrógrados,  dejó  la  llave  inglesa  en  su  estuche,  tomó  no  ya  el  gatillo 
ni  los  perros  alicates  siquiera,  sino  la  última  categoría  de  sus  instrumentos,  las 
tenazas,  y volvió  cerca  del  paciente. 

— ¿Cuál  es  la  muela  dañada? — le  preguntó  con  voz  afectuosa,  digámoslo 

así. 

El  doliente  le  indicó  una  de  las  del  juicio. 

El  sacamuelas  aplicó  sus  tenazas  á otra  que  no  tenia  cosa  de  eso,  esto  es,  cosa 
de  daño,  á la  que  no  le  dolia  ni  le  habia  dolido  nunca,  á la  mas  sana  de  todas,  y 
muy  luego  vino  afuera,  aunque  no  á dos  ni  tres  tirones. 

Aunque  el  dolor  fué  supremo,  hubo  de  sufrirlo  el  doliente  sin  proferir  una 
queja,  con  un  disimulo  heroico;  lo  cual  dió  propicia  ocasión  al  sacamuelas  para 
confirmar  con  una  prueba  mas  su  prodigiosa  habilidad  en  presencia  de  irrecusa- 
bles testigos. 

— ¡Sin  dolor! — dijo  el  ladino,  mostrando  la  muela  sana  en  sus  pésimas  tena- 
zas. — ¡ Sin  dolor! 

— ¡Del  sacamuelas! — gritó  ahora  el  doliente  entre  sollozos  echando  á rodar  su 
disimulo. 

Ante  este  descrédito,  acahó  de  vengarse  el  sacamuelas  revelando... 

Pero  esto  no  cabe  en  un  cuadro  ya  acabado. 


236 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


¿Qué  nos  importa  que  el  seudo-ingeniero  tuviera  ó no  obligaciones  de  concien- 
cia con  una  hermana  del  sacamuelas? 


VI 


Cuatro  palabras  mas. 

Los  que  sériamente  se  consagran  al  estudio  de  la  odontología  no  deben  darse 
aquí  por  aludidos;  esos,  como  todos  los  hombres  de  ciencia,  no  son  charlatanes, 
sino  pensadores,  ni  por  mas  que  saquen,  son  tampoco  sacamuelas,  son  dentistas. 

Hay  dentistas  alemanes  doctorados  en  medicina  y cirugía;  no  sino  un  dentis- 
ta americano  fué  el  que  Hizo  en  las  muelas  el  primer  ensayo  anestésico  para  ope- 
rar sin  dolor;  y hay  bastantes  dentistas  españoles,  que,  sin  ser  inventores,  reali- 
zan diariamente  ese  verdadero  milagro,  suspendiendo,  mientras  operan,  la  sensi- 
bilidad del  paciente,  no  con  el  empirismo  y garrulería  del  charlatán,  sino  con  la 
ciencia  y conciencia  del  modesto  y reservado  profesor. 

Hecha  esta  necesaria  salvedad,  para  la  cual  pedimos  la  palabra,  después  de 
agotado  el  asunto,  no  tenemos  mas  que  decir,  á no  ser  también  sacamuelas. 


por  D.  Cristóbal  Pascual  y Ceñís. 


o canto  del  amor  las  gentilezas 
Ni  de  Marte  y Mercurio  los  cuidados, 
Ni  de  nautas  heroicos  las  proezas 
Perdidas  en  islotes  ignorados; 

No  mi  musa  con  fáciles  lindezas 
Su  voz  ha  de  elevar  á altos  estrados, 

Antes  rasando  el  suelo  de  corrida 
Al  autor  de  la  escoba  ha  de  dar  vida. 

El  granerer,  oscuro  y viejo  tipo 
Cuyo  origen  se  pierde  en  las  edades, 

Jamás  se  presentó  al  daguerreotipo 
Del  pintor  de  las  grandes  sociedades, 

Y es  que  el  pobre  á mi  ver  no  sufrió  el  hipo 
De  brillar  como  artista  en  las  ciudades, (*) 


(*)  Fabricante  y vendedor  de  escobas. 

TOMO  i. 


30 


238 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Antes  humilde,  listo  y consecuente, 

Limpia  á todo  español  desde  Torrente. 

Que  su  alcurnia  es  antigua  así  lo  infiero 
Sin  revolver  mohosos  pergaminos, 

Pues  si  el  polvo  no  fuera  lo  primero, 

No  existieran  el  hombre  y sus  destinos; 

Y como  Adan  fué  polvo,  harto  ligero, 

Y el  polvo  y el  barrer  son  tan  vecinos, 
Concluyen  con  gran  lógica  mis  trovas 

Que  en  los  tiempos  de  Adan  ya  habida  escobas. 

Mas  no  canto  yo  al  arte  informe  y rudo 
Que  en  manojos  ató  plantas  ó varas, 

Sino  á la  escoba  culta  que  no  dudo 
Nació  después  de  industrias  mas  preclaras, 
Porque  es  obvio  que  el  hombre  apénas  pudo 
Llegar  á pelamangos,  sin  que  avaras 
Sus  manos  arrancasen  á la  tierra 
El  hierro  que  en  sus  sótanos  encierra. 

Después  alzó  á Babel,  mas  el  destino 
Pronunciándose  en  contra  del  progreso 
Al  hombre  le  instruyó  que  en  su  camino 
Jamás  podrá  avanzar  si  pierde  el  seso, 

Y en  castigo  eternal  del  desatino 
Que  por  grande  cayó  del  propio  peso, 

Dispersó  por  senderos  ignorados 

A los  hijos  de  Adan  extraviados. 

Desde  entonces  la  raza  que  en  España 
Hizo  pié  tras  los  altos  Pirineos, 

Lina  vez  con  la  fuerza,  otras  con  maña, 

Llenó  la  tradición  de  mil  trofeos, 

Mas  mezclada  su  fé  con  la  fé  extraña 
De  paganos  y moros  devaneos, 

De  aquel  tipo  y carácter  primitivos 
Los  rasgos  se  guardaron  menos  vivos. 

¡Pero  Iberia  triunfó!...  y entonce  Edeta 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


239 


Sus  hijos  acercando  al  fuerte  muro 
Dióles  su  vega,  encanto  del  poeta, 

Y en  ella  un  porvenir  siempre  seguro; 
Sobrios  y activos,  su  mirada  inquieta 
Tendieron  mas  allá,  y un  cielo  puro 
Divisando  entre  el  Sur  y el  Occidente, 

Al  borde  se  sentaron  de  un  Torrente. 

¡Gran  villa  por  demás!  su  fértil  vega 
Dilatándose  en  cintas  de  esmeralda 
A nuestra  huerta  su  matiz  allega 
Ciñéndole  á su  ocaso  doble  falda; 

Y cual  esmaltes  que  el  capricho  agrega 
Aquí  la  roja  flor,  y allí  la  gualda, 

Sus  aromas  esparcen  ondulantes 
Bajo  un  cielo  de  hermosos  cambiantes. 

Sus  blancas  casas,  de  la  paz  espejo, 
Templos  son  donde  el  culto  es  la  limpieza 
Brillante  sobre  el  nítido  azulejo 
Que  ni  al  mísero  esquiva  su  belleza; 

Allí  el  niño  y el  joven  como  el  viejo, 

Al  trabajo  pidiendo  su  riqueza, 

Descansan  por  momentos  presurosos 
Tornando  á sus  afanes  codiciosos. 

No  hay  que  decir  si  enmedio  el  paraíso 
Huríes  faltarán  de  tal  frescura 
Que  desde  el  niveo  rostro  al  pié  conciso 
Sean  sal  del  placer  por  su  hermosura; 
Baste  añadir,  que  para  ser  preciso 
El  poeta  que  cante  á una  cintura, 

Ha  de  ceñir  el  compendioso  talle 
De  la  bija  de  Torrente  y de  su  valle. 

¿Qué  mucho  si  al  pisar  este  terreno 
Sembrado  de  peligros  y de  abrojos, 
Todavía  no  be  dicho  nada  bueno 
Del  tipo  que  iniciaron  mis  antojos? 


240 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Mas  ya  que  al  invadir  cercado  ageno 
Halle  en  vez  de  una  escusa  mil  enojos, 
Dejo  cual  fiel  pintor  trazado  el  marco, 

Y vuelvo  ámi  figura.  Seré  parco. 

El  granerer  por  rancias  tradiciones 
A sus  padres  y abuelos  fiel  en  todo, 

No  lia  caido  por  dicha  en  tentaciones 
De  buscarse  la  vida  de  otro  modo; 

Y aunque  nunca  les  vio  contar  doblones, 
En  sus  trece  cerrado  á piedra  y lodo 

Si  nació  granerer,  granerer  muere, 

Y á sus  hijos  su  oficio  les  transfiere. 

En  su  rostro  tostado  y algo  enjuto 

No  hay  un  pelo...  de  tonto,  por  supuesto, 
Antes  revelan  su  pergeño  en  bruto 
Su  alegre  ojo  y malicioso  gesto, 

Y ágil  cual  corzo,  como  el  gato  astuto, 
Siempre  á moverse  con  placer  dispuesto, 
Vive  libre,  feliz  é independiente, 

Por  no  pensar  en  serlo  realmente. 

Su  casita  le  brinda  en  miniatura 
Cocina,  entrada,  cuarto  y deslunado, 

Y una  higuera  ó moral,  cuya  espesura 
Trepa  á veces  sombría  hasta  el  tejado; 
Mas  allá  caprichosa  arquitectura 

Dio  renombre  de  hornillos  á un  tinglado 
Donde  en  estío  con  gentil  donaire 
Se  guisa  la  paella  al  sol  y al  aire. 

Pero  ¿dó  está  el  taller,  dónde  la  tienda 
Que  atesora  los  muebles  del  barrido? 
Inútil  es  que  hallarlos  se  pretenda 
Porque  fuera  un  afan  nunca  cumplido: 

El  granerer  es  fábrica  y trastienda, 

Es  mostrador,  acémila  y surtido, 

Es  pregón,  comerciante  y traginero, 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


241 


Es  todo  donde  está  y en  casa  es  cero. 

¡Yedlo  al  partir!...  Apénas  de  Morfeo 
Sacude  con  el  dia  lo  importuno, 

El  tálamo  abandona  de  Himeneo 
Por  la  mesa  frugal  del  desayuno; 

De  un  conato  de  almuerzo  se  liace  reo, 
Mas  en  seco  dejándolo  oportuno, 

Carga  el  serón  con  palmas  y herramientas 

Y á Valencia  se  lanza  echando  cuentas. 
Con  su  negro  sombrero  de  anchas  alas 

O tal  vez  un  chambergo  muy  raído, 

El  pantalón  de  chin,  pobre  de  galas, 
Alpargatas  y elástico  ceñido, 

Cual  magnate  que  pisa  régias  salas 
Emprende  su  carrera  de  corrido, 

Tocando  en  Alacuás  y Chirivella, 

O cruzando  Patraix  y Vistabella. 

Mas  cual  suele  gentil  el  veterano 
Marchar  con  el  fusil  muy  mas  airoso, 

El  granerer  no  suelta  de  la  mano 
La  soguilla  que  teje  laborioso, 

Y sea  en  su  camino,  ó cuando  en  vano 
Turba  su  grito  el  cívico  reposo, 

Protesta  contra  el  ocio  es  su  soguilla 
Por  la  fé  en  el  trabajo  que  en  él  brilla. 

No  es  difícil  creer  que  á cada  instante 
Ha  de  encontrar  amigos,  y aun  amores, 
Este  tipo  de  alegre  viandante 
Que  huella  sin  cesar  las  mismas  flores, 
Pero  firme  en  su  objeto  culminante 
Que  es  la  ciudad  do  premian  sus  sudores, 
Suelta  un  chiste,  requiebra,  jura  ó calla 
Sin  que  el  pié  le  detengan  voz  ni  valla. 

Cada  punto  mas  ágil  y acucioso 
Por  vencer  á sus  colegas  mas  listos, 


242 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


A paso  redoblado  marcha  ansioso 
Tras  de  lucros  escasos  y previstos, 

Mas  el  diablo  que  odia  su  reposo 
Le  tienta  con  mil  goces  imprevistos 

Y ante  el  templo  humeante  del  dios  Paco, 
No  puede  resistir  y se  echa  un  taco. 

Recuerda  á su  favor  que  en  la  alborada 
Fue  su  almuerzo  mas  bien  primera  parte 
Que  comedia  de  efecto,  y acabada 
Con  aquel  buen  sabor  que  exige  el  arte; 

Y fiando  á su  faja  otra  jornada, 

Y sorbiéndose  un  vaso  á cada  aparte, 

Llega  al  final,  y digno  de  mil  bravos 
Rescata  de  cien  nudos  cuatro  ochavos. 

Terminado  su  almuerzo  por  entregas 
Torna  á coger  su  trote  á lo  perruno, 

Y con  voces  que  en  Francia  fueran  griegas 
Empieza  á proclamarse  inoportuno: 

Si  entonces  liácia  él  por  tu  mal  llegas, 
Verásle  cual  traduce  el  desayuno, 

Lanzando  el  «granereeer . . .»  con  voz  sonora 
Cien  veces  nada  mas  en  media  hora. 

Por  Cuarte  ó San  Vicente  entró  la  plaza 

Y ya  las  mozas  están  en  movimiento, 

Pues  aunque  el  paso  afloje,  el  darle  caza 
Es  negocio  que  pende  del  momento; 

Si  el  callizo  dobló,  buscan  la  traza 
De  trasmitir  su  tiple  al  desatento, 

Y si  no  lo  consiguen,  que  es  frecuente, 

A otro  colega  aguardan  mas  prudente. 

Llega  el  crítico  punto  en  que  encarados 
Fregona  y escobero,  es  ya  preciso 
Ajustar  del  convenio  los  tratados 
Del  piso  de  la  calle  á un  cuarto  piso; 

Allí  es  oir  de  acentos  desgarrados 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


243 


Salir  casi  arreglado  un  compromiso 
Que  al  pié  de  la  escalera  se  termina 
En  dimes  y diretes  de  cocina. 

Porque  eso  sí,  la  dignidad  humana 
No  permite  al  Marqués  de  la  Escobilla 
Molestarse  en  subir  una  mañana 
Ni  escala,  ni  escalón,  ni  escalerilla, 
Antes  si  advierte  resistencia  vana 
En  la  que  osada  su  soberbia  humilla, 

O le  planta  en  su  cara  un  buen  desaire 
O le  pide  la  escoba  por  el  aire. 

Ya  que  bajó  por  una  ú otra  vía, 

Abre  el  serón  relleno  de  palmito, 

Y el  cordel  que  el  manojo  al  mango  lia 
Deja  á sus  piés  con  gesto  mas  contrito, 
Busca  afanoso  lo  que  al  caso  guia, 

Saca  el  podon,  la  aguja,  un  podoncito 

Y empuñando  la  escoba  vergonzante 
Le  destoca  sus  barbas  al  instante. 

Escoge  de  la  palma  mas  mediana 
Otro  nuevo  aderezo  de  á tres  cuartos, 

Y ajustándolo  al  mango  cual  campana, 
Desarrolla  los  ásperos  espartos; 

De  un  garrote  los  lia,  da  con  gana, 

Y ciñendo  el  manojo  en  giros  hartos, 
Pasa  el  cabo,  lo  anuda,  pule  su  obra, 
Carga  con  su  serón,  escupe  y cobra. 

Otras  veces  luciendo  sus  quilates 
En  muestras  primorosas  ó sencillas, 
Ostenta  sin  gastar  escaparates 
Escobas,  escobones  ó escobillas, 

Y encomiando  con  gracia  sus  remates 
A doncellas  que  fueron...  criadillas, 

Les  ofrece  por  diez  ó veinte  ochavos 

La  palma...  del  barrido  en  sendos  rabos. 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Son  las  doce  del  dia...  su  paseo 
En  alza  terminó,  mas  cuenta  en  baja 
Su  estómago  cansado  de  bureo 

Y los  piés  de  correr  no  muy  en  caja; 

Seis  reales  llenaron  su  deseo, 

Y ojalá  no  sufrieran  mas  rebaja, 

Pero  es  el  caso  que  al  oler  lo  enjuto 
Segunda  vez  á Baco  da  tributo. 

Alterando  tal  vez  su  itinerario, 

Si  el  servicio  requiere  una  contrata, 

De  su  ruta  revuelve  el  rumbo  vário 
A Cuarte,  Chirivella  ó á Mislata; 

Trueca  en  palos  su  negro  numerario, 

Los  ajusta  al  serón  que  le  maltrata, 

Y arrastrando  una  cruz  de  dos  arrobas 
Llega  á casa  sin  blanca  y sin  escobas. 

Come,  enfila  las  palmas,  y halagado 
De  su  sed  importuna  al  dulce  instinto, 

Con  sus  colegas  y otros  congregado, 
Huyendo  de  lo  blanco  da  en  lo  tinto: 

Allí  es  de  oir  su  chiste  descarnado 
Junto  al  dintel  del  báquico  recinto, 

O embrollando  la  cuenta  de  un  escote 
Que  se  salda  á favor  de  algún  garrote. 

Cuando  llega  el  otoño  que  en  España 
Da  al  palmito  lozano  crecimiento, 

Asaltan  por  cuadrillas  la  montaña 
Por  la  palma  obtener...  del  sufrimiento, 

Pues  no  es  raro  que  un  chusco  de  mas  maña, 
Sin  licencia  de  Rey  ni  Ayuntamiento, 

Recoja  con  sus  palmas  las  agenas, 
Reduciendo  á una  sola  tres  faenas. 

Acaso  el  egoismo  de  la  hartura 
Su  hastío  al  esparcir  por  verdes  prados, 
Ignora  la  inminente  desventura 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


245 


Del  oficio  escobil  y sus  aliados, 

Porque  á fuerza  de  tanta  peladura 
Son  ya  tantos  los  montes  repelados 
Que  solo  por  pelar  queda  algún  punto 
En  Tous  ó Cfuadasnar,  Chiva  ó Sagunto. 

Mas  previendo  su  fin  el  escobero, 

Por  un  génio  benéfico  influido. 

Se  apresta  á socorrer  al  compañero 
Bajo  bases  que  aun  nadie  ha  infringido,  (1) 
5'  después  de  cumplir  con  grave  esmero 
Del  social  estatuto  lo  ofrecido, 

A su  hermano  acompañan  en  la  muerte 
Los  que  en  vida  partieron  su  vil  suerte. 

Tal  es  del  granerer  el  tipo  andante, 

Sano,  alegre,  sociable  y satisfecho 
Con  ver  á su  familia  harto  abundante, 
Creciendo  en  derredor  so  el  blanco  techo; 
Conductor,  cosechero  y fabricante 
El  da  forma  al  palmito  sin  provecho, 

Y sostén  del  decoro  en  su  llaneza 
Es  hombre  necesario...  á la  limpieza. 

A sus  toscos  trabajos  mal  premiados 
Debe  el  sucio  Madrid  cien  mil  escobas, 

Que  en  carros  por  Torrente  sustentados 
El  aseo  trasladan  por  arrobas: 

¿Qué  fuera  de  Castilla  y sus  estrados, 

Si  el  héroe  ignorado  de  estas  trovas, 
Abjurando  sus  limpias  tradiciones, 

Al  polvo  abandonase  los  salones? 

¡ Pero  no  haya  temor ! . . . Antes  los  rios 
Torcerán  hacia  el  monte  sus  corrientes, 
Antes  del  pollo  cesarán  los  pios 


(1)  En  6 de  enero  de  1851  crearon  una  sociedad  de  socorros  inútuos,  para  el  caso  de  enfermedad:  y las  cu- 
riosas y bien  meditadas  bases  de  sus  estatutos,  acreditan  á un  tiempo  la  previsión  y filantropía  de  tan  honra- 
dos menestrales. 


TOMO  i. 


31 


246 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


Al  ver  un  miriñaque  de  tres  puentes, 

Antes  con  dotes  se  hallarán  desvíos, 

Y lian  de  faltar  maridos  complacientes, 

Que  falten  á este  artista  en  sus  apuros 
Su  fé  y un  capital  de  quince  duros. 

Recibid,  pues,  mis  plácemes  sinceros 
Alberics  y Verdets,  Moras,  Marsillas, 

Y otros  muchos  que  el  gremio  de  escoberos 
Ordenásteis  con  reglas  tan  sencillas: 

En  trabajo  y virtud  sed  los  primeros, 

Invada  vuestra  escoba  ambas  Castillas, 

Y al  son  de  panderetas  y guitarras 
Alegre  vuestra  voz  las  Albuj arras.  (1) 

(1)  Nombre  del  punto  ó barrio  en  que  terminan  las  seis  calles  de  Torrente  donde  habitan  los  escoberos  de 
aquella  villa. 


por  D.  Julio  Nombela. 


I 


sombra  el  cúmulo  de  esfuerzos,  de  trabajos,  de  privaciones, 
de  desvelos  y de  heroismos  que  lia  costado  á la  humanidad 
la  pobre  cieucia  que  posee. 

Los  mas  insignificantes  descubrimientos  con  que  la  me- 
cánica atiende  á las  necesidades  de  la  vida,  son  el  producto 
de  insomnios  y de  cálculos  que  dan  escalofríos. 

Cualquier  operación  financiera,  por  menuda  que  sea,  obliga  al  que 
la  emprende  á emborronar  cuartillas  con  innumerables  números. 

La  mas  rudimentaria  ecuación  matemática  cuesta  lo  menos  una 


<¡rr 


jaqueca. 

Y sin  embargo,  existe  desde  los  tiempos  mas  antiguos  una  ciencia  vulgar, 
(|ue  sigue  á la  otra  como  la  sombra  al  cuerpo,  unas  veces  detrás,  otras  delante,  ora 
á un  flanco,  ora  al  otro,  tímida  ó descarada;  pero  ejerciendo  una  gran  influencia, 
casi  una  tiranía;  y logrando  que  en  ocasiones  las  inteligencias  mas  eminentes, 
abandonen  á la  deidad  que  tantos  sacrificios  les  ha  exigido,  para  entregarse  en 
cuerpo  y alma  á esa  mísera  mujerzuela,  que  puede  mas  con  su  maña  y su  astu- 
cia que  aquella  con  su  sabiduría  y su  nobleza. 


248 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Aludo  al  procedimiento  humano  que  se  llama  vivir  sobre  el  país,  mas  conoci- 
do por  gramática  parda;  tan  fácil  de  aprender,  cuando  hay  disposiciones  en  el  que 
quiere  practicarlo,  como  beneficioso  para  el  que  le  practica. 

Aspira  un  joven  generoso  á constituirse  en  defensor  del  perseguido  ante  la 
inexorable  justicia  y necesita  consagrar  los  mejores  años  de  su  vida  á un  ince- 
sante estudio  de  la  filosofía,  de  la  legislación,  de  la  historia,  de  las  costumbres. 
Debe  añadir  á estas  teorías  los  poderosos  elementos  de  una  práctica  asidua.  Total: 
una  fortuna  empleada  en  adquirir  tantos  conocimientos,  diez  ó doce  años  de  tra- 
bajo intelectual,  y después  de  esto  puede  muy  bien,  creyendo  defender  á un  ino- 
cente, abogar  por  un  malvado,  que  sin  emplear  capital,  sin  quemarse  las  cejas  es- 
tudiando, ha  ideado  los  medios  de  cometer  un  crimen  disponiendo  las  cosas  de 
manera,  que  siendo  en  realidad  verdugo  aparece  como  víctima. 

Establecer  una  fábrica  de  monedas  es  para  los  gobiernos  empresa  árdua  y di- 
fícil. Hay  que  fijar  la  ley  de  los  metales  preciosos,  hay  que  buscar  hábiles  dibu- 
jantes, experimentados  grabadores,  fundidores  idóneos,  el  auxilio  de  la  mecánica 
es  indispensable,  la  ciencia  económica  entra  por  mucho  en  la  creación  de  ese  fe- 
cundo elemento  del  cambio.  Se  necesitan  grandes  sacrificios  pecuniarios,  inmen- 
sa actividad,  exquisita  precaución  para  producir  la  moneda  que  ha  de  vivificar  el 
comercio.  Y sin  embargo,  un  metal  de  escaso  valor,  unas  malas  herramientas, 
una  cueva,  la  incierta  luz  de  una  vela  de  sebo,  y unas  cuantas  personas  listas, 
bastan  para  que  un  monedero  falso  produzca  y haga  circular  monedas,  tan  per- 
fectas al  parecer,  que  pasan  y enriquecen  al  que  las  elabora. 

— No  se  esfuerce  usted  mucho  en  defenderme,  decia  un  reo  de  este  delito  á su 
abogado.  Lo  que  ha  de  procurar  usted  es  que  me  echen  cuanto  antes  á presidio. 
En  la  cárcel,  como  estoy  de  paso,  no  puedo  utilizar  mi  habilidad:  allá,  tarde  ó tem- 
prano, podré  proporcionarme  los  medios  de  continuar  mi  industria  en  gran  escala. 

Claro  es  que  para  utilizarla,  tenia  que  recurrir  á la  gramática  parda. 

Podria  multiplicar  los  ejemplos  hasta  lo  infinito,  demostrando  que  suelen  sa- 
ber mas  los  que  saben  menos;  paradoja  que  los  efectos  de  la  mencionada  gramáti- 

* 

ca  convierten  en  axioma. 

Ved  al  sábio  inventor,  que  después  de  una  vida  de  lucha,  muere  olvidado  en 
el  hospital,  mientras  que  un  criado  que  tuvo,  dando  á alguna  idea  que  cogió  al 
vuelo  forma  práctica,  se  ha  transformado  en  millonario  y pasa  en  elegante  laudó 
al  lado  de  las  míseras  y caritativas  parihuelas  que  llevan  al  hoyo  grande,  al  ver- 
dadero autor  de  su  engrandecimiento. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


249 


Ved  como  el  capitalista  se  arruina  poco  á poco  acometiendo  empresas  Lasadas 
en  soluciones  matemáticas  de  problemas  científicos,  y como  poco  á poco  se  enri- 
quece su  portero,  que  comienza  por  cambiar  en  monedas  de  cobre  las  de  plata  á 
los  domésticos  que  van  á la  compra,  que  presta  luego  con  usura  á los  vecinos, 
que  conociendo  la  aguja  de  marear,  solo  acomete  empresas  de  segura  ganancia, 
aun  cuando  tenga  que  dar  un  anestésico  á su  conciencia  y que  acaba  por  conver- 
tirse á los  ojos  del  público  en  alma  piadosa  y caritativa,  al  socorrer  al  millonario 
arruinado. 

¿Quiere  decir,  este  examen  que  hago  de  un  hecho  incontestable,  que  lo  re- 
cuerdo para  que  se  estudie  y se  practique?  De  ningún  modo;  le  condeno,  le  exe- 
cro; pero  al  fin  es  un  hecho,  y es  necesario  conocerle  para  condenarle  y execrarle. 

Como  un  humor  maléfico,  invade  el  cuerpo  social  y causa  estragos  en  todos 
sus  órganos.  Tan  pronto  invade  la  cabeza  como  el  corazón:  ya  se  le  vé  explotar 
los  sentimientos  mas  generosos,  el  amor,  el  patriotismo,  la  religión,  la  familia, 
como  ingerirse  en  las  necesidades  mas  vulgares  de  la  vida.  Ora  aparece  en  el  po- 
lítico, en  el  legislador,  en  el  artista;  ora  en  el  comerciante,  el  artesano,  y hasta 
el  mendigo. 

Y como  esta  ciencia,  moneda  falsa  de  la  otra,  polilla  que  devora,  carcoma  que 
destruye,  es  en  último  término,  un  elemento  de  destrucción  social  y un  tipo  ca- 
racterístico humano,  paréceme  que  la  pintura  que  voy  á hacer  de  uno  de  sus 
ejemplares  mas  acabados,  no  será  ociosa  para  los  lectores. 

II 

Conocido  un  tipo  se  conocen  todos:  el  fondo  es  el  mismo,  la  forma  es  la  que 
varía. 

Busquemos  uno  de  los  ejemplares  mas  característicos;  una  mujer  del  pueblo, 
sin  educación,  sin  cultura  de  ninguna  clase,  de  esas  que  el  vulgo  pinta  tan  ad- 
mirablemente cuando  dice  de  ellas  que  están  dejadas  de  la  mano  de  Dios. 

La  he  conocido,  ha  vivido  en  Madrid;  y sin  nada,  ha  gozado  de  todo  con  re- 
lación á sus  aspiraciones. 

Su  historia  parecería  una  novela,  si  la  realidad  no  fuera  superior  á la  ficción. 

Manuela,  que  así  se  llamaba,  había  nacido  en  una  mísera  aldea  de  Galicia. 

Allí  donde  por  regla  general  son  bellas  las  mujeres,  la  infeliz  había  venido 
al  mundo  con  un  rostro  tan  feo,  que  espantaba.  Ni  el  diablo,  que  según  dicen 


250 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


presta  una  belleza  especial  á las  muchachas,  de  los  quince  á los  veinte  siquiera, 
se  había  tomado  el  trabajo  de  iluminarla  con  esa  luz  tentadora,  fuego  fatuo  que 
apaga  la  verdadera  luz.  Las  facciones  mas  caprichosamente  feas,  se  juntaban  en 
ella  para  producir  un  monstruo.  Su  cabello  era  cerda,  su  cutis  cordobán,  sus  ojos 
pequeños  y verdosos:  su  rostro  una  sierra  árida  con  pantanos  y abismos,  y por 
añadidura,  unas  viruelas  que  sufrió  á los  diez  años  acabaron  la  obra  que  en  un 
momento  de  embriaguez  liabia  formado  la  naturaleza. 

A fuerza  de  ser  fea,  daba  lástima. 

Pero  era  también  perezosa,  descuidada,  glotona,  entrometida;  y hasta  sus  mis- 
mos padres  y vecinos,  víctimas  de  los  chismes  v cuentos  de  que  los  hacia  blanco, 
sentían  hácia  ella  cierta  aversión,  que  templaba  la  piedad  que  les  merecía. 

Ninguna  utilidad  prestaba  á su  familia.  Si  le  confiaban  la  custodia  del  gana- 
do, el  lobo  hacia  de  las  suyas  con  los  tiernos  corderillos;  si  la  enviaban  al  campo 
á cavar  ó segar,  estaba  lista  á la  hora  de  comer  v tarda  á la  de  trabajar. 

Pero  ello  es  que  la  desgraciada  muchacha,  por  efecto  de  una  maña  especial, 
se  las  arreglaba  de  tal  modo  que  siempre  el  mejor  bocado  era  para  ella  y no  había 
goce  en  la  aldea  del  que  no  participase. 

Se  quedó  huérfana  y tan  pobre,  que  tuvo  que  pedir  limosna. 

Como  era  robusta  y podía  trabajar,  el  alcalde  que  no  quería  pordioseros  en  sus 
dominios,  la  obligó  á ponerse  á servir.  Estuvo  algunos  meses  con  unos  labrado- 
res y ahorrando  su  soldada,  reunió  lo  necesario  para  trasladarse  á la  ciudad  mas 
inmediata,  donde  encontró  una  buena  proporción. 

Una  señora,  celosa  en  alto  grado,  la  tomó  á su  servicio.  La  fealdad  de  la  chi- 
ca, era  el  ideal  de  sus  aspiraciones.  Hasta  entonces  no  le  había  durado  un  mes 
entero  la  doméstica  que  mas  tiempo  había  parado  en  su  casa.  Bastaba  una  mira- 
da de  su  marido  á la  maritornes,  un  elogio  de  sus  cualidades,  para  que  la  planta- 
se en  la  calle.  Con  Manuela  cesaba  todo  peligro. 

La  muchacha  comprendió  el  juego  y se  hizo  valer.  Su  ama,  que  veía  resta- 
blecida la  paz  en  su  hogar,  porque  en  honor  de  la  verdad  sus  celos  eran  infunda- 
dos, procuró  á toda  costa  conservarla. 

Allí  comprendió  la  doméstica,  que  dada  su  fealdad,  no  tenia  mas  que  un  me- 
dio para  hallar  en  la  vida  un  trovador  que  suspirase  al  pié  de  su  reja:  el  de  hacer 
ahorros. 

— Me  voy  á ir  de  casa,  señora, — decía  de  cuando  en  cuando  á su  ama. 

— De  ningún  modo. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


251 


— Todas  las  que  se  van  á Madrid  á servir,  ganan  mucho  dinero  y pueden 
ahorrar  para  cuando  son  viejas. 

— Te  aumentaré  el  salario. 

— En  ese  caso,  me  quedaré. 

Esta  escena  se  repetía  cada  seis  meses. 

A los  ocho  años  Manuela  había  reunido  mas  de  diez  oncejas,  después  de  ha- 
ber estado  bien  comida,  bien  vestida  y hasta  mimada. 

— En  Madrid  habrá  también  mujeres  celosas, — pensó,  y un  dia,  sin  oir  rue- 
gos, cosió  al  justillo  las  monedas,  tomó  pasaje  y despidiéndose  de  sus  amos  se  en- 
caminó á la  córte. 

III 

Una  cosa  la  desesperaba,  no  haber  hallado  un  adorador. 

— Y sin  embargo,  yo  he  de  casarme, — se  decia. 

Con  su  natural  fealdad,  realzada  por  los  años,  ya  tenia  veinticinco,  logró  sin 
embargo,  gracias  á la  gramática  parda  que  había  encontrado  en  el  fondo  de  su 
alma  como  filón  escondido  en  el  seno  de  escarpada  sierra,  tomar  el  aspecto  de  una 
mujer  de  juicio;  y sin  hacer  gran  cosa  pasaba  por  activa,  trabajadora,  y como 
vulgarmente  se  dice,  por  mujer  de  su  casa. 

— Soy  fea,  es  cierto, — se  decia; — pero  amen  de  que  esta  circunstancia  me  li- 
bra de  infinitos  disgustos,  es  una  condición  que  puede  servirme  de  mucho. 

Desde  luego  se  agarró  como  tabla  salvadora  á esa  triste  pasión  humana  que  se 
llama  celos. 

— Yo  hien  sé  que  mi  cara  no  será  del  agrado  de  la  señora, — decia  cuando  iba 
á vistas; — pero  hasta  ahora,  me  han  preferido  en  muchas  casas.  Los  hombres  son 
muy  caprichosos,  y cuando  una  criada  es  guapa,  como  no  falta  la  ocasión,  hay 
siempre  peligros...  Unas  veces  el  amo,  otras  el  criado,  otras  los  amigos...  Yo  doy 
gracias  á Dios  de  que  me  haya  hecho  tan  desgraciada  por  ese  lado,  así  puedo  ser- 
vir honradamente  y verme  libre  de  asechanzas. 

— Es  verdad, — pensaban  las  amas  de  casa  en  quienes  despertaba  por  lo  menos 
la  imaginación  una  vaga  sospecha. — ¡Pero  es  tan  fea!... — Y después  le  decían: 
— Vuelva  usted  mañana,  lo  pensaré. 

Al  dia  siguiente  era  admitida;  y por  este  procedimiento  llegó  á los  treinta  y 
cinco,  siempre  ocupada  y aumentando  su  capital  que  llegó  á ser  de  ocho  mil  rea- 
les en  una  libreta  de  la  Caja  de  Ahorros, 


252 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Omito  pormenores  que  demostrarían  hasta  rpié  punto  supo  Manuela  conseguir 
ventajas  gracias  á su  gramática  parda. 

Tenia  muchas  amigas  y todas  eran  guapas. 

Estas  la  preferían  como  compañera  en  sus  paseos,  por  la  sencilla  razón  de  que 
la  fealdad  de  la  amiga  hacia  resaltar  su  belleza  5 y además  no  tenian  inconve- 
niente en  que  fueran  sus  novios  en  su  compañía. 

De  esta  manera,  unas  veces  como  oscuro  del  claro,  y otras  porque  ayudaba 
con  su  persona  á salvar  las  apariencias,  participaba  Manuela  de  todas  las  diver- 
siones, meriendas  y regocijos  de  sus  amigas  y sus  adoradores,  v lograba  á su 
gusto  encender  la  discordia  entre  los  novios,  romper  sus  relaciones,  reanudarlas  y 
tener  gran  influencia  en  la  esfera  en  que  se  movia. 

Pero  en  el  fondo  sentía  una  gran  mortificación,  su  amor  propio  estaba  profun- 
damente herido  y necesitaba  á toda  costa  vengarse  de  las  bellas,  quitando  el  no- 
vio á la  mas  agraciada. 

La  víctima  que  eligió  era  una  hermosa  y honrada  joven  de  veintiséis  á veinti- 
ocho años,  que  habia  sido  doncella  en  una  casa  en  la  que  ella  había  desempeñado 
las  funciones  de  cocinera. 

Remigia  tenia  dos  debilidades,  su  familia  y su  guardaropa.  Cuanto  ganaba 
lo  empleaba  en  enviar  recursos  á sus  padres  y en  comprarse  vestidos  y adornos. 
Así  es  que  no  lograba  ahorrar.  Apesar  de  esto,  su  belleza,  su  buen  corazón  y su 
excelente  conducta,  le  proporcionaron  un  novio,  honrado  carpintero,  muy  traba- 
jador, muy  juicioso  y que  habiendo  querido  con  delirio  á sus  padres,  ya  difuntos, 
veía  con  buenos  ojos  el  amor  que  la  joven  profesaba  á los  suyos. 

Las  relaciones  comenzaron  cuando  Remigia  era  compañera  de  Manuela  en  la 
misma  casa,  y en  los  primeros  momentos,  prestó  á los  jóvenes  importantes  servicios 
que  le  granjearon  su  afecto  y su  interés. 

Cuando  las  dos  se  quedaban  solas  favorecia  las  clandestinas  entrevistas  de  los 
enamorados  y lo  único  que  sentía  era  no  poder  acompañarlos  en  sus  paseos  do- 
mingueros. Ya  se  vé,  cuando  la  una  salla,  tenia  que  quedarse  la  otra. 

Remigia  estaba  muy  contenta  con  sus  amos  y los  amos  estimaban  á la  joven. 
Manuela  logró  que  la  despidiesen,  confiando  á sus  señores  en  secreto  las  relacio- 
nes que  sostenia  con  el  carpintero  y manifestándoles  con  hipócrita  piedad,  el  te- 
mor que  tenia  de  que  se  perdiese  la  pobre  muchacha. 

Los  amos  la  exhortaron  á dejar  aquellas  relaciones  ó su  servicio,  Remigia  optó 
por  lo  último  y Manuela  pudo  desde  entonces  acompañar  á los  novios  en  sus  paseos. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


253 


Hubo  en  aquellos  amoríos  lo  que  en  todos,  riñas,  paces,  dudas,  confianza,  y 
Manuela  era  siempre  la  que  arreglaba  las  diferencias. 

Como  el  carpintero  ganaba  poco  y la  doncella  no  aborraba,  veíanse  obligados 
á aguardar  mejores  tiempos  para  casarse. 

Siempre  que  esta  conversación  salía  á relucir,  procuraba  Manuela,  sin  herir 
á su  amiga,  hablar  de  su  previsión  y de  sus  ocho  mil  reales. 

Remigia  estuvo  enferma  tres  semanas  y con  este  motivo  salió  Manuela  con  el 
carpintero  dos  domingos. 

— Habíale  de  mí, — le  decía  Remigia. 

— No  tengas  cuidado, — contestaba  su  amiga, — aprovecharé  el  tiempo  en  re- 
cordarle lo  mucho  que  vales. 

Y en  efecto,  con  maña  le  exponía  los  peligros  de  tomar  por  esposa  á una  mu- 
jer bonita,  y por  añadidura  gastadora  en  adornos  y trapos. 

■ — No  hallarás  otra  como  ella, — le  decía, — y estoy  deseando  que  os  caséis. 
Pero  es  preciso  que  tengas  mucha  calma  y mucho  ojo.  Todos  cuantos  vean  tu 
dicha,  han  de  envidiártela;  y si  al  menos  pudieras  establecerte  y tener  el  taller 
en  casa,  menos  malo.  Así  y todo,  cuando  fuera  á la  compra  ó á cualquier  recado, 
estarías  con  el  alma  en  un  hilo.  Los  hombres  todos  sois  tan  malos  y á las  bonitas 
¡claro!  les  gusta  que  les  regalen  el  oido.  Pero  en  fin,  ya  se  sabe  lo  que  es  ir  á 
comprar,  y puede  calcularse  si  una  mujer  se  entretiene  ó no.  Pero  yéndote  tú  por 
la  mañana  al  taller  y estando  allí  trabaja  que  te  trabaja  todo  el  santo  dia,  has  de- 
pasar  por  fuerza  malos  ratos.  ¿Qué  hará  ahora  mi  mujer?  ¿Si  habrá  ido  á verla 
algún  amigo  mió  con  cualquier  pretexto?  ¿Si  le  paseará  la  calle  algún  ladrón  de 
honras?  ¡Ay,  hijo!  Como  no  tengas  mucha  filosofía,  has  de  vivir  en  un  continuo 
infierno.  Por  supuesto  sin  razón,  cavilaciones  y nada  mas,  porque  eso  sí,  Remi- 
gia es  incapaz  de  faltarte  por  nada  ni  por  nadie.  Pero  al  mismo  tiempo,  tendrás 
que  guardarla,  que  aunque  una  sea  de  mármol,  hay  moscones  que  andan  al  rede- 
dor un  dia  y otro  dia  y la  ocasión  por  un  lado,  el  capricho  por  otro,  hacen  perder 
el  juicio  á la  mas  santa.  Y luego  que  dicen,  y es  verdad,  nadie  se  libra  de  un 
mal  cuarto  de  hora.  En  fin,  tú  no  tienes  motivos  de  alarmarte  gracias  á Dios;  y 
eso  que  la  afición  á trapos  y á oropeles,  ha  perdido  á mas  de  cuatro;  pero  en  mu- 
chas ocasiones  doy  gracias  al  cielo  porque  me  ha  hecho  tan  fea  como  soy  que  con 
este  defecto  me  libra  de  peligros  y asechanzas. 

Estas  y otras  reflexiones  por  el  estilo,  adornadas  con  el  recuerdo  de  sus  ocho 
mil  reales,  eran  los  buenos  oficios  que  prestaba  á su  amiga. 

TOMO  I.  32 


254 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Al  mismo  tiempo  aconsejaba  á Remigia  que  obligase  á su  novio  á casarse  con 
ella,  toda  vez  que  si  no  llevaba  dote,  tampoco  le  pedia  regalo,  y que  la  pobreza 
era  la  piedra  de  toque  de  los  verdaderos  afectos. 

— Nada,  nada...  pon  á prueba  su  cariño;  dile  que  si  no  se  casa  contigo  dentro 
de  cuatro  meses  rompes  con  él. 

— Pero  mujer,  si  le  quiero  mas  que  á mi  vida. 

— Pues  por  lo  mismo:  si  él  es  digno  de  tí,  te  complacerá;  y si  no  te  complace, 
le  conoces  y no  pierdes  el  tiempo. 

— Es  que  me  moriria,  si  llegase  á dudar  de  él. 

— Pero  como  no  te  dará  ocasión  de  dudar... 

Al  fin  v al  cabo  la  decidió  á arrostrar  la  prueba. 

Al  mismo  tiempo  valiéndose  de  una  tercera  persona,  liizo  llegar  á oidos  del 
carpintero  que  le  habia  salido  un  novio  rico  á la  Remigia  y que  esta,  convencida 
de  que  no  podia  casarse  con  ella,  le  pediría  que  cuanto  antes  la  llevase  al  altar, 
buscando  en  la  necesaria  negativa  del  joven  un  pretexto  para  romper  con  él. 

Salió  todo  como  Manuela  deseaba,  y los  novios  riñeron  en  toda  regla. 

— ¡Es  un  infame! — dijo  él. 

— ¡Es  una  santa  que  no  te  la  mereces! — exclamó  la  astuta  doctora  en  gramá- 
tica parda. 

— ¡Es  un  miserable! — sollozó  ella. 

— No  lo  creas;  me  lie  convencido  de  que  te  quiere  de  verdad, — le  dijo  á so- 
las Manuela. 

— Pues  yo  si  él  no  viene  á pedirme  perdón,  no  vuelvo  á hablarle. 

— Harás  bien. 

— Como  ella  no  me  pruebe  que  no  tiene  otro  novio  y me  pida  perdón,  no 
vuelvo  ni  á mirarla  á la  cara. 

— Eso  es  lo  que  debes  hacer. 

Resumen:  pasaron  dias,  la  mediadora  ahondaba  el  abismo  en  vez  de  cerrarlo, 
y Remigia  cayó  en  una  profunda  tristeza  y su  novio  perdió  el  amor  al  trabajo  y 
buscó  un  consuelo  en  la  bebida. 

Tan  enferma  se  puso  la  joven,  que  sus  padres  se  la  llevaron  al  pueblo. 

Manuela,  so  pretexto  de  arreglar  á los  enamorados,  paseaba  con  el  carpintero, 
le  obsequiaba  con  buenos  cigarros,  lo  daba  dinero  para  que  se  divirtiera  durante 
la  semana,  y procuraba  cuando  iban  juntos  que  se  embriagase  á fin  de  despertar 
sus  mas  dormidas  pasiones. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


Logró  por  fin,  Manuela,  tener  amante,  y lo  que  es  mas,  lucirlo  ante  sus  anti- 
guas amigas. 

Remigia  llegó  á saber  la  verdad  y no  pudiendo  soportar  tanta  infamia,  se  en- 
cerró una  noclie  en  su  cuarto  con  un  brasero  encendido  y amaneció  asfixiada. 

Manuela  abandonó  el  servicio,  se  fue  á vivir  con  la  víctima  de  su  perfidia  y 
en  unos  cuantos  meses  de  francachelas  se  fueron  los  cuatrocientos  duros  que  cons- 
tituian  sus  ahorros. 

— Me  has  arruinado, — dijo  al  carpintero, — y tienes  que  casarte  conmigo. 

Al  oirla,  el  joven  ya  envilecido  por  los  vicios,  la  llenó  de  improperios;  pero  la 
gallega  se  lanzó  á él  como  una  furia,  pudo  arrojarle  al  suelo  porque  estaba  bebido, 
y poniéndole  una  navaja  al  pecho: 

— Jura, — le  dijo, — que  te  casarás  conmigo  ó te  mato. 

El  amante  juró,  y dos  dias  después  desapareció  de  Madrid,  embarcándose  para 
Cuba. 


I'V 

Manuela,  próxima  á los  cincuenta  y sin  un  céntimo,  comprendió  que  la  pasión 
la  liabia  cegado  y resolvió  tener  calma  de  nuevo  para  seguir  disfrutando  de  la  vida. 

En  medio  de  su  pobreza  encontró  dos  armas  poderosas  para  realizar  sus  desig- 
nios. 

Aunque  liabia  sacado  de  la  Caja  de  Ahorros  todo  su  dinero,  conservaba  una 
libreta.  Pretestando  que  la  liabia  perdido,  cumplió  los  requisitos  que  marcan  los 
reglamentos  de  la  Caja  para  obtener  la  duplicada  y con  ella  retiró  sus  fondos  del 
establecimiento. 

• — Por  fortuna, — dijo  á sus  vecinas  al  verse  abandonada, — aun  conservo  los 
medios  de  vivir  con  alguna  decencia. 

Les  mostró  la  libreta  y corrió  la  voz  de  que  era  rica. 

Ocho  mil  reales  es  para  un  pobre  una  fortuna. 

La  otra  arma  que  guardaba...  ya  la  veremos  á su  tiempo. 

— ¡Yo  he  de  casarme  aun! — pensó  la  taimada. 

El  novio  deseado  se  presentó:  era  un  peón  de  albañil,  de  cincuenta  y seis  á 
cincuenta  y ocho  años,  que  viudo,  con  un  hijo  ya  adulto,  y sin  trabajo,  se  deci- 
dió á darle  su  blanca  mano,  y esta  sí  que  era  blanca,  pensando  que  con  las  dos 
mil  pesetejas  de  su  consorte  podria  asegurarse  una  buena  vejez. 


256 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


No  era  este  el  bello  ideal  de  la  pobre  mujer,  que  había  guardado  eulre  ceni- 
zas esa  chispa  que  da  vida  y calor  lo  mismo  al  mas  pulido  marfil  que  al  mas  gro- 
sero barro;  pero  ya  no  podía  detenerse  á escoger. 

La  boda  se  celebró,  y como  ella  era  la  rica,  se  impuso  desde  el  primer  mo- 
mento á su  marido  y á su  hijastro. 

— Es  verdad, — les  dijo. — que  yo  tengo  ocho  mil  reales,  pero  no  hay  que  to- 
carlos hasta  que  el  chico  salga  de  quintas.  Si  yo  me  he  casado  contigo, — añadió 
encarándose  á su  hombre, — lia  sido  por  afecto  á tu  hijo.  Así,  pues,  á trabajar  los 
dos  para  la  casa,  que  harto  hago  yo  con  destinar  mis  ahorros  á librar  del  servicio 
á este  muchacho. 

El  padre  agradeció  aquella  buena  intención;  yen  cuanto  al  chico,  hasta  le  pa- 
reció encantadora  su  madrastra. 

Manuela  logró  que  el  padre  y el  hijo  tuvieran  siempre  trabajo:  para  ello  puso 
en  juego  las  relaciones  de  los  amos  en  cuya  casa  había  servido. 

Los  dos  debían  entregarle  el  jornal  los  sábados,  y mostrarse  sumisos  por  aña- 
didura. Al  menor  asomo  de  rebelión,  sacaba  del  baúl,  cuya  llave  no  soltaba  ja- 
más, la  libreta  y amenazaba  con  marcharse  llevándose  su  capital. 

— ¡Qué  diablo! — se  decía  el  pobre  albañil. — Es  fea  como  un  energúmeno  y 
nos  trata  á zapatazos,  ¡pero  también  si  salva  el  chico  de  coger  el  chopo!...  Nada, 
nada,  hasta  que  se  libre  aguardaré...  después  será  otra  cosa,  y le  pagaré  con  cre- 
ces las  palizas  atrasadas  que  he  dejado  de  darle. 

Pasaron  cinco  años,  el  muchacho  entró  en  quintas,  sacó  número  alto  y se 
libró. 

— Ahora  ya  podemos  vivir  con  mas  desahogo, — dijo  el  albañil  á su  parienta. 

— ¿Piensas  trabajar  mas? 

— Al  contrario,  ya  estoy  cansado  y con  ocho  mil  reales  podemos  poner  alguna 
industria  que  nos  dé  de  comer  sin  que  yo  con  mis  años  me  vea  expuesto  á caerme 
de  un  andamio. 

— De  ningún  modo...  á ese  dinero  no  se  toca...  eres  muy  viejo,  puedes  mo- 
rirte y entonces  me  vendrá  de  perilla. 

A partir  de  esta  conversación,  asaltó  al  pobre  albañil  como  una  pesadilla,  una 
idea  criminal. 

— Yo  me  apoderaré  de  la  libreta, — pensó, — la  empeñaré  y me  daré  antes  de 
morir  algún  tiempo  de  buena  vida. 

Así  lo  hizo  en  efecto,  aprovechando  un  descuido  de  su  consorte.  Una  noche, 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


257 


sábado  por  cierto,  liabia  cenado  bien,  halda  bebido  mas  de  lo  regular,  y cayó  pro- 
fundamente dormida. 

Su  marido  aguardó  á que  se  durmiera  también  su  hijo,  sabia  que  su  mujer 
ponia  la  llave  del  baúl  debajo  de  la  almohada,  y temblando  pero  resuelto,  la  sacó, 
abrió  á tientas  el  cofre,  encendió  una  cerilla,  cogió  la  libreta,  cerró,  volvió  la 
llave  á su  sitio,  guardó  cuidadosamente  el  producto  de  su  hurto,  y se  acostó. 

No  pudo  dormir;  aunque  aquello  le  pertenecía,  al  fin  y al  cabo  habia  come- 
tido una  mala  acción,  y era  hombre  de  conciencia. 

El  domingo  fué  muy  temprano  á una  casa  de  empeños. 

— ¿Podría  usted  darme  algún  dinero  guardando  en  prenda  esta  libreta? — dijo 
al  dueño  del  establecimiento. 

— Se  la  ha  encontrado  usted, — le  preguntó  maliciosamente  el  prestamista. 

— No  señor, — contestó  el  albañil  poniéndose  colorado. 

— ¡Como  está  á nombre  de  una  mujer! 

— La  mia. 

— ¡Ah!  ya...  Eso  es  otra  cosa. 

— Si  quiere  usted  traeré  la  partida  de  casamiento. 

— No  señor,  ¿usted  sabe  escribir? 

— Muy  mal,  pero  se  entiende  lo  que  escribo. 

— ¿Y  cuánto  quiere  usted? 

— ¡Toma!  Lo  que  usted  pueda  darme. 

— ¿Es  enseñarla  ó venderla  lo  que  usted  quiere? 

— Lo  que  yo  quiero  es  dinero. 

— Pues  entonces  la  venta  es  lo  mas  conveniente.  Yo  soy  de  los  presta- 
mistas mas  honrados  y equitativos,  no  cobro  mas  que  un  cinco  por  ciento  de  in- 
terés. 

— No  es  mucho. 

— Al  mes. 

—¡Ah! ¡Ya! 

— Así  y todo,  podría  usted  tardar  en  desempeñar  la  libreta  y le  tiene  mas 
cuenta  que  se  la  compre. 

— Sea  como  usted  dice. 

— Le  daré  á usted  por  ella  la  mitad. 

— ¡Quiere  usted  callar!... 

— Pues  de  no  ser  así,  ya  hemos  hablado  lo  bastante. 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


— Poro  hombre  de  Dios,  la  semana  que  viene  puede  usted  realizarla,  y en 
ocho  dias  ganar  cuatro  mil  reales  es  una  atrocidad. 

— Pues  gánelos  usted. 

— Tengo  una  urgencia,  no  avisé  con  oportunidad  y por  eso... 

— Yaya,  hombre,  no  me  venga  usted  á mí  con  historias...  Llevo  cuarenta  años 
viendo  caras  de  pedigüeños  y en  cuanto  oigo  dos  palabras  ya  sé  del  pié  que  cojea 
el  que  las  dice.  Si  usted  me  vende  la  libreta  es  porque  se  la  lia  escamoteado  á su 
mujer  y aunque  sabe  usted  que  le  costará  una  riña  con  ella,  la  arrostra  usted  con 
tal  de  disfrutar  unos  cuantos  meses  de  holganza.  Esto,  suponiendo  que  sea  ver- 
dad, lo  que  usted  me  lia  contado  y yo  be  creido,  porque  tiene  usted  cara  de  hom- 
bre de  bien. 

— Pues  sí  señor,  es  cierto, — balbuceó  el  albañil, — mi  parienta  es  muy  agar- 
rada; teniendo  dinero  se  empeña  en  que  trabaje,  comemos  mal,  vestimos  peor,  y 
yo  me  be  dicho:  que  quieras  ó no  quieras,  liemos  de  disfrutar  de  lo  nuestro. 

— Ya  vé  usted  como  dándole  la  mitad,  me  espongo  á,  perder  lo  que  le  dé  ó pol- 
lo menos  á que  su  mujer  de  usted  me  arme  un  escándalo. 

— Si  tal  hiciera,  la  daba  una  paliza. 

■ — No  señor,  lo  mejor  es  que  se  lleve  usted  la  libreta  y que  me  deje  en 

paz. 

— ¿Con  ([lie  no  se  alarga  usted  á los  cinco  mil? 

— No  doy  un  céntimo  mas. 

— ¡Yaya!...  Sea  lo  que  usted  quiere. 

— Aunque  no  me  conviene  este  negocio,  por  complacer  á usted... 

—Ya  está  usted  buen  pez.  Yengan,  vengan  esos  dineros. 

— Poco  á poco,  amiguito.  En  primer  lugar  necesito  saber  si  la  libreta  es  ver- 
dadera ó está  falsificada. 

— Me  ofende  usted. 

— En  los  negocios  no  hay  ofensa.  Además  tiene  usted  que  firmar  un  docu- 
mento en  que  declare,  ante  testigos  que  yo  designaré,  que  me  ha  vendido  usted 
la  libreta  en  los  ocho  mil  reales  que  representa,  por  orden  y con  expresa  voluntad 
de  su  mujer. 

— Lo  que  es  eso  no  importa.  y 

— Pero  es  que  hasta  mañana  no  puedo  ir  á enterarme  á la  Caja  de  Ahorros. 

— Y yo  necesito  dinero  hoy. 

— Bien  hombre,  bien;  le  daré  á usted  á buena  cuenta  un  par  de  duros  y ma- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


259 


ñaña  por  la  tarde  viene  usted  á firmar  el  documento  y á llevarse  los  cuartos,  si 
no  hay  algún  tropiezo. 

- — ¿Pero  se  queda  usted  con  la  libreta. 

— Naturalmente . 

— ¿Y  quién  responde? 

— Sin  el  contrato  de  venta  ó el  endoso,  yo  no  puedo  cobrarla.  Aunque  se  la 
negara  á usted,  que  eso  no  puede  sospecharse  de  un  hombre  tan  honrado  como 
yo,  con  pedir  un  duplicado  estaba  usted  al  cabo  de  la  calle. 

—Tiene  usted  razón,  vengan  los  cuarenta  del  pico  y hasta  mañana. 

El  albañil  recogió  los  dos  duros  y al  salir  á la  calle,  sintió  los  primeros  sínto- 
mas del  arrepentimiento. 

Para  cobrar  ánimos  entró  en  una  taberna  y se  regaló  un  par  de  copas. 

— Si  se  ha  enterado,  me  araña  en  cuanto  me  vea, — se  dijo. 

Antes  de  volver  á su  casa,  buscó  á su  hijo;  y al  saber  por  él  que  su  tía,  así  la  lla- 
maba el  chico,  habia  ido  á misa  muy  tranquila,  se  decidió  á ir  con  él  á su  albergue. 

Con  efecto,  Manuela  no  se  habia  apercibido  del  hurto. 

Por  la  tarde  se  fueron  á la  Fuente  de  la  Teja,  merendaron  y el  albañil  se  tran- 
quilizó un  poco;  pero  tampoco  pudo  dormir. 

— ¡Cuando  lo  descubra  será  ella! — pensaba. 

Toda  la  noche  la  pasó,  tan  pronto  arrepintiéndose,  como  animándose  á llevar 
á cabo  su  plan. 

Al  dia  siguiente  fué  á ver  al  prestamista. 

Este,  habia  preguntado  en  la  Caja  de  Ahorros  si  la  libreta  era  buena.  Un  em- 
pleado la  examinó  y declaró  que  en  efecto  habia  sido  expedida  por  la  Caja. 

— Aquí  está  ya  el  documento  para  que  usted  lo  firme, — dijo  el  usurero  al  me- 
nestral,— y acto  continuo  le  entregaré  el  dinero. 

El  marido  de  Manuela  se  hizo  leer  el  contrato  y lo  firmó. 

Poco  después  salió  de  la  casa  llevándose  ciento  noventa  y ocho  duros. 

En  vez  de  considerarse  feliz,  al  verse  en  posesión  de  aquella  cantidad,  sentía 
que  las  monedas  le  abrasaban. 

— He  hecho  mal, — pensaba, — he  cometido  una  mala  acción. 

Desde  aquel  momento  perdió  la  tranquilidad  ; y aunque  para  consolarse  volvió 
al  dia  siguiente  á casa  del  prestamista  á deshacer  el  trato,  al  oir  de  sus  lábios  que 
no  le  convenia  sino  le  daba  cien  duros  por  daños  y perjuicios,  resolvió  no  gastar 
un  solo  céntimo.  La  verdad  es  que  comenzó  á sufrir  horriblemente. 


260 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


El  sueño  huyó  de  sus  ojo5!,  le  faltó  el  apetito,  estaba  taciturno,  febril,  y su 
mujer  y su  hijo  conocieron  que  le  sucedia  algo  extraordinario. 

La  misma  observación  hicieron  sus  camaradas. 

Llegó  el  sábado  siguiente,  y á poco  de  estar  en  su  vivienda  llamaron  á la 
puerta. 

— ¿Quién  es? — preguntó  Manuela. 

— Abra  usted,  buena  mujer, — dijo  un  caballero. — soy  el  inspector  de  vigilan- 
cia del  distrito. 

Manuela  abrió  y penetraron  en  la  estancia  el  caballero  y dos  guardias  de  or- 
den público. 

El  albañil  comenzó  á temblar  como  un  azorrado. 

O 

— ¿Qué  se  les  ofrece  á ustedes? 

— ¿No  vive  aquí  Juan  Sánchez? 

— Sí,  señor,  es  mi  marido  que  está  presente  para  servir  á ustedes. 

— Pues  venimos  por  él. 

— ¿Por  él? 

— Sí,  señora. 

— ¿Qué  lia  hecho?...  ¡Habla  tú,  hombre!  ¿Has  tenido  alguna  riña? 

— No,  señora,  no  es  por  reñir  por  lo  que  vamos  á llevarle  preso...  es  por  esta- 
fador... 

— ¡El!  ¿Pero  qué  te  pasa?  Habla,  maldito,  ¿has  hecho  alguna  picardía? 

— Ha  vendido  una  libreta  de  la  Caja  de  Ahorros,  que  ya  estaba  cobrada. 

Oir  esto  Manuela,  correr  á su  cofre,  abrirlo,  registrarle  y comprender  lo  que 
pasaba,  todo  fué  uno. 

En  aquel  momento  llegó  el  hijo  del  albañil  y se  enteró  de  lo  que  ocurria. 

— Mi  padre  ha  sido  honrado  toda  su  vida, — decia  el  muchacho. 

— Lo  ha  sido  y lo  es, — dijo  Manuela  obedeciendo  á una  idea  que  le  inspiró  su 
gramática  parda. — Esa  libreta  que  ha  vendido  era  mia  y muy  mia,  yo  misma  se 
la  he  dado  para  que  aunque  perdiera  algo,  trajese  dinero  enseguida,  y si  alguien 
la  ha  cobrado  ese  será  el  estafador.  ¡ Pobre  marido  mió ! — añadió  dirigiéndose  á él 
para  abrazarle... — Yé,  vé  sin  miedo  con  estos  señores,  que  yo  te  sacaré  ensegui- 
da v el  juez  y todo  el  mundo  verá  que  á hombre  de  bien  no  te  echa  nadie  la  pata. 

— Gracias,  mujer, — le  dijo  en  voz  baja  el  pobre  hombre. 

— Trae  el  dinero  que  te  han  dado,  tunante, — añadió  ella  en  el  mismo  tono. 

El  albañil  le  dijo  donde  lo  había  guardado  y se  dispuso  á seguir  al  inspector. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


261 

— Vé  tú  con  él,  hijo  mió, — le  dijo  Manuela, — y vuelve  enseguida  para  que 
empecemos  á dar  pasos  en  su  favor. 

Cuando  se  quedó  sola,  corrió  á buscar  el  dinero,  y al  hallarlo  una  sonrisa  in- 
fernal iluminó  su  rostro. 

— ¡El  que  nace  tonto!... — dijo,  y sin  acabar  la  frase,  ocultó  del  mejor  modo 
que  pudo  aquella  cantidad. 

Cuando  volvió  su  hijastro  se  puso  á llorar;  y tal  maña  se  dió,  que  el  mucha- 
cho que  estalla  afligido,  tuvo  que  dedicarse  á consolarla. 

— Lo  que  siento, — decia, — es  que  ya  es  tarde  y mañana  es  domingo;  hasta  el 
lunes  no  podemos  hacer  nada  por  tu  pobre  padre. 

Deseaba  tiempo  para  buscar  una  solución,  y la  suerte  se  puso  de  su  lado. 

El  golpe  que  habia  recibido  su  marido  era  terrible.  La  fiebre  que  le  minaba, 
se  convirtió  en  un  ataque  cerebral. 

La  misma  noche  de  su  arresto  fué  trasladado  desde  la  cárcel  á la  sala  de  pre- 
sos del  Hospital,  y cuantos  esfuerzos  hizo  la  ciencia  para  salvarle  fueron  inútiles. 
A las  diez  horas  dejó  de  existir. 

Esta  inesperada  solución  hizo  variar  de  táctica  á Manuela. 

Llamada  á declarar,  aunque  anegada  en  llanto,  manifestó  que  su  marido  ba- 
hía tenido  un  mal  pensamiento,  que  demasiado  sabia  que  el  importe  de  la  libreta 
habia  sido  cobrado  con  una  duplicada,  por  haber  estado  algún  tiempo  extraviada 
la  primitiva,  y alegó  en  su  favor  para  demostrar  que  el  suceso  la  habia  sorprendi- 
do, su  repentina  desaparición  al  presentarse  el  inspector  de  vigilancia,  motivada 
por  el  deseo  de  ver  si  estaba  ó no  en  el  baúl  la  libreta,  guardada  como  recuerdo 
de  sus  buenos  tiempos. 

La  causa  se  sobreseyó:  muerto  el  delincuente  no  habia  medio  de  perseguir  el 
delito.  Pero  esto  no  satisfizo  al  prestamista,  buscó  á Manuela,  empleó  todas  sus  ma- 
ñas, y doctor  en  la  ciencia  en  que  comparada  con  él  solo  era  bachillera  la  apro- 
vechada gallega,  logró  sacarle  la  mitad  de  los  doscientos  duros  á condición  de 
perdonarle  el  resto. 

Con  noventa  y ocho  duros  no  podía  vivir  mucho  tiempo  como  era  su  deseo,  y 
entonces  resolvió  quemar  el  último  cartucho. 

Ya  era  vieja  y corría  peligro  de  quedarse  sola.  Su  hijastro  era  su  única  espe- 
ranza; con  los  ocho  reales  que  ganaba  podía  mantenerla  y hasta  regalarla,  pero 
lo  mas  natural  era  que  buscase  una  media  naranja  y se  fuera  á otra  parte  con  la 
música,  es  decir,  con  los  monises. 

33 


TOMO  I. 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


262 

Cuando  desempeñaba  las  funciones  de  maritornes  conoció  á una  paisana,  tan 
paisana  que  era  de  su  mismo  pueblo,  y por  añadidura  se  llamaba  como  ella. 

Un  domingo  que  se  reunieron  para  pasear,  le  contó  (pie  había  recibido  de  su 
pueblo  una  noticia  triste. 

El  cura  de  la  parroquia  la  había  escrito  anunciándole  la  muerte  de  su  único 
hermano,  mayor  que  ella,  y participándole  que  con  este  motivo  doloroso  hereda- 
ba la  casa  y el  huerto  de  su  familia.  El  buen  eclesiástico  anadia,  que  siendo  la 
casa  una  de  las  mejores  del  pueblo,  se  liabia  presentado  un  indiano  con  deseo  de 
comprarla,  y que  si  ella  quería  podía  alquilársela  hasta  tanto  que  regresase  al 
pueblo  y tomase  una  resolución. 

Hay,  lo  mismo  en  las  populosas  ciudades,  que  en  las  míseras  aldeas,  familias 
en  las  que  se  perpetúan  ciertas  enfermedades.  En  la  de  la  paisana  de  Manuela,  la 
tisis  se  desarrollaba  como  sus  individuos  y en  lo  mejor  de  la  edad  acababa  con  ellos. 

Los  padres  de  su  amiga  habían  fallecido  muy  jóvenes,  dejando  á sus  dos  hijos 
con  sus  bienes,  su  enfermedad. 

El  hermano  murió  y la  hermana,  ya  atacada  también,  no  tardó  mucho  tiem- 
po en  seguirle. 

Manuela  la  asistió  en  sus  últimos  momentos  y heredó  su  ropa  y sus  cartas. 

La  del  cura,  le  parecía  que  podía  prestarle  grandes  servicios  y la  guardó  con 
el  mayor  cuidado. 

Un  día,  al  mes  de  haber  muerto  su  padre  en  el  Hospital,  el  hijastro  se  decidió 
á mudar  de  domicilio. 

— No  tiene  gracia, — pensaba, — que  lo  que  yo  gano  con  el  sudor  de  mi  fren- 
te sirva  para  que  se  regale  esa  bruja.  Está  fuerte  y puede  trabajar,  que  se  haga 
lavandera  ó asistenta,  ó que  pida  limosna.  Ni  es  mi  madre,  ni  cosa  que  lo  valga. 

Con  estas  ideas  un  domingo,  se  decidió  á decírselas,  y poco  orador,  como  que 
era  peón  de  albañil,  comenzó  con  rodeos. 

— Malos  se  van  poniendo  los  tiempos,  tía, — la  dijo  de  pronto. 

— ¡Y  tan  malos! — refunfuñó  Manuela. 

— El  dia  menos  pensado  me  quedo  sin  jornal,  y aunque  lo  sienta  por  mí,  mas 
lo  sentiré  por  usted. 

— Dios  te  pague  la  buena  voluntad. 

— Así  es  que  convendría  que  fuese  usted  pensando... 

— ¿En  tí,  bribón?  ¿Acaso  no  he  pensado  bastante?  ¿Crees  que  ahora  mismo 
no  pienso?... 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


263 


— Sí,  lo  creo,  pero... 

— Si  me  casé  con  tu  padre,  que  esté  en  g-loria,  fuó  por  tí,  ya  lo  sabes... 

— Usted  lo  lia  dicho. 

— Quise  guardar  mis  ahorros  para  librarte  de  quintas. 

— ¡Pues  diga  usted  que  si  caigo  soldado  me  avío! 

— ¿Lo  dices  por  la  infamia  que  me  lian  hecho  sacando  mi  dinero  con  una  su- 
perchería? 

— ¡Y  tanto! 

— Pero  la  intención... 

— Eso  sí,  la  intención  era  buena,  al  parecer. 

— Todo  por  no  haberme  enseñado  mis  padres  á leer  y á escribir.  Afortunada- 
mente tú  has  aprendido. 

— ¡ Cierto ! 

— Y con  ese  motivo,  voy  á darte  ó leer  una  carta  que  recibí  hace  algunos 
años  v á hacerte  una  revelación  que  hasta  á tu  mismo  padre  la  oculté. 

Y así  diciendo,  abrió  su  baúl  y sacó  la  famosa  epístola  de  que  lie  dado  cuen- 
ta antes. 

— Lee,  hijo  mió,  lee  en  alta  voz. 

El  mozo,  no  sin  trabajo,  descifró  las  palabras  que  había  trazado  el  cura. 

Al  saber  que  su...  tia,  como  la  llamaba,  era  propietaria  de  una  casa  y un  huer- 
to, se  sintió  avergonzado  de  haber  querido  abandonarla. 

— Ya  ves, — añadió  Manuela  limpiándose  los  ojos  con  una  punta  del  delantal, 
— ¡cuánta  desgracia  y cuánta  fortuna ! 

— Pero  esta  carta  es  muy  antigua. 

— Desde  que  la  escribió  el  señor  cura,  todo  lo  que  hasta  hoy  han  rentado  mis 
bienes,  lo  ha  ido  depositando  el  indiano  á quien  se  la  alquilé  en  casa  de  un  escri- 
bano del  Concejo.  Algún  dia,  me  decia  yo,  tendré  un  hijo,  el  dinero  se  va  volan- 
do, si  lo  recibo  no  trabajaré  y lo  mejor  que  puedo  hacer  es  ir  ahorrando  la  renta 
para  la  vejez.  No  es  mucho  lo  que  cobro,  una  onza  al  año;  ya  van  once,  con  que 
ajusta  la  cuenta. 

— ¡Mire  usted  qué  callado  se  lo  tenia! 

■ — El  que  no  es  previsor... 

— Ya  veo  yo  que  sabe  usted  mas  que  Lepe,  tia  Manuela. 

— Ahora  voy  á decirte  lo  que  he  hecho;  el  mismo  dia  que  me  casé  con  tu  pa- 
dre, escribí  (pie  era  mi  voluntad  que  hasta  mi  muerte  pusiera  el  escribano  á ré— 


264 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


dito  lo  que  fuera  cobrando  de  alquiler,  para  que  se  entregara  á la  persona  á quien 
yo  dejase  por  heredero  de  todos  mis  bienes. 

— ¿Y  qué  lia  pensado  usted? 

— ¿No  lo  comprendes,  tonto?...  Un  dia  de  estos,  cuando  podamos  ahorrar  algo, 
liaré  mi  testamento  y te  nombraré  á tí  mi  único  heredero. 

— Digo  que  es  usted,  lia,  la  mas  buena  de  las  mujeres. 

— Solo  te  pido  una  cosa. 

—¿Cuál? 

— Que  no  me  llames  tia  sino  madre.  Me  parece  que  te  doy  pruebas  de  que- 
rerte como  un  hijo. 

— ¡Mucho  que  sí! — exclamó  el  chico  conmovido. — Mas  que  madre  es  usted 
para  mí, — y enjugándose  con  la  manga  de  la  chaqueta  algunas  lágrimas  de  gra- 
titud  que  asomaron  á sus  ojos,  añadió  gimiendo: — ¿Cómo  cuánto  valdrán  el  huer- 
to y la  casa? 

— Figúrate,  el  cura  dice  y es  verdad,  que  son  de  lo  mejor  del  pueblo...  ¡Para 
habitarla  un  indiano!... 

— Eso  pienso  yo. 

— Pon  á la  casa  cincuenta  onzas  lo  menos  y tres  ó cuatro  al  huerto. 

— Cincuenta  y cuatro  y once,  sesenta  y cinco. 

— Eso  hoy  por  hoy,  que  luego  cada  año  irá  aumentando  con  la  renta  y el  ré- 
dito. Si  vivo  diez  años  mas  siquiera,  de  cien  onzas  no  baja  lo  que  cojes. 

— Dios  se  lo  pague  á usted,  tia...  digo,  madre. 

— Por  supuesto,  que  tendrás  que  ir  allá. 

— Eso  no  importa. 

— Y otra  cosa,  hijo  mió...  mientras  yo  viva,  es  preciso  que  renuncies  á ca- 
sarte... Tienes  veinte  y cuatro  años,  diez  mas  para  un  hombre  no  es  nada... 
Cuando  yo  estire  la  pata,  no  te  faltará  en  mi  tierra  alguna  moza  que  te  lleve  otro 
tanto,  y con  tres  mil  duritos... 

— El  caso  es  madre...  que  yo  hablo  hace  tres  meses  con  una  chica,  y la  ver- 
dad, la  quiero  y pensaba  casarme. 

— Hazlo  si  quieres;  pero  te  juro  por  quien  soy  que  entonces  dejo  mi  dinero 
para  misas  por  mi  alma. 

— Bien  está...  la  dejaré,  y eso  que  francamente,  la  liabia  tomado  ley.  Pero  lo 

que  usted  dice á los  treinta  y cuatro  años  aun  tendré  yo  buen  ver y con 

dinero. . . 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


265 

No  hablaron  mas;  pero  desde  aquel  dia  no  hubo  hijo  verdadero  mas  solícito  y 
cariñoso  que  aquel  hijo  de  pega. 

— Cuando  me  entregues  tu  jornal  los  sábados, — le  dijo  la  Manuela, — guar- 
daré yo  cada  semana  dos  realitos,  y en  cnanto  se  reúna  lo  preciso  para  pagar  al 
escribano,  iremos  los  dos  juntos  á hacer  el  testamento. 

No  bal)  i a duda. 

El  hijastro  de  la  gallega,  sino  vaciló  en  permanecer  soltero,  luchó  bastante 
antes  de  romper  con  su  novia,  y al  fin  y al  cabo  se  decidió  á confiarle  lo  que  le 
bahía  dicho  su  madrastra,  prometiéndole  que  si  le  esperaba,  en  cuanto  se  muriera 
y cogiese  la  herencia  se  casaría  con  ella. 

Un  año  después  hizo  Manuela  el  testamento  en  toda  regla.  Con  la  mayor  se- 
renidad declaró  que  dejaba  todos  sus  bienes  á su  hijastro  y no  solo  nombró  al  es- 
cribano que  tenia  su  dinero,  sino  que  describió  con  pelos  y señales  la  casita  y el 
huerto. 

Todo  le  parecía  poco  al  agraciado  para  atender,  contemplar  y hasta  mimar  á 
su  generosa  bienhechora. 

Cuanto  ganaba  se  lo  entregaba;  iba  á la  compra;  por  la  noche,  cuando  volvía 
del  trabajo,  la  ayudaba  á hacer  la  cena;  dormía  en  un  mal  jergón,  para  que  ella 
se  arrellanase  sobre  blando  colchón  de  lana;  la  sacaba  á paseo  los  dias  de  fiesta, 
y por  atenderla,  hasta  descuidaba  á su  novia,  que  cansada  de  aquella  vida  le  dejó 
al  fin  y se  casó  con  otro. 

En  vez  de  ir  á la  taberna,  compraba  medio  cuartillo  y se  lo  bebía  con  la  vieja. 

Aquella  unión  de  madrastra  é hijastro  llamó  la  atención  de  los  vecinos,  el  due- 
ño de  una  tienda  de  comestibles  vió  el  testamento  porque  se  le  enseñó  ella  y desde 
entonces  comenzó  á llamarla  señora  Manuela. 

Cundió  la  voz  y no  tardó  en  saberse  en  el  barrio  que  era  relativamente  rica  y 
que  todo  se  lo  dejaba  á su  hijastro. 

No  diez,  sino  quince  años  trascurrieron  de  este  modo,  durante  los  cuales  la 
fea  y vieja  bachillera  vivió  como  una  reina. 

En  este  tiempo  gastó  alegremente  á escondidas  de  su  heredero  los  ahorros  que 
le  habían  quedado  de  la  fechoría  de  su  marido,  y tomó  en  diversas  ocasiones  del 
tendero  y de  otras  personas  de  la  vecindad,  hasta  cuatro  mil  reales  en  pequeñas 
cantidades. 

El  chico,  hecho  ya  un  hombre,  como  que  tenia  treinta  y nueve  años,  llegó  á 
oficial,  era  muy  diestro,  ganaba  buen  jornal,  y aun  que  deseaba  tomar  estado  y 


200 


I.OS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


pasaba  sus  malos  ratos  en  la  soledad  solteril,  llevaba  estas  penalidades  con  pa- 
ciencia, pensando  que  al  fin  y al  cabo  se  resarcirla, 
fiada  año  que  duraba  la  vieja  era  una  onza  mas. 


V 

Al  fin  al  cabo  se  murió  de  una  pulmonía,  y le  hizo  un  entierro  de  tercera 
(dase,  que  para  un  pobre  era  lo  mismo  que  echar  la  casa  por  la  ventana. 

Pidió  prestado  algún  dinero  á cuenta  de  su  herencia  y lo  gastó  en  la  caja,  en 
el  carro,  en  la  misa  de  cuerpo  presente  y en  la  sepultura. 

Esta  es  la  última  prueba  de  cariño  que  dan  con  toda  el  alma  los  pobres  á los 
séres  queridos. 

¿Pero  qué  le  importaba  aquel  gasto,  si  iba  á ser  dueño  de  cuatro  mil  duros  lo 
menos? 

Los  acreedores  le  presentaron  los  recibos  firmados  por  testigos  y con  la  cruz 
que  usaba  la  Manuela  como  firma;  y aunque  sintió  no  haber  sabido  en  vida 
aquellas  picardihuelas,  se  las  perdonó  de  buen  grado. 

Habló  con  el  tendero,  logró  que  recogiera  todos  los  recibos  y le  declaró  su 
único  acreedor,  pidiéndole  además  lo  necesario  para  ir  al  pueblo  á recoger  la  he- 
rencia. 

— La  gente  de  curia,  y mas  en  los  pueblos, — le  dijo  el  tendero, — son  muy 
listos,  vr  si  damos  al  que  guarda  el  dinero  de  tu  madrastra  el  tiempo  necesario 
para  reflexionar,  nos  arma  un  lio  de  mil  diablos.  Lo  mejor  es  que  yo  te  acompa- 
ñe, caemos  de  improviso,  el  testamento  canta,  y si  como  deseas  quieres  quedarte 
allí, -cobro  lo  que  me  debes,  me  pagas  el  viaje,  y todos  quedamos  contentos. 

¿Necesito  contar  cuál  fué  el  resultado  del  viaje? 

Ni  habia  tal  escribano,  ni  tal  casa,  ni  tal  huerto,  ni  tales  alquileres,  ni  ré- 
ditos. 

La  casa  á que  aludia  la  carta  del  cura,  estaba  en  poder  de  los  herederos  de  la 
otra  Manuela,  que  eran  unos  primos  suyos  por  parte  de  madre;  y el  hijastro  de 
la  gallega  y el  tendero  prestamista  tuvieron  que  volverse  corridos. 

— ¡Bribona!  ¡Bribonaza! — exclamó  el  hijastro  haciendo  su  epitafio. 

A pesar  de  lo  cual  y gracias  á su  gramática  ¡jarda,  disfrutó  en  vida  de  todo, 
hasta  del  amor  conyugal,  hasta  del  amor  filial,  sin  haber  pagado  á la  naturaleza 
el  terrible  tributo  de  tan  dulce  afecto. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


267 

En  cuanto  á su  heredero...  todavía  desquita  cada  semana  de  su  jornal  un  duro 
para  ir  pagando  al  tendero  los  préstamos  y el  viaje. 

Su  única  ventaja,  es  que  no  aprendió  la  ciencia  en  que  era  maestra  su  tia;  y 
como  es  hombre  de  bien,  aunque  desgraciado,  no  le  falta  trabajo,  goza  la  esti- 
mación de  cuantos  le  conocen,  y paga  su  culpa,  la  de  haberse  dejado  engañar  por 
ser  codicioso. 


ñ 

J 


) 


I 


1 

I 

J , 


por  D.  Cesáreo  Fernandez  Duro. 


i alguna  persona  no  familiarizada  con  los  rumores  de  la  playa 
abre  el  Diccionario  de  la  lengua  castellana  deseosa  de  saber  lo 
que  Contramaestre  significa,  verá  que  es:  «Oficial  de  mar  que 
manda  las  maniobras  del  navio,  y cuida  de  la  marinería  bajo 
las  órdenes  del  oficial  deguerra.  Navis,  nautarumque  subprce- 
fectus.»  El  Diccionario  marítimo  español,  á seguida  consultado,  le 
informará  además  ser  el  Contramaestre:  «Hombre  de  mar  experto, 
examinado  en  su  profesión  y caracterizado  en  un  rango  superior  á 
todas  las  clases  de  marinería,  sobre  la  cual  tiene  una  autoridad 
equivalente  á la  del  sargento  en  la  tropa.» 

Si  no  satisfecha  todavía  acude  á las  ordenanzas  y reglamentos  de 
la  marina  militar,  empeñada  en  investigar  cuáles  son  en  absoluto  las  funciones  de 
este  oficial  de  mar,  de  qué  modo  las  desempeña,  qué  conocimientos  abraza  la  pericia 
que  debe  acreditar  en  el  exámen,  sin  dificultad  averiguará  que  existe  un  cuerpo 
especial  denominado  de  Contramaestres  de  la  Armada,  formado  con  aprendices  na- 
vales, muchachos  que  cursan  teórica  y práctica  en  un  buque-escuela  del  estado, 
y con  otros  hombres  de  mar  (pie  solicitan  el  ingreso  y son  aprobados  en  el  referido 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


269 

examen.  En  este  caso  visten  pantalón,  chaleco,  chaqueta  ó levita,  según  los  casos, 
y gorra  de  paño  azul,  con  botones  dorados,  de  ancla;  usan  galones  de  oro  en  el 
antebrazo,  que  distinguen  las  categorías  de  tercero,  segundo  y primero;  y cuel- 
gan del  cuello,  pendiente  de  cordon  negro  de  seda,  un  pito  de  plata  de  forma  sin- 
gular, de  sonido  muy  agudo,  que  se  modula  con  ciertos  movimientos  de  la  mano, 
y embarcan  en  los  buques  para  hacer  el  servicio  de  instituto;  los  primeros  contra- 
maestres solo  están  por  lo  general  en  bajeles  de  gran  porte,  en  que  tienen  á sus 
órdenes  tres  ó cuatro  de  las  clases  inferiores.  En  colectividad  se  nómbranosme 
de  mar,  de  pito.  Respecto  á las  funciones  se  expresan  muy  pronto,  con  decir  que 
el  contramaestre  dirige  el  cumplimiento  de  los  mandatos  superiores  en  la  dispo- 
sición del  buque  y en  las  faenas  que  requieren  su  seguridad  ó movimiento. 

Tanto  peor  para  la  persona  aludida  si  con  estos  datos  elementales  satisface  la 
curiosidad;  habrá  formado  vaga  idea  del  cargo,  no  de  la  personalidad,  que  consti- 
tuye uno  de  los  tipos  de  mayor  interés  fisiológico  y que  ni  se  define  por  tanto  con 
pocas  palabras,  ni  es  fácil  con  muchas,  al  menos  para  mí,  bosquejarlo. 

El  contramaestre  de  nuestros  dias  viene  á ser,  en  cierto  modo,  el  último  tér- 
mino de  la  série  que  empieza  por  el  cómitre  de  las  galeras  de  la  Edad  Media,  que 
sigue  con  el  guardián  de  nao  en  las  armadas  y flotas  de  Indias,  que  continúa  con 
el  contramaestre  de  navio  en  las  escuadras  distintivamente  organizadas  por  Pati- 
no y Ensenada;  y solo  en  cierto  modo  digo,  porque  si  bien  tiene  el  actual  con  to- 
dos ellos  el  factor  común  de  clase;  si  es  sucesor  en  el  orden,  léjos  de  multiplicar 
el  valor  de  cada  antecedente  siguiendo  la  teoría  matemática,  está  léjos  de  poseer 
el  prestigio,  la  autoridad  y sobre  todo  el  saber  que  los  anteriores  gozaron  y lucie- 
ron. Tanto  como  se  diferenciaban  la  galera  real,  cubierta  de  oro  y seda,  dirigida 
por  los  hijos  de  los  reyes  ó la  mas  alta  grandeza  de  España,  é impulsada  por  la 
chusma,  escoria  de  la  sociedad,  sin  perder  de  vista  en  la  navegación  la  costa  me- 
diterránea; el  enorme  galeón,  la  nao  de  alto  bordo,  la  carabela  ligera,  toscamen- 
te entablados,  embadurnados  de  alquitrán,  surcando  los  mares  en  que  los  tripu- 
lantes intrépidos,  por  mas  que  libres,  poco  manejables,  dibujaban  en  los  mapas  la 
figura  de  las  Indias  orientales  y occidentales  y el  sembrado  caprichoso  de  las  islas 
que  constituyen  el  llamado  mundo  marítimo  entre  unas  y otras;  tanto  como  tales 
embarcaciones  se  distinguieron  á su  tiempo  del  alteroso  navio,  magnífica  repre- 
sentación de  la  belleza  y de  la  fuerza  armonizadas,  unidad  táctica  de  la  escuadra 
que  habia  de  disputar  en  la  mar  el  dominio  de  la  tierra,  tanto  se  apartan  dentro 
de  la  generalidad  de  los  hombres  de  mar,  por  especiales  condiciones  personales, 

TOMO  I.  31 


270 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


el  cómitre,  vestido  de  teleton  y damasco,  corriendo  la  crugía,  dando  el  compás 
de  la  boga  á son  de  pito  y mosqueando  con  el  corbacho  ó la  anguila  las  espaldas 
desnudas  de  los  míseros  forzados;  el  guardián  afanoso  por  estivar  bien  y pronto 
los  lingotes  de  plata  y los  tejuelos  de  oro  extraidos  de  las  minas  del  Perú  y de 
Nueva-España  con  destino  á la  Casa  de  Contratación  de  tas  Indias  de  Sevilla;  el 
contramaestre  discurriendo  la  manera  de  corregir,  con  la  inclinación  de  los  palos 
y la  variación  de  los  pesos  de  estiva,  las  matas  mañas  del  navio  en  el  gobierno, 
en  el  andar,  en  el  balance  y cabeceo.  Examinando  lo  poco  que  nos  dejaron  escri- 
to los  antiguos  de  organización  naval,  se  advierte  como  con  el  progreso  de  la 
construcción  de  las  naves  coinciden  los  de  las  reglas  ideadas  para  manejarlas  y 
dirigirlas  de  un  punto  á otro  de  la  mar  y la  exigencia  en  los  conocimientos  y dis- 
ciplina de  los  hombres  que  las  tripulan.  Ciñéndome  al  caso  concreto  del  contra- 
maestre, he  de  anotar  lo  que  con  un  siglo  de  intervalo  dijeron  el  capitán  Juan  de 
Escalante,  el  doctor  y almirante  Diego  García  de  Palacio  y otro  almirante  anóni- 
mo, abrazando  los  reinados  de  Carlos  Y á Felipe  IV. 

«El  contramaestre  es  el  cuarto  de  los  cinco  mandones  de  la  nao  y como  lugar- 
teniente del  maestre,  en  cuya  absencia  representa  su  mesma  persona  en  todos  los 
casos  y cosas  que  el  maestre  podia  hacer  estando  en  la  nao,  y todos  los  que  fue- 
ren y estuvieren  dentro  de  ella,  fuera  del  capitán  y piloto,  están  obligados  á obe- 
decerle en  todo  lo  tocante  á su  oficio,  sin  le  rebelar  en  cosa  ninguna.  Y á cargo 
del  mesmo  contramaestre  es  el  aparejar  la  nao  y estar  y residir  siempre  en  ella, 
guardándola  y amparándola  de  todos  los  peligros  é inconvenientes  que  en  cual- 
quiera manera  le  podrian  subceder,  y amarrándola  y desamarrándola  cuando  y 
como  conviniere,  no  rescibiendo  ni  dejando  entrar  dentro  mas  que  lo  que  el  maes- 
tre le  mandare  y ordenare,  y avisándole  siempre  de  todo  lo  que  conviniere  y fuere 
necesario  para  que  su  nao  esteé  mas  segura  y guardada,  y dándole  noticia  de  lo 
que  en  ella  pasare,  sin  encubrir  cosa  que  le  importe  saber,  y haciéndolo  así,  cum- 
plirá bien  con  su  oficio.» 

En  la  segunda  época  citada  se  dice: 

«El  contramaestre  es  oficio  de  importancia  en  esta  república  náutica:  ha  de 
ser  persona  de  mucho  trabajo  y confianza,  y que  sepa  leer  y escribir,  por  si  reci- 
biere alguna  cosa  en  el  navio  en  ausencia  del  maestre.  Gran  marinero,  y que  de 
la  mecánica  de  la  mar  sepa  todo  lo  necesario,  como  dar  carena,  hacer  cabrias,  ar- 
bolar y desarbolar,  y otro  cualquier  aparejo  que  se  ofreciere  arriba  y abajo,  por- 
que si  no  lo  sabe  hacer,  no  lo  sabrá  mandar.» 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


271 


Ya  esplicando  después  lo  que  le  incumbe  en  las  maniobras,  colocación  y cui- 
dado de  los  pertrechos,  amarras  de  la  nao,  distribución  y cargo  de  la  marinería,  y 
acaba  encargando: 

«Tendrá  cuidado  de  salvar  con  su  pito  á la  capitana,  almiranta  y demás  na- 
vios, á cada  uno  como  le  toca,  y si  no  lo  pudiera  hacer  p>or  sotavento,  sea  por 
barlovento,  que  la  cortesía  por  cualquiera  parte  es  buena.» 

«El  guardián  ha  de  ser  hombre  diligente,  buen  marinero,  cuidadoso  y de 
mucho  trabajo;  preside  entre  los  grumetes  y pajes,  y como  quien  lidia  con  gente 
moza,  lia  de  ser  algo  riguroso  en  castigarlos,  porque  le  teman  y obedezcan.» 

Otro  siglo  adelante,  al  advenimiento  de  la  dinastía  borbónica  en  España,  la 
armada,  que  liabia  llegado  á lastimosa  nulidad,  se  organizó  por  completo  á la 
francesa  rompiendo  con  los  usos  de  antaño,  creando  el  estado  mayor  ó cámara  de 
popa  de  los  bajeles  y regimentando  el  servicio  á bordo  con  deslinde  de  las  diver- 
sas atribuciones.  Entonces  descendió  el  contramaestre  desde  la  categoría  de  man- 
dón ó jefe,  á la  de  subordinado  del  último  oficial,  asimilada  su  clase  á la  de  los 
sargentos  primeros  del  ejército,  aunque  en  el  arreglo  recibia  de  aumento  muchas 
de  las  obligaciones  que  eran  propias  del  antiguo  maestre  y se  multiplicaban  en 
consecuencia  la  responsabilidad  y el  trabajo  del  cargo.  Por  esto,  porque  no  como 
quiera  se  desarraigan  los  hábitos  adquiridos,  y en  razón  á la  importancia  real  y 
verdadera  del  oficio,  contra  el  espíritu  de  la  ordenanza  vino  la  práctica  consuetu- 
dinaria á crear  jefatura  efectiva  para  el  contramaestre  en  la  parte  de  proa,  divi- 
dida ó segregada  de  la  de  popa  en  la  organización,  que  recordaba  la  composición 
en  brazos  del  estado.  Siguió,  pues,  siendo,  la  del  contramaestre,  persona  de  im- 
portancia en  ¡a,  república  náutica ; tuvo  opcion  á merecer  grado,  insignias  y ho- 
nores de  oficial  y jefe,  hasta  capitán  de  fragata,  dentro  de  la  clase,  y la  tradición 
le  conservó  el  derecho  de  ser  denominado  nuestramo  (nuestro  amo)  por  cuantos 
alberga  la  nave,  de  comandante  á cocinero. 

Sin  otra  alteración  trascurrió  el  siglo  xvm  con  los  principios  del  que  corre:  el 
contramaestre  á lo  Felipe  Y asistió  á los  combates  de  San  Vicente  y Trafalgar;  á 
la  emancipación  de  las  colonias  americanas;  á la  paralización  de  los  trabajos  de 
nuestros  arsenales;  á la  miseria  nacional  protestada  con  la  guerra  de  la  Indepen- 
dencia, después  de  la  cual  acarició  la  esperanza  de  renacimiento  en  era  nueva. 
La  era  llegó  en  efecto,  mas  ¡cuán  distinta  de  lo  que  se  imaginaba!  Las  trasfor- 
maciones del  material  naval  referidas,  que  la  ciencia  progresiva  del  ingeniero  con 
inseguros  pasos  realizó  en  el  espacio  de  cuatro  siglos,  fueron  nada  comparadas 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


272 

con  los  efectos  de  su  inventiva  en  los  últimos  cincuenta  años.  Un  buen  dia  susti- 
tuyó á los  cables  de  cáñamo  de  veinte  á veinte  y cuatro  pulgadas  de  circunferen- 
cia con  que  los  navios  se  amarraban,  exigiendo  para  su  difícil  y peligroso  manejo 
viradores,  mójeles,  loras,  aforros,  boyas,  hilas,  y tiempo  incalculable  así  para  le- 
var el  ancla  como  para  limpiar,  secar  y colocar  el  mismo  cable  en  su  lugar,  la 
cadena  de  hierro  engranada  en  el  cabrestante,  que  con  mayor  seguridad,  incom- 
parable diligencia,  manejo  sencillo  y costo  inferior,  llena  el  objeto  del  rígido  me- 
canismo funicular. 

Otro  dia,  los  enormes  toneles  que  llenaban  la  bodega  destinados  4 contener 
poca  y mal  agua,  cedieron  una  parte  de  su  espacio  á los  alj ibes  de  hierro  que  no 
obstante  median  mayor  capacidad  y conservaban  al  líquido  las  condiciones  de 
trasparencia  y salubridad.  Después  lancha  y botes  colocados  en  el  convés  como 
cajas  japonesas,  uno  dentro  de  otro,  por  resultado  de  faena  larguísima  necesitada 
de  los  cabrestantes  y de  todos  los  brazos  del  equipaje,  tras  de  la  preparación  espe- 
cial de  vergas  y aparejos,  tuvieron  sitio  respectivo  en  que  se  aseguran  instan- 
táneamente con  los  pescantes  giratorios;  y la  aplicación  del  vapor,  tímidamente 
ensayada,  fué  cual  varilla  de  hada  cambiando  de  forma,  de  dimensión,  de  objeto, 
no  va  los  pertrechos  del  buque,  sino  el  buque  mismo,  de  que  llegó  á señorearse 
dándole  impulso  y vida. 

No  hay  que  decir  la  impresión  que  en  el  contramaestre  iban  produciendo  las 
innovaciones:  era  su  especialidad  la  mecánica  aplicada;  su  gala  el  vencer  dificul- 
tades con  escasos  recursos;  su  mérito  acudir  á lo  imprevisto  con  ingeniosísimos 
resortes  de  imaginación,  y paso  á paso  observaba  que  el  velámen  era  relegado  al 
puesto  de  auxiliar  remoto;  que  las  máquinas  daban  reposo  á la  inteligencia,  y que 
el  vapor,  rotando  la  hélice,  movia  el  timón,  alimentaba  la  luz  eléctrica,  hacia 
potable  el  agua  del  mar,  achicaba  la  sentina,  cargaba  y descargaba  los  objetos 
mas  pesados  y voluminosos,  en  una  palabra,  que  maleando  el  hierro,  con  él  forjaba 
vasos  capaces  de  embarcar  los  mayores  navios  de  tres  puentes  que  admiró  en  su 
tiempo,  coraza  con  que  revestirlos,  cañones  monstruosos  que  penetraban  otras  co- 
razas, torpedos  traidores  y palos  y cuerdas  y todo  lo  que  proveyeron  antes  los 
bosques,  dando  ocupación  al  hacha  del  carpintero  de  ribera  y al  mallo  del  cala- 
fate. 

Como  las  obras  de  Víctor  Hugo  no  han  llegado  todavía  á la  camareta  de  proa, 
de  los  barcos  españoles,  no  caite  en  justicia  calificar  de  plagiario  á nuestro  con- 
tramaestre al  oirle  exclamar  con  profunda  amargura:  Esto  matará  aquello.  Su  pers- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


273 


picúa  observación  le  enseña  que  donde  hay  maquinistas  y máquinas,  no  podrá 
llamarse  nuestro  amo  al  que  no  las  maneja  ni  las  entiende,  y aunque  no  sepa  que 
la  imprenta  acabó  con  los  pacientes  calígrafos  y los  pintores  que  llenaban  las  ho- 
jas de  los  libros  de  horas  de  maravillosas  miniaturas  y letras  de  oro;  que  la  fun- 
dición eclipsó  á los  rejeros  artistas  de  las  catedrales,  tiene  aprendido  que  no  hay 
salmones  en  el  mar  de  las  Antillas  ni  rabijuncos  en  el  Mediterráneo.  Prestemos 
atención  á la  fórmula  en  que  confidencialmente  revela  la  filosofía  de  sus  deduc- 
ciones. Le  está  mostrando  el  condestable  un  cañón  de  nuevo  invento  acabado  de 
instalar  sobre  el  montaje,  complicado  mecanismo  de  ruedas  dentadas,  frenos,  pa- 
lancas y cigüeñales.  Abierta  la  recámara  por  do  entra  el  proyectil  que  llega  por 
un  canil  fijo  en  los  baos  ó techo,  pregunta: 

— ¿Qué  piensa  usted  de  todo  esto,  don  Antonio? 

— ¿Qué  diablos  he  de  pensar?  Que  habiendo  hombres  de  vapor,  (1)  es  de  es- 
perar que  lleguen  á mandar  los  buques  las  mujeres. 

— De  todos  modos  siempre  habrá  contramaestres. 

— ¡Pues  no!  Ya  los  hay...  con  botitos  de  charol,  que  van  á los  cafés,  leen  La 
Democracia,  arreglan  la  política  y... 

—¿Y  qué? 

— Y se  marean. 

Nuestramo  Antonio  tiene  razón:  si  en  lo  sucesivo  se  conservan  en  los  bajeles 
del  estado  funcionarios  que  toquen  el  pito  y asuman  el  cargo  y el  nombre  de 
contramaestres,  en  el  espacio  de  una  generación  conservarán  todavía  algo  de  las 
tradiciones  y de  la  enseñanza  de  los  genuinos  contramaestres  alquitranados;  des- 
pués tendrán  con  ellos  de  común  el  nombre.  Esos  marineros  rudos,  de  inteligen- 
cia superior,  de  corazón  de  oro,  se  irán  con  las  golondrinas  de  Becquer. 

No  por  este  juicio  se  sospeche  que  lo  engendra  el  plurito,  no  raro,  de  estimar 
(¡ue  siempre  ¡o  pasado  fue  mejor,  nada  de  esto;  ni  pertenezco  al  número  de  los 
aferrados  á la  idea  de  la  superioridad  moral  de  nuestros  abuelos,  ni  al  de  los  que 
buenamente  creen  que  los  tataranietos  han  de  tener  una  vértebra  mas  ó menos 
que  nosotros.  Admiro  la  catedral  de  Estrasburgo  y el  palacio  de  cristal  de  Lon- 
dres; me  gustan  las  aguas  fuertes  de  Velazquez  y los  grabados  en  madera  de  Pan- 
nemacker;  lo  bello,  lo  bueno,  lo  grandioso,  me  cautivan  cualquiera  que  sea  la 
Q’oca  de  la  factura  y por  tan  hombres  tengo  á los  vasallos  de  Salomón,  como  á los 

ü)  Así  llaman  los  ingleses  a unas  maquinitas  instaladas  en  la  cubierta  de  los  buques,  que  facilitan  las 
faenas. 


274 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


ciudadanos  de  la  república  una  é indivisible  de  Danton,  y á los  súbditos  de  la 
graciosa  majestad  de  Doña  Victoria,  reina  de  la  Gran  Bretaña  y emperatriz  de 
la  India.  Dándome  á elegir,  preferiría  en  viaje  por  tierra  el  ferro-carril  á la  men- 
sajería acelerada,  así  como  para  visitar  á Polinesia  tomaría  pasaje  en  vapor-correo 
que  atravesara  el  canal  de  Suez,  por  mucha  que  fuera  la  elegancia  y la  poesía 
del  velero  clíper  aparejado  á montar  el  cabo  de  Buena  Esperanza,  cuanto  mas  una 
nao,  fuera  ella  la  carraca  Caca-fogo  de  Portugal,  con  el  príncipe  de  los  contra- 
maestres á bordo.  La  opinión  concerniente  á esta  clase  no  es  por  tanto  caprichosa; 
se  funda  en  el  estudio  de  una  ley  natural  ineludible:  como  el  francolin  que  habi- 
taba en  las  selvas  del  Manzanares  cuando  el  segundo  de  los  Felipes  vino  á fijar  la 
córte  á su  sombra,  se  va  el  contramaestre  viejo  porque  cambian  las  condiciones 
que  lo  formaron,  ó si  se  quiere,  el  medio  en  que  vivía:  urge,  pues,  recoger  los  trozos 
mas  salientes  de  la  figura  para  que  no  se  borre  también  de  la  memoria  de  las  gentes. 

I na  playita  de  arena  fina  abrigada  por  rocas  en  que  perpétuamente  chocan 
las  olas  levantando  penachos  de  blanquísima  espuma;  un  promontorio  en  cuya 
cima  resisten  el  ardiente  soplo  de  la  brisa  las  matas  de  taray,  por  la  izquierda; 
por  la  derecha,  á lo  lejos,  saliente  punta  que  limita  el  perfil  de  la  costa  y que  con 
el  faro  que  sustenta  guia  al  puerto  contiguo  las  naves;  al  frente  sin  límite  visible 
la  mar,  ora  mansa,  ora  ondulosa,  cuando  no  imponente  por  la  fuerza  y el  ruido 
con  que  bate  las  piedras  y se  sube  al  promontorio  mismo,  forman  el  paisaje  que 
al  asomar  la  razón  del  niño  que  llamaremos  Julián  Chumacera,  hiere  la  retina 
fijando  su  atención. 

En  los  primeros  años  ejercita  este  niño  la  vista,  como  las  águilas,  en  discer- 
nir la  gaviota  de  la  vela  allá  en  el  horizonte,  y el  oido  en  dominar  el  estruendo 
del  viento  huracanado;  mas  tarde,  con  los  pies  en  el  agua,  al  registrar  los  senos 
de  las  rocas,  hallando  diversión  en  la  captura  de  cangrejos  y arranque  de  mejillo- 
nes que  al  mismo  tiempo  le  brindan  desayuno,  al  paso  que  el  ejercicio  robustece 
los  miembros  y curten  la  piel  el  sol  y el  frío,  la  observación  continuada  le  enseña 
el  fenómeno  de  las  mareas  y la  fuerza  de  la  resaca.  Antes  que  distinga  un  buey 
de  una  cabra  sabe  diferenciar  la  dirección  sueste  de  la  noroeste,  como  al  calamar 
del  salmonete;  mucho  antes  que  el  niño  de  la  ciudad  conozca  el  alfabeto,  Julián, 
sin  maestro,  hace  malla,  da  un  lalleslrinque  (1)  y se  sube  por  un  remo  á la  lan- 
cha varada  en  la  arena. 


(1)  Cierto  modo  de  amarrar  una  cuerda. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


275 


La  educación  comienza  después,  cuando  luce  los  primeros  calzones,  hechos  de 
una  vela  inservible  de  la  embarcación  de  su  padre;  empatar  anzuelos,  remendar 
redes,  preparar  carnada,  desenredar  el  palangre,  poner  en  canastas  las  sardinas, 
son  ocupaciones  preparatorias  hasta  el  momento  en  que  se  le  consiente  embarcar 
en  el  bote,  echar  mano  á la  driza  y achicar  el  agua.  El  dia  en  que  por  un  mo- 
mento y con  recomendaciones  se  le  entrega  la  caña  del  timón  mientras  los  mari- 
neros arrizan  la  vela,  y el  que  corre  las  seis  millas  de  distancia  hasta  el  puerto 
vecino,  hacen  época  en  su  vida.  En  el  segundo  lia  visto  de  cerca  goletas,  bergan- 
tines y fragatas  que  rebajan  su  querido  bote  á la  categoría  de  cáscara  de  nuez  y 
fjue  con  la  altura  de  los  palos  despiertan  la  ambición  de  salir  hasta  el  extremo 
marcado  por  el  movible  cataviento.  La  idea  bulle  desde  entonces  en  el  cerebro  de 
Julián  al  punto  de  hacerle  desatender  la  corbina  que  pica  en  su  aparejo:  vocación 
decidida.  El  padre  espera  no  obstante  á que  cumpla  los  diez  años,  para  instalarlo 
en  el  barco  de  cabotaje  de  un  camarada,  que  conduce  cada  dos  dias  ladrillos,  car- 
bón y patatas,  de  puerto  á puerto,  y ya  sea  este  barco  falucho,  tartana  ó queclie- 
marín,  satisface  por  de  pronto  al  aprendiz  de  hombre  de  mar,  á cuyo  cuidado  le 
ponen  la  escoba,  el  lampazo  y la  hornilla  del  fogon,  sin  dejarle  empero  tocar  por 
de  pronto  á la  olla. 

Por  dicha,  continuada  otro  año  mas,  le  trae  acceso  á un  buque  de  guerra  que 
ha  recalado  por  allí:  Julián  Chumacera  con  el  título  de  paje  y la  ración  de  hisco- 
cho  ordinario,  no  se  cambia  por  el  arzobispo  de  Toledo.  Allí  sí  que  hay  palos  altos, 
botes  hermosos,  velas  inmensas;  y luego,  qué  gusto  ver  cómo  se  tienden  sin  mas 
que  un  trino  del  pito,  y á otra  pitada  desaparecen  por  encanto,  subiendo  como 
hormigas,  juntos  los  marineros  á aferrarías.  Pues  ¿y  los  cañones  relucientes  y las 
banderas  y gallardetes,  y la  cámara  con  espejos  y las  charreteras  de  los  oficiales? 
Verdad  es  que  la  recepción  que  le  disponen  los  otros  pajes  nada  tiene  de  cariñosa 
acosándole  á preguntas,  soltando  sobre  él  un  chubasco  de  cuchufletas  entre  malas 
pasadas  que  le  hacen  caer  de  cabeza  desde  el  coi  ó descender  sin  gana  por  la  es- 
cotilla de  la  despensa. 

— Vamos  á ver,  Pastor. — le  dice  uno, — ¿cuál  de  esos  cabos  es  el  chafaldete? 

— ¿A  qué  tocan? — dice  otro  en  el  momento  en  que  el  pito  llama  al  basurero. 

— ¿De  dónde  habrá  salido  este  animal  de  bellota, — exclama  un  tercero, — ig- 
norando que  á bordo  no  hay  mas  cuerdas  que  la  de  la  campana  y de  la  mecha? 

— ¡Si  no  conoce  siquiera  una  salvachía! 

— Pues  ha  de  saber  á lo  que  sabe  un  rebenque... 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


27  6 

Julián  lo  aprende  en  efecto  rascándose  la  parte  mas  carnosa  de  su  cuerpo, 
pero  no  tarda  rnuclio  en  estar  al  nivel  de  los  nuevos  camaradas,  devolviendo  bro- 
ma por  broma  y golpe  por  golpe  con  satisfacción  del  guardián,  amigo  de  mucha- 
chos listos,  por  mas  que  de  vez  en  cuando  avio/ de  espeso  (1)  en  prueba  de  pater- 
nal solicitud  hácia  los  educandos. 

Aun  en  botánica  hace  progresos  Julián,  á costa  de  sus  haberes,  clasificando 
perfectamente  la  breva  de  Puerto  Real,  el  higo  de  Lepe,  naranja  de  Valencia,  da- 
masco de  Ohiclana,  fresones  de  Ferrol,  bergamotas  de  Vigo,  en  los  estudios  del 
litoral,  que  se  ensanchan  con  el  conocimiento  de  los  dátiles  de  Berbería,  guaya- 
bas de  Canarias,  plátanos  de  Puerto-Rico,  chirimoyas  de  Méjico,  aguacates  de 
Venezuela,  pifias  de  Cuba,  nísperos  del  Japón,  lechías  de  China,  mangos  de  Lu- 
zon,  lanzones  de  Mindanao,  mangostanes  de  Joló,  simples  que  le  llevan  á consi- 
derar los  compuestos  del  zumo  de  la  uva  y de  la  calía  de  azúcar,  cual  se  encuen- 
tra en  Jerez,  en  Jamaica  ó en  Pisco. 

Pasando  por  las  plazas  de  grumete,  juanetero  y ayudante  de  timonel,  á los 
veinte  años  llega  á ser  Chumacera  un  excelente  marinero,  estimado  de  sus  supe- 
riores; con  todo,  ¡instabilidad  de  los  juicios  humanos!  no  está  contento.  Por  evo- 
lución de  las  ideas  piensa  que  desde  los  barcos  del  Rey  se  vé  léjos  la  tierra.  La 
tierra,  donde  se  dan  todas  aquellas  cosas  dichas  y otras  de  que  no  hay  que  decir 
sino  que  á Julián  no  le  disgustan.  Solicita  en  consecuencia  la  dejación  del  servi- 
cio para  ofrecerlo  voluntario  á la  navegación  mercantil  mas  ó menos  lícita.  El 
destino  de  la  nave  le  tiene  sin  cuidado,  el  riesgo  y el  trabajo  no  le  preocupan,  lo 
esencial  es  correr  mundo,  y lo  corre. 

Es  de  consignar  que  los  grandes  espectáculos  de  la  naturaleza  no  le  impresio- 
nan mucho:  cualquiera  diria  que  el  humeante  penacho  del  Etna,  los  fjorcls  de 
Noruega,  el  panorama  de  Funchal,  el  rio  de  Cantón,  le  eran  de  mucho  antes  co- 
nocidos, tal  es  la  indiferencia  con  que  los  mira;  una  caza  do  pasto  en  Lisboa,  un 
cofija ns  (Cofee-House)  en  Licor epul  (Liverpool)  despiertan  preferentemente  su 
atención,  no  descuidada  ciertamente  en  los  atractivos  de  las  hotentotas  del  Cabo, 
de  las  robustas  y coloradas  hijas  del  Eskalda,  de  las  mulatas  de  Rio- Janeiro  ó de 
las  cholitas  del  Callao.  Pasa  un  afio  de  pesada  navegación  que  le  produce  seis  on- 
zas, seis  dias  de  gran  vida  en  tierra  por  desquite;  quedando  resto  suficiente  con 
que  comprar  tabaco,  jabón,  agujas  é hilo,  todo  va  bien:  vuelta  á empezar. 

(1)  Amojelar,  de  mojel,  especie  de  trenza  de  cáñamo  que  servia  para  sujetar  el  cable  con  el  virador,  muy 
apropósito  para  sentar  las  costuras  del  pantalón  de  los  muchachos  con  alguna  desazón  del  individuo. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


277 


¡Cuántas  hojas  podrían  llenarse  con  los  episodios  de  la  vida  del  marinero! 
Aquí  no  hacen  al  caso  mas  que  los  de  transición,  así  el  lector  curioso  ha  de  bus- 
carlos en  otra  parte,  contentándose  con  saber  que  por  causa  de  guerra  con  el  in- 
glés, la  convocatoria  de  la  matrícula  llama  otra  vez  al  servicio  de  S.  M.  á Julián 
Chumacera,  hijo  de  otro  y de  Manuela  Matapon,  licenciado  de  primera  campaña 
voluntaria.  La  noticia  llegó  oportunamente,  hallándole  con  tres  dedos  magulla- 
dos, sin  ocupación  y con  la  última  peseta  en  el  bolsillo. 

En  la  segunda  campaña  obtiene  las  plazas  de  artillero  de  mar,  gaviero,  timo- 
nel, patrón  de  la  lancha,  cabo  de  guardia,  las  principales  á bordo;  es  hombre  de 
confianza,  el  ojo  derecho  del  contramaestre;  y á resultas  de  un  combate  en  que 
salta  el  primero  al  abordaje  del  enemigo,  formada  la  tripulación  de  popa  á proa, 
después  de  tocar  los  pitos  á silencio,  haciendo  el  comandante  relación  de  su  mé- 
rito, que  ha  llegado  á noticia  del  general  de  la  escuadra,  le  pone  por  su  mano  el 
distintivo  de  oficial  de  mar,  premio  de  la  aptitud  y la  bravura.  Allí  acabó  la  pers- 
pectiva de  futuras  expediciones  en  embarcación  marchante:  ha  empuñado  la  caña 
de  Indias,  símbolo  real  de  la  autoridad  que  le  perpetúa  en  el  servicio  naval  mi- 
litar. 

Pasan,  no  obstante,  muchos  años  antes  de  llegar  á primer  contramaestre  ó 
contramaestre  por  antonomasia;  cambia  el  petate  desde  la  goleta  á la  fragata, 
¿rasta  las  macetas  de  aforrar  en  los  talleres  de  recorrida  de  los  arsenales  y al  reci- 
bir  el  nombramiento  tiene  el  cabello  gris  y algunas  cicatrices  en  el  cuerpo.  De 
alegre,  decidor  y bullanguero  se  ha  tornado  grave  y poco  comunicativo;  súbese 
que  en  varias  ocasiones  ha  salvado  con  inminente  peligro  de  su  vida  la  de  media 
docena  de  personas,  pero  no  hay  que  hablarle  de  esto  ni  hacer  alusión  á sus  ac- 
ciones de  mar  ó guerra.  Las  preguntas  le  ponen  de  mal  humor  y las  elude  brus- 
camente. 

— Nuestramo  Julián,  ¿ha  estado  usted  en  Liorna? 

—Sí. 

— ¿Qué  hay  allí  de  notable? 

— Lo  (|ue  en  todas  partes. 

— ¿Hace  muchos  años  que  empezó  usted  á navegar? 

— He  roido  alguna  galleta  desde  entonces. 

El  medio  seguro  de  obligarle  á referir  algo  es  tildar  á nuestramo  Baltasar, 
nuestramo  Pepe,  el  tuerto,  cualquiera  de  los  que  le  han  servido  de  maestros;  en- 
tonces encolerizado,  perjurando  que  solamente  de  algún  animal  de  alcatraz  ó ma- 
TOMO  I.  35 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


rinero  del  Papa  procede  la  calumnia,  explicará  cómo  dirigieron  tal  faena,  cómo 
salieron  de  un  trance,  acabando  por  asegurar  que  no  existe  en  la  armada  contra- 
maestre que  le  descalce  los  zapatos.  Los  marineros  predilectos  conocen  perfecta- 
mente el  resorte,  que  no  dejan  de  tocar  cuando  conviene. 

Algunos  ejemplares  del  tipo  suele  haber  corpulentos,  por  excepción;  en  gene- 
ral el  contramaestre  es  enjuto,  ágil,  sanguíneo  y nervioso;  limpio  en  la  persona, 
desaliñado  y caprichoso  en  el  traje,  refractario  á las  prescripciones  de  la  unifor- 
midad. Nunca  parece  tan  satisfecho  como  en  los  aguaceros  de  mar  en  que  le  es 
permitido  subir  á la  cubierta  con  botas  hasta  la  rodilla  muy  bien  ensebadas,  im- 
permeable de  lona  que  trasciende  el  aceite  de  linaza,  y sueste  (1)  de  lo  mismo, 
que  le  presta  apariencia  de  mascaron  de  la  Edad  Media.  Cuando  se  hizo  regla- 
mentaria la  levita,  exclamaba  un  nuestramo  mirando  los  faldones: — Al  mismísimo 
diablo  no  se  le  antojara  aparejar  urca  de  mi  porte  con  alas  y ai' ras tr aderas . 

En  el  teatro  de  sus  funciones  han  de  verse  mejor  que  en  conjunto  de  relación 
los  especiales  rasgos  de  carácter,  por  lo  que  conviene  seguir  las  vicisitudes  de 
Julián  Chumacera,  elegido  contramaestre  de  cargo  del  navio  de  setenta  y cuatro 
cañones  Aquilón  (también  tipo),  que  va  á lanzarse  al  agua  en  el  arsenal  de  Car- 
tagena. 

Las  ratas  y el  contramaestre  son  los  primeros  habitantes  que  embarcan  en  ba- 
jel nuevo:  aquellas  sin  orden  de  la  Mayoría  General  del  Departamento.  Llámase 
de  cargo  el  dicho  contramaestre,  porque  al  suyo  y bajo  responsabilidad  personal 
empiezan  á ponerse  desde  el  momento  los  géneros,  pertrechos  y objetos  diversos 
({lie  han  de  contribuir  á que  el  vaso  de  madera  constituya  habitación  para  qui- 
nientos hombres,  almacén  de  los  víveres  y agua,  suficientes  á alimentarlos  duran- 
te el  trascurso  de  tres  meses,  fortaleza  en  que  montar  poderosa  artillería,  pólvora, 
proyectiles  y artificios  de  fuego,  en  cantidad  de  bastar  á todo  evento,  palos,  ver- 
gas, jarcias  y velas  de  uso,  que  vienen  á ser  medio  en  que  obra  el  viento  como 
propulsor,  dobles  juegos  de  respeto,  herramientas,  materiales,  un  mundo  en  fin, 
ya  que  á un  mundo  en  pequeña  proporción  asemeja  la  majestuosa  construcción 
destinada  á prolongar  por  todo  el  ámbito  del  Océano  el  territorio  de  la  patria,  mos- 
trando su  bandera. 

Puestos  uno  al  lado  del  otro  estos  objetos  ocuparían  seguramente  la  superficie 
entera  de  la  plaza  mayor  de  cualquiera  de  nuestras  ciudades;  á bordo  se  colocan 
metódicamente  con  tal  orden  y disposición  que  todos  y cualquiera  de  ellos  se  en- 


(1)  S¡ies(e,  casquete  con  una  cola  por  la  espalda  pava  que  escurra  el  agua. 


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279 


cuentran  á mano  en  el  instante  en  que  hacen  falta,  sorprendiendo  el  sistema  á las 
mujeres  mas  hacendosas  y hábiles  en  menaje,  que  no  aciertan  á comprender,  por 
confesión  propia,  cómo  en  tan  poco  espacio  caben  tantas  cosas. 

Todas  no  pertenecen  al  cuidado  exclusivo  del  contramaestre;  el  condestable  y 
el  maestre  de  víveres  comparten  con  él  la  responsabilidad  de  custodia  y consumo 
de  las  que  pertenecen  á sus  oficios;  mas  el  primero  las  embarca  y emplaza  pasan- 
do ya  á bordo  á la  dependencia  respectiva  y quedando  en  la  suya  las  tres  cuartas 
partes  del  total.  El  pliego  de  cargo,  así  denominado  aunque  tenga  mas  volumen 
que  el  Diccionario  de  ha  Lengua,  empieza  expresando: 

Un  buque  con: 

Tres  palos  machos  y bauprés. 

Un  timón  con: 

Cinco  machos  de  bronce. 

Cuatro  hembras  de  bronce  en  el  codaste. 

Y por  este  orden  sigue  especificando  hasta  concluir  con:  Tantas  docenas  de 
agujas  de  coser  velas. 

La  cuenta  corriente  de  este  inmenso  almacén  de  objetos  que  se  gastan  ó se 
rompen  y se  reemplazan,  intervenida  y ordenada  por  el  contador  y segundo  co- 
mandante ocupan  mucha  parte  del  tiempo  al  contramaestre  que  aunque  sabe  leer 
casi  de  corrido  y escribir  algo  mas  que  su  nombre,  no  es  muy  experto  en  las  ope- 
raciones aritméticas;  tiene  que  fiarla  redacción  de  los  documentos  de  descargo  al 
escribiente  del  detall  y la  materialidad  al  pañolero,  especie  de  guarda-almacén, 
que  es  marinero  de  su  hechura;  pero  ni  se  equivoca  en  las  cuentas,  ni  por  rareza 
se  ha  dado  caso  de  que  en  entrega  ó recuento  haya  salido  alcanzado  contramaes- 
tre alguno,  antes  bien  le  sobran  en  cantidad  numérica  los  efectos,  y en  especie 
aparecen  varios  que  no  han  salido  del  arsenal  ni  se  sabe  cómo  vinieron  á bordo. 

Los  primeros  cien  hombres  destinados  al  Aquilón,  obedecen  las  indicaciones 
de  nuestramo  Julián,  que  observa  cuidadosamente  la  disposición  de  cada  uno 
cambiándolos  de  comisión  y de  sitio;  vigila  sobre  todo  á los  que  disponen  las  jar- 
cias muertas  que  han  de  asegurar  los  palos,  descubriendo  en  pocos  dias  cuál  es 
marinero  y cuál  promete  serlo:  los  primeros  conquistan  su  predilección,  estos  su 
benevolencia;  cuando  se  hagan  las  propuestas  de  plazas  preferentes  tienen  en  él 
padrino,  experimentándolo  el  dia  en  que  el  navio  sale  del  arsenal  al  puerto  com- 
pletamente armado,  en  disposición  de  atender  á la  organización  disciplinaria  y de 
dar  la  última  mano  á la  de  policía. 


280 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Es  momento  crítico  en  que  nuestramo  Chumacera  fija  sólidamente  las  bases 
del  servicio  por  el  sencillísimo  procedimiento  que  sigue.  Se  trata,  por  ejemplo,  de 
barrer  la  cubierta,  operación  nada  complicada.  Nuestramo  tiene  designados  desde 
que  se  montó  la  guardia  once  hombres  al  efecto  y ordena  al  pañolero  que  no  saque 
mas  que  diez  escoltas.  Puesto  al  lado  de  estas,  da  el  toque  de  pito  que  manda  la 
operación  y como  necesariamente  queda  sin  escoba  uno  de  los  hombres,  le  aplica 
buenamente  dos  cañazos  en  parte  blanda  y un  discurso  esplicando  que  gran  vir- 
tud es  la  diligencia  en  un  navio  de  setenta  y cuatro  cañones.  A la  media  hora  se 
ofrece  embarcar  un  bote,  aferrar  los  toldos  ó cualquier  acto  ordinario,  y teniendo 
cuenta  con  el  último  que  llega  en  cada  caso,  le  aplica  los  dos  cañazos  y el  dis- 
curso sentencioso.  Con  ocho  dias  de  repetición  seguida  y una  de  tarde  en  tarde, 
cuando  menos  se  piensa,  se  tiene  una  tripulación  ejemplar.  Es  probado.  Comu- 
nicó esta  receta,  con  la  venia  del  comandante,  á un  alto  magistrado  de  la  córte 
que  pasó  en  comisión  á Cartagena  á estudiar  las  modificaciones  que  debieran 
aplicarse  á los  preceptos  severos  de  las  ordenanzas  militares,  y que  se  asombraba 
viendo  que  al  toque  de  pito  salian  los  hombres  cual  si  llevaran  detrás  un  toro  de 
seis  años. 

Al  señor  Golilla  se  le  hizo  novedad  le  contaran  que  mas  ofende  al  marinero 
palabra  mala  de  oficial  que  cañazo  de  contramaestre,  atendiendo  á que  la  autori- 
dad de  aquel,  originada  de  un  Real  Despacho,  se  impone  por  la  fuerza  y temor  de 
la  ordenanza,  mientras  la  de  este  se  admite  como  natural  y necesaria  y viene  por 
procedencia  tradicional  de  otro  marinero  de  origen  á constituir  superioridad  pa- 
triarcal. La  primera  reviste  continua  tirantez,  la  segunda  se  dulcifica  por  el  con- 
sejo, la  enseñanza  y la  solicitud.  El  oficial  se  mantiene  dentro  de  las  barreras  del 
servicio;  el  contramaestre  va  á la  cama  del  enfermo,  se  vale  de  mil  medios  que 
mejoren  el  plato  del  sano;  le  da  un  cigarro,  sabiendo  que  no  lo  tiene.  Mediador 
entre  las  clases  extremas,  es  parte  en  los  beneficios  que  alcanzan  ó la  inferior; 
propone  los  ascensos,  disculpa  las  faltas  tolerables,  infunde  así  en  ella  respeto 
amoroso,  que  en  el  concepto  del  magisterio  se  extiende  hasta  el  guardia-marina, 
joven  aturdido,  poco  respetuoso  de  suyo;  alcanza  la  atención  del  oficial  mismo  y 
la  consideración  del  comandante.  Cuando  éste  llama  un  individuo,  se  acercará  su- 
miso con  la  gorra  en  la  mano;  llamándolo  el  contramaestre  gritará:  ¡Mande!  an- 
tes de  aproximarse,  y oyéndole  decir:  ¡Haber  uno!  una  docena  procurarán  con  di- 
ligencia anticiparse. 

Organizado  el  servicio  y establecida  la  marcha  normal,  no  se  prodiga  en  la 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


281 


cubierta  nuestramo;  desciende  al  cuarto  piso  del  Aquilón,  ó sea  al  sollado,  donde 
por  privilegio  de  clase  goza  la  posesión  en  la  misma  proa  de  un  camarote  de  sec- 
ción triangular  que  mide  siete  pies  en  el  mayor  lado:  la  luz  natural  no  penetra 
allí  jamás  directamente;  el  aire  llega  á través  de  mangueras;  la  temperatura  es- 
tando entre  trópicos,  asciende  á 30  y 40  grados  centígrados,  á lo  que  liay  que 
agregar  por  la  proximidad  del  pañol,  el  perfume  mezclado  de  sebo,  alquitrán  y 
cucaracha.  En  el  interior  del  camarote  campea  como  adorno  principal  un  cuadrito 
bien  con  la  imagen  del  Santo  Cristo  de  Candas,  Cristo  tan  marinero  que  fué  pes- 
cado en  la  mar  con  red,  bien  con  la  de  Nuestra  Señora  del  Mar,  de  Almería,  la 
de  Santa  María  del  Socos,  bendita  monja  que  tenia  permiso  para  pasear  sobre  el 
Mediterráneo  y cogia  debajo  del  brazo  un  bergantín  si  lo  veía  en  peligro  de  zozo- 
brar, ó la  de  otro  santo  patrono,  siempre  que  pertenezca  á la  sección  marítima  de 
la  córte  celestial.  Chumacera  es  cristiano  con  pura  y hermosa  fé  y aunque  de  vez 
en  cuando  se  le  escape  un  temo  (los  sabe  en  todas  las  lenguas  del  universo),  sin 
blasonar  de  mogigato  da  en  el  corazón  ferviente  culto  á María,  estrella  de  la  mar. 
Medrado  estaría  el  grumete  de  último  número  que  al  pasar  lista  en  la  guardia  de 
noche,  olvidara  el:  / Viva  la  Virgen!  Al  naufragar  en  la  fragata  Preciosa,  Julián 
hizo  voto  á Nuestra  Señora  de  una  fragatita  empavesada,  que  fué  á colgar  por  su 
mano  del  techo  de  la  iglesia  de  Begoña.  Cuando  el  huracán  le  arrancó  de  la  cu- 
bierta de  la  corbeta  Topacio,  sobre  la  isla  Aneyada,  ofreció  también  á su  protec- 
tora una  misa,  que  oyó  en  la  iglesia  del  Cármen,  de  Cádiz,  marchando  descalzo 
desde  el  muelle  llevando  á hombros  con  sus  compañeros  la  verga  de  trinquete. 

No  hay  otro  adorno  en  el  camarote;  una  taquilla  de  pino  guarda  el  pliego  de 
cargo  con  el  guarda-ropa,  que  no  es  de  príncipe;  y un  caneco  de  ginebra  ó de 
aguardiente  de  caña,  como  preservativo  contra  el  reuma.  Un  chinguirito  por  la 
mañana  neutraliza  la  humedad  del  baldeo  y otro  de  plus  café  aprieta  la  digestión. 
Mas  de  cuatro  ayudan  con  buen  ánimo  al  contramaestre  á darle  un  tiento  al  fras- 
co en  di  as  de  temporal  en  que  manda  sacarlo  á plaza.  Penden  de  sendos  clavos  las 
botas  y el  impermeable,  ocupando  el  mayor  espacio  la  litera  con  colchoneta  y al- 
mohada; sábanas  no  gasta  nuestramo,  ni  le  hacen  falta  pues  que  no  se  desnuda: 
es  máxima  suya  que  así  como  nadie  conoce  el  momento  de  dar  la  vela  para  el  otro 
mundo,  el  marinero  no  sabe  tampoco  la  hora  en  que  le  llamarán  y hay  que  estar 
siempre  apercibido  á una  y otra  cosa. 

En  esto  de  sentencias  y refranes  es  Chumacera,  como  Sancho,  saco  sin  fondo, 
salvo  que  los  de  nuestramo  son  embreados,  como  el  lenguaje  figurado  que  usa. 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


— ¿Qué  haces  ahí? — pregunta  á un  grumete  que  encuentra  al  paso. 

— Pues  nada,  nuestramo,  esperando  que  toquen  á tomar  los  medios. 

— Salta  como  gallina  muerta,  mamalón.  ¿A  quién  se  le  ocurre  sentarse  sobre 
un  moton  que  está  trabajando?  «Nunca  te  fies  de  mujer  que  se  calla,  ni  de  mo- 
tón que  se  queja.» 

— Te  voy  á amurar  el  foque,  socairero, — grita  á otro  que  sorprende  durmien- 
do la  siesta  en  la  mesa  de  guarnición. — Ya  podias  saber  que  «camastrón  que 
se  duerme  se  lo  lleva  la  corriente.» 

A puesta  de  sol  sube  ordinariamente  Chumacera  al  castillo  de  proa  á dar  un 
vistazo  general  al  aparejo  y oir  el  parte  de  los  gavieros  que  han  verificado  la  des- 
cubierta; les  da  las  instrucciones  para  el  dia  siguiente;  ordena  el  reparo  de  cual- 
quier desperfecto;  enciende  el  cigarro  y entonces,  si  está  de  buen  humor,  es  la 
ocasión  de  hacerle  hablar.  Tan  perdida  tiene  la  afición  á la  tierra  que  no  baja 
nunca,  á no  estar  en  el  arsenal  ó en  costa  inhabitada,  que  en  este  caso  no  dejará 
de  ir  á ver  si  hay  algo  que  pueda  servir  á bordo  y no  tenga  dueño,  porque  nues- 
tramo es  una  hormiguita.  En  otros  casos  dice  que  en  tierra  no  se  le  ha  perdido 
nada. 

Cuéntase,  por  lo  de  guardar,  que  yendo  en  el  Aquilón  el  virey  de  Nueva- 
España  con  su  familia  y acompañamiento,  se  antojó  á la  vireina  distraer  la  mo- 
notonía de  la  navegación  celebrando  la  fiesta  de  la  Virgen  con  solemne  función 
improvisada;  quería  vestir  una  imágen  que  por  encargo  se  llevaba  á Veracruz  y 
lo  hizo  con  trajes  suyos,  pero  estando  los  cofres  de  los  mas  ricos  en  la  bodega 
y no  teniendo  á mano  con  qué  hacer  el  manto,  acudió  al  comandante  del  navio, 
que  no  sabia  qué  contestar  á la  exigencia. — Que  llamen  al  contramaestre, — dijo, 
por  decir  algo,  y al  presentarse  en  la  puerta  de  la  cámara  : — Nuestramo, — añadió, 
— hace  falta  un  manto  para  la  Virgen. — Chumacera  estuvo  un  momento  bajo  la 
misma  impresión  que  su  jefe. — ¡Un  manto  para  la  Virgen! — repetía;  de  pronto 
soltó  la  frase  usual: — ¡Está  muy  bien! — y á los  diez  minutos  volvió  con  dos  varas 
de  tisú,  de  verdadero  tisú  de  plata.  ¿Cómo  poseía  el  pañol  género  tan  preciado? 
A las  preguntas  reiteradas  contó  el  buen  Julián  que  habiendo  logrado  apagar  el 
incendio  de  una  urca  dinamarquesa,  le  convidó  á comer  el  capitán,  á tiempo  que 
estaban  reconociendo  los  géneros  averiados,  y habiendo  salido  una  pieza  de  tisú 
quemada  por  el  lado,  de  modo  que  solo  se  podían  aprovechar  los  retazos,  el  dicho 
capitán  le  regaló  aquellos  dos. 

— ¿Y  para  qué  lo  iban  á servir  á usted? — preguntó  el  comandante. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


283 


— Para  esto,- — contestó  con  aplomo. 

— Tiene  razón,  para  esto;  para  el  manto  de  la  Virgen, — exclamaron  riendo  los 
vire  jes . 

Nuestramo  Julián  regresó  á su  camarote  haciendo  letanías  de  los  caprichos  de 
las  mujeres.  Ignoro  si  en  algún  tiempo  le  dieron  que  sentir;  lo  que  á bordo  saben 
todos,  es  que  mentarlas  á nuestramo  equivale  á nombrar  la  cuerda  en  casa  del 
ahorcado:  la  andanada  de  improperios  que  suelta  no  tiene  fin  ni  cabo: — «Mujer, 
viento  j ventura,  pronto  se  muda.» — «¡Benditas  sean  ellas...  en  escabeche!» 

La  injusticia  del  solterón  contramaestre  se  hace  patente  en  el  hecho  de  deber 
á una  mujer  la  charretera.  Escribiendo  á la  córte  la  vireina  los  acontecimientos 
del  viaje,  refiere  el  lance  del  manto  de  la  Virgen,  que  abultado  j embellecido  por 
los  comentadores  llega  á oidos  del  ministro  de  Marina.  Pídense  de  resultas  los  an- 
tecedentes del  individuo,  se  presenta  larga  hoja  de  servicios  sin  taclia,  recomen- 
daciones j propuestas  traspapeladas  y extendido  el  despacho  real,  Julián  asciende 
á don  Julián,  con  alborozo  de  sus  paniaguados. 

Vuelve  el  Aquilón  por  entonces  la  proa  al  Oriente  en  demanda  de  la  península 
ibérica,  j cortando  el  meridiano  de  las  islas  Bermudas,  el  viento  calmoso  empieza 
á inclinarse  al  norte,  por  cuja  dirección  está  fosco  el  horizonte. 

— Eli,  nuestramo, — interpela  el  oficial  de  guardia, — ¿qué  opina  usted  del 
tiempo?  El  barómetro  no  indica  variación  notable. 

— ¡Hum!  No  entiendo  de  barómetros;  lo  que  tengo  aprendido  es  que  por  estos 
sitios:  «A  norte  nuevo  j á sur  viejo,  no  les  fies  el  qtellejo.» 

La  exactitud  del  adagio  no  tarda  en  confirmarse;  antes  de  una  hora  reina  des- 
hecho temporal.  ¡Qué  ventanía!  El  navio  no  cabe  en  ¡a  mar.  Se  oje  por  las  bate- 
rías la  voz  de  lodo  d mando  arribo;  el  comandante  toma  la  voz  de  mando,  que  es 
el  caso  en  que  hace  oir  su  pito  el  contramaestre;  se  reduce  el  velamen,  nuevas 
trincas  sujetan  á la  artillería;  corre  el  bajel  con  espantosa  celeridad  con  sola  la 
vela  de  trinquete  j sucede  un  momento  de  reposo  que  aprovechan  los  marineros 
guareciéndose  debajo  del  castillo. 

— Esto  se  llama  andar, — dice  uno. 

— A este  paso  no  tardaremos  efectivamente,  en  ver  á Cabo  Priosiño,  ¿pero 
aguantará  el  trinquete? 

— ¿No  ha  de  aguantar?  Tres  cosas  haj  de  resistencia  incalculable;  palo  de 
punta,  vela  en  viento  j mujer  de... 

— ¡Eli!  ¿Quién  rebuzna  ahí  bajo? — interrumpe  nuestramo  Chumacera. — Vivo 


284 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


á subir  del  pañol  dos  betas  nuevas  de  á siete.  Rubito, — prosigue,  dirigiéndose 
á un  medio  mulato  del  condado  de  Niebla,  gran  marinero, — vas  á coserme  un 
brazalote  á esa  verga  que  está  trabajando  mas  de  su  obligación.  Ayúdale  tú,  Cha- 
to, y cuidadito,  hijos  mios,  agarrarse. 

Los  dos  aludidos  ven  que  se  trata  de  jugar  la  vida  á cara  ó cruz;  no  vacilan, 
sin  embargo,  subiendo  por  la  jarcia  con  la  celeridad  que  la  fuerza  del  viento  con- 
siente. Llegados  al  peñol  ó extremo  de  la  verga,  un  horrible  crujido  esteriliza  su 
voluntad,  verga  y vela  se  han  hecho  pedazos  con  que  el  ventarrón  azota  á la  cu- 
bierta, y no  es  esto  lo  peor,  sino  que  atravesado  el  barco,  los  golpes  de  mar  des- 
trozan la  obra  muerta,  arrancan  de  su  sitio  á las  embarcaciones  y con  ellas  arras- 
tran unos  cuantos  hombres  desdichados.  Se  tronca  el  mastelero  de  gavia  abatiendo 
tras  sí  los  mastelerillos  de  los  otros  palos;  cae  todo  en  el  navio  en  confuso  monton 
que  embaraza  el  paso  y en  el  balanceo  magulla  y hiere.  Aquí  es  donde  ha  de  no- 
tarse la  sangre  fria  de  Chumacera. 

— ¡Ea,  muchachos,  no  hay  que  aturdirse,  vengan  hachas!  ¡Tú,  Edreira,  pica 
aquel  estay;  Villajoyosa,  salta  á la  balayóla  y záfame  la  burda;  aquí  diez  hom- 
bres! ¡Talla,  talla,  talla,  bueno;  ya  está  en  el  agua  el  principal  estorbo!  Ahora, 
aclararme  la  cubierta. 

En  los  dias  de  sol  y brisa  no  se  vé  ni  se  oye  al  contramaestre;  ahora  no  se 
aparta  del  palo  mayor  mas  que  para  ir  al  de  trinquete;  ni  duerme  ni  come  mas 
que  lo  que  allí  le  llevan.  Roñoso  de  una  filástica  en  lo  ordinario,  prodiga  lo  me- 
jorcito  del  pañol,  hachóles  de  cera,  cabullería  nueva,  roldanas  de  bronce;  que  le 
pregunten  para  lo  que  sirve  guardar  las  cosas.  Cuando  vuelve  Julián  al  camarote, 
habiendo  agotado  el  repertorio  de  las  palabras  mas  dulces,  repartidas  á los  mari- 
neros con  el  contenido  del  consabido  caneco,  del  temporal  no  queda  mas  que  la 
nota  del  cuadernillo  de  bitácora  y el  navio,  bien  con  los  masteleros  de  respeto,  ó 
con  bandolas,  si  la  avería  fué  mas  gruesa,  navega  seguramente.  No  ha  omitido 
tampoco  asistir  al  lado  del  capellán,  al  rezar  el  responso  por  los  que  se  borran  de 
la  Estilla  de  raciones. 

«A  mal  tiempo,  buena  cara.»  Aprovecha  la  ocasión  explicando  en  los  dias  su- 
cesivos á sus  ahijados  lo  que  pudiera  suceder  si  en  lugar  de  partirse  la  verga  hu- 
biera faltado  el  palo  y cómo  se  remediarla  este  ó el  otro  accidente;  explana  el 
panegírico  del  Chato  y el  Rubito  que  tuvieron  la  sepultura  del  marinero  cumplien- 
do como  buenos;  se  hace  expansivo,  hasta  el  caso  fenomenal  de  referir  alguna  de 


sus  ocurrencias, 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


285 


— Vamos  á ver,  ¿á  que  no  acertáis  la  mas  rara  de  las  expediciones  á que  yo 
lie  asistido? 

— Cuente  usted,  nuestramo. 

— Advierto  que  no  hay  cañonazos,  ni  tierras  nuevas,  ni  naufragio,  ni  salva- 
mento. 

— ¿Pues  qué  puede  ser? 

— La  expedición  de  la  vacuna. 

— ¿Qué  es  eso  de  vacuna? 

— Allí  vereis.  Salimos  de  Cádiz  llevando  á bordo  unos  cuantos  niños  con  un 
doctor,  que  se  entretenia  en  irlos  vacunando.  En  Canarias  embarcamos  veinte  ó 
treinta  muchachos  mas  con  sus  correspondientes  niñeras:  mas  que  fragata  parecia 
aquello  una  casa-cuna  flotante.  Pues  así,  de  brazo  á brazo,  llegó  á Puerto-Rico 
la  vacuna  fresca  y se  propagó  por  toda  la  isla.  Luego  fuimos  al  continente,  lue- 
go á Filipinas,  y en  todas  partes  nos  recibian  con  campanas  y cohetes. 

— ¿Y  para  eso  solo  iba  una  fragata  con  tanta  gente  y gastos?  ¿No  se  podia 
enviar  la  vacuna  por  el  correo? 

— ¡Ah  cernícalo!  ¡Cómo  se  conoce  que  no  has  aprendido  el  cuento  del  huevo 
de  Colon!  La  expedición,  repito,  es  de  las  notables  que  lia  enviado  la  nación  es- 
pañola, aunque  no  ande  en  boca  de  muchos,  y el  nombre  del  doctor,  que  era  don 
Francisco  Balmis,  está  escrito  en  el  rol  de  los  hombres  benéficos. 

Nuestramo  calló  la  parte  que  tuvo  en  la  empresa,  haciendo  embarcaderos  don- 
de no  los  habia,  y preparando  el  buque  para  una  misión  tan  agena  á su  instituto. 
Les  encareció  en  cambio  la,  inteligencia  de  otros  contramaestres  en  casos  de  vara- 
da en  (pie  es  preciso  suspender  el  peso  de  cuatro  ó cinco  mil  toneladas  y discurrir 
la  manera;  y cuando  perdido  el  bajel,  se  han  de  salvar  los  pesados  objetos  sumer- 
gidos en  el  fondo.  Les  refirió  lo  ocurrido  á los  holandeses  en  el  cabo  de  Buena  Es- 
peranza, donde  habiéndose  hundido  en  parte  la  grada  en  que  acababan  de  cons- 
truir una  fragata,  se  quebrantó  y quedó  como  clavada,  de  forma  que  iban  á des- 
baratarla, al  arribar  allí  un  contramaestre  que  ideó  forma  de  lanzarla  al  agua.  (1) 
Les  entretuvo  con  la  ocurrencia  del  arquitecto  Fontana,  aterrado  ante  la  pers- 
pectiva de  su  descrédito  en  el  fracaso  de  elevación  del  obelisco  egipcio  en  la  plaza 
de  San  Pedro  en  Roma.  Sabido  es  que  por  una  pulgada  no  alcanzaba  el  monolito 
á montar  la  base,  y que  el  bando  publicado  por  orden  del  papa  Sixto  V conmi- 
nando con  pena  de  la  vida  al  que  hablara,  mantenia  á los  espectadores  en  profun- 
de 


(1)  Histórico. 

TOMO  i. 


286 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


cío  silencio.  Uno  gritó,  sin  embargo:  ¡Ajaa  á las  cuerdas!  Recurso  que  no  se  le 
hubiera  ocurrido  al  fontanero  Fontana  y que  vino  á salvar  su  reputación;  la  con- 
tracción del  cáñamo  humedecido  bastó  á poner  en  su  sitio  el  obelisco.  Se  buscó 
inútilmente  al  autor  de  la  idea,  que  había  escurrido  el  Imito  temeroso  de  la  eje- 
cución del  bando;  con  todo,  llegó  á descubrirse  que  era  un  contramaestre  de  la 
costa.  Por  final  de  sesión  contó  don  Julián  la  faena  de  subir  la  famosa  campana 
de  Toledo  que,  por  menos  conocida  apuntaré  yo  en  extracto,  omitiendo  pormeno- 
res técnicos  aunque  desaparezca  el  gracejo  con  que  nuestramo  excitaba  la  hilari- 
dad de  los  marineros  describiendo  escenas  tan  interesantes  como  las  de  los  seño- 
res del  cabildo  catedral  que  oyendo  al  contramaestre  ser  necesaria  una  pluma,  se 
la  presentaron  de  ganso  y como  rectificara,  explicando  que  lo  que  queria  eran 
perchas,  al  punto  le  mandaron  llevar  las  que  sirven  para  colgar  la  ropa. 

La  campana  de  referencia  se  fundió  el  año  de  1753  por  orden  del  infante  car- 
denal, don  Luis  de  Borbon,  arzobispo  de  Toledo,  con  encargo  de  obtenerla  con  el 
mayor  primor  y hermosura,  sin  atención  al  coste.  Pesó  1.543  arrobas  aparte  del 
badajo,  que  resultó  de  1.400  libras  de  metal.  Para  elevarla  fué  desde  Cartagena 
el  contramaestre  alférez  de  fragata  don  Manuel  Perez,  acompañado  de  tres  guar- 
dianes de  navio  v veinte  y dos  marineros.  Llevó  en  carros,  caballería  v cuader- 
nales,  que  pesaban  1.451  arrobas  y cuyo  trasporte  ida  y vuelta,  costó  31.114  rea- 
les, y el  dia  30  de  setiembre  de  1755  la  dejó  segura  en  su  sitio,  habiéndola  en- 
trado por  la  ventana  sexta,  comenzando  á contar  por  la  cara  del  norte,  encima  de 
la  puerta  de  las  Palmas,  donde  empezó  el  ascenso.  Iva  maniobra  se  ejecutó  con 
orden,  precisión  y celeridad,  porque  acudió  tropa  á formar  cordon  que  contuviera 
á los  curiosos  y se  echó  pregón  por  boca  del  verdugo,  aunque  no  tan  severo  como 
el  de  Roma. 

Quedaron  tan  complacidos  los  señores  capitulares  que  aparte  de  un  expléndi- 
do  refresco  á los  marineros  acabada  la  maniobra,  abono  de  gastos  de  viaje  y ali- 
mentos, al  despedirlos  ofrecieron  de  gratificación  al  contramaestre  12.000  reales, 
á cada  guardián  750  y á los  marineros  550,  con  lo  que  estos  se  volvieron  muy 
contentos  al  departamento,  asegurando  al  hablar  de  la  campana: 

«Que  caben  siete  sastres 

Y un  zapatero, 

También  la  campanera 

Y el  campanero.» 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


287 


Quince  dias  pasados  de  la  narración  de  nuestramo  Julián,  en  la  amanecida 
cantó  el  tope  tierra  por  la  proa  y una  vela  por  sotavento.  En  la  tierra  se  recono- 
ció la  torre  de  Hércules;  la  vela,  que  estaba  muy  próxima,  resultó  ser  fragata  de 
guerra  argelina.  El  pito  de  Chumacera  dejó  oir  la  indicación  de  silencio;  iba  á 
decir  cuatro  palabras  al  alma  el  comandante:  después  tocaron  las  cornetas  zafar- 
rancho de  combate  y de  ola  en  ola  repercutieron  los  cañonazos.  Muchos  ojos  se  fi- 
jaban en  la  bandera  de  Argel,  codiciándola;  no  á fé  los  del  contramaestre,  atento 
tan  solo  al  aparejo  del  navio.  El  médico  estaba  abajo  aplicando  vendajes  y torni- 
quetes á los  heridos;  á él  le  tocaba  aplicar  también  remedio  inmediato  á un  cabo 
cortado,  á un  cáncamo  roto,  á cualquier  avería  trascendental.  La  función  fué  bre- 
ve; como  el  Aquilón  portaba  reducida  superficie  bélica  por  consecuencia  del  tem- 
poral referido,  la  fragata  aprovechó  la  superioridad  de  marcha  huyendo  á todo 
trapo.  Con  el  último  disparo,  ¡qué  desgracia!  acertó  la  bala  en  la  serviola  del  na- 
ció y un  astillazo  desgarró  el  pecho  del  contramaestre. 

— Vamos,  muchachos,  no  hay  que  apurarse, — decía  á los  que  le  bajaban  cui- 
dadosamente al  camarote, — algún  dia  tenia  que  suceder.  Avise  uno  al  capellán 
que  quiero  ponerme  al  habla  con  él,  y otro  diga  al  contador  que  tengo  alguna 
cosa  que  comunicarle. 

— ¿Avisaremos  también  al  médico? 

— No  es  menester;  dejadle  que  se  entretenga  con  los  que  le  necesitan. 

El  médico  acudió  no  obstante,  observando  con  pena  que  eran  realmente  inúti- 
les los  auxilios  de  la  ciencia.  La  sesión  con  el  capellán  no  fué  muy  larga  y to- 
cando el  turno  al  contador,  nuestramo  Julián,  hablando  trabajosamente,  expresó 
la  última  voluntad. 

— Usted  me  ha  de  perdonar,  señor  contador,  las  molestias  que  le  llevo  causadas, 
y esta  nueva,  pero  tengo  ya  el  práctico  á bordo  y es  preciso  que  haga  testamento. 

— Diga  usted,  don  Julián,  lo  (pie  se  le  ocurra,  en  que  yo  pueda  servirle. 

■ — Primero  quisiera  que  le  pidiera  usted  al  señor  comandante  que  me  echen 
al  agua. 

— En  cuanto  á eso,  como  ahora  mismo  vamos  á entrar  en  puerto,  no  hay  que 
pensarlo;  tendrá  usted  sepultura  sagrada  en  el  cementerio  de  Ferrol. 

— Hubiera  preferido  la  otra,  en  fin,  ¡cómo  ha  de  ser!  Para  el  testamento,  ya 
que  hay  testigos,  sabrá  usted  que  no  tengo  padre  ni  madre  ni  perrito  que  me  la- 
dre. Ahí  en  la  taquilla  está  el  pliego  de  cargo  con  las  papeletas  de  exclusión  y 
de  consumo. 


288 


I.OS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 

— No  se  ocupe  usted  de  eso. 

— ¿No  me  lie  de  ocupar?  Todo  está  en  regla.  También  parecerán  cosa  de  tres- 
cientos pesos,  cinco  mas  ó menos.  Quiero  que  de  ellos  se  dé  media  onza  para  una 
misa  á Nuestra  Señora  por  bien  de  mi  alma;  un  doblon  á cada  uno  de  los  mari- 
neros que  me  lleven  con  los  piés  para  avante.  Al  pañolero  una  onza  y la  ropa,  por 
que  se  acuerde  de  los  coscorrones  que  le  tengo  dados;  el  pito  al  timonel  Pascual, 
que  no  tardará  en  usarlo;  la  pipa  al  gaviero  del  bauprés;  el  dinero  que  sobre  des- 
pués de  los  gastos,  al  hospital  de  marineros  de  Nuestra  Señora  de  Buen  Aire,  en 

Sevilla  y no  puedo  mas.  Si  á alguno  le  lie  sentado  la  mano  pesada,  que  me 

perdone...  que  lo  lie  hecho  por  su  bien y por  el  del  servicio Caballeros... 

hasta  el  valle  de  Josafat. 

Aquella  noche,  fondeado  el  Aquilón  á la  boca  de  la  dársena  de  Ferrol,  tenia 
en  la  cubierta  de  cuerpo  presente  al  que  fué  alma  de  la  proa.  Ocho  faroles  alurn- 
hrahan  la  caja,  de  que  no  se  apartaban  los  marineros  silenciosos.  Abajo,  en  el  so- 
llado, el  condestable,  el  carpintero,  el  calafate,  como  si  digéramos,  la  familia  del 
finado,  discutian  el  epitafio  que  seria  mas  decente  escribir  en  la  lápida;  la  mayo- 
ría se  inclinaba  á poner:  «Aquí  yace  D.  Julián  Chumacera,  alférez  de  fragata, 
primer  contramaestre  del  navio  Aquilón.  Dios  lo  tenga  en  su  santa  gloria.»  A uno 
de  ellos  ocurrió  consultar  al  pañolero,  mas  conocedor  de  los  gustos  y deseos  del 
difunto.  El  pañolero  compareció  con  los  ojos  hinchados  como  puños. 

— Escucha,  Martínez,  lo  que  hemos  apuntado  aquí.  ¿Qué  te  parece? 

— Que  sobran  muchas  letras. 

— ¿Pues  qué  pondrías  tú? 

— Yo,  lo  que  hubiera  puesto  él: 

AQUÍ  YACE 


El,  CONTRAMAESTRE. 


por  D.  A.  Fernandez  Merino. 


'' rwsfri  1 


j\, 

:\ 


as  fiestas  de  la  Independencia  atraen  y tal  vez  los  amigos 
y compadres  del  tipo  que  presentamos,  hallarian  mal  que 
dejara  de  acudir  á ellas.  Es  muy  conocido  el  fiueno  de  don 
Calixto,  como  todos  los  léperos  le  llaman,  rumboso  como 
pocos  y decidor  cual  ninguno;  así  es  que  sin  remedio  seria 
echado  menos  y su  ausencia  la  atribuirían  malas  lenguas  á causas, 
que  es  cierto  existen,  p>ero  que  él  quiere  á todo  trance  tener  ocultas. 

Por  esto  cuando  aun  faltaban  lo  menos  tres  horas  para  el  dia,  sa- 
cudió el  sueño,  y echándose  fuera  de  la  cama,  donde  deja  á su  gra- 
ciosa consorte,  vistióse  precipitadamente,  pasó  á la  cuadra,  ensilló 
con  rapidez  al  potro,  que  al  sentirse  tocar  piafaba  de  impaciencia,  y 
cabalgando  veloz  salió  y un  momento  después  dejaba  atrás  su  casa  gozoso,  no  por 
dejarla,  sino  por  lo  mucho  que  pensaba  divertirse  en  aquel  dia. 

Como  es  largo  el  camino  que  tiene  que  recorrer,  para  llegar  hasta  Méjico,  so- 
bre él  le  sorprende  el  dia  y á su  luz  podemos  verlo,  cosa  bien  necesaria  para  ha- 


290 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


cer  conocimiento  con  nuestro  hombre,  tipo  característico  de  aquella  hermosísima 
tierra  llamada  la  Nueva-España,  y que  por  ningún  concepto  desmerece  el  sobre- 
nombre que  honrándola  nos  honra. 

Pocas  naciones  del  otro  lado  del  Atlántico  conservarán  rasgos  tan  propios  y 
peculiares  que  la  revelen  y acrediten  como  de  descendencia  española,  v al  decir 
esto  bueno  será  advertir  que  nos  referimos  solo  á los  habitantes,  impregnados  por 
decirlo  así  de  nuestro  espíritu,  (pie  los  lleva  por  consiguiente  á todo  lo  bueno, 
pero  también  á todo  lo  malo  que  nosotros  realizamos. 

Cuantos  tipos  aparezcan  allá,  pueden  referirse  á familias  y á clases  que  aquí 
son  bien  conocidas  y sin  gran  esfuerzo  por  nuestra  parte,  sin  duda,  ni  titubeo,  no 
se  nos  ofrecerá  á la  vista,  un  carácter  de  aquella  nueva  república,  que  no  tenga- 
mos con  quien  compararlo  en  nuestra  vieja  monarquía.  Infinito  número  de  aficio- 
nados á no  hacer  nada  y vivir  sobre  el  país,  los  conocemos;  políticos  revoltosos 
(pie  con  sin  igual  desenfado  hablan  de  planes  que  tienen  en  su  mente,  gracias  á 
los  que  se  puede  salvar  la  pátria,  nos  sobran  como  allá:  militares  que  hicieron  su 
carrera  de  una  manera  brillante  porque  siempre  fueron  muy  adornados,  sobran  en 
ambas  naciones:  escritores  que  lo  mismo  declaman  contra  todo  lo  que  se  opone  á 
la  mas  ámplia  libertad,  que  hacen  un  panegírico  de  la  inquisición,  tienen  y tene- 
mos; poetas  que  sin  cesar  hablan  de  la  luz  que  brilla,  del  aire  que  sopla  y de  la 
fior  que  huele,  abundan  tanto  en  ambas  naciones  que  podríamos  cambiar  millares 
contra  millares,  sin  (pie  se  perdiera  nada,  y de  este  modo,  para  abreviar  y resu- 
miendo diremos,  que  tienen  de  cuanto  tenemos  y tenemos  de  cuanto  tienen. 

Esta  manifestación  hace  comprender  desde  luego  que  no  carecen  tampoco  de 
ejemplares  bien  definidos  que  pueden  ser  asimilados  perfectamente  con  nuestros 
hijos  del  mediodía,  sin  que  nada  les  sobre  ni  les  falte,  pues  en  este  punto  pode- 
mos decir  que  aquellos  son  nuestros  hijos  legítimos,  formas  animadas  por  los 
mismos  soplos  y sacadas  á la  vida  por  un  sol  igual  en  brillantez  y esplendores, 
pues  en  lo  que  á la  poética  tierra  aquella  se  refiere,  ninguna  porción  le  puede  ser 
comparada  como  nuestra  risueña  Andalucía. 

¿Quién  desconoce  ese  tipo  tan  abundante  en  nuestras  provincias  del  sur,  cuyo 
génio  inquieto  le  lleva  á las  mas  descabelladas  aventuras  y cuyo  carácter  fogoso 
le  ciega  y arrastra  sin  saber  á dónde,  en  el  mayor  número  de  los  casos?  ¿Quién 
no  ha  tenido  ocasión  de  ver  mas  de  una  vez,  y mas  de  ciento  al  hombre  incapaz 
de  hacer  daño  á nadie,  pero  que  está  en  la  firme  creencia  de  que  todos  los  demás 
le  tiemblan,  tan  solo  porque  á ratos  mira  torvo  y escupe  por  el  colmillo?  Creemos 


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291 


que  nadie  lo  desconoce  y que  muchas  veces  habrán  pensado  en  el  sér  que  se  lia- 
liaría  contento  en  la  vida  y recibiría  feliz  la  muerte,  si  el  breve  plazo  que  se  nos 
da  para  convencernos  de  lo  imposible  que  es  conocer  al  mundo  lo  pudiera  pasar 
escuchando  los  lánguidos  sones  de  una  guitarra,  en  tanto  que  los  ojos  negros  de 
una  mujer  hermosa  lo  contemplan.  Abunda,  por  desgracia,  entre  nosotros  y tiene 
perfecta  equivalencia  en  el  ranchero  á quien  tenemos  camino  de  la  capital,  para 
asistir  á unas  fiestas  que  le  enorgullecen  y deleitan,  pues  según  dicen  conmemo- 
ran la  fecha  del  alzamiento  de  los  mejicanos  contra  el  yugo  ominoso  de  España, 
sin  fijarse  que  los  que  tal  proeza  realizaron  eran  tan  españoles  como  son  ellos  y lo 
somos  nosotros,  pues  ninguna  crónica  cuenta  que  un  puñado  de  aztecas  se  refu- 
giara en  montaña  alguna,  que  equivalga  á nuestra  Covadonga,  y avanzaran  des- 
de allí  practicando  la  reconquista,  á fuerza  de  tiempo,  de  sangre  y de  constancia. 

Esta  cuestión  no  es  del  caso,  y por  tanto  volvamos  á don  Calixto,  á quien  ya 
podemos  ver  gracias  á la  luz  del  hermoso  dia  que  brilla  y que  dará  lugar  á que 
sean  mas  animadas  las  fiestas;  pero  se  nos  ocurre  que  antes  debíamos  decir  qué 
es  el  ranchero  y lo  vamos  á hacer  deseosos  de  que  ya  que  nuestro  estudio  carezca 
de  otros  méritos,  tenga  al  menos  el  del  orden,  y no  será  poco  si  lo  llegamos  á con- 
seguir. 

Exuberante  en  fuerzas  productivas  aquel  suelo,  la  agricultura  es  una  de  las 
principales  fuentes  de  su  riqueza,  y las  feraces  campiñas  que  se  dilatan  ante  la 
vista  del  observador,  le  hacen  advertir  cuán  pródiga  con  ellas  se  mostró  la  madre 
naturaleza,  y cuán  escaso  tiene  que  ser  el  trabajo  del  hombre  para  lograr  sino  lo 
que  desea,  pues  esto  en  cualquier  parte  es  imposible,  al  menos  lo  que  le  debe  te- 
ner satisfecho.  En  acotadas  porciones  de  terreno  que  alcanzan  á leguas  muchas 
veces,  se  da  la  mas  completa  variedad  de  frutos,  sin  que  haya  uno  que  deje  de 
tener  aplicación,  sin  que  uno  solo  deje  de  tener  su  precio  en  el  mercado,  hasta 
tal  punto  que  una  sola  de  estas  haciendas , que  así  se  llaman,  basta  para  el  soste- 
nimiento de  varias  familias  que  se  la  tienen  dividida  en  ranchos  y cuyos  jefes  re- 
ciben por  ende  el  nombre  de  rancheros. 

Como  el  principio  de  todas  las  cosas  es  difícil,  al  comenzar  su  ruda  tarea  el  ran- 
chero vivió  pobre  y con  fatiga,  pero  se  afanó,  trabajó  con  fé  y con  constancia  y 
poco  á poco,  peso  tras  peso,  tormo  una  onza,  y luego  del  mismo  modo  otra  y otra, 
con  lo  que  pudo  pensar  en  tener  mujer  y la  tuvo,  teniendo  mas  tarde  hijos,  cosa 
en  la  que  tal  vez  no  hubiera  pensado  nunca.  Sin  ser  ni  mal  marido  ni  mal  padre, 
como  la  abundancia  es  madre  de  la  comodidad,  y cuando  se  tiene  esta,  acuden  á 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


la  imaginación  mil  cosas  que  vale  mas  no  acudieran,  nuestro  ranchero  va  cre- 
yendo firmemente  que  por  cuanto  todo  lo  tiene  en  su  casa,  dehe  buscar  algo  fuera 
de  ella;  su  carácter  siempre  franco  y alegre,  le  ayuda,  dispone  de  algún  dinero  y 
esto  le  hasta  para  que  con  todo  lo  que  llevamos  dicho  surja  del  primitivo  labrador 
un  ranchero,  ó lo  que  es  lo  mismo  el  don  Calixto,  de  quien  inmediatamente  nos 
vamos  á ocupar  pues  sigue  avanzando  al  trote  largo  de  su  caballo  y no  queremos 
que  se  nos  entre  en  la  capital  y lo  perdamos  de  vista  confundido  entre  la  multi- 
tud que  circula  por  las  calles  en  dia  tan  señalado. 

La  dura  labor  del  campo  en  la  que  el  sol  le  hiere  al  descubierto,  ha  hecho  que 
su  rostro  tome  un  color  trigueño,  al  que  mas  sombrea  una  negra  aunque  poco  po- 
blada barba  y un  sedoso  bigote  que  cubre  su  labio  superior,  ocultando  también 
en  parte  el  color  rojo  del  inferior;  bajo  sus  arqueadas  cejas  lucen  los  ojos  negros 
y rasgados,  donde  si  no  falta  bondad,  puede  decirse  que  hay  sobra  de  malicia:  esta 
cara  es  el  espejo  de  aquel  alma,  no  le  falta  un  detalle  y su  sonrisa  socarrona  acu- 
sa su  desconfianza,  su  mirar  atrevido  la  intensión  violenta  y lo  entreabierto  de 
su  boca  el  sin  igual  cuidado  con  que  vive  como  hombre  al  que  importan  muy  poco 
el  mundo  entero,  con  todos  sus  habitantes. 

Cuando  no  tenia  se  veía  satisfecho  con  muy  poco,  pero  cuando  sin  ser  rico 
pudo  permitirse  cierto  lujo,  no  dejó  de  ostentarlo,  así  es  que  nos  hallamos  con  don 
Calixto  vestido  según  su  clase,  pero  orgulloso  de  lo  que  lleva  porque  es  bueno. 
Su  sombrero  de  anchas  alas  va  bellamente  adornado  con  galones  de  plata  que  des 
piden  fulgores  al  ser  heridos  por  la  luz  y alrededor  de  la  copa  va  arrollada  la  to- 
quilla simulando  una  culebra  que  se  muerde  la  cola,  siendo  ambas  extremidades 
de  plata  también  y que  mucho  lucen  por  el  especial  cuidado  que  su  dueño  pone 
en  llevar  el  fieltro  inclinado  al  lado  izquierdo,  cosa  que  da  mayor  gracejo  á su 
picaresco  semblante. 

El  traje  que  viste  es  todo  de  finísimo  ante,  recargado  de  adornos,  pues  mas  de 
cien  pesos  en  pequeñas  monedas  de  plata  invirtió  en  la  botonadura  de  su  ancha 
calzonera,  y monedas  también  aunque  mayores  forman  los  botones  de  su  chaqueta 
y chaleco,  por  entre  el  que  se  vé  arrugada  y de  mal  córte,  la  finísima  camisa  de 
cambray,  abrochada  sobre  el  pecho  con  diamantes  vistosísimos,  cuya  montura  no 
será  del  mejor  gusto,  pero  que  son  muy  ricos;  á este  traje  por  cuanto  va  á caballo 
sirve  de  complemento  las  fuertes  espuelas  vaqueras,  cuyas  rodajas  al  andar  mue- 
ven ruido,  que  á él  le  agrada  y le  contenta,  y á cuyo  son  se  contonea  y mueve 
airosamente  la  cabeza. 


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El  caballo  vale  la  pena  del  sin  igual  cuidado  que  con  él  tiene  su  dueño;  tanto 
este  como  todos  los  de  su  clase  se  esmeran  con  los  nobles  animales  que  sirven 
tanto  en  sus  ñestas  y regocijos,  en  las  que  con  ellos  se  dan  tono:  es  un  potro  ne- 
gro como  la  noche,  lucero,  de  patas  finas  que  parecen  de  acero  y que  al  andar 
miden  con  garbo  la  distancia  que  media  desde  el  suelo  á la  cincha  que  tocan  con 
su  casco,  levantando  polvo  que  no  le  hiere,  pues  lo  ahuyenta  con  su  fogoso  reso- 
plido; en  el  hierro  del  freno,  de  bien  pulido  y limpio  que  está,  se  puede  mirar 
cualquiera,  y la  silla  llama  la  atención  también  por  su  riqueza  y atavío:  á la  ca- 
beza de  ella  formada  por  una  bola  de  plata  lleva  el  fuerte  cordel  que  le  sirve  de 
lazo  y á los  lados  las  amplias  pistoleras  no  vacías,  pues  bien  sabe  que  todo  es  poco 
para  discurrir  por  aquellos  caminos,  en  los  que  le  dan  el  alto  al  mas  'planchado. 

De  esta  manera,  tan  clavado  en  la  silla  que  bien  pudiera  justificar  la  idea  de 
los  indios  al  ver  á los  primeros  españoles  que  allí  fueran,  de  que  hombre  y caba- 
llo formaban  un  solo  animal,  híbrido  y monstruoso,  de  que  disponian  aquellos 
hombres  hijos  de  los  dioses,  nuestro  don  Calixto  sigue  avanzando  y se  relame  sa- 
boreando de  antemano  los  placeres  y el  holgorio  que  le  aguardan  en  las  fiestas, 
en  compañía  de  sus  amigos  y en  cierta  casa  que  él  conoce,  sin  que  su  mujer  lo 
sepa,  pues  no  es  cosa  de  que  se  aventure  á tener  disgustos  con  la  madre  de  sus 
hijos,  que  es  una  real  hembra  muy  buena  y muy  campechana,  pero  que  se  quedó 
en  el  rancho  por  mor  de  los  muchachos,  como  él  dice,  aunque  otra  cosa  sea  lo 
cierto. 

Las  idas  y venidas  á la  ciudad  le  han  hecho  conocer  la  gente  y ni  don  Calix- 
to, ni  ninguno  de  los  de  su  clase  pueden  tragar  al  pisaverde,  que  habla  blando  y 
solo  sirve  de  cirinero  de  alguna  damisela  de  pufc  y de  copete;  el  mayor  gusto  de 
nuestro  tipo  está  en  avergonzarlo  y correrlo  con  sus  pullas  y sus  dichos  oportunos 
muchas  veces  y nunca  faltos  de  gracia,  así  es  que  el  señorito  huye  su  presencia, 
cosa  difícil  pues  el  ranchero  como  tiene  con  qué,  lo  mismo  frecuenta  la  baja  pul- 
quería que  el  café  mas  de  moda,  y solo  cuando  tiene  una  fundada  razón  para  ello 
se  interna  por  calles  donde  de  no  ocurrirle  nada  á un  transeúnte,  es  buena  señal 
del  merecido  crédito  que  tiene  de  hombre  de  pelo  en  pecho  que  no  aguanta  chi- 
lindrina . 

Antes  que  todo  es  mejicano  y no  se  le  hable  de  nada  que  pueda  creerse  sea 
mejor  que  su  pátria,  pues  no  lo  aguanta;  no  ha  visto  ni  mas  tierra  que  aquella, 
ni  ha  respirado  otros  aires,  ni  conoce  otros  tipos,  pero  con  ella  le  basta  para  for- 
mar su  juicio  del  que  no  hay  que  intentar  siquiera  se  deshaga,  pues  es  seguro 

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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


medio  de  que  inmediatamente  se  pronuncien  malas  palabras  y sigan  las  voces  ron- 
cas y se  termine  con  los  golpes. 

El  ranchero  ajusta  las  cuentas  á su  modo  y saca  en  limpio  que  franceses,  in- 
gleses, italianos,  españoles  y de  todas  las  demás  naciones  del  mundo,  acuden  á su 
tierra  no  llevando  consigo  ni  un  centavo,  ni  aun  equipaje,  y que  apénas  pasados 
ocho  ó diez  años,  aquellos  arrancados  como  él  los  llama,  se  vuelven  hechos  unos 
caballeros  con  muchos  miles  de  pesos,  que  van  á gastarse  en  el  seno  de  su  fami- 
lia ó en  los  antiguos  lares  que  se  vieron  obligados  á abandonar.  ¿Por  qué  los  de- 
jaron? se  pregunta  el  ranchero,  que  no  vio  mas  que  maizales  y magüelles,  y él 
mismo  se  contesta,  porque  no  podian  vivir  allí.  ¿Por  qué  se  vinieron  á mi  tierra? 
se  vuelve  á preguntar,  y dejando  asomar  al  rostro  una  sonrisa  de  satisfacción,  se 
responde  que  porque  aquellos  estados  hermosos,  lo  son  tanto,  que  ninguno  se  les 
puede  comparar.  Cierto  que  la  vida  es  allí  mas  cómoda  y los  medios  para  la  satis- 
facción de  las  necesidades,  mas  fáciles  de  conseguir,  pero  no  es  oro  todo  lo  que 
reluce,  como  vulgarmente  se  dice,  ni  se  planteó  bien  la  cuestión  para  obtener  el 
resultado  que  le  enorgullece  tanto.  Si  el  ranchero  que  ha  de  tratar  con  él,  estu- 
diara la  naturaleza  del  emigrante,  se  fijara  en  su  condición  é investigara  las  cau- 
sas que  le  obligaran  á dejar  sus  casas,  comprenderla  que  los  cálculos  que  se  hace 
no  son  fundados  y que  de  cien  individuos  de  los  que  abordan  á aquellas  poéticas 
playas,  hay  cincuenta  que  fueron  arrojados  de  las  suyas  y que  del  resto  la  mayor 
parte  son  génios  aventureros,  enemigos  del  trabajo  y celosos  de  las  felices  casua- 
lidades que  se  ofrecen  en  aquellas  regiones  no  muy  pervertidas  todavía,  tal  vez 
porque  no  han  llegado  al  desiderátum  de  la  civilización,  como  aquí  se  dice. 

Es  lo  cierto  que  su  cultura  no  alcanza  á razonar  de  este  modo  y que  sigue  por 
tanto  defendiendo  su  tésis  con  sin  igual  empeño  y calor;  que  se  obstina  de  una 
manera  desesperada  y que  en  mas  de  una  ocasión  ha  sostenido  luchas  terribles  en 
defensa  de  lo  que  él  cree  una  verdad  evangélica,  luchas  de  las  que  han  resultado 
considerables  detrimentos  para  el  que  se  atrevió  á llevarle  la  contraria,  que  en 
los  casos  ocurridos  fueron  siempre  algunos  pisaverdes  que  se  dieron  hace  años  una 
vuelta  por  Europa,  de  la  que  apénas  vieron  nada,  pero  que  no  obstante  afirman 
haberlo  visto  todo  ó mejor  dicho  haber  visto  todo  lo  que  dicen,  que  en  cualquier 
caso  seria  mucho  ver. 

Al  ranchero  no  le  falta  buen  sentido  y esto  es  causa  de  que  mas  se  irrite  al 
escuchar  todo  lo  que  en  detrimento  de  su  pátria,  á la  que  tanto  quiere,  se  cuenta, 
pues  comprende  que  lo  que  escucha  no  son  mas  que  vanas  declamaciones  con  las 


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que  quieren  darse  tono  aquellos  francesados;  se  irrita  y opone  razón  á razón  ó me- 
jor á sin  razón,  pues  no  cree  que  haya  mas  suntuoso  edificio  que  la  catedral,  ni 
mejores  paseos  que  las  calzadas,  ni  vista  mas  hermosa  que  la  del  Popocatepelc,  ni 
mujeres  mas  lindas  que  las  que  allí  se  crian,  y lo  que  es  mas  que  eo  hay  ni  pue- 
de haber  en  toda  la  cristiandad  una  Virgen  que  mas  pueda  que  Nuestra  Señora 
de  Guadalupe:  al  decir  esto  se  descubre  con  respeto,  pero  inmediatamente  vuelve 
á apretarse  el  sombrero  y recoge  su  zarape  como  pidiendo  guerra,  sin  que  haya 
en  el  mayor  número  de  los  casos  quien  la  quiera  sostener  y si  alguien  se  dispone, 
([ue  se  condese  primero,  pues  ya  ha  dejado  lucir  para  despuntar  el  puro  la  ancha 
hoja  de  su  machete. 

Dándose  aire  de  quien  sabe  lo  que  vale,  nuestro  ranchero  discurre  por  la  calle 
de  Plateros  ó se  apuesta  frente  á la  catedral  y al  acabarse  una  misa  se  recrea  con- 
templando á las  saladísimas  mejicanas,  que  coquetamente  envueltas  en  su  rebozo 
pasan  ante  él  dejando  ver  por  debajo  de  su  corta  saya  unos  piés  á los  que  se  po- 
dida formar  estuche  con  el  cáliz  de  una  magnolia.  Llega  un  momento  en  que  se 
da  por  satisfecho  de  que  lo  hayan  visto  y entonces  él  se  dispone  á ver.  Como  lue- 
go que  dejó  su  caballo  en  seguro,  se  cuidó  solo  de  su  persona  y se  regaló  con  un 
almuerzo  que  no  le  recordó  á su  pacienta  y en  el  que  no  le  faltaron  ni  las  torti- 
Uas,  ni  los  tamales,  el  estómago  le  pide  líquido  y él  obsequioso,  no  quiere  dejarle 
sentir  necesidad  en  tan  memorable  dia,  por  lo  que  rara  es  la  pulquería  porque 
pasa,  á donde  no  entre  á hacer  una  visita  ; habla  un  poco  con  un  amigo  ó conocido 
de  los  toros,  del  maíz  ó de  los  magueyes  y sale  andando,  cada  vez  mas  de  prisa, 
pues  ya  en  la  Alameda  habrán  comenzado  los  discursos  y no  quiere  perder  nin- 
guno . 

Llega,  al  fin,  empuja,  codea,  aprieta,  hasta  que  por  último  logra  colocarse 
donde  desea,  y es  casi  siempre  donde  no  le  falta  algún  charro  de  su  clase  ó algu- 
na graciosa  (daña,  que  hasta  con  que  á uno  le  mire  para  que  le  haga  bailar  un 
jarabe;  al  principio  escucha  atento  las  peroraciones  contra  los  gachupines  y las 
aplaude  con  frenesí,  porque,  como  dice,  es  muy  republicano  y muy  independiente 
y los  españoles  son  muy  suecos.  Después  á medida  que  el  pulque  lo  ilumina,  le 
entran  ganas  de  ser  orador,  y dicho  y hecho,  no  podrá  subir  al  tablado,  pero  eso 
no  importa,  desde  el  sitio  donde  está  y dirigiéndose  á los  que  le  rodean,  dispara 
un  discurso  que  es  lo  mejor  que  puede  oirse;  en  confusión  lastimosa  habla  de  los 
vireyes  y de  Hidalgo,  pone  por  las  nubes  á Zaragoza  y estropea  á los  franceses, 
sin  dejar  de  exclamar  algunas  veces:  ¡Qué  vengan!  y hacer  una  demostración 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


como  si  fuera  á tragarse  á todos  los  hijos  de  San  Luis,  que  tuvieran  semejante 
atrevimiento . 

Termina  al  cabo  la  manifestación;  nuestro  ranchero  ha  sabido  captarse  las 
simpatías  con  su  oratoria  y no  se  va  solo:  allí  encontró  á un  compadre  de  anterio- 
res tiempos,  con  el  que  después  de  darse  un  estrechísimo  abrazo,  parten  para  to- 
mar un  trago  y una  vez  sentados  frente  á frente,  conversan  de  la  Lupe,  la  china- 
ca mas  salada  que  vieron  ojos  y la  mujer  de  mas  gracia  que  pisó  la  tierra  y tales 
son  los  encomios,  que  entusiasmados  deciden  visitarla,  y con  efecto  allá  se  dirigen 
ambos  prestándose  mutuo  apoyo,  que  bien  lo  han  menester. 

Bastante  léjos,  allá  muy  cerca  de  la  garita,  vive  efectivamente  la  Lupe,  una 
morena  con  ojos  como  luceros,  de  hablar  libre  y ademanes  desenvueltos,  que  al 
verlos  llegar  supone  que  va  á ocurrir  algo  bueno  y se  pone  alegre  como  unas  pas- 
cuas. Echa  los  brazos  al  cuello  de  nuestro  ranchero,  lo  estrecha  contra  su  turgen- 
te seno  y lo  mira  de  la  misma  manera  que  debe  hacerlo  la  culebra  con  el  inocen- 
te paj arillo,  para  que  caiga  fascinado;  siguen  algunas  explicaciones  muy  del  caso, 
acerca  de  lo  ocurrido  en  tiempo  en  que  no  se  han  visto,  y el  compadre  que  no  es 
hombre  que  se  descuida  ha  sabido  componérsela  de  modo  que  poco  después  llega 
un  lepero  con  su  jaranita  ó vihuela  y entre  tan  pocas  personas  tienen  ustedes  ar- 
mada una  ñesta  en  la  que  no  falta  el  baile,  pero  nada  de  escholicli  ni  monerías  sino 
¡avahe,  el  baile  puro  del  país,  muy  semejante  á nuestros  bailes  del  mediodía,  de  pos- 
turas y ademanes  lascivos  y voluptuosos,  que  atraen  sin  querer  á la  memoria,  para 
unos,  el  recuerdo  de  las  alineas  orientales  y,  para  otros,  el  de  las  graciosas  gitanas 
de  Triana  ó del  Perchel. 

Si  el  baile  no  es  como  han  supuesto  muchos,  un  movimiento  con  que  el  hom- 
bre trata  de  imitar  todo  cuanto  vé,  siendo  por  consiguiente  anterior  á la  música  y 
habiendo  consistido  en  un  principio  en  la  sucesión  de  pasos  rápidos,  saltos  y car- 
reras con  que  los  que  bailaban  trataran  de  expresar  la  pasión  de  que  estaban  do- 
minados, hay  que  conceder  que  el  hombre  cuando  se  regocijaba  permanecía  en 
quietud  hasta  tanto  que  se  sintió  arrastrado  por  los  dones  de  la  música  que  escu- 
chaba, pero  los  aires  populares  mejicanos  no  son  aires  propios,  en  ellos  se  percibe 
algo  que  revelan  fueron  su  gérmen  las  playeras  y los  jaleos  de  nuestra  Andalu- 
cía, ligeramente  modificados  por  razón  del  clima,  de  los  usos  ó de  las  costumbres; 
con  la  letra  de  sus  cantares  sucede  lo  mismo,  intencionada  y profunda,  cada  copla 
es  una  sentencia  y alternan  desde  la  picante  que  hace  que  la  / eperita  se  ruborice 
escuchando  : 


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Desde  que  te  vi  venir 
Le  dije  á mi  corazón: 

Qué  bonita  piedrecita 
Para  dar  un  tropezón. 

Hasta  la  sentimental  que  revela  tanto,  diciendo: 

Bajo  de  un  árbol  sin  hojas 
Me  puse  á considerar 
¡Qué  solo  se  queda  un  hombre 
Cuando  no  tiene  que  dar! 

Y de  esta  manera,  trago  mas  trago,  copla  tras  copla,  la  fiesta  se  prolonga  hasta 
que  el  crepúsculo  con  sus  tintas  suaves  comienza  á empañar  el  dia  y antes  de  que 
se  encienda  la  luz,  nuestro  ranchero  recuerda  que  tiene  que  hacer,  se  despide 
tiernamente  de  su  dulce  entretenimiento,  á la  que  deja  para  un  regalo;  prueba 
con  su  dádiva  al  lepero  que  sentado  en  el  suelo  amenizó  la  reunión  con  los  sones 
de  su  arábigo  instrumento,  que  es  un  hombre  generoso,  y sale  en  compañía  de  su 
compadre  que  no  le  abandona,  según  dice,  porque  sabe  Dios  cuando  lo  volverá  á 
ver. 

Como  todavía  quedan  al  ranchero  algunas  onzas,  como  el  ranchero  es  hombre 
y por  tanto  ambicioso,  piensa  que  muy  bien,  si  la  suerte  le  ayudara,  podria  salirle 
de  balde  la  fiesta  y no  quiere  marcharse  sin  probar  fortuna:  tan  pronto  concebido 
A-  manifestado  este  pensamiento,  el  compadre  lo  apoya  y juntos  se  dirigen  á un 
garito  donde  se  ven  todas  las  clases  y todas  las  cataduras.  El  que  talla  tiene 
facha  de  matón,  perdona-vidas,  de  los  de  mirar  torvo  á quienes  no  amedrenta 
nada  y que  por  consiguiente  vé  llegar  con  toda  calma  á nuestro  hombre  que  apé- 
nas  puede  tenerse  en  pié  y que  con  ademan  resuelto  avanza,  deja  caer  una  onza 
sobre  un  caballo  y vuela  como  si  tuviera  alas  para  ir  á aumentar  la  fila  de  la 
banca:  en  la  nueva  talla  favorece  con  igual  cantidad  á una  sota,  por  A'er  si  recu- 
pera la  perdida,  pero  la  suerte  está  en  su  contra  y de  este  modo  al  poco  rato,  sale 
renegando  con  solo  tres  pesos  en  el  bolsillo,  cantidad  que  apénas  le  basta  para  ¡la- 
gar el  gasto  que  en  la  posada  hiciera  su  caballo:  lo  hace  así,  lo  ensilla,  le  ajusta 
el  freno  y antes  de  poner  el  pié  en  el  estribo,  se  acuerda  de  sus  pistolas  que  echa 
de  menos  sin  saber  quién  se  las  ha  robado:  mas  después  de  un  rato  de  vano  pen- 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


sar,  se  encoge  de  hombros  con  desden,  salta  sobre  el  noble  potro  y exclama  con 
sonrisa  forzada : 

— ¡Qué  llevo  yo  que  me  roben! 

Parte  por  el  camino  que  trajo,  y sea  que  el  aire  libre  del  campo  lo  repone  ó 
que  al  sentirse  á caballo  renace  en  él  nueva  idea,  piensa  un  poco  en  los  aconteci- 
mientos del  dia  y no  puede  menos  de  renegar  de  las  fiestas,  de  la  Lupe,  del  pul- 
que y de  su  compadre,  prometiéndose  no  incurrir  mas  en  aquellos  desaliños 

hasta  otra. 

Hé  aquí  el  ranchero  tal  como  se  le  conoce,  franco,  sin  reserva,  pero  ladino  y 
prevenido  siempre,  amigo  de  la  broma  y de  la  jarana,  expléndido  como  á quien 
poco  cuesta  ganarlo  y dispuesto  á todo,  sea  lo  que  sea,  bueno  ó malo,  con  tal  de 
que  se  pueda  lucir  y hacer  alarde  de  lo  que  tiene  y algo  mas. 

Una  de  las  notas  esenciales  de  este  tipo  de  la  Nueva-España,  es,  digámoslo 
así,  que  imprime  carácter,  esto  es,  que  el  que  por  nacimiento  ó por  costumbre  es 
ranchero,  no  deja  nunca  de  serlo,  aunque  caprichos  de  la  suerte  lo  saquen  de  su 
esfera  primitiva.  Sin  embargo,  el  ranchero  rara  vez  ha  tenido  salida  para  otra 
clase  social  que  para  la  milicia,  y en  esta,  justo  es  confesarlo,  el  ranchero  ha  he- 
cho fortuna.  Merced  á la  incesante  lucha  sostenida  en  aquel  hermoso  país  desde 
el  momento  que  se  emancipara,  no  han  sido  pocos  los  que  á mal  con  la  vida  pa- 
cífica del  labrador  en  su  rancho,  se  lian  lanzado  al  campo  al  frente  de  un  puñado 
de  valientes  que  han  trabajado  para  él,  en  el  mayor  número  de  las  veces,  y al 
cabo  de  muv  poco  tiempo  se  han  visto  generales  pero  sin  perder  nada  de  su  anti- 
guo carácter,  sino  todo  lo  contrario,  añadiendo  á sus  propias  notas  las  que  singula- 
rizan al  soldado  guerrillero,  lográndose  así  un  tipo  digno  de  un  estudio  especial, 
que  haremos  con  el  tiempo. 


por  1).  José  Feliu  y Codina. 


upongo  fundadamente,  amigo  lector,  que  mas  de  cien  veces 
habrás  oido  referir  horrores  de  la  vida  interior  é íntima  del 
teatro.  Y tú,  si  eres  profano  en  el  asunto,  y no  has  penetrado 
por  los  vericuetos  de  ese  mundo  en  varillado,  que  llaman  esce- 
na, debes  de  haber  creido  á pié  juntillas  todo  cuanto  se  les  ha 
ocurrido  decirte  á sus  expedicionarios  y paseantes,  y con  particula- 
ridad á sus  naturales,  los  que  suelen  hallar  gusto,  como  todo  habi- 
tante de  una  tierra  ignota,  en  ponderar  las  especialidades  de  sus 
costumbres  y su  clima. 

Te  habrán  dicho  que  es  el  teatro  un  lugar  de  sordo  combate  y 
de  misterios  latentes,  cuyo  menor  peligro  consiste  en  el  escotillón 
que  amenaza  tragarte  y sumirte  en  las  profundidades  del  séptimo  estado;  que  la 
intriga  temerosa,  la  envidia  explosiva  y la  pasión  hipócrita,  florecen  allí  como  en 
terreno  abonado;  y que  por  la  atmósfera  ardiente,  como  por  las  capas  subterráneas 


300 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


del  escenario,  circulan  vientos  de  tempestad  y terremoto  que  un  dia  han  de  des- 
plomar sobre  el  mísero  viajante,  toda  la  máquina  de  telones,  bastidores  y bamba- 
linas que  forman  la  constitución  de  ese  planeta,  no  salido  de  las  manos  de  un  Dios 
creador,  sino  de  la  sierra  de  un  carpintero  y de  las  brochas  de  un  escenógrafo. 

Yo  he  visto  á muchos  crédulos  como  tú,  lector  inocente,  asustarse  ante  la 
perspectiva  de  un  viaje  por  la  escena,  como  pudiesen  ante  la  de  una  exploración 
por  el  polo  ártico;  yo  he  visto  á muchos  tentarse  la  ropa  y encomendarse  á Dios, 
al  ir  á penetrar  en  las  angosturas  de  un  escenario,  lo  mismo  que  si  fueran  á lan- 
zarse en  los  riesgos  del  estrecho  de  Magallanes;  y les  he  visto  luego  entrar  rece- 
losos, pisar  de  puntillas  y revolverse  azorados,  cual  si  temieran  que  les  cogiese 
algún  airecillo  traidor,  de  esos  que  la  leyenda  hace  soplar  entre  caja  y caja  de 
bastidores,  ó cuidadosos  de  respirar  algún  miasma  palúdico  emanado  de  la  concha 
del  apuntador  y de  los  antros  caóticos  de  la  guardaropía. 

Y este  es  el  dia,  lector  benigno  y mal  avisado,  en  que  yo  te  saque  de  tus  er- 
rores y te  abra  los  ojos  á la  luz  de  las  candilejas,  declarándote  que  en  ese  univer- 
so de  madera  y lienzo  no  reina  el  espanto  tenebroso  que  te  han  pintado;  motivo 
por  el  cual  puedes  recorrerlo  sin  zozobra  y sin  otra  prevención  que  el  poquito  de 
trastienda  que  Dios  te  haya  concedido  ó hayas  tú  sacado  de  tus  expediciones  por 
el  mundo  de  veras,  teatro  de  la  verdadera  comedia,  cuyos  actores  no  te  han  ad- 
vertido que  lo  sean  en  los  carteles  de  principios  de  temporada. 

Entrate,  pues,  de  rondon  y sin  cuidado,  en  todo  escenario  á donde  te  llame  la 
vocación,  el  interés  ó el  gusto.  Allí  no  hay  riesgos  mayores  que  temer.  Detrás  de 
la  puertecita  guardada  por  un  cancerbero  que  espera  al  cohecho  y entredicha  por 
el  rótulo:  .Yo  se  'permite  la  entrada , que  nadie  lee,  ni  menos  respeta,  no  te  ame- 
nazan otros  daños  que  los  mismos  que  te  dejaste  en  la  parte  afuera  del  telón  de 
boca.  Una  actriz  que  te  enamore  de  verdad  ó una  bailarina  que  te  enamore  de 
mentirigillas;  una  prima-donna  que  te  pida  elogios  para  sus  gallipavos,  ó un 
actor  de  carácter,  que  te  haga  cómplice  de  sus  inspiraciones  alcohólicas;  un  tra- 
moyista que  desplome  sobre  tu  sombrero  todo  el  cordaje  del  telar,  ó una  trampa 
que  te  sepulte  entre  las  maravillas  ocultas  de  una  comedia  de  mágia;  un  tras- 
punte que  te  atropella  por  correr  á dar  una  salida  retardada,  ó una  asistencia  que 
te  abrase  con  la  resina  de  fingir  los  relámpagos.  Esto  es  todo;  créeme,  lector  ami- 
go, que  esto  es  todo. 

Las  jnisiones  que  rujen  y las  conspiraciones  tenebrosas  no  existen  mas  que  en 
tanto  las  ves  tú  desarrollarse,  desde  tu  butaca.  No  he  de  ocultarte  que  existe  ra- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


301 


zon  de  sobra  para  que  las  hubiera;  pero  no  te  dé  cuidado;  nuestros  comediantes 
son  casi  todos  unos  pobrecillos  incapaces  de  representar  otras  tragedias,  que  las 
que  sus  autores  les  escriben  y sus  consuetas  les  dictan.  En  cuanto  se  calla  el  Jú- 
piter del  tornavoz,  todas  sus  trifulcas  se  apaciguan,  y lo  mismo  es  caer  la  cortina 
que  les  aisla  del  público  espectador,  que  convertirse  el  campo  de  batalla  en  patio 
de  vecindad.  Envidias,  y rencillas,  y rabietas  que  se  les  comen  vivitos  y no  les 
dejan  echar  un  pelo  sano,  ¿cómo  no  han  de  tenerlas  los  pobrecitos  de  mi  alma,  si 
en  su  mayor  parte  son  hechos  de  la  peor  madera  de  que  se  hacen  hombres,  y si  la 
tierra  que  barbechan  es  fecunda  á todo  serlo,  en  ese  fruto  de  bendición  que  quita 
el  seso  y pudre  la  sangre?  Pero  pensar  que  de  esto  pueda  alguna  vez  originarse 
una  explosión,  es  ni  mas  ni  menos  que  esperar  erupciones  del  cisco  de  un  brasero 
ó temer  temporales  en  un  botijo  de  agua  chirle. 

Todo  el  génio  del  actor, — cuando  por  acaso  lo  tiene, — halla  desvaporizadero 
en  los  versos  que  el  poeta  cuelga  de  sus  labios;  y no  bien  dejas  tú  de  verle,  aquel 
rey  caballero,  ó capitán  invicto,  ó marido  ultrajado  que  te  ha  levantado  consigo  al 
séptimo  cielo,  desciende  simplísim amente  de  su  cúspide  y se  encamina  á pié  llano 
hacia  su  cuarto  á murmurar  como  un  remendón  de  portal,  del  que  está  murmu- 
rando de  él  en  el  cuarto  contiguo.  ¡No  creas  que  entre  ellos  pueda  amagarte  al- 
guna asechanza!  ¡Si  andan  todos  con  el  corazón  en  la  mano ! ¡Pues  apénas  se 
necesita  destreza  para  acertar  á recluirlo  hien  recluido ! 

Se  entregan,  los  benditos  del  Señor,  como  chiquillos  de  la  escuela.  ¡Y  les  ca- 
lumnian! ¡Pobre  nidito  de  víboras  desdentadas  y sin  ponzoña!  A las  veinte  y 
cuatro  horas, — y es  plazo  largo, — de  andar  metido  entre  ellos,  ya  se  ha  enterado 
uno  al  dedillo  de  cuantos  dramas,  comedias  y sainetes  se  desenvuelven  á la  som- 
bra de  aquellos  árboles  de  cardenillo  y al  amor  de  las  baterías  de  gas;  ya  ha  bro- 
tado la  inquina  del  gracioso  contra  el  característico,  del  galan  joven  contra  el  pri- 
mer gafan,  de  la  dama  joven  contra  la  primera  dama,  del  racionista  contra  el 
apuntador  y de  todos  ellos  contra  el  empresario.  ¡Y  si  vieras  qué  formas  tan  sen- 
cillotas  tiene  todo  esto  de  manifestarse!  Esos  afectos  que  otros  séres  mas  enreve- 
sados de  la  sociedad,  suelen  revestir  de  secreto  inescrutable  y de  cavilosidades 
accesorias,  no  saben  ellos  esconderlos  bajo  media  pulgada  de  tierra.  Respiran  por 
la  llaga,  por  lo  cual  no  se  les  turba  nunca  el  resuello,  y á poquito  que  les  des 
coyuntura  te  cantan  en  la  mano  mas  sueltos  y desatados  que  un  jilguero. 

Eso  sí,  has  de  llevar  con  paciencia  que  también  á tu  costa  respiren  y canten; 
que  no  con  aceptar  el  papel  de  confidente,  te  salvas  de  sus  hablillas  y murmura- 

TOMO  I.  38 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


clones.  Sobre  que  el  ser  confidente  suyo  no  es  título  de  mérito,  porque  lo  alcanza 
todo  el  mundo,  ello  es  ley  que  liav  que  pagar  escote  irredimible  á sus  tijeras.  Si 
eres  autor,  por  lo  que  escribes,  si  eres  crítico,  por  lo  que  juzgas,  si  eres  enamora- 
do, por  lo  que  galanteas,  es  fuerza  que  lian  de  dejarte  sin  alguna  tirilla  de  tu  pe- 
llejo, en  una  ú otra  de  las  horas  que  el  arte  les  deja  libres  para  que  se  distraigan 
de  sus  sublimidades.  Pero  no  te  dé  cuidado.  ¡Si  supieses  cuán  poco  dañan  sus 
murmuraciones,  y qué  obra  de  caridad  evangélica  se  encierra  en  dejarles  decir! 
Si  aciertas  á mantenerte  no  mas  de  centímetro  y medio  apartado  de  donde  ellos 
buscan  puntería,  no  temas  que  hagan  blanco  en  tí,  aunque  usaran  armas  de  pre- 
cisión, que  no  suelen  usarlas  ni  mucho  menos. 

Y has  de  saber,  querido  lector,  que  todo  lo  que  antecede  he  escrito  con  el  ob- 
jeto piadoso  de  llevarte  tranquilo  á hacer  conocimiento  con  el  personaje  que  te  voy 
á presentar.  Habias  de  subir  en  mi  compañía  á la  altura  del  palco  escénico,  y por 
si  eras  de  los  tímidos  y supersticiosos  he  querido  poner  en  tu  espíritu  la  confianza 
y el  valor  de  los  veteranos.  Sentado  en  tu  butaca  de  la  platea  no  conocerías  nun- 
ca á mi  tipo,  que  aunque  pertenece  al  teatro,  nunca  sale  al  proscenio,  y pues  ya 
te  tengo  curado  de  sustos  y sabes  que  puedes  echarte  á nadar  sin  ayuda  de  salva- 
vidas, sígueme,  lector  curioso,  por  las  interioridades  del  escenario  y ven  á cono- 
cer al  personaje  con  cuyo  conocimiento  me  propongo  aumentar  el  número  de  oca- 
siones que  tengas  tú  para  reirte  en  este  mundo. 


II 

Comienza,  lector,  por  imaginarte  á Bufion  ó á Darwin  asombrados  ante  un 
caso  raro.  Imagínatelos  que  al  acabar  el  trabajo  de  sus  clasificaciones  y después 
de  trazado  un  cuadro  sinóptico  de  las  especies  y de  los  géneros,  observan  que  uno 
de  los  séres  superiores  que  han  establecido  en  cómodo  y señalado  domicilio,  va  y 
coge  por  sí  propio  y se  muda  con  todos  los  atributos  de  su  jerarquía,  tomando  es- 
tancia en  un  cuadradillo  bajo,  que  es  como  si  dijéramos,  la  cueva  del  palacio  le- 
vantado por  el  naturalista. 

¿Te  parece  caso  inverosímil?  Tienes  razón.  En  este  mundo  nuestro,  donde  cada 
mochuelo  tiene  su  olivo  media  vara,  por  lo  menos,  mas  alto  de  lo  que  le  corres- 
ponde, declaro  que  es  causa  legítima  de  sorpresa,  eso  de  ver  á un  hombre  que  se 
arrincona,  que  se  encoge  y se  despoja  de  sus  entorchados  de  general,  para  meterse 
en  la  línea  de  los  reclutas.  Y en  el  teatro,  semillero  de  pretensiones,  donde  no 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


303 


hay  altura  desde  la  cual  no  se  sueñe  con  otra  mayor,  el  hecho  es  para  mas  alto 
asombro,  y aun,  si  no  hubiese  pruebas  de  evidencia,  para  cerrarse  en  una  com- 
pleta incredulidad . 

Sin  embargo,  ello  es  positivo  como  que  la  tierra  ha  de  comernos  á todos,  gran- 
des y chicos,  partes  principales  y partes  de  por  medio.  Allí,  en  aquel  hervidero 
de  vanidades  naives,  de  que  te  he  hablado,  allí  donde  no  hay  enano  que  no  pida 
once  varas  para  su  camisa,  ni  tartamudo  que  se  contente  con  menos  de  quinien- 
tos versos  para  su  papel,  allí,  en  aquella  constelación  de  estrellas  de  primera 
magnitud,  palidece  un  astrillo  de  luz  prestada,  ó mejor  diré  que  gira  un  bólido  de 
marcha  tranquila,  sin  ponerse  nunca  al  alcance  del  telescopio.  Allí  vive  y pele- 
cha el  actor-consorte,  bien  hallado  con  su  posición  subalterna,  despojado  de  sus 
atributos  y valido  de  su  insignificancia,  en  la  cual  se  funda  todo  su  estado  so- 
cial. 

Y lié  aquí  que  por  todo  esto  que  te  digo,  no  puedo,  lector  de  mi  alma,  ponerte 
de  buenas  á primeras  cara  á cara  con  nuestro  personaje.  Como  vive  á la  sombra 
y del  calor  de  otro,  hay  que  saludar  á este  antes  que  le  saludemos  á él;  y de  la 
misma  manera  que  para  subir  al  sobradillo  es  necesario  pasar  por  el  rellano  del 
piso  principal,  así  también  para  entrar  en  relaciones  con  el  actor-consorte,  hay 
que  trabarlas  de  antemano  con  la  actriz.  Nuestro  tipo  tiene  sinfonía,  como  las 
óperas  antiguas,  y prólogo  de  mano  ajena,  como  los  libros  modernos. 

Pero  vamos  adelante,  que  por  el  hilo  sacaremos  el  ovillo  y por  la  dama  cono- 
ceremos al  galan.  La  dama  está  en  su  cuarto  del  teatro,  que  es  un  camarín  casi 
siempre  menguado,  recorrido  á cierta  altura  de  perchas  que  gimen  bajo  el  peso 
de  un  vestuario  completo  y amueblado  con  muebles  de  distintos  órdenes  y cate- 
gorías. En  el  fondo  el  tocador,  y junto  al  tocador  la  dama;  y en  semicírculo  ó en 
cuadro,  alrededor  de  ella,  cuantos  contertulios  cogen  en  el  ámbito  estrecho  del 
camarín:  el  autor  curtido  que  escribe  para  ella,  conocedor  de  sus  talentos  ó de  sus 
triquiñuelas;  el  autor  bisoco  que  solicita  ser  estrenado;  el  actor  que  la  adula  á 
cuenta  de  que  acepte  un  papel  secundario  en  la  función  de  su  beneficio;  tres,  ó 
cuatro,  ó mas  ociosos  que  no  llevan  allí  otro  objeto  que  el  de  holgar;  y cinco  ó seis 
ó doce,  ó mas,  hasta  lo  infinito,  galanteadores,  pertenecientes  á la  clase  de  ena- 
morados teatrales,  que  se  pirran  por  el  amor  de  Margarita  de  Borgoña,  ó de  Ali- 
cia del  Brama  Nuevo , ó de  la  cuitada  Teodora,  víctima  infeliz  de  El  Gran  Galeolo. 

Entre  los  individuos  allí  presentes,  tú  buscarás  al  que  no  está.  Y mira  por 
donde  empezaremos  á conocer  á nuestro  hombre.  No  está  en  el  cuarto,  porque  él 


304 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


suele  aprovechar  las  horas  de  función,  en  los  dias  que  esta  es  ordinaria,  para  es- 
camotearse y salir  á gozar  de  su  libertad  en  cualquier  sitio  que  no  sea  el  cuarto 
de  su  mujer.  Lo  común  es  que  se  pase  las  horas,  ociosas  como  todas  las  suyas, 
atarugado  en  el  foyer  ó en  un  cuarto  de  otro  teatro  refiriendo  todos  los  chismes  y en- 
redos del  suyo,  ó en  cualquier  café  donde  se  disparate  sobre  comedias,  ó á picos 
pardos,  muy  oculto  como  si  á alguien  le  importara,  ó donde  haya  tapete  y cartas 
que  den  cuenta  de  la  última  quincena  que  la  cónyuge  le  ganó. 

No  está,  pues,  como  te  decia,  en  el  cuarto  de  la  actriz,  y en  él,  sin  embargo, 
es  donde  se  entera  uno  de  que  tal  sugeto  existe.  Porque  la  dama,  que  sabe  muy 
á ciencia  cierta  que  tiene  un  marido, — aun  cuando  no  sea  mas  que  por  lo  que  le 
cuesta, — y que  se  halla  bien  con  poder  lucir  y emplear  aquel  objeto,  que  forma 
parte  de  su  equipaje,  no  pierde  ocasión  de  pronunciar  el  nombre  del  adlátere  ac- 
cesorio. á quien  llama  marido  porque  tenerle  es  cosa  bien  vista  y socorrida,  sobre 
todo  en  el  teatro.  Ella  es  quien  da  personalidad  al  consorte  y quien  le  hace  fun- 
cionar á los  ojos  del  público  que  asiste  á los  espectáculos  de  telón  adentro;  y aquel 
esposo  de  cuyo  nombre  tienen  los  oidos  llenos  los  concurrentes  al  camarín,  desem- 
peña siempre  su  parte  sin  aparecer,  como  esos  personajes  de  comedia  que  nunca 
acaban  de  salir,  aunque  llevando  y trayendo  su  nombre  se  hila,  se  enmaraña  y 
se  desenreda  la  madeja  del  argumento. 

Pero  sepamos  á propósito  de  qué,  le  señala  la  dama  esos  papeles  mudos  é in- 
visibles. 

Cuando  la  empresa  del  teatro  ó el  director  de  escena,  la  agravian  á ella,  con 
desaire  ó con  ofensa,  no  haya  miedo  que  se  olvide  á ella  exclamar  con  voz  enoja- 
da:— «¡Pues  buena  se  va  á armar  cuando  él  lo  sepa!» — Si  durante  el  ensayo  ó 
mientras  aguarda  que  el  traspunte  le  dé  la  salida,  algún  comparsa  ó tramoyista 
la  hiere  los  oidos  con  algún  reniego  ó palabrota,  no  dejará  de  volverse  á quien 
tenga  contiguo,  para  decirle  doloridamente: — «¡Cómo  se  conoce  que  él  no  está 
aquí!» — Todos  los  Celestinos  y celestinas  del  teatro, — y en  Dios  y en  mi  ánima, 
que  abundan, — han  puesto  en  sus  manos  cartas  con  ofrecimientos  mas  ó menos 
platónicos, — generalmente  menos, — y es  invariable  en  ella  rechazar  el  billete  ó 
romperlo,  exclamando  como  antes: — «¡Si  se  enterase  él!» — Ya  á su  cuarto  el  au- 
tor de  la  compañía. — ese  infeliz  á quien  nunca  creyérais  autor  de  nada, — y la  re- 
parte un  papel  que  no  corresponde  á la  categoría  de  primera  actriz,  y ella,  aun 
que  no  lo  rehúsa,  advierte  que  lo  rehusará,  diciendo  con  mohín  y displicencia:  — 
<¡ Veremos  si  él  permite  que  yo  haga  eso!» — Si  la  ofrecen  un  ajuste,  lo  ha  de 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


305 


consultar  con  él;  si  un  periodista  la  censura,  refiere  las  hazañas  que  él  hizo  en 
cierto  caso  parecido...  Y en  fin,  no  se  presenta  lance  ni  ocasión  imaginable,  en 
que  no  sea  por  ella  invocado  el  nombre  socorrido  de  su  esposo,  el  cual  viene  ó ser 
en  boca  de  la  dama,  como  esos  estribillos  de  las  canciones  largas,  que  aunque  se 
dicen  cuando  se  cantan,  se  suprimen  al  escribirlas  y al  leerlas,  supliéndolos  con 
aquel  etcétera  después  de  cada  estrofa  que  quiere  decir  al  lector:  Aquí  viene  aquello 
que  usted  ya  sabe. 

Pero  no  seria  el  teatro  lo  que  es,  lugar  de  convenciones  por  fuera  y por  den- 
tro, si  hubiese  que  poner  fé  ciega  en  todo  lo  que  en  él  se  vé  y se  escucha.  El  ca- 
rácter y la  respetabilidad  de  ese  marido  tan  zarandeado,  no  tiene  al  cabo  mayor 
consistencia  que  la  del  colorete  que  pone  rubicundas  las  caras  cetrinas,  y la  de 
las  arrugas  de  tinta  china  que  hace  respetable  á un  barba  cuchipandero.  La  dama 
habla  del  clamo,  lo  mismo  que  recita  un  papel  de  su  caudal,  pero  en  realidad  de 
sentimientos  harto  se  la  alcanza  que  no  sirve  aquel  horno  para  tales  bollos;  ni  en- 
tre los  que  la  oyen  rezar  aquella  letanía  de  un  solo  nombre,  se  encuentran  mu- 
chos que  crean  en  los  milagros  del  santo  al  cual  conocen  higuera. 

La  actriz  tiene  su  talento  y su  alma  en  su  almario,  y como  tú  comprenderás, 
lector  de  la  mia,  reúne  allá  en  sus  adentros  muy  buenas  razones  para  saber  los 
puntos  que  calza  su  marido,  amen  del  derecho  en  que  ella  muy  santa  y muy  pia- 
dosamente se  juzga  para  ocupar  el  sitio  que  él  la  abandona  y para  ser  quien  guar- 
de las  llaves  de  su  albedrío,  puesto  que  por  ella  es  por  quien  brillan  en  su  casa 
las  dos  llamas  simultáneas  del  génio  y de  la  hornilla.  Consecuencia  de  esto  es  que 
ninguna  de  las  atribuciones  que  la  dama  parece  conceder  á su  marido,  éste  las  po- 
see en  realidad.  Todo  lance,  todo  compromiso,  todo  conflicto  de  honor  ó de  arte 
en  que  la  actriz  se  vé  metida,  encuentra  resolución  y término  según  á ella  pare- 
ce mejor;  y ella  es  quien  aleja  galanteos,  si  los  quiere  lejos,  y quien  resguarda  ó 
devuelve  los  papeles,  y quien  firma  ó no  firma  las  escrituras  de  ajuste.  El  consor- 
te no  hace  á todo  eso  sino  callarse  muy  calladito,  tanto  porque  esta  es  la  misión 
que  comprende  haber  recibido  de  la  generosa  Providencia,  como  porque  ya  no  tie- 
ne costumbre  de  que  nadie  le  dé  vela  en  los  entierros  de  su  mujer. 

Las  verdaderas  funciones  de  su  cargo  son  otras;  porque  es  de  saber  que  algu- 
nas tiene,  y él  se  las  sabe  muy  bien  sabidas  como  que  no  son  extensas,  ni  son  di- 
fíciles, y se  avienen  con  la  disposición  natural  que  le  inclinó  á tomar  el  situado 
de  actor-consorte. 

En  dias  señalados,  de  función  nueva,  sabe  que  le  toca  no  apartarse  un  minu- 


306 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


to  del  camarín  de  su  mujer;  porque  esas  son  noches  de  gran  trajin  en  dicho  sitio 
y él  ha  de  sostener  el  esportillo  de  los  parabienes  y dejarse  salpicar  por  la  lluvia 
de  entusiasmo  que  se  vierte  sohre  la  cabeza  iluminada  de  la  dama.  Y aunque  las 
frases  sean  algo  calurosas,  y los  piropos  atreviduelos,  é insistentes  los  apretones 
de  mano,  él  cuida  de  no  picarse,  ni  atufarse,  ni  borrar  de  sus  labios  la  sonrisa 
que  tiene  esculpida  como  los  serafines  de  retablo,  y hay  que  verle  dando  gracias 
por  lo  que  no  reza  con  él  y hacerse  el  orondo  por  la  gloria  que  le  alcanza  de  sos- 
layo. 

En  otros  dias,  de  función  ordinaria,  la  dama  está  ronca,  ó la  tiran  los  nervios, 
ó la  aqueja  cualquier  indisposición  de  índole  benigna,  que  aunque  no  la  impida 
trabajar,  la  pone  dengosa  y alicaida.  Entonces  el  marido  no  se  aparta  de  su  lado. 
Suele  tener  muy  buena  mano  para  batir  los  huevos  crudos  que  aclaren  la  voz,  ó 
para  desleir  las  yemas  en  azúcar  y leche,  para  que  la  conforten  y alienten,  y así 
entiende  de  pulsarla  reloj  en  mano  para  observar  si  hay  calentura, — que  tiene 
contados  y medidos  los  latidos  de  aquel  pulso, — como  de  servirla  tisanas  y lilas, 
dejándolas  en  su  punto  de  azucaradas  y templándolas  pacientemente  á cuchara- 
ditas.  ¡Si  nadie  sabe  cómo  quiere  y cómo  mima  aquella  alma  amante,  al  filoncito 
rico  de  sus  entretelas! 

Pero  cuando  se  halla  nuestro  hombre  en  lo  sublime  de  su  altura,  es  en  las  no- 
ches de  beneficio  de  su  cara  mitad.  Su  tarea  empieza  unos  dias  antes,  preparando 
el  buen  éxito  de  la  función.  Su  mujer  prepara  el  efecto  artístico,  él  toma  á su  car- 
go la  parte  económica.  Nunca  se  mete  en  la  marcha  del  teatro,  sino  en  esos  dias 
de  agitación  y cálculo.  Quéjase  de  que  no  se  ensaye  bastante,  refunfuña,  porque 
no  se  saben  los  papeles,  intriga  porque  se  pinte  una  decoración,  no  sale  de  la  con- 
taduría donde  husmea  todas  las  cuentas  para  orientarse,  y si  la  dama  sigue  la  cos- 
tumbre modernísima  de  dedicar  el  beneficio,  él,  el  marido  en  persona,  es  quien 
va  con  el  ofrecimiento  á desperezar  y comprometer  la  munificencia  del  patrono. 
En  llegando  la  noche  de  la  función,  yo  no  sé  cómo  mi  hombre  se  multiplica.  La 
actriz,  ó porque  no  experimenta  en  realidad  la  codicia  del  producto  metálico,  ó 
porque  comprende  que  no  le  cuadra  manifestarla,  se  está  en  el  cuarto  displicente 
y agena  á todo  lo  (pie  tiene  referencia  con  la  solemnidad  de  que  es  heroína.  El 
marido,  en  cambio,  no  se  da  punto  de  reposo,  y en  todas  partes  se  le  encuentra 
danzando,  como  si  efectivamente  se  multiplicara  al  igual  de  esas  peonzas  que  se 
descomponen  en  muchas  cuando  se  sueltan  á bailar.  Se  le  encuentra  en  la  taquilla 
y en  la  puerta,  en  la  platea  y en  el  escenario,  en  la  administración  y en  el  cuar- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


307 

to  de  la  beneficiada.  En  este  último  lugar  tiene  graves  quehaceres  que  mudan  de 
objeto  y condición  según  adelanta  la  velada:  antes  del  primer  acto  entra  y sale 
sin  descanso  para  anunciar  á su  mujer  qué  tal  se  presenta  la  entrada;  en  el  pri- 
mer intermedio  llega  con  la  noticia  cierta  del  número  de  billetes  vendidos  y el  de 
reales  recaudados;  en  el  tercero  comparte  con  la  agasajada  las  glorias  de  la  ova- 
ción, y en  el  último  reparte  los  ramilletes  de  llores  entre  las  demás  actrices  del 
teatro  y desenreda  las  cintas  de  los  pichones  que  lanzaron  los  palcos  de  proscenio. 
Si  hubo  versos,  suele  también  celebrarlos  competido  por  su  mujer. 

Otras  diligencias  practica,  propias  del  ritual  de  su  cargo,  que  tienen  igual- 
mente dia  determinado.  Cobra  los  dias  de  nómina,  con  puntualidad  religiosa,  y 
firma  con  todas  sus  letras,  y este  es  el  acto  mas  importante  de  su  oficio.  Clama 
allá,  por  las  Navidades,  que  su  mujer  se  mata,  porque  pide  la  festividad  de  aque- 
llos dias  que  el  trabajo  apriete.  Asiste  á las  lecturas  de  obras  nuevas  con  achaque 
de  averiguar  si  es  digno  el  papel  de  su  mujer,  pero  en  realidad  para  llevar  á los 
círculos  teatrales  la  primera  embajada  de  si  llevará  silba  ó aplauso  la  comedia  que 
se  va  á estrenar. 

Allí  tienes,  lector,  á nuestro  hombre  con  sus  rasgos  salientes  y su  fisonomía 
peculiar.  Fuera  del  teatro  no  le  busques,  porque  no  le  reconocerías.  Viste,  pasea 
y fuma  como  cualquier  otro  adscrito  á cualquier  secta  de  las  mil  de  ociosos  que 
lia  creado  el  hombre  en  sostén  y defensa  de  la  dignidad  viril. 

La  última  pincelada  de  este  retrato,  podrá  darte,  lector  querido,  si  no  la  tu- 
vieres aun,  idea  exacta  de  la  importancia  social  y privada  del  actor-consorte.  Si 
cae  en  tus  manos  la  escritura  de  ajuste  de  una  actriz  que  haya  pasado  por  la  vi- 
caría, leerás  entre  las  condiciones,  una  que  dice:  «La  empresa  satisfará  dos  bille- 
tes de  primera  clase  para  que  D.a  N.  N.  se  traslade  desde  tal  punto  al  del  cum- 
plimiento de  este  contrato.» 

El  primer  billete  es  para  la  actriz;  se  cae  de  su  peso. 

El  billete  de  plus  es  para  el  actor-consorte. 


por  D,  Nicolás  Díaz  de  Benjumea, 


ClíADBO  TERCERO.  (*) 


quel  día,  como  de  costumbre,  se  habló  en  la  mesa  redonda 
de  las  festividades  religiosas  y del  carácter  que  imprimen  á 
la  población. 

— La  Semana  Santa. — decia  un  andaluz, — se  siente,  se 
gusta,  se  huele  y se  respira  en  esta  capital.  Ella  constituye 
una  série  afectiva  y entusiasta  cuyo  indujo  alcanza  á viejos,  jóvenes, 
clérigos,  seglares,  profanos,  religiosos,  incrédulos  y creyentes. 

— ¿Y  cree  usted, — preguntó  un  extranjero. — que  existe  verdade- 
ro espíritu  religioso  en  el  fondo  de  este  movimiento  general? 

— Le  diré  á usted, — contestó  el  andaluz, — esa  es  una  cuestión  muy 
peliaguda.  A mi  parecer  no  hay  espíritu,  sino  sentimiento  religioso,  en  las  razas 
meridionales,  y por  esto  se  han  apegado  al  catolicismo,  que  llama  fuertemente  á 
los  sentidos,  mientras  que  las  razas  del  norte  abrazaron  la  reforma,  fría,  severa  y 
sencilla  en  las  manifestaciones  del  culto  externo.  Pero  preciso  es  confesar,  que 


p)  Vease  el  cuadro  segundo  en  la  página  183, 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


309 

para  las  mujeres,  el  vulgo  y las  gentes  de  fantasía  inquieta,  que  no  pueden  con- 
centrarse en  meditaciones  puramente  espirituales,  nuestra  religión  lia  llegado  á 
un  punto  de  estética  culminante,  que  cautiva  la  atención  y embriaga  los  sentidos. 
Es  cuestión  de  temperamento  y de  raza.  El  asunto  fué  discutido  basta  el  punto  de 
ponerse  todos  de  acuerdo,  en  que  si  el  gobernador  de  la  provincia  prohibiese  las 
sobredichas  fiestas,  habida  una  revolución  en  la  ciudad;  pero  que,  si  en  vez  de 
procesiones,  ofreciese  grandes  paradas  militares,  fuegos  de  artificio,  cucañas  y 
corridas  de  toros  gratis,  el  sentimiento  religioso  cederia  el  lugar  al  profano. 

Aquella  tarde  no  hizo  estación  ninguna  cofradía,  y aprovechamos  la  noche 
para  asistir  al  teatro,  donde  se  representaba  la  pasión  y muerte  de  nuestro  Reden- 
tor, teniendo  especial  cuidado  de  colocarnos  en  el  sitio  mas  barato,  para  notar  la 
impresión  que  tales  escenas  causaban  en  las  gentes  del  pueblo;  pues  claro  está, 
que  en  los  palcos,  plateas  y lunetas,  se  badila  de  modas  mientras  azotan  á Jesús, 
ó de  asuntos  de  amores  ó historias  escandalosas,  mientras  le  crucifican.  Es  de  ad- 
vertir, que  estos  autos  sacramentales  no  son  representados  por  actores  de  primera 
línea,  sino  por  compañías  medianas  ó malas,  lo  cual  añade  algunos  grados  mas  á 
la  profanación. 

El  lavatorio  délos  piés  délos  apóstoles  fué  objeto  de  algunos  chistes  groseros, 
y Judas,  Geta  y los  dos  sayones  que  martirizan  á Cristo,  estuvieron  á punto  de 
ser  descalabrados.  Fortuna  fué  que  el  actor  que  representaba  al  Redentor  tenia 
buenas  formas  y una  fisonomía  simpática,  y así  se  redimió  de  otro  Calvario  por 
parte  del  público. 

Pero  todo  esto  podria  calificarse  de  preludios.  Al  dia  siguiente,  miércoles,  se 
entraba  de  lleno  en  el  tema.  Una  familia  de  las  mas  antiguas  de  Sevilla,  habia 
tenido  la  amabilidad  de  convidarnos  para  el  almuerzo,  ofreciéndose  además  á lle- 
varnos á las  dos  solemnidades  del  dia,  que  eran  el  rompimiento  del  velo  por  la 
mañana  y el  Miserere,  de  Eslava  por  la  noche,  en  la  catedral. 

Antes  de  sentarnos  á la  mesa,  conviene  una  breve  descripción  de  esta  familia, 
de  la  que  hay  muchos  ejemplares  en  la  ciudad,  ab  uno  disce  o mies.  El  jefe  habia 
sido  en  tiempos  un  comerciante  afortunado  y antes  y siempre  uno  de  los  primeros 
contribuyentes  á la  propagación  del  género  humano,  sin  que  la  reducción  de  su 
fortuna  fuese  bastante  á detenerle  en  tan  asidua  tarea,  pues  si  su  mujer  ó sus 
amigos  le  hablaban  de  este  punto,  decía,  con  toda  mansedumbre,  que  Dios  lo  or- 
denaba así,  y era  preciso  conformarse  con  la  voluntad  divina.  Descontando  las  ba- 
jas que  en  la  prole  habian  hecho  las  viruelas,  el  garrotillo  y otras  enfermedades, 

TOMO  i.  39 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


aun  le  quedaban  nueve  hijos,  el  mayor  de  los  cuales  era  clérigo,  v monja  la  mas 
crecida  de  las  hembras.  Esto  basta  para  dar  á entender  la  religiosa  inclinación  de 
aquella  tribu. 

En  efecto,  el  padre,  por  nombre  don  Angel  Millan,  pero  á quien  llamaban  el 
Angélico  milano,  por  prestar  dinero  al  veinte  por  ciento,  era  un  católico  tan  fer- 
voroso, que  la  mayor  parte  del  día  la  pasaba  en  los  templos  ó en  prácticas  devo- 
tas. Confesaba  y comulgaba  diariamente,  ayudaba  media  docena  de  misas  y con- 
curría á los  jubileos,  novenas  y septenarios  con  una  puntualidad  envidiable.  Era, 
sobre  todo,  conocido  por  su  devoción  á Nuestro  Padre  Jesús  del  Gran  Poder  y 
María  Santísima  del  Mayor  Dolor  y Traspaso,  imágenes  que  se  veneran  en  la 
iglesia  de  San  Lorenzo,  para  fomento  de  cuyo  culto  habia  gastado  sumas  conside- 
rables y siempre  tenia  abierta  su  bolsa,  consiguiendo  en  cambio  lo  que  se  llama 
«vara  alta»  en  la  sacristía.  Las  funciones  de  primero  de  año  y del  Viernes  Santo 
corrian  siempre  de  su  cuenta,  y las  alhajas  que  adornaban  los  pasos  del  Señor  y 
de  la  Virgen,  eran  debidas  á su  fervoroso  desprendimiento.  Por  lo  demás,  hasta 
los  nombres  de  los  miembros  de  la  familia  denotaban  su  entusiasmo  por  la  fé  ca- 
tólica.  Su  mujer  se  llamaba  Circuncisión,  la  hija  monja,  la  madre  Epifanía,  y las 
otras  cuatro:  Angustia,  Traspaso,  Dolores  y Soledad.  Cada  una  de  estas  era  ca- 
marista de  alguna  imágen  y hermana  de  alguna  asociación  piadosa,  y como  no 
podian  vestir  de  nazarenos  y habia  en  la  casa  tanta  devoción  á las  cosas  de  la  igle- 
sia de  San  Lorenzo,  la  madrugada  del  Viernes  Santo  iban  las  cuatro  Millanas,  des- 
calzas, detrás  del  paso  de  María,  desde  la  salida  del  templo  hasta  su  regreso,  con 
unas  caras  de  compunción,  como  si  fueran  en  el  duelo  de  algún  pariente  allega- 
do, y creyendo  á pié  juntillas,  que  aquella  mortificación  lavaba  todos  los  pecados, 
hasta  aquella  fecha  cometidos:  que  no  debían  ser  muchos,  por  ser  ellas  de  tan 
buena  pasta,  que  poniendo  á parte  su  inclinación  á los  devaneos,  propia  de  la 
edad,  eran  unas  verdaderas  almas  benditas. 

Así  lo  mostraba  su  conversación  durante  el  almuerzo,  en  la  que  entre  otras  cosas, 
aprendimos  unas  nuevas  efemérides  de  modas  y un  almanaque  singular  de  tocador. 

Doña  Circuncisión  empezó  á regañar  á sus  hijas,  porque  iban  de  medio  trapi- 
llo á la  iglesia. 

— A la  casa  de  Dios  se  debe  ir  con  lo  mejor, — decía  don  Angel. 

— ¡Jesús!  ¿Quién  se  compone  para  una  función  de  páparos,  y por  la  mañana? 
— exclamó  Angustia. — Si  Dios  me  conserva  mis  cinco  sentidos  estrenaré  mi  vesti- 
do para  el  Miserere  de  esta  noche. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


311 


— Eso  es,  cuando  no  luce  y va  una  por  esa  catedral  como  sardinas  en  banas- 
ta,— replicó  la  madre. 

— Yo  estrenaré  el  mió, — interrumpió  Soledad, — el  Jueves  Santo,  porque  el 
año  pasado  lo  estrené  en  el  septenario  de  los  Dolores,  y se  me  hizo  una  pina  de 
rodar  por  la  igdesia.  ¡Ay,  Dios  me  libre! 

— Pues  yo  me  encapillé  el  mió  el  domingo  de  Ramos,  que  dicen  que  quien  no 
estrena  no  tiene  manos,  y el  año  que  viene,  si  Dios  me  da  vida,  me  lo  haré  para 
San  José. 

— Pues,  bija,  cuando  mas  se  luce  es  el  Jueves  Santo  en  la  calle  de  las  Sierpes 
y visitando  los  sagrarios, — dijo  Traspaso. 

— Para  ese  dia  me  pondré  trenzas, — replicó  Dolores. — Después  de  todo,  la  ca- 
beza es  lo  que  mas  se  vé. 

A cosa  de  las  nueve  de  la  mañana  habian  concluido  los  oficios  domésticos,  y 
nos  encaminábamos  en  procesión  hácia  la  gran  basílica.  Un  inmenso  lienzo  blan- 
co cubria  casi  dos  tercios  de  la  inmensa  altura  del  altar  mayor  y era  el  blanco  de 
las  miradas  de  la  concurrencia,  agrupada  en  el  crucero,  y que  con  ser  bastante 
numerosa  apénas  se  parecía  en  aquellos  ámbitos  espaciosos.  La  familia  deMillan, 
se  arrellanó  en  uno  de  los  extremos  del  coro,  y ya  á esta  sazón  tomaban  sus  pues- 
tos en  los  dos  pulpitos  y delante  de  un  atril  en  el  centro  de  la  grada  del  altar,  los 
tres  sacerdotes  que  habian  de  cantar  la  pasión.  Al  lado  de  las  jóvenes  Millan, 
acertaron  á hallarse  tres  amigas  suyas,  jóvenes  de  singular  gracia  y belleza,  que 
iban  acompañadas  de  una  tia  anciana,  corta  de  vista  y rezadora  incansable.  Don 
Angel,  bien  provistos  los  bolsillos  de  pequeños  semaneros,  comenzó  á repartirlos 
entre  sus  bijas  á tiempo  en  que  el  padre  recitante  comenzaba  su  solemne  canto. 
Bien  se  echaba  de  ver,  sin  embargo,  por  la  inquietud  y miradas  del  bando  feme- 
nino, que  sus  imaginaciones  no  estaban  en  Jerusalen. 

En  efecto,  junto  al  grupo  de  las  jóvenes  se  habian  plantado  dos  estudiantes, 
que  en  otros  tiempos  habrían  sido  el  clásico  tipo  de  los  de  la  tuna.  Embozados  ó 
mejor  dicho,  recogida  la  capa  á la  usanza  torera,  y manejando  el  sombrero  como 
un  quitasol,  pertenecían  á ese  inmenso  número  de  calaveras  que  frecuentan  los 
templos  en  busca  de  aventuras  de  amores;  pues  no  parece  sino  que  el  diablo,  se- 
gún la  expresión  de  los  devotos,  gusta  mas  de  hacer  presa  de  las  almas,  cuanto 
mas  cerca  las  vé  de  Dios.  Las  jóvenes  aparentaban  mirar  al  libro  y escuchar  el 
canto  sagrado;  pero  las  miradas  á hurtadillas  á aquellos  dos  tentadores  no  tenían 
número  y sus  oidos  estaban  colgados  del  diálogo  que  á mezza  voce  sostenían. 


312 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Don  Angel,  embebido  en  sus  meditaciones,  se  inclinaba  de  vez  en  cuando  ba- 
cía sus  bijas,  diciendo: 

— Niñas,  ¿vais  al  tanto  de  la  Pasión? 

— ¡Qué  liemos  de  ir,  papá, — dijo  una  de  ellas, — si  nos  lia  dado  usted  unos  li- 
bros en  latín! 

— Hijas,  las  cosas  de  la  iglesia  suenan  mejor  en  latín  que  en  castellano. 

— Así  sale  ello, — dijo  á su  compañero  uno  de  los  estudiantes. — Yo  creo  que  Dios 
nos  tiene  abandonados  en  castigo  de  tantos  gazafatones  como  le  dicen  las  mujeres. 

— Pues  abora  vamos, — añadió  don  Angel. — por  el  paso  de  la  traición  de  Judas, 
y Judas  se  escribe  lo  mismo  en  español  que  en  latín.  ¡Mucho  ojo! 

— ¿A  que  no  sabes  tú, — prosiguió  el  estudiante  parlanchín, — porqué  vendió 
Judas  á su  Maestro? 

— Sobre  eso  hay  opiniones, — replicó  el  interrogado. — En  primer  lugar,  por- 
que el  diablo  se  le  entró  en  el  cuerpo  y le  tentó  malamente. 

— Dejémonos  de  cuentos,  chico;  es  muy  cómodo  eso  de  cargar  al  diablo  con  la 
responsabilidad  de  todo  lo  malo  que  hacemos,  como  quien  dice,  para  sacudirnos 
el  polvo  y limpiarnos  de  culpa. 

— También  se  dice,  que  entregó  á Jesús  para  que  se  cumpliesen  las  profecías. 

— Pues  entonces  hacen  mal  en  pintarlo  como  un  condenado.  Si  no  hubiera 
sido  por  Judas  no  se  habría  verificado  nuestra  redención.  La  verdad  es,  según 
nuevos  documentos,  que  Judas  era  casado,  y su  mujer  una  real  moza,  que  lo  te- 
nia en  un  zapato.  Parece  ser,  que  un  dio,  se  le  presentó  pidiéndole  treinta  dine- 
ros para  comprar  un  vestido. 

— Mujer,  no  los  tengo, — respondió  Judas. 

— Pues  búscalos. 

— ¡ Imposible ! 

— Pues  no  faltará  quien  me  los  dé, — replicó  en  tono  de  amenaza. 

— ¡Qué  había  de  hacer  el  pobre  hombre  ante  esta  actitud  decidida  de  su  cara 
mitad!  Vendió  á su  Maestro  y habría  vendido  á su  padre  y á todo  el  género  hu- 
mano, porque  no  le  salieran  en  la  cabeza  las  consecuencias  del  enojo  de  su  mu- 
jer. Desengáñate,  que  cualquier  hombre  puesto  en  tales  circunstancias  y con  una 
mujer  guapa  á quien  adora,  habría  hecho  lo  mismo  que  él. 

Esta  conversación  del  estudiante  ocasionaba  explosiones  en  la  risa  comprimi- 
da de  las  bijas  de  don  Angel  v sus  amigas,  que  en  vano  trataban  de  ocultar  cu- 
briéndose los  rostros  con  los  abanicos. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


313 


El  bueno  de  clon  Angel,  empapado  en  su  latín,  no  observaba  esta  edificante 
escena.  Volvió  á inclinarse  hacia  el  grupo  y dijo: 

— Ahora  se  está  lavando  las  manos  Pilatos.  Lavabit  manus  sitas. 

— Ese  es  otro, — prosiguió  el  estudiante. — Por  ser  imperialista  y no  perder  el 
destino  de  gobernador,  firmó  la  sentencia  de  muerte  de  un  justo.  Yo,  César,  lo 
dejo  cesante  á vuelta  de  correo. 

— Caballero, — dijo  una  amiga  de  las  Millanas,  señalando  á la  joven  Soledad, 
— á esta  señorita  le  va  á dar  algo,  si  usted  no  pone  freno  en  la  lengua.  Está  us- 
ted haciendo  el  oficio  de  Satanás. 

— Y usted  el  de  la  serpiente,  cara  de  cielo  estrellado.  Merecía  usted  estar  en 
un  altar  con  dos  lámparas. 

— ¡Chit! — interrumpió  el  camarada  del  estudiante  hablador. — Ya  se  mueve  el 
velo. 

En  efecto,  un  susurro  general  y un  movimiento  de  curiosidad  inquieta  corrió 
por  toda  la  línea.  Los  colegiales  de  San  Miguel,  encargados  de  rasgar  y esconder 
el  velo  á toda  carrera,  por  las  dos  puertas  de  la  sacristía,  estaban  tomando  posi- 
ción y asegurando  el  lienzo  blanco  con  sus  dedos  lo  cual  semejaba  como  si  le  pe- 
llizcasen con  tenazas.  La  idea  de  que  pronto  iban  á retumbar  bajo  las  bóvedas  las 
atronadoras  descargas,  ponia  á la  parte  joven  é infantil  en  un  estado  de  excita- 
ción indescriptible.  Los  ojos  se  hallaban  fijos  sobre  el  velo,  cuya  desaparición  es 
siempre  objeto  de  asombro,  pues  llamando  la  atención  del  público  las  primeras 
descargas,  disparadas  en  las  altas  galerías,  los  colegiales  aprovechan  este  mo- 
mento para  llevarse  rápidamente  las  dos  mitades,  y por  lo  común,  pasa  esta  ope- 
ración inapercibida. 

— Si  yo  fuera  el  señor  arzobispo,  daría  una  orden  para  este  dia. — dijo  el  estu- 
diante. 

— ¿Cuál? 

— La  de  que  saliesen  fuera  del  templo  las  doncellas  nerviosas,  los  niños  y las 
casadas  en  estado  interesante.  El  año  pasado,  mal  parió  aquí  una  buena  mujer,  á 
un  ama  se  le  cortó  la  leche,  y á un  gran  número  les  pasa  lo  que  á Sancliica, 
cuando  le  dieron  nuevas  de  que  su  padre  era  gobernador.  ¿Es  usted  fuerte,  seño- 
rita? En  un  caso,  aquí  estoy  yo;  agárrese  usted  á mí,  que  estoy  hecho  á terre- 
motos. 

— ¡Ay! — exclamó  Soledad, — ya  veo  las  escopetas.  ¡Si  estaremos  aquí  seguras! 

— No  haya  miedo,  señorita, — dijo  el  camarada, — se  cargan  sin  bala. 


314 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


— Sí,  pero  el  diablo  las  mete. 

— Lo  que  tiene  usted  que  temer  es  á los  forasteros, — añadió  el  parlanchín 
estudiante.— Hace  dos  años  vino  á la  catedral  un  lugareño,  ignorante  de  que  esta 
función  acaba  á tiros,  y creyendo  al  oir  las  descargas,  que  era  una  encerrona  para 
asesinarlo,  sacó  un  revolvcer,  y hubo  que  sudar  para  que  no  hiciera  una  de  las 
suyas. 

— Pues  peor  fue  lo  del  año  pasado, — continuó  el  colega. — Estaba  aquí  un 
constitucional,  y creyendo  que  los  tiros  eran  un  pronunciamiento  contra  el  go- 
bierno, empezó  á gritar: — ¡Viva  Sagasta!  ¡Ahajo  Cánovas  y Robledo! 

— Ahora,  hijas  mias, — interrumpió  el  santo  varón  de  don  Angel,  acercándose 
mas  á su  querida  prole, — llega  el  momento  de  la  muerte  de  nuestro  Redentor,  al 
ocurrir  la  cual  tembló  la  tierra,  se  oscureció  el  sol,  los  muertos  salieron  de  sus 
sepulturas,  y el  velo  del  templo  se  rasgó  por  medio,  que  es  lo  que  hoy  nos  re- 
cuerda la  Santa  Madre  Iglesia. 

A esto  iba  creciendo  el  murmullo  especialmente  entre  la  gente  menuda  y lu- 
gareños, estimulados  con  la  maniobra  de  los  colegiales,  cuyas  manos  asían  fuer- 
temente el  lienzo.  La  incertidumbre  era  también  otro  estímulo  á la  inquietud, 
porque  ignorando  la  altura  á que  el  padre  se  hallaba  en  la  lectura  de  la  Pasión, 
esperaban  oir  á cada  momento  las  descargas  de  fusilería. 

Las  hijas  de  don  Angel  y sus  amigas  parecían  hechas  de  azogue. 

— Caballero, — dijo  una  de  estas  al  estudiante, — usted  que  sabe  latín,  avísenos 
cuando  va  á tronar.  ¡Ay,  yo  no  sirvo  para  esto! 

— Hija, — dijo  Angustia, — ¡y  yo,  que  me  asusto  de  un  cohete! 

— El  caso  es. — observó  el  estudiante, — que  para  hacer  las  cosas  mejor,  han 
traído  este  año  media  docena  de  cañones  Krupp,  que  nos  van  á dejar  sordos. 

— ¡María  Santísima! — exclamó  Soledad. 

El  padre  recitante  entonó  con  voz  sonora  el  Velimi  iemph,  casi  acompañadas 
de  una  descarga,  á que  contestó  otra  en  las  galerías  del  ángulo  opuesto,  y mien- 
tras las  gentes  miraban  en  dirección  al  sonido  de  las  detonaciones,  el  velo  des- 
aparecía del  altar  como  por  magia.  A estas  descargas  sucedieron  otras,  concluidas 
las  cuales  se  oia  llanto  de  niños,  ladridos  de  perros,  y el  bulle  bulle  de  los  fieles, 
contando  las  impresiones  recibidas,  salpicado  todo  esto  con  un  fuerte  olor  á pól- 
vora, despedido  por  los  tacos  aun  humeantes  que  caían  de  lo  alto. 

Una  de  las  jóvenes  apareció  reclinada  sobre  el  estudiante,  quien  la  sostenía 
por  la  cintura  y echaba  aire  en  su  rostro  con  el  sombrero.  Evidentemente  era  un 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


315 


amago  de  síncope,  que  bien  pronto  se  desvaneció  por  virtud  y eficacia  de  algunas 
palabras  dichas  al  oido. 

El  canto  de  la  Pasión  no  habia  llegado  á su  fin,  pero  la  concurrencia  abando- 
naba la  iglesia  dejando  al  padre  con  la  palabra  en  la  boca  y dando  muestras  de 
ser  consecuente  con  el  programa.  Aquellos  fuegos  artificiales  marcan  el  fin  del 
espectáculo  de  tal  modo,  que  con  el  último  escopetazo  se  extingue  la  última  chis- 
pa de  fervor  religioso,  y no  hay  quien  se  interese  en  oir  como  Joseph  de  Arima- 
tea  y Nicodemus  bajaron  á Cristo  de  la  cruz,  le  envolvieron  en  un  sudario  y depo- 
sitaron en  el  sepulcro. 

Don  Peregrino  salió  nuevamente  poco  satisfecho  de  lo  que  habia  visto  y oido, 
y muy  maravillado,  en  cambio,  al  notar  la  falta  de  veneración  respetuosa  que  ca- 
racteriza todas  las  manifestaciones  del  culto. 

Por  la  tarde  acompañamos  á las  jóvenes  á la  calle  de  las  Sierpes,  donde  ha- 
bían asegurado  unos  asientos  con  el  mayor  interés.  Supimos  luego  que  les  llevaba 
la  curiosidad  de  ver  de  cerca  al  novio  de  una  de  sus  amigas,  que  iba  de  hermano 
presidente  de  una  cofradía.  Esta  noticia  se  sabia  ya  hacia  seis  meses,  y se  habia 
comentado  de  mil  modos.  La  ansiedad  y curiosidad  de  las  niñas  no  tenia  límites. 
Apénas  se  divisó  el  paso  de  la  Virgen,  las  cuatro  se  pusieron  en  pié  y se  les  iban 
los  ojos  por  ver  al  personaje. 

— Niñas,  el  Ave  María, — dijo  doña  Circuncisión, — que  ya  se  acerca  Nuestra 
Señora. 

— «Dios  te  salve,  Alaría,» — comenzó  Soledad. — Miradle,  allí  viene. 

— «Llena  eres  de  gracia,» — murmuraba  Angustia  maquinalmente,  sacando 
cuanto  podia  su  graciosa  cabecita,  y preguntando: — ¿Cuál  es? 

— «El  Señor  es  contigo,» — continuaba  Dolores. — ¡El  de  la  derecha,  es  claro, 
el  principal! 

— «Bendita  tú  eres,» — replicaba  Soledad. — No,  el  principal  es  el  que  va  en- 
medio. «Entre  todas  las  mujeres.»  ¿Es  verdad,  mamá?  El  que  va  enmedio  es  el 
que  manda. 

— «Y  bendito  es  el  fruto,  de  tu  vientre,  Jesús.»  ¡Pero  qué  ridículo! — excla- 
mó Angustia. — ¡Mira  qué  guantes,  que  le  sobran  media  vara  en  cada  dedo! 

— «¡Santa  María!» — siguió  Traspaso. 

— «Madre  de  Dios.»  ¡ú  qué  contoneos,  parece  que  se  columpia! — añadió  otra 

de  las  hermanas,  soltando  el  trapo  á la  risa.  Y embutiendo  entre  frase  y frase  del 

/ 

Ave-Alaría  otra  porción  de  ocurrencias  y burlas  del  estirado  mayordomo,  le  corta- 


316 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


ron  un  sayo  como  para  dia  de  fiesta.  Sobre  todo,  quedó  en  limpio  que  el  novio  de 
la  amiga  no  era  el  presidente  como  esta  les  habia  dicho,  sino  tal  vez  algún  mu- 
ñidor ó mandadero  de  la  hermandad,  que  en  este  mundo  siempre  es  bueno  hacer 
favor  al  prójimo. 

La  concurrencia  permaneció  en  su  puesto  esperando  á otra  cofradía  que  tam- 
bién hacia  su  estación  aquella  tarde,  y el  diablo  hizo  que  al  ir  pasando  la  prime- 
ra mitad  por  delante  de  la  llamada  Cruz  de  la  Cerrajería,  llegaba  la  otra  de 
vuelta  é iba  á atravesar  la  calle  de  las  Sierpes,  en  dirección  á la  de  Rioja.  Los  na- 
zarenos de  la  segunda,  vieron  venir  á la  primera,  y con  una  intención  muy  cris- 
tiana, determinaron  detenerse  y estacionarse  lo  mas  posible,  tanto  para  lucir  en 
aquel  sitio  elegante,  donde  pasan  con  las  colas  tendidas,  cuanto  por  poner  en  ejer- 
cicio la  paciencia  de  la  otra. 

Con  esto  intentaron  burlarse  de  la  que  llegaba  . 

Pero  los  hermanos  de  esta,  que  adivinaron  la  broma,  no  se  anduvieron  en  re- 
pulgos, y la  cruz  se  entró  cruzando  la  marcha  de  su  antagonista,  que  equivalia  á 
arrojar  el  guante  y comenzar  las  vías  de  hecho.  En  efecto,  después  de  algunas 
vivas  y breves  palabras,  se  descapirotaron  tres  ó cuatro  hermanos  por  ambas  par- 
tes, y poniendo  los  cucuruchos  en  el  suelo,  la  emprendieron  á ciriazos  unos  con 
otros,  ocasionando  tumultos,  carreras,  gritos  de  niños  y desmayos  de  jóvenes.  La 
autoridad  intervino  al  fin  y se  restableció  el  orden,  pasando  la  primera  cofradía, 
que  tenia  razón  para  desear  el  descanso. 

Llegados  á casa,  apénas  hubo  tiempo  para  comer  y disponerse  para  el  Misere- 
re, que  empieza  á las  nueve  en  punto  y dura  una  hora  justa.  En  Sevilla  hay  una 
verdadera  enfermedad  contagiosa  por  esta  pieza  de  música  sagrada  compuesta  ex- 
presamente para  el  cabildo  de  su  catedral,  por  el  reputado  don  Hilarión  Eslava, 
cuando  era  maestro  de  capilla  de  la  misma. 

— ¡Ah!  ¡El  Miserere!  ¿No  ha  oido  usted  el  Miserere  de  Eslava?  Pues  es  una 
de  las  grandes  cosas  de  nuestra  Semana  Santa, — os  dicen  los  sevillanos  con  la 
boca  llena,  aun  cuando  no  tengan  oido  para  retener  la  música  de  un  solo  versícu- 
lo de  este  acto  penitencial  del  santo  rey  David.  En  otros  tiempos,  cuando  el  ca- 
bildo apaleaba  onzas,  no  habria  tenido  esta  composición  tanta  fama,  porque  habia 
una  capilla  de  músicos  y cantores  que  la  hubieran  ejecutado  según  su  leal  sa- 
ber y entender,  como  cosa  corriente  y de  oficio.  Desbaratada  la  capilla,  para  eje- 
cutarle bien,  fue  preciso  echar  mano  de  las  orquestas  de  teatro,  y de  algún  can- 

\ 

tante  de  gran  aura  popular.  Estas  circunstancias  atraían  gran  número  de  curiosos, 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


317 


y no  digo  devotos,  porque  no  es  posible  devoción  en  las  condiciones  que  presenta 
el  templo  en  dicha  noche. 

Las  naves  se  ven  atestadas  con  millares  de  personas,  impidiendo  á veces  el 
paso  por  algunos  lugares,  mientras  que  en  otros  se  forma  una  corriente  de  curio- 
sos que  circulan  arriba  y abajo  en  conversación  tirada  como  si  se  hallasen  en  un 
paseo.  Allí  concurre  lo  mas  granado  de  la  población  de  Sevilla,  y dentro  del 
templo,  sirviendo  de  marcas  topográficas  las  columnas  y capillas,  dan  citas  amo- 
rosas los  jóvenes  á sus  adorados  tormentos,  en  quienes  la  relativa  oscuridad  de  la 
basílica  majestuosa,  el  sonido  misterioso  que  producen  voces  é instrumentos  en 
la  acústica  inimitable  de  la  iglesia,  y hasta  el  temor  mismo  de  estar  profanando 
con  mundanos  pensamientos  la  santidad  del  lugar,  son  otros  tantos  poéticos  in- 
centivos que  trasportan  las  almas  á mundos  de  placer  desconocidos. 

Don  Peregrino  tomó  en  su  cartera  muchas  é interesantes  notas  de  lo  que  vió 
y observó  durante  el  canto  de  un  salmo,  único  en  su  espíritu  de  humildad  y de 
dolor  por  el  pecado;  mas  son  de  naturaleza,  que  me  parece  mas  prudente  dejarlas 
dormir  en  el  silencio  del  olvido. 


TOMO  h 


40 


por  Guerra  Junqueiro. 


abiertos  entre  nieve  los  anchos  horizontes, 
Despunta  la  mañana:  el  sol  rompe  en  los  montes 
Sus  rayos  argentinos,  chocando  en  la  muralla 
Cual  flechas  que  se  rompen  contra  acerada  malla. 
Dormida  está  la  aldea.  Tan  solo  allí  se  siente 
Que  á rumiar  empieza  tranquila  y mansamente 
El  buey;  el  fuerte  obrero;  el  animal  amigo 
Que  da  fruto  á la  viña  y hace  nacer  el  trigo. 

El  perro  ladra  hambriento.  Rojiza  la  alborada 
Con  una  luz  siniestra,  punzante  como  espada, 

Penetra  en  la  cabaña  gritando  al  jornalero: 

— ¡Levanta!  ¡Deja  el  sueño!  ¡El  pan  es  lo  primero! 

¡Camina,  vé  á ganarlo!  Tan  solo  dan  los  cielos 


Sosiego  al  potentado.  Tu  esposa,  tus  hijuelos 
Carecen  de  alimento.  ¡Levanta!  ¡Yé!  ¡Porfía! 
Para  ganar  un  pan  apenas  basta  un  dia 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS  319 

¿Te  quejas?  ¿Tienes  sueño?...  ¡Los  párias,  desgraciado, 

Si  quieren  disfrutar  de  un  sueño  reposado, 

Se  tienden  extenuados  debajo  de  una  losa, 

Al  pié  de  algún  ciprés!... 

Y el  triste  que  reposa 

Sobre  el  desnudo  suelo,  contesta  así  á la  Aurora: 

— ¡Permíteme  el  sosiego  tan  solo  de  una  hora; 

Cayendo  está  la  nieve,  bramar  escucho  el  viento! 

— ¡En  pié! — repite  ella. — ¡No  tardes  ni  un  momento! 

Levanta  ya  del  lecho;  que  estando  tú  dormido, 

Revuélcanse  en  el  suelo,  sin  cama  y sin  vestido, 

Los  hijos  de  tu  sangre;  tus  hijos,  á los  cuales 
La  muerte  acecha  ansiosa  con  gestos  infernales: 

Y cuando  ya  no  tengan  el  pan  que  hoy  se  consume, 

Verás  morir  á todos,  como  avecilla  implume, 

Por  la  liorfandad  dejada  en  solitario  nido. 

¡ No  te  levantes ! ¡ Duerme  ! Que  es  gusto  indefinido 
El  sueño  de  la  Aurora...  Mas  en  las  horas  muertas 
De  la  callada  noche,  llamando  va  á las  puertas 
Una  mujer  senil.  Mujer  que  en  su  presteza 
Recorre  los  hogares  en  donde  la  pobreza 
Domina  por  doquier.  ¡Y  esa  mujer  maldita 
Que  llegará,  sabiendo  que  aquí  miseria  habita, 

Al  ver  tus  tiernos  hijos  sin  pan  y sin  abrigo, 

Dejándote  dormir...  los  llevará  consigo! 

¡Y  así  será  mejor!...  ¿Qué  vale  el  trabajar? 

¿Qué  vale  el  afanarse  sin  nunca  descansar, 

Criando  un  hijo  amado  que  es  nuestro  corazón, 

Para  encorvar  su  espalda  con  el  recio  azadón 
Que  pesa  mas  que  el  brazo  que  debe  manejarle?... 

Si  al  fin  las  pesadumbres  un  dia  han  de  matarle, 

Herido  como  tú,  al  soplo  de  la  nieve... 

¡No  te  levantes,  no!...  ¡Que  el  hambre  se  los  lleve! 

Y el  rudo  proletario, 

Mirando  torvamente  la  cruz  de  su  calvario, 


320 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Triste  como  Caín,  mudo  como  el  asombro, 
Levántase  de  un  salto  con  su  azadón  al  hombro. 
Para  no  ver  sus  hijos,  no  vuelve  atrás  los  ojos: 
Parte;  la  senda  sigue  de  piedras  y de  abrojos, 

Fija  la  vista  al  suelo  cual  hombre  que  procura 
La  paz  que  solo  encierra  la  fria  sepultura. 

El  bosque  se  sacude  la  nieve  que  en  él  brilla, 

La  luz  volatiliza  la  negra  pesadilla, 

El  ruiseñor  entona  su  gorgear  suave, 

Eco  fundido  en  luz,  beso  tornado  en  ave. 
Murmura  la  floresta,  se  anima  el  paisaje; 

Y el  mísero  aldeano,  misántropo,  salvaje, 

Roído  por  la  pena,  minado  por  el  frió, 

Se  pierde  en  la  espesura,  feroz,  torvo,  sombrío, 
Entre  la  luz  dudosa  de  nubes  cenicientas 
Preñadas  con  el  rayo,  la  lluvia  y las  tormentas. 

La  aldea  no  es  la  paz,  es  símbolo  de  guerra. 

De  un  lado  está  el  labriego,  del  otro  está  la  tierra. 
El  hombre  agita  el  brazo  y en  él  blande  la  azada. 
¡Lucha  sombría,  heroica!  Antes  de  madrugada 
Ya  labra  fatigoso  los  campos  y montañas, 
Rompiendo  del  planeta  las  rígidas  entrañas 
Para  robarle  un  pan.  Duro  como  el  deber, 

Trabaja  sin  dormir,  trabaja  sin  comer, 

Trabaja  noche  y dia.  Las  mieses  entre  tanto 
Agóstanse  de  sed;  el  sol  les  roba  el  llanto 
Vertido  por  la  noche.  Entonce  el  campesino 
Con  fiebre  abrasadora,  escava  el  remolino 
De  arterias  de  la  tierra:  percíbese  un  rumor... 
Borbota  al  fin  el  agua...  ¡El  hombre  es  vencedor! 
La  lucha  no  concluye.  Al  hierro  del  precito 
La  tierra  opone,  terca,  su  vientre  de  granito 

Y esparce  por  los  campos  la  yerba  emponzoñada 

Que  bebe  de  las  vides  la  sávia  codiciada 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


321 


Y el  paria,  brazo  á brazo,  combate  torvo  y fiero, 
Como  un  Titán  desnudo  contra  un  Titán  de  acero. 


El  sol  gravita  á plomo  su  masa  incandescente 
Haciendo  de  la  tierra  grandiosa  Loguera  ardiente. 
Deslizase  entre  breñas  la  sierpe  maldecida; 

El  ave  está  en  las  ramas;  la  fiera  en  su  guarida. 
Las  hojas  de  la  selva,  los  secos  matorrales, 
Despiden  chispeantes  sus  rayos  de  cristales. 

Los  pueblos  de  una  luna,  insectos  voladores, 

Con  alas  relucientes  de  nácar  y fulgores, 

Se  agitan  en  mil  curvas  vibrantes,  matizadas, 

Cual  ondas  luminosas  del  zénit  desgajadas; 

Los  tristes  campesinos,  transidos  y dolientes, 
Sufriendo  silenciosos,  sin  paz,  desfallecidos, 
Cubiertos  por  el  polvo  y por  la  luz  mordidos, 
Rasgando  están  la  tierra,  su  madre  ingrata  y dura 

Y en  sus  entrañas  abren  la  propia  sepultura. 

El  pária  no  descansa.  Enfermo  y haraposo, 
Trabaja,  suda,  cava;  ahoga  quejumbroso 

La  fiebre  de  la  tarde,  emanación  latente 
Que  en  el  vibrar  del  sol  acósale  inclemente. 

Y al  declinar  el  dia,  su  cuerpo  hecho  pedazos, 
Después  de  haber  vendido  la  fuerza  de  sus  brazos, 
Cual  bestia  de  reata  al  palo  acostumbrada, 

No  tiene  ni  un  placer  que  alegre  su  morada. 

¡Su  esposa  moribunda!  ¡Sus  hijos  sobre  el  suelo! 
¡Las  bocas  sin  un  pan!  ¡Las  almas  sin  consuelo! 


por  D.  Francisco  Fors  de  Casamayor. 


ezcla  de  continuos  goces  y de  sinsabores  lia  sido  en  to- 
dos tiempos  la  vida  del  estudiante.  Antaño  como  ogaño, 
tan  solo  la  fuerza  de  voluntad  y la  audacia  del  escolar, 
pudieran  sacarle  en  bien  de  las  infinitas  peripecias  que 
atravesara  su  alegre  y bulliciosa  juventud.  ¡Yo  te  salu- 
do, divertida  pléyade  liop  alan  dista,  á que  pertenecí  por  los  años 
1825  al  1833!  ¡Yo  te  saludo  con  fruición,  y consigno  en  las  pági- 
nas de  este  libro  un  vivo  recuerdo  de  tus  picarescas  hazañas,  en 
las  cuales  cúpome  no  pequeña  parte  de  gloria!  ¡Viejo  como  soy, 
siéntome  rejuvenecer  al  echar  una  mirada  retrospectiva  á aquellos 
serenos  dias,  contados  por  otros  tantos  lances  y travesuras,  encubiertas  entre  los 
pKe  gues  de  la  vieja  sotana  y el  manteo!  ¡Amores  volanderos,  horas  robadas  al 
estudio,  escenas  desagradables  con  la  patrona,  apuros  bursátiles,  timbirimbas,  ri- 
ñas con  paisanos,  severidades  y censuras  del  cláustro  universitario,  la  tuna;  todo, 
todo  se  agolpa  á la  memoria,  para  comparar  lo  pasado  con  lo  presente,  y sentir 
todavía  hoy  un  agradable  recuerdo  de  lo  que  fué  ayer! 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


323 


En  aquellos  dias  en  que  uno  comenzaba  bajo  la  férula  de  un  capellán  de  la 
casa  paterna  ó de  un  pedagogo  dómine,  la  gramática  castellana,  y luego  con  la 
ausiliar  disciplina  ó la  palmeta,  se  le  hacia  declinar  el  musa  musco,  el  dominas 
domini  ó el  templum  icmpli,  del  Antonio  de  Lebrija;  en  aquella  época  en  que 
libre  de  anzuelos,  acudia  á las  aulas  de  retórica  y de  filosofía,  formaban  ya  sus 
padres  cálculos  y planes  acerca  el  porvenir  del  hijo,  y se  abrian  formales  discu- 
siones entre  marido  y mujer,  para  determinar  la  carrera  que  debia  emprender 
aquel. 

— Yo  lo  destinaría  al  estado  eclesiástico, — decia  la  madre, — supuesto  que  en 
nuestra  casa  existe  una  capellanía  de  sangre  que  puede  muy  bien  obtener  un 
miembro  de  la  familia. 

— Eso  no, — respondía  el  padre, — porque  el  chico  es  travieso  y despunta  para 
la  carrera  de  las  armas,  y desarrollando  sus  bélicos  instintos,  puede  llegará  ceñir 
la  faja  de  general. 

— ¡Militares  en  casa!  ¡De  ninguna  manera!  ¡Buen  pago  les  da  la  pátria!  Dí- 
ganlo nuestro  amigo  el  alférez  don  Pedro  Valiente,  que  ha  quedado  manco  de  re- 
sultas de  un  balazo,  y el  capitán  don  Trifon  Espingarda,  el  de  la  pierna  de  jialo. 
No,  no  está  hecho  el  chico  de  mis  entrañas  para  llevar  el  chopo,  ni  servir  á nadie. 
Si  el  rey  quiere  soldados,  que  se  los  haga,  ó que  los  compre. 

— Pues  entonces, — replicaba  el  padre. — lo  mejor  es  dedicarlo  á la  medicina  ó 
al  foro... 

— A esto  último  me  atengo, — concluia  la  madre. 

Y dicho  y hecho,  el  hijo  emprendía  la  carrera  de  leyes. 

A mediados  de  octubre,  ya  empezaban  á hacerse  los  preparativos  para  la  mar- 
cha del  joven  á la  universidad.  Se  llamaba  al  sastre,  se  le  confeccionaba  el  man- 
teo y la  sotana,  se  le  compraba  el  tricúspide,  se  le  proveía  del  eclesiástico  alza- 
cuello, de  las  necesarias  medias  de  lana  negra,  de  los  zapatos  de  doble  suela,  con 
lazo  ó con  hebilla,  y hete  aquí  uniformado  por  completo  al  novel  estudiante  de 
Cervario  Lacetanorum. 

El  dia  de  la  marcha  del  futuro  jurisconsulto,  era  dia  de  luto  para  la  familia. 
La  madre  y las  hermanas  le  abrazaban  lloriqueando,  mientras  que  el  padre  al 
tiempo  de  entregarle  el  dinero  para  el  viaje  y la  primera  mensualidad  para  la 
manutención,  le  encarecía  sobremanera  que  fuese  juicioso  y aplicado. 

Encajonados  como  sardinas  en  tonel  dentro  una  vieja  y desvencijada  galera, 
tirada  por  tres  robustas  muías  guiadas  por  un  auriga  de  alpargata,  polaina  de 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


cuero,  calzón  corto,  peli-lisa  chaqueta  de  pana  de  indefinido  color,  faja  encarna- 
da, barretina  ídem,  pipa  en  boca  y vara  en  mano,  salen  catorce  ó quince  estu- 
diantes al  amanecer  de  uno  de  los  últimos  dias  del  mes  de  octubre  por  la  antigua 
puerta  de  San  Antonio  de  la  ciudad  de  Barcelona,  con  dirección  á la  borbónica 
Cervera.  Después  de  dar  el  vehículo  mil  y mil  saltos  y tumbos  por  la  malísima  car- 
retera Real,  que  á la  sazón  tenia  honores  de  Arabia  Petrea,  y de  pasar  una  primera 
noche  toledana  sobre  éticos  colchones  plagados  de  un  ejército  de  pulgas  y chin- 
ches en  el  mal  mesón  de  la  solitaria  y bien  llamada  Cova  fumada,  donde  le  plugo 
hacer  noche  á nuestro  calesero,  emprendióse  la  segunda  jornada  al  amanecer  de 
una  serena  y fresquita  mañana.  Mientras  que  las  muías  arrastraban  el  carruaje 
con  sosegado  y acompasado  paso,  al  monótono  sonido  de  sus  campanillas  y casca- 
beles, en  el  interior  del  vehículo,  unos  cantaban  picarescas  coplas  punteando  una 
barberil  guitarra,  otros  estendian  sobre  sus  rodillas  el  manteo,  y sacando  la  baraja, 
jugábanse  algunas  monedas  de  luto,  al  tute  y á la  brisca  y otros,  en  fin,  cogiendo 
entre  el  dedo  pulgar  y el  índice  de  la  mano  derecha  dos  relucientes  piezas  de  cobre 
de  á dos  cuartos,  echábanlas  hasta  el  cielo  del  carruaje  estableciendo  de  este  modo 
el  juego  de  las  chapas,  que  solo  terminó  al  llegar  al  medio  dia  á la  posada  situada 
en  lo  alto  de  la  cuesta  de  Montmaneu,  donde  dos  rollizas  y frescas  maritornes  fue- 
ron objeto  de  mil  pullas  y piropos  de  la  gente  estudiantil,  al  servirles  la  comida. 

Emprendida  la  marcha  nuevamente,  y mientras  el  carruaje  se  deslizaba  por 
la  dilatada  cuesta  que  termina  á las  inmediaciones  del  sitio  llamado  Los  Condals, 
viéronse  de  repente  reflejar  en  lontananza  los  postrimeros  rayos  del  sol  poniente, 
en  las  doradas  águilas  que  surmontan  las  cúpulas  de  las  esbeltas  torres  de  la  uni- 
versidad de  Cervera,  fundada  por  el  Y de  los  Felipes,  en  premio  de  la  adhesión 
de  sus  moradores  á la  causa  borbónica,  á cuya  ciudad  concedióse  al  mismo  tiempo 
el  título  de  Fidelísima.  (1) 

Pasado  el  pequeño  lugar  de  Bergós,  ya  se  disfruta  claramente  de  la  panorá- 
mica vista  de  Cervera,  sentada  en  parte  sobre  el  alto  antiguamente  llamado  Coll 
de  las  Sabinas.  Algunas  de  sus  calles,  exceptuando  la  mayor,  son  angostas  y tris- 
tes y están  como  engarzadas  en  la  pendiente  de  la  misma  colina,  que  aparece  ce- 
ñida de  antiguas  y casi  desmoronadas  murallas,  con  algunos  restos  de  torres  que 
se  levantaron  para  su  defensa.  En  la  parte  derecha  de  la  población  y casi  frente 
al  mamelón  llamado  Turó  de  las  f oreas,  (2)  aparece  en  toda  su  extensión  la  parte 


(1)  Dábase  el  apodo  de  dutifiers  á los  fidelísimos  moradores  de  Cervera. 

(2)  En  la  Edad  Media  se  levantaba  allí  la  horca.  Por  esto  se  dio  á la  colina  el  nombre  de  tal  suplicio. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


325 


posterior  del  grandioso  edificio  de  la  universidad;  en  el  centro  el  que  fué  de  la 
Compañía  de  Jesús,  con  la  estrella  simbólica  de  la  orden  en  su  remate,  (1)  y en 
la. extrema  izquierda  la  suntuosa  iglesia  parroquial,  cuya  gigantesca  torre  tiene 
colosales  proporciones. 

Terminado  el  viaje,  la  primera  diligencia  del  estudiante  al  pisar  las  calles  de 
Cervera,  era  ir  en  busca  de  la  casa  de  su  patrona,  si  ya  de  antemano  la  tenia,  y 
de  no,  procurar  donde  cómodamente  aposentarse.  Fácilmente  y á moderado  precio 
lo  conseguía  en  aquel  entonces,  pues  por  solo  doce  pesetas  mensuales  la  patrona  le 
daba  habitación,  le  lavaba  la  ropa  y le  cocinaba,  y como  quiera  que  se  juntaban 
cuatro  ó cinco  estudiantes  en  una  misma  casa,  uno  de  ellos,  era  el  cajero  que 
cuidaba  de  entregar  á la  casera  el  dinero  para  el  gasto  diario  de  la  mesa. 

El  mismo  dia  en  que  el  estudiante  quedaba  matriculado,  y que  adquiría  la  cédu- 
la en  crédito  de  ir  arreglado  de  traje , ya  empezaba  á asistir  á su  respectiva  cátedra. 

Admirábale  el  aspecto  de  aquel  edificio  universitario,  tan  capaz  y tan  majes- 
tuoso, situado  en  frente  de  una  línea  de  casas  en  su  mayor  parte  viejas  y de  ma- 
lísimo aspecto.  Levantado  en  1717,  su  fachada  es  toda  de  piedra  de  sillería,  ador- 
nada con  relieves  y molduras  de  exquisito  gusto.  La  puerta  principal  es  notable, 
y está  adornada  con  columnas,  y con  relieves  de  metal,  entre  los  cuales  se  osten- 
tan los  escudos  de  las  armas  reales  y las  del  Sumo  Pontífice.  En  sus  ángulos  tiene 
cuatro  torres  de  ciento  ochenta  y seis  palmos  de  elevación  cada  una,  con  ochenta 
de  anchura.  Consta  de  tres  grandes  patios,  en  los  cuales  todo  era  vida  y anima- 
ción ayer,  mientras  hoy  crece  en  ellos  la  yerba  y reina  el  mas  sepulcral  silencio. 
Todo  el  interior  del  edificio  está  sostenido  por  arcos  y medios  arcos,  que  ascien- 
den al  número  de  trescientos  ocho  los  primeros,  y doscientos  seis  los  segundos; 
habiendo  entre  la  parte  interior  y exterior,  ciento  once  balcones  y ventanas  en  el 
piso  bajo,  y ciento  ochenta  y siete  en  el  principal.  Existen  suntuosas  salas  para 
los  actos  académicos,  entre  las  cuales  es  notable  la  del  cláustro,  y otras  varias 
destinadas  á exámenes.  La  iglesia  ó teatro  mayor,  es  espaciosa  y de  muy  buen 
gusto,  tan  atrevida  es  su  arquitectura,  que  causa  admiración  al  que  la  examina, 
pues  se  sostienen  sobre  elevados  arcos  muy  sencillos,  dos  hermosas  torres  de  mu- 
cha elevación,  una  en  cada  lado  de  la  iglesia,  teniendo  en  su  remate  buenas 
campanas  y reloj  y ostentando  en  sus  cúpulas  las  doradas  águilas. 

(1)  Expulsados  los  jesuitas  de  España  durante  el  reinado  de  Carlos  III,  establecióse  en  este  edificio  el  Real 
Colegio  de  San  Carlos  Borromeo,  en  el  cual  solo  tenían  entrada  catorce  colegiales  á saber:  dos  por  cada  uno  de 
los  siete  obispados  que  habia  en  Cataluña.  En  él  estuvo  de  colegial  mientras  cursó  teología  en  la  universidad 
de  Cervera,  el  sabio  y erudito  filósofo  de  nuestro  siglo  el  presbítero  doctor  don  Jaime  Balmes. 
tomo  i. 


-11 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Este  precioso  edificio,  como  establecimiento  literario,  ha  sido  cuna  de  hom- 
bres eminentes  en  las  letras.  De  esos  hombres  que  por  su  saber  y sus  virtudes 
han  honrado  é ilustrado  la  literatura  y el  foro  español,  tales  como  los  distinguidos 
doctores  Finestres,  Rey,  Utjes,  (1)  Torrá,  Baile,  uno  de  los  presidentes  en  1812 
de  las  Cortes  generales  y extraordinarias  de  Cádiz,  celoso  adalid  del  sistema  pro- 
hibitivo en  las  de  1820,  y por  lo  tanto  defensor  decidido  de  la  industria  y comer- 
cio de  Cataluña;  el  célebre  doctor  don  Ramón  Lázaro  de  Don,  cancelario  de  la 
misma  universidad,  erudito  autor  de  varias  obras,  entre  ellas  de  la  importante  de 
Derecho  público.  Otros  hombres  no  menos  eminentes  podríamos  citar,  así  en  la 
ciencia  teológica  y canónica  como  en  la  medicina,  pero  bástenos  hacer  especial 
mención  del  gran  filósofo  y pensador  del  siglo,  el  Pbro.  Dr.  D.  Jaime  Balmes,  una 
de  nuestras  predilectas  glorias  nacionales. 

Dicho  esto  de  paso,  y volviendo  al  objeto  de  este  artículo,  cual  es,  retratar  el 
tipo  de  los  estudiantes  de  antaño  en  todas  sus  fases,  diremos  que,  al  pisar  por  pri- 
mera vez  un  escolar  los  umbrales  universitarios,  los  veteranos  saludábanle  cubrien- 
do su  flamante  manteo  de  una  lluvia  de  salivazos,  mientras  que  no  faltaba  entre 
la  turba  jaranera  quien  gritando:  ¡Blitiri!  ¡klitiri! ...  (novato)  con  pesada  mano  le 
abollara  ó derribase  su  tricúspide,  haciéndolo  rodar  por  el  suelo  ó volar  á manota- 
das, cual  pelota  por  el  aire,  hasta  que  el  manso  neófito  lograba  recogerlo.  Vícti- 
ma de  otras  mil  picardías  era  en  el  interior  del  hospedaje.  Si  acostado,  se  sentía 
por  la  noche  la  picazón  de  cierto  polvillo  que  entre  sábanas  le  esparcieran  acl  lioc 
sus  compañeros  y sino,  se  hundia  en  el  limbo  al  peso  de  su  cuerpo,  hasta  dar  con 
los  colchones  en  el  suelo,  por  haberle  quitado  dos  ó tres  tablas  de  la  cama;  esto 
era  ciertamente,  res  nolanda  lapillo  en  los  fastos  estudiantiles.  No  eran  con  todo 
de  muy  larga  duración  semejantes  trabajos  y molestias  para  esperimentar  al  no- 
vato, porque  cambiándose  este  de  repente  de  manso  en  tremebundo,  antes  de  ter- 
minar el  curso  escolar,  ya  se  le  declaraba  veterano  sui  juris. 

El  estudiante  de  antaño  á las  seis  en  punto  de  la  noche  tenia  que  retirarse  á 
su  hospedaje  á estudiar  hasta  las  nueve.  Durante  las  tres  horas  de  vela,  no  le  era 
permitido  salir  de  casa,  quedando  sujeto  á las  visitas  domiciliarias  de  la  ronda  de 
la  universidad,  que  á lo  mejor  de  la  ocasión  se  presentaba  de  improviso  precedida 
de  su  gran  farol  llevado  por  un  alguacil,  y de  dos  bedeles  de  teja  y golilla  y enor- 
me pelucon.  Para  poder  verificar  la  ronda  semejantes  sorpresas,  las  casas  en  que 
se  hospedaban  estudiantes,  tenian  orden  de  mantener  las  puertas  entornadas, 


(1)  Utjes  murió  siendo  rector  de  la  misma  universidad. 


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Si  bien  tales  visitas  aseguraban  al  juez  universitario,  si  la  clase  escolar  se  en- 
tregaba ó no  al  estudio  en  las  horas  establecidas  por  reglamento,  no  podia  menos 
ello  de  despertar  las  iras  de  los  visitados.  Recuerdo  que  en  mi  época  estudiantil  al 
salir  una  noche  la  ronda  de  nuestra  casa,  y al  tenerla  á cierta  distancia,  la  des- 
pedimos á pedradas,  corriendo  enseguida  á ocupar  nuestros  respectivos  puestos  al 
rededor  de  la  mesa  de  estudio  por  si  acaso  volvia  á presentarse;  y recuerdo  tam- 
bién con  placer  infinito  la  gran  catástrofe  que  le  causamos  otra  noche  en  un  an- 
gosto callejón  del  extremo  de  la  calle  Mayor,  contiguo  al  Portal  de  la  cadena,  en 
cuyo  suelo  plantamos  tres  ó cuatro  órdenes  de  estacas  á cada  lado,  atándoles  cuer- 
das á un  palmo  de  elevación  del  suelo.  Colocados  nosotros  en  el  fondo  del  callejón 
llamamos  la  atención  de  la  ronda  remedando  los  ladridos  del  perro,  el  maullar  del 
gato,  acompañados  de  un  bajo  fundamental  de  asnalógicos  rebuznos,  capaces  de 
despertar  á los  siete  durmientes.  A semejante  estrépito  vimos  penetrar  corriendo 
en  la  angosta  via  la  cohorte  de  alguaciles  y bedeles,  los  cuales  enredados  de  piés 
en  las  tirantes  cuerdas  iban  cayendo  uno  tras  otro  de  bruces  cual  segadas  espi- 
gas, descalabrándose  las  narices  al  besar  el  suelo.  En  medio  de  la  algazara  con 
que  celebramos  la  victoria,  aprovechándonos  de  la  oscuridad  de  la  noche,  toma- 
mos cada  uno  pipa  para  nuestra  casa  no  sin  despedirnos  de  los  caidos,  regalándo- 
les un  granizo  de  pedradas. 

En  una  edad  en  que  absolutamente  libre  el  estudiante  de  cuidados,  en  nada 
sério  se  fija,  y en  que  solo  vé  el  porvenir  del  mas  halagüeño  color  de  rosa,  en  que 
todo  le  sonríe,  y en  que  ninguna  pena  lia  amargado  todavía  su  existencia,  fácil 
era  que  al  entregarse  al  estudio  cayese  en  las  tentaciones  á que  está  ocasionada 
la  inexperiencia  juvenil,  máxime  en  una  población  levítica  cual  filé  por  excelen- 
cia Cervera,  desde  la  caida  del  sistema  constitucional  en  1823,  hasta  el  falleci- 
miento de  Fernando  VII.  Durante  aquella  década  calomardina,  no  imperaron  en 
el  cláustro  universitario  mas  que  ideas  absolutistas  y requisitorias,  procedimientos 
inquisitoriales,  especialmente  contra  aquellos  estudiantes  que  procedian  de  gran- 
des poblaciones,  y muy  particularmente  de  Barcelona,  á cuya  capital  oí  con  dis- 
gusto calificar  de  pros  lítala  Babilonia  á cierto  ignorante  capellán  de  misa  y olla. 
¿A  (pié  pasatiempos  debia  entregarse  el  estudiante  que  no  obstante  ser  aplicado 
le  estaba  prohibido  pisar  los  umbrales  de  los  dos  pequeños  cafetines  con  que  con- 
taba la  ciudad,  para  disfrutar  en  ellos  un  rato  de  esparcimiento?  (1)  Careciendo, 

(1)  El  uno  era  el  de  Selva,  cuyo  dueño  era  llamado  negro , porque  habia  sido  miliciano  en  1820,  y el  otro  el 
de  la  Nasa  tenido  también  por  sospechoso.  En  él,  con  grave  peligro  de  las  censuras  universitarias,  se  arries- 
gaba penetrar  alguno  que  otro  estudiante  por  la  noche. 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


pues,  Cervera  de  toda  diversión  liasta  el  joven  mas  estudioso  caía  algunas  veces 
en  la  tentación  del  juego,  ó en  amoríos  con  la  patrona  si  era  joven  y aceptable , y 
si  jamona,  con  la  liija  si  se  dejaba  querer.  Esto  sin  perjuicio  de  obsequiar  tam- 
bién alguna  linda  cervariense  de  mas  elevado  copete. 

El  juego  era  para  el  estudiante  manantial  de  inesplicables  sensaciones.  En 
una  mala  mesa  cubierta  con  un  raido  manteo,  que  suplia  al  verde  tapete,  y ro- 
deada de  una  docena  de  amigos  del  banquero  que  con  sotana  y manteo  puesto  en 
facha,  está  barajando  los  cuarenta  salmos  (y  no  de  David),  se  constituye  la  tim- 
birimba. ¡Cuántas  emociones,  cuántos  sobresaltos  alerto  venir!  ¡Qué  silencio, 
qué  vista  tan  fija  para  examinar  la  pinta,  qué  sonrisa  en  los  lábios  del  que  cobra, 
y qué  palidez  en  el  rostro  del  que  pierde!...  Sobre  aquel  negro  tapete,  unos  dejan 
la  subsistencia  del  mes,  y otros  se  empeñan  con  la  patrona,  á la  cual  hacen  el 
amor,  ó bien  riñen  con  el  patrón,  á quien  tiempo  há  que  pidieron  prestado  y les 
amenaza  con  delatarlos  al  tribunal  de  censura  de  la  universidad,  si  dentro  un 
corto  plazo  no  saldan  la  cuenta.  Y llega  á tal  extremo  la  apurada  situación  de  al- 
guno de  los  que  pierden,  que  por  no  poder  pagar  la  correspondencia  al  cartero, 
en  los  dias  de  correo,  se  esconden  ó hacen  negar,  cuando  le  oyen  subir  por  la  es- 
calera de  la  casa.  En  tales  apuros,  si  no  se  recibia  el  auxilio  de  un  compasivo 
compañero,  forzoso  era  escribir  á los  padres,  al  tio,  ó al  hermano,  haciéndole  con- 
fesión general  con  promesa  de  la  enmienda,  diciendo  como  Ralph  á Federico  II  de 
Prusia: — Si  ha  giocato , si  ha  pérchalo,  ecco  il  gran  mate.  (1) 

Cuando  no  habla  timbirimba  por  carencia  de  monises  que  jugar,  se  proyecta- 
ban y ejecutaban  por  el  estudiante  menos  arriesgados  pasatiempos.  En  el  rigor 
del  invierno,  cuando  mas  arreciaba  el  frió,  cuando  grandes  nevadas  dificultaban 
el  tránsito  por  las  calles,  se  armaban  tan  fuertes  peleas  á nevazos,  desde  ventanas 
y halcones  y en  medio  de  la  calle,  donde  con  arremangada  sotana  ostentaba  su 
briosa  pujanza  la  clase  hopalandista,  que  para  que  cesaran  era  preciso  que  hiciera 
pregonar  un  bando,  prohibiéndolas,  el  gobernador  militar  y político  de  la  ciudad. 

La  fama  que  gozaba  cierto  vinillo  blanco  del  inmediato  lugarejo  de  las  Alujas 
atraía  allí  á veces  la  alegre  estudiantina,  que  después  de  beber  y divertirse  bro- 
meando con  las  mozas  del  lugar,  solia  concluir  la  bulliciosa  fiesta  transformándo- 
se en  campo  de  Agramante,  donde  ensartándose  en  disputas  con  los  jóvenes  déla 
localidad,  venian  unos  y otros  á las  manos,  hasta  que  felizmente  lograba  calmar 
los  ánimos  la  intervención  del  alcalde  del  lugar. 


(1 ) En  la  ópera  11  Barone  di  Falcheim,  del  maestro  Paccini. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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Aproximábase  la  Semana  Santa.  Celebrábase  en  ella  la  procesión  llamada  de 
los  estudiantes,  á la  que  estos  concurrían  con  el  cláustro  universitario,  y la  del 
Via-Crucis  al  Campo-Santo.  Formábase  un  coro  estudiantil  acompañado  de  flau- 
tas, fagotes  y violoncello  ó contrabajo,  el  cual  ensayaba  con  algunos  dias  de  an- 
ticipación el  Miserere,  para  cantarlo  en  la  primera,  y el  Jesús  rex  mitlis,  para 
ejecutarse  en  la  segunda,  de  la  cual  era  fundador  el  famoso  exorcista,  doctor  don 
Felipe  Minguell,  presbítero,  catedrático  de  cánones,  y vice-cancelario  de  la  uni- 
versidad. Este  virtuoso  sacerdote  que  presidia  la  religiosa  romería  y que  anual- 
mente pronunciaba  en  el  Campo-Santo  un  devoto  sermón  en  recuerdo  de  los  di- 
funtos que  desde  la  guerra  de  la  Independencia  yacían  en  aquel  sagrado  recinto, 
mostraba  vivísimo  interés  para  que  las  dos  procesiones  se  celebraran  con  la  mayor 
brillantez  posible.  Poníase  de  acuerdo  con  los  estudiantes  mas  filarmónicos  de  la 
universidad,  invitándoles  á que  constituyeran  el  coro  que  anualmente  concurría 
á las  dos  religiosas  ceremonias,  á lo  que  no  podían  ni  debían  negarse  los  invita- 
dos. 

Bien  presentes  tengo  en  la  memoria  nuestros  apuros  para  llenar  debidamente 
el  cometido.  Con  el  objeto  de  salir  bien  de  tan  espinoso  trance,  y en  la  seguridad 
de  que  no  seríamos  descubiertos,  echamos  mano  de  algunas  melodías  tomadas  de 
las  óperas  que  por  aquel  tiempo  se  cantaban  en  Barcelona.  Así  es  que  una  vez 
acomodamos  con  leves  variaciones  la  música  del  andante  del  terceto  de  la  Ves  tale 
de  Paccini,  sustituyendo  á la  letra: 

«Gli  affetti  de  padre, 

Di  figdia  é d‘  amante,»  etc.,  etc. 

La  del  Miserere  me  i Deus,  secunclum  magnam  misericordiam  tuam;  además  nos 
servimos  para  el  canto  del  Jesús  rex  mitlis  Jerusnlem  ingresas,  del  largo  del  duet- 
lo  del  desafío  de  la  ópera  Qabriella  di  Vergg  de  Caraffa.  ¡Qué  horror!...  ¡Qué  sa- 
crilegio! ¡La  excomunión  mas  tremenda  se  lanzara  sohre  nuestras  cabezas,  si  el 
cláustro  llegara  á descubrir  el  plagio ! . . . ¡ No  liabia  remedio  para  nosotros ! Indu- 
dablemente hubiéramos  sido  juzgados  por  el  terrible  tribunal  de  Censura  por  ha- 
ber mezclado  sacrce  cum  profance...  Pero  sucedió  todo  muy  al  revés,  puesto  que  el 
plagiado  místico  canto,  nos  valió  siempre  el  aprecio  y las  mayores  distinciones  del 
buen  doctor  Minguell,  que  á pesar  de  su  rigorismo  universitario  tenia  escelentes 
arranques,  cuando  se  encariñaba  por  alguno. 

Llegaba  el  18  de  junio,  época  en  que  habiendo  terminado  los  exámenes  de 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


fin  de  curso,  cada  quisque  emprendía  gozoso  la  marcha  para  los  pátrios  lares,  don- 
de durante  el  veraneo  era  objeto  del  amor  de  los  padres,  máxime  si  hallándose  á 
mitad  de  la  carrera,  había  obtenido  nemine  discrepante,  la  láurea  del  Bacallau- 
reatus. 

Volvía  octubre,  después  de  pasados,  cual  fugaz  sueño,  cuatro  meses  de  vaca- 
ciones, consumidos  en  placenteras  diversiones  y veraniegas  giras.  Tornaba  otra 
vez  el  momento  del  regreso  á la  fidelísima  Cervera,  á aquella  vetusta  ciudad  que 
en  la  fiesta  del  Corpus  ostenta  satisfecha  la  bandera  de  los  butiflers,  conservada 
en  el  municipio,  y desplegada  en  la  procesión  de  aquel  dia  por  un  gánete,  caba- 
llero en  un  flaco  rocinante.  (1)  La  bandera  que  recuerda  la  separación  de  los  cer- 
varienses  de  la  causa  que  tan  noble  como  valerosamente  defendieron  la  inmensa 
mayoría  de  los  pueblos  del  Principado,  y especialmente  Barcelona,  último  ba- 
luarte de  la  libertad  catalana,  que  sucumbió  heroicamente  tras  prolongado  y hor- 
roroso sitio,  al  ímpetu  del  colosal  poder  de  Luis  XIV.  De  aquel  monarca,  que 
solo  merced  á sus  numerosas  huestes  lograra  hacer  ceñir  la  Corona  Real  de  Espa- 
ña á su  nieto  Felipe  V;  al  joven  príncipe  que  en  su  despecho  hizo  entregar  á las 
llamas  por  mano  del  verdugo  el  dia  13  de  abril  de  1716  en  el  salón  de  San  Jorge 
del  palacio  de  la  Diputación,  los  privilegios,  libertades  y franquicias  de  Cataluña. 

La  vista  de  aquel  estandarte,  signo  de  tiránica  esclavitud,  no  podia  menos  de 
despertar  tristes  recuerdos  en  la  memoria  de  muchísimos  estudiantes  catalanes, 
especialmente  en  los  que  procedían  de  Barcelona,  y de  avivar  el  sagrado  fuego  de 
la  libertad  que  ya  en  secreto  ardia  en  sus  juveniles  pechos.  Moderaba  algún  tan- 
to las  sombrías  tintas  del  negro  cuadro  del  pasado,  la  halagüeña  esperanza  de  un 
placentero  porvenir.  Sujetas  con  cadenas  las  cuchillas  de  las  mesas,  de  los  habi- 
tantes del  Principado,  entregadas  por  escarnio  las  encarnadas  y nobles  gramailas 
de  sus  concelleres  para  traje  de  los  maceros  de  los  municipios,  desposeídas  las 
ciudades  de  Barcelona,  Gerona,  Lérida  y Tarragona  de  sus  universidades,  fuerza 
era  esperar  el  dia  de  la  justa  reparación  de  tanto  ultraje,  de  tanto  oprobio  como  el 
vencedor  lanzó  sobre  el  valiente  y sufrido  pueblo  catalan.  No  estaba  léjos  el  dia 
en  que  se  había  de  oir  un  ¡Fiat  lux!  que  con  sus  luminosos  raudales,  desterrara  las 
tinieblas  del  oscurantismo  en  toda  la  península. 

El  estudiante  de  antaño  pasaba  ocho  meses  en  la  universidad  instruyéndose 
en  los  libros  de  texto  y en  las  esplicaciones  de  sus  ilustrados  profesores;  de  ma- 

(1)  Es  la  histórica  enseña  que  en  arbolaron  los  cervarienses  al  tomar  partido  por  Felipe  V durante  la  larga 
y terrible  guerra  de  sucesión,  contra  el  príncipe  Carlos  de  Austria,  proclamado  posteriormente  emperador  de 
Alemania. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


331 


ñera,  que  al  terminar  la  carrera  si  no  era  inaplicado,  salía  docto  en  la  ciencia  á 

cuyo  estudio  se  liabia  dedicado. 

«/ 

Ya  hemos  visto  cuáles  eran,  por  lo  general,  sus  pasatiempos.  Solia,  además, 
aprovechar  las  vacaciones  de  Pascua  de  Navidad,  ó algunos  dias  de  fin  de  curso, 
para  correr  la  tana.  Vestido  con  el  mismo  traje  escolar  algún  tanto  reformado,  y 
suprimida  la  sotana,  con  el  manteo  terciado  y cubriendo  la  cabeza  el  tricúspide, 
ya  viejo  y recortado  paulatinamente  hasta  asomar  la  copa,  tañendo  la  guitarra  ó 
la  bandurria,  y tocando  el  violín,  la  flauta,  ó el  clarinete,  con  acompañamiento 
de  triángulo  y pandereta,  se  recorrían  los  pueblos  cantando  alegres  canciones,  y 
pordioseando.  Era  de  oir  la  salerosa  jota  y el  bolero  cantados  y acompañados  por 
tales  instrumentos,  tan  pronto  en  la  calle  en  medio  de  numeroso  auditorio,  como 
de  noche  bajo  los  balcones  de  una  linda  morena  de  brillantes  ojos,  mientras  que 
el  panderista  echando  al  suelo  su  manteo,  deslizaba  suave  y hábilmente  los  dedos 
por  el  parche  de  su  pandereta  adornada  con  infinidad  de  cintas  y cascabeles  y gol- 
peándola con  el  puño,  los  codos,  la  cabeza,  las  rodillas  y los  piés,  giraba  airosa- 
mente el  cuerpo  cual  ligero  trompo,  dando  brincos  y zapatetas,  y al  descansar  de 
tan  continuo  movimiento,  de  tanta  agitación,  solia  decir  con  muchísima  gracia  á 
cuantos  formaban  corro  y á los  transeúntes: 

— ¡Señores,  echen  ustedes  un  cuartito  en  esta  pandereta,  aunque  sea  mas  ne- 
gro que  la  cara  de  Judas!...  ¡Niña  bonita,  venga  aquí  un  ochavito,  que  tenemos 
un  hambre  mas  larga  que  las  piernas  de  un  galgo ! . . . 

Con  estas  ó parecidas  frases  se  iban  recaudando  abundantes  limosnas,  y hasta 
hubo  población  en  la  que  se  invitó  con  mesa  y alojamiento  á la  estudiantina. 

Por  el  mes  de  febrero  solían  muchos  estudiantes  de  antaño  ir  á la  reputada  fé- 
ria  del  ¡meblo  de  Verdú,  donde  concurre  tantísimo  gentío  de  los  pueblos  mas  dis- 
tantes de  Cataluña,  y hasta  de  la  frontera  francesa,  y en  la  cual  se  verifican  mu- 
chas transacciones,  en  especial  en  numeroso  ganado  lanar,  mular  y caballar. 

Unos  emprendían  aquella  gira  estudiantil,  borricalmente  montados  sobre  ru- 
cios matalones  de  dura  albarda,  y otros  á pié.  Tanto  en  la  féria,  como  á la  ida  y 
vuelta  de  la  misma,  era  un  continuo  cantar  y bromear.  Si  al  pasar  las  alegres  co- 
mitivas por  la  villa  de  Tárrega.  acertaba  asomar  una  linda  muchacha  á la  puerta 
ó á la  ventana  de  su  casa,  de  fijo  que  el  diluvio  de  galantes  frases  y requiebros 
que  se  le  dirigían,  obligábanla  á retirarse  sonrojada,  entre  aplausos  y atronadores 
vivas. 

Existe  en  Cervera  una  Plaza  Mayor  rodeada  de  soportales,  en  cuyo  fondo  se 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


halla  la  casa  del  ayuntamiento,  construida  loda  de  piedra  de  sillería,  con  relieves 
y molduras  en  la  parte  exterior.  Sosteniendo  sus  balcones,  aparecen  unos  grotes- 
cos y grandes  mascarones  también  de  piedra.  A esta  plaza  en  la  cual  se  celebra- 
ban los  mercados  semanales,  no  faltaban  por  la  mañana  los  estudiantes  á su  salida 
de  la  universidad.  Allí  solian  comprar  el  melado  y negro  tabaco  brasil  que  impe- 
raba en  aquella  época  y que  vendian  de  ocultis  los  contrabandistas  de  Tárrega. 
Allí  tenían  lugar  esas  divertidísimas  escenas  del  listo  escolar  con  las  vendedoras 
del  mercado,  A las  cuales,  para  poder  escamotear  alguna  rica  pera  de  invierno, 
un  puñado  de  nueces  ó avellanas,  ó hacer  pasar  de  mano  en  mano  unas  cuantas 
pasas  é higos  secos,  entreteníales  con  mil  chistes  y lindezas.  Y mientras  que  al 
extremo  opuesto  del  mercado  otro  regateaba  A dos  frescas  y mofletudas  aldeanas 
los  ricos  requesones  conocidos  por  hrossals  en  el  país,  no  faltaba  un  perillán  de 
sotana,  que  colocado  A espaldas  de  las  mismas,  en  un  abrir  y cerrar  de  ojos  co- 
siera las  faldas  de  la  una  con  las  de  la  otra  ó las  prendiera  con  alfileres,  para  que 
al  separarse  se  rasgaran,  lo  cual  era  celebrado  con  general  aplauso  por  los  univer- 
sitarios cuervos. 

En  los  soportales  de  aquella  misma  plaza  el  italiano  Romagnioli  tenia  un 
establecimiento  de  quincalla,  que  era  el  centro  de  la  mas  selecta  juventud  esco- 
lar, el  sumidero  de  los  diarios  chismes,  el  archivo  de  historietas  y episodios  de 
toda  clase,  la  oficina  de  nuevos  y arriesgados  proyectos  y el  laboratorio  de  amo- 
rosos galanteos.  Aun  cuando  no  existia  entonces  la  libertad  de  imprenta  y por 
lo  tanto  periódico  alguno,  la  tienda  de  Romagnioli  era  la  gaceta  donde  uno  se 
imponía  de  cuanto  pasaba  en  la  localidad,  tanto  con  respecto  al  clAustro  de  la 
universidad  como  en  el  interior  de  las  familias  mas  notables. 

Dos  épocas  tuvo  el  estudiante  de  Cervera  en  que,  temporalmente,  le  fué  for- 
zoso suspender  sus  estudios.  La  una  cuando  la  corta  pero  alarmante  sublevación 
carlista  de  1828,  que  ocasionó  la  venida  de  Fernando  Vil  A Cataluña,  terminada 
con  el  fusilamiento  del  jefe  del  levantamiento,  Rufí,  Vidal,  Ballestee  y otros  varios 
cabecillas  en  Tarragona;  y la  otra  en  1830. 

En  aquel  año  era  por  demAs  alarmante  el  estado  de  Europa.  Acababa  de  veri- 
ficarse en  julio  la  revolución  de  Francia,  que  había  derribado  el  trono  de  CArlos  X 
y levantado  el  de  Luis  Felipe  de  Orleans;  Bélgica,  se  había  separado  de  la  Ho- 
landa; la  desventurada  Polonia  estaba  luchando  en  abierta  guerra  con  el  coloso 
ruso,  y Grecia  A pesar  del  poder  de  la  media  luna,  se  había  constituido  en  reino. 
Las  tentativas  de  los  liberales,  dentro  y fuera  de  la  península,  tenían  sobrexcita- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


333 


do  al  gobierno,  basta  el  ridículo  extremo  de  que  para  serenar  la  tormenta  cuyo 
lejano  rugido  oyera  sin  duda  dia  y noche,  dejaba  pasar  el  mes  de  noviembre 
de  1830  sin  abrir  las  universidades.  Al  propio  tiempo  que  se  fundaba  en  Sevilla 
una  escuela  de  tauromaquia,  se  ordenaba  en  enero  de  1831  que  fuesen  cerradas 
las  universidades,  autorizando  á los  alumnos  para  estudiar  privadamente. 

Vino  luego  la  peligrosa  enfermedad  del  rey,  la  regencia  interina  de  su  esposa 
la  reina  doña  María  Cristina,  los  acontecimientos  de  la  Granja,  y por  fin,  el  de- 
creto de  7 de  octubre  de  1832,  por  el  cual  se  mandaron  abrir  nuevamente  las  uni- 
versidades, con  el  otro  real  decreto  de  15  del  propio  mes  concediendo  amnistía 
para  que  los  expatriados  por  causas  políticas  pudiesen  regresar  á España. 

El  claustro  universitario  de  Cervera  era  sumamente  enemigo  de  toda  idea  li- 
beral,  y en  su  interior,  de  la  magnánima  señora  que  al  volver  á abrir  el  santua- 
rio de  la  ciencia  á la  juventud  española,  habia  también  concedido  perdón  y olvido 
de  lo  pasado  á tantos  expatriados  como  gemian  en  tierras  extranjeras  por  sus  opi- 
niones políticas. 

No  pudo  ver  pues  con  indiferencia  que  los  estudiantes  de  aquel  centro  litera- 
rio felicitaran  á S.  M.  la  reina  gobernadora  por  haber  dictado  ambos  decretos;  y 
así  fué  que  al  pedir  ellos  el  correspondiente  permiso  al  claustro,  se  tratara  de  ame- 
drentarlos oponiendo  mil  obstáculos  y obligándoles  á que  fueran  á firmar  la  expo- 
sición en  la  casa  del  vice-cancelario,  que  entonces  lo  era  el  célebre  presbítero 
doctor  don  Bartolomé  Torrebadella,  que  mas  adelante  perteneció  á la  junta  car- 
lista de  Berga,  y á la  ridicula  universidad  que  se  estableció  allí  con  otros  varios 
catedráticos.  No  pudiendo  resistir  el  ímpetu  de  la  opinión  de  los  estudiantes,  y en 
particular  de  los  de  leyes,  que  nombraron  sus  comisionados  por  cada  curso  para 
firmar  la  reverente  exposición  á la  reina,  se  tuvieron  bien  presentes  los  nombres 
de  los  que  lo  hicieron  para  agobiarlos  en  los  exámenes  de  fin  de  curso  y en  el 
acto  de  tomar  sus  respectivas  investiduras.  Hay  mas:  se  desplegaron  aquel  año 
toda  clase  de  mortificaciones  contra  el  pobre  estudiante  por  efímero  que  fuese  el 
motivo. 

Queriendo  conservar  con  todo  rigor  el  reglamentario  traje,  se  hacia  compare- 
cer á casa  del  vice-cancelario,  á cuantos  en  vez  del  alzacuello  eclesiástico  usaban 
corbatín,  á los  que  calzaban  botas  en  vez  de  zapato  con  lazo  ó hebilla,  á los  que 
llevaban  sortijas  en  los  dedos,  y por  último,  se  verificó  una  terrible  razzia  dentro 
de  algunas  aulas,  donde  penetró  el  juez  universitario  acompañado  de  los  bede- 
les y de  un  alguacil  armado  de  descomunales  tijeras,  con  las  cuales,  de  orden  de 

TOMO  I.  43 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


aquel,  cortó  sin  atender  recurso  ni  razón  alguna,  cuantos  pantalones  de  los  estu- 
diantes asomaban  por  debajo  la  sotana. 

En  medio  de  tanta  persecución  y tiranía,  no  desmayaba  el  buen  humor  del 
estudiante.  Siempre  alegre,  siempre  divertido,  y á caza  de  lances  y aventuras  de 
toda  clase,  seguía  impávido  cuantas  se  le  presentaban,  sin  empero  dejar  de  cum- 
plir sus  obligaciones  literarias. 

Era  yo  el  compañero,  amigo  inseparable  y confidente  mas  íntimo  de  Eduardo, 
con  el  cual  vivia.  Ambos  concluíamos  en  1832  nuestra  carrera  y ambos  frecuen- 
tábamos la  casa  de  la  señora  viuda  de  N...  Esta  tenia  una  bija,  joven  y agracia- 
da. Su  madre,  después  de  la  muerte  de  su  marido,  se  liabia  aficionado  á la  clase 
escolar  y tenia  tantos  caprichos  como  semanas  tiene  el  año;  y la  bija,  que  se  pa- 
recia  á la  madre,  no  liabia  dejado  de  oir  con  agrado  las  declaraciones  de  amor  de 
mas  de  un  barbilampiño  joven  escolar. 

A mi  amigo  no  le  fué  indiferente  la  niña,  y esta  no  se  mostró  esquiva  á sus 
palabras.  Al  cabo  de  pocos  dias  de  hecha  su  declaración,  concertaron  verse  y ha- 
blarse á altas  horas  de  la  noche  por  una  reja  del  piso  bajo  de  la  casa,  que  daba  á 
la  antigua  muralla  de  la  población,  sitio  sumamente  solitario. 

Era  á principios  de  primavera.  Eduardo  compareció  á la  cita  en  traje  de  pai- 
sano. Brillaba  la  luna,  se  dejaba  oir  el  melodioso  canto  del  ruiseñor  en  la  arbole- 
da bañada  por  el  agua  del  pequeño  rio  que  pasa  lamiendo  la  colina  del  antiguo 
O olí  de  las  Sabinas.  ¿Se  necesita  acaso  un  rayo  de  luna  para  hacer  el  amor?  Al 
contrario,  yo  creo  que  en  la  oscuridad  puede  entenderse  uno  mejor  con  una  bella, 
sin  la  música  de  los  paj arillos.  Yo  de  mí  sé  decir  que  prefiero  la  de  las  ranas  y de 
los  grillos,  porque  aunque  meten  mas  ruido,  apagan  mejor  el  rumorcillo  de  la 
conversación  y el  débil  sonido  de  los  suspiros,  que  el  gorjeo  intermitente  de  los 
ruiseñores. 

La  niña  estaba  en  la  reja  aguardando,  la  criada  apostada  en  el  interior  del  apo- 
sento haciendo  centinela  para  avisar  en  caso  de  alarma.  Todo  iba  á pedir  de  boca. 

No  quiero  reproducir  aquí  las  frases  vanóles,  los  diálogos  insensatos  que  son 
el  prefacio,  prólogo  ó introducción  de  todas  las  galantes  aventuras. 

Pepina  era  una  joven  tan  bella  como  vanidosa,  de  limitado  talento  y de  un 
carácter  tan  impresionable  como  voluble.  En  fin,  era  el  tipo  de  la  mujer  veleta. 

Se  enamoró  de  Eduardo  por  capricho,  y este  se  dejó  querer  por  conveniencia. 
No  tardó  en  comprender  á aquella  mujer,  con  su  volubilidad,  sus  debilidades  y sus 
ímpetus  nerviosos,  que  sabia  disfrazar  de  arranques  sentimentales. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


335 


Hablan  ciertas  mujeres  de  pasión...  de  amor...  y hablan  alguna  vez  sóida- 
mente, como  si  amasen  de  veras,  como  si  de  veras  padecieran,  y hasta  creen  amar 
y creen  sufrir...  ¡Criaturas  linfáticas  y flexibles  que  tan  fácilmente  se  conquistan 
como  se  pierden ! 

Pepina  no  era  un  tipo  ideal,  pero  era  joven,  era  bella,  era  elegante,  y á los 
veinte  y un  años  fácilmente  se  olvida  el  idealismo  delante  de  semejante  realidad. 
Ella  le  hizo  tales  confidencias  de  lo  que  padecia  en  su  interior,  dióle  tales  segu- 
ridades de  su  amor  é inquebrantable  fidelidad,  que  fuera  de  sí  Eduardo,  al  besar 
por  entre  los  hierros  de  la  reja  su  blanca  mano  repetidas  veces,  y novicio  en  el 
amor,  se  dejó  llevar  de  su  pasión  prometiéndole  eterna  correspondencia  y conso- 
lándola por  completo  de  sus  penas  amorosas. 

Aquella  noche,  al  regresar  á casa,  embriagado  de  esperanzas  y deseos,  contó- 
me su  felicidad,  de  la  cual  yo  me  reía,  dándole  por  única  contestación: 

— ¡Adelante,  amigo  mió!  ¡Adelante!... 

El  pobre  pasó  toda  la  noche  agitado,  sin  poder  cerrar  los  ojos. 

«Quella  notte  in  sulle  piume 
Píen  d‘  amore  non  dormí.» 

A la  mañana  siguiente  fue  á ver  á Pepina,  y aprovechando  un  momento  en 
que  la  madre  conversaba  con  otras  personas  que  estaban  allí  de  visita,  instó  mi 
amigo  á la  primera  para  que  le  permitiese  por  la  noche,  cuando  fuera  á hablarla 
á la  reja  como  en  las  anteriores,  entrar  por  la  puerta  falsa  de  la  barbacana  en  el 
cuarto  bajo  de  su  casa,  pues  de  este  modo  no  correrían  peligro  de  ser  interrumpi- 
dos en  sus  amorosos  coloquios.  Tanto  instó,  tanto  rogó,  y tantas  fueron  las  pro- 
testas de  amor  de  Eduardo,  que  al  fin,  no  sin  ruborizarse,  cedió  la  niña,  á condi- 
ción de  estar  presente  en  la  entrevista  la  doncella  de  la  casa. 

Llegó  la  hora  convenida.  Apénas  mi  amigo  habia  con  ligero  traspié  llegado 
frente  la  reja,  cuando  se  abrió  por  la  inteligenciada  fámula  la  puerta  que  daba 
salida  á la  solitaria  muralla. 

Cuando  lleno  de  entusiasmo  se  arrojaba  mi  amigo  á los  piés  de  la  bella  Pepi- 
na, y puesto  de  rodillas  cubría  de  besos  su  blanca  mano  en  muestra  de  ardiente 
amor  y gratitud,  cuando  después  de  levantado  la  estrechaba  entre  sus  brazos,  é 
imprimia  el  primer  ósculo  de  amor  en  su  rosada  mejilla,  entra  de  repente  la  vieja 
madre,  que  indudablemente  estaría  de  acuerdo  con  la  hija,  y aparentando  estre- 
mado  enojo,  reprende  con  severo  acento  y hasta  golpea  á Pepina,  y en  seguida, 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


volviéndose  á Eduardo,  lo  llena  de  improperios  no  sin  echarle  en  cara,  al  arrojar- 
le de  su  casa,  su  bastardo  procedimiento  con  una  familia  que  le  habia  abierto  las 
puertas  del  bogar  y dispensado  toda  clase  de  consideraciones. 

A los  dos  dias  de  semejante  ocurrencia,  por  encargo  que  dirigió  á Eduardo  la 
misma  madre  de  Pepina,  fué  aquel  á verla.  Recibióle  la  ladina  viuda  con  mucho 
agasajo,  manifestándole  con  notable  calma,  que  después  de  lo  que  habia  pasado 
con  su  hija  deseaba  saber  cuáles  eran  sus  intenciones.  Eduardo  permanecía  silen- 
cioso acariciando  las  borlas  del  manteo,  y buscando  la  manera  de  escaparse  por 
la  tangente.  Sabia  por  la  doncella  confidenta  de  Pepina,  á la  cual  hizo  cantar 
mediante  algunas  monedas,  los  antecedentes  di  quella  rea  madre,  que  habia  con- 
certado con  la  bija,  que  por  cierto  no  era  novata  en  amores,  la  sorpresa  de  las  dos 
noches  anteriores,  para  pescarle  en  las  redes  de  la  dulce  pero  onerosa  coyunda  de 
himeneo.  Solo  contestaba  á las  repetidas  instancias  de  la  madre  con  las  truncadas 
frases  de: 

— ¡Usted  me  honra  demasiado!...  Yo  no  soy  digno  de  la  mano  de  su  hija... 
Soy  muy  joven  para  casado...  Carezco  de  posición...  y...  mis  padres  no  consenti- 
rian...  carezco  de  fortuna. 

A esto  replicaba  la  madre,  que,  con  un  dote  de  diez  á doce  mil  libras  que  ten- 
dida su  hija,  bien  se  podrian  soportar  las  cargas  matrimoniales.  Mas  ¡ni  por  esas! 
El  pez  no  quiso  picar  el  cebo,  á pesar  de  los  esfuerzos  de  la  ladina  viuda.  Eduar- 
do no  salió  de  sus  monosílabos,  de  sus  fingidas  toses,  y de  su  firme  negativa, 
mostrándose  mas  duro  que  un  escollo.  Visto  lo  cual,  levantóse  de  repente  la  des- 
pechada señora,  y mostrándole  con  la  mano  la  puerta  del  aposento,  le  dijo: 

— ¡Jamás  hubiera  podido  imaginar  que  desmintiera  usted  los  nobles  senti- 
mientos de  caballería,  á la  cual  pertenece  su  familia  !... 

Y como  quiera  que  Eduardo  no  aguardaba  mas  que  aquel  momento  para  salirse 
de  tanto  apuro,  levantóse,  tomó  el  sombrero  y saludándola,  contestóle  sonriendo: 

— Yo,  señora,  nunca  he  sido  del  arma  de  caballería,  puesto  que  basta  el  pre- 
sente he  pertenecido  á las  filas  de  los  estudiantes  de  infantería. 

Y al  cerrar  tras  sí  la  puerta  oyó  los  gritos  de  la  vieja  que  bufaba  de  enojo  y 
el  llanto  de  la  coqueta  hija  tan  á tiempo  castigada. 

Ya  no  se  habló  mas  de  semejante  aventura,  pues  á los  pocos  dias  Eduardo  y 
yo  debíamos  recibir,  como  otros  varios  compañeros,  la  investidura  de  licenciado 
en  leyes.  En  el  ínterin  nos  entregamos  dia  y noche  al  repaso  de  las  asignaturas 
que  habíamos  cursado  durante  toda  la  carrera. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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El  clia  en  que  el  estudiante  terminaba  sus  estudios,  el  dia  en  que  se  despojaba 
del  manteo  y la  sotana,  y arrojaba  su  tricúspide,  era  indudablemente  el  mas  feliz 
de  su  vida.  El  escolar  de  Cervera  daba  con  fruición  el  eterno  ¡adiós!  á la  ciudad 
del  frió,  de  las  nieblas,  de  las  escarchas  y los  hielos.  A la  ciudad  en  que  después 
de  haber  sufrido  siete  años  de  destierro,  parecíale  que  recobraba  la  perdida  liber- 
tad. Desde  aquel  dia  ya  nadie  tenia  derecho  para  dirigir  pregunta  alguna  escolás- 
tica al  nuevo  graduado.  En  adelante  va  á ser  todo  un  abogado;  el  hombre  de  la  ley 
que  hará  oir  su  voz  en  los  tribunales,  en  defensa  del  honor  y de  los  intereses  de 
las  familias  y de  la  vida  de  mas  de  un  desgraciado  criminal.  Inmarcesible  gloria 
y prez  le  aguarda  al  novel  abogado,  si  tiene  la  dicha  de  obtener  por  su  talento  ó 
por  su  suerte  numerosa  clientela.  De  no,  habrá  adquirido  un  título  universitario 
para  perecer  con  él  en  la  miseria,  á no  ser  que  haciéndose  esclavo  de  la  política, 
alcance,  como  muchos,  ser  empleado  mamón  del  presupuesto  del  Estado. 


CUADRO  DE  COSTUMBRES  POPULARES 


por  D.  Juan  García  Luque. 


I 


DE  LOS  PERSONAJES  DE  ESTA  ACCION,  QUE  HEMOS  DE  LLAMAR  HEROICA 


v 


inta,  Sota,  Reyes  y Monte,  venían  á ser  cuatro  caballeros, 
mejorando  los  presentes,  como  que  lo  eran  de  industria,  ó 
sea  caballeros  de  á pié,  por  no  decir  perdidos;  y Espada  y 
Gallo  no  venían  á ser  tampoco  muy  ganados  ni  granados, 
aunque  sí  caballeros  de  la  misma  orden. 

Diclio  se  está  que  ambos  á cuatro,  mas  dos,  eran  seis 
pillos,  y añadiremos  que  ejercían,  digámoslo  así,  en  esta  villa  y cór- 
te, y con  provecho  y honra,  digámoslo  así  también:  sino  que  la  hon- 
ra y el  provecho  de  esta  figura,  es  de  la  misma  figura,  y siendo  de 
ella  no  era  de  nuestros  personajes,  ó vuestros,  si  los  queréis. 

El  señor  Gallo  era  el  mas  afortunado  de  todos,  y con  todo  eso, 
mas  parecía  gallina  y clueca,  por  lo  sucio  y desplumado,  adjetivo 
que,  aplicado  á un  tahúr,  vale  por  descuartizado . 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


339 


Y ya  pareció  aquello,  como  si  dijéramos:  ¡Juego!...  con  cuya  clave  podéis 
ya  abrir  la  timba,  donde  los  vereis  siempre  alrededor  del  tapete. 

Eran  seis  puntos:  pero  en  esta  ortografía,  el  punto  vale  mucho  menos  que  la 
coma:  la  coma  es  el  banquero  de  enero  á enero. 

El  punto  Gallo,  no  había  sido  nunca  coma;  pero  fué  muchas  veces,  eso  sí,  un 
honrado  padre  de  familia,  ó capitán  indefinido,  ó empleado  cesante,  según  él  así 
lo  aseguraba,  en  voz  doliente  para  implorar  caridad,  arbitrando  así  recursos  que 
venían  á ser  muy  luego  ¡mes tas  á la  mayor  de  su  fatal  apellido. 

Los  otros  sus  comilitones,  no  habían  sido  nunca  cesantes  de  tanta  y tal  cate- 
goría. 

Sota  y Reyes,  Monte  y Espada,  solo  dejaban  de  ser  puntos  para  ser  enterra- 
dores, seudopuntos,  ó puntos  falsos  que  levantan  los  muertos  de  la  timba  y...  los 
entierran . 

Tales  eran  los  seis  caballeros,  (mejorando  siempre  los  presentes)  amigos  ínti- 
mos (por  supuesto)  por  la  fuerza  de  las  simpatías,  menos  cuando  apuntaban  en 
contra,  que  entonces  necesaria  y fatalmente  habían  de  ser  íntimos  enemigos,  ó 
unos  caballos  y otros  sotas  por  la  fuerza  de  las  antipatías. 

Con  eso  y todo,  siempre  flotaba  encima  del  enhiesto  Monte,  como  una  blanca 
nube  un  poco  sucia,  un  espíritu  de  absorbente  unidad,  que  conservaba  el  carác- 
ter haciéndolos  á todos  caballeros...  de  industria. 

II 

TRÁTASE  DE  COSAS  BUENAS  Y MALAS  Á GUSTO  DEL  CONSUMIDOR  Ó CONSUMIDORA 

El  señor  don  Juan  del  Monte,  uno  de  nuestros  seis  amigos  íntimos,  (en  este 
cuento,  se  entiende)  había  ya  venido  á la  última  miseria;  había  empleado  ya  toda 
su  puntuación  ortográfica,  sin  ver  venir  en  seis  meses  mas  carta  que  la  contraria; 
liabia  sido  expulsado  del  monte  á la  llanura,  harto  de  leña  y sin  ella  por  amigo 
de  hacerla  en  lo  vedado;  no  sabia  como  Gallo  ser  empleado  cesante,  había  impor- 
tunado á todos  sus  conocidos,  y nadie  lo  conocía,  ya;  después  de  medio  año  de 
huésped  petardista,  no  tenia  ya  literalmente  donde  caerse  muerto,  y en  tal  apuro 
fué  á caer  vivo . . . 

No  sabemos  donde  diablos  fué  á caer;  el  caso  es  que  cayó. 

Pero  se  levantó  el  dia  siguiente  con  botas,  que  no  tenia,  con  sombrero,  que 


340 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


no  tenia,  como  quiera  que  él  siempre  se  cobijó  con  gorra,  y basta  con  capa,  que 
tampoco  tenia,  bien  que  siempre  la  tuviera,  pero  mucho  mas  allá  de  Peñaranda . 

Hallado  así  ya,  vino  á perderse  de  nuevo;  pero  no  hay  que  sentirlo  porque 
dentro  de  dos  ó tres  meses  lo  encontraremos. 

En  efecto,  no  contemos  los  dias.  Figuraos  que  ya  han  pasado  los  dos  meses  ó 
tres. 

El  amigo  Pinta,  que  á la  sazón  ó desazón  estaba,  y tenia  motivos  para  estar 
desesperado,  pasaba  por  una  de  las  travesías  de  la  calle  Ancha,  y según  pasaba, 
iba  mirando  á los  balcones,  como  si  buscara  algo. 

Quizás  fuera  buscando  el  rótulo  de  un  prestamista,  aunque  la  verdad  sea  di- 
cha, no  sabemos  qué  diablos  habia  de  empeñar  mas,  quien  ni  su  misma  entidad 
tenia  desempeñada. 

Pero  es  el  caso,  que  miraba  á los  balcones,  y mirando,  mirando,  vió  el  mas 
simpático  de  los  anuncios,  como  que  en  tamañas  letras  comenzaba  diciendo: 

MOOTE 

Pinta,  que  como  tahúr  de  larga  vista,  vió  ya  venir  la  idem,  dió  unos  pasos  á 
la  siniestra  mano,  á la  que  estaba  la  casa  del  feliz  anuncio;  solo  que  no  llevando 
cosa  de  hierro  consigo,  hubo  de  detenerse  con  pesar  al  pié  del  Monte. 

Pero  habiendo  estrechado  así  ya  la  distancia,  pudo  muy  bien  leer  el  resto  del 
anuncio,  que  en  mas  pequeñas  ó menos  grandes  letras,  continuaba  diciendo: 

ACOMODADOR  ESPECIALISTA 

(¡Sic!) 

— ¡Hombre! — exclamó  Pinta  contemplando  como  estático  aquella  especiali- 
dad.— ¿Qué  especialista  será  este? — se  preguntaba  con  sumo  interés. — Este  Mon- 
te no  es  un  monte ; es...  un  acomodador.  ¡A propósito! — añadió  mirándose  el  indi- 
viduo, por  demás  descuartizado . 

— Que  me  acomode,  aunque  sea  de  galopin  en  una  cocina  de  casa  grande. 

Y esto  diciendo,  enderezó  resueltamente  á la  casa,  y tomando  las  escaleras, 
muy  luego  se  vió  en  presencia  del  especialista . 

— ¡ Monte ! 

— ¡ Pinta ! 

Dijeron  y se  abrazaron. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


341 


Después  de  este  fraternal  saludo,  y sentados  téte  á tete  en  sendas  butacas  de 
raso,  digámoslo  así,  por  lo  raidas,  entablaron  el  subsiguiente  coloquio. 

— ¿Qué  es  de  tu  vida,  amigo  Monte? 

— Voy  pasando,  amigo  Pinta. 

— Dichoso  mil  veces  tú:  yo,  hijo  mió,  no  paso  ya  en  ninguna  parte,  bien  que 
tenga,  como  sabes,  todos  los  quilates  de  una  moneda  de  ley.  ¿Y  cómo  diablos  pasas? 
— ¡ Pshé ! Acomodando. 

— ¡Pues  acomódame! 

— De  menos  nos  hizo  Dios,  que  nos  hizo  de  tierra. 

— De  lodo  nos  hizo, — corrigió  oportunamente  Pinta. 

— De  lodo  ó de  tierra,  el  caso  es  que  yo  suelo  hacer  la  fortuna  del  prójimo,  y 
aun  de  la  prójima,  con  solo  tomar  nota  individual  en  mi  diario,  y exhibir  opor- 
tunamente esos  datos  ó circunstancias  personales. 

— Pues  escribe,  escribe, — dijo  Pinta  ofreciéndole  la  pluma. 

— Tienes  que  jiagar  derechos. 

— Hombre,  cuando  me  sirvas. 

— Yo  empiezo  á servirte  ya. 

— Bien,  cuando  me  acomodes. 

— Entonces  se  paga  aquí  la  media  annata. 

— Todo  se  pagará,  hombre;  mi  firma  responde. 

— Pues  firma. 

Y Monte  le  dió  un  pequeño  impreso  que  encabezaba  así: 

Agencia  de  Matrimonios 

Y debajo  campeaba  como  lema  esta  trilogía: 

Eficacia , Moralidad , Reserva 

— ¡Hola!  ¡Hola! — exclamó  Pinta. — Ahora  comprendo  tu  título  de  especialis- 
ta. Y ahora  es  cuando  confío  en  que  me  acomodes  ventajosamente. 

— Conque  quieres  casarte,  ¿eh? — preguntó  el  casamentero. 

— Aunque  sea  con  la  mujer  de  Satanás. 

— ¡Cuidado! — advirtió  Monte,  interrumpiendo  al  pretendiente. — El  primer 
mote  del  lema  de  esta  casa-modelo,  es  la  moralidad, 

TOMO  I,  43 


342 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


— Es  el  segundo, — repuso  Pinta,  indicándole  el  lema  escrito  en  todos  los  libros  y 
documentos,  puertas  y ventanas,  y en  que  la  eficacia  estaba  antes  que  la  moralidad . 

— Eso  es  gusto...  literario, — replicó  el  especialista; — pero  en  el  fondo  resalta, 
antes  que  todo,  la  moralidad.  Y no  tiene  nada  de  moral  eso  de  desear  la  mujer 
del  prójimo,  porque  la  mujer  de  Satanás  está  casada,  y en  tal  oficina  no  se  apa- 
drina cosa  de  bigamia.  Solteras  hay  demás  de  quien  enamorarse. 

— En  buenhora,  señor  especialista,  ó señor  vicario,  si  queréis;  yo  soy  también 
muy  moral,  y solo  deseo  lo  lícito.  Cásame,  pues,  con  la  bija  mayor  de  Satanás, 
con  tal  que  aporte  al  conyugio  algo  dorado,  aunque  sea  á fuego. 

— Los  cuernos  de  su  papá,  sin  duda. 

— Vengan,  como  sean  de  oro. 

— Dorado  á fuego,  ¿eli? 

—Sí. 

— Pues  oye  y elige. 

á el  acomodador  especialista  abrió  su  diario,  que  en  casos  solemnes  llamaba 
el  libro  mayor,  y fué  á leer  sus  concienzudos  asientos,  ó sean  los  datos  personales 
de  las  amables  inscritas;  pero  el  codicioso  pretendiente  se  echó  encima  del  libro, 
y estorbó  esta  detallada  y sabrosísima  función. 

Mas  no  lia  de  estorbarnos  á nosotros  el  registro  de  un  libro  tan  curioso,  que 
lo  liemos  de  hacer  aquí,  sin  pasar  mas  adelante,  por  dar  gusto  á nuestros  lectores 
y lectoras. 

Advertimos,  empero,  que  aquella  famosa  agencia  tan  eficaz,  moral  y reserva- 
da, no  existe  en  la  actualidad.  Lo  advertimos  para  evitar  pasos  en  balde. 

El  libro  diario  ó mayor  del  especialista,  era,  en  efecto,  un  espécimen  en  el 
género  agencial.  Todas  sus  páginas  tenian  en  letras  gordas  el  título  de  la  especu- 
lación, ó sea  la  razón  social,  y en  letras  menores,  como  ideológicamente  debían 
ser,  la  moralidad  y demás  palabras  sacramentales  del  insigne  lema. 

Después  seguian  por  conceptos  las  casillas  de  que  estaban  llenas  correlativa- 
mente cada  dos  páginas  fronteras,  con  este  encabezamiento: 

Nombres  de  las  futuras. — Edad. — Estado. — Categoría. — Nombres  de  los  gua- 
ches ó tios . — Habitación . — Señas . — Observaciones . 

Para  comprender  la  exactitud  de  esta  filiación  universal,  no  hay  mas  que  lle- 
nar estas  casillas,  copiando  solo  un  artículo  del  famoso  mayor,  bien  que  hayamos 
de  ver  funcionar  el  especialista,  aunque  sea  por  digresión,  sino  hallamos  otro  re- 


curso mas  á mano. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


343 


Hé  aquí  el  tratado  textual : 

Doña  Angela  Perez  Rubio. — 39  años. — 140.000  reales  en  plata. — Doña  Luisa, 
lia. — Calle  de  Hortaleza,  270,  3." — Estatura  regular,  color  moreno,  pelo  poco,  cejas 
al  pelo,  boca  grande,  nariz  á la  boca,  ojos  saltones,  cuello  de  cisne,  pecho  caní- 
vero,  manos  de  cabritilla,  conjunto  pasable. — Señas  particulares:  un  lunar  en 
salva  la  parte. 

Y cierra  esta  especie  de  biografía  la  siguiente  observación,  por  demás  carac- 
terística: 

«Esta  señora  tiene  dos  hijos  de  distintos  matrimonios,  según  informes  postumos 
y fidedignos  de  mi  especialidad;  pero  puede  decir  que  es  libre  para  contraer  ter- 
ceras nupcias,  máxime  cuando  nadie  puede  decir  nada  contra  su  envidiable  repu- 
tación de  reales  vellón,  7.000  duros  en  plata.  Mas  informes  el  zapatero  del  portal.» 

Nota  (que  hay  también  su  nota,  y muy  oportuna  por  cierto).  «Pagó  los  20  rea- 
les vellón  de  inscripción  moral  y reservada,  quedando  obligada  á la  media  annata, 
caso  de  reincidencia  legítima.» 

Ahora  bien;  dejemos  aquí  el  registro,  que  es  bastante,  y volvamos  á lo  que 
atrás  quedó  pendiente. 


III 


DONDE  CONTINÚAN  LAS  ISMAS  COSAS  BUENAS  Y MALAS 

Pinta  se  echó,  como  dijimos,  sobre  el  libro  matrimonial,  y tomándole  la  pa- 
labra, ó sea  la  lectura,  al  famoso  especialista,  leyó  como  de  una  vez  los  múltiples 
epígrafes;  pero  despreciándolos  todos,  hubo  de  fijar  su  codiciosa  atención  en  la 
casilla  encabezada  con  esta  filosófica  y trascendental  palabra:  Categoría. 

Y fué  leyendo,  ó mejor  dicho  devorando,  columna  abajo,  motes: 

— Diez  mil,  quince  mil,  ocho  mil,  veinte  mil,  siete  mil,  treinta  mil,  doce  mil, 
cincuenta  mil,  diez  y ocho  mil,  sesenta  mil,  siete  mil,  noventa  mil,  diez  mil. 
ciento  cuarenta  mil,  (reales,  por  supuesto). 

— ¡Esta,  esta! — exclamó  fuera  de  sí. — ¡Esta  es  mi  mujer! 

En  efecto,  era  el  mote  mayor. 

— A ver  si  te  acomodan  sus  circunstancias, — dijo  el  acomodador. 

— ¡Siete  mil  duros!  Desde  luego  me  acomodan,  no  habiendo  en  tu  libro  de 
oro  otra  futura  de  mas  categoría,— contestó  Pinta. 


344 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


— Es  la  j punta  mayor,  la  banquera  de  este  monte,  como  si  dijéramos. 

— Pues  copo. 

4 Pinta  dobló  la  carta,  ó sea  la  página,  Paciendo  con  la  uña  una  señal  en  el 
mote . 

— Moralidad  ante  todo, — dijo  el  especialista. — Oye  sus  circunstancias  perso- 
nales. 

— ¿Para  qué?  Las  presumo,  las  adivino,  las  sé  positivamente;  esa  señora  es  un 
ángel. 

— En  efecto,  pero  caido. 

— Yo, — dijo  el  pretendiente  golpeándose  el  pecho  con  un  entusiasmo  digno  en 
verdad  de  mejor  causa, — yo  lo  levantaré. 

— Pues  yo, — repuso  el  otro, — cumpliendo  con  mi  deber  de  moralidad  y reser- 
va, lie  de  leerte  este  asiento,  aunque  tú  te  tapes  los  oidos. 

YT  el  especialista  comenzó  á leer: 

; — Doña  Angela... 

— ¿No  lo  dije? — interrumpió  el  pretendiente. — Es  un  ángel. 

— Sí,  femenino;  Perez  y Rubio. 

— ¡ Rubia ! 

— Rubio,  hombre,  Rubio,  masculino. 

— ¿En  qué  quedamos? 

— En  que  tu  rubia  es  algo  cobriza. 

— Precisamente,  ¡cómo  que  tiene  tanta  calderilla!... 

— Plata  es  lo  que  tiene. 

— Entonces  es  blanquísima  como  un  peso  duro. 

— Como  tú  quieras, — dijo  el  acomodador. 

Y siguió  leyendo  su  asiento  hasta  las  señas  particulares. 

— ¡Mia,  mia! — repitió  el  tahúr  de  Pinta,  con  toda  la  satisfacción  del  que  se 
apropia  la  banca. 

Y añadió  con  tono  de  convicción: 

— ¿Quién  puede  poner  tacha  á una  reputación  tan  bien  sentada?  Mia,  mia,  mia. 

— Poco  á poco, — objetó  el  acomodador  matrimonial; — falta  ahora  que  tú  le 
acomodes  á ella. 

— ¡Vaya  si  le  acomodaré! 

— No  confies  tanto,  buen  mozo,  que  yo  quise  acomodarle  antes  que  nadie,  con 
mi  derecho  de  prioridad  especia  lis  la,  y ella  me  dijo... 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


345 


—¿Qué? 

— ¡Un  absurdo...  que  no  le  acomodaba  todo  este  acomodador! 

— Y dijo  muy  bien;  hay  presentimientos,  y ella  me  presentía  á mí.  Después 
de  todo,  amigo  especial  ó especialista,  si  quieres,  tú  eres  una  entidad  meramente 
objetiva,  mientras  yo. . . 

Y Pinta  se  sonrió,  poniéndose  todo  lo  hermoso  que  le  es  permitido  á un  feo. 

Después  de  esta  breve  pausa,  continuó  en  el  mismo  tono: 

— Mientras  yo  soy  un  sugeto  del  tenor  siguiente. 

Y el  tahúr  endilgó  su  biografía  físico-moral,  que  el  acomodador  fué  acomo- 
dando por  conceptos  ó casillas  en  su  libro  celebérrimo,  dividido  en  dos  partes  ó se- 
xos, textualmente. 

Y por  Dios  que  el  asiento  hubo  de  quedar  como  de  perlas  bajo  la  redacción 
del  modesto  interesado,  con  sus  veinte  y cinco  años  (poco  mas  ó menos),  su  cate- 
goría de  caballero,  bien  que  omitiera  la  orden,  ó sea  la  industria,  su  habitación 
en  la  calle  del  Gato,  su  conjunto  de  buen  mozo,  aunque  algo  moreno,  circunstan- 
cia simpática  que  subrayó  el  especialista,  y sus  señas  particulares  de  una  graciosa 
berruga,  lunar,  digámoslo  así,  también  en  salva  la  parte. 

— Pues  mañana  sabrás  el  resultado, — dijo  el  acomodador,  cerrando  ya  su  li- 
bro de  ambos  sexos. 

— ¡Mañana! — exclamó  el  impaciente  futuro. — ¿Y  por  qué  no  es  hoy  mismo. 

— Porque  tengo  mucho  quehacer  ahora. 

— ¡Hacer  es  esto,  señor  especialista! 

— Sí,  pero... 

— No  admito  pero;  es  manzana.  Corre,  vé  y dile... 

— No  puede  ser  ahora,  hombre 

— ¿No?  \ entonces,  ¿dónde  diablos  está  la  eficacia  adjunta  á tu  moralidad  y 
reserva? 

— ¡Aquí  está! 

Y el  acomodador  se  indicó  la  frente. 

— En  los  piés  ha  de  estar, — dijo  Pinta. — Corre,  véydile... 

— ¡Dale  bola!  Ni  corro,  ni  voy,  ni  le  digo  nada  hasta  que  cierre  la  oficina. 

— Pues  ciérrala,  hombre,  ciérrala. 

— Los  estatutos  me  lo  prohíben  hasta  la  hora  señalada,  porque  pudiera  venir 
en  valde  alguna  futura,  y perder  yo  la  inscripción  ó la  media  annata,  lo  cual  se- 
ria un  cargo  de  conciencia  para  un  especialista  de  mi  moralidad. 


346 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


— Pues  úrgeme  sobre  manera  casarme,  antes  boj  que  mañana,  no  sea  queme 
soplen  la  dama  y...  Dame  las  señas  de  su  casa,  iré  yo  allá. 

— De  ningún  modo,  porque  perdiera  yo  las  albricias  ó sea  vulgarmente  la  pro- 
pina, en  el  caso  de  que  fueras  aceptable. 

— Aulveré  luego  para  acompañarte. 

— Tampoco.  La  primera  condición  de  esta  agencia  es  la  reserva. 

— Es  la  tercera. 

— Bien,  la  tercera  es  primera,  después  de  la  primera  y la  segunda. 

— ¡Conque  no  bay  remedio! — exclamó  Pinta  con  despecho. — ¡Con  que  be 
de  esperar  á mañana  para  casarme  con  esa  plata!  ¿Y  dónde  diablos  almorzaré  esta 
nocbe? 

— Si  esa  es  tu  prisa, — dijo  el  amigo  especial  ó especialista, — vente  esta  no- 
cbe á comer  conmigo. 

— ¿Y  podré  entonces  saber  el  resultado  de  tus  eficacísimas,  reservadas  y mo- 
rales diligencias? 

— Si  vienes  tarde,  sí. 

— ¡Vaya  un  conflicto! — exclamó  Pinta  bostezando  de  fiambre. — Pero  calle 
el  fiambre, — añadió  como  entusiasmado, — calle  el  fiambre  ante  el  amor...  El  amor 
es...  ¡Siete  mil  duros  en  plata!  ¡Olí!  Tarde,  tarde,  vendré. 

— No  vayas  tampoco  á venir  á media  nocbe. 

— No,  al  oscurecer. 

Y Pinta  se  despidió  del  especialista  paraninfo,  no  sin  repetirle  en  recomenda- 
ción sus  señas  generales  y particulares,  diciendo  chusca  y formalmente  á la  vez: 

— Buen  mozo,  veinte  y cinco  años,  caballero  de  la  orden  de... 

I'V 


DE  SEIS  MATRIMONIOS  FELICES 

Si  tuviéramos  el  tiempo  y espacio  necesario  para  narrar  detalladamente  la  his- 
toria de  esta  que  fiemos  de  llamar  menguada  luna  de  miel,  habíamos  de  dar  un 
buen  rato  á nuestros  lectores;  pero  nos  falta  eso,  y pasamos  desde  luego  al  asunto 
principal,  diciendo  que  solo  nuestros  seis  caballeros,  incluso  el  acomodador,  hu- 
bieron de  acomodarse  en  un  mes  con  otras  tantas  damas,  pasadas,  digámoslo  así, 
por  el  oficio  espinal  del  especialista. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


347 


No  liemos  de  omitir  tampoco,  porque  esta  circunstancia  es  capital,  que  con 
tantos  miles  de  reales  y aun  duros  por  categoría,  las  futuras,  ya  presentes,  hu- 
bieron de  dar  gato  por  liebre  á sus  amantes,  pues  salvo  Reyes,  que  sacó  quinien- 
tos duros  de  dote,  los  demás,  hasta  el  mismo  acomodador,  apénas  pudieron  sacar 
para  los  gastos  de  sus  bodas. 

— ¿Pues  y tu  categoría  de  reales  vellón  tantos  y cuantos? — preguntaba  cada 
cual  á su  desnuda  costilla. 

— En  el  libro, — contestaban  simplemente  las  esposas. 

— ¡En  el  libro!  ¿Y  cómo  no  está  en  el  cofre? 

— Porque  hacia  mas  gracia  allí. 

— ¡Voto  á la  sota  de  oros! 

Y todo  se  volvia  un  as  ó haz  de  bastos  ó de  leña. 

— Nos  lias  engañado,  amigo  Monte,  con  tu  moralidad,  reserva  y eficacia, — 
decian  luego  al  especialista  sus  dignosos  codignos  compañeros. 

— Es  verdad, — contestaba  pesarosamente  el  aludido; — pero  debeis  salvar  si- 
quiera mi  moralidad,  puesto  que  yo  también  me  he  engañado  á mí  mismo  con 
toda  la  reserva  y eficacia  de  mi  oficio. 

Todo,  sin  embargo,  puede  arreglarse, — añadió  después  de  un  rato  de  silen- 
cio, turbado  apénas  por  alguna  que  otra  maldición. 

— Si  que  puede, — añadieron  los  otros, — proclamando  desde  ahora  nuestra  an- 
tigua libertad. 

— Nada  de  eso;  somos  ya  hombres  de  estado,  y hay  que  conservarlo  por  de- 
coro de  nuestros  destinos. 

— ¿Qué  destinos?  ¡Mal  hayas  tú  y la  ralea  de  acomodadores! 

Y Monte  dió  á cada  cual  el  suyo  en  el  desenvolvimiento  de  un  magnífico  plan, 
que  todos  aprobaron. 

Lo  que  fuere  sonará  en  el  capítulo  siguiente. 

V 

DONDE  SE  VERÁ  QUE  EL  CRÉDITO  SIGUE  Á LA  MORALIDAD 

A los  quince  dias  de  esta  sesión,  á que  siguieron  otras  ordinarias  y extraordi- 
narias, circulaba  por  la  córte,  impreso  en  letras  de  molde,  el  siguiente  programa, 
anuncio  ó manifiesto: 


348 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


EL  LOTOSÍ 

SOCIEDAD  DE  CRÉDITO,  Ó SEA  CAJA  UNIVERSAL  Y SEGURA  PARA  RECIBIR  LOS 

AHORROS  DE  TODO  EL  MUNDO 

Interés  fijo  en  un  25  'por  100  anual. 

200.000.000  de  reales  garantizan  las  operaciones  de  la  Sociedad. 

CONSEJO  ÍNTIMO 

DIRECTOR  GENERAL: 

Excmo.  Sr.  D.  Juan  del  Monte,  alto  empleado  cesante  y propietario. 

DIRECTOR  ADJUNTO! 

Excmo.  Sr.  D.  Fulano  de  la  Pinta,  caballero  de  la  Orden  de  la  Montera  y 
propietario. 

tesorero: 

Don  Fulano  de  los  Reyes,  propietario. 

vocales: 

limo.  Sr.  D.  Fulanito  del  Gallo,  propietario, 
limo.  Sr.  1).  Zutano  de  la  Sota,  propietario, 
limo.  Sr.  1).  Mengano  de  la  Espada,  propietario, 
limo.  Sr.  D.  Perengano  del  Albur,  propietario. 

ABOGADO  CONSULTOR: 

Dr.  1).  Fulano  de  la  Trastienda. 

Seguia  á esta  ilustrísima  y aun  excelentísima  lista  de  propietarios  (caballeros 
todos  de  la  Montera),  una  explicación  retórica  del  objeto  de  la  sociedad,  y á la 
explicación  una  prueba  matemática  del  interés  de  25  por  100  ganancia  fija  y aun 
garantizada  con  los  200.000.000  reales  vellón,  que  venian  á representar  las  di- 
chosas dotes  conyugales,  en  esta  forma  y proporción: 


La  de  Reyes 10.000 

La  de  Pinta 8.000 

La  de  Gallo 6.000 

La  de  Sota 5.000 

La  de  Espada 4.000 

La  de  Monte 2.500 

Total 35.500 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


349 


Esta  cantidad  no  era  tampoco  la  garantía,  pues  solo  aprontó  al  negocio  cada 
uno  500  reales  para  montarlo  decorosamente,  digámoslo  así. 

En  cambio  lié  aquí  la  nómina  de  sueldos: 


Director  general 50.000 

Director  adjunto 40.000 

Tesorero 30.000 

Vocales  á 24.000 96.000 

Abogado  consultor 30.000 

Total 246.000 


Y cuenta  que  ni  el  primer  mes  dejaron  de  cobrar  sus  respectivos  sueldos. 

¿De  dónde  diablos  salían  estas  misas? 

De  la  caja  social,  que  con  el  atractivo  del  25  por  100  de  interés  fijo  y garan- 
tizado por  tantos  millones,  el  mes  primero  de  gestión  tenia  en  su  fondo  600.000  rea- 
les efectivos  de  imposición;  efectivos  no,  pero  sí  garantizados,  que  es  lo  mismo  ó 
mejor. 

— ¡ Qué  barbaridad! — diréis. 

Lo  es,  en  efecto:  pero  en  el  orden  de  los  hechos  hay  estas  barbaridades. 

Y el  segundo  mes  había  ya  en  caja  2.000.000  de  reales  tan  efectivos  como  los 
otros. 

¡Qué  absurdo! 

Ciertamente;  pero  hay  absurdos  reales. 

Pues  en  esa  progresión,  ¿á  cuánto  ascenderían  en  cuatro  años  las  imposicio- 
nes de  los  incautos  en  la  honda  caja  de  El  Potosí? 

No  tuvo  El  Potosí  tanta  vida,  que  murió  á los  treinta  meses  de  un  ataque  de 
plétora  ó sea  quiebra. 

Pero  esto  pide  una  liquidación  aparte. 


DE  COMO  LA  CABRA  SIEMPRE  TIRA  AL  MONTE 


A los  dos  anos  y medio  de  gestión  decía  el  director  general  á su  cajero: 
— ¿Ha  hecho  usted  esa  liquidación,  señor  Reyes? 

TOMO  I.  44 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


- — Aquí  está,  señor  Monte. 

Rvn.  500.000.000 
. . 700.000.000 

. . 200.000.000 


Activo 

Pasivo 

Perdemos. 


— j Qué  desgracia ! 

— Todo  se  perdió,  menos  el  honor. 

— ¿Y  á cuánto  tocamos  de  pérdida? 

El  cajero  hizo  esta  operación  aritmética: 

— 200.000.000  : 8 = 25.000.000,  salvo  error  de  pluma. 

— Y ¿qué  haremos  en  tan  apurado  caso? 

— Declararnos  en  quiebra  legal,  puesto  que  todo  se  ha  perdido,  menos  el  ho- 
nor, y retirarnos  con  nuestras  pérdidas,  aun  cuando  sea... 

— Al  extranjero, — interrumpió  el  director. 

Y añadió  esta  graciosa  epifonema: 

— ¡ Cómo  ha  de  ser ! 

— Paciencia  y barajar, — dijo  el  otro,  como  para  redondear  el  pensamiento. 

— Cítese  al  Consejo  íntimo  y dése  cuenta  sin  perder  tiempo. 

— No  se  perderá  mas.  señor  director. 

VII 

DE  LO  QUE  ERA  EL  HONOR  DE  ESTA  SOCIEDAD  DE  CRÉDITO 

A los  ocho  dias  se  retiraban  con  sus  pérdidas,  camino  de  Francia,  todos  los  ín 
timos  de  El  Potosí,  resignados  con  su  suerte  y consolados  con  esta  reflexión  his- 
tórica: 

¡Tout  est  perdu,  hors,  V honneitr! 

Este  honor  era  el  dinero  de  los  incautos  imponentes. 


por  I).  Luis  Y.  Betancourt. 


onde  menos  se  piensa  salta  la  liebre,  anda  diciendo  el 
vulgo  hace  <jné  sé  yo  cuántos  años,  y tal  verdad  encierra 
esto,  que  de  seguida  voy  á demostrarlo  y va  el  lector  á 
quedar  convencido.  Es  el  caso,  que  larga  pieza  de  tiem- 
po túvome  sin  sosiego  el  hambre  de  escribir  un  artículo 
sobre  las  costumbres  de  esta  bendita  ciudad,  allá  por  la  época  en  que 
eran  mozos  los  padres  de  los  que  hoy  son  jóvenes;  empero,  como  yo 
no  hube  ocasión  de  ser  testigo  de  vista  de  lo  que  entonces  tenia  lugar, 
hé  aquí  el  por  qué  de  mis  correrías  por  esos  mundos,  en  busca  de  vie- 
jos y de  viejas  que  se  prestaran  á hacerme  relación  de  las  cosas  de  la 
Habana,  en  la  época  á que  me  refiero.  No  se  crea  que  en  mi  vuelo  observador 
haya  pretendido  remontarme  al  siglo  pasado;  antes  lo  que  me  viene  en  apetito  es 
el  tiempo  transcurrido  del  año  diez  al  cuarenta,  y á estas  tres  décadas  han  estado 
siempre  dirigidos  los  espejuelos  de  mi  observación. 

Empujado,  pues,  por  la  manía  de  sacar  trapillos  al  aire,  y ganoso,  como  digo, 


352 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


de  poner  cosas  viejas  á la  luz  del  sol,  dime  en  trabar  amistad  con  las  antigüeda- 
des, prefiriendo,  por  supuesto,  A las  hembras,  pues  no  se  me  olvida  que  las  muje- 
res todo  lo  recuerdan  y lo  cuentan  todo.  Entre  estas  tengo  por  amiga  á una  solte- 
rona, que  jamás  quiso  ilustrarme  sobre  lo  pasado,  porque  aun  que  yo  juraba  que 
ella  era  de  cincuenta  para  arriba,  nunca  se  dio  por  aludida,  y contestábame  que 
puesto  que  era  del  día,  ignoraba  el  contenido  de  la  pregunta.  Cien  veces  volvia  á 
la  carga,  y cien  veces  era  rechazado;  y tanto  se  defendió  el  enemigo,  que  ni  un 
adarme  de  esperanza  me  quedaba  ya  de  que  ella  confesase  la  demanda,  hasta  que 
una  noche 

Una  noche  estábame  de  visita  en  la  casa  de  mi  perseguida  solterona,  que  por 
mas  señas  se  llamaba  Ménica,  y hablábamos  del  frió,  del  calor,  de  los  transeún- 
tes, de  los  vecinos,  de  todo,  en  fin,  lo  que  la  gente  conversa,  cuando  no  tiene  so 
bre  qué  conversar;  y ya  me  iba  yo  durmiendo  de  puro  fastidiado,  cuando  vimos 
entrar  de  repente  á una  señora,  que  con  los  brazos  en  cruz  y la  cara  llena  de  risa, 
se  dirigia  hácia  donde  se  hallaba  Ménica.  Miróla  Ménica,  examinóla,  y: 

— ¡Mateita! 

— ¡Ménica ! 

Gritaron  ambas,  volviendo  á abrazarse  después  de  muchos  años  de  separación, 
en  que  cada  una  habia  andado  por  su  camino.  Abrazáronse,  como  digo,  besáron- 
se, volvieron  á abrazarse,  y se  arrellenaron  en  sus  sillones,  haciendo  abstracción 
completa  de  mi  personalidad,  y comenzando  á charlar  alegremente,  como  si  nada 
tuvieran  que  esconder,  inclusa  la  edad.  Yo  estaba  contentísimo  no  solo  viendo 
llegado  el  momento  en  que  se  iban  á realizar  mis  sueños,  sí  que  también  al  con- 
templar el  cuadro  peregrino  que  se  presentaba  á mi  vista.  Juntas  las  dos  eran  un 
motivo  de  estudio  para  el  escritor  de  tipos.  Era  la  Ménica  una  jamona  de  muy 
buenas  carnes,  alta  de  cuerpo,  y de  piel  fresca  y blanca.  Canas,  no  las  tenia,  no 
por  falta  de  comparecencia  en  tiempo  y forma,  como  la  de  aquellos  litigantes  á 
quienes  se  les  suele  acusar  la  rebeldía,  sino  que  como  venian  pintadas  de  negro, 
no  las  hubiera  conocido  ni  la  misma  que  las  llevaba  en  la  cabeza.  La  leche  cu- 
tánea se  habia  hecho  cargo  de  las  arrugas,  y de  la  cintura,  el  corsé.  Peinaba  á la 
moda;  á la  moda  vestía,  y aunque  por  la  mañana  aparentaba  tener  cuarenta  años 
y por  la  noche  treinta,  en  la  iglesia  de  la  Salud  la  fé  de  bautismo  rezaba  cin- 
cuenta; así  es  que  por  mas  que  se  untaba  cascarita  para  aparecer  blanca  y pomada 
para  aparecer  jé  ven,  no  era  jé  ven  blanca,  sino  vieja  verde.  De  Mateita  no  podia 
decirse  lo  mismo;  arrugada  como  chaqueta  de  muchacho,  mas  encorvada  que  ar- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


353 


bolillo  bajo  el  peso  del  lmracan,  y carcomida  y hecha  trizas  por  la  polilla  del 
tiempo,  podia  pasar  por  madre  de  Mónica,  aunque  ambas  eran  contemporáneas. 
Un  tuniquito  de  oían,  tan  corto  que  dejaba  ver  sus  piés  calzados  con  zapatos  de 
dril  negro  y una  manteleta  á la  antigua,  cubrian  aquel  cuerpo  hoy  tan  despro- 
visto de  encantos,  y que  ayer  habia  hecho  suspirar  á mas  de  un  mozo  barbilam- 
piño que  se  moria  por  sus  pedazos.  Era  un  gorro  de  dormir  de  un  cura  franciscano 
del  año  doce,  perdido  entre  los  papeles  de  un  estudiante  del  nuevo  plan;  una  mo- 
mia de  Egipto  caminando  en  pleno  siglo  xix.  Mónica  y Mateita  parecian  dos  sol- 
dados que  vuelven  de  la  guerra,  vencedor  el  uno  y vencido  el  otro,  h así  era  en 
efecto,  porque  Mónica  habia  vencido  al  tiempo  y el  tiempo  habia  vencido  á Ma- 
teita. Mateita  no  tenia  dientes;  Mónica  los  enseñaba  postizos.  Mateita  no  se  cui- 
daba porque  era  casada  y tenia  ocho  hijos;  Mónica  se  cuidaba  porque  no  era  casa- 
da y no  tenia  ocho  hijos.  Mateita  habia  dejado  en  libre  acción  al  reloj  de  su  vida, 
Mónica  lo  habia  atrasado  y,  si  hubiera  podido,  hasta  le  habria  roto  el  muelle  real, 
para  que  no  anduviera  ni  una  hora  mas.  Una  era  la  antigua  Mateita,  otra  la 
Mónica  reformada.  Un  poeta  al  verlas  juntas  habria  dicho: — Hé  aquí  un  invierno 
de  cielo  azul  al  lado  de  un  invierno  neblinoso. — Y un  escritor  satírico: — Hé  aquí 
una  vieja  muchacha  junto  A una  vieja  anciana. — Por  lo  demás,  según  hemos  di- 
cho, ambas  eran  cincuentonas. 

Pues,  como  decía  de  mi  cuento,  pusiéronse  mis  dos  antigüedades  á conversar, 
sin  parar  mientes  en  mí  que  las  oía,  y gracias  á lo  cual  puedo  ahora  referir  algo 
sobre  lo  que  tanto  deseaba.  Y aquí  viene  como  de  molde  aquello  que  dije  al  prin- 
cipio de  que:  donde  menos  se  'piensa,  salta  la  liebre,  pues  cuando  menos  las  espe- 
raba. vinieron  las  ansiadas  confesiones. 

Después  de  mil  preguntas  y respuestas  que  yo  no  entendía,  ni  ellas  tampoco, 
á causa  de  la  precipitación  y desorden  con  que  se  sucedían  unas  á otras,  resta- 
blecióse la  calma,  y aparecieron  los  recuerdos,  propios  de  tales  casos  y per- 
sonas. 

— Pues,  sí,  hija, — exclamó  Mateita, — lo  que  eres  tú,  no  sales  de  los  quince. 

— ¡Ay!  ¡Jesús!  No  digas  eso, — le  contestó  Mónica,  arreglándose  los  rizos  y 
poniendo  los  ojos  de  carnero  moribundo. — ¡Mira  que  los  años  no  pasan  por  debajo 
de  la  mesa ! 

— ¡Y  es  verdad!  El  tiempo  se  va  volando.  ¡Parece  que  fué  ayer  cuando  nos 
conocimos ! 

— Vamos  á ver,  ¿á  que  tú  no  te  acuerdas  de  la  primera  vez  que  nos  vimos? 


354 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


— Como  si  fuera  ahora:  en  el  teatro  Principal,  en  uno  de  los  beneficios  de  Co- 
v arrubias. 

— Pues  mira  que  te  equivocaste,  porque  no  fué  en  el  teatro  Principal,  sino  en 
el  Diorama. 

— No,  señorita.  ¿Qué  me  vienes  tú  á decir  á mí?...  Con  que  mi  tio  estaba  co- 
locado en  la  puerta,  y por  eso  entrábamos  nosotras  todas  las  noches...  por  cierto 
que  no  perdí  ni  una  función. 

— Ya  se  vé,  con  Garay  allí,  que  trabajaba  divinamente,  y con  Covarru- 
bias 

— ¿Y  qué  me  dices  de  Hermosilla?  ¿Y  de  Juan  de  Mata,  que  hacia  siempre 
de  barba?  ¡Qué  buena  compañía!  Porque  mira:  la  Molina  y sus  tres  hijas  no  po- 
dian  ser  mejores;  de  la  Puerta,  no  se  diga  nada,  y lo  que  era  la  Alberdi...  todavía 
tengo  yo  guardados  unos  sonetos  que  le  sacaron  sus  enamorados,  cuando  su  be- 
neficio. 

— ¿Y  te  acuerdas  de  la  ópera  que  vino  después? 

— ¡Toma!  Como  que  me  moria  por  Fornasari,  que  era  un  tenor... 

— A mí  me  gustaba  mucho  Montressor. 

— ¡Qué!  Ese  era  bajo. 

— Bajo  ó no,  lo  que  es  como  él  no  habrá  allí  ninguno;  después  la  Rossi. 

• — ¿Qué  sabes  tú?  ¿Dónde  pudo  llegar  nunca  la  Rossi  á donde  llegaba  la  Pan- 
tanelli?  Todavía  recuerdo  que  cuando  se  fué  íbamos  todos  en  volanta  acompa- 
ñándola. 

— Ahora  que  dices  volanta,  ¿á  qué  no  te  acuerdas  de  una  cosa? 

— ¿De  qué? 

— De  aquella  ocasión  que  fuimos  en  volanta  á Matanzas,  y por  poco  nos  que- 
damos en  el  camino. 

— ¡Yaya!  Y que  fué  con  nosotros  Longo... 

— ¡Ay!  No  me  recuerdes  á Longo,  condenada.  Mira  que  cada  vez  que  echo 
de  menos  aquellas  canciones... 

— Como  que  era  el  Perico  de  los  cantores.  Y que  cuando  tocaba  la  guitarra  no 
habia  quien  le  levantara  el  pañuelo. 

— No,  hija;  allí  estaba  también  Gogito,  que  no  se  dejaba  tomar  la  delantera. 

— Ya  lo  sé;  y tampoco  me  olvido  de  Caneda,  ni  de  Vicente  Ramos,  ni  de  Pe- 
rico Arango. 

— ¡Ay  demongo! 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


355 


— ¿Y  qué  me  dejas  para  las  tocadoras  de  arpa? 

— ¡Qué  danzas  aquellas  tan  bien  tocadas!  No  había  á quien  escoger:  Virgi- 
nia Pardí,  Pilar  Escobar,  Paulita,  Justa  Valdés... 

— Un  sin  fin,  muchacha. 

— Pero  volviendo  á las  canciones,  ¡cómo  te  gustaba  cantar  El  Destino,  y La 
Existencia  ! 

— Sí,  pero  la  que  mas  cantaba  yo  era  aquella  de: 

«Por  caprichos  de  muy  poca  monta 
Mi  muchacha  conmigo  peleó, 

Y estuvimos  sin  vernos  seis  dias...» 

— ¿Por  qué  te  gustaba  tanto? 

— Porque  yo  casi  siempre  estaba  pelead-a  con  mi  cortejo,  y cuando  venia  se  la 
cantaba. 

— ¡Y  que  entonces  halda  canciones  por  castigo!  El  Bombito,  Viyo  en  prisión 
oscura,  La  amapola,  La  partida  de  Alfredo,  La  Paloma,  La  Amienta,  La  maldi- 
ción, El  ciprés,  todas  muy  buenas. 

— ¿Te  acuerdas  de  los  bailecitos  de  todas  las  noches? 

— ¡Vamos!  Y tú  ibas  á las  escuelas... 

— ¡Como  que  sí  iba!  A la  de  Esteban  Sánchez  y á la  de  Muñoz,  allá  por  San 
Isidro;  y hasta  á la  de  Soto  y á la  de  Farruco,  y eso  que  estaban  mas  allá  del 
Campo  de  Marte.  Por  cierto  que  ¡yo  no  sé!...  Ahora  están  hablando  tanto  contra 
las  escuelas  de  baile,  y lo  que  era  entonces  no  daban  que  decir. 

— ¡Qué  iban!  ¡Si  allí  se  aprendía  por  reglas,  y no  había  ese  rebumbio  que  hay 
en  la  danza  de  este  tiempo. 

— Entonces  sí  era  buena,  con  el  paseo,  la  cadena,  la  media  cadena,  el  sosteni- 
do y el  cedazo;  pero  hoy  no  saben  mas  que  abrazarse  y dar  vueltas. 

— Lo  que  es  yo,  hija  mia,  no  bailo. 

— Pues  á tí  te  gustaba  bastante. 

— Sí,  pero  en  nuestro  tiempo  era  distinto. 

— Ya  se  vé  que  sí...  Pero  no  digas  el  modo  de  bailar,  muchacha.  ¿Dónde  van 
las  danzas  de  boy  á tener  el  señorío  y el  compás  de  las  antiguas? 

— ¡Es  claro!  Ninguna  puede  compararse  al  «Canelo,»  «Si  la  mar  fuera  de 
tinta,»  «El  zungambelo,»  «El  forro  de  catre,»  «Los  papeles,»  «Los  guachinan-  • 
gos,»  «El  mandinga  siguato...» 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


356 

—¿Y  el  walz? 

— ¡Ah!  El  de  «Ricardo»  era  de  primera. 

— ¿Y  <La  Esperanza?»  ¿Y  «El  Alemán?» 

— La  gente  de  hoy  no  sabe  divertirse. 

— ¡ Ay ! Si  volvieran  aquellos  tiempos . . . 

Y siguieron  recordando  la  pasada  juventud  y haciendo  notar  la  diferencia  que 
Rabia  entre  la  Habana  de  entonces  y la  de  hoy. 

Y en  casi  todo  tenian  razón,  porque  la  verdad  es  que  parece  cuento  lo  que  en 
pocos  años  liemos  variado,  tanto  material,  como  intelectual,  como  moralmente. 


En  cuanto  á lo  material,  el  cambio  ha  sido  completo.  El  Hoyo  del  Inglés,  re- 
fugio de  los  muchachos  que  se  fugitivaban  de  la  escuela,  se  extendia  lleno  de  lodo 
y manigua  por  las  que  hoy  son  calles  de  San  Miguel  y Aguila;  los  Barracones  se 
derramaban  por  las  que  después  se  llamaron  del  Prado  y Consulado;  y las  estan- 
cias de  Hano  y Vega,  Arteaga,  Castro  Palomino,  Betancourt,  los  Sigleses  y otras, 
se  hallaban  donde  al  presente  se  levanta  el  hermoso  barrio  de  Colon.  Todo  lo  que 
es  poblado  intramuros,  era  extramuros  despoblado.  De  noche,  el  aspecto  de  estos 
últimos  barrios  ó mejor  dicho  de  toda  la  Habana,  no  era  alegre,  por  cierto,  con 
sus  calles  oscuras,  solitarias  y de  mal  piso;  sus  dos  ó tres  volantas,  que  casual- 
mente pasaban,  como  asombradas  de  verse  fuera  de  casa  á las  ocho  de  la  noche; 
sus  tunales,  uveros,  maniguas,  casas  de  guano,  y cercas  de  tablas  por  todas  par- 
tes y con  su  oscuridad  y silencio  de  cementerio.  La  calle  de  San  Miguel  era  la  de 
moda  para  el  paseo;  y si  la  de  San  Rafael  hubiera  aparecido  de  repente,  tal  como 
está  hoy,  en  aquellas  soledades,  con  los  coches,  las  luces  de  gas,  los  transeúntes, 
con  toda  esta  vida  que  suele  alegrar  á la  Habana  moderna,  habrían  huido  espan- 
tados aquellos  habitantes,  aturdidos  por  el  estrépito,  deslumbrados  por  la  claridad 
y mareados  por  el  incesante  movimiento.  Por  lo  que  respecta  á lo  intelectual,  el 
silencio  era  mas  profundo,  la  soledad  era  mas  aterradora,  la  sombra  era  mas  oscu- 
ra. Bibliotecas,  no  las  liabia,  y si  las  hubo,  cada  cual  guardaba  la  suya;  los  pe- 
riódicos eran  enanos,  raquíticos,  contrahechos,  y fuera  de  las  noticias  de  la  guer- 
ra, maldito  lo  que  se  ocupaban  del  bien  general;  las  escuelas  se  sostenían  gracias 
á los  gorros  de  papel,  á las  palmetas  y á las  correas,  porque  Magisier  dixit  y La 
letra  con  sangre  entra ; latín  por  Nebrija,  de  memoria;  el  catecismo  y la  Historia 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


357 


Sagrada  al  pié  de  la  letra;  gramática  de  Aratijo;  en  la  escritura,  letra  española; 
cuentas,  hasta  partir;  las  lecciones  sin  un  punto,  cantando,  y vaya  usted  con 
Dios.  Esto  no  fué  parte  para  que  de  tanta  oscuridad  salieran  hombres  de  inteli- 
gencia, de  voluntad  y de  aplicación,  como  salen  chispas  eléctricas  de  las  nubes 
tempestuosas  y oscuras.  Luz,  Yarela,  Caballero,  Romay,  Govántes,  Bermúdez  y 
otros,  fueron  los  relámpagos  de  aquellas  tinieblas. 

Si  aténdemos  á lo  moral,  eran  mas  sencillas  las  costumbres,  pero  no  por  eso 
mas  sanas.  De  féria  en  féria,  de  baile  en  baile,  y hasta  de  velorio  en  velorio,  se 
divertía  de  continuo  la  juventud  y salíase  de  quicio  la  vejez.  El  Angel  con  sus  tor- 
tillas y su  cangrejo;  la  Salud  con  sus  fuegos  de  artificio;  San  Isidro,  la  Merced, 
Jesús  María,  todos  los  barrios  tenían  sus  patronos,  todos  los  patronos  tenían  sus 
fiestas,  todas  las  fiestas  tenían  sus  cunas  y sus  mesitas  y sus  convites  y sus  bailes; 
porque  cuando  se  iba  la  novena  venia  la  octava,  y cuando  no  había  octava  ni  no- 
vena, se  aparecían  los  altares  de  cruz  y los  velorios,  resultando  de  todo  esto  un 
continuo  bailar  y un  continuo  cantar  de  enero  á enero. 

Las  férias  tenían  siempre  distraídos  á los  jóvenes  de  su  estudio  y á los  viejos 
de  sus  ocupaciones;  incitaban  las  mesitas  de  juego;  arrastraba  la  música  de  las 
arpas,  los  violines  y las  guitarras,  y la  muchedumbre  corría  ansiosa  á saborear 
esos  placeres,  que  si  á primera  vista  parecían  inocentes,  en  resumen  no  servían 
mas  que  para  sembrar  en  el  corazón  el  amor  al  juego  y la  afición  á la  vagancia. 

Los  altares  de  cruz  liacian  gran  acopio  de  enamorados,  y con  este  lazo  iban 
todos  uncidos  al  carro  del  amo  de  la  casa,  que  empezaba  en  fiesta  nocturna  gas- 
tando solo  tres  ó cuatro  pesos,  y hacia  pasar  el  consabido  ramo  de  mano  en  mano, 
para  que  cada  noche  tomara  creces  el  asunto,  concluyendo  siempre  en  lujosos  con- 
vites lo  que  humildemente  había  empezado. 

Los  velorios  eran  un  pretexto  de  llanto  para  reir;  una  cita  de  alegría  entre 
cuatro  velas  de  muerto;  una  reunión  familiar  delante  de  una  tumba.  Cuando  mo- 
ría uno,  los  amigos  y hasta  los  desconocidos  se  creían  con  la  obligación  y el  de- 
recho de  asistir  al  velorio,  y personas  había  que  buscaban  entonces  velorios,  como 
hay  algunas  hoy  que  andan  siempre  oliendo  donde  guisan,  ó espiando  donde  bai- 
lan. En  el  cuarto  los  dolientes  lloraban  al  difunto,  y en  el  comedor  ó en  el  patio, 
las  visitas  celebraban  la  muerte.  Una  delgada  pared  separaba  el  dolor  de  la  ale- 
gría. La  alegría  era  aquella  no  moderada,  sino  estrepitosa  é insultante.  Allí  se 
conversaba,  se  comían  galletitas  con  queso,  se  enamoraba,  se  reía,  se  tomaba 
café,  se  decían  adivinanzas,  se  jugaba  á las  prendas,  se  pintaban  unos  con  otros 

TOMO  I.  45 


358  LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 

con  corcho  quemado  cuando  quedaban  dormidos,  se  referian  cuentos,  se  aplaudia, 
se  hacia  todo,  en  fin,  menos  acompañar  á los  dolientes  y velar  al  muerto.  Páli- 
dos, ojerosos,  cansados,  después  de  una  noche  de  diversión  se  dirigían  todos  á la 
mañana  siguiente  al  que  despedia  al  duelo  y le  decían:  Le  acompaño  en  su  senti- 
miento, como  si  hubieran  estado  llorando  toda  su  vida.  Y se  retiraban  muy  satis- 
fechos de  su  amor  al  prójimo  y dispuestos  á buscar  otro  muerto  á quien  velar  v 
otra  familia  á quien  acompañar  en  su  sentimiento,  es  decir,  otro  velorio  en  que 
divertirse . 

Yo  respeto  á los  viejos  en  cnanto  se  dan  á respetar;  pero  respóndanme  franca- 
mente, si  creen  tener  razón  en  querer  que  vuelvan  los  dias  de  ayer  y si  no  se  en- 
cuentran mejor  en  la  Habana  moderna. 

Por  fortuna,  el  progreso  ha  extendido  sus  alas  blancas  sobre  nuestras  cabezas, 
v ha  cambiado  la  situación.  Las  estancias  han  desaparecido  para  siempre,  las  lec- 
ciones de  memoria  y las  correas  se  han  ocultado,  llenas  de  vergüenza,  y las  fé- 
rias,  los  altares  de  cruz  y los  velorios  pertenecen  á la  historia  y están  ya  pasados 
en  autoridad  de  cosa  juzgada.  Donde  estaban  los  yermos,  se  lian  levantado  los 
edificios  y se  han  poblado  los  barrios;  donde  habia  ignorancia  han  nacido  las  es- 
cuelas, se  han  aumentado  las  bibliotecas,  se  han  multiplicado  los  periódicos;  don- 
de se  extendia  la  oscuridad,  ha  alumbrado  el  gas,  ha  corrido  la  electricidad  por 
el  telégrafo,  ha  bramado  el  vapor  en  la  locomotora,  y el  progreso  nos  quiere  im- 
pulsar. 

No  significa  esto  que  yo  tenga  á la  Habana  de  hoy  por  una  cosa  del  otro  mun- 
do: pero  relativamente  á la  época  á que  me  refiero,  hemos  adelantado.  Quiera 
Dios  que  sigamos  marchando  un  poco  mejor  y un  poco  mas  aprisa. 

En  buena  hora  lo  diga  y el  diablo  sea  sordo. 


por  1).  Juan  Mendez  Cueto. 


I 


D1YIN  café 

Qu‘  ignorait  Virgile  et  qu‘  adorait  Voltaire. 

¿Cómo  podrían  escribir  antiguamente  sin  café? 

Sin  café  no  podrían  escribir  de  ninguna  manera;  sino  que 
lo  suplían  con  el  Corinto  y el  Falerno,  con  el  Rhin  y el  Jerez, 
hasta  que  se  inventó  el  café. 

Aunque  fué  plantado  en  el  paraíso  terrenal  por  la  misma  mano 
que  plantó  el  manzano,  árbol  de  infeliz  recordación,  el  café  no  fué 
conocido  por  el  hombre  hasta  mucho  tiempo  después  del  diluvio.  Sin 
duda  renacería  de  sus  cenizas,  digámoslo  así,  ó lo  plantaría  de  nuevo 
Noé,  opinión  no  inverosímil,  puesto  que  el  santo  patriarca  era  muy  dado  á plan- 
tar muy  buenas  plantas,  y ahí  está  la  parra  que  no  nos  dejará  mentir. 

Salvado  ya  el  diluvio,  que  era  nuestra  gran  dificultad,  la  historia  del  café 
corre  ya  tan  desembarazada  y cierta  como  la  del  mismo  llaco  y demás  dioses  ma- 
yores y menores. 


360 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


¿Es  por  ventura  un  dios? 

Sí,  padre. 

Tiene  como  cualquiera  otro  dios,  su  culto,  su  sacerdocio,  sus  devotos  y devo- 
tas, sus  templos  y altares  en  todos  los  pueblos  grandes  y aun  en  los  pequeños  que 
quieren  tomar  categoría  y costumbres,  ó bumos  de  alta  sociedad. 

Es  pues  un  dios  el  café;  es  el  mismo  Baco,  pero  vestido  y adorado  á la  moder- 
na; es  un  Baco  que  lia  reñido  con  la  taberna  y se  lia  alojado  en  un  palacio  entre 
gente  comme  il  faul. 

Pero  así  como  el  dios  Término  no  era  en  el  orden  natural  sino  un  pedrusco, 
un  mojon,  que  determinaba  las  lindes  y guardaba  la  propiedad,  el  dios  Café  tam- 
poco es  más  en  ese  orden  que  un  simple  árbol,  cuyo  fruto  en  infusión  da  el  elixir 
divino,  sin  el  cual  no  se  puede  escribir,  ni  pensar,  ni  comer,  ni  vivir. 

En  este  concepto,  su  historia  es  mas  sencilla. 

II 

La  planta  del  café  (coffea  arábica ) pertenece  á la  familia  de  las  rubiáceas  y es 
originaria  de  la  Etiopía,  habiéndose  propagado  su  cultivo  por  la  Arabia  Feliz,  las 
Antillas  y la  costa  meridional  del  Asia. 

Crece  este  arbusto  hasta  cinco  ó seis  metros  de  altura,  y sus  hojas  se  parecen, 
y no  pueden  menos  de  parecerse,  á las  hojas  siempre  vivas  del  laurel.  Son  árboles 
hermanos,  ó primos  cuando  menos,  destinados  desde  su  origen  á la  cabeza  huma- 
na; sino  que  el  uno  obra  por  fuera  y el  otro  por  dentro. 

En  la  inserción  de  las  hojas  brotan  unos  ramitos  de  blancas  flores,  con  un  cá- 
liz de  cinco  dientes,  una  corola  de  cinco  lóbulos  y una  baya  adherente,  que  se 
asemeja  á una  cereza  en  color  y magnitud,  y encierra  en  un  mucilago  y viscoso 
uno  ó dos  granos  de  café. 

Pero  la  virtud  de  este  precioso  fruto  se  perdía  con  el  mismo  fruto,  como  mil 
otras  virtudes  desconocidas  aun  se  perderán  en  otras  plantas,  hasta  bien  entra- 
do el  siglo  xv. 

La  leyenda  atribuye  el  descubrimiento  de  esta  virtud,  que  por  su  mismo  ori- 
gen podríamos  llamar  teologal,  al  superior  de  un  convento,  que  no  sabiendo  que 
hacer  ya  para  que  sus  monjes  no  se  durmieran  en  los  oficios  nocturnos,  puso  en 
infusión  la  semilla  del  café,  y les  hacia  tragar  todas  las  noches  el  amargo  bre- 
vaje;  que  sin  azúcar  no  es  tal  elixir  el  café. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


361 


Pero  con  este  fraile  sucedió  lo  que  con  Américo  Vespucio.  Este  dio  su  nom- 
bre al  mundo  que  liabia  descubierto  Colon,  y el  fraile  Coffea,  dio  el  suyo  á la 
planta  cuya  virtud  liabia  observado  el  pastor  que  se  lo  dijo  á él. 

Fué,  pues,  un  pastor,  quien  descubrió  el  café,  notando  por  la  esperiencia  de 
todos  los  dias,  que  su  rebaño  estaba  mas  despierto  y vivo  cuando  ramoneaba  el 
fruto  de  esta  planta.  Aunque  en  rigor,  tampoco  fué  el  pastor  del  rebaño,  sino  el 
mismo  rebaño  el  descubridor  del  café. 

Hasta  fines  del  siglo  xv,  no  se  comenzó  á cultivar  esta  planta  en  la  Arabia 
Feliz,  pero  luego  se  propagó  rápidamente  su  cultivo,  á pesar  de  la  oposición  del 
Gran  Turco,  que  lo  prohibió  bajo  severas  penas,  como  nocivo  ñ la  salud.  ¿Cómo 
seria  entonces  la  salud  de  los  turcos? 

Por  fortuna  de  ellos,  en  1554,  Solimán,  que  fué  un  turco  mas  grande  que  sus 
predecesores,  hizo  justicia  al  café,  y gracia  de  tomarlo  á sus  vasallos,  no  solo  al- 
zando la  prohibición,  sino  también  obligando  á su  cultivo. 

Y es  mengua  de  nuestra  cultura  no  haber  conocido  esta  virtud  sino  un  siglo 
después  que  los  turcos.  Verdad  es  que  una  vez  conocida  en  Francia,  cundió  rápi- 
damente por  todas  las  naciones  de  Europa  y América. 

Sin  embargo,  ni  Europa  ni  América  tomaron  al  principio  el  café  sino  como 
medicina,  tal  como  se  toma  hoy  dia  en  los  pueblos  pequeños.  Como  elixir  para 
alegrar  la  vida,  se  tomó  mucho  después,  limitándose  su  uso  á los  príncipes,  á los 
cortesanos,  á los  señores,  á los  literatos  y poetas  (en  mesa  ajena  por  supuesto). 

Las  familias  desahogadas  fueron  luego  admitiendo  la  costumbre  aristocrática; 
pero  las  mas  modestas  y el  pueblo  especialmente  quedaron  excluidos  de  este  goce, 
hasta  que  á fines  del  siglo  xvn,  llamó  á una  misma  comunión  á todo  el  mundo, 
sin  distinción  de  clases,  edades  ni  sexos,  el  culto  del  dios  café  en  su  verdadero 
templo,  en  el  templo  que  lleva  el  mismo  nombre  del  dios...  en  el  café. 

El  primer  café  que  se  abrió  al  público  fué  en  1672,  y fué  establecido  con  real 
privilegio  por  un  aventurero  armenio,  para  la  féria  de  San  Germán  en  París. 

A ejemplo  de  éste  se  abrieron  otros  muy  luego,  así  en  París,  como  en  Marse- 
lla y otras  capitales  de  Francia;  y por  el  modelo  de  los  de  Francia  se  fueron  des- 
pués abriendo,  primero  en  Holanda  y luego  en  Inglaterra,  Alemania,  Italia,  Es- 
paña, etc. 

El  principal  centro  de  la  producción  del  café  fué  siempre  la  Arabia  Feliz,  so- 
bre todo  en  las  cercanías  de  Moka  y Aden,  donde  la  felicidad  de  la  Arabia  llega 
al  séptimo  cielo,  por  el  olor,  color  y sabor  de  su  divino  café. 


362 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


«A  pesar  de  los  experimentos  hechos  por  gran  número  de  químicos, — dice  un 
ilustre  autor, — tenemos  muy  pocos  datos  ciertos  sobre  la  verdadera  composición 
química  del  café,  y estamos  aun  muy  lejos  de  saber  á qué  principios  puede  atri- 
buirse su  acción  sobre  la  economía  animal.» 

¡Qué  atrasado  de  noticias  está  el  ilustre  autor!  Nosotros  con  no  saber  una  pa- 
labra. de  química,  le  diremos  lo  que  ignora.  El  café  se  compone...  de  café,  azú- 
car y unas  gotas  de  rom,  principios  que  sin  dejar  de  ser  tres,  son  un  solo  elixir 
verdadero.  Este  divino  elixir  despeja  la  inteligencia,  abrillanta  las  ideas,  mueve 
la  voluntad,  llama  la  inspiración,  así  para  concebir  un  poema  heroico,  como  para 
redondear  un  negocio  mercantil;  alegra  el  corazón,  sacude  los  nervios,  embriaga 
todos  los  sentidos,  sin  perturbar  nunca  una  facultad;  cura,  en  fin,  todas  las  dolen- 
cias del  alma...  y del  cuerpo  si  le  conviene. 

¿Cómo  se  obra  este  prodigio? 

Esto  ya  no  es  competencia  nuestra,  y abandonamos  íntegra  esta  investigación 
científica  á los  sabios  que  solo  encuentran  en  el  café  ó técnicamente  en  la  cafeína 
un  alcaloide  cristalizado  en  agujas  blancas  y sedosas,  fusible,  sublimable,  amargo 
y hasta  venenoso. 

Ya  hemos  dicho  de  que  se  compone  el  café;  pero  si  en  sus  comienzos  no,  no 
en  el  roce  y contacto,  en  la  fusión  ó confusión  ó lo  que  sea  el  trato  de  la  vida  mo- 
derna, al  café  le  falta  algo,  si  no  se  toma  en  su  templo,  en  su  altar,  en  la  mesa 
del  café,  servido  en  toda  regla  por  sus  acólitos. 

Hé  aquí  el  tipo  que  vamos  á reseñar. 


III 

El  mozo  de  café  no  necesita  ninguna  iniciación  ni  aptitud;  ni  hace  el  café  ni 
lo  sirve  en  rigor,  se  lo  sirven  á él  ó él  lo  sirve  por  segunda  mano:  no  hace  mas 
que  poner  los  utensilios  y cobrar. 

Pero  en  roce  y comunicación  constante  con  toda  clase  de  personas,  ha  de  ser, 
necesariamente,  atento  y obsequioso. 

Como  el  servicio  es  uno,  el  tipo  del  que  lo  presta  es  uno  también,  único,  in- 
variable. Las  diferencias  son  accidentales,  meramente  exteriores:  el  tipo  parisien- 
se por  ejemplo,  parece  un  ])eíií  mailre;  el  tipo  madrileño  no  parece  sino  lo  que 
es...  es  un  gallego;  en  el  fondo  un  mismo  tipo  los  dos,  ó rasgos  de  una  misma  fi- 
sonomía: mozos  de  café. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


363 

También  son  accidentales  en  el  mozo  las  diferencias  de  servicio:  el  aleman  y el 
inglés  sirven  tarde  y en  silencio;  el  francés  y el  italiano,  son  precipitados,  cumpli- 
mienteros,  locuaces;  el  español  es  como  debe  ser,  ni  tardío  ni  presuroso;  sirve  oportu- 
namente, y fuera  de  las  generales  de  la  ley,  no  habla  sino  cuando  le  preguntan. 

No  le  preguntéis  al  mozo  de  un  café  de  primera  ni  siquiera  cómo  se  hace  el 
café;  no  os  lo  dirá:  son  detalles  de  cocina  que  no  saben  sino  los  mozos  de  cafetin. 
Estos  os  lo  dirán  todo  con  sus  pelos  y señales,  ó moscas,  si  queréis. 

Pero,  ¡cosa  extraña!  El  café  no  es  parte  integrante  del  café,  según  el  proce- 
dimiento que  ven  en  la  cocina  los  mozos  de  cafetin. 

— ¿Cómo  hacéis  el  café,  Serapio? — preguntamos  una  vez  á uno  de  estos  para 
enviar  la  receta  á nuestro  pueblo. 

— Yo  no  lo  hago,  señorito;  pero,  vamos,  sé  cómo  se  hace,  que  es  lo  mismo, 
porque  lo  veo  diariamente  en  la  cocina  del  Galo. 

Este  Gato  era  el  cafetin,  donde  siempre  lo  daban  por  liebre. 

— Bien:  ¿cómo  se  hace? 

— Muy  sencillamente,  señorito.  Se  pone  el  agua  á hervir,  luego  que  hierve 
se  pone  la  achicoria,  el  acíbar,  la  pez  y un  par  de  áscuas  de  carbón,  se  tapa  y se 
deja  reposar,  y...  ya  está. 

— Pero,  ¿y  el  café,  cuándo  lo  echáis? 

— Ya  lo  hemos  echado. 

- — ¡Cuándo,  que  no  lo  he  visto! 

- — ¡Bah!  Cuando  echamos  la  achicoria... 

El  mozo  de  café  viste  siempre  de  negro  y blanco,  que  son  los  colores  de  toda 
etiqueta;  sino  que  el  blanco  es  el  mandil,  trapo  que  rechazan  de  consuno  la  de- 
cencia y el  buen  gusto,  y que  está  tan  bien  atado  á la  cintura  del  mozo  que  no  se 
caerá  ni  á dos  tirones.  Al  mozo  le  basta  para  su  servicio  una  servilleta  al  hombro 
ó en  la  mano;  pero  este  Madrid  donde  de  todo  se  abusa  sacó  de  la  cocina  el  man- 
dil, y con  ser  cosa  tan  fea,  el  mandil  se  va  extendiendo  á las  provincias. 

El  mejor  mozo,  en  Madrid  (de  cafó  por  supuesto  este  buen  mozo),  es  el  galle- 
go ó asturiano  (raza  mas  fina  de  gallegos).  En  primer  lugar,  por  ser  mas  fiel;  en 
segundo,  por  ser  mas  respetuoso;  en  tercero,  por  ser  mas  servicial;  en  cuarto,  por 
ser  mas  económico;  en  quinto,  por  haber  en  Madrid  mas  gallegos  que  en  la  mis- 
ma Galicia. 

No  está,  por  eso  prohibido  que  sean  castellanos  y andaluces;  pero  parece  que 
lo  está,  pues  se  ven  muy  pocos  de  esa  procedencia, 


364 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Sea  como  quiera,  dicen  algunos  que  en  Madrid  es  donde  sirven  peor  los  mozos 
de  café. 

No  opinamos  lo  mismo;  á nosotros  nos  han  servido  siempre  bien. 

Pero  hasta  estos  mismos  que  saben  servir  muy  bien,  suelen  servir  muy  mal 
á veces. 

Es  cuestión  de  propina. 

La  propina  del  mozo  de  café  en  Madrid  es  un  abuso  impuesto  por  la  necesi- 
dad y autorizado  ya  por  la  costumbre.  No  pueden  engordar,  ni  mucho  menos,  los 
pobres  acólitos  de  estos  templos  con  lo  que  les  da  el  cafetero,  ó sea  el  sacristán, 
que  se  reserva  codicioso  el  pié  de  altar,  digámoslo  así.  Hay  mozos  que  sirven 
gratis,  aunque  no  es  todo  devoción.  Mas  aun:  hay  quien  da  algo  por  servir. 

Claro  es  que  no  podrían  tener  esta  abnegación,  sino  contaran  con  la  propina, 
que  hacen  obligatoria  en  cierto  modo,  sin  despojarla  de  su  carácter  espontáneo. 
Ellos  no  la  piden;  pero  la  hacen  recordar. 

¿De  qué  manera? 

Héla  aquí. 

Entra  un  caballero  á un  café  y va  á sentarse  á una  mesa. 

El  mozo  lo  lia.  visto:  le  vuelve  la  espalda  y lo  deja  pasar. 

Lo  lia  conocido,  y no  lo  lia  visto  mas  que  una  vez;  pero  una  vez  sin  propina. 
Lleva  una  señal. 

¿Dónde? 

En  ninguna  parte;  pero  va  señalado. 

El  caballero  da  una  palmada  llamando. 

El  mozo,  que  estaba  en  pié,  se  sienta,  ó se  va  mas  lejos,  diciendo  entre 
dientes : 

— ¡Otra  te  ha  de  costar! 

Después  de  una  pausa,  mas  ó menos  larga,  según  los  nervios  del  paciente,  el 
caballero,  da  dos  palmadas,  ruido  que  le  entra  por  un  oido  al  mozo  y le  sale  por 
otro. 

— Otra  te  lia  de  costar, — repite  el  gallego,  salvo  error,  con  una  guasa  al  pa- 
recer andaluza. 

Pasada  otra  pausa  igual  ó mayor,  secundum  quid,  el  caballero  se  impacienta 
y aplaude  mas  aína. 

Entonces  acude  el  mozo,  diciendo  simplemente: 

— ¿Qué  va  á ser? 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


365 


— He  llamado  tres  veces. 

— No  lo  he  oido  ninguna. 

— ¡Café! — dice  en  voz  de  mando  el  caballero. 

— ¿En  taza  ó en  vaso? — pregunta  el  guasón. 

— En  taza. 

El  mozo  le  sirve  vaso  y se  pierde,  olvidándose  de  avisar. 

Y vuelve  el  caballero  á sus  aplausos  y abrenuncios,  sin  que  ningún  otro  mozo 
pueda  servirlo,  porque  no  es  de  su  sección;  y no  es  por  esto,  sino  por  la  señal. 

Cuando  le  parece  al  mozo  de  la  sección,  da  una  vuelta  por  allí;  el  caballero 
reniega,  y él  siempre  respetuoso  y humilde,  lo  deja  renegar,  y cuando  puede  me- 
ter baza  pregunta  simplemente: 

— ¿No  han  servido  aun  al  señor? 

— ¡Aun  estoy  esperando! 

— Voy  volando  á avisar. 

Y avisa,  en  efecto,  entonces;  pero  sin  volar,  ni  correr,  ni  aun  siquiera  trotar, 
sino  á su  paso  de  andadura. 

Si  es  muy  reincidente  el  caballero,  pudiera  ser  también  que  cayera  alguna 
mosca  en  el  café. 

Pero  pagando  estos  derechos  de  consumo,  en  Madrid  se  sirve  el  café  mejor 
que  en  ninguna  parte  de  España. 

En  las  demás  partes,  satisfechos  o resignados  con  su  mezquino  salario,  los 
mozos  de  café  ni  siquiera  hacen  recordar  la  propina  con  sus  morosidades;  pero 
está  probado  que  no  rechazan  la  propina,  cuando  se  les  da. 

Pero  hay  una  propina  inexcusable  en  todos  los  cafés,  la  cual,  por  obligada, 
pueden  pedir  los  mozos,  y la  piden  con  todo  su  derecho,  cuando  no  cae  ella  de 
por  sí. 

Es  la  propina  de  Navidad,  tiesta  que  autoriza  á todo  el  mundo  á pedirla,  aun- 
que bajo  el  nombre  mas  honesto  y aceptable  de  aguinaldo. 

Los  mozos  de  café  tampoco  tienen  escalafón,  ya  que  no  se  les  exige  aptitud 
ninguna  para  el  servicio,  como  no  sea  la  de  conocer  los  vidrios,  el  manejo,  el 
manoseo  del  cristal  sin  romperlo...  ni  mancharlo;  aunque  aquí,  el  que  lo  rompe 
paga. 

Sin  escalafón  de  ascensos  el  mozo  sale  como  entra,  es  decir,  seria  capaz  de  mo- 
rirse de  viejo  sin  haber  llegado  á cafetero. 

Hay,  sin  embargo,  honrosas  excepciones,  aunque  pocas;  pero  ni  estos  pocos 

TOMO  l.  46 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  ^ H SITANOS 

ascensos  se  dan  por  escalafón,  sino  por  gracia;  pues  no  obsta  el  servicio  del  café  para 
dedicarse  al  juego,  por  ejemplo,  de  la  lotería,  y otros  negocillos  igualmente  lícitos. 

El  mozo  de  café  está  siempre  en  ocasión  propincua  de  ser  agraciado  por  la  lo- 
tería. El  no  juega,  pero  hace  jugar,  revende  billetes  á los  parroquianos  del  café, 
con  garantía,  digámoslo  así,  prometiendo  siempre  el  premio. 

Nada  pierde  con  prometerlo,  cuando  á nada  le  obliga  su  promesa,  que  al  fin, 
no  es  mas  que  un  buen  deseo;  pero  se  expone  á ganar,  porque  acertando  alguna 
vez  entre  las  mil  que  yerra,  el  premiado  se  cree  en  el  deber  de  recompensar  á 
quien  con  tanta  seguridad  le  ofreció  la  suerte;  y la  recompensa  es  proporcionada 
al  premio,  aunque  siempre  mas  proporcionada  al  carácter  del  agraciado. 

Suele  también  negociar  con  sus  relaciones,  porque  el  mozo  de  café,  que  tiene 
además  del  café,  agrado  y conducta,  llega  á ser  un  hombre  de  relaciones  y algu- 
nas muy  valiosas.  Eos  mozos  de  la  antigua  Iberia,  café  político,  antes  que  cató- 
lico, como  diria  El  Siglo  E atuvo,  estaban  relacionados  hasta  con  ministros;  dipu- 
tados, generales  y altos  empleados  eran  para  ellos  pcccata  minuta. 

Allí  tomaba  también  café  Erascuelo  y compañía,  ó técnicamente  cuadrilla; 
figuróos  si  el  mozo  que  lo  sirviera  tendría  cesantes  á sus  amigos. 

Los  mozos  de  café  son  mozas  en  alguna  parte;  á lo  menos,  mozas  eran,  y muy 
guapas  y obsequiosas  por  cierto,  las  que  nos  sirvieron  en  un  café  de  Barcelona,  el 
poco  tiempo  que  por  allá  estuvimos. 

Pero  las  mozas  de  café  han  de  ser  mozos,  si  lia  de  crear  y mantener  el  cafetero 
el  crédito  de  su  establecimiento. 

— Siéntate, — le  dije  á la  buena  moza  que  me  sirvió  allá  la  primera  noche.  Y 
se  sentó  á mi  mesa  sin  hacerse  de  rogar.  Comencé  á hacerle  preguntas  para  orien- 
tarme en  un  país  que  desconocía,  y ella  á contestarme  con  tanto  interés,  que  no 
vio  que  hacia  falta  en  otra  mesa  á donde  la  llamaban. 

Cuando  se  apercibió  de  ello,  iba  yo  tomando  interés  y le  dije:  — ¡No  vayas! 

Y no  fué.  Hasta  que  el  cafetero,  después  de  un  buen  espacio,  se  acercó  á 
nuestra  mesa,  y tocándole  en  el  hombro: 

— ¡Al  servicio, — le  dijo, — v menos  palique!  Dispense  usted, — añadió  diri- 
giéndose á mí, — es  menester  estar  siempre  encima  de  estas  chicas  para  que  no 
descuiden  el  servicio. 

— Esto  sucederá  con  frecuencia,  amigo  mió. 

— Me  he  engañado  en  mis  cálculos,  pero  yo  pondré  remedio,  antes  de  arrui- 
narme por  ellas.  Las  mozas  de  café  han  de  ser  mozos. 


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por  D.  Manuel  J.  Rengifo. 


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llá  en  aquellos  tiempos  de  capa  y espada,  en  que  á la  luz 
de  las  estrellas,  único  alumbrado  público,  tenia  que  andar- 
se á cuchilladas  al  atravesar  una  calle  de  las  grandes  pobla- 
ciones, sin  mas  protección  de  autoridad  pública  que  la  de 
aquellos  alguaciles  al  guací lados,  de  Quevedo,  hombres  de 
capa  y espada  también,  pero  que  por  ser  aquella  mas  justa  que  peca- 
lora,  y esta  mas  pecadora  que  justa,  tanto  abrigaba  la  una  como  pro- 
tejia  la  otra;  in  tilo  t empoce,  digo,  habia,  y á la  luz  del  sol,  mendigos 
muy  devotos,  que  casi  á las  puertas  de  las  ciudades,  dejando  en  me- 


lio  del  camino  su  sombren 


y 


en  medio  del  sombrero  su  rosario,  se 


apostaban  en  los  matorrales  de  la  orilla  y pedian  á todo  transeúnte  aislado,  una 
limosna...  por  Dios  no,  por  la  boca  de  fuego  que  enseñaban:  y mas  allá,  no  muy 
léjos,  pero  ya  en  abierto  despoblado,  habia  también  en  aquellos  tiempos  de  rosario, 
aquella  tropa  ligera  de  á pié  y de  á caballo,  en  que  se  hizo  célebre  mas  de  un 
capitán,  especie  de  resguardo  que  no  dejaba  por  registrar  un  bolsillo  del  pobre 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


368 

viandante  que  caía  prisionero  de  guerra,  ni  menos  un  cofre  del  escaso  equipaje 
que  podia  trasportarse  á lomo,  ó á lo  mas  en  un  carricoche. 

Con  estos  riesgos  infalibles  y los  tropiezos  de  una  locomoción  primitiva,  no  es 
maravilla  que  se  vacilara  en  ir  á recoger  una  herencia  de  Madrid  á Alcalá  de 
llenares,  resolviendo  al  finen  éstos  y otros  casos  de  identidad,  después  de  consul- 
tar primero  con  la  almohada,  luego  con  toda  la  familia,  despu.es  con  los  mayores 
en  edad,  saber  y gobierno,  y últimamente  con  el  confesor,  perderla  herencia, 
antes  que  exponerse  temerariamente  á perder  la  vida. 

^ si,  desoyendo  consejo  propio  y ageno,  se  arriesgaba  á un  largo  viaje,  tan 
largo  como  desde  aquí  á Pekin,  que  diríamos  hoy,  y era  entonces  solo  como  des- 
de Sevilla  á Granada,  desde  Granada  á Toledo,  desde  Toledo  á Zaragoza,  de  Za- 
ragoza á Valencia,  no  estaba  el  temerario  tan  dejado  de  la  mano  de  Dios  que  á lo 
menos  no  se  dispusiera  á morir  como  buen  cristiano,  haciendo  su  testamento  como 
in  articulo  mor  lis,  confesando  y comulgando  y despidiéndose  de  sus  deudos  y ami- 
gos hasta  el  valle  de  Josafath. 

Tampoco  es  maravilla,  por  lo  mismo,  que  en  aquel  viejo  mundo,  que  solo  te- 
nia movimiento  de  rotación,  ó sea  sobre  su  eje,  ó sea  sobre  sus  talones,  porque  ta- 
les y tantos  peligros  le  hacian  aborrecer  todo  movimiento  de  traslación,  el  que 
desde  su  pueblo  iba  á la  capital  y volvia,  era  un  hombre  corrido  y mejor  diríamos, 
corriente,  corredor;  el  que  habia  ido  á la  costa,  era  ya  un  hombre  de  mundo;  el 
que  habia  ido  mas  allá,  era  un  prodigio;  y venia  haciendo  gentes,  como  hombre 
inaudito  y nunca  visto,  el  que  habia  estado  en  París  de  Francia. 

Un  milagro  de  la  ciencia  y de  la  industria  ha  hecho  que  nos  parezca  ya  un 
sueño  hasta  ridículo  lo  que  era  entonces  lógico,  necesario,  fatal.  ¿No  es  un  mila- 
gro tender  por  toda  la  superficie  de  la  tierra,  un  camino  llano  como  la  palma  de 
la  mano,  perforando  montes,  rellenando  abismos,  cruzando  rios,  para  abreviar  y 
hasta  casi  suprimir  el  tiempo  y el  espacio? 

Antes  se  necesitaba  un  mes  para  ir  de  Sevilla  á Madrid:  ahora  se  duerme  uno 
en  Madrid,  se  despierta  en  Zaragoza,  come  en  Lérida,  y cena  en  la  capital  del 
Principado. 

Pero  inútil  seria  ese  prodigioso  medio  de  locomoción  que  nos  lleva  y trae, 
como  en  alas  del  viento,  si  hubiera  ahora  como  antes,  en  medio  de  la  vía,  un  som- 
brero y en  medio  del  sombrero  un  rosario,  casi  á las  puertas  de  las  ciudades,  y ya 
en  el  despoblado  tropa  ligera  de  á pié  y de  á caballo,  que  no  dejara  por  registrar 
bolsillo  de  viajero  ni  cofre  de  equipaje,  que  seria  botin  de  guerra. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


309 


Y si  no,  recordad  las  muchas  dificultades  y no  pocos  peligros,  ante  los  cuales 
tenia  que  detener  su  triunfal  marcha  la  locomotora,  durante  la  guerra  de  los  car- 
listas, con  ser  estos  tropa  mas  pesada,  aunque  no  menos  registrona.  Fusilamien- 
tos de  empleados,  incendios  de  estaciones,  levantamiento  de  rails,  descarrilamien- 
to de  trenes,  registro  de  bolsillos  y equipajes... 

No,  no  hubiera  sido  posible  aprovecharnos  de  este  gran  invento,  poderoso  fac- 
tor  de  nuestra  riqueza  y de  nuestra  cultura  actual,  sin  haber  exterminado  los  sal- 
teadores de  caminos,  y hasta  la  gente  sospechosa  en  despoblado. 

¿Y  quién  ha  hecho  ese  importantísimo  servicio  á la  causa  de  la  civilización 
en  que  vivimos,  protegiendo  la  seguridad  personal,  guardando  los  intereses  pú- 
blicos, garantizando  vidas  y haciendas  contra  los  antiguos  riesgos? 

No  nos  incumbe  averiguar  aquí,  por  lo  que  hace  á otros  países:  en  España  lia 
hecho  ese  gran  servicio  la  Guardia  Civil. 


II 

No  hay  en  la  historia  de  nuestro  honorable  ejército  un  cuerpo  mas  meritorio 
que  la  Guardia  Civil , sea  dicho  sin  agravio  de  los  demás,  todos  dignísimos. 

Débese  esta  excelencia  á su  doble  carácter  cívico-militar,  que  le  permite  re- 
unir, á favor  de  una  organización  bien  estudiada,  lo  mejor  de  la  ordenanza  y de 
la  urbanidad. 

La  guardia  civil,  sin  la  ordenanza,  seria  un  cuerpo  de  alguaciles  ó cosa  pare- 
cida: sin  la  urbanidad,  seria  un  regimiento,  ó diez  regimientos  mas. 

V no  es  sino  lo  que  debe  ser,  puesta  en  su  justo  medio  y respondiendo  al  fin 
de  su  instituto,  mas  social,  menos  belicoso  ó rígido  que  el  de  cualquier  otro  cuer- 
po; una  milicia  que  se  calienta  al  hogar,  como  una  familia,  ó una  gran  familia 
armada  para  protejer  á las  demás  donde  no  alcanza  la.  vista  ni  el  brazo  de  la  au- 
toridad. 

Por  los  beneficios  que  dispensa,  persiguiendo  á los  criminales  y dejando  ex- 
péditos  los  caminos  y seguro  contra  toda  violencia  el  despoblado,  la  guardia  civil 
es  también  la  institución  mas  simpática  á la  gente  honrada,  por  supuesto,  que  la 
de  mal  vivir  no  puede  verla  ni  pintada,  dándole  con  su  antipatía  testimonio  in- 
consciente pero  asaz  valioso  de  su  merecimiento. 

Pero  ved  qué  cosa:  la  policía  que  dentro  de  las  poblaciones  tiene  el  mismo  ins- 
tituto de  perseguir  gente  no/i  sanóla,  es  un  cuerpo  odioso  para  todos.  Y es  que  ser- 


370 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


vil  instrumento  del  poder  que  la  mantiene,  persigue  muy  á menudo  á los  hombres 
de  bien  por  una  causa  política. 

La  guardia  civil  no  pierde  nunca  su  concepto  de  imparcial  y severa  ni  su  es- 
timación de  honrada  y digna,  porque  no  deja  de  perseguir  nunca,  pero  solo  á los 
malhechores. 

Es  su  deber  escrito  y se  lo  sabe  de  memoria. 

El  cumplimiento  del  deber  es  el  honor  militar. 

Y el  honor  militar  es  el  espíritu  encarnado  en  esta  institución  civil,  brazo  de- 
recho y fuerte  de  nuestros  tribunales  de  justicia,  gloria  de  nuestro  ejército,  en  lo 
que  le  respecta,  y herencia  de  un  gobierno,  que  solo  por  este  título,  merecería 
bien  de  la  patria. 

¡Lástima  grande  que  alguna  vez  en  nuestras  revueltas  políticas,  gobiernos 
débiles  y desatentados,  posponiéndolo  todo  á su  ambición  de  mando,  apartaran 
torpemente  de  su  exclusivo  instituto  á la  benemérita  guardia,  trayéndola  á,  su  al- 
rededor para  fortalecerse  y conservar  el  poder ! 

Obligada  á cumplir  deberes,  que  no  eran  suyos,  y siendo  la  obediencia  honor, 
muy  especialmente  en  frente  del  peligro,  la  guardia  civil  hubo  de  chocar  con  la 
opinión  y arrostrar  el  enojo  del  pueblo,  bien  á,  pesar  suyo. 

Porque  fué  á su  pesar,  luego  que  las  pasiones  se  calmaron  y volvió  ella  á su 
peculiar  servicio,  quedó  muy  bien  rehabilitada,  y otra  vez  en  la  justa  posesión 
del  respeto,  estimación  y amor,  no  mas  que  un  momento  suspendidos. 

No  es  tampoco  molesta  la  guardia  civil  en  la  prestación  de  sus  valiosos  y me- 
ritísimos  servicios.  ¡Qué  sierpe  tan  larga  y embarazosa  la  de  cualquier  cuerpo  de 
ejército  vente  ó viniente! 

La  guardia  civil  no  tiene  esa  interminable  cola;  al  contrario,  su  mérito  está, 
en  sus  múltiples  fracciones,  y solo  tiene  parejas.  Así,  con  su  escaso  personal,  cu- 
bre todo  el  servicio  de  España. 

¡Y  qué  tejer  y destejer  en  la  tarea  también  interminable  de  enseñar  y apren- 
der el  ejercicio  al  ronco  son  de  cajas  y trompetas! 

Compuesta  de  veteranos  ó de  soldados  cumplidos,  la  guardia  civil  nació  ense- 
ñada ya,  y enseñada  sigue  por  mas  que  se  remueve,  estorbándole  á ella,  como  á 
nosotros,  el  ronco  son  para  estudiar  procedimientos  y urbanidad,  cosa  que  no  se 
aprendió  en  los  cuerpos  de  procedencia. 

La  Revolución  de  Setiembre,  que  recibió  todo  lo  antiguo  á beneficio  de  inven- 
tario, dando  muy  especialmente  tajos  y mandobles  en  el  ejército,  no  sino  con  los 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


371 


brazos  abiertos  recibió  á la  guardia  civil,  con  ser  creación  de  un  gobierno  mode- 
rado. ¿No  es  esto  una  prueba  mas  de  su  gran  merecimiento? 

Acaso  sea  este  el  único  punto  en  que  están  de  acuerdo  todos  los  partidos,  des- 
de el  mas  reaccionario  hasta  el  mas  radical. 

Es,  en  efecto,  una  gran  cosa,  esta  institución  armada,  pero  no  hostil;  cívica, 
pero  no  papal. 

Con  este  doble  carácter  entre  militar  y civil,  y hasta  con  jurisdicción  especial 
en  despoblado,  hubo  allá,  en  la  Edad  Media,  una  especie  de  iglesia  militante, 
cuyo  instituto  era  también  perseguir  á los  malhechores  en  los  caminos  reales  y 
aun  ahorcarlos  dentro  de  su  fuero. 

Era  esta  especie  de  milicia  silvestre,  la  Santa  Hermandad  de  los  cuadrilleros, 
ó mas  técnicamente:  Cuadrilleros  de  la  Santa  Hermandad . 

Mas  fuera  por  vicio  de  organización,  fuera  por  su  mismo  pecado  original,  que 
la  torcia  á un  fin  político,  con  descuido  y aun  abandono  de  su  deber  ostensible,  y 
no  pocas  veces  con  mal  encubierta  complicidad  en  las  fechorías  que  debiera  per- 
seguir; fuera  porque  las  costumbres  no  admitían  aun  la  depuración  que  con  el  sé- 
quito de  mil  virtudes  y conveniencias  públicas,  pudieron  ya  admitir  los  nues- 
tros; fuera,  en  fin,  por  lo  que  fuera,  ello  es  lo  cierto  que  aquella  institución  no 
respondió  nunca  bien  á las  necesidades  y exigencias  del  servicio;  que  abusó  de  su 
fuero  y jurisdicción  de  una  manera  tan  arbitraria  como  torpe;  que  concitó  contra 
sí  el  odio  de  las  gentes  honradas,  que  en  presencia  de  tales  demasías,  extorsiones 
y desafueros,  hubieron  de  preferir  tener  ladrones  á tener  cuadrilleros  de  la  Sania 
Hermandad '. 

Pecadora  seria  esta  Santa  Hermandad , cuando,  con  aplauso  de  sus  contempo- 
ráneos, pudo  decir  nuestro  inmortal  Cervantes,  por  boca  de  su  Ingenioso  Hidalgo: 

— Venid  ladrones  en  cuadrilla,  que  no  cuadrilleros  de  la  Santa  Hermandad . 

III 

El  guardia  civil  es  un  soldado  perfecto,  carré,  en  expresión  napoleónica,  donde 
quiera  que  el  servicio  le  exija  virtudes  militares;  y es  todo  un  caballero  en  sus 
relaciones  sociales,  dentro  y fuera  del  servicio. 

No  podia  ser  de  otra  manera,  dados  sus  antecedentes  y consiguientes,  sus  años 
de  servicio  y su  educación,  ó en  una  palabra,  su  solicitud,  siempre  dispuesta  en- 
tre dos  cuidados,  entre  dos  estímulos,  entre  dos  deberes  ó séries  de  deberes:  la  or 
denanza  y la  cartilla. 

t/ 


372 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Dijimos  anteriormente  que  la  guardia  civil,  por  lo  que  hace  á su  instrucción 
militar,  había  nacido  enseñada  y sigue  lo  mismo  por  mas  que  se  remueve  llenando 
incesantemente  sus  bajas  naturales. 

Y en  efecto,  habiéndose  creado  con  soldados  que  hicieron  ya  su  campaña,  v 
renovándose  siempre  con  iguales  elementos,  tiene  siempre  en  sí,  como  ciencia 
infusa,  toda  la  instrucción  militar  que  necesita,  tanto  mas,  cuanto  que  todos  ó 
casi  todos  los  guardias  fueron  clases  en  el  ejército. 

Después  de  esto,  mas  y mas  ennoblecida  con  sus  verdaderos  méritos,  no  abre 
la  institución  su  seno  á todos  los  pretendientes;  y como  no  obstante  el  rigor  de  los 
requisitos,  son  muchos  los  que  pretenden,  con  muy  honrosas  hojas  de  servicios, 
puede  elegir,  y elige  efectivamente,  entre  lo  bueno,  lo  mejor. 

Hay  simple  guardia,  que  aparte  de  otros  méritos  de  que  dan  notorio  y fide- 
digno testimonio  las  cintas  y medallas  y cruces  que  en  su  pecho  ostenta,  se  sabe 
de  memoria  toda  la  instrucción  sin  faltar  punto  ni  coma,  desde  el  recluta  que  lle- 
nare á una  compañía,  hasta  la  obligación  del  capitán,  hasta  la  obligación  del  co- 
mandante, hasta  la  obligación  del  coronel;  todas  las  leyes  penales,  toda  la  docu- 
mentación de  las  oficinas  de  detall;  porque  este  simple  guardia,  fué  sargento  en- 
cargado de  la  coronela  de  su  regimiento.  No  hay  para  qué  decir  si  sabrá  este 
simple  guardia  llenar  sus  deberes  militares. 

Pero  no  hay  que  particularizar.  Como  todo  lo  asimila  y adapta  la  costumbre, 
que  es  segunda  naturaleza,  el  veterano,  el  soldado  viejo,  (que  así  se  llama  aun 
(|ue  sea  joven,  el  que  ya  no  es  quinto)  se  ha  hecho  ya  tan  personales  y propias 
las  funciones  militares  que  no  sino  parecen  en  él  otras  tantas  funciones  fisiológi- 
cas; y con  el  deber  aprendido  y la  disciplina  encarnada,  esa  disciplina  que  da  la 
precisión,  la  matemática  de  la  exactitud,  como  las  horas  el  reloj,  el  guardia,  en 
su  concepto  de  soldado,  marcha  como  un  reloj;  es  un  reloj. 

En  cuanto  á su  carácter  civil,  el  guardia  no  nace  ya  hecho,  pero  se  hace  muy 
pronto  con  el  amor  al  oficio  y á la  cartilla. 

¿Sabéis  qué  es  la  cartilla  del  guardia  civil? 

Es  como  el  azúcar  en  el  amargo  café;  es  el  contrapeso  de  la  ordenanza:  es  su 
carta  de  recomendación,  de  presentación...  es,  en  fin,  un  tratado  de  urbanidad. 

La  urbanidad  es  también  moral  en  cierto  modo. 

No  es  moral  teológica,  ni  filosófica,  ni  interna;  es  una  moral  exterior,  de 
afuera,  que  se  vé  en  el  que  la  tiene.  Está  en  las  palabras,  en  los  ademanes,  en 
las  formas,  en  las  relaciones,  en  la  sociabilidad. 


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Tomadas  de  coro  las  reglas  de  este  pequeño  código  ni  técnico,  ni  severo,  ni 
penal,  sino  afectuoso,  dulce,  simpático,  está  en  aptitud  ya  el  guardia,  de  conciliar 
la  tirantez  del  oficio  con  los  respetos  y consideraciones  que  debe  á todo  el  mundo, 
pudiendo,  sin  faltar  á su  deber,  ser  basta  cortés,  y sino  atento,  y sino  comedido, 
á lo  menos  prudente.  Basta  la  prudencia  para  hacer  recomendable  y digno  al  que 
funciona  con  armas  en  la  mano,  al  que,  aun  siendo  civil,  tiene  fuero  de  guerra, 
tan  ocasionado  á abusos  y demasías,  cuando  no  lo  tiene  á raya  la  prudencia. 

Pero  tiene  mas  el  guardia  civil:  tiene  á la  mano  siempre  toda  la  urbanidad, 
pues  se  sabe  al  dedillo  todas  las  reglas  de  su  cartilla. 

No  lo  vereis  nunca  fumar  por  la  calle,  aunque  vaya  de  paseo;  ni  menos  donde 
el  humo  pueda  incomodar,  sin  prévio  permiso  de  los  circunstantes. 

Nunca  le  oiréis  groseros  dicharachos  de  cuartel,  ni  menos,  mucho  menos,  esas 
blasfemias  tan  comunes  entre  la  soldadería. 

Jamás  habréis  oido  que  se  baya  propasado  un  guardia  con  ninguna  mujer,  aun 
hallada  en  despoblado,  ni  que  haya  faltado  al  decoro  debido  á una  señora  con  pa- 
labra alguna  malsonante  en  su  roce  diario  con  toda  clase  de  personas  en  las  esta- 
ciones y trenes. 

Entrar  en  una  casa  sin  anunciarse  y descubrirse  y saludar,  jamás.  Y llamar 
soldadesca  y vulgarmente,  apatrona,  al  ama  de  casa,  nunca.  El  ama  de  la  casa  es 
siempre  para  él  la  señora  de  su  casa,  y como  tal  la  trata. 

Sentarse  no  se  sentará  sino  lo  autorizáis  con  insistencia,  porque  la  primera  y 
la  segunda  vez,  contestará  que  está  como  debe,  de  pié  y cortésmente  inclinado  en 
actitud  de  recibir  vuestras  órdenes.  Y donde  quiera  que  le  dirijáis  la  palabra,  si 
está  sentado,  luego  al  punto  se  levanta;  si  de  pié,  mas  aína  se  apresta  á vuestro 
obsequio. 

No  tutea  á nadie  con  la  abusiva  franqueza,  libertad  ó licencia  del  soldado;  el 
guardia,  que  en  punto  de  urbanidad,  es  antes  civil  que  militar,  sabe  el  trata- 
miento que  á cada  cual  corresponde,  y si  tutea  al  camarada,  da  merced  á todo  el 
mundo,  salvo  cuando  ha  de  dar  excelencia  ó señoría. 

Cuando  va  ó viene,  fuera  de  servicio,  vereis  como  siempre  cede  la  derecha  de 
la  acera  á las  señoras,  á los  sacerdotes,  á los  ancianos,  á todas  las  personas  de  res- 
peto. 

¡ Lástima  que  muchas  veces  se  engañe  haciendo  honor  á quien  no  tiene  cosa 
de  eso;  pero  en  punto  de  urbanidad,  el  guardia  quiere  pecar  siempre  mas  bien 
por  carta  de  mas  que  por  carta  de  menos. 

TOMO  X. 


47 


374 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Tiene  el  guardia  civil  otro  mérito,  que  no  es  ciertamente  de  guerra,  sino  ex- 
clusivamente personal,  y lo  acaba  de  hacer  aceptable  y simpático  en  el  fuero  or- 
dinario ó común,  digámoslo  así,  especialmente  entre  las  mujeres,  y es  la  estampa, 
la  presencia.  Siendo  uno  de  tantos  requisitos  para  la  admisión  en  el  benemérito 
cuerpo  que  supere  en  no  sé  cuántas  pulgadas  los  cinco  piés  de  rey  de  la  estatura 
regular,  el  guardia  civil,  así  como  nace  instruido  en  el  ejercicio,  nace  también 
hecho  un  buen  mozo.  Y en  verdad,  no  deja  de  ser  una  recomendación  esta  ven- 
taja, aun  para  los  mismos  hombres.  Siempre  vale  mas  el  hombre  que  está  arriba, 
que  no  el  mequetrefe  que  está  abajo. 

El  soldado  en  tiempo  de  paz  no  añade  un  mérito  mas  en  su  hoja  de  servicios. 
Ha  de  encenderse  la  guerra  para  añadirlos;  pero  ¡ay!  aquellos,  como  estos,  siem- 
pre son  méritos  de  sangre. 

El  guardia  civil,  al  contrario,  es  un  soldado  de  paz,  y tiene  una  gran  hoja  de 
méritos,  tan  larga  como  brillante,  porque  son  diarios  sus  servicios  y no  sangrien- 
tos sus  méritos. 

Capturas  de  reos  sueltos  reclamados  por  los  tribunales;  sorpresas  de  sospecho- 
sos que  no  van  por  buen  camino;  extinción  de  incendios,  salvando  vidas  agenas, 
con  peligro  de  la  propia,  auxilio  en  las  inundaciones,  luchando  contra  todas  las 
inclemencias  del  cielo  y de  la  tierra  para  disputarle  víctimas  á la  misma  muerte, 
siempre  con  menosprecio  del  peligro  propio  y con  la  heroica  abnegación  de  los 
mártires  militares;  noches  de  hielo  en  emboscada  esperando  al  ladrón  ó al  asesino 
para  que  esté  segura  la  hacienda  y tranquila  la  vida  amenazada;  dias  de  asfixia  , 
respirando  polvo  y fuego,  en  despoblado,  para  que  hasta  la  tímida  doncella  que 
haya  de  hacer  su  camino,  pueda  decir:  ¡Ya  no  tono!  al  ver  brillar  á lo  lejos  las 
armas  del  génio  tutelar  de  los  caminos. 

Hé  aquí  entresacados  los  servicios  diarios  del  guardia  civil,  y todos  estos  ser- 
vicios no  sino  son  méritos. 

Acostumbrado  á ellos,  no  se  entusiasma  al  referirlos  el  jefe  que  en  la  hoja  los 
consigna. 

Ved  qué  modestia: 

«Este  individuo  salvó  un  niño  que  habia  caido  en  una  balsa  y á su  madre 
que  se  tiró  á salvarlo  y se  ahogaban  los  dos,  en  el  cortijo  de  Alfaraz  de  esta  pro- 
vincia. » 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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Y sin  embargo,  hay  aquí  asunto  é inspiración  para  todo  un  drama. 

Era  amplia  y profunda  aquella  balsa  como  un  pantano,  como  un  brazo  de  mar; 
y estaba  llena  ó casi  llena,  porque  el  motor  de  la  noria  era  un  aparato  de  viento, 
y el  viento,  muy  fuerte  aquella  tarde,  volteaba  sus  aspas  con  celeridad  vertigi- 
nosa . 

Ramona  Gutiérrez,  mujer  del  aparcero,  estaba  lavando,  arrodillada  sobre  el 
ancho  borde  de  la  balsa,  v el  menor  de  sus  hijos,  pequeñuelo  de  cinco  á seis  años, 
jugueteaba  en  el  alto  terraplén,  que  conducia  á pié  llano  desde  el  cortijo  á la 
balsa. 

De  pronto  oyóse  un  grito  infantil  y se  vio  caer  algo  pesado,  que  se  tragó  sú- 
bito el  agua. 

Era  el  párvulo. 

La  madre  dió  otro  grito  y se  levantó  de  un  salto  como  una  leona. 

— ¡Miguel!  ¡Hijo!  ¡Hijo  mió!... — gritó  otra  vez  con  ronca  voz  de  acento  ini- 
mitable, encorvándose  y mirando  con  ojos  que  saltaban  de  sus  órbitas  al  centro 
de  las  ondulaciones  producidas  en  el  agua  por  el  cuerpo  hundido... 

El  párvulo  no  reaparecía. 

— ¡Antonio!  ¡Juan!  ¡Dios  mió!... — volvió  á gritar  la  madre  loca  ya  de  do- 

loU  y 

Se  arrojó  al  agua  por  el  mismo  punto. 

El  agua  se  la  tragó  también. 

Pero  volvió  á la  superficie  muy  luego,  trayendo  en  los  brazos  á su  hijo. 

Con  él  abrazado  volvió  al  fondo  y volvió  á subir  y á bajar  y á subir  otra  vez. 

Nadie  venia  en  su  ayuda,  á pesar  de  sus  desgarradores  gritos  cada  vez  que 
sacaba  fuera  del  agua  la  cabeza;  y se  ahogaban  los  dos... 

Un  tercer  golpe  se  sintió  en  el  agua,  estrepitoso  y violento,  como  si  hubiera 
caido  en  ella  algún  gigante. 

El  agua  no  se  tragó  esta  vez  al  que  cayó. 

Era  un  guardia  civil. 

Era  Manuel  Rodríguez  Molina. 

El  desenlace  de  este  interesante  drama  ya  se  sabe  por  la  modesta  nota;  tan 
modesta  que  ni  dice  que  el  Rodríguez  Molina  se  tiró  á la  balsa  sin  quitarse  mas 
que  el  correaje,  y que  solo  aceptó  un  vaso  de  vino,  rechazando  nobilísimamente 
la  pobre  propina  «que  le  ofreció  de  muy  buena  voluntad  el  agradecido  aparcero,  no 
por  pobre,  sino  por  indigna  de  un  guardia  civil  como  Manuel  Rodríguez  Molina. 


376 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


A propósito  de  propinas,  podemos  referir  un  caso  que  honra  igualmente  á la 
benemérita  guardia  y que  presenciamos  nosotros  en  una  inundación  de  Sevilla. 

Un  simple  guardia  civil  liabia  prestado  un  buen  servicio  á un  comerciante, 
cuyo  almacén  no  era  sino  una  cisterna.  El  comerciante  después  de  darle  las  gra- 
cias sacó  su  portamonedas  y le  ofreció  cinco  duros  en  una  pieza.  El  guardia  la 
rechazó,  no  con  grosería,  pero  sí  con  alguna  rudeza.  Creyendo  que  fuera  codicia 
lo  que  no  era  sino  decencia,  el  comerciante  le  ofreció  abierto  el  portamonedas  para 
que  se  despachara  á su  gusto. 

Nunca  hemos  visto  la  expresión  de  la  vergüenza  mas  elocuente  que  entonces; 
el  guardia,  sencillo  y rudo,  no  tuvo  palabras  con  que  rechazar  el  agravio,  pero  se 
puso  rojo  como  una  amapola,  trémulo  como  un  azogado  y se  le  saltaron  las  lágrimas. 

El  comerciante  recogió  velas  al  punto,  reconociendo  satisfactoriamente  su  in- 
conveniencia. Quiso  llevarlo  á un  café,  y el  guardia  se  escusó  con  el  servicio. 

— Acepte  usted  siquiera  un  cigarro  mió, — le  dijo  echándole  un  brazo  al 
cuello. 

— Con  mucho  gusto, — contestó  el  guardia. 

El  uno  y el  otro  sacaron  sus  petacas. 

El  guardia  aceptó  el  cigarro  del  comerciante,  pero  el  comerciante  tuvo  que 
aceptar  el  que  le  ofreció  á su  vez  el  guardia. 

Fué  un  cambio,  y quedaron  en  pata. 

Otro  guardia,  en  la  misma  inundación,  tuvo  que  aceptar  una  suma,  muy  im- 
portante, que  el  duque  de  Montpensier  liabia  ofrecido,  como  premio,  al  que  con 
riesgo  de  su  vida  salvara  de  inminente  peligro  á una  niña  abandonada  en  una 
casa  arruinada  por  las  aguas. 

El  guardia  la  liabia  salvado  sin  mas  estímulo  que  el  de  su  abnegación,  como 
quiera  que  ignoraba  el  ofrecimiento  del  duque. 

Después  de  haberlo  aceptado,  retuvo  el  dinero  en  la  mano  algunos  momentos, 
pensando,  sin  duda,  cómo  saldria  del  compromiso  sin  desaire  de  S.  E. 

Luego  preguntó  al  presidente  de  la  comisión  de  auxilios  que  le  liabia  entre- 
gado la  suma: 

— ¿Es  esto  mió,  mió' 

— Sin  duda  ninguna. 

Dejó  pasar  otra  pausa  y añadió: 

— ¿De  manera  que  puedo  disponer  de  mi  dinero  según  me  parezca  conve- 
niente? 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


377 


— A su  arbitrio. 

— ¡Pues  allá  va  otra  vez  la  cantidad! 

— ¿Para  qué? 

— Para  el  fondo  de  calamidades  públicas. 

— ¡Viva  la  Guardia  Civil! — dijo  el  presidente. 

— -¡Viva! — contestamos  los  circunstantes  con  verdadero  entusiasmo. 


Si  hubiera  en  España  mejores  gobiernos  que  los  que  se  estilan,  dicho  sea  sin 
agraviar  á ninguno,  pues  imparciales  con  todos,  reconocemos  franca  y noble- 
mente que  todos...  son  peores,  pudieran  hacerse  muchas  cosas  buenas;  y una  de 
ellas  seria  ciertamente  el  aumento  de  la  guardia  civil  al  doble  de  su  personal.  El 
que  hoy  tiene,  no  basta  á satisfacer  todas  las  necesidades  y exigencias  de  un  ser- 
vicio que  envuelve  como  una  inmensa  red  todo  el  territorio  español. 

El  servicio,  sin  embargo,  se  hace,  y se  hace  bien;  pero  hay  que  agradecerlo, 
no  á la  previsión  de  los  gobiernos,  sino  á la  virtud  de  la  misma  institución,  que 
suple  la  falta  de  número  con  su  actividad  infatigable,  con  su  firmísima  constan- 
cia, con  su  fervoroso  celo,  con  esa  repartición  ó ubicuidad  con  que,  sea  siquiera 
con  una  pareja,  se  hace  ver  en  todas  partes. 

Pero  no  basta  hacerse  ver  en  la  persecución  de  criminales;  es  preciso  hacerse 
sentir.  Y para  esto  le  falta  fuerza,  número,  plazas. 

Por  eso  es  posible  aun,  con  mengua  de  nuestra  cultura,  que  campee  por  sus 
respetos  algún  prófugo  de  justicia,  volviendo  á sus  fechorías,  y alarme  de  vez  en 
cuando  esta  ó aquella  provincia  alguna  partida  de  ladrones,  jugando  al  escondite 
con  la  guardia  civil. 

¡Oh!  Si  este  cuerpo  tuviera  doble  fuerza  para  estrecharlas  mallas  y fortalecer 
los  nudos  de  su  inmensa  red,  entonces  cargados  de  oro  y plata  iríamos  mas  segu- 
ros por  los  caminos  que  por  las  calles  de  las  ciudades,  inclusa  la  villa  y córte. 

Y este  precioso  aumento  pudiera  hacerse  hasta  sin  gravámen  del  erario  pú- 
blico. 

¿Cómo  se  baria  este  milagro? 

De  la  manera  mas  sencilla  y fácil  del  mundo:  castigando  el  presupuesto  de  la 
guerra,  suprimiendo  en  el  ejército  tantas  plazas  como  se  aumentaran  en  la  guar- 
dia civil,  ó mas  ó menos,  según  pudiera  la  compensación. 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


guardia  quedaría  redondeada,  y cuadrado  el  ejército,  porque  justamente  le 
sobra  á éste  lo  que  le  falta  á aquella. 

\ a que  no  se  haga  esta  compensación  por  no  ser  mas  que  conveniente,  debie- 
ra hacerse  otra,  que  es  justa.  Considerando  lo  duro  y fatigoso  de  un  servicio  sin 
solución  de  continuidad,  porque  es  de  todos  los  dias  y noches;  considerando  la 
alta  importancia  que  para  la  seguridad  personal  y los  intereses  públicos  y priva- 
dos, tiene  ese  nunca  bien  alabado  servicio;  considerando  que  el  guardia,  por  lo 
que  tiene  de  civil,  es  un  vecino  honrado,  ó padre  de  familia  que  apénas  puede 
mantener  la  suya,  mientras  se  mata  guardando  haciendas  y vidas  agenas;  consi- 
derando esto  y otras  cosas  mas,  deberían  aumentársele  sus  haberes,  singravámen 
del  erario,  por  supuesto,  castigando  siempre  el  presupuesto  de  la  guerra. 

No  se  vaya  á creer  por  esto  que  somos  enemigos  del  ejército;  del  presupuesto 
de  la  guerra,  sí.  Por  eso  quisiéramos  castigarlo,  no  ya  solo  en  beneficio  de  la 
guardia  civ  il,  sino  también  de  los  maestros  de  escuela. 

Pero,  según  andan  los  tiempos,  hay  que  resignarse  al  statu  quo,  estado  que 
es  aquí  de  abandono. 

A lo  que  no  nos  resignaríamos  de  ninguna  manera,  si  nuestro  cuerpo  huma- 
no fuera  el  de  la  guardia  civil,  seria  á la  mortificación,  al  verdadero  martirio  que 
le  impone  su  absurda  y condenable  indumentaria. 

Condenable  por  absurdo,  esto  es,  por  no  responder  á sus  fines,  es  siempre  la 
vestimenta  ó uniforme  de  todos  los  cuerpos  del  ejército;  pero  en  este  cuadro  no 
cabe  mas  que  la  guardia  civil,  y á ella  sola  debemos  atenernos. 

Aunque  de  paso,  bien  pudiéramos  decir  para  que  quede  dicho,  y no  inoportu- 
namente, que  en  nuestro  ejército  se  pospone  siempre  en  el  vestir  la  comodidad, 
la  conveniencia,  á la  estética,  si  hay  estética  en  los  ceñimientos  y colorines. 

La  lógica,  el  buen  sentido  y hasta  la  seriedad  exigen  que  para  el  traje  mili- 
tar se  tomen  las  medidas  al  servicio,  y á su  gusto  se  elijan  los  colores;  y esto 
precisamente  es  lo  que  vamos  á hacer  ahora:  vestir  y equipar  á la  guardia  civil 
de  una  manera  conveniente  y racional. 

¿Por  dónde  empezaremos  á cortar? 

Por  lo  sano,  es  decir,  por  la  cabeza,  que  es  lo  principal. 

Pues  bien,  el  tricornio  que  desde  su  creación  usa  la  benemérita  guardia,  es  la 
invención  mas  estúpida  que  pudo  entrar  en  cabeza  humana,  llien  que  no  es  el 
tricornio  el  que  entra  en  la  cabeza,  sino  la  cabeza  la  que  entra  en  el  tricornio. 

Sea  como  quiera,  es  contraproducente,  como  los  argumentos  mal  hechos,  que 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


370 


se  vuelven  contra  quien  los  usa,  y feo  de  por  sí,  desgraciado  y hasta  ridículo, 
amen  de  contraproducente. 

No  hay  sino  decir  que  es  un  sombrero  que  no  es  sombrero,  el  cual  se  llama 
así  en  castellano  porque  hace  sombra  para  preservar  del  sol,  y chapean  en  francés 
porque  preserva  del  agua.  Pues  no  se  pierde  ni  un  rayo  de  sol  ni  menos  una  gota 
de  lluvia  con  el  dichoso  tricornio,  y mas  puesto  en  batalla  ó de  través,  como  quie- 
ra que  todos  los  rayos  del  sol  hieren  directamente  los  ojos  y tuestan  la  cara  del 
guardia  civil,  y todas  las  gotas  de  lluvia  se  escurren,  y corren  y entran  sin  nin- 
guna dificultad  por  el  corbatin  hasta  salir  por  los  mismísimos  talones. 

El  guardia  civil,  expuesto  siempre  á la  intemperie,  debiera  usar  un  verdade- 
ro sombrero:  la  forma  es  indiferente;  lo  esencial,  que  tenga  grandes  alas  y sea 
todo  impermeable. 

Nada  de  ceñiduras  ni  opresiones  para  el  que  haya  de  hacer  servicios  fatigo- 
sos. Afuera  el  corbatin  y el  aboton amiento.  El  corbatin  debiera  ser  ligera  cor- 
bata, casi  una  cinta;  y la  levita,  abierta,  con  chaleco,  sobre  el  cual  pudiera  sola- 
parse á comodidad  del  interesado. 

El  pantalón  no  es  lo  mas  á propósito  para  el  servicio  pedestre,  habiendo  de 
andar  eternamente  el  guardia  unos  dias  por  fango,  otros  por  polvo  en  carreteras  v 
caminos,  y otros  dias  entre  riscos,  otros  entre  matorrales,  en  persecución  de  mal- 
hechores. El  pantalón  del  guardia  debiera  ser  calzón  amplio  hasta  la  rodilla  ó 
poco  mas  abajo,  donde  lo  prendiera  una  polaina  de  cuero. 

¿Qué  diremos  del  correaje,  esas  dos  cinchas  cruzadas  sobre  el  pecho,  que  re- 
siste el  pobre  guardia  civil,  cuando  una  sola  no  puede  resistir  un  caballo? 

El  correaje,  de  que  se  quejan  con  razón  todos  los  soldados,  donde  no  los  oye 
la  ordenanza,  es  la  cruz  mas  pesada  del  servicio. 

— ¿Cómo  se  queda  usted  atrás? — decia  un  oficial  suelto  á su  asistente,  que  se 
rezagaba  subiendo,  peclibus  andando  los  dos,  una  abrupta  y larga  cuesta. 

— Mi  alférez, — contestó  el  asistente  indicando  las  cruzadas  correas  que  le 
oprimian  el  pecho, — como  se  quedó  Nuestro  Señor  Jesucristo  debajo  de  la  cruz 
de  los  azotes. 

Tan  duro  y pesado  es  el  correaje.  Fatiga  en  camino  llano;  quebranta  y postra 
cuesta  arriba;  embaraza  y retarda  el  servicio;  y después  de  todo,  es  supérfluo,  in- 
útil. Si  su  objeto  es  sostener  la  cartuchera  y el  sable,  basta  para  eso  el  cinturón: 
la  cintura  puede  sufrir  la  presión  que  no  sufre  el  pecho  sin  ahogo. 

Pero  el  cinturón  del  guardia  debiera  ser  algo  como  canana  para  esquivar  otro 


380 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


embarazo,  el  de  la  cartuchera,  que  estorba,  además  de  dificultar  la  carga  en  fun- 
ción de  guerra. 

Como  si  todo  tendiera  absurdamente  á embarazar  mas  y mas  á quien  por  sus 
especiales  funciones  debiera  estar  mas  desembarazado,  suelto  y expedito,  hasta  el 
recado  de  escribir,  de  que  debe  estar  provisto  el  guardia  para  sus  procedimientos, 
es  otra  incomodidad,  otro  estorbo  mas,  como  quiera  que  para  este  objeto  lleva  á 
la  espalda  una  caja  de  cuero  ó maleta,  que  aumentan  todavía  las  correas  y por 
consiguiente  la  impedimenta,  digámoslo  así. 

¿Para  qué  son  los  fósforos  de  Cascante?  diremos  como  el  personaje  de  una  co- 
media de  Bretón,  que  estaba  á oscuras  con  una  caja  de  cerillas  en  la  mano. 

Hoy  dia  se  lleva,  no  ya  recado  de  escribir,  sino  petaca  y botiquin  en  una  car- 
tera de  bolsillo. 


"VI 


Para  concluir: 

El  guardia  civil  es  un  tipo  de  doble  carácter,  honorable,  digno  y meritorio 
por  uno  y otro  concepto. 

Como  militar,  es  franco,  valiente  y pundonoroso. 

(fomo  civil,  atento,  servicial  y bien  hablado. 

Recorriendo  todos  los  caminos  y todos  los  pueblos,  para  protejer  la  vida  y los 
intereses  de  todos,  con  celo  siempre,  con  abnegación  muchas  veces,  es  un  factor 
reconocido  de  la  moralidad  pública  y de  la  cultura  que  alcanzamos,  mereciendo 
bien,  por  consiguiente,  primero,  de  los  individuos,  después  de  las  familias,  y al 
fin,  de  la  nación  entera. 

Con  tales  y tantos  títulos  á la  gratitud  de  los  buenos,  todos  los  hombres  de 
bien  lo  estiman,  lo  respetan,  le  tienden  mano  de  amigo. 

Hay,  sin  embargo,  quien  le  abomina  y odia  á muerte;  pero  este  odio  honra 
al  guardia  civil  tanto  como  nuestra  estimación  y respeto.  Este  es  el  odio  de  los 
asesinos,  de  los  salteadores,  de  los  criminales,  que  odian  también  á los  magistra- 
dos de  justicia,  y hasta  á la  misma  justicia. 


por  D.  Mariano  Ramiro. 


oh  vocación  o mama, 

A escribir  voy  unos  versos. 

Que  si  el  lector  halla  malos, 

Yo  los  tendré  por  muy  buenos, 
Para  tentar  su  paciencia 
Y hacerle  perder  el  tiempo. 

A mi  perezosa  musa 
Invoco,  dando  un  bostezo, 

Y ella  acude  soñolienta, 

Con  avinagrado  gesto. 

Por  metro  elijo  el  romance, 

Que  es  fácil,  sencillo  y suelto, 

Y por  asunto, — perdonen 
Ustedes,— al  usurero. 


TOMO  I. 


382 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


El  usurero  es  un  tipo 
Que  me  inspira  sin  esfuerzo: 

Lo  aborrezco,  y me  entusiasma, 
Lo  idolatro,  y lo  detesto. 

Lo  bendigo,  y lo  maltrato, 

Y,  por  morderle,  lo  beso. 

Por  todas  partes  lo  busco. 

Por  donde  quiera  lo  encuentro. 

Y cuando  no,  lo  adivino, 

Y muchas  veces,  lo  huelo. 

El  es  el  fiero  enemigo 

Del  que  no  tiene  dinero, 
Cercenador  de  jornales 

Y cortapisa  de  sueldos, 
Enciclopedia  de  leyes 

Y fabricante  de  apremios; 
Duende  de  los  tribunales, 
Forjador  de  enjuiciamientos, 
Recipiente  de  entredichos, 
Padre  del  tanto  por  ciento, 
Calamidad  de  los  hombres, 
Epidemia  de  los  pueblos. 

El  que  á los  buenos  esplota. 

El  que  desuella  á los  necios, 

Y es  con  los  cándidos,  cuco, 

Y es  con  los  listos,  camueso. 

Y con  lo  ageno  se  nutre, 

Y suspira  por  lo  ageno. 

Y come  de  lo  que  pilla. 

Y engorda  que  es  un  contento. 
\ o,  que  conozco  sus  mañas 

\ rindo  culto  á su  génio, 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


Hoy  lo  saco  á la  vergüenza, 

Lo  pregono,  lo  voceo, 

Lo  apostrofo,  lo  reclamo, 

Lo  calumnio,  lo  escarnezco, 

Y una  vez  puesto  en  berlina, 

Lo  señalo  con  el  dedo. 

Y ahora,  Judas,  al  oido 
Voy  á decirte  en  secreto 
Por  qué  te  zurro,  te  araño, 

Te  machuco,  te  revuelco, 

Te  atropello,  te  estrangulo, 

Te  pellizco  y te  aporreo: 

Me  prestastes  cuatro  duros, 

Me  reclamas  cuatrocientos; 

Tú  medras  multiplicando, 

Yo  agonizo  sustrayendo; 

Tú  me  quitas  las  pesetas 

Y yo  te  quito  el  pellejo. 

Tú  me  apremias,  yo  te  exhibo: 
Tú  me  estafas,  yo  me  quejo; 

Tú  me  insultas  con  tu  prosa, 

Yo  te  aplasto  con  mis  versos, 
Para  ver  si  acorto  el  plazo 
De  tu  visita  al  infierno. 

Pero,  en  fin,  hoy  me  has  servido 
De  asunto,  tema  ó pretexto, 

Para  emborronar  cuartillas 
ú desahogar  mi  humor  negro. 
¡Ay!...  ¡No  le  digas  ú nadie 
Que  no  te  pago,  y te  pego! 


ElsT  AMÉRICA  DEL  STTE. 


por  1).  Miguel  Portuoxdo  y Labra. 


orado  al  secreto  Je  los  mares  por  aquel  hombre  en  quien  la 
constancia  vale  bien  por  el  don  de  la  adivinación,  el  nuevo 
mundo  aun  no  ba  sido  del  todo  visto,  aun  no  lia  sido  del  to- 
do bien  comprendido.  La  hidrópica  sed  de  riquezas  que  ate- 
naza constantemente  á los  mortales  ba  llevado  á muchos  á 
surcar  los  mares  procelosos  donde  no  pocos  hallaron  holgada  tumba 
para  sus  cuerpos  aunque  jamás  fuera  bastante  grande  para  sepultar  su 
ambición,  y de  los  que  allá  llegaron,  los  mas,  vieron  aquello  con  ex- 
trañeza,  que  pasó  bien  pronto,  y diéronse  luego  á la  busca  y rebusca 
de  lo  que  mas  es  causa  de  que  el  hombre  se  afane  y luche. 

Casi  nada  de  lo  que  tenían  ante  la  vista  les  logró  detener,  y con 
insaciable  avidez  procuraron  internarse  en  el  seno  de  la  tierra , desgarraron  el  seno 
de  la  madre  común  de  que  liemos  surgido  y (pie  en  un  dia  nos  volverá  á recibir  en 
sus  entrañas  y buscaron  y rebuscaron  los  preciados  metales  que  mas  se  estiman 
porque  son  los  que  mas  valor  representan  en  el  mercado  del  mundo. 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


385 

Con  ellos  lia  habido  un  tiempo  en  que  se  ha  apagado  el  sol,  pues  gracias  á la 
abundancia  con  que  se  exportaban  pudo  decirse  que  en  esta  patria  querida,  pues 
nuestra  lo  es  también,  jamás  se  ponía  el  astro  brillante  que  alumbra  el  dia.  Otro 
mundo  hubiera  podido  comprarse  con  los  riquísimos  tesoros  extraídos  de  América, 
aun  restan  para  que  otro  pudiera  ser  adquirido,  y sin  embargo  aun  no  se  ha  ex- 
plotado la  fuente  de  riqueza  que  á mas  hombres  puede  hacer  ricos.  Inexploradas 
todavía  vastísimas  porciones  de  terreno,  ¿quién  sabe  lo  que  hay  en  ellas?  El  hom- 
bre procura  siempre  hallar  lo  que  conoce,  tiene  miedo  de  aventurarse  en  lo  desco- 
nocido y esta  es  la  causa  principal  de  la  inacción  que  en  muchos  se  advierte;  por 
otra  parte,  al  ser  dominadores  parece  que  nos  hemos  querido  vengar  de  cuando 
fuimos  dominados,  y recordando  con  pena  como  á nuestros  antepasados  los  sober- 
bios romanos  condenaban  á los  duros  trabajos  de  las  minas,  liemos  condenado  á otros 
á lo  mismo,  porque  ya  sabíamos  de  antemano  lo  que  de  ello  podíamos  conseguir. 

En  tanto,  la  naturaleza  lucía  sus  esplendentes  galas  para  las  aves  que  se  re- 
montan al  espacio,  para  las  bestias  que  pastan  en  los  bosques,  pues  aquel  que  se 
contentaba  con  menos,  lo  veía  todo  con  sin  igual  indiferencia,  de  nada  se  inquie- 
taba, y cien  y cien  veces  alumbró  el  sol  de  su  vida  los  quehaceres  de  los  dias  que 
habían  pasado. 

Mas  van  cambiando  los  tiempos  y los  hombres  de  la  nueva  generación  parece 
como  que  sienten  otras  necesidades,  otros  deseos,  parece  que  sus  almas  buscan 
dentro  de  sí  lo  que  antes  buscaban  en  los  extraños  á costa  de  sus  frágiles  cuerpos, 
que  quieren,  no  el  reposo  material  que  se  consigue,  al  fin,  con  la  riqueza,  sino  la 
calma  del  espíritu,  que  puede  sin  duda  lograrse  con  la  contemplación,  el  estudio 
y la  meditación  en  presencia  de  los  encantos  naturales. 

Van  poco  á poco  perdiendo  las  selvas  su  virginidad,  el  hombre  se  interna  en 
aquellos  bosques  salvajes,  que  tal  es  su  imponente  grandeza  que  no  parece  sino 
que  resistieron  las  duras  y fuertes  corrientes  del  diluvio,  estudia  las  particulari- 
dades sin  número  que  le  ofrecen  lejanas  tierras,  climas  distintos,  países  ignotos,  y 
aporta  el  caudal  de  sus  conocimientos,  que  aprovecha  á mayor  número,  como  antes 
otros  aportaban  sus  riquezas,  que  satisfacían  á muy  pocos.  Sin  embargo,  aun  no 
puede  decirse  que  las  Américas  sean  conocidas  por  completo,  ni  aun  en  su  menor 
parte:  sucede  con  ellas  hasta  boy,  lo  mismo  que  con  la  naturaleza  humana,  se  es- 
tudia y estudia  por  una  generación  y otra,  y cada  dia  se  le  advierte  una  nueva 
faz,  un  escollo  como  punto  oscuro,  algo,  en  fin,  que  nos  revela  á cuán  poco  al- 
canza nuestra  vista. 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Damos  sobrada  importancia  á lo  que  tenemos  y descuidamos  aquello  que  casi 
con  seguridad  sabemos  que  nos  es  fácil  poseer:  en  ninguna  parte  tiene  esto  tan 
extricta  comprobación  como  en  América,  y de  ella  en  ninguna  tan  grande  como 
en  la  América  del  Sur.  Tiene  el  África  sus  desiertos,  el  Asia  sus  ruinas  y la  Amé- 
rica meridional  sus  pampas  dilatadas,  donde  nadie  sabe  lo  que  hay,  pampas  por 
las  que  se  cruza  rápido  con  infinito  temor  por  bajo  aquellos  árboles  gigantes  que 
parecen  sostener  aquel  límpido  cielo,  hermoso  cual  ninguno.  En  ellas  habitan 
cuando  mas  los  gauchos,  hombres  de  la  naturaleza,  de  elevada  talla  y músculos 
de  acero,  condiciones  que  les  bastan  para  conseguir  lo  que  les  es  necesario.  Indó- 
mitos y salvajes,  en  manadas  formadas  de  incontable  número  de  ellos,  vagan  á 
su  merced  veloces  caballos  que  parecen  alados,  y fuertes  toros  que  al  menor  rui- 
do se  amontonan  en  tropel. 

Sobre  ellos  cruje  no  pocas  veces  el  temible  lazo  del  cazador  feroz  que  los  ace- 
cha y cuando  uno  ó varios  han  caído,  ya  no  les  hace  falta  mas,  y se  retiran  con- 
tentos. hasta  otro  dia  en  que  sintiendo  idéntica  necesidad  volverán  á hacer  lo 
mismo.  ¡Triste  existencia  en  verdad,  si  se  compara  con  la  del  hombre  civilizado! 
Pero  el  gaucho  vive  contento  en  la  libertad  de  sus  selvas,  nada  le  atormenta  ni 
le  inquieta  y pasa  así  sus  dias  tranquilo,  porque  ignora  las  mas  de  las  veces  lo 
que  hay  mas  allá  de  lo  que  posee. 

Todo  es  común;  pero  decimos  mal,  todo  era  común.  Sin  haber  tomado  leccio- 
nes en  parte  ninguna,  cual  si  naciera  con  él,  el  hombre  siente  que  en  su  alma  se 
despierta  el  deseo  de  la  propiedad,  quiere  tener  lo  que  pueda  llamar  suyo,  lo  que 
le  pertenezca  á él  solo,  y de  aquí  que  faltos  en  un  principio  de  leyes  que  regulen 
un  derecho,  el  hombre  se  erige  en  dueño,  y de  aquí  que  la  ocupación  sea  el  pri- 
mitivo medio  de  adquirir  el  fundamento  de  la  propiedad  en  todos  los  pueblos,  cual- 
quiera que  sea  su  origen,  su  procedencia  ó su  abolengo. 

El  americano  errante  observó  que  el  europeo  se  fijaba  en  un  punto,  y cuando 
vamos  á presentar  un  tipo,  justo  es  que  lo  concretemos,  que  lo  individualicemos, 
cuando  en  verdad  puede  ser  determinado,  cuando  se  fijó  en  una  porción  de  terri- 
torio del  que  podrá  sacar  para  vivir  con  exclusión  de  todo  otro,  que  es  lo  que  res- 
tringiendo el  sentido  de  la  palabra  ha  dado  lugar  á la  hacienda,  como  en  Améri- 
ca se  llama  por  lo  general  á la  propiedad  rural.  A los  que  viven  en  Europa  les 
podrá  parecer  que  harto  conocen  la  hacienda,  que  por  demás  saben  lo  que  puede 
ser,  y no  obstante,  perdonen  nuestros  lectores  el  sobrado  atrevimiento  que  nues- 
tra frase  implica,  pero  tal  vez  no  tengan  idea  ni  aun  remota  de  ello:  podrán,  no 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


387 


lo  dudamos,  saber  á qué  en  nuestras  regiones  se  llama  hacienda  y nos  dirán,  para 
probarlo,  que  por  tal  cosa  entienden  una  extensión  de  terreno  de  cientas  ó dos- 
cientas fanegas  de  tierra  de  sembradío,  de  las  que  un  reducido  número  se  hallan 
destinadas  á huerta,  y se  cultivan  allí  las  verdes  y tiernas  legumbres  y hortali- 
zas,  que  formarán  un  dia  platos  delicados  en  la  mesa  del  propietario:  nos  dirán 
que  al  lado  de  la  huerta  crecen  risueñas  vides,  donde  en  otoño  se  doran  las  sa- 
brosas uvas,  que  mas  allá  en  primoroso  y acicalado  cuadro  se  siembran  y crecen 
pintadas  flores  que  recrean  la  vista  y hacen  las  delicias  de  las  damas  que  la  he- 
redad visitan,  y que  el  resto  por  partes,  si  por  partes,  eso  según  á labranza  ó á 
barbecho  se  destinen,  sirve  para  que  en  la  tierra  germine  la  semilla,  base  de 
nuestro  sustento  que  dará  á su  tiempo  granadas  y doradas  espigas,  y que  de  los 
rastrojos  que  allí  queden  se  alimenten  dos  ó tres  yuntas  de  bueyes,  dos  ó tres  pa- 
rejas de  muías,  animales  todos  que  sirven  para  la  labranza,  que  fueron  comprados 
para  este  fin,  que  son  perfectamente  conocidos,  que  servirán  mientras  duren,  y 
que  en  cuanto  sus  fuerzas  comiencen  á declinar  serán  vendidos  á quien  menos 
tenga  ó irán  al  matadero  para  que  un  dia  algún  pobre  tenga  carne,  que  si  no  le 
alimenta  le  entretenga,  pues  antes  que  poderla  llevar  á su  estómago  habrá  gasta- 
do todas  las  fuerzas  de  sus  mandíbulas. 

Sobre  poco  mas  ó menos  esto  es  lo  que  generalmente  recibe  el  nombre  de  ha- 
cienda en  Europa,  aunque  á decir  verdad  olvidábamos  un  detalle.  Coronándolo 
todo,  edificada  en  el  lugar  mas  preeminente  se  alza  una  modesta  y reducida  casa 
de  blanquísimas  paredes,  en  cuya  parte  baja  vive  el  guardia  de  aquella  llamada 
entre  nosotros  inmensa  propiedad;  allí,  al  lado  de  anchurosa  chimenea  pasa  dor- 
mitando, rodeado  de  su  familia,  las  largas  veladas  de  invierno  cuando  el  frió  hie- 
la y la  lluvia  cae  pausada,  haciendo  mas  por  la  tierra  que  todo  cuanto  hace  el 
trabajo  humano:  allí  vegeta  sin  aspiraciones,  allí  crecen  sus  hijos,  sin  estímulo, 
un  dia  igual  á los  anteriores,  modelo  de  los  que  están  por  venir,  y de  este  modo 
pasará  la  fría  estación,  comenzará  la  emigración  de  las  aves  que  huyeron  á mas 
cálidos  países  y que  volverán  á formar  su  amante  nido  en  el  alero  del  tosco  teja- 
do, desde  donde  saludarán  al  sol  que  alegre  nace  y despedirán  al  sol  que  triste 
muere,  los  insectos  comenzarán  á zumbar  entre  las  débiles  cañas  del  trigo  con  las 
que  juega  el  aire,  y llegada  la  época  de  la  recolección  se  alegrarán  los  contornos 
con  los  cantos  alegres  de  los  segadores  que  trabajarán  allí  algunos  dias;  el  pro- 
pietario visitará  su  hacienda  llegando  hasta  ella  en  cómodo  carruaje  que  lo  con- 
duce desde  la  próxima  estación  del  ferro-carril.  En  el  piso  alto  de  la  casa  tiene 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


sus  habitaciones  destinadas,  lo  mismo,  exactamente  igual  que  las  que  tiene  en  la 
ciudad:  reposará  allí  unos  dias,  mas  pronto  se  sentirá  aburrido  con  la  monótona 
vida  que  allí  se  hace,  todo  le  cansará,  en  nada  hallará  gusto  y se  retirará  mas 
que  de  prisa  á esperar  que,  vendido  el  grano,  pueda  gozar  de  su  producto  y dis- 
frutar con  su  importe. 

Próxima  á los  pueblos  comarcanos,  la  hacienda  se  mira  solo  como  fuente  de 
riquezas  que  se  irán  á consumir  en  otras  partes,  tal  vez  en  el  extranjero,  tal  vez 
en  mesas  suntuosas  ó vicios  mas  censurables,  y poco  á poco,  esquilmada,  sin  cui- 
dar de  su  acrecentamiento,  ni  de  sus  mejoras,  ni  de  su  renuevo,  irá  muriendo, 
causando  así  la,  ruina  del  que  en  ella  tenia  su  patrimonio,  y del  que  con  ella  se 
sentia  orgulloso. 

No  creemos  haber  omitido  nada  de  lo  necesario  para  que  pueda  formarse  con- 
cepto de  lo  (|iie  entre  nosotros  se  llama  hacienda;  no  creemos  que  se  nos  haya  es- 
capado algo  que  la  pueda  hacer  desmerecer,  al  efectuar  la  comparación,  antes  al 
contrario:  liemos  procurado  atenernos  á la  verdad  para  que  el  cuadro  resulte  exacto 
y nada  le  falte  y se  pueda  formar  juicio.  Entre  nosotros,  las  terribles  leyes  del 
economista  Maltus,  van  siendo  necesarias,  la  población  aumenta,  todo  se  divide  y 
subdivide,  todo  se  alambica  v por  ende  todo  es  pequeño,  ruin  ó mezquino. 

Trasladémonos  por  el  contrario  á América  y veremos  cuán  distinto  es  todo; 
por  mas  que  grande,  grandísima,  sea  la  influencia  que  han  determinado  allí  las 
costumbres  europeas  en  los  largos  años  que  hemos  dominado  en  ella,  y gracias 
á los  muchos  que  de  nosotros  se  trasladan  á aquellas  feracísimas  comarcas. 

Cuando  llegó  el  tiempo  de  la  ocupación,  liase  primitiva  como  hemos  dicho  del 
mas  tarde  sagrado  derecho  de  propiedad,  nadie,  á juzgar  por  lo  que  hoy  se  obser- 
va, se  quedó  corto,  los  mas  fuertes  ó los  mas  hábiles  fueron  los  primeros,  y solo 
procuraron  hallar  términos  ó límites  naturales,  que  demarcaron  perfectamente  lo 
que  iba  á ser  de  su  dominio.  En  busca  de  esto,  procuraron  que  aquel  terreno  del 
que  se  iban  á llamar  dueños,  se  apoyara  de  una  parte  en  la  falda  de  elevadísima 
montaña,  y fuera  costeado  por  muchos  y profundos  rios,  vallas  naturales,  que 
ciertamente  valen  mas  que  los  setos  apretadísimos  de  espino,  las  plantas  que  aquí 
se  usan,  v que  las  tapias  (pie  el  tiempo  abate,  y de  las  que  el  ladrón  se  burla.  Por 
otra  parte,  aunque  difícil  en  muchos  casos  nunca  es  imposible  que  entre  nosotros 
pueda  ser  acotada  una  propiedad,  mas  allí  se  tropezaba  con  la  imposibilidad  abso- 
luta, creada  por  la  ambición  humana:  á cien  ó doscientas,  á quinientas,  á mil  fa- 
negas, es  fácil  acotarlas,  pero  á millares  de  millares  de  hectáreas,  no  pueden  acó- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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tarse  nunca  y no  menores  cantidades  de  terreno  constituyen  las  haciendas  ameri- 
canas. 

¿Cómo  ponerles  límites?  Imposible,  volvemos  á repetirlo;  el  hombre  que  las 
hacia  suyas  no  contaba  con  fuerza  ni  con  capital  bastante  para  hacerlo,  por  esto, 
sin  duda,  en  su  codicia  se  extendió  más  y más  hasta  que  él  mismo  se  vió  deteni- 
do con  el  cauce  del  torrente  ó por  el  elevado  pedregal,  y lo  que  es  más,  por  cuan- 
to allí  también  se  encuentra  por  la  valla  natural  que  forman  los  apretados  troncos 
de  añosos  árboles,  cuyas  ramas  se  unen  y confunden  en  abrazo  prolongado  y en- 
tre los  (|ue  cierran  los  huecos  lianas  flexibles  de  todas  clases  que  trepan  por  las 
ramas  y pasan  de  unas  á otras  en  laberínticas  vueltas  y revueltas,  cerrando  no 
ya  el  paso  á los  hombres,  sino  que  también  muchas  veces  á la  luz. 

De  aquellos  inmensos  bosques  los  claros  son  inmensos  á su  vez,  y estos  claros 
constituyeron  haciendas  tan  dilatadas -que  las  cruzan  rios  tan  frondosos  que  jamás 
la  vista  llega  á descubrir  la  tierra,  tapizada  constantemente  por  yerba  abundan- 
tísima. entre  la  que  hofhbres  y hombres  se  podrian  esconder  y no  ser  vistos.  Allí, 
en  aquellas  vastas  posesiones,  la  naturaleza  luce  y brilla  con  todas  las  esplenden- 
tes galas  de  que  la  embelleció  el  Criador;  la  mano  del  hombre  no  ha  tomado  par- 
te en  ninguno  de  los  consecutivos  trabajos  que  ha  realizado  el  tiempo  y que  mas 
contribuyen  á la  magnificencia  del  paisaje,  nada  se  ha  hecho  allí  que  no  sea  por 
las  propias  fuerzas  de  la  vegetación  y el  clima,  y no  obstante,  no  cabe  mas  her- 
mosura, ni  hermosura  mayor  puede  ser  apetecida. 

Los  árboles  que  nacieron  allí  sin  que  nadie  los  plantara  se  han  despojado  mil 
veces  de  su  verde  follaje  para  cubrirse  con  uno  nuevo  en  la  próxima  primavera; 
las  viejas  hojas  rodaron  por  el  suelo  impelidas  suavemente  por  la  brisa  unas  ve- 
ces, levantadas  otras  en  los  aires  por  furiosos  y revueltos  torbellinos,  hasta  que 
desaguando  las  preñadas  nubes  las  confundieron  con  el  limo  reducidas  á polvo  y 
sirvieron  de  abono  á nuevos  vástagos,  cuyos  gérmenes  cayeron  allí  al  acaso  y que 
desarrollados  llegaron  no  pasado  mucho  tiempo  hasta  poder  besar  las  ramas  Ne- 
vadísimas de  que  se  desprendieron.  En  los  robustos  troncos  carcomidos  hallan 
abrigo  el  hombre  primitivo,  que  en  presencia  de  aquella  grandiosa  naturaleza  la 
adora,  la  fiera  que  jamás  se  doma  y siempre  daña,  y el  animal  que  podrá  ser  re- 
ducido á superior  mandato,  y prestar  un  dia  servicios  que  jamás  se  recompensan; 
en  las  ramas  andan  tal  multitud  y variedad  de  pintadas  y canoras  aves  que  si 
contarlas  es  imposible,  es  sumamente  difícil  clasificarlas;  saltan  de  las  unas  á las 
otras  ágiles  y traviesos  cuadrumanos  que  el  aire  pueblan  con  sus  gritos;  y el  com 

TOMO  I.  49 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


junto  es  de  tal  naturaleza  que  parece  el  sueño  de  un  poeta  y no  realidad  á la  que 
puede  llegarse. 

De  aquellos  campos,  como  decimos,  se  hicieron  las  riquísimas  haciendas  ame- 
ricanas nunca  conocidas  en  su  totalidad  por  los  que  son  sus  propietarios,  porque 
tal  extensión  alcanzan  que  se  hace  imposible  recorrerlas.  Entre  nosotros  la  ma- 
yor parte  de  la  posesión  está  cultivada,  allí  por  el  contrario,  permanece  inculta; 
aquí  casi  siempre  los  productos  (pie  se  recogen  á costa  de  mil  esfuerzos,  trabajos  y 
penalidades,  sirven  inmediatamente  para  satisfacer  las  necesidades  del  hombre: 
allí,  sin  <pie  nada  cueste  conseguirlo,  la  tierra  pródiga  de  sus  dones  suministra  lo 
bastante  para  (pie  miles  y miles  de  animales  puedan  vivir  y engordar,  que  es  á 
lo  <pie  primero  y principalmente  están  destinadas.  Lo  demás  vendrá  luego. 

Nadie  se  cuida  del  cultivo  de  los  pastos  ni  se  preocupa  de  lo  que  pueda  su- 
ceder. porque  siempre  existen,  siempre  abundan  y aun  sobran;  entre  ellos  el  ga- 
nado mas  corpulento  se  oculta  con  suma  facilidad,  y las  industrias  á que  princi- 
palmente se  dedican  en  aquellas  latitudes,  se  desarrollan  y fomentan  gracias  á 
los  dones  naturales,  pues  el  hombre,  por  regla  general,  trabaja  poco,  muy  poco, 
casi  nada.  Entre  las  verdes  y frescas  yerbas  crecen  hermosísimas  flores  de  las 
que  nadie  hace  caso  y (pie  extasían  sin  embargo  al  europeo  que  las  vé  por  vez 
primera,  y de  todas  aquellas  inmensas  heredades  solo  mínima  parte  se  halla  des- 
tinada al  cultivo,  á la  siembra  de  legumbres  y cereales,  (pie  con  la  carne  procu- 
ran á los  poseedores  y á su  gente,  sencillo,  abundante  y baratísimo  sustento. 

Aquellos  dilatados  desiertos,  porque  así  pueden  llamarse  las  haciendas  que  nos 
ocupan,  se  ven  cruzados  en  todas  direcciones  por  numerosos  rebaños  de  toros,  á 
los  que  nunca  contó  el  dueño,  y que  cada  dia  aumenta  y aumenta  á pesar  de  las 
frecuentes  sacas  que  en  él  se  operan  para  llevarlos  al  mercado.  Tranquilos  pasean 
sin  pastor  que  los  guarde,  sin  gañanes  que  cuiden  de  recogerlos  á debida  hora; 
nacieron  libres  y libres  viven,  corriendo  de  acá  para  allá  hasta  que  á cada  cual 
llega  su  hora.  Destinadas  á la  cria  de  ganados,  este  se  multiplica  allí  sin  que 
nada  se  haga  en  su  favor,  la  naturaleza  le  ayuda  también.  El  toro  de  la  América 
es  manso  por  regla  general,  la  presencia  del  hombre  le  inquieta,  pero  es  porque 
su  instinto  le  hace  comprender  á qué  fin  lo  destina  el  hombre. 

Entre  nosotros,  ya  lo  hemos  dicho,  una  reducida  vivienda  domina  el  todo:  allí 
un  espacioso  caserío,  se  agrupa  en  el  sitio  mas  á propósito,  y agrandándose  casi 
continuamente  llegan  á formarse  pueblos;  allí  vive  el  dueño  con  su  numerosa  fa- 
milia, los  trabajadores,  vaqueros  y tratantes,  pues  para  todos  hay  vasta  habitación. 


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A espaldas  de  las  casas  se  hallan  las  dependencias  propias  del  tráfico  que  se  ejerce 
v los  anchurosos  corrales  que  se  necesitan  para  practicar  las  operaciones  necesa- 
rias: desde  el  espacioso  halcón  que  se  extiende  sohre  ellos  se  abarca  el  mas  her- 
moso panorama  que  puede  soñarse  y en  su  centro  se  abre  el  ancho  patio  en  que 
crecen  palmas  y cocoteros;  mas  al  sur,  rodeado  de  vistosísimos  árboles  del  pan,  se 
vé  cuidado  jardín,  lugar  de  recreo  sohre  el  que,  y suspendidas  de  los  árboles,  se 
columpian  las  hamacas. 

Para  la  adquisición  del  ganado  primitivo,  luego  que  quiere  crearse  una  ha- 
cienda, hay  un  solo  medio,  la  compra,  y esta  se  hace  de  rebaños  flacos  y escuáli- 
dos que  vienen  de  mas  cálidas  regiones,  donde  los  extraordinarios  ardores  del  sol 
secan  los  pastos  y agotan  harto  pronto  las  fuentes  cristalinas;  así  es  que  bien  poco 
cuesta  adquirir  la  base  de  una  futura  riqueza  considerable:  pastando  libremente 
engorda,  pero  también  tropiezan  ellos  con  inconvenientes  que  en  medio  de  todo 
ha  sabido  compensar  la  naturaleza. 

Perdidos  entre  aquellas  espesas  florestas  abundan  los  insectos  de  todas  clases, 
y ninguno  tan  nocivo  para  el  ganado  como  la  garrapata,  especie  de  arácnido  que 
se  multiplica  de  una  manera  prodigiosa,  y mas  y mas  favorables  parecen  ser  las 
condiciones  de  calor  en  que  se  halla  el  cuerpo  del  desgraciado  animal  á que  se 
adhiere.  Con  una  que  logre  saltar  al  hocico  es  bastante;  pocos  dias  después  se  vé 
que  el  toro  languidece  y se  aplana,  se  llena  de  llagas  y muere  casi  inevitable- 
mente, mas  como  hemos  indicado,  la  Providencia  parece  haberlo  previsto  todo,  v 
semejante  mal  halla  alivio  en  aquella  naturaleza  misma,  donde  vive  el  (/arrapa- 
tero,  pájaro  de  no  muy  grandes  dimensiones,  semejante  al  mirlo,  de  plumaje  negro 
también,  que  es  el  protector  del  toro,  que  cuida  con  esmero  sin  igual  de  preservarle 
de  tan  terrible  daño.  Cada  cornupeto  tiene  el  suyo  al  cual  sufre  con  sin  igual  pa- 
ciencia, como  dándose  cuenta  del  señalado  favor  que  le  presta;  corre,  salta,  se 
inclina,  se  levanta,  y siempre  puede  verse  al  pájaro  bienhechor  posado  entre  sus 
cuerros,  con  la  vista  fija,  la  mirada  atenta,  procurando  descubrir  al  enemigo  que 
parece  destinado  á destruir.  Nunca  su  atención  es  mas  cuidadosa  que  cuando  el 
toro  pace:  entonces  no  separa  sus  ojos  penetrantes  del  lugar  por  donde  va  abrién- 
dose paso  su  protegido,  y no  bien  ha  visto  un  solo  insecto  de  los  que  tanto  mal 
causan  al  ganado,  cuando  adivina  la  proximidad  de  un  nido.  Salta  rápido  de  su 
observatorio  y con  una  velocidad  sin  igual,  picotea  hasta  hacer  que  desaparezcan 
todos,  en  tanto  que  el  toro  levanta  el  hocico  y detiene  su  paso,  esperando  á que 
de  nuevo  venga  á posarse  sobre  su  testuz  la  caritativa  y cariñosa  ave. 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


¡Hermoso  contraste  que  rara  vez  puede  ser  observado  en  la  naturaleza  huma- 
na! El  animal  favorece  al  animal  sin  abandonarlo  un  punto,  comprende  lo  que  le 
es  nocivo  y se  lo  evita,  sin  que  á tal  cosa  le  lleve  la  esperanza  de  un  lucro;  el 
hombre  persigue  al  hombre,  y lo  agobia  y lo  escarnece  hasta  hacerlo  muchas  ve- 
ces morir. 

Uno  de  los  mayores  males  que  podrian  tocarse  en  aquellas  dilatadas  haciendas 
dado  cuanto  dejamos  apuntado,  serian  las  mermas  del  ganado,  ya  fuera  por  las 
huidas  que  efectuaran,  ya  por  los  destrozos  que  en  él  causaran  las  fieras,  que 
abundan  en  aquellas  comarcas,  ¡tero  para  remediar  estos  dos  males  la  buena  fé  de 
los  hombres,  que  aun  no  es  allí  rara  avis.  ha  suministrado  un  medio,  el  instinto 
de  los  animales  ha  suministrado  el  otro.  Cuando  flacos  y hambrientos  son  adqui- 
ridos por  dueños  de  frondosos  pastos,  aquellos  animales  procedentes  de  comarcas 
donde  habrían  de  morir  por  falta  de  alimentación,  permanecen  tranquilos  durante 
muchos  dias  reponiendo  sus  fuerzas,  pero  luego  que  tal  cosa  lian  conseguido,  al 
encontrarse  fuertes  y repuestos,  el  instinto  les  hace  emprender  la  fuga  buscando 
el  lugar  en  que  nacieron,  y nada  hay  que  los  pueda  contener:  se  abren  paso  por 
entre  la  maleza,  corren,  saltan  arroyos  y no  paran  hasta  hallarse  en  aquellos  si- 
tios que  les  fueron  ingratos,  pero  que  sin  duda  por  haber  nacido  allí,  guardan  de 
ellos  buenos  recuerdos.  Toro  que  tan  desaforada  carrera  emprendiera  seria  per- 
dido indudablemente  para  el  propietario,  sino  estando  todos  ellos  sujetos  á las 
mismas  contingencias,  procuraran  evitar  entre  sí  tan  grave  daño.  A este  fin,  tan 
pronto  como  cada  hacendado  ha  hecho  una  compra  de  ganado,  le  imprime  á cada 
animal,  gracias  al  fuego,  una  marca  especial  (pie  siempre  es  la  misma  y conocida 
en  todos  los  alrededores:  no  bien  algún  convecino  vé  entre  los  suyos  algún  toro 
que  no  es  de  su  propiedad  cuando  lo  laza  y lo  conduce  cuidadosamente  hasta  el 
límite  de  su  heredad,  donde  lo  entrega  al  colindante  que  á su  vez  hace  lo  mismo 
hasta  que  al  fin  es  devuelto  el  animal  á su  verdadero  dueño.  I)e  esta  manera  mu- 
chas veces  un  toro  ha  sido  devuelto  á la  hacienda  de  que  se  fugara,  desde  muchos 
millares  de  leguas. 

No  pocas  veces  los  tigres  y chacales,  que  comprenden  ser  segura  la  presa,  hacen 
su  guarida  en  el  tronco  carcomido  de  uno  de  aquellos  corpulentos  higuerones  que 
no  bastan  á abarcar  diez  hombres  cogidos  de  la  mano,  y favorecidos  por  la  oscu- 
ridad salen  á saciar  su  espantosa  gula  en  los  indefensos  animales:  pero  estos  de- 
nuncian bien  pronto  la  presencia  del  terrible  enemigo,  y el  experto  mayoral  lo 
advierte  en  seguida.  No  bien  el  rebaño  se  apercibe  de  que  se  halla  en  peligro,  se 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


393 


manifiesta  inquieto,  se  arremolina  y corre  (le  un  lado  para  otro,  revelando  un 
terror  inaudito,  un  miedo  cerval,  é inmediatamente  los  hombres  se  aprestan,  em- 
prenden la  persecución  y no  tardan  mucho  en  deshacerse  del  importuno  y dañoso 
huésped. 

Dada  una  general  idea  de  lo  que  en  América  del  Sur  se  llama  hacienda,  de  lo 
que  generalmente  constituye  allí  una  propiedad  rural,  justo  es  confesar  que  aun 
son  pocas,  á pesar  de  ser  tan  grande  la  extensión  de  las  pocas  que  hay;  la  mayor 
parte  de  aquellos  frondosísimos  parajes  está  aun  por  roturar:  yacen  éstos  en  el  ma- 
yor abandono  sin  que  nadie  cuide  de  ellos  ni  se  preocupe  de  su  aprovechamiento. 
Selvas  inmensas  que  aun  no  han  sido  holladas  por  la  planta  del  hombre,  sirven 
de  abrigo  y refugio  á toda  clase  de  animales  que  vagan  libres,  que  por  nadie  son 
inquietados  y que  crecen  y se  multiplican  sin  traba  ni  estorbo  ninguno. 

Si  comparamos  la  hacienda  de  aquel  riquísimo  mundo  con  la  de  este  empo- 
brecido, ya  hallaremos  grandísimas  diferencias  que  fácilmente  pueden  ser  apre- 
ciadas; allí  todo  es  grande,  sin  vallas  ni  límites,  existe  aun  algo  de  lo  que  carac- 
teriza los  pueblos  primitivos,  algo  de  lo  que  hallamos  en  las  descripciones  que 
antiguos  autores  nos  hacen  de  los  arcádicos  tiempos,  perdidos  por  nuestro  mal  en 
épocas  lejanas  que  no  volveremos  á disfrutar. 


En  nuestros  países,  lo  que  propiamente  se  llamaba  en  otro  tiempo  gente  del 
campo,  va  desapareciendo,  signo  indudable  de  decadencia  segura  y rápida.  Nin- 
gún pueblo  de  los  que  han  vivido  sobre  el  haz  de  la  tierra  y cuyos  hechos  se  ha- 
yan consignado  en  las  páginas  de  la  historia,  lia  faltado  á esta  ley,  y cuando  los 
grandes  centros  de  población  se  han  colmado,  cuando  todos  han  querido  vivir  en 
ellos,  no  puede  dudarse,  la  ruina  es  inmediata,  cosa  que  es  cierta  como  ninguna 
y harto  á propósito  para  probar  lo  contrario. 

En  el  comienzo  de  las  sociedades  puede  observarse,  sin  gran  esfuerzo  para  la 
investigación,  que  el  aglomeramiento  ha  sido  rechazado  con  empeño  y hasta  con 
evidencia;  cada  uno  ha  querido  lo  suyo  y lo  lia  buscado  léjos  de  los  demás;  se 
sentían  con  amor  al  trabajo  y lo  hacían  con  empeño,  limitándose  cuando  mas  á 
satisfacer  ámpliamente  sus  necesidades;  no  les  preocupaba  el  amasar  riquezas,  y 
si  á manos  les  venian  empleábanlas  en  aumentar  su  propiedad,  en  ensanchar  sus 
límites,  en  fomentar  la  producción.  Hoy.  en  los  miserables  caseríos,  mezquinas 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


394 

aldeas  é insignificantes  pueblos,  no  hay  nada  que  determine  un  carácter  propio  é 
individual,  que  nos  lleve  á comprender  qué  cosa  es  cada  cosa,  sino  que,  por  el 
contrario,  hay  la  tendencia  á la  imitación  que  desvirtúa,  una  idea  fija  que  dis- 
trae, cuando  no  violenta,  mortifica  é impulsa  al  hombre  al  abandono  de  aquello 
en  que  no  le  fué  mal  por  aquello  en  que  no  sabe  si  le  irá  bien. 

El  labrador  se  afana  en  esquilmar  la  tierra  para  conseguir  mayor  cantidad  de 
frutos  que  le  permitan,  conservado  año  tras  año  un  remanente,  vivir  algún  tiempo 
sin  ser  labrador,  y lo  que  es  mas,  que  le  pueda  satisfacer  para  dejar  el  pueblo  por 
la  ciudad.  Lo  fáciles  que  son  las  comunicaciones  en  nuestro  tiempo  han  permiti- 
do á los  mas  visitar  la  ciudad  próxima,  donde  se  lamenta  lo  lejos  de  la  córte,  ha 
visto  en  ella  casas  mas  elegantes  y mas  cómodas,  bellos  cafés  y suntuosos  luga- 
res de  espectáculo,  un  lujo  que  le  encanta  y le  fascina,  y lamenta  no  disfrutar  de 
aquello  que  tantos  otros  gozan.  De  aquí  nace  en  el  mayor  número  de  los  casos  el 
alan  que  conduce  á la  perdición,  pero  de  un  extremo  al  otro  el  salto  no  es  violen- 
to, para  aminorarlo  establecen  una  dulce  pendiente,  causa  de  que  en  el  mayor 
número  de  los  casos  se  ofrezca  lo  que  hemos  lamentado  en  un  principio:  la  pérdi- 
da del  carácter  propio. 

El  que  haya  nacido  en  la  ciudad  y se  dirija  á un  pueblo  con  ánimo  de  admirar 
otros  usos,  otras  costumbres,  quedará  seguramente  chasqueado,  sin  que  por  esto  de- 
jen de  encontrarse  algunas  excepciones.  En  el  pueblo  A ó B,  por  insignificante  que 
sea.  existen  ya  casinos,  sociedades,  bailes  y paseos,  donde  malamente  se  parodia  lo 
(pie  en  las  ciudades  sucede,  no  en  la  parte  recomendable,  sino  en  aquella  que  re- 
presenta á la  holganza  y al  vicio.  Si  un  rico  acomodado  va  por  asuntos  propios  ó 
por  recreo  á la  ciudad  que  tiene  próxima,  sin  duda  que  el  acaso  ó la  curiosidad  le 
hará  ver  la  biblioteca,  la  escuela,  las  librerías,  y,  sin  embargo,  cuando  vuelva  á 
su  lugar  no  procurará  que  allí,  para  la  ilustración  de  todos,  se  creen  centros  de 
lectura,  ni  que  se  atiendan  y fomenten  las  escuelas  públicas,  ni  invertirá  gran- 
de ni  pequeña  parte  de  su  dinero  en  la  compra  de  libros  que  le  puedan  ser  útiles. 
Todo  lo  contrario;  cuando  á su  vuelta  le  pregunten  qué  vió  en  la  capital  hablará 
de  los  bailes,  y procurará  que  en  el  pueblo  se  establezca  un  salón  para  ellos,  des- 
cribirá los  cafés  y propondrá  la  creación  de  un  casino  donde  se  juegue,  y hasta 
sostendrá  en  el  seno  del  Excmo.  Ayuntamiento,  de  que  forma  parte,  lo  muy  con- 
veniente que  es  que  se  amenice  la  función  del  santo  titular  con  una  corrida  de 
toros,  que  den  juego,  y causen  la  muerte  de  alguno;  y todo  esto,  no  se  crea  que 
es  mas  que  porque  vió  hacer  lo  mismo  en  la  ciudad. 


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Esta  parodia,  porque  al  fin  no  resultará  otra  cosa,  le  podrá  satisfacer  un  mes, 
un  año,  pero  luego  se  cansará,  hasta  que  venga  un  dia  en  que  cansado  abandone 
el  pueblo  donde  nació,  la  casa  en  que  fué  criado,  y se  traslade  al  fin  á una  po- 
blación en  la  que  tenga  la  vida  mas  atractivos,  de  lo  que  únicamente  resulta  que 
á la  muerte  se  la  mira  con  mayor  temor.  Abandona  la  hacienda  que  heredó  de 
sus  padres,  en  mano  de  administradores  que  se  enriquecerán  á costa  suya,  no  se 
cuidará  de  las  labores  que  proporcionaban  tan  preciados  frutos,  y cada  vez  mira- 
rá con  mas  hastío  y repugnancia  aquello  de  que  su  fortuna  dependía  y que  mer- 
ma ahora  en  la  ciudad,  con  gastos  cada  vez  mayores  é inútiles,  en  su  mayor 
parte. 

En  América,  por  el  contrario,  la  vida  del  campo  existe,  está  hien  definida, 
tiene  sus  caractéres  propios,  y lo  que  es  mas,  sus  celosos  partidarios  que  no  la 
abandonarán  por  nada;  pues  aquellos  pueblos  son  pueblos  que  nacen  á la  vida 
pública,  digámoslo  así,  que  aun  distan  mucho  de  la  decadencia,  y que  por  tanto, 
tienen  goces  sin  necesidad  del  bullicio,  de  la  aglomeración,  ni  del  forzado  movi- 
miento. 

El  hacendado  americano  no  es  nuestro  hacendado,  de  la  misma  manera  que  la 
hacienda,  cuyos  contornos  determinan  las  pampas,  no  es  nuestra  hacienda.  En- 
tre nosotros,  un  individuo  que  tenga  propiedades  rurales,  casi  nunca  las  conoce, 
porque  pocas  veces  ha  ido  á ellas;  si  va,  lo  mira  todo  con  sin  igual  desprecio,  lo 
considera  todo  con  despecho,  nada  hay  que  deje  de  encontrarlo  tosco,  burdo  y sin 
encantos.  Acostumbrado  al  aire  viciado,  á los  rebuscados  alimentos,  y á los  pla- 
ceres, no  halla  nada  en  la  naturaleza  ni  hay  en  él  nada  que  sea  natural.  Por  el 
contrario,  en  América,  vereis  siempre  al  propietario  en  su  hacienda,  y aunque 
sabe  poco,  sabe,  sin  embargo,  lo  bastante. 

Para  que  mejor  sea  comprendido,  hay  necesidad  de  fijarnos  en  uno,  pues  vis- 
to él,  puede  decirse  que  se  han  visto  todos.  Recordamos  el  que  nos  hace  falta, 
liemos  vivido  algún  tiempo  en  su  compañía,  por  lo  que  al  hacer  este  trabajo  po- 
demos decir  muy  bien  que  copiamos  del  natural.  Obligados  durante  nuestra  per- 
manencia en  aquellas  latitudes  á separarnos  de  la  población  en  que  habitábamos 
para  atender  al  restablecimiento  de  nuestra  quebrantada  salud,  nos  fué  recomen- 
dada una  hacienda  algo  lejana,  y también  merecimos  ser  recomendado  á su  due- 
ño. Precedidos  de  un  guia  hábil  en  los  achaques  de  aquellas  sendas  y vericuetos, 
pues  no  es  en  punto  de  caminos  en  lo  que  mas  la  América  se  distingue,  empren- 
dimos nuestro  viaje  al  tiempo  en  que  llena  la  luna  nos  alumbrara  por  la  noche. 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


pues  en  lo  tocante  al  dia  seguros  estábamos  de  los  reverberantes  rajos  del  hermo- 
sísimo sol  que  allí  luce.  Atravesamos  aquellas  comarcas  dilatadas,  encontrando 
poquísimas  personas  á nuestro  paso,  y al  fin,  un  dia,  próximo  al  amanecer,  divi- 
samos amplio  y limpio  caserío  al  que  llegamos  pocas  horas  después. 

Ladraron  los  perros  á nuestra  llegada,  corrió  un  negro  á participar  la  llegada 
de  los  que  venian  sin  ser  esperados,  y momentos  después  teníamos  ante  nuestra 
vista  un  moceton  alto  y fornido  que  nos  saludó  con  una  naturalidad  tan  exquisi- 
ta que  mejor  nos  supo  que  la  mas  rebuscada  galantería.  Enterado  de  lo  que  allí 
nos  llevaba,  por  la  carta  que  desde  luego  le  presenté,  volvióse  Inicia  su  propiedad, 
jT  señalándola  nos  dijo  con  un  sin  igual  acento  de  cordialidad  y de  franqueza  que 
nos  encantó: 

— ¡Ahí  tiene  usted  su  casa! 

Dimos  las  gracias  lo  mejor  que  nos  fué  dable,  y siguiendo  sus  huellas  entra- 
mos á la  sala  baja:  mas  como  ya  de  la  hacienda  nos  liemos  ocupado,  hacemos  gra- 
cia de  pesadas  y difusas  descripciones  en  cuanto  á ella  se  refiera,  concretándonos 
á nuestro  hacendado,  para  cumplir  con  la  parte  del  título  que  dimos  á este  tra- 
bajo. 

Gozando  continuamente  de  los  puros  aires  del  campo,  donde  nada  hay  que 
pueda  viciar  la  atmósfera,  aquella  gente  se  cria  fuerte  y vigorosa,  y nuestro  hom- 
bre, que  cuando  mas  podria  tener  treinta  y ocho  ó cuarenta  años,  era  una  prueba 
fehaciente  de  ello.  Sus  ojos  eran  vivos,  su  semblante  despejado,  su  andar  sin  em- 
barazo, la  frase  sencilla,  el  acento  claro;  condiciones  todas  que  nos  llevan  á sim- 
patizar con  el  sugeto  que  las  atesora.  Sus  quehaceres,  no  fueron,  sin  embargo, 
obstáculo  para  que  nos  desatendiera,  gracias  á su  actividad  prodigiosa.  El  hacen- 
dado americano  que  vive  en  sus  dominios,  que  los  vigila,  que  espera  conseguir 
de  ellos  el  mejor  partido,  no  para  ni  descansa  y él  mismo  atiende  á todas  las  ope- 
raciones sin  que  jamás  decaiga,  ni  se  canse,  ni  se  aburra. 

Naturaleza  de  acero,  resiste  el  duro  trabajo  en  que  se  ha  criado,  á pesar  de 
que  el  capital  que  ya  tiene  le  bastaría  para  vivir  con  lujo  y gastar  Irenes  en 
cualquier  parte:  resiste  sin  remilgos  los  rigores  del  tiempo  y en  cada  estación  se 
le  vé  siempre  lo  mismo.  Franco,  sin  brusquedad,  y atento  sin  afectación  lo  vereis 
siempre  deseoso  de  complacer  y de  favorecer  á cuantos  pueda:  el  engaño  no  cabe 
en  su  pecho,  lo  que  le  gusta  lo  dice,  lo  que  no,  lo  rechaza;  trata  á todos  con  per- 
fecta igualdad,  pero  aun  confundido  con  su  gente,  con  la  que  él  paga,  con  la  que 
á él  le  sirve,  se  advierte  en  seguida  que  es  el  amo, 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


397 


Aunque  descendiente  de  españoles,  su  tipo  revela  desde  luego  que  por  sus  ve- 
nas discurre  sangre  de  los  primitivos  habitantes  de  aquellas  regiones,  hallados 
allí  por  los  descubridores:  el  hacendado  americano,  es,  por  regla  general,  criollo, 
mezcla  de  dos  naturalezas  que  han  dado  por  resultado  un  tipo  especial,  en  el  cual 
se  advierte  la  obstinación  del  indio,  la  vehemencia  del  español;  cuando  quiere, 
adora;  cuando  odia,  es  feroz  y sanguinario,  y no  perdona  jamás.  Considerado  en 
familia  es  buen  esposo  y buen  padre:  vé  en  la  mujer  la  compañera  que  Dios  le 
ha  dado,  sabe  que  le  debe  consideración  y ayuda;  pero  sabe  también  que  puede 
contar  con  su  trabajo:  de  aquí,  sin  duda,  el  errado  concepto  que  nos  hacen  ad- 
quirir ciertas  pinturas  en  las  que  vemos  al  hombre  tendido  á la  sombra  bienhe- 
chora del  árbol  secular,  en  tanto  que  la  mujer  se  tuesta  junto  al  hogar  preparando 
el  sustento.  Ninguna  idea  tan  equivocada  como  la  que  se  puede  formar  en  vista 
de  esto;  es  precisamente  todo  lo  contrario;  apénas  rompe  sus  luces  el  dia  ya  nues- 
tro hacendado  se  levanta,  distribuye  su  gente,  da  sus  instrucciones,  y recibe 
cuenta  de  cuanto  antes  mandara  hacer.  En  la  casa  de  la  hacienda  rara  vez  se 
halla  cuadra:  los  caballos  viven  con  entera  libertad  en  el  campo,  á la  intemperie, 
pero  en  aquellos  países  carecen  de  los  bríos  y de  la  fiereza  que  en  los  nuestros, 
así  es  que  tan  luego  como  se  necesita  uno,  el  hacendado  mismo  ó cualquiera  de 
sus  criados  desata  de  su  cintura  el  lazo,  lo  voltea  sohre  su  cabeza  y lánzalo  con- 
tra  el  que  mejor  le  parece,  el  cual  queda  sujeto  enseguida  por  la  cabeza  ó por  las 
patas:  con  admirable  rapidez  le  pasa  el  freno,  lo  ensilla,  y salta,  quedando  como 
enclavado  en  aquel  puesto;  recorre  así  su  propiedad,  se  entera  de  todo,  prevee  el 
mal,  procura  evitarlo,  y vuelve  al  mediar  el  dia  habiendo  trabajado  no  poco,  pues 
si  habia  ganado  á la  vista  para  comprar,  lo  ha  registrado,  ha  tratado  con  los  ven- 
dedores, ha  ajustado  sus  cuentas,  ha  hecho  el  abono  y lo  ha  mandado  introducir. 

Si  en  vez  de  compra  era  saca  lo  que  habia  necesidad  de  efectuar,  se  dirige  á 
los  rebaños  rodeado  de  su  gente,  ligero  de  ropa,  cubierto  con  un  ancho  sombrero, 
y laza,  tanto  como  cualquier  otro,  con  una  precisión  admirable  y con  un  tino  que 
da  envidia.  El  lazo,  de  que  tanto  entre  nosotros  se  habla,  no  es  mas  que  una  lar- 
ga cuerda  hecha  de  cuero  torcido  que  remata  en  uno  de  sus  extremos  con  tres  ó 
mas  ramales  de  que  penden  pesados  plomos:  para  el  manejo  de  esta  arma  se  exi- 
gen dos  condiciones  esenciales:  gran  fuerza  y gran  tino,  que  indudablemente  se 
adquiere  con  la  práctica.  Es  de  ver  con  qué  agilidad,  con  qué  destreza  es  manejado 
por  aquellos  hombres.  El  dia  designado  procura  hacerse  del  caballo  mas  fuerte, 

que  por  regla  general  lo  son  todos,  si  bien  casi  ninguno  tiene  las  formas  airosas 
tomo  i.  50 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


de  los  caballos  europeos;  una  vez  sujeto  el  animal  que  ha  de  servirse,  pásale  en 
ancho  freno  y le  ajusta  la  silla  vaquera  de  elevada  grupa  y arzón  aguzado;  monta, 
ajusta  sus  piés  en  los  estribos  cubiertos,  y se  dirige  veloz  al  lugar  donde  pasta  el 
ganado. 

Los  animales  al  ver  llegar  al  tropel  de  gente  se  arremolinan  y huyen  á la  des- 
bandada, mas  de  nada  les  sirve  huir,  pues  unos  tras  oíros,  todos  cuantos  hacen 
falta  son  cogidos,  gracias  al  lazo,  y conducidos  á los  corrales,  de  donde  en  mana- 
das son  llevados  á los  mercados  próximos.  Trabajando  de  esta  manera  sin  tregua, 
sin  descanso,  el  hacendado  sabe  lo  que  tiene  y procura  fomentarlo;  en  tanto  que 
su  mujer,  la  madre  de  sus  hijos,  rodeada  de  las  sirvientas,  cuida  de  que  nada  fal- 
te v (|ue  todo  esté  dispuesto.  ¡Hermosa  vida  de  ayuda  recíproca  y de  sostén  mu- 
tuo, cuadros  encantadores  por  su  sencillez,  cobijada  por  aquel  hermosísimo  cielo 
al  que  rara  vez  empañan  las  nubes! 

No  siempre  es  el  pesado  y duro  trabajo  lo  que  absorbe  al  hacendado  que  nos 
ocupa  v exigencia  inconsiderada  seria  la  del  que  tal  cosa  pretendiera.  Los  domin- 
aos. los  dias  de  íiesta  se  abandonan  las  rudas  tareas,  y la  gente  de  una  hacienda 
busca  á la  de  otra,  improvisando  juntos  agradables  fiestas  que  en  nada  se  parecen 
alas  de  la  ciudad.  La  familia  del  amo  confundida  con  los  mozos  y criados  los  ani- 
man, los  incitan,  y en  semejante  dia  todo  es  bulla  y algazara.  El  becerro  juguetón, 
que  apénas  se  separa  de  la  madre,  los  divierte  con  sus  saltos  y carreras  al  verse 
acosado,  corren  caballos,  luciendo  así  su  grande  habilidad  y destreza,  y cuando 
tan  activos  ejercicios  los  cansa  ó los  fatiga,  reposan  al  lado  de  las  mujeres  que  pre- 
sencian su  fiesta.  Suena  la  guitarra  plañidera,  tañida  con  arte,  y se  entonan  me- 
lancólicas canciones  propias  del  país,  de-  aquel  pueblo  que  aun  no  ha  perdido  su 
carácter  propio,  y lo  que  es  más,  se  alaba  aun  que  no  aspira  á perderlo. 

No  pocas  veces  el  hacendado  tiene  que  dejar  sus  dominios  y trasladarse  á la 
población,  comienzo  que  ya  es  contrario  á lo  que  entre  nosotros  sucede:  aquí  el 
hacendado  va  al  campo  por  casualidad  en  ciertas  y determinadas  épocas  del  año, 
cuando  cree  necesaria  su  presencia  de  todo  punto,  y no  bien  llega  cuando  todo  le 
cansa  y desea  volverse,  y no  para  hasta  que  se  vuelve,  renegando  y afirmando  á 
veces  que  allí  no  se  puede  vivir,  que  todo  es  malo,  que  nada  sirve,  que  todo  es  tosco 
y en  una  palabra,  que  es  imposible  que  una  persona  regular  pueda  vivir  en  aque- 
llos caserones  desmantelados.  El  de  América  por  el  contrario,  comienza  por  pensar 
con  disgusto  que  tiene  que  ir  á la  ciudad,  y cada  dia  aplaza  para  el  siguiente  su 
proyectado  viaje,  hasta  que  al  fin  no  puede  diferirlo,  y lo  emprende,  siendo  el  viaje 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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lo  que  menos  le  impone,  á pesar  de  no  contar  con  ferro-carriles,  ni  con  sillas  de  pos- 
ta, ni  coches,  ni  algún  otro  vehículo  que  haga  cómoda  y agradable  su  excursión. 
Cuenta  solo  con  su  caballo,  que  ya  conoce  el  camino,  y emprende  la  marcha,  du- 
rante la  cual  habrá  de  recorrer  cuando  menos,  cuarenta  ó cincuenta  leguas. 

En  aquellas  comarcas  no  hay  que  contar  para  nada  ni  con  las  fondas,  ni  las 
ventas  ó posadas  que  sembraban  nuestros  caminos  antes  del  establecimiento  de 
los  ferro-carriles,  pero  el  caminante  halla  algo  mejor  que  todo  eso,  pues  conocido 
ó no,  tendrá  en  las  haciendas  porque  pase  seguro  albergue,  bien  provista  mesa  y 
hasta  agasajo,  pues  la  llegada  de  un  amigo  es  siempre  motivo  de  júbilo  y se  la 
celebra  con  fiestas  en  las  que  nunca  deja  de  correrse  un  toro.  Prosigue  su  camino, 
y al  fin  llega  tras  varios  dias  á la  ciudad,  donde  desde  luego,  declara  que  no 
puede  vivir,  que  ignora  cómo  los  demás  pueden  hacerlo.  Todo  lo  encuentra  peque- 
ño, reducido,  mezquino,  las  habitaciones  de  la  posada  le  ahogan,  pues  á cuatro 
pasos  que  dé  tropieza  siempre  con  las  paredes,  las  calles  son  por  demás  estrechas, 
el  aire  circula  con  dificultad,  y va  siempre  impregnado  de  miasmas  que  lo  vician. 
Las  costumbres  de  los  habitantes  se  le  hacen  cada  vez  mas  antipáticas,  se  ahoga 
en  el  café,  donde  nada  es  bueno,  del  teatro  no  entiende  una  palabra,  y supone  las 
mas  de  las  veces,  con  razón,  que  tal  escuela  de  costumbres  no  le  hace  maldita  la 
falta,  muy  por  el  contrario,  no  puede  menos  de  escandalizarse  con  lo  que  allí  su- 
cede. 

Las  poblaciones  americanas  sufren  demasiado  directamente  el  influjo  de  la  civili- 
zación europea,  v en  ellas,  uno  nacido  en  nuestros  países  no  echaría  nada  de  menos. 

Los  usos,  las  costumbres,  los  trajes,  las  modas,  la  literatura,  todo,  todo  es 
igual,  grandemente  opuesto  por  consiguiente  á lo  que  en  el  campo  sucede,  todo 
lo  cual  sorprende  y extraña  á nuestro  hacendado,  por  lo  que  permanece  en  la  ciu- 
dad, como  sobre  brasas,  sin  parar,  ni  descansar,  hasta  que  termina  sus  tareas. 
Cuando  tal  cosa  ha  sucedido  es  de  ver  la  alegría  que  lo  domina  y lo  posee:  baja 
á la  cuadra,  ensilla  por  sí  mismo  su  caballo,  paga  con  escrupulosidad  suma  su 
gasto  y emprende  de  nuevo  el  camino  que  le  ha  de  llevar  á su  casa,  de  donde  re- 
niega haber  salido.  Tan  pronto  como  se  halla  en  el  campo  su  pecho  se  ensancha, 
el  aire  puro  vivifica  sus  pulmones  y lo  aspira  con  delicia;  si  se  detiene  en  las  ha- 
ciendas que  al  paso  encuentra,  emplea  en  la  conversación  fina  y punzante  sátira 
al  ocuparse  de  cuanto  vió  y le  sucedió  en  la  capital,  cosa  que  le  sirve  para  ensal- 
zar la  vida  que  hace,  para  manifestarse  dichoso  y contento  con  lo  que  tiene,  con 
la  libertad  de  que  disfruta  y las  satisfacciones  que  esperimenta. 


400 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


Dichoso  el  que  se  da  por  satisfecho  con  lo  que  tiene,  y esto,  cual  á ninguno, 
sucede  al  hacendado  americano,  que  aun  no  siente  su  pecho  aguijoneado  por  la 
ambición  ni  se  vé  acosado  por  deseos  de  otra  vida  que  le  parezca  mejor.  Franco, 
natural,  sencillo,  afable,  campechano,  aquel  hombre  que  todavía  con  propiedad 
puede  llamarse  de  la  naturaleza,  vuelve  al  fin  ;í  su  casa  cansado,  estropeado,  pero 
bien  pronto  se  repone  y de  nuevo  se  dedica  á sus  labores  y tareas  rodeado  de  los 
suyos,  sin  que  á su  alma  acose  mas  pena  que  el  pensar  que  cualquier  asunto  pue- 
da obligarle  á tener  que  dejar  su  hacienda  y marchar  á la  ciudad. 


por  D.  Luis  Ricardo  Fors. 


sase  el  calificativo  de  proteccionista,  según  el  Diccionario 
mas  reciente  de  la  Real  Academia  Española,  para  designar 
á todo  partidario  del  sistema  económico  llamado  de  pro- 
tección, refiriéndose  al  comercio  extranjero. 

El  Diccionario  Enciclopédico  de  nuestra  lengua,  orde- 
nado por  el  laborioso  Fernandez  Cuesta,  dice  que  protec- 
cionista es  el  afiliado  al  sistema  relativo  á la  admisión  de  mercade- 
rías extranjeras  en  un  país,  mediante  un  derecho  de  entrada  llamado 
protector;  y que  adopta  un  término  medio  entre  la  libertad  absoluta 
y la  prohibición  del  comercio. 

Si  todo  esto  no  basta  para  concebir  por  una  simple  definición  qué 
cosa  sea  el  proteccionista,  el  gran  Diccionario  del  erudito  Littré  explica  que  nues- 
tro tipo  es  el  partidario  de  un  sistema  relativo  á la  admisión  de  las  mercancías  ex- 
tranjeras en  un  país,  según  el  cual  se  gravan  más  ó menos  las  mismas  á la  en- 
trada, para  proteger  el  comercio  interior  contra  una  concurrencia  que  no  podría 
sostener  sin  tal  gravamen. 


402 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Sabida  la  definición,  sabríase  qué  cosa  es  un  proteccionista  si  todos  los  que 
así  se  llaman  se  circunscribieran  á lo  que  la  definición  expresa:  pero  resulta  en 
este  particular  que  liav  tantas  clases  de  proteccionistas,  como  proteccionistas  mis- 
mos. 

Difícilmente  se  encontrarán  dos  individuos  de  esta  escuela  que  tengan  com- 
pleta igualdad  de  creencias  y aspiraciones;  y aun  suele  darse  ejemplo,  asaz  fre- 
cuente por  desgracia,  de  que  baya  proteccionista  que  no  sepa  ni  en  qué  consiste 
la  protección,  ni  qué  cosa  sea  el  libre-cambio. 

Es,  pues,  arduo  y dificilísimo,  sino  imposible,  dar  conocimiento  exacto  de  qué 
cosa  sea  un  proteccionista,  sin  presentar  á los  ojos  y consideración  del  lector  los 
diversos  aspectos  en  que  este  tipo  aparece  en  sociedad;  los  opuestos  móviles  que 
le  impulsan;  las  causas  de  su  afiliación  en  la  escuela  proteccionista;  el  diverso  cri- 
terio que  ha  formado  de  las  leyes  económicas;  los  gustos  y afinidades  que  le  do- 
minan: los  estudios  que  le  caracterizan;  y los  grados  de  egoismo,  ó de  abnega- 
ción. ó de  indiferencia  por  los  cuales  mide  los  intereses  y el  fomento  de  su  país. 

Solo  así  puede  adquirirse  idea  aproximada  del  verdadero  carácter  del  protec- 
cionista. del  origen  y causa  de  sus  aspiraciones  y de  la  razón  de  sus  ideales. 


El  proteccionista  español  podría  dividirse  en  tantas  clases  como  regiones  abra- 
za nuestra  península. 

Para  el  cosechero  de  Jerez  las  leyes  económicas  han  de  proteger  ante  todo  los 
vinos  nacionales,  aunque  para  ello  sucumban  los  productos  del  resto  de  España. 
Para  el  labrador  de  Jaén  deben  ser  sacrificadas  todas  las  producciones  naciona- 
les en  aras  de  los  aceites  de  su  provincia.  Al  valenciano  le  importa  un  comino 
que  el  libre-cambio  arrúmelas  demás  comarcas,  con  tal  de  que  los  derechos  fisca- 
les garanticen  el  monopolio  de  las  sederías  de  Valencia.  Para  el  castellano  no  cabe 
duda  de  que  todas  las  manufacturas  de  la  pátria  pueden  ser  inmoladas  ante  el 
beneficio  de  las  harinas  que  afluyen  á Valladolid  y Santander.  Los  habitantes  de 
Cantabria  lo  posponen  todo  á la  protección  de  las  industrias  mineras.  Málaga 
quiere  que  toda  la  riqueza  española  sea  subordinada  á la  protección  de  sus  caña- 
verales y azúcares.  En  cambio  los  catalanes  suspiran  y trabajan  por  la  prohibi- 
ción de  todos  los  productos  de  la  industria  extranjera  á fin  de  que  las  manufactu- 
ras del  Principado  catalan  se  impongan  por  ley  fatal  é inexcusable  á toda  la  na- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


403 


cion,  aunque  la  nación  tenga  que  arruinarse,  comprando  caro  y malo,  en  aras  de 
la  supremacía  del  país  de  la  barretina.  (1) 

Como  el  tipo  proteccionista  por  excelencia  es  el  que  abunda  en  Cataluña,  puede 
muy  bien  dividirse  la  familia  en  dos  grupos  principales,  á saber:  el  proteccionista 
español  y el  proteccionista  catatan. 

Este  último  constituye,  como  si  dijéramos,  la  fine  fleur  del  proteccionismo;  es 
la  vera  efigie  del  género,  en  toda  su  pureza;  forma  lo  que  los  ingleses  llamarían: 
the  pro tectionist  high  Ufe. 

Dentro  de  este  grupo  típico  del  proteccionismo,  puede  intentarse  todavía  una 
nueva  subdivisión,  á saber:  el  proteccionista  de  Barcelona  y el  proteccionista  de 
fuera. 

Todo  esto,  con  respecto  á la  procedencia  y país  del  tipo  que  estudiamos. 

En  cuanto  á los  diversos  criterios  que  á cada  uno  caracterizan,  y circunscri- 
biéndonos exclusivamente  á los  grados  de  su  inteligencia,  á la  fuerza  de  sus 
convicciones,  á la  violencia  de  sus  impulsos  v basta  á la  razón  fundamental  de 
figurar  en  el  grupo,  pueden  los  proteccionistas  dividirse  en  proteccionistas  de  com- 
promiso, de  moda,  de  buena  fé,  de  especulación;  y hasta  los  hay  fanáticos  incons- 
cientes. como  se  dan  casos  de  que  los  haya  también  que  sean  esencialmente  libre- 
cambistas-, y hasta  de  que  no  falten  en  la  familia  Grandes  Sacerdotes  del  contra- 
bando. 

Al  gunas  pinceladas  retratarán  mejor  que  todas  las  definiciones,  estas  diversas 
clases  de  proteccionistas. 


Lo  primero  que  el  lector  debe  conocer  en  toda  su  desnudez,  es  el  clamoreo 
proteccionista  de  los  españoles. 

No  tenemos  á mano  un  teléfono  que  reciba  la  impresión  de  todas  las  voces  y 
razones  de  tales  gentes,  pero  si  lo  tuviéramos  y colocáramos  junto  al  oido  la  trom- 
petilla del  aparato,  escucharíamos  estos  ó parecidos  argumentos  de  los  que  quie- 
ren hacer  la  felicidad  de  España  por  medio  de  los  procedimientos  proteccionistas: 
Los  Fabricantes  Catalanes. — Es  urgente  que  se  rebajen  los  derechos  sobre 
los  carbones  y que  desaparezcan  de  una  vez  esos  bestiales  derechos  con  que  se 

(1)  Gorro  de  forma  parecida  al  que  usan  los  napolitanos,  aunque  algo  mayor.  El  color  es  generalmente 
rojo  y una  vez  puesto,  aseméjase  mucho  á un  gorro  frigio. 


404 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


gravan  los  hierros.  ¡Abajo  todos  estos  impuestos  que  impiden  su  libre  introduc- 
ción!... Pero...  eso  sí,  es  necesario  impedir  á todo  trance  que  las  manufacturas 
extranjeras  vengan  á nuestros  mercados  á competir  con  nuestra  industria. 

Los  Valencianos. — Hay  que  abolir  los  derechos  sobre  las  primeras  materias: 
reclamamos  que  uo  nos  hagan  pagar  la  seda  que  necesitamos  de  fuera  para  nues- 
tras sederías...  Pero  ¡cuidado!  Mucho  cuidado  en  no  consentir  que  entre  en  Es- 
paña un  solo  grano  de  arroz  de  la  India. 

Los  Santanderinos. — ¡Picaros  valencianos!  ¡No  dejarnos  entrar  el  arroz  para 
blanquearlo ! Es  necesario  destruir  los  monopolios,  pero  mucho  ojo  con  dar  oidos 
á las  quejas  de  los  cubanos,  porque  hay  que  hacerles  comer  el  malísimo  pan  que 
les  enviamos.  Entiéndase  que  si  pudieran  comprar  mejor  harina  que  la  nuestra, 
perderíamos  muchísimos  millones. 

Los  Dueños  de  Fundiciones  de  Bilbao  y otros  puntos. — Ya  es  hora  de 
que  celebremos  un  tratado  comercial  con  Inglaterra.  España  no  puede  soportar 
mas  tiempo  el  monopolio  catalan...  pero  es  necesario  que  no  se  rebaje  el  derecho 
de  entrada  sobre  los  hierros,  que  hasta  el  libre-cambista  Figuerola  respetó. 

Los  Agricultores  de  Castilla. — ¡Vengan  tratados!  ¡Muchos  tratados  que 
nos  permitan  vender  con  ventaja  nuestros  vinos!  No  hay  que  hacer  caso  de  los 
catalanes.  España  debe  rebajar  inmediatamente  sus  aranceles...  pero  sin  tocar  ú 
lo  que  pagan  los  trigos  extranjeros,  porque  se  abaratarían  los  nuestros. 

Los  Navieros  Catalanes. — Conviene  rebajar  cuanto  antes  los  derechos  aran- 
celarios del  comercio  entre  la  Península  y Cuba.  Es  necesario,  es  indispensable 
que  los  azúcares  cubanos  entren  en  España  exentos  de  gravámenes,  para  que 
nuestros  buques  tengan  carga...  pero  hay  que  restablecer  irremisiblemente  el 
derecho  diferencial  de  bandera. 

Un  Diputado  Malagueño  y...  Liberal.- — Yo  amo  la  libertad  y combato  al 
proteccionismo  porque  es  cosa  de  monopolio  y retroceso.  He  vivido  y moriré  den- 
tro del  libre-cambio.  No  hay  que  oir  á los  catalanes,  ni  á los  valencianos,  ni  á 
los  harineros  de  Santander,  ni  á los  fundidores  de  Bilbao.  ¡No  hay  que  oir  á na- 
die! Lo  que  hay  que  hacer  es  rebajar  los  aranceles  y reducir  á la  nada  los  dere- 
chos de  aduanas pero  sin  tocar  á los  azúcares,  como  no  sea  para  gravar  mas 

todavía  su  importación,  porgúelo  contrario  seria  arruinar  la  industria  malagueña. 

Este  es  el  cuadro. 

¿No  parecen  estos  clamores,  mejor  que  los  agravios  del  proteccionismo,  las, 
intemperancias  del  egoismo? 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


405 


* 

¥ ¥ 

Si  el  proteccionista  se  examina  al  detall,  es  decir,  molécula  por  molécula  del 
conjunto  que  compone  la  familia,  se  verá  que  en  todas  las  minuciosidades  y actos 
de  su  existencia  responde  á la  aspiración  y creencias  de  la  colectividad. 

El  proteccionismo  al  menudeo  ofrece  las  mismas  particularidades  y anomalías 
del  proteccionismo  al  por  mayor. 

Penetrad  en  uno  de  esos  magníficos  palacios  de  la  industria  en  que  se  elabo- 
ran los  paños,  las  indianas  y otros  cien  tejidos  con  que  se  enorgullecen,  justa- 
mente, nuestras  provincias  catalanas. 

Allí,  entre  la  confusión  de  miles  de  obreros,  el  continuo  ir  y venir  de  las  lan- 
zaderas, el  crujido  de  las  cuerdas  y correas,  el  golpear  de  los  émbolos,  el  sordo 
hervidero  de  las  calderas  y el  silvido  estridente  del  vapor,  observareis  que  el 
dueño  del  soberbio  edificio,  que  el  amo  de  toda  aquella  complicada  máquina  pro- 
ductora de  géneros  nacionales,  corifeo  intransigente  de  la  protección  á los  tejidos, 
lia  protegido  el  trabajo  nacional,  haciendo  venir  las  máquinas  tejedoras  de  Bir- 
mingham  ó de  Francia,  comprando  los  poderosos  motores  á vapor  en  Manchester  ó 
Liverpool,  pidiendo  sus  químicos  é ingenieros  á Bélgica  ó Alemania,  y hasta  sir- 
viéndose para  capataces  de  algunos  obreros  de  la  vecina  República. 

Esta  es  la  protección  que  el  fabricante  de  paños  ó sederías  ó géneros  de  punto, 
concede  á las  industrias  mecánicas  del  país. 


Penetrando  en  las  salas  de  los  bazares  ó en  los  pisos  de  los  sastres  de  mayor 
cópele,  puede  el  lector  convencerse  del  apoyo  que  á su  vez  reciben  los  productores 
de  tejidos  por  parte  de  los  constructores  de  maquinaria. 

Este  señor,  buen  mozo,  rechoncho,  con  aire  de  hombre  feliz,  y humos  de  perso- 
naje acaudalado,  es  socio  comanditario  de  un  establecimiento  colosal  que  fabrica 
toda  suerte  de  motores  y maquinarias,  desde  la  mas  sencilla  bomba  de  riego  has- 
ta el  volante  mas  grandioso  que  pueda  hacer  girar  el  hélice  de  un  navio. 

Apénas  el  sastre  le  pregunta  por  la  salud,  aprovecha  la  ocasión  para  dolerse 
del  estado  de  los  negocios  y quejarse  de  que  el  picaro  gobierno  tarde  en  estable- 
cer la  prohibición  mas  terminante,  para  evitar  la  entrada  en  España  de  todo  me- 
tal que  pueda  parecerse  á aparato  ó maquinaria. 

TOMO  I. 


51 


400 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


— El  país  está  perdido, — exclama. — Los  que  nos  sacrificamos  para  hacer  pro- 
gresar la  fabricación  estamos  amenazados  por  la  ruina  mas  inminente.  ¡Esto  se  lo 
lleva  la  trampa!  El  gobierno  se  ha  empeñado  en  no  proteger  la  industria,  y los 
constructores  de  máquinas  caminamos  á pasos  agigantados  á la  miseria...  ¡En  fin! 
¡Paciencia!...  Tómeme  usted  la  medida  de  un  traje  de  última  moda,  pero  sobre 
todo  no  caiga  en  la  tentación  de  ponerme  géneros  catalanes,  porque  tienen  una 
vejez  detestable.  Deme  usted  paño  de  Sedan  ó casimires  ingleses.  ¡Nada...  nada 
de  Sabadell,  ni  de  Tarrasa!  No  quiero  volver  á usar  esos  trapos  en  toda  la  vida... 

Y esta  es  la  protección  que  el  productor  de  máquinas,  proteccionista  sin  con- 
diciones (como  los  explotadores  del  sentimiento  patrio  en  la  Habana),  suele  dis- 
pensar al  productor  de  tejidos. 


Mil  páginas  como  estas  y otras  mil  mucho  mayores,  no  serian  suficientes  para 
todos  los  ejemplos  de  la  protección  que  los  proteccionistas  dispensan  á sus  cofra- 
des de  producción  y de  teorías  y de  egoísmo. 

Si  los  publicáramos,  vería  el  lector  que  el  opulento  minero  que  pide  la  prohi- 
bición de  entrada  de  los  hierros,  compra  en  París  los  coches  en  que  pasea  por  los 
sitios  de  moda;  que  el  constructor  de  carruajes,  pide  los  muelles,  llantas  y otros 
accesorios  á Alemania  ó á Inglaterra;  que  el  industrial  mas  enemigo  del  libre- 
cambio, amuebla  sus  aposentos  con  todos  los  caprichos  del  extranjero  y cubre  sus 
salones  con  los  papeles  ó tapicerías  del  otro  lado  de  la  frontera. 

Este  es  el  proteccionista. 

Según  su  teoría,  es  reo  de  alta  traición  á la  pátria  todo  el  que  no  compra  sus 
productos,  aunque  sean  estos  peores  y mas  caros  que  los  de  fuera. 

Pero  en  cambio  se  cree  dispensado  de  proteger  todos  aquellos  que  él  no  produce. 

Y como  no  lo  cree  así,  no  los  compra. 

¡Justicia  y lógica  proteccionistas! 


Hemos  dicho  que  existen  proteccionistas  de  compromiso  y de  moda;  que  los 
hay  de  buena  fé  y de  especulación;  que  finalmente,  no  faltan  entre  ellos  fanáticos 
inconscientes,  y que  no  deja  de  haberlos  que  son  libre-cambistas  sin  sospecharlo, 
y otros  que  medran  con  el  contrabando...  sospechándolo. 

De  todos  ellos,  el  mas  censurable  es  el  de  especulación;  el  mas  tonto,  el  de 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


407 


compromiso;  el  mas  inofensivo,  el  de  moda;  el  mas  ridículo,  es  el  que  es  libre- 
cambista sin  sospecharlo;  los  mas  dignos  de  lástima,  el  de  buena  té  y el  fanático; 
finalmente,  los  que  merecen  mayor  escarmiento,  los  que  medran  con  el  contrabando. 

El  proteccionista  de  especulación  es  el  mas  censurable,  porque  su  fin  exclusi- 
vo consiste  en  colocar  sin  concurrencia  sus  géneros,  sin  importársele  de  los  que 
él  no  produce,  ni  de  que  el  consumidor  pueda  comprar  mejor  y mas  barato  por  el 
sistema  de  libre-introduccion. 

El  mas  tonto  de  los  proteccionistas  es  el  de  compromiso,  porque  la  palabra  sola 
indica  que  al  serlo,  no  obedece  á sus  propias  convicciones,  sino  á ciertas  exigen- 
cias de  sociedad  que  le  liacen  abdicar  del  propio  raciocinio. 

El  proteccionista  de  moda  es  el  mas  inofensivo,  porque  tiene  tanto  apego  á 
uno  ú otro  de  los  dos  sistemas  económicos,  como  los  perros  lo  tenian  al  color  ver- 
de ó al  carmesí,  en  aquella  época  en  que  las  damas  del  gran  mundo  daban  en  te- 
ñir el  pelo  de  aquellos  animales. 

No  hay  duda  que  es  ridículo  en  alto  grado  aquel  proteccionista  que  profesa  el 
libre-cambio  sin  sospecharlo;  y son  ridículos  la  mayoría  de  los  proteccionistas, 
porque  casi  todos  hacen  raciocinios  como  el  siguiente,  que  liemos  oido  áun  fabri- 
cante de  paños: 

— Desengáñese  usted, — nos  decia  gesticulando  como  un  desesperado, — no 
uxiste  otro  gobierno  en  el  orbe  mas  injusto  que  el  de  España.  Aquí  todo  es  des- 
barajuste. Figúrese  usted  que  los  fabricantes  de  paños  en  vez  de  ser  protegidos 
como  merecemos,  por  nuestros  sacrificios,  somos  hostilizados  y arruinados  cada  dia 
más.  La  industria  nacional  no  será  nada,  mientras  se  permita  importar  ni  siquie- 
ra una  vara  de  paño  extranjero:  pero  en  cambio  debe  abolirse  en  las  aduanas  el 
derecho  que  paga  la  lana  que  necesitamos  en  nuestras  fábricas,  debe  desaparecer 
el  arancel  que  grava  el  carbón  que  hace  hervir  el  agua  de  nuestras  calderas  y 
que  encarece  las  materias  químicas  que  necesitamos  para  preparar  y teñir  nues- 
tros tejidos.  Todo  esto,  desengáñese  usted,  dehe  desaparecer  de  las  tarifas  de 
aduanas,  si  quiere  protegerse  á la  industria.  Además,  la  fabricación  no  será  nada 
mientras  no  se  borren  de  una  plumada  los  absurdos  derechos  que  en  nuestro  puer- 
to se  hace  pagar  á los  barcos  que  traen  todo  ese  carbón,  y esa  lana,  y esos  pro- 
ductos químicos  que  necesitamos  los  fabricantes,  y que  con  tantos  derechos  y ga- 
belas llegan  muy  caros  á nuestras  manos. 

¿Tenemos  razón  en  calificar  de  ridículo  á esos  proteccionistas  que,  sin  sospe- 
charlo, defienden  el  libre-cambio  enragé  en  lo  que  les  trae  cuenta?... 


408 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


Siguiendo  la  clasificación  que  liemos  establecido,  repetimos  que  el  proteccio- 
nista de  buena  fé  es  el  mas  digno  de  lástima,  porque  la  merece  quien  pide  que  se 
encarezca  lo  mismo  que  necesita  y lia  de  pagar  con  su  trabajo. 

También  es  digno  de  compasión  el  fanático,  porque  no  es  otro  que  el  de  buena 
fé  elevado  á quinta  potencia  y obcecado  por  el  paroxismo  de  la  sinrazón. 

El  proteccionista  que  se  protege  basta  la  defraudación  á la  Hacienda,  sale  de 
nuestro  cuadro  y no  debe  comprenderse  bajo  el  título  de  las  presentes  líneas. 

Merece  artículo  aparte. 

Entra  en  la  familia  de  los  contrabandistas  y lo  recomendamos  al  Resguardo  de 
mar  y tierra. 


Dos  plumadas  para  concluir. 

Al  apuntar  los  diversos  grupos  de  proteccionistas,  liemos  dicho  que  los  habia 
de  Barcelona  y de  f uera. 

Estarnos  en  lo  mismo  y por  lo  mismo  reiteramos  la  subdivisión. 

En  ambos  grupos  se  comprenden  casi  todos  los  que  antes  liemos  revistado  y 
calificado. 

Entre  los  proteccionistas  de  Barcelona,  están  indispensablemente  los  de  espe- 
culación y los  libre-cambistas  sin  sospecharlo;  muy  frecuentemente  figuran  tam- 
bién los  de  moda  y los  fanáticos  y no  pocas  veces  los  Grandes  Sacerdotes  del  con- 
trabando. 

Entre  los  proteccionistas  de  fuera,  figuran  casi  todos  los  de  compromiso,  mu- 
chos de  buena  fé  y no  pocos  de  los  de  moda. 

En  ninguno  de  los  grupos  que  conocemos  hemos  encontrado  al  proteccionista 
sério  y útil  al  país. 

El  proteccionista  que  ama  la  libertad  y quiere  que  ésta  rija  en  todas  las  ma- 
nifestaciones de  la  vida,  sin  excluir  las  del  comercio  y de  la  industria;  aquel  que 
lleva  su  amor  á la  pátria  hasta  desear  que  sus  productos  sean  protegidos  cada  dia 
menos,  para  que  su  perfección  aumente  y sus  precios  disminuyan,  á ese  protec- 
cionista no  le  liemos  hallado  en  ninguna  parte. 

Por  esto  no  creemos  que  exista  en  España. 


por  D.  Francisco  X.  Baraibar. 


al  vez  quien  nos  conozca  y haya  tratado,  podrá  justificarnos 
algún  vicio  y no  pocos  defectos;  pero  jamás  tendrá  ni  el  mas 
ligero  de  los  fundamentos  para  suponernos  ingratos. 

Esta  mala  condición,  peor  que  todas  las  que  pueden  con- 
tribuir á dar  lugar  á cjue  un  hombre  se  haga  despreciable 
y aborrecible,  falta  en  absoluto  de  nuestro  pecho,  y jamás,  en 
nuestra  ya  larga  vida,  nos  hemos  inclinado  á ella,  porque  siem- 
pre fuimos  refractario  á lo  que  hoy,  por  desgracia,  abunda  tanto. 

Debiendo  á esta  gloriosa  nación  de  la  vieja  Europa  el  naci- 
miento no  más,  y todo  lo  que  tenemos  y poseemos  á la  risueña 
América,  nada  podemos  decir  en  contra  de  aquel  continente:  úni- 
camente nos  sentimos  llevados  á lamentar  sus  males  y á llorar  sus  penas. 

Atentos  á todo  lo  que  ocurre  en  aquellas  naciones,  durante  el  tiempo  que  allí 
hemos  permanecido,  hemos  podido  comprobar  con  cuánta  ligereza  se  habla  y con 
cuánta  rapidez  se  forman  juicios  de  asuntos  que  no  se  conocen  y de  cuestiones 
que  se  desenvuelven  en  países  que  distan  tanto  del  que  nosotros  habitamos.  Grande 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


y terrible  mal  es  este  que  con  frecuencia  lleva  á escribir  crónicas  desatinadas  en 
las  que  se  hacen  los  mas  absurdos  paralelos  y se  emiten  las  mas  descabelladas 
ideas. 

No  hace  mucho  tiempo  que  dominados  por  la  sorpresa  mas  grande,  leimos  en 
un  periódico  que  de  buena  y grande  fama  goza,  un  artículo  debido  á la  pluma  de 
sobresaliente  escritor,  que  no  sabiendo  de  América  mas  que  lo  que  en  libros  y 
revistas  se  ba  escrito,  engolfóse  de  lleno  en  hábiles  consideraciones  histórico- 
políticas  de  muchísimo  efecto  y de  grandísima  trascendencia,  para  el  que  á ellas 
se  limitara,  pero  que  ninguna  quedaba  enhiesta  tan  pronto  como  con  la  realidad 
quisieran  comprobarla. 

Y es  que  no  da  lo  mismo  formar  concepto  mediante  lo  que  oimos,  que  ó poco 
rato  resulta  abultado  por  la  imaginación,  y formar  el  criterio  en  presencia  de  los 
hechos  mismos  que  esperamos  nos  sugieran  alguna  reflexión. 

El  escritor  á que  aludimos,  grande  amigo  nuestro,  por  mas  señas,  clamaba  á 
semejanza  de  los  antiguos  profetas,  contra  la  corrupción  que  en  esta  vieja  Europa 
se  advierte,  contra  la  desmoralización  que  nos  domina,  y pasando  revista  particu- 
lar y detallada  á cada  una  de  las  naciones  que  hay  por  acá  y de  las  que  cada  cual 
á su  modo,  contribuyen  al  equilibrio,  veía  á Rusia  amenazada  de  una  disolución 
social  hija  de  la  reacción  natural  y lógica  que  tiene  que  operarse,  dada  la  extre- 
ma coacción  y violencia  en  que  los  soberanos  de  aquel  imperio  han  tenido  á su 

Decia  de  Alemania  que  era  un  imperio  amasado  con  voluntades  contrarias, 
pero  que  habian  cedido  por  la  alucinación  de  un  momento;  que  todo  su  poder  es- 
tribaba en  la,  existencia  de  dos  hombres,  de  los  que  metafóricamente  hablando,  el 
uno  habia  aportado  la  cabeza,  y el  otro  habia  contribuido  con  su  brazo,  de  modo 
que  en  el  dia  no  lejano  en  que  ambos  ó cualquiera  de  estos  dos  hombres  llegara  á 
faltar,  desaparecería  la  unidad  del  referido  imperio,  surgiendo  de  nuevo  el  consi- 
derable número  de  pequeñas  nacionalidades  que  antes  de  la  guerra  de  1870.  en 
que  tan  señaladas  victorias  consiguiera,  componían  la  Alemania. 

Ocupándose  después  del  Austria,  augurábale  precario  destino,  y no  dejaba 
mejor  parada  á la  mercantil  Inglaterra,  de  la  que  sóidamente  afirmaba  que  domi- 
nada por  el  afan  de  lucro,  empeñábase  en  promover  disturbios  fuera  de  casa,  sin 
cuidarse  de  lo  que  en  el  interior  tenia.  Acusábala  de  gastar  sus  fuerzas  en  lejanos 
climas  quedándose  con  tan  pocas  que  resultaban  de  todo  punto  insuficientes  para 
dominar  los  conflictos  que  en  su  seno  ocurrían  y veía  para  no  lejana  época  que  la 


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grandeza  de  Albion  había  de  quedar  derretida  en  las  espumosas  ondas  que  se 
quiebran  contra  sus  playas. 

Todo  esto  que  decía  de  los  países  del  norte,  resultaba  pálido  y frió  al  lado  de 
lo  que  se  le  ocurrió  ocupándose  de  los  países  pertenecientes  á la  raza  latina.  Al 
llegar  á ocuparse  de  ellos,  cual  si  su  indignación  estuviera  contenida  desde  hacia 
mucho  tiempo,  como  si  de  su  pecho  rebosara  el  encono,  estalló  haciendo  explosión 
sonadísima,  y casi  podemos  decir  que  ni  un  hueso  les  dejó  sano  en  su  ya  zaran- 
deado cuerpo.  ¡Pobre  Italia!  exclamaba  al  comenzar  el  párrafo,  y á seguido  ren- 
glón enumeraba  todas  las  desventuras  que  pueden  llevarnos  á la  mas  profunda 
conmiseración;  veía  amenazada  la  unidad  que  tantos  siglos  se  tardara  en  realizar 
y aseguraba  que  envuelta  en  considerable  número  de  conflictos  inminentes,  no  le 
quedaba  otro  remedio  sino  perecer  agobiada  al  esfuerzo  de  número  mayor  de  ene- 
migos que  sobre  ella  habían  de  caer:  sostenía  que  su  política  desastrosa  hoy,  ins- 
piraría repugnancias  seguramente  á los  antiguos  genoveses  y venecianos;  que 
habían  sido  muchos  los  vientos  que  había  sembrado  y que  por  consiguiente  no  le 
quedaba  otro  remedio  que  recoger  tempestades.  Aseguraba  que  Portugal  era  mas 
que  nación,  una  colonia  inglesa,  sin  independencia,  sin  pensamientos  propios,  y 
que  solo  se  sostenia  gracias  á las  brillantes  aptitudes  que  tienen  los  buenos  por- 
tugueses para  hacerse  ilusiones. 

Excusado  nos  parece  manifestar  que  sus  mas  hondas  lamentaciones  las  reservó, 
al  hacer  su  artículo,  para  cuando  llegó  á ocuparse  de  nuestra  hermosa  pátria;  con 
la  celeridad  que  el  águila  vuela,  pasó  sobre  nuestras  pretéritas  glorias,  enumerán- 
dolas con  orgullo  una  á una,  sin  olvidar  nuestra  constancia  en  repeler  invasio- 
nes y nuestro  tesón  para  resistirlas;  enumeró  nuestros  mas  grandes  hombres,  desde 
los  que  nacidos  en  nuestro  suelo  merecieron  ser  dignidades  en  la  soberbia  Roma, 
hasta  los  que  audaces  y atrevidos  han  paseado  nuestras  banderas  por  el  mundo 
todo,  y á renglón  seguido  lloró  sobre  nuestras  luchas  intestinas,  sobre  nuestras 
discordias  civiles  y sobre  estas  divisiones  y subdivisiones  políticas  que  puestas  en 
turno  aguardan  hambrientas  el  pedazo  que  los  demás  quieran  arrojarle. 

Después  de  esta  lúgubre  revista,  en  la  que  campeaba  el  pesimismo  mas  refi- 
nado y de  la  que  no  pocos  puntos  eran  controvertibles,  nuestro  amigo  sacaba  en 
conclusión,  no  como  muchos  creen  en  vista  de  tanta  desmoralización,  que  está 
próximo  el  fin  del  mundo,  sino  que  este,  siguiendo  una  ley  histórica  que  de  an- 
tiguo se  viene  observando,  cambia  de  faz,  y de  la  misma  manera  que  en  remotas 
épocas  fueron  cuna  y emporio  de  la  civilización  y de  la  cultura  naciones  antiguas 


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del  Asia  que  hoy  solo  viven  en  la  historia,  y de  las  que  las  mas  famosas  ciudades 
yacen  hoy  en  ruinas,  formando  sus  restos  cuevas  donde  anidan  las  ñeras,  así  lle- 
gará un  dia  en  que  desmoronándose  esta  caduca  Europa,  la  civilización  pasará  á 
América,  donde  se  estacionará  considerable  número  de  siglos. 

Esta  peregrina  idea  que  mas  de  una  vez  habíamos  visto  enunciada,  podemos 
afirmar  que  no  tiene  otro  fundamento  que  lo  mucho  que  se  ignora  de  aquellos 
países,  á que  según  aseveran  trasmigrará  la  civilización  con  sus  doradas  alas,  y 
además  surge  en  la  mente  de  muchos  por  un  pesimismo  arraigado  en  los  que  solo 
suponiendo  mal,  pueden  explicarse  ciertos  fenómenos  (pie  hoy  se  verifican. 

La  historia  no  registra  siglo  de  tanta  grandeza  como  este  en  que  nos  lia  to- 
cado en  suerte  vivir:  en  ninguna  época  de  las  que  sucesivamente  han  ido  pasando, 
se  han  orillado  tan  graves  conflictos  de  tan  fácil  modo  como  en  la  nuestra,  a-  nunca 
ha  sido  el  encono  menor  que  ahora  eñ  que  con  nueva  saña  las  naciones  procuran 
aventajarse  entre  sí,  no  con  los  alardes  de  fuerzas  que  antes  servían  para  destro- 
zarlas, sino  con  obras  del  ingénio  y adelantos  de  la  industria,  que  las  conservan 
y fomentan. 

No  podemos  negar  que  cada  dia  se  irán  civilizando  mas  y mas  las  nacionali- 
dades que  con  la  emancipación  se  han  creado  en  América,  mas  no  puede  ocurrir 
nunca  que  lleguen  al  imperio  en  que  hoy  se  encuentra  Europa,  dejándonos  en  el 
abatimiento  terrible  que  nosotros  dejamos  al  Asia,  ó mejor  dicho  en  la  ruina  en 
que  vino  á caer  la  parte  del  mundo  señalada  hoy  como  cuna  del  género  humano. 

Hasta  las  mas  ricas  y poderosas  comarcas  americanas  tienen  causas  poderosí- 
simas que  cohihen  su  desenvolvimiento,  y de  ellas  en  su  mayor  número  casi  pa- 
rece que  están  llamadas  á desaparecer  por  el  poder  absorvente  que  tiene  el  mas 
grande  y el  mas  fuerte.  Antiguo  axioma  político  fué  el  de  que  malo  era  dejar  en- 
grandecer al  vecino,  y dicho  harto  conocido  el  de  que  siempre  es  peligrosa  la  ve- 
cindad del  fuerte  y poderoso. 

Aquellas  repúblicas  en  su  mayor  número  han  olvidado  tan  prudentes  y útiles 
advertencias  hasta  tal  punto  que  ni  siquiera  parece  que  se  acuerdan  de  ello,  pues 
ya  que  es  imposible  evitar  lo  realizado  hasta  hoy,  por  ser  empresa  superior  á sus 
fuerzas,  debían  al  menos  cuidarse  en  prevención  de  lo  que  pudiera  ocurrir  maña- 
na. Hacen  todo  lo  contrario,  y no  parece  sino  que  juraron  al  realizar  su  indepen- 
dencia no  dejar  las  armas  de  la  mano,  según  lo  que  luchan,  batallan  y pelean; 
cuando  no  unas  con  otras,  representando  el  papel  de  hermanas  mal  avenidas,  la 
emprenden  con  ellas  mismas  y se  desgarran  el  pecho,  consumiendo  estérilmente 


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su  fuerza  y dando  lugar  á la  plaga  mas  odiosa  de  las  modernas  sociedades:  al  mi- 
litarismo. 

Desgracia  y no  pequeña  lia  sido  para  aquellas  naciones  no  haber  tenido  cada 
una  al  tiempo  de  su  constitución,  un  hombre  honrado,  probo,  leal  é inteligente, 
que  fijo  solo  en  el  bien  de  aquel  pedazo  de  tierra  en  que  había  nacido,  encami- 
nara rectamente  sus  intenciones  al  bien  público.  Antes  al  contrario,  ninguna  ha 
carecido  de  hombres  á centenares,  que  fijándose  solo  en  su  propia  conveniencia, 
no  han  descansado  un  solo  instante,  ni  han  tomado  un  momento  de  reposo  persi- 
guiendo con  ansia  la  idea  descabellada  de  sobreponerse  á todos  sus  conciudada- 
nos. De  esto  ha  resultado,  que  no  ha  pasado  un  año  sin  alguna  revolución  ó pro- 
nunciamiento en  que  no  pocos  pierden  miserablemente  la  vida  sacrificados  como 
corderos,  sirviendo  de  carne  de  cañón  al  bando  enemigo,  que  nunca  defiende  otra 
causa,  sino  el  escalamiento  del  poder. 

¿En  qué  consiste  esto?  nos  hemos  preguntado  muchas  veces,  viendo  sobre  el 
terreno  los  males  que  ocasiona;  y muy  distintas  han  sido  las  contestaciones  (pie 
nos  hemos  podido  dar,  según  del  lado  que  hayamos  considerado  la  cosa. 

Recordando  la  mala  política  seguida  allí  por  los  descubridores,  podríamos  de- 
cir (pie  aquella  prohibición  que  tuvieron  los  hijos  del  país,  para  desempeñar  car- 
gos públicos,  había  sido  causa  sin  duda  de  que  al  poderlos  tener,  los  quieran  to- 
dos; y si  á esto  se  aúna  que  las  vivísimas  imaginaciones  de  aquellos  naturales  del 
hermosísimo  suelo  americano,  son  heridas  tal  vez  en  demasía  por  los  bordados, 
adornos  y condecoraciones,  tal  vez  nos  explique  aun  mas  el  afan  desmedido  que 
en  todos  ellos  se  observa  de  llegar  á ser  generales. 

Cuando  aprovechándose  de  la  confusión  y desorden  que  en  la  metrópoli  reina- 
lian,  quisieron  sacudir  el  yugo,  (pie  les  teníamos  impuesto,  no  faltaron  espíritus 
audaces  y atrevidos  que  luego  que  dieron  el  entusiasta  grito  de  libertad  é inde- 
pendencia, lograron  ver  en  torno  suyo  hombres  dispuestos  á secundar  sus  planes 
y á llevar  á feliz  término  cuanto  desde  el  principio  se  propusieran. 

Entonces  no  faltaron  hombres  de  corazón  y de  valor,  hombres  de  principios  y 
de  sin  igual  constancia,  que,  aventurándose  á jugar  el  todo  por  el  todo,  empren- 
dieron una  campaña  en  la  que  todas  las  desventajas  se  hallaban  de  parte  suya. 
Los  obstáculos  que  tenían  que  vencer  eran  insuperables  y hubieran  hecho  desma- 
yar á los  que  con  menos  fé  se  lanzaran  en  la  que  parecía  temeraria  empresa.  En- 
cuentros terribles,  sorpresas  inesperadas,  lucha  sin  tregua  ni  descanso,  vida 
agitadísima,  todo,  todo  lo  sufrieron  con  resignación,  no  teniendo,  en  el  mayor  nú- 

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mero  de  los  casos,  ni  techos  que  les  guarecieran  de  las  inclemencias  del  tiempo, 
ni  alimentos  que  les  fortificaran,  ni  vestidos  que  los  cubrieran.  Pero  no  sabemos 
qué  de  grande  y elevada  tiene  la  idea  de  pátria,  que  alienta,  vigoriza  y estimula; 
tiene  esta  palabra  algo  de  magnético  que  infunde  en  los  hombres  un  valor  del  que 
antes  no  se  liabian  dado  cuenta  y que  ni  siquiera  habían  sospechado  poseer. 

Esto  ocurrió  con  varios  de  los  que  primeramente  se  lanzaron  á combatir  por 
la  independencia  de  aquel  pedazo  de  tierra  en  que  habían  nacido.  En  aquellos  pri- 
mitivos guerrilleros  que  siempre  á caballo  no  descansaban  nunca  y jamás  se  cui- 
daban de  su  persona,  hay  que  suponer  necesariamente  grandísima  buena  fé  é in- 
mejorables deseos,  y de  entre  ellos  hay  un  ejemplo  notable  que  debían  haber  se- 
guido todos  los  demás;  este  ejemplo  que  tanto  recomendamos,  este  ejemplo  que 
podemos  presentar  como  tipo  del  buen  general  americano,  es  el  bien  conocido  Si- 
món Bolívar. 

Corazón  grande  y alma  generosa,  no  bien  hubo  acabado  sus  estudios  en  Eu- 
ropa. marchó  á su  pátria,  imbuido  en  los  principios  que  había  predicado  y acre- 
ditado la  revolución  francesa.  Constante  en  su  deseo  de  liberar  el  territorio,  de  la 
dominación  española  que  sobre  él  pesaba,  lanzóse  al  campo,  y nada  significaron 
para  él  los  primeros  descalabros  que  sufriera  en  la  campaña,  antes  al  contrario, 
sirvieron  para  estimularlo  más  y más,  y sin  parar  un  solo  dia,  organizando  sus 
fuerzas  al  propio  tiempo  que  las  conducía  al  combate,  obtuvo  señaladas  victorias 
no  solo  sobre  los  españoles,  sino  que  también  sobre  las  bandas  de  naturales  que 
aquellos  supieron  armar  en  contra  de  los  patriotas. 

Político  al  mismo  tiempo  que  guerrero,  supo  ir  dando  organización  á lo  que 
dominaba,  y otra  seria,  sin  duda,  la  suerte  de  las  naciones  aquellas,  si  en  un  todo 
se  hubieran  dejado  conducir  por  las  indicaciones  del  que  con  tanta  justicia  ha 
sido  llamado  el  Washington  de  la  América  del  Sur.  Desinteresado  cual  ninguno, 
no  solo  aconsejaba  el  bien  con  sus  predicaciones,  sino  que  lo  recomendaba  con  su 
ejemplo.  Demasiado  fácil  es  clamar  que  todos  nuestros  semejantes  hagan  esto  ú 
aquello,  pero  es  difícil  en  demasía  llevar  á sus  ánimos  con  nuestras  obras  el  con- 
vencimiento de  que  deben  ejecutar  aquello  que  les  aconsejamos.  Bolívar  supo  ha- 
cerlo: estaba  convencido  de  lo  que  era  conveniente  y justo,  y no  bien  hubo  pues- 
to el  pié  en  su  pátria,  de  regreso  de  Europa,  cuando  dió  libertad  á todos  los  negros 
que  servian  de  esclavos  en  las  vastísimas  haciendas  que  constituían  su  patrimo- 
nio; siguió  en  esta  senda  y bien  pronto  de  los  fragmentos  de  naciones  formó  una 
sola,  y más  hubiera  hecho  si  la  envidia  no  se  despertara  en  su  contra  en  el  famoso 


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congreso  de  Tacubaya,  reunido  por  él  para  acordar  una  especie  de  federación  que 
uniera  con  estrecho  lazo  á todos  los  pueblos  sur-americanos. 

Ejemplo  digno  de  ser  imitado  en  aquellas  dilatadas  regiones  en  que  operó  de 
continuo  y en  que  valeroso  siempre,  supo  sostener  su  causa,  á pesar  de  las  vicisi- 
tudes é inconstancia  de  la  suerte  que  no  siempre  le  fué  favorable.  Con  bastante 
razón  ha  sido  comparado  con  el  incansable  Sertorio;  en  perpétua  agitación  siem- 
pre, cansó  á sus  enemigos  cuando  no  pudo  vencerlos,  y de  este  modo,  dia  tras  otro 
logró  acrecentar  su  fama  y engrosar  sus  filas.  Pero  cuando  detenidamente  se  oh- 
serva  su  manera  de  ser,  y su  manera  de  vivir;  cuando  se  vé  al  punto  extraor- 
dinario á que  llegaba  su  audacia,  cuando  se  atiende  á la  magnitud  de  su  empresa 
y al  ejército  que  conducía,  compuesto  en  su  mayor  parte  de  extraños  y hetero- 
géneos elementos,  ¿con  quién  mejor  cabe  compararlo  que  con  Aníbal,  el  duro  y 
tenaz  cartaginés  que  varias  veces  logró  poner  en  terrible  aprieto  á la  soberbia 
Roma? 

Lo  cierto  es  que  debe  considerársele  como  verdadero  tipo  del  general  ameri- 
cano, al  que  debian  haber  imitado  todos  los  demás.  Tres  veces  el  pueblo,  que 
constantemente  lo  aclamaba,  lo  invistió  del  alto  poder  dictatorial,  y tres  veces 
supo  renunciarlo  creyendo  su  misión  cumplida;  supo  desde  luego  hacer  reducción 
en  los  gastos,  y principió  disminuyendo  el  sueldo  que  le  tenian  señalado;  rico, 
inmensamente  rico  cuando  comenzó  á mezclarse  en  política,  no  aumentó  su  for- 
tuna, sino  que  antes  al  contrario,  la  mermó  de  una  manera  considerable,  sacrifi- 
cándolo todo  á su  grandiosa  idea. 

Si  cada  nación  de  las  que  se  constituyeron  en  el  nuevo  mundo,  al  hacerse  in- 
dependientes hubieran  tenido  un  Bolivar,  con  seguridad  que  nuestro  amigo  al  la- 
mentarse del  mal  estado  de  Europa  y vaticinar  que  la  civilización  trasmigraria  á 
América,  tendría  razón;  si  en  aquellas  regiones  hubieran  abundado  los  generales 
como  el  Washington  de  la  América  del  Sur,  no  tendríamos  hoy  tema  para  escri- 
bir este  artículo:  mas  no  ha  sido  así  por  desgracia,  ni  mucho  menos.  Bolivar  no 
fué  mas  que  uno. 

Antes  de  bosquejar  el  tipo  que  nos  hemos  propuesto,  es  justo  hacer  una  salve- 
dad que  desde  luego  evite  que  se  den  por  ofendidos  los  que  no  deben  pensar  que 
nos  referimos  á ellos,  y que  se  hieran  susceptibilidades.  Sabemos  sobradamente 
que  allí  hay,  entre  la  clase  militar,  hombres  dignos,  valientes  y de  valer  en  todos 
conceptos,  que  han  hecho  su  carrera  con  brillantez,  y que  han  llegado  al  feliz  tér- 
mino de  ella  de  una  manera  honrosa  y digna.  Pero  creemos  que  estos  mismos  han 


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de  ser  los  primeros  en  lamentar  la  senda  peligrosísima  que  lian  seguido  para  lle- 
gar á un  punto  en  el  que  se  confunden  con  los  que  lo  han  asaltado,  sin  saber 
cómo,  impulsados  por  fuerzas  que  engendró  solo  la  suerte  caprichosa. 

Por  mas  (pie  sea  achaque  general  y común  en  toda  la  raza  latina,  es  lo  cierto 
que  en  ninguna  parte  se  vé  de  una  manera  tan  clara  y manifiesta  como  en  Amé- 
rica, esa  série  no  interrumpida  de  guerras,  turbulencias,  agitaciones  y pronun- 
ciamientos que  asolan  aquellas  hermosísimas  campiñas,  llevan  al  sepulcro  á tantos 
infelices  y privan  de  brazos  á la  industria,  á la  agricultura  y al  comercio. 

En  los  países  donde  de  antiguo  están  reguladas  las  instituciones  por  una  lev 
que  los  más  acatan,  solo  queda  la  protesta  de  los  menos,  que  fácilmente  puede 
contenerse  y aun  repelerse,  si  llegara  á ser  preciso;  mas  en  aquellos  recientemen- 
te creados,  que  desde  luego  se  dieron  una  constitución  que  autoriza  mavor  núme- 
ro de  aspiraciones,  la  protesta  no  es  de  principios,  pues  ya  no  cabe  el  plantea- 
miento de  nuevas  formas  de  gobierno  que  autoricen  mas  ámplias  libertades:  allí  la 
cuestión  es  de  personas,  y nada  mas  que  de  personas.  Se  procura  (pie  el  quítale  tú 
■para  ponerme  y o tenga  un  fundamento,  y para  esto  se  apela  á la  sabida  excusa  de: 
Tú  to  haces  mal  y yo  ¡o  haré  mejor. 

(’ierto  es  que  en  un  número  considerable  de  casos  ha  habido  razón  para  afir- 
mar que  cualquiera  lo  baria  mejor  que  el  que  ocupa  el  poder,  por  ejemplo,  cuan- 
do el  tirano  llosas  dominaba. 

Mas  no  sucede  siempre  así,  sino  que  por  el  contrario,  en  el  mayor  número  de 
los  casos,  cuando  todo  marcharía  bien  si  hubiera  paz,  cuando  solo  la  tranquilidad 
es  lo  ipie  hace  falta,  nunca  se  hace  esperar  un  descontento  que  cansado  de  aguar- 
dar que  le  llegue  el  ambicionado  -turno,  procura  hacerse  de  un  número  grande  ó 
chico  de  parciales,  y saliéndose  al  campo  comienza  á cometer  una  série  no  inter- 
rumpida de  tropelías,  que  dan  por  resultado  inmediato  el  que  su  nombre  sea  co- 
nocido en  breves  dias.  En  cualquiera  parte  á este  revoltoso  se  le  daría  el  nombre 
de  faccionario  ó cabecilla,  y cuando  mas  el  de  guerrillero,  pero  allí  no  sucede  tal 
cosa,  allí  él  mismo  comienza  por  darse  el  pomposo  título  de  general,  que  los  de- 
más le  reconocen  sin  gran  trabajo,  y le  prodigan  sin  inconveniente  ninguno. 

Salido  de  donde  menos  pudiera  pensarse  que  salieran  generales,  el  tipo  que 
vamos  á pintar  y que  puede  servir  de  modelo  de  la  mayoría,  no  es  una  ficción.  Sin 
grande  esfuerzo  ni  trabajo  podría  encontrarse  en  todas  las  naciones  de  América 
que  un  día  fueron  colonias  españolas.  Espíritu  intranquilo,  y mente  calenl mien- 
ta, sorprendióle  detrás  del  sucio  mostrador  de  la  tienda  en  que  servia,  la  noticia 


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de  que  por  el  campo  vagaba  una  partida  que  se  batía  con  las  tuerzas  del  gobierno 
á fin  de  derribarlo  y poner  otro  que  fuera  mejor. 

Esta  revelación  despertó  en  él  la  idea  de  que,  en  efecto,  el  gobierno  aquel  que 
por  entonces  regia  los  destinos  de  su  país,  no  lo  hacia  del  todo  bien,  por  cuanto 
él  se  encontraba  reducido  á miserable  condición.  Desde  entonces,  por  la  noche 
se  dio  á leer  todas  las  proclamas  y papeles  que  se  imprimían  fomentando  la  insur- 
rección. 

Al  poco  tiempo  pudo  observar  que  no  carecía  de  auditorio,  pues  el  mozo  del 
almacén  y un  primo  suyo,  dos  rancheros  y cuatro  gañanes,  dependientes  todos  de 
la  misma  casa  donde  él  servia,  acudían  á escucharle  con  verdadero  gusto.  Al  prin- 
cipio todos  callaban,  ninguno  se  atrevía  á exponer  su  opinión,  así  como  tampoco 
á hacer  comentarios,  mas  cuando  después  de  repetidas  lecturas,  fueron  apren- 
diendo términos  convenientes  y nombres  propios,  era  de  ver  la  frescura  y desem- 
barazo con  que  cada  cual  decía  lo  que  se  le  antojaba.  Nos  parece  excusado  decir 
que  todas- las  simpatías  de  aquel  círculo  eran  para  los  sublevados,  que  á ellos  se 
les  daba  la  razón,  y que  á una  voz  lamentaban  que  no  fueran  mas  en  número 
para  acabar  mas  pronto.  Una  noche  al  fin,  el  tendero  que  desde  muchos  dias  atrás 
meditaba  un  audaz  proyecto,  se  atrevió  á exponerlo  á sus  compañeros,  y dicho 
sea  en  verdad,  fué  acogido  con  sin  iguales  muestras  de  entusiasmo. 

Se  trataba  nada  menos  que  de  lanzarse  al  campo  para  fomentar  la  revolución; 
trazóse  el  plan,  distribuyéronse  los  cargos  y resultó  que  solo  con  ellos  había  buen 
número  de  jefes  y oficiales  pero  que  soldados  no  tenian  ninguno.  Esto  no  importa, 
dijo  el  que  desde  aquel  momento  mismo  se  constituyó  general,  los  soldados  ven- 
drán luego,  y efectivamente,  un  mes  mas  tarde,  después  de  mil  peripecias  y cui- 
dados, nuestro  hombre  se  hallaba  al  frente  de  un  centenar  ó dos  de  individuos, 
que  en  su  mayoría  era  cada  cual  lo  peor  de  su  casa,  mal  equipados,  y si  se 
quiere  peor  alimentados;  lograron  armarse  aunque  de  una  manera  muy  hetero- 
génea, después  de  las  primeras  escaramuzas  que  libraron,  y una  vez  conseguido 
esto,  fué  de  ver  la  prisa  que  tuvieron  en  darse  á conocer,  y en  que  sus  proezas 
fueran  admiradas. 

Sin  tregua  ni  descanso,  recorriendo  la  comarca  en  todas  direcciones,  ausilia- 
dos  poderosamente  por  el  bien  montado  espionaje  que  los  de  su  bando  tenian, 
lograron  sorprender  algunas  veces  á las  fuerzas  del  gobierno,  obteniendo  sobre 
ellos  triunfos  insignificantes,  pero  que  ellos  se  cuidaron  de  aumentar  á su  capri- 
cho y antojo,  de  modo  que  parecía  siempre  que  lo  que  se  había  librado  eran  for- 


418 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


midables  batallas  campales  entre  dos  ejércitos  igualmente  numerosos  y aguerridos. 

No  liubo  lugar  en  que  entraran  y volvieran  á salir  sin  haber  dejado  en  él  memo- 
ria terrible  de  su  paso;  parecia  que  todos  los  que  no  iban  en  sn  seguimiento  dispues- 
tos á dar  cima  á sus  planes  y á hacer  lo  que  se  les  mandara,  con  alma  y vida,  eran 
enemigos  suyos  según  el  modo  con  que  se  les  trataba.  Contribuciones,  impuestos, 
exacciones,  represalias  durísimas,  estos  eran  los  hechos  que  lo  caracterizaron  en 
aquel  primer  período  de  su  vida  militar  de  que  ya  no  se  acuerda,  pero  que  jamás 
olvidarán  los  que  entonces  le  conocieron. 

Uno  de  los  mayores  males  en  los  tiempos  modernos,  no  solo  para  las  naciones 
de  América  sino  para  todas  las  que  se  hallan  constituidas  sobre  la  superficie  de 
la  tierra,  es  el  de  haber  confundido  lastimosamente  la  religión  con  la  política,  y 
haber  hecho  de  la  primera  un  instrumento  para  la  segunda,  según  la  gente  que 
ha  manejado  los  negocios  públicos. 

Es  una  verdad  de  las  mas  crasas  que  la  América  latina  no  puede  compararse 
con  nación  ninguna  como  no  sea  con  España,  pues  ellos  lo  mismo  que  nosotros, 
son  españoles.  Una  rápida  excursión  que  por  allí  se  haga,  convencerá  inmediata- 
mente de  la  verdad  de  lo  que  apuntamos,  pues  nuestro  es  su  idioma,  sus  usos, 
sus  costumbres,  su  génio,  su  religión,  su  manera  de  ser  y en  una  palabra,  el  ca- 
rácter, con  todo  lo  bueno  y lo  malo  que  de  ello  ha  de  resultar  necesariamente.  l)e 
aquí  que  en  lo  que  modernamente  se  llaman  clases  conservadoras  estén  profunda- 
mente arraigadas  las  creencias  religiosas,  y que  dominados  por  predicaciones  que 
no  siempre  dejan  de  ser  inconvenientes  se  nieguen  con  férrea  obstinación  á dar  un 
paso  hácia  adelante  permaneciendo  en  un  retraimiento  fatal  y mirando  con  malos 
ojos  no  solo  lo  que  malamente  dan  algunos  en  llamar  progreso,  sino  también  lo 
([lie  por  progreso,  justo,  racional  y legítimo,  debe  tenerse. 

Esto,  que  mas  que  á nada  se  debe  á la  falta  de  cultura,  creen  los  del  bando 
contrario  que  han  de  atribuir  á la  religión  y de  aquí  la  cruda  guerra  que  en  todas 
partes  se  hace  hoy  á este  sentimiento,  que  como  cualquiera  otro,  mas  se  irrita  y 
exacerba  cuanto  mas  se  le  persigue  y castiga.  Uno  de  los  primeros  cuidados  del 
incivil  americano,  tan  pronto  como  por  sí  y ante  sí  se  constituye  en  general,  es 
atacar  todo  lo  que  pueda  referirse  al  sentimiento  religioso,  y hace  cuarteles  de  las 
iglesias,  y derriba  á unas  imágenes,  y destruye  otras;  expolia  los  templos  y los 
desposee,  diciendo  á cuantos  le  escuchan,  y que  por  fuerza  tienen  que  creerlo,  que 
todo  aquello  lo  hace  porque  es  de  la  única  manera  que  puede  arreglarse  el  país, 
ponerlo  en  orden  y que  prospere. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


419 


Las  alocuciones  que  dirige  á sus  gentes  es  fácil  comprender  como  serán;  mo- 
delos de  mal  gusto  pero  retumbantes,  hieren  los  oidos  de  la  tropa  que  siempre  las 
saluda  con  vítores  y aplausos:  les  promete  poco  menos  que  la  gloria  para  el  dia 
del  triunfo  no  lejano,  y asegura  siempre  en  ellas  que  sus  miras  son  las  mas  puras 
y sus  intenciones  las  mas  rectas.  Bien  estudiadas  estas  alocuciones  puede  hallar- 
se en  ellas  sin  grandes  dificultades,  gran  exceso  de  malos  y bastardos  sentimien- 
tos, que  es  en  suma  lo  que  le  domina;  procura  halagar  los  sentimientos  de  todos 
los  que  le  siguen,  y con  sus  actos  y proezas  hace  de  ellos  mas  que  soldados,  lobos 
carniceros. 

En  sus  encuentros,  no  hay  cuartel  para  nadie:  al  herido,  se  le  remata;  al 
prisionero,  se  le  fusila;  pero  sin  perder  tiempo  en  formalidades,  que  después  de 
todo,  han  de  resultar  vanas;  una  vez  que  la  suerte  le  ha  sido  favorable  no  hace 
lo  que  por  su  mal  hizo  Aníbal,  y cual  ningún  otro  sabe  aprovecharse  del  triunfo, 
que  según  sus  principios,  ninguno  es  tan  completo  como  el  que  deja  menos  ene- 
migos. Sin  pararse  en  clase,  ni  en  condición,  ni  en  sexo,  ni  en  edades,  fusila  á 
cuantos  caen  bajo  su  mano,  siendo  de  ver  la  saña  que  en  ello  pone  extremada 
hasta  un  punto  tal,  que  parece  que  mayor  ha  de  ser  su  gloria  cuánto  mayor  sea 
el  número  de  personas  que  inmole. 

Combatido  por  tantos  puntos  contrarios,  las  fuerzas  del  poder  se  agotan,  y el 
gobierno  flaquea,  y cae  al  fin;  sobrevienen  disturbios  sin  cuento,  parece  que  el 
país,  tras  aquella  lucha  tremenda  y criminal,  queda  condenado  á la  mas  horrible 
de  las  anarquías,  mas  al  cabo,  uno,  el  que  contaba  con  mas  fuerzas,  tuvo  mas 
suerte,  ó fue  mas  audaz:  logró  recoger  las  riendas  del  estado,  se  entroniza  en  des- 
pótica dictadura  y empieza  á gobernar.  Para  asentar  sólidamente  su  poder  no  pue- 
de menos  de  comprar  algunas  voluntades,  en  su  mayor  número  las  de  aquellos 
que  con  él  hicieron  la  campaña  y le  ayudaron  á subir  tan  alto.  Estos,  segura- 
mente, tendrán  apadrinados  y amigos,  á los  que  por  fuerza  se  repartirán  destinos 
civiles,  puestos  importantes,  aun  cuando  para  ellos  no  tengan  aptitud,  gobiernos 
subalternos,  á los  que  llegarán  á creer  ínsulas  Baratarías,  en  las  que  sin  disputa 
ninguna  obrarán  peor  que  el  Sancho  de  nuestro  inmortal  Cervantes;  pero  para 
ellos,  que  siempre  procuraron  y consiguieron  salir  ilesos,  para  ellos,  que  pasan  un 
dia  y otro  contando  proezas  que  no  acaban,  hazañas  en  las  que,  según  dicen,  cor- 
rieron mil  veces  el  peligro  de  perder  la  vida,  para  ellos,  decimos,  no  hay  otro  re- 
medio que  legalizar  el  título  que  desde  el  comienzo  se  dieran,  y el  dictador,  que 
comprende  que  de  este  modo  satisfará  su  amor  propio  y contentará  su  ambición, 


420 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


el  dictador,  que  comprende  que  con  esto  solo  le  bastará  para  aquietar  aquellos 
ánimos  turbulentos  y contenerlos  al  menos  durante  el  tiempo  que  él  necesita  para 
hacer  su  negocio,  no  se  para  en  barras,  y con  el  desenfado  de  aquel  á quien  nada 
le  importa,  porque  otro  paga,  un  dia  escribiendo,  poco  y mal,  dará  lugar  á que 
al  siguiente  el  periódico  oficial  de  la  República  aparezca  lleno  de  retumbantes 
nombramientos  de  generales  á favor  de  este,  del  otro  y del  de  mas  allá,  nombra- 
mientos (|ue  naturalmente  se  fundan  todos  en  los  sobresalientes  hechos  de  armas 
realizados  en  aquella  campaña  que  viene  á poner  término  al  lamentable  estado  en 
que  los  asuntos  públicos  se  hallaban. 

A partir  del  momento  en  que  la  situación  de  nuestro  antiguo  tendero  se  le- 
galiza, cambia  su  manera  de  ser  notablemente,  y comienza  por  dar  de  lado  á sus 
antiguos  camaradas,  buscando  al  propio  tiempo  quien  le  escriba  una  floreada  his- 
toria de  su  campaña,  cosa  que  encuentra  siempre,  pues  la  paga  bien. 

Conténtase  y se  envanece  con  la  biografía  que  le  inventan,  y su  falta  de  pu- 
dor le  lleva  á juzgarse  justamente  comparado  con  Alejandro,  Aníbal,  César,  Pe- 
lavo,  Gonzalo  de  Córdoba,  Napoleón,  y demás  grandes  capitanes  y sangrientos 
héroes  de  guerra,  cuyos  nombres  nos  lia  conservado  la  historia.  Además,  su  petu- 
lancia se  excita  al  considerar  que,  si  como  soldado  lo  elevó  su  biógrafo  tan  alto, 
como  político  hizo  otro  tanto,  de  tal  manera  que  se  vé  convertido  en  una  excelsa 
figura,  de  tal  magnitud,  que  todos  en  adelante  tendrán  por  qué  envidiarle. 

Él  nunca  habia  disfrutado  de  comodidades,  pero  un  general  vivo  y efectivo  no 
puede  prescindir  de  ellas,  y lié  aquí  que  de  la  noche  á la  mañana  lo  encontramos 
instalado  en  una  casa  de  lujosísima  apariencia,  que  hace  amueblar  con  todo  el 
lujo  A'  refinamiento  que  mueblistas  y tapiceros  se  permiten  cuando  tienen  ámplias 
facultades  y saben  de  antemano  que  las  cuentas  les  serán  satisfechas  al  instante  y 
sin  titubear. 

Donde  mas  agota  todos  sus  recursos,  y en  lo  que  mas  empeña  su  saber  y po- 
der, es  en  la  confección  de  su  uniforme,  y es  de  ver  cuántos  figurines  y modelos 
se  hace  presentar,  decidiéndose  al  fin  por  el  que  le  parece  mas  vistoso  y llamati- 
vo: muchos  bordados  en  la  casaca,  el  mayor  número  que  de  ellos  se  pueda,  alto 
cuello  <{ue  no  le  permita  ladear  la  cabeza,  sino  al  contrario,  llevarla  tiesa  y er- 
guida, sombrero  galoneado  con  grande  llorón  de  plumas,  espuelas  de  sueltas  ro- 
dajas que  suenan  mucho  al  andar,  y un  sable  largo,  muy  largo,  lié  aquí  el  gran 
uniforme  de  nuestro  general,  que  ya  no  se  lo  quita  para  nada,  y que  hasta  para 
dormir  quisiera  tener  puesto.  Entrégase  á la  buena  vida,  goza,  disfruta  y descansa 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


421 


de  sus  pasadas  correrías;  pero  al  fin,  su  desmedida  ambición  le  lleva  á encontrar 
monótona  la  vida,  aspira  á ser  mas  de  lo  que  es,  y á partir  de  un  momento,  su  sue- 
ño acariciado  es  la  presidencia  de  la  República.  Firme  en  su  empeño,  se  acuerda 
de  sus  antiguos  parciales,  los  excita,  y al  frente  de  ellos  se  lanza  á la  revolución, 
alterando  la  provechosa  calma  v paz  de  que  el  país  disfrutaba. 

Nueva  lucha,  nuevos  encuentros,  nueva  efusión  de  sangre,  hasta  que  triunfa 
ó es  fusilado;  y mientras  tanto  surgen  nuevos  generales  como  el  que  presentamos, 
dispuestos  siempre  á hacer  lo  mismo.  Hé  aquí  la  historia  constante  de  aquellas 
hermosas  repúblicas,  que  serian  felices  sino  predominara  en  ellas  tanto  el  milita- 
rismo, pero  que  jamás  podrán  llegar  á ser  lo  que  nuestro  amigo  dice,  á causa  de 
la  plaga  de  generales  que  las  carcomen. 


TOMO  I. 


53 


por  D.  A.  Sánchez  Ramón. 


e Obanos  á Pamplona  no  hay  mas  que  seis  leguas  esca- 
sas deTbuena  carretera. 

Sin  embargo,  en  la  época  en  que  yo  hice  esta  breve 
excursión,  la  guerra  civil  ardia  aun  en  Navarra,  y era 
necesario,  para  no  tener  un  mal  encuentro  con  las  par- 
tidas, abandonar  el  camino  directo  en  la  Venta  del  Portillo,  tres  le- 
guas de  Obanos,  y recorriendo  la  altísima  Sierra  del  Perdón  por  los 
puntos  mas  prominentes  de  su  cumbre,  ir  á caer  á Subiza,  en  su  fal- 
da oriental,  para  desde  allí,  por  Beriain  y Noain,  tomar  otra  vez  1a. 
carretera  casi  á las  mismas  puertas  de  Pamplona. 

El  viaje  lo  verifiqué,  pues,  siguiendo  este  itinerario,  en  compañía  de  un  capi- 
tán de  Alcolea,  herido  en  un  brazo  en  uno  de  los  últimos  encuentros  con  los  car- 
listas, y del  bagajero,  que  á regañadientes  nos  conducia. 


Aun  no  he  podido  averiguar  el  origen  del  nombre  con  que  se  distingue  aque- 
lla sierra,  pero  yo  supongo,  y creo  no  equivocarme,  que  algún  pecador  empeder- 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


423 


nido  debió  atreverse  á visitarla  en  un  dia  de  lluvia,  viento,  granizo,  truenos  y re- 
lámpagos, como  me  sucedió  á mí,  cruelísima  penitencia  á cuyo  precio  debieron 
perdonársele  sus  muchas  culpas. 

Y de  aquí  el  nombre  de  Sierra  del  Perdón.  Lo  que  sí  puedo  asegurar,  es  que 
bien  pronto  me  arrepentí  de  haber  dejado  la  carretera,  cuyos  inconvenientes  y 
peligros  parecíanme  fiestas  y agasajos  en  comparación  de  las  mil  insoportables  mo- 
lestias que  la  penosa  ascensión  de  la  montaña  me  produjo. 

El  granizo,  de  un  tamaño  mas  que  regular,  nos  azotaba  el  rostro  hasta  lasti- 
marnos, los  truenos  y los  relámpagos  asustaban  á nuestras  asendereadas  cabalga- 
duras, que  clavaban  los  piés,  negándose  á dar  un  paso  hácia  adelante;  y sobre 
todo,  el  viento,  mejor  dicho,  el  huracán,  que  sin  descanso  soplaba,  parecía  que  á 
cada  instante  nos  iba  á arrojar,  como  leves  plumas,  contra  las  rocas. 

Para  mas  seguridad,  teníamos  que  descender  de  nuestros  endebles  cuártagos, 
no  menos  amenazados  que  nosotros,  y aferrados  á sus  crines  por  el  lado  contrario 
á aquel  de  que  soplaba  el  viento,  aquí  caigo,  allá  me  levanto,  hicimos  las  tres 
cuartas  partes  de  nuestra  caminata  con  mas  facilidad  de  la  que  en  un  principio 
nos  prometíamos. 


A eso  del  mediodía  calmóse  algún  tanto  el  viento;  un  fugitivo  rayo  de  sol, 
penosamente  escapado  por  entre  las  nubes,  vino  á alegrarnos  y á dar  calor  y vida 
á nuestros  miembros,  ateridos  por  la  humedad. 

Al  mismo  tiempo  deshízose  la  niebla  que  hasta  entonces  nos  habia  rodeado, 
no  dejándonos  distinguir  los  objetos  á dos  pasos  de  distancia,  y se  desplegó  súbi- 
tamente ante  nosotros  el  panorama  mas  brillante  y espléndido  que  yo  recuerdo 
haber  contemplado  en  mi  vida. 

A nuestros  piés,  y á una  profundidad  incalculable,  extendíase  una  pintoresca 
llanura,  una  vega  riquísima  y feraz,  de  exuberante  vegetación,  atravesada  de  le- 
vante á poniente  por  el  Arga.  Esparza,  Arlegui,  Las  Salinas,  Noain,  Cordobilla, 
y otra  multitud  de  pueblecitos  que  seria  difícil  enumerar,  salpicaban  por  todas 
partes  aquella  verde  extensión,  que  después  de  la  tormenta  brillaba  bajo  los  rayos 
del  sol  como  un  riquísimo  campo  de  esmeraldas. 

Allá  á lo  léjos  y limitando  la  llanura,  distinguíase  confusamente  entre  la  nie- 
bla la  plaza  de  toros  de  Pamplona  y los  negros  muros  de  la  ciudad,  y á su  lado, 


424 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


como  un  gigante  centinela,  el  monte  de  San  Cristóbal,  desde  cuyas  fortificacio- 
nes amenazaban  constantemente  los  carlistas,  por  aquellos  dias,  á la  valiente  ca- 
pital de  Navarra. 

Detrás  de  nosotros,  Inicia  poniente,  blanqueaban  sobre  el  fondo  oscuro  del 
terreno  los  apiñados  edificios  de  Puente  la  Reina;  á la  derecha,  y al  otro  lado  del 
rio,  Artazu  y Santa  Bárbara  en  poder  de  los  carlistas;  frente  á frente  de  Obanos, 
que  no  veíamos,  escondido  en  un  repliegue  de  la  montaña,  la  alta  cordillera  en 
cuyo  punto  mas  elevado  se  alzaban  nuestros  reductos  San  Guillermo  é Infanta 
Isabel,  que  defendían  á Puente,  amenazando  las  posiciones  del  enemigo,  y allá,  en 
último  término,  acechaba  Monte-Esquinza,  confundiendo  su  imponente  masa  con 
las  brumas  del  horizonte. 


A las  dos  de  la  tarde  llegamos,  por  fin,  á Subiza,  descolgándonos,  que  no  ba- 
jando, por  aquella  pendiente  rápida,  sembrada  de  agudos  guijarros  y de  menuda 
arena,  que  no  presentaban  lugar  seguro  donde  apoyar  los  piés. 

Subiza  es  un  pueblecito  insignificante. 

Veinte  casas  á medio  derruir,  sembradas  acá  y allá  sin  orden  ni  concierto  en 
el  declive  de  la  sierra,  estrechas  y tortuosas  veredas,  pomposamente  bautizadas 
con  el  nombre  de  calles,  y una  iglesia  cuyos  macizos  y ennegrecidos  muros  le  dan 
un  marcado  aspecto  de  castillo  feudal,  propio  de  la  Edad  Media. 

Al  entrar  en  el  pueblo,  acordéme  del  malogrado  Eguilaz  y de  su  zarzuela  El 
Molinero  de  Subiza. 

En  cada  casa  me  parecia  ver  un  molino;  pero  la  verdad  es  que  no  encontré 
ninguno  en  los  varios  puntos  que  recorrí. 


Nuestro  primer  cuidado  cuando  ya  estuvimos  en  el  pueblo,  fué  visitar  al  bri- 
gadier S...  gobernador  militar,  tanto  por  la  obligación  de  hacerlo  en  que  se  ha- 
llaba mi  compañero  de  viaje,  cuanto  porque  necesitábamos  nuevos  bagajes  que 
nos  condujesen  á Pamplona  y una  escolta  que  nos  preservase  de  los  peligros  que 
nos  amenazaban  en  el  trozo  de  carretera  que  restaba  hasta  la  capital. 

El  brigadier  nos  recibió  afablemente  dando  orden  al  punto  para  que  se  nos 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


425 


facilitaran  los  bagajes  y poniendo  á nuestra  disposición  una  escolta  de  lanceros 
del  Rey  al  mando  de  un  alférez;  pero  á la  hora  crítica  de  marchar,  cuando  ya  el 
capitán  y yo  esperábamos  en  las  afueras  del  pueblo,  el  subteniente  encargado  de 
mandar  la  fuerza  sufrió  no  sé  qué  repentina  indisposición;  el  nombrado  para  sus- 
tituirlo no  parecía  por  ninguna  parte,  y no  hubo  mas  remedio  que  resignarse  á 
permanecer  en  Subiza  hasta  que  desaparecieran  estos  imprevistos  obstáculos. 

Volvimos  al  pueblo,  y como  los  disgustos  y contrariedades  no  habian  logrado 
extinguir  nuestro  apetito,  aguijoneado  por  seis  mortales  horas  de  peregrinación 
por  la  sierra,  entramos  en  un  portalón  destartalado,  mugriento  y de  piso  terroso,  con 
dos  bancos  y cuatro  mesas  cojas  de  pino,  que  nos  dijeron  era  el  café,  y sacamos  las 
provisiones  que  á prevención  llevábamos,  mientras  la  dueña  del  local  nos  servia  un 
enorme  jarro  de  chacolí,  único  producto  que  el  consumidor  podia  hallar  en  el  esta- 
blecimiento . 

Inútil  me  parece  decir  que  en  aquel  café  no  había  café. 

* ¥ 

Una  vez  satisfecho  el  estómago,  mi  curiosidad  no  estaba  igualmente  satisfe- 
cha, y el  recuerdo  de  Eguilaz  y su  popular  zarzuela,  no  se  apartaba  un  instante 
de  mi  imaginación. 

— Diga  usted,  ama, — interpelé  á la  dueña  de  la  casa  cuando  se  acercó  á cobrar 
el  importe  del  vino, — ¿no  hay  molino  en  este  pueblo? 

— Ahora,  no  señor, — me  contestó. — Si  tiene  usted  algún  grano  que  moler 
será  necesario  que  lo  lleve  á Beriain  ó á Las  Salinas,  como  hacemos  aquí. 

— Dice  usted  que  ahora  no  hay  molino...  ¿Luego  lo  ha  habido? 

— Sí  señor;  hasta  que  ocurrió  la  desgracia  aquella 

— ¿Qué  desgracia? 

— La  de  la  pobre  María  Polonia,  la  molinera. 

— ¿Y  qué  fué  lo  que  le  ocurrió? 

— ¡Ahí  es  nada!  Que  murió  á manos  de  su  marido  á los  dos  meses  de  casada. 

— ¡Qué  atrocidad!  ¡Ese  hombre  seria  una  ñera! 

— ¡No  diga  usted  eso,  señorito!  Cabalmente  el  infeliz  Mariano  estaba  loco  por 
su  mujer. .. 

— Pues  no  comprendo  entonces  como  la  mató. 

— ¡Ahí  verá  usted!  El  diablo  que  enreda  las  cosas  ó su  modo.  Verdaderamente 
aquello  fué  una  lástima.  ¡Maldita  sea  la  guerra!... 


426 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


— ¡Ali!  ¿Luego  tuvo  la  culpa  de  esa  desgracia  la  guerra? 

— ¡Ya  lo  creo!  Figúrese  usted  que  en  cuanto  Mariano  supo  que  en  Lerin  (1) 
se  habían  levantado  algunas  partidas  q>or  don  Cárlos,  tomó  el  fusil  y se  fué  allá 
con  otros  cuatro  malas  cabezas  del  pueblo. 

— ¿Y  no  buho  medio  de  impedir  su  marcha? 

— ¡Cá!  En  tratándose  de  la  causa  no  atendió  á razones.  La  pobre  Polonia  lloró, 
suplicó  para  detenerlo,  ya  vé  usted,  no  hacia  una  semana  que  se  habían  casado, 
pero  él,  cada  vez  mas  testarudo,  se  empeñó  en  marcharse,  y no  hubo  fuerzas  hu- 
manas que  le  detuvieran.  Pasó  un  mes,  sin  que  supiese  nadie  su  paradero,  basta 
que  por  fin  un  mozo  que  se  vino  escapado  de  la  facción,  dijo  que  Mariano  estaba 
en  el  Pueyo,  y en  las  cercanías  de  Tafalla,  mandando  una  partida  de  treinta  hom- 
bres. 

Polonia,  que  desde  la  marcha  de  su  marido  no  bahía  cesado  de  llorar  noche  y 
dia,  en  cuanto  supo  esto  pareció  consolarse  algún  tanto,  y cuando  ya  todo  el  mun- 
do se  figuraba  que  se  bahía  resignado  á su  suerte,  una  mañana  apareció  el  moli- 
no cerrado  y no  se  volvió  á saber  una  palabra  de  Polonia,  basta  dos  meses  mas 
tarde,  cuando  trajeron  la  noticia  de  su  muerte. 

— ¿Y  en  dónde  había  estado  todo  ese  tiempo? 

— Verá  usted.  Polonia,  disfrazada  de  hombre  con  ropa  de  su  marido,  salió 
una  noche  de  Subiza  para  dirigirse  á donde  le  habían  dicho  que  estaba  Mariano; 
pero  en  el  camino  tuvo  la  desgracia  de  tropezar  con  Pedro  Oses,  que  la  obligó, 
creyéndola  hombre,  á reunirse  con  su  partida,  y se  la  llevó  á Maquiriain. 

Esto  era  el  20  de  mayo  al  amanecer.  En  la  tarde  de  aquel  mismo  dia  llegó 
también  al  pueblo  mas  fuerza  carlista,  y tranquilamente  se  acostaron  toda  aque- 
lla noche,  sin  precaución  de  ningún  género,  porque  las  columnas  de  los  guiris 
estaban  muy  distantes  de  aquellos  sitios,  y nadie  temía  una  sorpresa. 

Pero  como  el  hombre  propone  y Dios  dispone,  aun  estaban  los  carlistas  en  el 
primer  sueño,  cuando  un  ruido  espantoso  los  despierta,  y á los  gritos  de: — ¡A  las 
armas!  ¡Traición!  ¡Los  guiris! ... — se  lanzan  desnudos  á la  calle  los  mas  animo- 
sos, otros  escapan  por  los  tejados,  para  defender  su  vida  dentro  de  las  casas.  Era 
el  Cojo  de  Cirauqui,  con  sus  voluntarios,  quien  los  había  sorprendido.  La  victoria 
fué  completa  para  los  liberales;  hicieron  ocho  muertos,  tres  heridos  y doce  prisio- 
neros, apoderándose,  además,  del  caballo,  de  las  botas  y de  la  cartera  de  Oses, 

(1)  El  dia  21  de  abril  de  1872  principió  el  levantamiento  carlista  de  Navarra,  en  Lerin,  poniéndose  en  ar- 
mas (según  algunos)  doce  mil  hombres  en  seis  horas. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


427 


que  milagrosamente  escapó  de  las  manos  de  Tirso  Laealle.  Al  sonar  los  primeros 
tiros,  Polonia  huyó  á ocultarse  en  el  campo  por  un  corral  de  la  casa  donde  se  alo- 
jaba; pero  no  pudo  conseguir  su  intento,  y vióse  envuelta  en  la  refriega  cuando 
menos  lo  esperaba.  Apoderóse  allí  del  capoton  y del  kepis  de  un  voluntario  muer- 
to, y,  escondiendo  su  boina,  se  disfrazó  perfectamente,  y poco  á poco  vió  el  me- 
dio de  introducirse  en  una  casa. 

¡Y  esta  fué  su  desgracia,  señorito ! Al  mismo  tiempo  que  ella  entraba,  un  hom- 
bre le  dió  el:  «¡Alto!»  y la  infeliz,  que  reconoció  la  voz  de  su  marido,  no  tuvo  ni 
aun  tiempo  de  nombrarlo;  porque  inmediatamente  aquel,  viendo  un  képis  de  vo- 
luntario, disparó  su  carabina,  y dejó  á su  infeliz  mujer  con  la  palabra  en  la 
boca. 

— Y diga  usted,  ama, — pregunté  á la  narradora, — ¿desde  cuándo  estaba  Ma- 
riano en  Maquiriain? 

— Era  el  jefe  de  la  partida  que  habia  llegado  la  tarde  anterior,  para  reunirse 
con  Oses, — me  contestó. 

— ¿Y  cómo  es  que  Mariano  y Polonia  no  se  habian  encontrado  antes  de  la 
sorpresa,  hallándose  los  dos  en  el  pueblo? 

— ¿No  le  dije  á usted  que  cuando  el  enemigo  arregla  las  cosas  para  que  ocur- 
ra una  desgracia,  se  sale  con  la  suya?  Mariano,  apénas  llegó  á Maquiriain,  se 
acostó  porque  estaba  enfermo;  lo  cual  unido  á que  Polonia  procuraba  alejarse  de 
sus  camaradas,  siempre  que  podia,  fué  causa  de  que  los  esposos  ni  se  viesen  ni  se 
reconocieran  hasta  el  momento  de  la  catástrofe. 

— ¿Y  qué  fué  de  Mariano? 

— La  verdad  es  que  no  se  sabe,  señorito.  Unos  dicen  que  logró  escapar,  otros, 
que  le  mataron  allí  mismo,  y hay  también  quien  asegura  que  cayó  prisionero,  y 
se  lo  llevaron  á Tafalla,  y de  allí  á Zaragoza. 

El  diálogo  no  pudo  terminar  mas  á punto,  porque  en  aquel  momento  un  sol- 
dado vino  á decirnos  que  la  escolta  esperaba. 


De  Subiza  á Pamplona  no  ocurrió  nada  de  particular,  si  se  exceptúan  los  sus- 
tos que  nos  proporcionaron  dos  ó tres  grupos  de  pacíficos  trabajadores,  que  suce- 
sivamente fueron  apareciendo  por  las  inmediaciones  de  Noain, 

Los  dedos  se  nos  figuraban  carlistas,  sino  huéspedes, 


428 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 

Mi  compañero  de  viaje,  el  capitán  Arturo  J...,  encontró  á su  familia,  que  lo 
esperaba,  á la  salida  de  Pamplona. 

A las  ocho  y media  de  la  noche  me  paseaba  ya  por  la  plaza  del  Castillo,  mien- 
tras los  carlistas,  como  para  festejar  mi  llegada,  disparaban  sus  baterías  desde  San 
Cristóbal. 


TOMO  I. 


i HAMACA. 


A/WW<A/> 


por  D.  Diego  Vicente  Tejera. 


Que  descansada  vida 
La  del  que  huye  el  mundanal  ruido... 

Fray  Luis  de  León. 


n la  hamaca  la  existencia 
Dulcemente  resbalando 
Se  desliza. 

Culpable  ó no  mi  indolencia, 
Mi  acento  su  influjo  blando 
Solemniza. 

Goce  el  Sultán  en  reposo 
Los  infinitos  placeres 
Del  harén, 

Y en  éxtasis  voluptuoso, 

Fin  jase  entre  sus  mujeres 
Un  Edén. 

No  su  fabulosa  tierra 
Envidio,  ni  su  radiante 
Cielo  azul, 


54 


430 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Ni  los  primores  que  encierra 
El  serrallo  deslumbrante 
De  Stambul. 

Y su  poder  no  ambiciono, 

Ni  lo  temo  cuando  estalla 

Su  furor, 

Y humilla  desde  su  trono 

Al  pueblo  que  tiembla  y calla 
l)e  pavor. 

Que  es  tan  vivido  el  sol  mió, 
Tan  espléndido  mi  suelo 
Tropical, 

Y en  mi  rústico  bohío 
Bríndame  próvido  el  Cielo 

Dicha  tal, 

Que  si  el  Turco  sorprendiera 
Los  encantos  de  la  oscura 
Yida  mia, 

Su  imperio  al  punto  me  diera 
Por  gustar  de  mi  ventura 
Solo  un  (lia ! 

Sobre  pintoresca  loma, 

En  el  centro  del  frondoso 
Platanal, 

Por  cuyas  cepas  asoma 
Fresco,  limpio  y bullicioso 
Manantial, 

Pobremente  consl  ruido 
Léjos  del  hombre,  entre  mares 
De  verdor, 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


Do  solo  sneüu  á mi  oido 
De  las  seibas  y palmares 
El  rumor, 

Levanta  su  tosco  muro 
El  hogar,  donde,  en  sabrosa 
Languidez, 

Tan  suaves  goces  apuro... 
Que  no  más  anhelar  osa 
Mi  avidez. 


¡Cuán  grato  es  vivir  en  calma 

Consigo  mismo,  sin  penas 
Que  gemir, 

Y en  su  mundo  absorta  el  alma. 

El  curso  del  tiempo  apénas 
Percibir ! 

¡O  del  tiple  al  eco  blando, 

De  amor  fingidas  congojas 
Exhalar ! 

¡ O adormecerse  escuchando 

El  céfiro  entre  las  hojas 
Susurrar ! 

¿Qué  me  importa  que  opulento 

Monarca  falsas  caricias 
Compre  ó no, 

Si  en  el  plácido  aislamiento 

De  mi  choza,  mil  delicias 
Tengo  yo? 

Aquí,  de  perfumes  llena, 

La  brisa  el  calor  aplaca 
Sin  cesar, 


432 


I.OS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Y mi  conuco,  sin  pena, 

Puedo,  tendido  en  la  hamaca, 

Vigilar. 

O del  conuco  me  olvido, 

Y sin  deberes  tiranos 

Soy  feliz, 

Ya  calme  el  tierno  gemido 
De  mis  tórtolas  con  granos 
De  maíz, 

Ya  de  las  pinas  el  zumo 
Libe,  ó la  caña  jugosa 
Miel  me  dé, 

Del  tabaco  aspire  el  humo 
O la  esencia  deleitosa 
Del  café. 


O me  duermo  al  vaivén  lento 
De  la  hamaca,  ó me  recrea 
Contemplar 

Como  al  impulso  del  viento 
El  cañaveral  ondea 
Cual  un  mar. 

O sorprendo  al  pajarillo 
Su  nido  en  la  seiba  añosa 
Fabricando, 

O admiro  el  cambiante  brillo 
Del  sunsun  sobre  una  rosa 
Palpitando. 

O la  imagen  me  extasía 
Del  único  sér  que  impera 
Sobre  mí: 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


433 


l)e  Amelia,  la  gloria  mia, 
Trigueña  mas  hechicera 
Que  una  hurí. 

¡Feliz  quien,  con  embeleso. 
Sueña  en  las  dulces  patrañas 
Del  amor, 

Y duerme  la  siesta  al  beso 
De  las  brisas,  de  las  cañas 

Al  rumor! 

Desprecie  el  remanso  y cuide 
De  vencer  el  oleaje 
Mundanal, 

Quien,  por  su  desgracia,  olvide 
Que  es  bien  corto  nuestro  viaje 
Terrenal. 

Yo,  que  advierto  cuán  deprisa 
Se  cruza  el  piélago,  apenas 
■ Remaré, 

Y al  soplo  de  blanda  brisa, 

Por  aguas  siempre  serenas 

Bogaré. 

Respete  el  rayo  mi  techo; 

La  fresca  lluvia  fecunde 
Mi  heredad; 

Viva  yo  dentro  del  pecho 
De  Amelia;  de  amor  me  inunde 
Su  beldad; 

Gima  el  bosque;  suene  el  rio; 
Ostente  todas  sus  galas 
El  Abril; 


434 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


Colúmpieme  en  mi  bohío, 
Y arrebátenme  en  sus  alas 
Sueños  mil... 


Y las  mentiras  del  mundo 
Jamás  mi  dulce  reposo 

Turbarán, 

Y en  mi  retiro  profundo 
Seré  siempre  mas  dichoso 

Que  un  Sultán ! 


U 


» 


por  D.  Benito  Mas  y Prat. 


esde  que  Miguel  de  Cervantes  Saavedra  escribió  su  fa- 
mosa novela  Ríñamete  ¡j  Cortadillo,  verídico  cuadro  de 
costumbres  truhanescas,  que  pinta  á las  mil  maravillas 
las  graves  ocupaciones  de  los  muchachos  callejeros,  el 
pilluelo  de  Sevilla  adquirió  cierta  personalidad  indispu- 
table en  el  Baratillo  y en  el  Barranco,  y pudo  señalarse  con  el  dedo. 

Los  chicos  esportilleros  que  se  ocupaban  en  llevar  en  sus  cestas  y 
costales  el  producto  de  la  compra  de  los  aficionados  á la  azulada  sar- 
dina, al  robusto  sábalo  y á la  rechoncha  patata;  que  solian  ofrecerse 
v se  ofrecen  aun  al  consumidor  en  los  indicados  sitios  y en  ciertas  so- 
lemnidades, son  los  mismos  que  hoy  se  dedican  á otras  industrias  mas  fáciles  y 
llevaderas,  y usan,  como  aquellos,  la  gorrilla  terciada,  la  camisa  sucia,  los  piés 
descalzos  y las  uñas  largas. 

¿Ha  habido  progreso  en  sentido  moral  en  estos  pequeños  desheredados  de  la 
falanje  social,  y lo  que  no  han  perdido  en  gracia  y desenvoltura  lo  han  ganado 
en  honradez,  instrucción  y sanas  costumbres? 


436 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Estudiémoslos,  y podremos  darnos  alguna  respuesta. 

El  pilluelo  de  hoy,  procede  como  el  del  sigdo  xvn;  no  tiene  casa  ni  hogar:  es- 
quiva toda  ocupación  metódica  y continuada;  sirve  muchas  veces  de  instrumento 
á las  asociaciones  tenebrosas  que  se  dedican  al  robo  ó á la  estafa  y suele  trabajar 
por  su  cuenta  en  la  Feria  y en  el  Barranco  con  el  consabido  costal  y la  histórica 
espuerta.  Competidores  de  los  hijos  de  Galicia  en  las  cargas  de  menor  calibre,  se 
empujan  en  la  estación  ó en  las  paradas  de  simones,  solicitando  llevar  la  maleta 
ó el  saco  de  noche  del  viajero,  y suelen  de  vez  en  cuando  escabullirse,  como  el 
famoso  cortador  de  antiparras  de  Cervantes,  para  mermar  el  saco  del  prójimo  de- 
trás de  una  esquina  ó dar  un  avance  á las  provisiones  de  boca. 

De  la  misma  manera  que  su  antecesor  del  siglo  pasado  ofrecía  fuego  al  tran- 
seúnte en  su  enorme  torcidon  encendido,  ó penetraba  en  la  botillería  á presentar 
el  ramo  de  miramelindos  á la  currutaca  y al  currutaco,  ofrece  hoy  las  cerillas  del 
Globo  ó presenta  sus  boaquets  de  camelias  á nuestros  pollos  vestidos  á la  inglesa; 
aquellos  no  conocieron  á sus  padres;  éstos  no  recuerdan  mas  caricias  ni  mas  ros- 
tros maternales  que  los  de  las  hermanas  de  Caridad  ó los  de  las  aristocráticas  de- 
votas de  San  Vicente  de  Paul. 

Los  grandes  adelantos  de  la  época  apenas  han  influido  en  su  aspecto  ni  en  las 
inclinaciones  de  su  ministerio  truhanesco. 

Si  antes  jugaban  á cara  ó á cruz  en  las  gradas  de  la  Catedral,  en  los  escalo- 
nes del  Baratillo  ó en  los  asientos  adosados  al  muro  plateresco  de  las  Casas  Con- 
sistoriales; si  se  deslizaban  bajo  los  portales  donde  aun  se  refugia  el  tipo  ya  anti- 
diluviano del  covachuelista,  hoy  siguen  los  mismos  juegos  con  las  piezas  de  cinco 
céntimos  en  la  plaza  Nueva  ó en  el  Duque;  se  han  trocado  las  estampitas  de  don 
Crispin  por  los  cromos  alemanes  y los  astrosos  naipes  de  Rinconete  por  las  barajas 
sobrantes  de  Olea,  que  compran  por  cuatro  cuartos  en  los  casinos  y en  las  casas  de 
azar,  á donde  suelen  conducir  caballos  blancos  ó habaneros,  como  antes  conducian 
noratos  ó indianos. 

Dicho  sea  en  honor  del  progreso:  los  pihuelos  del  tiempo  de  Cervantes,  ni  aun 
los  de  la  época  de  Costillares  vendieron  jamás  billetes  de  lotería  ni  sobres  de  car- 
tas para  los  soldados;  estas  industrias  modernas  pertenecen  de  derecho  á los  pi- 
huelos de  nuestro  siglo,  y no  es  nuestro  ánimo  deprimirlos  ni  menoscabarlos.  La 
venta  de  los  billetes  de  lotería  tiene  para  ellos  un  notable  aliciente.  El  ingenio 
puede  revelarse  con  facilidad  y la  propina  que  representa  la  venta  de  un  décimo, 
depende  de  un  trabajo  especialísimo  en  el  que  entra  por  mucho  el  arte  de  Lava- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


437 


ter  v de  Gall  unidos  en  u'na  pieza.  El  chico  vendedor  de  billetes  tiene  que  estu- 
diar el  carácter  del  comprador,  adivinar  cuáles  son  las  combinaciones  numéricas 
que  le  son  simpáticas,  saber  hasta  qué  punto  debe  rogar,  retirarse  ó dejar  como 
abandonado  el  billete;  escudriñar,  en  fin,  si  le  son  propicias  las  imaginaciones 
del  que  ataca  ó si  el  estado  de  su  ánimo  le  permite  soñar  en  el  premio  gordo,  que 
él  cuida  de  mostrarle  en  lontananza.  Una  pieza  de  perro  grande,  si  el  billete  es 
de  la  lotería  nacional,  ó un  perro  chico,  si  el  décimo  pertenece  al  asilo  del  Pardo, 
son  el  premio  de  cada  estudio  fisonómico  ó frenológico  felizmente  practicado. 

Unicamente  en  este  punto  hallamos  un  rayo  de  moralidad  que  puede  proyec- 
tarse sobre  esas  cabezas  juveniles  y picarescas.  El  pilludo  bajo  este  último  aspecto 
no  es  mas  que  un  comerciante  que  compra  á algunas  horas  de  fecha  y que  tiene 
que  pagar  su  mercancía  al  lotero,  reservándose  el  tanto  por  ciento  del  cambio. 
Por  una  caprichosa  combinación  social,  el  juego,  que  suele  ser  venero  de  inmo- 
ralidad para  el  pilludo  en  todas  sus  otras  manifestaciones,  viene  á darle  aquí  mo- 
tivo de  regeneración  y lección  provechosa.  Cuando  no  devuelve  religiosamente  el 
dinero  de  los  billetes  vendidos,  flaquea  su  crédito  comercial  y no  encuentra  quien 
le  abra  nueva  cuenta. 

En  el  mismo  caso  se  halla  el  revendedor  de  billetes  de  espectáculos,  industria 
que  les  es  asimismo  peculiar  y que  se  verifica  en  condiciones  muy  semejantes. 

El  principal  escollo  de  estas  ocupaciones  subsiste  á pesar  de  todo,  si  se  atiende 
á que  el  hábito  de  vaguear  no  se  quebranta  con  este  comercio  sai  géneris  y por 
todo  extremo  peligroso.  Los  comerciantes  de  billetes  no  trabajan  y ganan  poco:  el 
vicio  los  persigue  en  su  mismo  mercado,  y cuando  los  sorprende  la  juventud  con 
su  cortejo  de  pasiones,  tienen  el  peor  de  los  sibaritismos:  el  sibaritismo  de  la  mi- 
seria. 

Entonces  se  borran  de  nuevo  las  escasas  diferencias  que  enlazan  al  pilludo 
del  presente  y del  pasado  y entran  unos  y otros  en  el  triste  concierto  de  la  culpa. 
Rateros,  esportilleros  y revendedores  se  confunden  en  ese  tipo  genérico  conocido 
con  el  expresivo  nombre  de  granuja , que  escamotean  con  la  misma  facilidad  un 
racimo  de  uvas,  que  un  pañuelo  perfumado;  que  lo  mismo  hace  provisión  de  ci- 
garros, que  de  moneda  falsa  y terrones  de  azúcar. 

Aquí  podemos  seguir  el  paralelo  sin  que  encontremos  la  menor  diferencia.  El 
granuja  del  siglo  xvii  se  levanta  con  el  sol  y duerme  bajo  el  portal  ó en  el  porche 
de  la  iglesia;  el  de  nuestro  siglo  tiene  tan  solo  una  tendencia  más,  desea  que  el 
sitio  en  <[ue  ha  de  pernoctar  pueda  llamarse  suyo,  á la  manera  de  aquel  elefante 

TOMO  I.  55 


438 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 

de  madera  de  que  nos  habla  Víctor  Hugo  al  describir  las  costumbres  del  pilludo 
Gavroche . 

En  Sevilla  hay  diversos  ejemplos  que  demuestren  esta  tendencia,  basada  in- 
conscientemente en  algún  aforismo  de  Proudhon.  Los  muchachos  vagamundos  de 
Sevilla  han  hallado  un  extraño  albergue  en  lo  mas  céntrico  de  la  capital:  el  ta- 
blado levantado  para  la  música  en  la  Plaza  Nueva. 

Desclavando  ingeniosamente  una  tabla  de  sus  costados  y aprovechándose  de 
aquella  especie  de  foro  teatral,  se  deslizan  como  gatos  por  la  abertura  practicable 
v toman  tranquilamente  la  horizontal  durante  la  noche  en  aquel  cuartel  de  in- 
vierno. Los  diálogos  que  suelen  entablarse  entre  los  huéspedes  suelen  ser  entre- 
tenidos é interesantes.  Aquella  es  su  casa,  la  han  tomado  por  derecho  propio,  de 
igual  manera  que  Colon.  Cortés  y Pizarro  tomaron  posesión  de  las  inmensas  sa- 
banas del  nuevo  mundo.  Con  el  mismo  derecho  y por  los  mismos  trámites  tomó 
también  plaza  en  unas  colosales  tinajas  vacías  de  la  calle  de  Varflora  otra  mesna- 
da de  granujillas,  que  habitan  bajo  sus  cúpulas  de  barro,  semejantes  á las  de  un 
palacio  encantado  de  sabandijas. 

Cuando  lleguen  á la  edad  de  la  razón,  ó mejor  dicho,  de  las  pasiones,  tendrán 
acaso  palacios  mas  cómodos  y ventilados. 

El  Pópulo  ó el  Saladero. 

Ellos  se  tienen  la  culpa...  ¿Por  qué  nacieron  sin  madre?... 


por  D.  R.  Perez  Puicerbe. 


ara  ocuparnos  en  reseñar  la  vida  y vicisitudes  del  maestro 
de  escuela,  así  como  también  para  describir  los  distintos  ti- 
pos que  en  la  clase  se  presentan,  es  de  todo  punto  necesario 
detenerse  en  analizar  el  estado  de  la  enseñanza  en  las  dis- 
tintas épocas  de  la  historia. 

No  somos  aun  muy  viejos  y todavía  recordamos  haber 
oido  referir  á nuestro  padre,  la  estrañeza  que  causó  en  su  pueblo  el 
dia  que  en  el  Consejo  anunció  el  alcalde  que  estaba  para  llegar  un 
maestro  de  escuela,  indudable  señal  del  estado  en  que  por  aquellos 
benditos  tiempos  se  encontraba  la  enseñanza. 

Al  comenzar  el  siglo  actual  es  bien  sabido  cuán  poco  nos  cuidá- 
bamos de  la  cultura  del  espíritu  y reducidísimo  era  el  número  de  los  que  sabian 
leer,  menor  aun  el  de  los  que  sabian  leer  y escribir  y á la  suma  de  estos  conoci- 
mientos inmensos  añadian  las  cuatro  reglas.  Sin  duda  consideraban  que  para  bien 
poco  servia  el  saber,  en  una  nación  en  que  se  dejara  morir  de  hambre  á Cervantes 
y de  la  misma  enfermedad  á otros  muchos  génios  cuya  gloria  preconizamos  hoy 
por  amor  propio,  pues  nos  hincha  y enorgullece. 


440 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Entre  nosotros  lo  que  mas  lia  privado  siempre  lia  sido  la  bulla  y la  algazara; 
nos  habíamos  acostumbrado  á la  guerra,  y en  verdad  que  ni  los  antiguos  solda- 
dos pudieron  pensar  que  les  hiciera  taita  mas  que  tener  brazo  nervudo  y poco 
apego  á la  vida.  ( -uando  nó  la  guerra,  los  hombres  se  sentían  inclinados  á la  agri- 
cultura y tampoco  para  ella  eran  necesarios  conocimientos  teóricos  que  fuera  ne- 
cesario aprender  en  los  libros. 

Ha  dicho  no  sé  quién,  en  no  recuerdo  qué  obra,  que  los  pueblos  se  sienten  in- 
clinados á lo  que  halaga  su  carácter  ó les  es  mas  fácil  conseguir.  Esto,  que  ya  no 
se  encuentra  en  la  categoría  de  axioma,  no  necesita  en  modo  alguno  comproba- 
ción ni  demostración;  mas  si  por  acaso  hubiera  algún  espíritu  rebelde,  decidido 
sectario  de  las  prácticas  de  Santo  Tomás,  le  presentaríamos  á nuestro  país  como 
prueba  fehaciente  de  la  premisa  sentada. 

Que  el  carácter  español  ha  sido  siempre  pendenciero,  es  una  verdad  histórica 
de  primer  orden;  y de  aquí  que  el  gusto  que  mas  le  halague  sea  el  tener  batallas 
i[ue  librar,  como  se  dice  ahora,  ó encuentros  que  sostener  para  después,  si  queda 
con  vida,  jactándose  de  ello  aunque  sea  con  una  pierna  ó un  brazo  de  menos.  Esta 
primera  faz  de  la  historia  de  nuestro  pueblo  tuvo  que  modificarse  con  el  tiempo, 
si  bien  tal  resultado  no  pudo  conseguirse  sino  hasta  después  de  que,  cansado  de 
pegarse  con  los  demás,  se  pegó  consigo  propio  hasta  cansarse  también. 

Sobrevino  una  época  en  que  ya  no  fué  posible  permanecer  constantemente  ar- 
mado para  ganar  lo  necesario  y entonces  dijeron  nuestros  padres  que  habían  em- 
peorado los  tiempos,  que  era  necesario  trabajar  mucho  para  ganar  muy  poco,  y se 
dieron  á la  agricultura,  la  mas  sencilla  de  las  ocupaciones,  dado  que  en  nuestro 
bendito  país  la  tierra  necesita  bien  poco  para  darlo  todo.  Alternaban  con  ella  las 
artes  liberales  y los  oficios,  pero  tampoco  para  estos  era  necesaria  gran  ilustración 
y cultura,  y en  verdad  que  en  presencia  de  los  hechos  no  sabemos  qué  hacer,  ni 
tampoco  por  qué  opinión  decidirnos. 

Relativamente,  el  artesano  de  nuestros  dias,  que  él  pomposamente  y sin  que 
nada  le  autorice  se  llama  artista,  es  mucho  mas  ilustrado  y culto  que  el  de  los 
pasados  tiempos;  pero  en  verdad  que  aquel,  ignorante  de  todo  lo  que  no  fuera  su 
oficio,  lo  desempeñaba  mejor  (que  el  que  hoy  sirve  para  todo  ó cuando  menos  para 
la  mayor  parte  de  las  cosas. 

Mas  volviendo  á nuestro  asunto,  del  que  involuntariamente  nos  hemos  separa- 
do, justo  es,  para  comenzar,  afirmar  que  pocos  siglos  habrán  recibido  su  califica- 
tivo con  mas  justicia  que  el  que  corre:  «Siglo  de  las  luces»  lo  han  llamado  y 


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aunque  tal  determinación  es  un  tanto  ambigua  y podrá  inducir  á algunos  de  la 
edad  venidera  á creer  que  así  fué  calificado  porque  en  él  quedó  proscrito  el  anti- 
guo velón,  que  no  alumbraba,  saliendo  á plaza  el  gas,  el  petróleo  y la  luz  eléc- 
trica que  todo  lo  ilumina,  otros  les  explicarán  que  no  se  referia  tal  dictado  á nada 
material  sino  á lo  puramente  moral  y psíquico. 

El  fanatismo  que  imperara  tan  vigorosamente  en  España  durante  los  siglos 
medios,  cortó  las  alas  á nuestro  espíritu,  y si  hubo  algunos  audaces  y atrevidos 
que  á pesar  de  todo  quisieron  levantar  el  vuelo,  tuvieron  por  necesidad  que  tras- 
poner los  límites  de  los  antiguamente  dilatados  dominios  españoles,  pues  los  hu- 
rones negros  y los  negros  alcances  de  que  ambas  autoridades  disponían,  sabian 
sacarlos  del  centro  de  la  tierra  ó cogerlos  en  el  aire,  según  á dónde  y cómo  pro- 
curaran refugiarse. 

De  aquí  que,  para  pena  nuestra,  puede  observarse  que  los  extranjeros  se  enga- 
lanan y enorgullecen  con  génios  que  no  son  suyos,  con  obras  que  debían  ser 
nuestras,  y que  nos  tachen  con  sonrisa  despreciativa  de  ignorantes  y oscurantis- 
tas. De  aquí  también  que  nuestra  nación  sea  la  última  que  se  haya  puesto  á com- 
pás con  la  marcha  que  las  demás  siguen  y de  que  nuestro  pueblo  tenga,  en  el  or- 
den político,  pretensiones  que  en  modo  alguno  hay  sobre  qué  fundarlas. 

Muy  pausadamente,  y como  de  contrabando,  penetró  en  nuestro  suelo  el  espí- 
ritu enciclopedista  á que  tantos  adelantos  se  deben  en  el  pasado  siglo:  menores 
fueron  aun  los  destellos  que  de  la  gran  revolución  del  siglo  anterior  llegaron 
hasta  nosotros,  pero  ambas  cosas  son  muy  de  tener  presentes,  para  evaluar  el  pro- 
greso realizado  en  los  años  subsiguientes.  Nuestro  carácter  altivo  é independien- 
te supo  repeler  y rechazar  la  invasión  francesa;  luchamos  como  buenos  y arroja- 
mos de  nuestro  suelo  á un  ejército  amaestrado  en  los  achaques  de  la  guerra  y que 
se  había  paseado  triunfante  por  el  mundo  todo;  pero  de  aquella  guerra  surgió  algo 
que  después  nos  ha  favorecido;  aquella  campaña  nos  puso  en  trato  con  los  que 
han  esparcido  la  civilización  en  la  época  presente,  y las  puertas  quedaron  abier- 
tas para  que  entrara  cuando  salieran  ellos. 

Esta  innegable  verdad,  puede  decirse  hoy  sin  temor  y sin  miedo:  en  aquella 
época,  enunciarla  solo  habría  sido  causa  de  que  sobre  nuestras  cabezas  cayeran 
las  iras  populares,  de  que  se  nos  mirara  con  desconfianza,  y,  en  fin,  de  que  al- 
canzados por  una  disposición  de  la  Junta  de  Cádiz,  tuviéramos  que  abandonar  la 
pátria  y refugiarnos  en  territorio  extranjero  hasta  1821,  fecha  en  que  otra  dispo- 
sición legal  permitió  volver  al  país  á los  afrancesados.  Hoy  en  que  por  suerte,  ó 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


por  desgracia,  cada  uno  es  dueño  y libre  de  manifestar  sus  opiniones  en  semejan- 
tes asuntos,  no  tenemos  por  qué  velar  las  nuestras  y clara  y públicamente  las 
manifestamos:  lágrimas  y sangre  nos  costó  la  invasión  francesa,  pero  que  bendita 
sea,  ya  que  fué  sobrado  motivo  para  que  una  vez  mas  luciéramos  nuestro  lierois- 
1110  y fué  causa  de  bastante  importancia  en  ei  adelanto  de  nuestro  país. 

Cuando  eran  pocos  los  que  se  dedicaban  á aprender  no  necesitamos  decir  que 
mucho  menor  era  el  número  de  los  que  estaban  dedicados  á enseñar.  Los  que  por 
su  elevada  posición  social  y grandes  medios  de  fortuna  podian  costearlo,  tomaban 
un  profesor  para  sus  hijos,  ayo  ó preceptor,  que  no  solo  cuidaba  de  lo  que  á la 
enseñanza  de  los  niños  se  referia,  sino  que  también  de  todo  lo  concerniente  á 
ellos.  Acompañábales  constantemente  á cualquier  parte  que  fueran,  procurando 
inculcarles  los  mas  sanos  y rígidos  principios  de  religión  y moral,  siendo  riguro- 
sísimo en  cuanto  á esto  toca,  no  porque  así  se  lo  dictara  su  conciencia  en  el  ma- 
yor número  de  los  casos,  sino  porque  de  tal  manera,  daba  sumo  contento  y gusto 
á los  padres,  que  era  á los  que  antes  que  todo  habia  que  agradar,  por  cuanto  pa- 
gaban . 

La  ilustración  que  estos  profesores  particulares  podian  dar,  era  bien  limitada: 
lectura,  escritura,  un  poco  de  gramática  y otro  poco  de  aritmética,  y si  era  de  los 
mas  escogidos,  aun  solían  añadir  un  poco  de  historia,  si  bien  tan  desfigurada  que 
pocos  la  conocian. 

Este  ayo  ó preceptor  no  pudo  ser  llamado  nunca  maestro  de  escuela,  porque 
en  realidad  ni  lo  fué,  ni  la  tuvo;  tampoco  puede  ser  considerado  como  gérmen  ó 
embrión  de  nuestro  tipo,  pues  el  profesor  particular,  aunque  con  muy  distinto 
carácter  y hasta  con  bien  distinta  fama,  subsiste  hoy,  vive  y ejerce  en  nuestro 
tiempo,  en  el  que,  por  mas  señas,  abunda  demasiado.  Guardaos  muy  bien  de  lla- 
marle maestro  de  escuela  ó simplemente  maestro,  porque  se  ofenderá;  quiere  que 
se  le  llame  profesor,  por  cuanto,  según  piensa,  es  esta  una  categoría  mas  elevada, 
un  puesto  para  el  que  son  necesarios  mayores  méritos. 

Como  en  todas  épocas  bulto  ricos  y pobres  y ya  hemos  dicho  que  solo  los  pri- 
meros podian  permitirse  el  lujo  de  tener  un  maestro  solo  para  sus  hijos,  á los  po- 
bres les  fué  necesario  arbitrarse  un  medio  de  saber,  cuando  tenían  afán  de  hacerlo: 
el  hijo  de  todo  aquel  que  no  podia  disponer  de  una  fortuna  que  autorizara  el 
gasto  considerable  que  un  profesor  suponía,  pero  que  se  hallaba  animado  de  los 
mejores  deseos,  no  podia  esperar  á que  fueran  á enseñarle  en  su  casa,  ni  pensar 
que  á él  solo  le  enseñaran  yendo  á la  agena.  Hubo  pues  necesidad  de  que  se  ar- 


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bitraran  medios  que  pudieran  conciliario  todo,  y de  esta  lucha  entre  la  necesidad 
y el  deseo  surgió  el  dómine. 

Al  decir  dómine  no  podemos  menos  de  estremecernos,  pues  aun  recordamos 
con  cierto  terror,  que  nuestros  primeros  pasos  en  las  letras  fueron  dados  bajo  la 
terrible  férula  de  uno  de  ellos.  A ellos  estaba  encomendada  la  primera  educación: 
una  habitación  de  la  casa  en  que  vivia  era  la  clase,  y á ella  concurrían  ocho, 
diez  ó mas  discípulos,  que,  mediante  una  corta  retribución,  recibían  la  enseñanza 
que  les  querían  dar.  Así  tuvo  lugar  el  aparecimiento  de  la  escuela,  que  aun  tardó 
muchos  años  en  reglamentarse;  y así  apareció  el  maestro,  cuya  profesión  halda 
de  elevarse  con  el  tiempo  á la  categoría  de  carrera. 

Luego  que  los  muchachos,  de  suyo  traviesos  en  todos  los  tiempos  y en  todas 
las  épocas,  aprendían  á estarse  quietos  en  una  clase  preliminar,  á la  que  aun  po- 
dían llevar  la  merienda  y donde  los  enseñaban  solo  á rezar  aquellas  larguísimas 
oraciones  formuladas  en  castellano  estropeado,  los  padres,  que  querían  siguieran 
los  hijos  estudiando  para  llegar  á ser  facultativos,  los  llevaban  á casa  de  uno  de 
los  mas  acreditados  dómines  de  la  ciudad,  si  halda  varios,  ó bien  á casa  del  cura 
en  el  pueblo,  que  en  estos  el  párroco  hacia  el  oficio  de  maestro,  de  la  misma  ma- 
nera que  el  alcalde  ó el  fiel  de  fechos  suelen  desempeñar  el  de  herrador  ó carni- 
cero. 

Descrito  un  dómine,  puede  decirse,  sin  faltar  en  gran  cosa  á la  verdad,  que 
se  han  descrito  todos:  altos,  secos,  de  ojos  hundidos  y hablar  hueco,  imponían  á 
primera  vista  y cuando  se  les  llegaba  á conocer  mas  á fondo...  entonces  horrori- 
zaban. Con  dificultad  podía  presentarse  un  individuo  de  intenciones  mas  airosas 
que  el  dómine,  cuando  existia;  su  divisa  común  era  la  tan  sabida  de  «la  letra  con 
sangre  entra»  y por  cierto,  que  no  dejaba  nunca  de  acreditarlo  cumplidamente. 

Uno  mismo  se  dedicaba  á veces  á la  enseñanza  de  las  primeras  letras  y del 
latín  y de  la  filosofía;  no  se  paraba  nunca  á considerar  la  tierna  edad  del  niño, 
ni  la  consideración  que  el  adolescente  merece;  para  él  no  había  mas  sino  que  to- 
dos habían  de  aprender  fielmente  lo  que  dijera  y retenerlo  con  absoluta  puntua- 
lidad en  la  memoria.  ¡Pobre  de  aquel  que  dando  su  lección  incurriera  en  el  tercer 
punto;  desgraciado  del  que  llegara  á realizar  la  mas  inocente  de  las  travesuras; 
no  había  remedio,  ni  compasión,  ni  misericordia,  ni  tampoco  podían  representar 
nada  sus  promesas  ó sus  lágrimas!  El  castigo  era  inevitable;  no  habia  otro  reme- 
dio que  sufrirlo,  mas  hay  que  tener  en  cuenta  que  eran  castigos  horribles,  que 
recordarlos  solo  hacen  poner  los  pelos  de  punta. 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Crugían  en  el  aire  las  largas  disciplinas  y azotaban  con  fuerza  las  espaldas 
de  la  víctima,  desnudas  de  antemano,  ó bien  la  palmeta  enrojecía  las  palmas  de 
las  tiernas  manos:  otras  veces  buscaban  las  posiciones  mas  violentas  para  tener 
en  ellas  á los  pobres  muchachos,  que,  si  lloraban  por  el  dolor  ó la  vergüenza, 
veían  recargarse  el  castigo  de  tal  modo,  que  nunca  sabian  qué  hacer,  pues  si  ha- 
ciéndose superiores  evitaban  que  el  llanto  mojara  sus  ojos,  atribuíase  á descaro  ó 
á poca  aprensión  y se  aumentaba  también  la  pena. 

No  se  crea  en  modo  alguno  que  el  castigo  estaba  en  relación  ni  con  la  falta 
ni  con  el  saber  de  quien  lo  aplicaba,  ni  tampoco  con  la  ignorancia  del  que  lo  re- 
cibió. Nada  de  eso:  las  faltas  que  un  chico  podia  cometer  no  justificaban  nunca  el 
ensañamiento  del  dómine,  que  mas  que  de  maestro  revelaba  instintos  de  inquisi- 
dor; su  saber  era  tan  limitado,  que  reducirlo  más  hubiera  sido  llevarlo  á una  can- 
tidad negativa;  estaba  siempre  en  la  absoluta  convicción  de  que  solo  debía  saberse 
latin;  esto  era  lo  único  que  él  sabia,  y por  consiguiente,  lo  único  que  podia  serle 
dable  enseñar,  si  es  que  lo  enseñaba;  y si  á la  ignorancia  del  que  se  veía  casti- 
gado se  atiende,  nada  mas  injusto,  pues  precisamente  porque  no  sabia  fué  puesto 
bajo  su  dirección. 

Pero  este  era  el  dómine,  así  fué  el  maestro  de  nuestros  padres,  tipo  grabado 
aun  en  la  memoria  de  todos  los  que  pertenecen  á la  generación  anterior  á la  que 
ahora  bulle;  tipo  del  que  ha  surgido  el  maestro  de  escuela,  no  tal  como  hoy  es, 
sino  como  fué,  pues  para  bien  de  todos  se  ha  ido  progresando  y nuestro  tipo  ha 
mejorado  bastante. 

En  un  principio  v cuando  los  que  habian  de  aprender  no  estaban  aun  deci- 
didos, y por  mas  señas  que  tardaron  bastante  tiempo  en  decidirse,  la  situación  del 
maestro  de  escuela  fué  no  solo  precaria,  sino  que  también  por  demás  angustiosa. 
Lo  (pie  hasta  entonces  nunca  pudo  ser  considerado  mas  que  como  un  oficio,  vi- 
nieron disposiciones  oficiales  á elevarlo  á la  categoría  de  carrera  y esto  aumen- 
taba la  suma  de  los  inconvenientes.  Para  dedicarse  á la  enseñanza,  antes  bastaba 
con  tener  algo  que  enseñar,  buena  voluntad  y una  dosis  terrible  de  paciencia, 
pues  sin  ella,  ni  ahora  ni  nunca  ha  sido  posible  bregar  con  muchachos,  á menos 
que  no  se  tengan  los  instintos  de  Herodes:  dado  esto,  aquellos  que  por  afición  ó 
por  otras  circunstancias  no  habian  conseguido  mas  que  una  ilustración  rudimen- 
taria y ésta  no  bastaba  para  conseguir  un  título  facultativo,  como  quisieran  vivir 
de  las  letras  se  erigían  en  dómines  y mal  que  bien  podrian  ir  pasando  y aun  ha- 
ciéndose célebres,  pues  como  pocos  eran  los  (pie  se  dedicaban  al  servicio,  rara  era 


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la  generación  de  que  no  tenían  un  discípulo  que  por  lo  bueno  ó por  lo  malo  lle- 
gara á hacerse  notable,  con  lo  que  podía  seguramente  alabarse. 

Cuando  el  dómine  pasó  á la  historia,  y para  llegar  á ser  maestro  de  escuela 
hubo  que  gastar  dinero  desde  luego  y estudiar  precisamente  lo  dispuesto  por  los 
planes  de  enseñanza  vigentes;  cuando  para  ejercer  la  profesión  fué  necesario,  co- 
mo en  las  demás  facultades,  no  solo  probar  los  conocimientos,  sino  que  también 
comprar  un  título  con  el  que  se  adquiriera  aptitud,  la  cosa  mereció  pensarse,  como 
debe  suceder  con  todo  aquello  en  que  se  aventura  capital,  inteligencia  y,  lo  que 
vale  mas  aun,  tiempo. 

Ignoramos  por  qué,  pero  es  lo  cierto  que  entre  nosotros  esta  profesión  que  des- 
de todos  puntos  de  vista  es  una  de  las  que  mas  cuidados  y atenciones  merecen  y 
exigen,  ha  sido  siempre  una  de  las  que  peor  atendidas  han  estado.  Se  lia  supues- 
to que  el  niño  que  sale  de  la  escuela  continúa  sus  estudios  en  otras  clases  supe- 
riores y atentos  á esta  infundada  consideración  se  ha  descuidado  lo  que  al  maestro 
se  refiere,-  titulándolos  cuando  aun  su  ilustración  es  tan  corta  que  no  debían  ha- 
ber pasado  de  clase  de  escolares:  leer,  escribir,  aritmética  no  del  todo  bien,  hé 
aquí  el  caudal  de  conocimientos  que  en  un  principio  era  exigible  á un  maestro 
de  escuela;  con  esto  solo  y un  pobre  é incómodo  menaje,  establecía  su  escuela  te- 
niendo que  esperar  á que  los  chicos  fueran  acudiendo,  si  la  voluntad  de  Dios  lle- 
gaba á permitir  tal  cosa. 

El  mayor  número  de  los  datos  que  aquí  suministramos  nos  ha  sido  proporcio- 
nado por  un  antiguo  maestro,  retirado  ya  de  la  enseñanza  y á la  que  ha  sacrifi- 
cado toda  su  actividad  y toda  su  inteligencia.  Inútil  ya  para  ganarlo,  vivía  casi 
de  la  caridad  de  algunas  almas  piadosas  que  de  vez  en  cuando  le  suministraban 
algún  socorro.  Como  maestro  de  aquellos  primeros  que  se  establecieron  con  títu- 
lo, no  había  que  baldarle  una  palabra  de  adelantos  modernos  en  la  enseñanza,  ni 
de  las  ciencias  en  general,  pues  sobre  ignorarlos  todos,  era  cosa  que  le  indignaba 
sobremanera.  No  podía  creer  en  modo  alguno  que  hubiera  ni  pudiera  haber  nada 
superior  á su  método,  ni  que  con  nada  pudiera  conseguirse  mejores  resultados  que 
con  lo  que  él  enseñaba;  y si  el  infeliz  se  hubiera  llamado  á cuentas  habría  tenido 
que  confesarse  que  no  enseñó  nunca  nada.  Era  de  ver  el  furor  que  le  poseía  en  el 
momento  en  que,  aun  sin  intención  de  ofenderle,  por  supuesto,  se  hablaba  en  su  pre- 
sencia con  encomio  del  estado  en  que  hoy  se  halla  la  profesión  á que  había  pertene- 
cido: él  nada  encuentra  bien  y sostiene  que  hoy  se  les  hace  perder  á los  chicos  mucho 
tiempo,  enseñándoles  una  porción  de  cosas  que  para  nada  les  pueden  hacer  falta, 

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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Tan  trascendental  error  ha  sido  causa  de  que  por  mucho  mas  tiempo  se  sos- 
tenga entre  nosotros  la  ignorancia.  Rutinario  de  por  sí,  el  maestro  repetía  á todos 
los  chicos,  y siempre,  la  misma  cosa  durante  todo  el  tiempo  que  permanecían  bajo 
su  dirección;  y de  aquí  que,  cuando  salidos  de  la  escuela  los  muchachos  pasaban 
á un  taller,  pues  aun  no  se  había  despertado  el  desmedido  afan  de  seguir  carrera, 
al  poco  tiempo  olvidaban  lo  que  tan  mal  habían  aprendido  quedándose  como  si 
nunca  fueran  á la  escuela. 

A’  no  era  esto  lo  único  que  hallamos  digno  de  censura  en  aquellos  tipos  y en 
aquella  época. 

Así  como  la  rutina  era  la  sola  norma  de  la  enseñanza,  así  también  los  medios 
mas  contraproducentes  eran  los  mas  usados  para  formar  el  carácter  y el  corazón 
del  niño.  Cuando  empezaron  á decaer  los  palmetazos  y las  disciplinas  y fueron  ha- 
ciéndose mas  raros  los  tirones  de  orejas  y los  pellizcos  y bofetadas,  el  maestro 
puso  en  práctica  los  castigos  afrentosos;  y no  contento  con  tenerlos  en  vigor  en 
la  vida  ordinaria  y familiar  de  la  escuela,  los  ponía  en  ejecución  en  las  ocasiones 
mas  solemnes,  en  las  cuales  el  alumno  acababa  por  familiarizarse  con  el  castigo, 
contribuyendo  á que  su  carácter  tomara  cierta  indiferencia  que  le  solia  producir 
una  base  de  cinismo  y una  ausencia  de  dignidad  personal,  fatalísimas  en  los  dias 
mas  adelantados  de  su  existencia. 

No  es  cosa  muy  antigua  aquel  espectáculo  de  los  exámenes  y otras  solemni- 
dades de  la  escuela,  en  las  cuales  junto  al  niño  aplicado  y sobresaliente,  veíanse 
degradados  con  la  ridicula  cabeza  del  burro  y en  actitud  humillante,  álos  que  por 
falta  de  emulación,  ó por  indiferencia  absoluta  hácia  aquella  clase  de  castigos, 
eran  escarnio  de  sus  compañeros,  cuando  no  constituían  para  ellos  un  objeto  de 
solaz  y pasatiempo. 

Malo,  muy  malo  era  todo  esto,  pero  en  verdad  que  bien  merecen  disculpa  los 
maestros  de  aquella  época.  Ya  hemos  dicho  en  las  condiciones  en  que  se  estable- 
cían, y antes  de  la  nueva  digresión  que  hemos  hecho,  los  dejábamos  esperando 
que  se  les  presentaran  los  muchachos  á quienes  tenían  que  enseñar.  Iban  llegando 
en  reducido  número  y muy  paulatinamente,  de  tal  modo,  que  un  maestro  que  lle- 
gara á conseguir  que  á su  escuela  concurrieran  catorce  ó diez  y seis  muchachos, 
podía  manifestarse  orgulloso  y aun  darse  por  satisfecho,  si  bien  la  paga  de  cada 
uno  era  tan  reducida  y mezquina  que  vale  mas  no  acordarse.  Aun  no  había  lle- 
gado á establecerse  lo  que  pudo  ser  llamado  tarifa  de  los  colegios  y menos  aun  la 
que  hoy  normaliza  la  enseñanza  por  asignaturas. 


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Al  principio  el  precio  no  era  fijo  ni  igual  para  todos:  el  maestro  comenzaba 
con  dar  uno,  el  que  le  parecia  que  se  bailaba  en  relación  con  la  fortuna  del  padre 
de  la  criatura,  mas  éste,  que  suponia  siempre  que  el  enseñar  á su  hijo  era  cosa 
sumamente  sencilla,  regateaba  y escatimaba  cuanto  podia,  reduciendo  la  retribu- 
ción al  maestro,  que  nunca,  ú nuestro  modo  de  ver,  seria  bastante  por  bien  pa- 
gado que  estuviere.  Aquel  desgraciado,  no  mas  que  para  sacar  lo  absolutamente 
necesario  para  vivir,  tenia  que  pasar  desde  por  la  mañana  hasta  por  la  noche  ocu- 
pado con  los  chicos,  traviesos  de  suyo,  que  nunca  se  encuentran  bien  y que  siem- 
pre han  de  estar  inventando  mil  diabluras  para  mortificar  al  que  creen  su  peor 
enemigo,  por  lo  mismo  que  es  quien  les  hace  trabajar.  El  pobre  maestro  tenia 
que  salir  al  frente  de  todas  las  reclamaciones  paternales;  unas  fundadas  en  que  el 
niño  no  aprendia,  otras  porque  habia  sufrido  castigo,  y muchas  veces  se  les  hacia 
víctima  de  las  travesuras  que  cometieran  fuera  del  establecimiento. 

Era  la  vida  de  un  mártir  y la  irrisión  de  todos,  pues  aun  en  el  lenguaje  vulgar 
para  significar  un  ente  ridículo,  escuálido  y mal  vestido,  se  dice  que  parece  un 
maestro  de  escuela.  La  situación  descuidada  en  que  se  hallaban  debíase,  mas  que 
nada,  ñ la  general  falta  de  cultura  que  dominaba  en  el  país  y esta  influía  también 
en  su  corta  y tarda  retribución  que  al  mayor  número  les  obligaba  á vivir  en  la 
miseria. 

A medida  que  la  ilustración  se  fue  extendiendo,  mejoraron  las  condiciones  del 
sér  que  nos  ocupa  y pudo  salir  del  abatimiento  en  que  se  encontraba:  desde  lue- 
go la  primera  mejora  que  pudo  plantear  fué  la  de  fijar  el  precio  y ya  pudieron  los 
colegios  ser  clasificados  por  él  y decirse  tal  escuela  es  de  á duro,  tal  otra  de  dos 
duros,  sin  pasar  de  aquí  por  supuesto,  pues  este  era  el  máximum,  y no  se  crea 
que  el  llevar  mas  ó menos  caro  representara  mejor  ó peor,  mas  ó menos  completa 
educación;  nada  de  esto.  El  que  un  maestro  pudiera  elevar  el  precio  de  su  ense- 
ñanza se  debia  principalmente  al  lugar  de  la  población  en  que  se  llegara  á esta- 
blecer. Así,  por  ejemplo,  un  maestro  que  viviera  en  un  barrio  lejano  ó poco  fre- 
cuentado, no  podia  llevar  tan  caro  como  el  que  habitara  en  el  centro  de  la  ciudad. 
Si  bien  es  muy  de  tener  en  cuenta  que  con  las  escuelas  sucede  precisamente  lo 
mismo  que  con  las  casas:  cuanto  mas  grandes  son,  mayores  cortinas  necesitan:  el 
establecimiento  de  enseñanza  situado  en  lo  mejor  de  la  capital,  tenia  que  ser  muy 
lujoso,  de  mejores  muebles  y mas  vistoso  menaje.  Por  lo  demás,  en  la  época  á 
que  nos  estamos  refiriendo,  todos  los  maestros  eran  iguales  y ninguno  salia  de  las 
rutinarias  prácticas  que  de  antiguo  tenían  establecidas. 


448 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Cuando  verdaderamente  lia  mejorado  la  situación  del  maestro  de  escuela,  lia 
sido  de  pocos  años  á esta  parte,  si  bien  en  este  tiempo  es  cuando  una  clase  de 
ellos  lian  sufrido  mas.  El  período  de  libertad  de  enseñanza  que  la  revolución  nos 
trajera  como  mejora  y adelanto,  las  demás  libertades  implantadas  como  subsi- 
guientes, abrieron  nuevas  vías  que  antes  se  bailaban  cerradas.  Aun  no  sabemos 
cómo  calificar  este  progreso,  si  bien  ingenuamente  confesamos  que  nos  asusta  el 
excesivo  número  de  doctores  y licenciados  que  pululan  por  todas  partes;  el  atan 
que  desde  la  época  á que  nos  estamos  refiriendo  se  despertó  por  seguir  una  carre- 
ra, fué  grande,  y de  la  misma  manera  que  un  tiempo  parecia  que  nadie  bailaba 
utilidad  en  el  estudio,  ahora  se  figuraron  muchos  que  el  estudio  era  el  único  me- 
dio de  hacer  fortuna,  esto  es,  no  se  estudió  sino  el  título  facultativo  que  á poca 
costa  se  podia  conseguir. 

Tal  fué  la  concurrencia,  que  muchos,  desesperados  al  ver  que  no  lograban 
nada,  abandonaron  las  profesiones  que  habían  emprendido,  y muchos  otros  que 
creyeron  haber  ascendido,  volvieron  á descender.  Mas  claro,  casi  todos  los  que 
antes  se  dedicaban  á la  enseñanza  se  contentaban  con  su  carrera,  mas  luego  que 
vieron  la  facilidad  de  abrazar  otras  profesiones,  lo  hicieron  creyendo  que  el  hori- 
zonte se  abriría  para  ellos,  pero  en  su  mayor  número  se  vieron  chasqueados,  y 
plegando  nuevamente  el  vuelo  volvieron  á las  escuelas,  pero  elevándolas  en  cate- 
goría. 

Dejaron  de  llamarse  maestros  de  escuela  y se  titularon  profesores,  porque  sin 
duda  este  dictado  sonaba  mejor  á sus  oidos,  y tal  vez  por  la  misma  causa  lo  que 
antes  se  llamaba  escuela  se  llama  ahora  colegio.  El  maestro  ya  no  es  cualquier 
cosa,  sino  casi  un  personaje:  casi  siempre  es  doctor  ó licenciado  cuando  menos, 
de  tal  modo  á su  lado  pueden  ampliarse  los  conocimientos  de  una  manera  asom- 
brosa. En  los  mismos  establecimientos  se  da  la  primera  y la  segunda  enseñanza, 
cada  una  de  las  antiguas  escuelas  se  ha  convertido  en  verdaderos  institutos  y 
tienen,  por  consiguiente,  su  cuadro  de  profesores,  de  los  que  el  maestro  de  otros 
tiempos  es  el  director.  Hecho  todo  un  caballero,  se  presenta  de  un  modo  que  no 
autoriza  las  bromas  que  antes  se  les  daban,  tal  es  su  manera  de  vivir  que  no  es 
posible  el  sarcasmo. 

Pocos  son  ya  los  maestros  que  quedan  limitándose  á serlo  de  primera  ense- 
ñanza: si  alguno  hay,  también  lia  mejorado  su  suerte,  pues  sin  que  quepa  dudar- 
lo, la  ilustración  lia  hecho  milagros. 

Réstanos  hablar  de  los  beneméritos  de  la  clase;  de  aquellos  con  respecto  á los 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


449 


que  puede  exclamarse  aun  hoy:  ¡Pobres  maestros  de  escuela!  Y son  estos  los  que 
tras  una  vida  de  afanes  y desvelos,  los  que  después  de  conseguir  á fuerza  de  ím- 
probos trabajos  una  plaza  de  las  que  el  Municipio  ó la  Diputación  costean,  dan 
lugar  á que  con  frecuencia  se  lea  en  los  periódicos:  «Al  maestro  de  tal  punto  se 
le  adeudan  diez  mensualidades.» 

Mártires  modernos,  consumen  su  existencia  sin  fruto,  y felices  ellos,  si  al  fin 
de  tan  desastrosa  carrera,  no  tienen  que  lamentar  ningún  atropello. 


I 


por  D.  Nicolás  Díaz  de  Benjumea. 


ste  tipo  es  moderno  en  España,  y tanto,  qne  su  existencia 
era  completamente  desconocida  en  el  primer  tercio  de  nues- 
tro siglo.  La  prensa  periódica  comenzó  á tomar  sus  vuelos 
desde  1843  hasta  la  insurrección  militar  del  Campo  de  Guar- 
dias; pero  el  tipo  del  gacetillero  aun  no  se  bosquejaba.  Habia 
basta  entonces  mas  escritores  que  periódicos,  reflejando  éstos 
la  seriedad  de  hombres  graves  y escogidos,  que  enseñaban  ciencia 
política,  si  tal  existe,  y luchaban  por  ideas  mas  que  por  destinos.  La 
gacetilla  era  una  sección  de  descanso  del  espíritu,  llena  de  amenidad; 
pero  también  de  pudor  y de  decoro.  Contenia  lo  que  hoy  se  compren- 
de bajo  el  epígrafe  de  noticias  varias  ó generales;  pero  no  era  chis- 
mosa ni  satírica,  ni  interesada,  ni  personal,  y sobre  todo,  estaba  escrita  en  espa- 
ñol sano  y robusto. 

Un  período  de  once  años  con  el  poder  en  manos  de  un  solo  partido,  no  es  pro- 
vechoso mas  que  para  el  bolsillo  de  los  empleados.  La  prensa  política  se  asfixia. 
Los  periódicos  de  oposición  agotan  el  caudal  de  sus  censuras  y los  ministeriales 
el  repuesto  del  incienso.  La  monotonía,  cortedad  y falta  de  interés  político,  hay 


| fm 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


451 


que  suplirlo  con  secciones  varias.  Entonces  se  apela  á misceláneas,  novelas,  fo- 
lletines, y por  consecuencia,  se  dan  grandes  proporciones  á la  gacetilla,  especie 
de  mesa  revuelta  donde  entran  infinidad  de  asuntos  y materias  que  mas  tarde  ha- 
bían de  llegar  á ser  objeto  de  publicaciones  especiales. 

El  gacetillero  empezó  á tener  importancia  en  esta  época,  y no  se  daba  este 
cargo  á gentes  de  poco  mas  ó menos.  Se  necesitaba  originalidad  é iniciativa  y 
un  estilo  peculiar,  ligero  y animado  en  el  confeccionador  de  esta  sección,  que 
por  añadidura  debia  ser  hombre  de  extensas  relaciones  sociales,  que  diese  noti- 
cias de  primera  mano  y de  buena  tinta. 

Pero  esto  duró  poco.  A la  larga  dominación  del  partido  moderado,  sucedieron 
situaciones  diversas,  que  trajeron  hombres  nuevos  al  poder.  A cada  cambio  de 
personal,  surgian  como  por  encanto  nuevos  periódicos,  y entonces  empezaron  á 
ver  la  luz  los  cómico-satíricos,  casi  olvidados  desde  las  célebres  campañas  del 
Guirigay , La  Posdata,  y las  populares  capilladas  de  Fray  Gerundio.  El  Padre 
Cobos  inició  una  via  nueva  en  este  género,  tan  del  gusto  del  público,  que  la  ga- 
cetilla, antes  séria  del  periódico  político,  empezó  á imitar  su  estilo,  distinguién- 
dose entre  ellos  El  Contemporáneo . 

A esta  nueva  faz  corresponde  el  desarrollo  del  suelto  político-satírico  que  hoy- 
es la  parte  mas  amena,  original  é interesante  de  los  periódicos,  así  ministeriales 
como  de  oposición.  Cada  órgano  político  de  un  partido  cultiva  con  esmero  esta 
sección  mordaz,  cómica  y batalladora,  donde  todo  suceso  y todo  personaje  apa- 
rece bajo  distintos  puntos  de  vista,  mientras  que  la  gacetilla,  ¡iropiamente  dicha, 
es  un  mosaico  de  recortes,  con  una  muy  pequeña  parte  de  cosecha  propia. 

Así,  pues,  esta  sección  va  paulatinamente  desapareciendo  en  los  periódicos  de 
Madrid.  El  gacetillero  es  un  principiante  sin  sueldo,  y si  lo  tiene  es  tan  men- 
guado, que  apénas  le  basta  para  café  y tabaco.  Su  trabajo  se  reduce  á traducir 
del  francés  algunas  anécdotas  y trasquilar  las  columnas  de  los  colegas  de  la  córte 
y las  provincias,  extendiéndose  de  vez  en  cuando  á ensalzar  á un  autor  bastante 
galante  para  enviarle  un  ejemplar  de  su  obra,  y dar  alguna  noticia  de  las  funcio- 
nes ordinarias  de  tal  ó cual  teatro,  sin  comentario,  que  está  reservado  á un  re- 
dactor especial,  asistente  á los  estrenos  de  las  producciones  dramáticas. 

Donde  existe  el  verdadero  tipo  de  gacetillero  es  en  las  capitales  de  provincia 
y poblaciones  inferiores.  La  razón  es  obvia.  En  estas  localidades,  la  política  deja 
de  ser  palpitante:  se  convierte  en  materia  trasnochada  y fiambre,  después  que 
se  han  leido  los  partes  telegráficos,  y el  aficionado  á la  cosa  pública,  está  inva- 


452 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


riablemente  suscrito  á uno  ó dos  periódicos  de  Madrid.  La  vida  de  la  ciudad  y 
los  intereses  de  los  vecinos,  se  hallan  por  consiguiente  en  primera  línea,  y los 
menores  sucesos  toman  una  importancia  y relieve,  que  son  altamente  beneficio- 
sos á la  comunidad.  El  gacetillero,  que  en  Madrid  suele  ser  un  pobre  diablo,  en 
una  capital  es  un  personaje  á quien  todos  muestran  consideración  por  diversos 
motivos.  Las  jóvenes  porque  las  nombre  al  describir  cualquiera  fiesta  ó reunión, 
ó les  dedique  de  vez  en  cuando  alguna  décima  ó soneto,  pues  el  encargado  de  la 
gacetilla  ha  de  ser  aspirante  á poeta  sin  remedio.  Los  literatos,  porque  los  llame 
«reputados,  distinguidos  é ilustrados  publicistas,»  los  actores,  cantantes  y baila- 
rinas porque  ensalce  sus  piruetas,  gorjeos  y talentos  artísticos:  los  dueños  de  ho- 
teles porque  pregone  la  elegancia  y esmero  del  hospedaje:  en  suma,  no  hay  quien 
viva  con  la  opinión  ó favor  del  público,  que  no  le  mire  como  el  mediador  indis- 
pensable. 

La  plaza  de  gacetillero  es  una  canongía  en  provincias,  cuando  se  llega  á do- 
minar el  oficio;  pero  también  hay  que  sufrir  un  largo  y penoso  aprendizaje. 

Figúrese  el  lector  un  joven,  que  estudia  en  la  universidad  ó instituto  para 
una  carrera,  concluida  la  cual  no  sabe  si  tendrá  que  apelar  á un  oficio  para  co- 
mer. Tiene  alguna  imaginación,  lee  cuanto  cae  en  sus  manos,  presiente  que  ha 
nacido  para  algo,  empieza  por  escribir  alguna  sátira  contra  los  vicios  sociales  y 
cae  sin  saber  cómo  en  el  golfo  del  periodismo,  elemento  necesario  para  la  expan- 
sión de  su  inteligencia. 

Desde  su  trono  de  la  gacetilla,  donde  empieza  de  meritorio,  quiere  reformar  el 
mundo.  Se  figura  su  capital  como  un  modelo  de  civilización  y cultura  que  no 
tiene  rival  en  el  orbe.  Tiene  los  ojos  puestos  en  el  ayuntamiento,  en  la  policía, 
en  las  costumbres  públicas  y privadas  y se  hace  un  Catón  moderno  por  pura  afi- 
ción á la  virtud.  Llega  el  fin  del  mes  y espera  verse  con  un  director  agradecido, 
que  va  á colmarle  de  favores,  empezando  por  un  buen  sueldo  y acabando  por  con- 
vidarle á su  mesa  y cederle  sus  entradas  en  los  teatros.  La  entrevista  se  verifica. 
El  director  toma  la  palabra,  y le  dice  entre  otras  cosas  lo  siguiente: 

— Amigo  mió,  usted  es  un  joven  que  promete,  y llegará  á ser  algo  con  estu- 
dio, experiencia  y perseverancia;  pero  por  ahora  no  sabe  usted  la  tierra  que  pisa. 
Aquí  no  se  toma  nada  en  sério.  Los  abusos  que  usted  denuncia  continúan  sin  en- 
mienda y el  resultado  es,  que  diariamente  recibo  una  porción  de  cartas  de  perso- 
nas que  se  dan  de  baja,  ó me  vienen  con  quejas  y hasta  con  amenazas.  Ni  usted 
ni  yo  ganamos  por  ese  camino.  Hay  que  tener  indulgencia  y hacer  la  vista  gor- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


453 


da  y vivir  con  todo  el  mundo.  Tenga  usted  siempre  lista  la  pluma  para  el  elogio 
y tarda  y perezosa  para  la  censura.  Los  hombres  no  son  perfectos,  y sin  embar- 
go, con  el  público  hay  que  comer,  y tratarle,  por  lo  tanto,  como  buen  amigo.  El 
puesto  que  usted  ocupa  en  mi  redacción  es  una  mina,  y así  no  extrañará  que  no 
le  señale  honorarios.  ¡Honorarios!  ¿Qué  digo?  Cuando  yo  era  gacetillero  pagaba 
una  prima  al  director  del  periódico,  y así  debia  ser  por  regla  general.  Con  que 
ingeniarse  y aprenda  usted  á explotarla. 

Y no  se  dijo  esto  á tontas  ni  á locas.  Al  cabo  de  poco  tiempo  nuestro  gaceti- 
llero vivia  como  aquellos  caballeros  andantes  que  nunca  pagaron  posada,  ni  sas- 
tre, pecho,  ni  alcabala  alguna. 

El  barbero  le  hacia  la  barba  gratis,  calzábale  per  amore  el  zapatero,  y no  ha- 
bia  establecimiento  donde  no  pudiese  surtirse  de  lo  necesario  para  la  vida,  sin 
pagar  un  céntimo  y con  un  millón  de  gracias  encima.  ¿Pues  quién  podrá  enume- 
rar los  regalos  y atenciones  de  que  es  objeto  en  bodas,  bautizos,  bailes  y reunio- 
nes, de  parte  de  los  agraciados  é interesados,  ni  quién  pintar  el  aire  de  autoridad 
y protección  con  que  se  entra  en  todas  partes,  creyéndose  el  personaje  principal 
de  toda  escena?  El  gacetillero  es  amigo  íntimo  del  género  humano  en  masa,  y 
trata  á los  mas  altos  personajes  con  una  familiaridad,  que  el  orgullo  les  perdona, 
porque  todo  otro  sentimiento  se  acalla  y rinde  ante  la  satisfacción  de  exhibirse  al 
público . 

El  gacetillero  veterano  llega  á gozar  del  ocio  y del  lucro  sin  mucho  sudor  de 
su  frente.  Para  todos  los  casos,  lances,  accidentes  que  forman  el  material  de  la 
gacetilla,  tiene  sus  moldes  hechos  de  tal  manera,  que  si  se  examinan  periódicos 
atrasados  se  hallan  las  mismas  frases  y períodos,  con  solo  la  diferencia  de  los 
nombres  propios.  Esto  sucede  mas  á menudo  con  las  funciones  de  teatros,  llegan- 
do á tal  punto  el  sistema,  que  sabe  hacer  breves  reseñas  de  espectáculos  á que  no 
ha  asistido  y á veces  de  funciones  retiradas  del  cartel. 

— «Los  coros  bien,  la  orquesta  admirable  en  sus  partes  y en  conjunto,» — po- 
nía en  cierta  ocasión  un  gacetillero,  refiriéndose  á la  ejecución  de  una  ópera  ita- 
liana. 

— ¡Qué  atrocidad! — exclama  el  director  del  periódico  al  leer  el  párrafo  el  si- 
guiente dia. — ¡Cabalmente  presencié  yo  la  función  de  anoche  y aquello  fué  un 
escándalo,  una  profanación! 

— Váyase, — contestó  el  cronista, — por  las  veces  que  he  dicho  que  desafinan 
sin  poner  los  piés  en  el  teatro. 

TOMO  J. 


57 


454 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Las  triquiñuelas  del  oficio  consisten  en  conocer  el  flaco  de  los  vanidosos.  Como 
estos  no  se  contentan  con  la  plantilla  ordinaria  y el  estilo  estereotipado  del  gace- 
tillero, deja  á cada  cual  que  suene  su  trompeta  y se  despache  á su  gusto. 

Entra  un  amigo  en  la  redacción,  recien-llegado  á la  capital. 

— Siéntate,  perillán, — dice  el  gacetillero, — y anuncia  que  has  llegado. 


— ¿A  dónde  vas? — pregunta  uno  á otro  amigo  suyo,  á quien  encuentra  en  la 

calle. 

— Voy  á llevar  un  suelto  á la  redacción. 

— ¿Cuánto  te  pagan? 

— No,  lo  pago  yo. 


— Señor  don  Juan,  ya  ha  llegado  á nuestro  establecimiento  el  surtido  de  gé- 
neros de  primavera  que  estábamos  esperando.  Sabe  usted  que  los  anuncios  ani- 
man poco  al  público.  Si  usted  quisiera... 

— ¡Ay,  amigo,  con  mucho  gusto;  pero  usted  no  desconoce  que  eso  cuesta...  un 
trabajo  ímprobo! 

— Ya  nos  arreglaremos. 

A los  pocos  dias  sale  un  suelto  á toda  orquesta,  y el  gacetillero  hecho  un  fi- 
¿nirin  de  última  moda. 

El  estilo  de  pujf'  á la  norte-americana  está  ya  patrocinado  por  los  gacetille- 
ros, que  en  ingenio  no  se  quedan  á la  zaga  de  los  yankees. 

lié  aquí  una  muestra  de  este  modas  vivendi  et  scribendi. 

Cantaba  un  joven  en  una  reunión. 

— ¡Calla! — exclama  uno  de  los  concurrentes. — ¿De  cuándo  acá  tiene  tan 
buena  voz  Eduardo?  ¡Esto  sí  que  es  un  verdadero  milagro! 

— Pues  yo  sé  el  secreto, — contesta  un  individuo,  dueño  de  la  camisería  del 
León  de  oro, — es  que  usa  nuestros  cuellos  Gay  arre. 

El  buen  gacetillero  es  hombre  que  saca  partido  del  atraso  del  país,  y del  des- 
orden de  la  administración,  y cuando  no  tiene  noticias  las  inventa. 

El  regente  de  la  imprenta  manda  un  recado  á don  Juan,  diciéndole  que  se 
ha  suprimido  media  columna  y necesita  indispensablemente  original. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


455 


Don  Juan  toma  la  pluma,  y hace  caer  del  andamio  á un  albañil,  fracturándo- 
le tres  ó cuatro  costillas.  En  seguida  describe  una  riña  imaginaria,  y dirige  car- 
gos contra  los  agentes  de  orden  público,  por  no  haber  intervenido  en  la  chirri- 
chofa.  El  resto  se  confecciona  con  la  aparición  de  un  lobo  rabioso  en  las  monta- 
ñas, y alguna  amonestación  al  ayuntamiento  sobre  el  mal  estado  del  empedrado 
público.  Muchas  veces  falta  la  vida  del  santo  del  dia,  y el  gacetillero  audaz  hil- 
vana en  un  santiamén  los  hechos  y milagros  de  un  escogido  de  Dios,  confesor  y 
mártir,  bajo  el  imperio  de  ese  inicuo  de  Diocleciano,  que  tantas  almas  mandó  al 
cielo  bajo  su  despótico  reinado,  y no  pocas  hace  dar  á las  beatas  y devotos  un 
viaje  en  balde,  en  busca  de  indulgencias  concedidas  á los  que  rezaren  un  rosario 
delante  de  esta  ó aquella  imágen  milagrosa. 

Por  último,  á mal  venir  todos  tienen  el  recurso  de  pegarla  contra  la  mala  ca- 
lidad del  tabaco,  asunto  tan  ingeniosamente  tratado,  que  pudiera  hacerse  de  él 
una  interesante  enciclopedia  de  sátiras  y epigramas,  resultando  una  amena  mo- 
nografía para  estudio  de  los  ministros  de  Hacienda  y contratistas  de  tagar- 
ninas. 

Los  gacetilleros  de  las  capitales  de  Andalucía  son  maestros  sin  rivales  en  toda 
clase  de  trinos  noticieros,  y parece  que  tienen  olfato  de  podencos  para  conocerlos 
que  vienen  de  la  córte  y del  extranjero.  En  este  punto  en  todas  partes  cuecen  ba- 
bas, y á calderadas  donde  los  hombres  parecen  mas  sérios  y formales,  pues  hay 
periódico  inglés,  que  todos  los  años  escribe  nada  menos  que  un  artículo  de  fondo 
en  tono  grave  sobre  cierta  serpiente  marina,  que  aparece  periódicamente  con  el 
solo  objeto  de  dar  entretenimiento  á los  bañistas. 

Los  que  carecen  de  experiencia,  se  ven  expuestos  á caidas  como  la  de  cierto 
principiante  que  rabiaba  por  echarla  de  listo.  Hallándose  en  la  redacción  el  di- 
rector, llegó  un  amigo  suyo  que  entre  otras  cosas  dijo: 

— Por  fin  llega  boy  el  celebrado  y famoso  Pepe  Roquetas. 

— Pues  no  olvide  usted  de  anunciarlo  en  la  gacetilla, — observó  el  director. 

Al  dia  siguiente  apareció  un  párrafo  como  sigue: 

((Dárnoste  ¡a  bienvenida . Ha  llegado  á esta  capital  nuestro  querido  é ilustrado 
amigo  el  señor  don  José  Roquetas,  hospedándose  en  una  de  las  primeras  fondas. 
Reciba  nuestra  mas  cordial  bienvenida  y deseamos  nos  honre  por  largo  tiempo 
con  su  estancia  en  esta  ciudad.» 

El  tal  Roquetas  era  un  bandido  perseguido  hacia  tiempo  por  la  guardia  civil 
y que  en  efecto,  había  llegado  escoltado  por  esta  al  presidio  de  aquella  capital. 


450 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 

La  existencia  del  gacetillero  se  perpetuará  en  provincias,  así  como  está  desti- 
nado á desaparecer  en  la  córte.  La  sección  que  venia  á llenar  es  demasiado  ínfi- 
ma en  carácter  literario,  para  que  su  desempeño  se  confíe  á personas  de  mérito,  y 
cuando  esto  se  verifica,  el  gacetillero  pasa  rápidamente  á otras  secciones  mas  im- 
portantes del  periódico.  Por  otra  parte,  la  fórmula  autoritativa  del  plural  en  uso 
frecuente  y combinada  con  cierta  trasparencia  de  la  personalidad  del  escritor,  es 
una  mezcla  inconveniente  que  al  cabo  cede  en  descrédito  del  periódico. 


por  I).  Ricardo  Sepúlveda 


-A.ITT AR'O 


o es  ilusión.  Yo  he  leído  que  Madrid  tuvo  en  sus  mocedades 
una  vega  florida,  y en  esta  vega  hubo  un  sotillo , renombra- 
do por  sus  misterios,  donde  el  1.”  de  Mayo  se  celebraba  la 
fiesta  de  Santiago  el  Verde;  que  á esta  fiesta,  poetizada  por 
Lope,  Rojas,  Calderón  y otros  ingenios  de  la  villa,  acudían 
sin  excusa,  desde  el  monarca  basta  el  último  vasallo;  en  carroza  las 
reales  personas  y la  córte  con  las  damas  apergaminadas  ó de  mas 
pergaminos;  en  silla  de  manos  el  corregidor  y algún  abad  mitrado 
ó consejero  de  Castilla;  en  muía  señorial,  enjaezada  á la  morisca, 
los  hidalgos  de  gotera  y gente  moza  de  clase;  á pié  los  escritores  y 
artistas  de  la  calle  de  Cantarranas,  y en  jumentos,  formando  cua- 
drillas alborotadas,  los  vecinos  de  las  Vistillas,  del  Lavapiés,  de  la  Carrera  de 
San  Francisco  y barrios  adyacentes. 

Por  aquella  vega  pasaba  el  Manzanares,  rio  murmurador  é inquieto,  de  cor- 
tesanas aguas,  casi  navegables,  que  estuvo  pidiendo  puentes  para  darse  tono  en 
sus  crecidas,  basta  que  Tirso  le  tapó  la  boca  con  su  célebre  sátira: 


458 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


«No  os  corráis,  el  Manzanares; 

Mas  ¿cómo  podéis  correros, 

Si  llegáis  tan  despeado 
Y de  gota  estáis  muriendo?» 

Y,  sin  embargo,  es  fama  que  las  algas  del  rio  velaban  en  agosto  todos  los 
años  á mas  de  una  seductora  náyade,  y que  en  sus  orillas,  esmaltadas  de  marga- 
ritas y berros,  triscaron  los  rebaños  de  la  arcadia  madrileña.  ¡Qué  idilio  tan  pre- 
cioso si  lo  viéramos  boy! 

En  aquella  vega  y al  lado  de  aquel  rio  tuvieron  el  monarca  su  Casa  de  Cam- 
po, el  arzobispo  Sandoval  la  Moncha,  el  duque  de  Alba  la  Florida,  los  magnates 
sus  plácidos  retiros,  los  mayorazgos  sus  huertas  y jardines,  las  damas  su  parque 
del  alcázar  para  dejarse  ver  en  las  mañanitas  de  abril  y mayo,  los  bizarros  gala- 
nes una  tela  junto  á San  Francisco,  para  lucir  su  destreza  en  la  equitación,  en 
la  sortija  y en  el  arte  de  quebrar  lanzas  y rejoncillos,  tendiendo  un  toro  en  la 
arena  ó siendo  volteados  por  la  fiera.  Por  último,  el  alegre  y decidor  pueblo  de 
la  villa  tenia  para  su  solaz  la  Pradera  del  Corregidor  con  sus  célebres  verbenas, 
las  alamedas  y los  bosques  del  Manzanares,  la  fuente  de  la  Teja  y los  sotos  de 
Luzon,  de  la  Villa  y de  Migas-calientes . 

Para  que  nada  faltase  al  carácter  peculiar  de  aquellos  tiempos,  la  vega  del 
Manzanares  tuvo,  como  Córdoba  y Montserrat,  sus  ermitas  del  Angel,  de  San  Dá- 
maso, de  San  Antonio  de  la  Florida,  de  la  Virgen  del  Puerto  y de  San  Isidro, 
con  sus  praderas  adjuntas,  donde  cada  año  se  celebraban,  en  los  dias  del  Titular, 
las  romerías  bulliciosas  que  han  llegado  hasta  nosotros  palpitantes  de  interés  y 
de  atractivos. 

La  ermita  de  San  Isidro  existe  en  el  mismo  lugar. 

De  las  antiguas  posesiones,  de  aquellos  bosques,  alamedas  y jardines,  ¡pena 
me  da  decirlo!  apénas  se  conserva  vestigio.  Quedan  por  excepción  los  puentes  de 
Toledo  y de  Segovia,  luciendo  su  gallarda  estructura  sobre  el  cautivo  lecho  de  un 
rio,  que  se  ocultó  de  vergüenza  al  sentirse  humillado  por  las  lavanderas,  el  egre- 
gio Manzanares,  que  mojó  el  blanco  pié  de  la  Diana  de  Montemayor;  quedan  la 
Casa  de  Campo,  la  Moncloa  y la  Florida,  y ocupan  el  mismo  sitio  que  tuvieron 
antes  las  nuevas  ermitas  de  la  Virgen  del  Puerto  y San  Antonio  de  la  Florida. 

Pero  en  cambio  desaparecieron  las  mañanas  de  abril  y mayo  con  sus  intri- 
gas y galanteos,  la  lela  de  justar,  las  florestas,  viveros  y jardines. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


459 


Queda,  no  obstante,  y á esto  venia  á parar  con  esta  excursión  descriptiva,  la 
pradera  histórica  de  tupido  césped,  y en  ella  el  recuerdo  querido  de  las  zaraban- 
das, la  tradición  de  las  verbenas  y la  vistosa  y alegre  romería  que  el  pueblo  de 
Madrid  dedica  todos  los  años  á su  amado  patrón  el  glorioso  San  Isidro. 

Veamos,  antes  de  describirla  tal  cómo  es  actualmente,  lo  que  era  la  romería 
del  Santo  por  los  siglos  xvi  y xvii. 

Apenas  las  últimas  luminarias  de  la  albelda  de  San  Isidro  ocultaban  sus  des- 
tellos ante  el  brillante  resplandor  de  la  aurora  del  15  de  mayo,  el  ermitaño  que 
era  un  labrador  á la  usanza  del  tiempo,  medio  clérigo,  medio  seglar,  abría  la 
puerta  de  la  ermita,  en  cuyo  dintel  aguardaban  llenos  de  recogimiento  los  cape- 
llanes de  la  Virgen  del  Puerto  y San  Antonio  de  la  Florida,  encargados  de  decir 
las  primeras  misas;  algunos  mandaderos  de  los  conventos  de  monjas,  que  madru- 
gaban para  recoger  agua  de  la  fuente  de  la  Salud  en  sendas  botellas,  varios  her- 
manos de  las  órdenes  mendicantes  con  la  alforja  al  hombro  y el  borriquillo  al 
alcance  de  la  suave  vara  de  fresno,  dispuestos  á trasladar  á sus  santas  casas  el 
contenido  de  los  puestos  de  comestibles  y golosinas,  si  para  ello  dieran  licencia  los 
dueños;  beatas  madrugadoras,  á quienes  el  histerismo  místico  tenia  en  perpétuo 
insomnio;  algún  embozado  de  porte  altivo  con  la  nariz  al  viento  y la  flamberga 
levantando  por  detrás  los  pliegues  de  la  airosa  capa;  soldados  de  los  tercios  con 
licencia  y en  disponibilidad  á media  soldada,  algún  chulillo  trasnochado  de  vi- 
gía para  dar  el  alerta,  y una  turba  de  lazarillos  y granujas  como  el  que  sirvió  de 
tipo  á Velazquez  para  su  cuadro  del  Ciego , que  existia  en  Palacio,  en  el  despa- 
cho del  subsecretario  de  Ultramar. 

Entre  ocho  y nueve  bajaban  por  la  Cuesta  de  la  Vega  al  Campo  del  Moro  y 
la  Pradera  las  damas  mas  renombradas  de  este  Madrid,  que  en  todos  tiempos  ha 
sido  emporio  de  bellezas  femeninas,  unas  en  carrozas  doradas  con  blasones  aris- 
tocráticos y soberbios  corceles;  otras  en  muías  enjaezadas  según  el  estilo  del 
tiempo  de  Isabel  la  Católica,  otras  en  sillas  de  mano  con  las  cortinas  corridas  para 
evitar  el  polvo,  y otras  á pié  luciendo  ese  garbo  cadencioso  del  andar  español, 
que  es  la  desesperación  de  las  mujeres  nacidas  en  tierra  extranjera.  Los  lindos  y 
sigisveos  ocupaban  el  puesto  que  la  galantería  les  designaba,  sirviendo  á las  da- 
mas de  escuderos. 

A derecha  é izquierda  del  camino,  una  compacta  ñla  de  mendigos,  tullidos  y 
estropeados  demandaba  la  caridad  pública  con  tono  plañidero  y con  acento  gruñón 
y rudo,  porque  el  pobre  de  aquel  siglo  era  un  compuesto  de  mendigo  y bandido, 


460 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


que  así  pedia  limosna  en  latin  macarrónico  exclamando:  Facilofe  carilal&m,  como 
reclamaba  la  bolsa  en  castellano,  gritando  poco  mas  ó menos:  Boca  abajo  (odo  el 
mundo. 

Detrás  de  la  nobleza  venían  la  clase  media  y el  pueblo,  aquella  presidida  por 
estudiantinas  bulliciosas,  y este  por  comparsas  de  majos  que  tañian  guitarras, 
bandurrias  y mandolinas,  acompañadas  por  el  repiqueteo  de  los  crótalos  ó casta- 
ñuelas de  los  barrios  bajos. 

El  repostero  mayor,  no  de  palacio,  sino  de  la  pastelería  del  Mesón  de  Paredes, 
donde  Quevedo,  Cervantes,  Calderón  y Lope  acudían  con  frecuencia  á saborear 
los  hojaldres,  que  lian  llegado  hasta  nosotros  con  la  fama  literaria  de  la  casa, 
existente  aun,  había  esparcido  de  antemano  por  aquellos  campos,  á sus  depen- 
dientes cargados  de  empanadas  de  ternera,  de  cubilete,  de  picadillo  y almendra, 
de  huevos  hilados,  de  perdices  escabechadas,  de  conejos  y cabritos  asados  y de 
ropa  vieja  á la  castellana,  porque  en  aquel  entonces  dominábamos  todavía  en  Eu- 
ropa y no  había  menús  franceses  en  nuestras  meriendas. 

Tampoco  se  usaban  tiendas  de  campaña.  Bastaba  á las  necesidades  de  los  ro- 
meros el  puesto  de  viandas  con  el  tenderete  de  lona,  que  hacia  un  poco  de  som- 
bra, y para  merendar  ofrecía  espléndido  comedor  la  pradera  esmaltada  de  flores. 

Al  escucharse  el  toque  del  Angelus  en  el  convento  de  San  Francisco,  que  re- 
petían al  unísono  los  monasterios  de  Atocha,  San  Jerónimo  y Recoletos,  todos 
los  concurrentes  á la  romería  se  descubrían  piadosamente,  rezaban  la  oración,  y 
en  seguida,  formando  corrillos,  arreglaban  sus  mesas  campestres  sobre  el  mullido 
césped,  sirviendo  á veces  los  mantos  de  manteles,  y almorzaban,  comían  ó meren- 
daban, empezando  invariablemente  por  la  nacional  ensalada  de  lechuga  con  ce- 
bolla y huevos  duros.  El  peleón  de  Arganda,  la  ratafia  y el  hipo  eras  circulaban 
de  mano  en  mano  en  tazas  de  Alcorcon  ó en  vasos  de  cristal  y de  cuero.  Luego 
los  señores  bailaban  con  mucha  tiesura  la  zarabanda,  y el  pueblo  unas  seguidi- 
llas primitivas  parecidas  á las  liabas  verdes. 

Y al  toque  de  oración,  después  de  santiguarse  devotamente  todos  los  circuns- 
tantes, cada  cual  desfilaba  con  su  cada  cual  por  diferentes  caminos,  recalando 
pocos  en  el  corral  de  la  Pacheca,  que  solia  dar  este  dia  función  de  noche,  y yendo 
los  mas  á acostarse  rendidos  de  cansancio. 

Así  terminaba  la  fiesta  de  San  Isidro  en  los  siglos  pasados,  sin  escándalos  y 
sin  muertos.  No  se  conocía  la  navaia.  ; Dichosa  edad! 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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Ahora  es  el  pueblo  el  que  principalmente  frecuenta  la  histórica  pradera  del 
Manzanares,  y en  sus  escondrijos,  formados  con  tablas,  esteras  y desechos  de 
cortinas  ó telones,  se  atraca  de  buñuelos  freídos  á la  vista,  entre  nubes  de  humo 
y abundante  sudor,  ó se  administra  enormes  pedazos  de...  atún  en  escabeche  con- 
servado en  aguarrás,  vulgo  vinagre. 

Al  amanecer  empieza  el  movimiento  de  los  romeros  contemporáneos.  No  es  ya 
la  tradición  religiosa  ó la  devoción  al  glorioso  San  Isidro  la  que  conduce  á la  ma- 
yor parte:  es  el  deseo  de  divertirse  y cometer  toda  clase  de  locuras  casi  en  las 
barbas  del  Santo. 

Una  nube  de  carruajes  de  todos  los  tiempos  y procedencias,  desde  el  calesin 
carcomido  hasta  las  diligencias,  se  lanzan  á todo  escape  desde  la  Puerta  del  Sol, 
cuesta  abajo  por  la  de  la  Vega,  ó se  desbocan  desde  la  plaza  de  la  Cebada  y sus 
contornos,  por  la  fábrica  del  gas,  hasta  el  puente  de  Toledo  y ermita  de  San 
Isidro. 

El  jaleo  ñno,  que  se  arma  con  tal  motivo,  principia  desde  la  noche  anterior, 
en  que  acampan  en  la  pradera  los  fondistas,  buñoleros,  vendedores  y parientes 
de  la  tia  Javiera,  fia  de  todo  el  que  hace  rosquillas,  y matrona  á quien  siento  no 
haber  tenido  el  gusto  de  conocer,  aunque  solo  sea  por  la  inmensa  fama  que  lia  sa- 
bido conquistarse  con  su  buena  pasta.  Lo  mismo  me  sucedió  con  doña  Mariquita, 
otra  española  que  pasará  á la  posteridad  por  el  renombre  que  alcanzó  repartiendo 
mojicones  á todos  los  que  tomaban  chocolate  en  su  casa. 

Pues,  como  decia,  los  coches  son  tomados  por  asalto.  Se  oyen  en  ellos  dichos 
agudos,  frases  alegres,  algunas  capaces  de  enrojecer  las  mejillas  de  un  cabo  de 
gastadores;  corren  de  mano  en  mano  botas  de  lo  tinto,  y entre  el  chasquido  de  la 
fusta  y los  votos  del  mayoral,  que  no  cota  nunca  mas  que  á sus  caballerías,  al- 
gún Tenorio  moderno  aprovecha  los  instantes  de  algazara  para  hablar  al  oido  á la 
linda  vecina,  que  la  tiene  casi  cosida  al  chaquet  (tan  estrechos  están  los  asientos), 
y la  pobre  muchacha  se  pone  tan  sofocada,  que  parece  que  la  va  á dar  algo. 

Durante  el  camino  es  á cada  instante  mas  variada  la  colección  de  tipos  (pie. 
á pié  y en  coche,  se  dirigen  á la  pradera.  Parejas  mas  ó menos  amarteladas,  111a- 
más  mas  ó menos  gordas...  de  vista,  grupos  de  jóvenes  solteras  mas  ó menos  cur- 
sis, forasteros  mas  ó menos  incautos,  y una  procesión  de  pobres,  ciegos,  cojos, 

TOMO  I.  58 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 

mancos  y fenómenos  de  la  naturaleza,  todos  ellos  mas  ó menos  artificiales.  Es  de- 
cir, <|ue  en  el  camino  y en  la  romería  hay  sus  mas  y sus  menos. 

Una  vez  en  la  pradera  es  verdaderamente  magnífico  el  espectáculo  cpue  allí  se 
ofrece,  sin  contar  el  de  las  innumerables  tiendas  de  vinos  ó linos,  que  de  todo  se 
lee  en  el  tránsito.  Infinidad  de  puestos  de  comestibles  y bebeslibles ; de  juguetes 
v figuras  de  barro;  de  buñuelos  y leche  de  ¡as  Navas;  fondas  con  su  mesa  redon- 
da, que  siempre  es  cuadrada;  entoldados  para  bailes  sérios  (no  sé  cómo  se  baila 
en  serio);  mucho  Tío  Vivo,  y algún  lio  muerto  en  riña,  como  suele  suceder;  ver- 
sos en  algunas  muestras;  la  iglesia  llena  de  gente  risueña,  y el  cementerio  inva- 
dido por  secciones  de  ambos  sexos  que  no  guardan  toda  la  compostura  debida;  la 
fuente  de  la  Salud  atestada  de  devotos  y devotas,  que  esperan  obligar  al  novio  á 
(pie  se  case  pronto  bebiendo  un  vasito,  con  lo  cual  consiguen  tener  un  marido 
'pasado  por  agua;  escamoteos  dignos  de  Macallister;  parejas  misteriosas  tomando 
en  un  café  la  clásica  tostada;  mucha  gente  de  bronce  dispuesta  á armar  una 
bronca  por  si  te  miró  ó le  miraste...;  varias  meriendas  sobre  la  empolvada  alfom- 
bra; innumerables  botijos,  grandes  y chicos,  de  los  que  hacia  el  Santo  cuando  era 
niño;  mucho  señorito  pitando;  mucho  baile  campestre  y...  algún  agente  munici- 
pal (que  también  se  suele  ver  alguno).  Hé  aquí  condensado  en  pocas  palabras 
todo  cuanto  se  observa  al  primero  y segundo  golpe  de  vista  en  esa  animada  zam- 
bra española  que  se  llama  la  romería  de  San  Isidro. 

Después...  cuando  llega  la  noche,  y sin  que  ninguno  de  los  romeros  se  baya 
apercibido  de  si  lia  sonado  el  toque  del  Angelus  ó el  de  Oraciones,  los  concurren- 
tes regresan  á sus  bogares,  ellas  con  los  vestidos  rotos  y las  mejillas  encendidas; 
ellos  con  el  sombrero  hácia  atrás  y deshecho  el  lazo  de  la  corbata;  todos  con  los 
bolsillos  llenos  de  golosinas,  las  manos  ocupadas  con  botijos  y flautas,  y algunos 
con  el  estómago  inundado  de  zumo,  que  les  obliga  á caminar  en  línea  curva  cons- 
tantemente. 

Por  último,  la  navaja,  que,  como  ya  be  dicho,  antiguamente  brillaba  por  su 
ausencia,  brilla  ahora  de  vez  en  cuando  para  esconderse  en  el  pecho  de  algún 
contrario. 

Otros  tiempos  requieren  otras  costumbres. 


por  T).  Juan  de  Dios  de  la  Rada  y Delgado. 


lando  van  desapareciendo  con  la  adopción  de  trajes  y costum- 
bres extranjeras,  los  tipos,  costumbres  y trajes  nacionales  que 
conservan  la  historia  viva  y elocuente  de  nuestro  pasado,  de- 
ber de  los  que  se  dedican  á los  estudios  históricos  es  procurar 
conservarlos,  así  en  las  páginas  del  libro  como  del  periódico  y 
del  folleto,  para  que  queden  consignados  de  una  manera  permanente 
por  medio  del  admirable  descubrimiento  de  Guttemberg,  que  hace 
vuelen  las  ideas  á través  de  los  siglos  y de  las  distancias,  como  las  se- 
millas de  las  plantas  que  cruzan  el  espacio  impulsadas  por  los  vientos 
de  la  Providencia. 

Penetrados  de  este  pensamiento,  hemos  dado  ya  á conocer  en  otras  poblacio- 
ciones  diversos  tipos  y costumbres  españoles,  y en  el  presente  artículo  intenta- 
mos bosquejar  las  que  se  refieren  á las  montañas  de  León,  apénas  conocidas  y me- 
nos estudiadas  por  nuestros  escritores. 


404 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Empecemos  por  el  estudio  de  los  trajes. 

Murías  de  Paredes,  comarca  la  mas  riscosa  de  la  provincia,  con  sus  célebres 
y fragosas  montañas  de  Babia,  en  los  confines  de  Asturias,  ofrece  con  los  trajes 
que  visten  sus  naturales,  importante  enseñanza  por  lo  que  respecta  ñ la  influen- 
cia que  entre  sí  ejercen  mútu amente  pueblos  vecinos  y otros  aunque  lejanos,  vi- 
sitados frecuentemente  por  los  lujos  del  país.  Las  continuas  emigraciones  de 
aquellos  montañeses  á Extremadura,  bien  se  nota  en  el  traje  de  los  hombres  com- 
puesto de  calzón  bombacho,  botas  de  cuero  á la  andaluza  bajo  el  calzón,  grueso 
blanco  zapato,  faja  de  grana,  chaleco  generalmente  azul,  chaqueta  corta  negra  y 
sombrero  bajo  de  ala  ancha,  galoneado  de  terciopelo,  con  dos  gruesas  motas  de 
seda  en  la  copa  y en  la  vuelta  del  lado  izquierdo;  así  como  la  influencia  de  las 
provincias  asturianas  en  el  traje  de  las  mujeres  compuesto  de  largo  zagalejo  de 
vuelta  cumplida,  blanco  chapín  abrazando  hasta  la  mitad  de  la  pierna  y abarcas, 
madreñas  ó zapatos  gruesos,  graciosísimo  dengue  ó paletina  corta,  sujeta  atrás 
sobre  la  cintura,  airosas  trenzas  de  pelo  que  bajan  hasta  la  mitad  del  rodado  ó 
zagalejo,  escapándose  bajo  un  pañuelo  de  flores  atado  airosamente  á la  cabeza; 
sendas  arracadas  y gargantilla  con  una  cruz,  cayendo  sobre  el  pecho,  emblema 
de  la  cristiana  y salvadora  creencia  profundamente  arraigada  por  fortuna  entre 
aquellas  honradas  montañesas,  altas,  garridas,  ligeras  y de  blanca  tez,  (pie  en- 
medio de  sus  jarales  y casi  continuas  nieves,  viven  consagradas  á las  faenas  do- 
mésticas, y al  cuidado  de  sus  hijos,  separadas  muchos  meses  de  sus  esposos,  que 
buscan  en  Extremadura  trabajo,  ó venta  para  sus  ganados. 

Pero  no  hay  uniformidad  en  los  trajes  de  todas  las  comarcas  de  las  montañas 
leonesas.  Calzón  negro  y alto  botín,  chaqueta  oscura  de  paño  y sombrero  análago 
á los  de  Murías,  visten  los  cabreros  riañeses,  mientras  sus  mujeres  llevan  basquina 
corta,  generalmente  de  color  verde,  corpiño  azul  ceñido,  dengue  encarnado,  co- 
lonias, ó cintas  que  caen  por  detrás  de  la  cintura,  y blanco  pañuelo  sujetando  el 
cabello  prendido  con  seductora  coquetería. 

Los  riberianos  del  Orbigo,  visten  sayo  abierto,  doble  chaleco  de  terciopelo  con 
adornos  en  los  ojales  y botonadura  de  cadena;  calzón  con  fuertes  botones  de  me- 
tal,  media  blanca  y polainas,  y en  la  cabeza  una  montera  de  paño  á manera  de 
casco  con  vueltas  de  terciopelo.  Análogo  el  traje  de  las  mujeres  á los  de  las  ma- 
ragatas,  consiste  en  corto  guardapiés  negro  galoneado  de  terciopelo;  manera  bor- 
dada de  lo  mismo,  corpiño  generalmente  grana  con  filete  negro  sujeto  con  dos 
corchetes  que  se  extienden  de  uno  á otro  lado  del  pecho,  collarada  y arracadas, 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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camisas  de  prolijos  bordados,  pelo  en  trenzas,  y delantal  con  lujosas  labores.  Los 
de  la  comarca  de  la  Bañeza,  principalmente  los  riberianos  del  Eria,  cercano  de 
Teca,  llevan  sayo  como  los  de  Orbigo,  aunque  menos  ajustado,  y el  chaleco  que 
llaman  apretador,  cierra  á la  mitad  del  pecho  para  que  luzca  la  camisa  rizada  en 
menudos  pliegues,  y el  cabezón  ó cuello  laboreado  con  prolijidad.  Ancho  ceñidor 
de  cuero  oculta  la  trincha  del  calzón  y el  arranque  del  apretador,  y termina  el 
traje  una  pequeña  montera,  sujetando  la  garnacha  que  cae  á la  espalda,  dejando 
escapar  rizados  mechones  de  pelo  sobre  las  sienes.  Las  desposadas  de  esta  región 
leonesa  visten  especial  y vistoso  traje,  que  consiste  en  corto  rodado  de  color  ge- 
geralmente  verde  oscuro  ribeteado  de  terciopelo,  justillo  de  brocado  ó de  otra  tela 
análoga,  jubón  de  paño  negro  que  deja  entreveer  la  camisa  de  minuciosos  borda- 
dos; taca  blanca  de  lino,  que  después  de  sujetar  el  pelo,  cogido  en  pequeños  ri- 
zos, forma  un  ligero  rastrillo,  cayendo  luego  en  anchos  pliegues  sobre  la  espalda, 
largos  pendientes,  preciosa  collarada,  y una  elegante  monterina  encima  de  la  toca. 

Alto  y ancho  monleron,  con  caras  de  terciopelo  y motas  á los  extremos  y ador- 
nado en  el  casco  por  galones,  dan  al  tocado  que  lleva  el  verciano  el  aspecto  de 
una  especie  de  mitra.  Larga  chaqueta,  chaleco  oscuro,  ancha  camisa,  calzón  ne- 
gro bajo,  botin  blanco  de  franela  con  botones  á los  lados,  media  igualmente  blanca 
y gruesos  zapatos,  forman  el  traje  de  los  del  distrito  de  Ponferrada  del  Yierzo,  en 
sus  regiones  próximas  al  renombrado  Sil,  de  arenas  de  oro,  que  corre  por  sus  es- 
trechas y engargantados  oteros  y sus  ásperas  fragas.  Bajo  y airoso  rodado,  corpi- 
ño  de  seda,  en  las  mas  ricas  de  vivos  colores,  predominando  generalmente  el  ver- 
de, sujeto  al  pecho  con  trenzas;  largos  cálamos,  grandes  aretes,  pequeña  cruz  al 
cuello,  holgadas  y blancas  mangas  sujetas  á la  muñeca,  y una  tira  roja,  colocada 
á la  manera  italiana,  constituyen  el  airoso  traje  de  sus  compañeras  las  villafran- 
quinas  del  Yierzo,  próximas  al  rio  Burlica  que  fertiliza  aquella  región. 

Los  que  viven  en  los  partidos  de  Sahagun  y Valencia,  dedicados  á la  ganade- 
ría y en  contacto  por  lo  tanto  con  las  comarcas  andaluzas  y extremeña,  visten 
calzón  pardo,  medias  y zapatos  blancos  con  lazos  azules,  chaleco  de  pana  azul 
turquí,  botonadura  de  cadena  y forro  de  lana  roja,  chaqueta  parda  y corta  al  hom- 
bro, fina  camisa  y á la  cabeza  un  pañuelo  á medio  ceñir  con  las  puntas  colgan- 
do. Sus  compañeras  llevan  basquiña  regularmente  de  seda,  de  vivos  colores, 
pañuelo  blanco  sobre  corpiño  de  terciopelo  negro,  con  alamares  de  plata  en  las 
mangas  y otro  pañuelo  á la  cabeza  caido  sobre  los  hombros  con  bordados  de  flores 
grandes,  completando  el  traje  ricos  pendientes,  medias  caladas  v zapato  bajo. 


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I.OS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


De  propósito  liemos  dejado  para  lo  último  á los  maragatos,  pues  estos  forman 
como  una  región  separada  dentro  de  la  misma  provincia  de  León,  con  especiales 
costumbres,  que  no  son  las  que  nos  proponemos  describir.  Indicaremos,  sin  em- 
bargo, que  el  traje  de  los  maragatos  mucho  mas  conocido  que  los  anteriores,  con- 
siste en  amplio  sombrero  chambergo,  saya  ó almilla  recordando  los  antiguos  co- 
letos, amplísimos  bragos  y altos  zapatos  blancos  sobre  medias  siempre  oscuras. 
Mas  original  el  de  la  maragata  y mucho  menos  conocido,  fuera  de  aquellas  re- 
giones, consiste  en  ancho  tunicon  blanco,  sujeto  con  hombreras  de  mucho  vuelo 
á los  costados  y que  forma  amplios  pliegues  desde  la  cintura  hasta  el  ruedo:  dos 
grandes  mandiles  ó delantales  cubren  la  falda  delantera  y la  posterior,  bordadas 
con  prolijas  labores,  cuyos  ceñidos  mandiles  se  tejen  al  propósito;  justillo  con 
mangas  abiertas  bajo  el  hombro,  sujetándose  con  cordones  que  llaman  agujetas, 
abrigan  escasamente  el  robusto  brazo  por  la  parte  superior  y dejan  lucir  las  an- 
chas mangas  del  camisón,  una  collarada  de  gruesos  corales  intercalados  de  gran- 
des y pesados  relicarios,  pasadores  imitando  bellotas  y muchas  medallas  con  san- 
tos de  plata,  sobredorada  ordinariamente,  cubren  cuello  y pecho;  y arracadas  del 
mismo  gusto  y el  pelo  partido  en  trenzas  con  lazos,  que  dicen  escachas,  comple- 
tan  el  vistoso,  aunque  abigarrado  traje,  acaso  el  de  mas  antigua  alcurnia  que  se 
conoce  en  España. 

Tales  son  los  principales  datos  indumentarios  que  el  estudio  de  aquellas  his- 
tóricas comarcas  nos  ofrece.  Veamos  ahora  algunos  rasgos  propios  de  las  tradicio- 
nales costumbres  de  sus  naturales,  que  se  conservan,  sino  en  la  capital  y pueblos 
cercanos,  en  las  vecinas  montañas. 

II 

Hospitalarios  como  las  antiguas  tribus  de  Oriente,  jamás  se  hallan  cerradas 
las  puertas  de  estos  montañeses  para  el  forastero,  el  cual  recibe  de  sus  honrados 
huéspedes  todo  género  de  obsequios,  prodigados  con  el  mayor  cariño  y la  mas  en- 
cantadora sencillez. 

Y no  haya  miedo  de  que  las  tristes  noches  del  invierno  le  hagan  pesadas  las 
horas  que  tenga  que  pasar  entre  los  francos  y espansivos  montañeses.  Durante 
estas  noches  se  reúnen  las  mujeres  en  la  casa  mas  espaciosa  del  lugar,  donde  hi- 
lan su  copo  de  finísima  lana  merina,  mientras  ameniza  aquel  //laudan  (como  se 
llaman  estas  tertulias  ó reuniones)  historias  y cuentos  maravillosos,  narrados  por 
las  mas  ancianas  con  encantadora  ingenuidad  v buena  fé. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


407 


Los  pocos  hombres  que,  durante  esta  cruda  estación,  no  lian  abandonado  sus 
hogares  para  llevar  sus  ganados  á los  abundosos  pastos  de  las  praderas  extreme- 
ñas, acuden  al  fin  de  la  velada,  que  termina  por  lo  general  con  alegres  danzas  y 
cantares. 

Separados  al  principio  en  dos  hileras  mozos  y mozas,  bien  pronto  se  mezclan 
y confunden  en  resueltos  y animados  giros,  mientras  repiquetean  las  castañuelas 
entre  los  hábiles  dedos  de  los  bailarines,  y los  que  descansan  ó miran  la  danza 
sin  tomar  parte  en  ella  entonan  sendas  coplas  con  dulce  melodía,  que  así  partich 
pan  del  sentimiento  y apasionada  languidez  de  las  andaluzas,  como  de  la  vague- 
dad y ternura  de  las  alemanas  é irlandesas. 

La  letra  de  estos  cantos  que  nadie  les  enseña,  que  componen  y modelan  como 
el  ruiseñor  sus  trinos  en  la  misteriosa  y poética  enramada,  sin  otro  maestro  que 
la  naturaleza  y Dios,  están,  lo  mismo  que  su  música,  tan  llenas  de  armonía  y de 
pensamientos  delicados  y tiernos,  que  no  podemos  resistir  al  deseo  de  copiar  aquí 
alguna  de  ellas. 

Véase  de  qué  manera  pinta  un  amante  la  firmeza  de  su  bien  amado: 

Eres  como  el  ave  Fénix, 

Que  cuando  muere  renace: 

Fuego  de  amor  en  tu  pecho 
Hay  siempre  sin  apagarse. 

¡Cuánta  resignación,  cuánto  amor  y cuánta  grandeza  encierra  la  siguiente! 

Corazón  que  sufre  y calla 
No  se  encuentra  donde  quiera: 

No  hay  corazón  como  el  mió 
Que  sufre  y calla  su  pena. 


Como  muestra  de  amorosa  galantería,  merece  el  honor  de  citarse  la  siguiente 
que  no  desdeñaría  el  mas  delicado  cortesano: 

Tus  cejas  son  medias  lunas, 

Y tus  ojos  dos  luceros, 

Que  alumbran  de  noche  y dia 
Siendo  mas  que  los  del  cielo. 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


468 

¿Y  esta  otra  seguidilla? 

El  que  estrellas  estudia 
Vé  su  destino; 

Y yo  estudio  en  tus  ojos 

Por  ver  el  mió. 

¡Qué  triste  convicción  y cuán  apenado  amor  revela  aquella  otra  que  dice  con 
no  menos  gallardía! 

— ¿Qué  son  celos? — pregunta 
Un  hombre  sábio. 

Y un  rústico  le  dice: 

— ¡ Ama,  y sabráslo! 

¡ Y qué  idea  tan  original  de  la  esperanza  encierra  esta  otra ! 

Es  la  esperanza  un  árbol 
El  mas  frondoso, 

Y de  sus  bellas  ramas 
Dependen  todos. 

Necesario  seria  escribir  una  obra  entera,  si  hubiéramos  de  ir  copiando  las  be- 
llezas que  se  encuentran  en  aquel  tesoro  de  popular  poesía  que  por  doquier  se 
halla  en  las  montañas  de  León. 

III 

Pero  las  tristes  noches  del  invierno  han  pasado,  y con  la  cercana  primavera 
van  siendo  menos  frecuentes  las  animadas  monterías,  para  cuya  dirección,  duran- 
te la  temporada  de  las  nieves,  se  nombra  todos  los  años  en  concejo  un  funciona- 
rio con  el  título  de  juez  de  caza. 

Ya  vuelven  los  montañeses  con  sus  ganados  al  seno  de  sus  familias.  Las  mu- 
jeres, los  niños  y los  viejos,  apoyados  en  los  mozos  que  quedaron  en  la  aldea  para 
cuidar  de  la  escasa  labor,  salen  á recibir  á los  que  arrojaron  de  sus  hogares  las 
primeras  ráfagas  del  helado  cierzo.  Gritos  de  júbilo  de  los  amantes,  bendiciones 
de  las  madres,  cariñosos  abrazos  de  las  esposas,  infantiles  voces  repitiendo  con  ese 
encanto  indefinible,  que  solo  conocen  los  que  tienen  la  dicha  de  serlo,  el  nombre 
de  sus  padres;  y todo  esto  mezclado  con  el  amoroso  quejido  de  los  perros,  que  se 
deshacen  en  caricias  al  encontrar  á sus  amos,  y los  alegres  balidos  de  las  ovejas 
al  ver  los  verdes  y nativos  prados,  forman  tan  deliciosos  cuadros  de  tierna  é iuo- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


469 


cente  dicha,  que  nunca  iguales  pudieron  idearlos  los  mejores  poetas  bucólicos,  ni 
el  diestro  pincel  del  pastoril  Albano. 

La  noche  de  la  llegada  hay  baile  y cena  opípara,  con  tan  sencillos  como  lim- 
pios y abundantes  manjares;  y es  de  ver  en  ellos  á las  mujeres,  luciendo  con  en- 
cantadora vanidad  la  joya  ó el  recuerdo  que  de  lejanas  tierras,  trajo  el  marido  ó el 
amante. 

Pero  empecemos  á hablar  de  la  hospitalidad,  que  no  es  de  olvidar  una  cos- 
tumbre tan  agradable  como  las  demás  que  llevamos  descritas. 

La  noche  del  dia  en  que  llega  un  forastero,  recibe  este  lo  que  llaman  el  bei- 
che,  que  no  es  otra  cosa  que  una  especie  de  serenata  con  baile  al  son  de  panderetas 
y castañuelas,  haciéndole  tomar  parte  en  la  animada  fiesta,  y corriendo,  sino  lo 
acepta,  peligro  de  someterse  á los  cacliarrones , que  á compás  recibe  de  las  ro- 
bustas manos  de  las  mas  garridas  mozas. 

Tras  el  baile,  lo  obsequian  con  feimelos  (especie  de  buñuelos  y natas),  y la  no- 
che de  su  marcha  le  despiden  de  la  misma  manera,  á lo  que  llaman  dar  el  gueiso. 

Durante  la  estación  del  verano  suben  los  montañeses  con  sus  ganados,  porque 
aprovechan  los  pastos  de  las  altas  cumbres;  y en  este  tiempo  habitan  en  unas  ca- 
setas, llamadas  brañas,  que  adornan  cuidadosamente  con  frescos  ramos,  teniendo 
siempre  para  obsequiar  al  viajero  feimelos  y natas,  presentados  en  limpios  mante- 
les con  sabroso  pan  y cubiertos  de  boj,  primorosamente  labrados  por  los  esposos  ó 
por  los  amantes. 

De  tiempo  en  tiempo  suelen  abandonar  las  brañas  para  acudir  á las  romerías, 
animadas  fiestas,  en  que  después  de  rezar  como  buenos  cristianos  al  milagroso  y 
devoto  santo,  se  extienden  por  la  cercanas  praderas  del  Sanhiano,  adornados  todos 
ellos  con  sus  mejores  vestidos  de  fiesta  y viéndose  por  donde  quiera,  ya  bullicio- 
sas danzas,  ya  respetables  curas  á quienes  no  haya  miedo  que  al  pasar  dejen  de 
saludar  descubriéndose  con  la  mayor  reverencia,  ya  en  los  sobrados  potros  alegres 
caballeros  llevando  á la  manera  andaluza  á su  adorada  á las  ancas;  ó mas  allá  los 
robustos  mozos  del  concejo  ejercitándose  en  la  carrera  ó al  tiro  de  barra,  por  al- 
canzar de  manos  de  una  montañesa  de  fresca  tez  y adormecidos  ojos,  los  bollos  ó 
fruta  que  le  guarda  como  premio  del  vencimiento. 

Las  costumbres  de  los  montañeses  de  León,  que  dejamos  apuntadas,  que  con 
escasas  variantes  son  las  de  todo  el  país,  toman  la  fisonomía  propia  de  aquella  an- 
tigua comarca,  tan  pintoresca,  tan  gloriosa,  tan  poética  y tan  olvidada. 

59 


TOMO  I. 


por  D.  Pedro  Arnó. 


^4  t / 

- Ag  escenas  de  la  vida  íntima  de  la  República  Argentina, 
llevan  un  sello  de  originalidad  y de  sencillez  primitiva, 
que  al  contemplarlas  la  imaginación  se  remonta  sin  es- 
fuerzo á los  tiempos  bíblicos. 

Las  ciudades  del  litoral,  como  Buenos  Aires,  San  Ni- 
colás y Rosario  de  Santa  Fé,  son  emporios  comerciales  á la  manera 
que  lo  eran  en  remotas  edades  Tiro,  Sidon  y Biblos;  y las  llanuras 
interiores  están  cubiertas  de  ganados  y pastores,  como  lo  estaban  an- 
tiguamente las  regiones  cananeas,  los  desiertos  de  la  Arabia  y las 
dilatadas  márgenes  del  Tigris  y del  Eufrates. 

La  inmensidad  de  las  pampas  argentinas,  y en  especial  la  pro- 
vincia de  Buenos  Aires,  cubiertas  de  esmeralda  y bañadas  con  los  vividos  cam- 
biantes de  la  luz  de  su  esplendoroso  cielo,  se  vén  salpicadas  del  vellón  de  la  man- 
sa oveja.  El  buey  pace  tranquilo  por  manadas  innumerables,  abandonado  á la 
intemperie;  pero  protegido  por  las  dulzuras  de  un  clima  benigno.  El  rancho,  que 
es  la  choza  del  pastor,  ofrece  al  viajero  aquella  hospitalidad  que  los  antiguos  con- 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


471 


virtieron  en  precepto  religioso,  y el  ornbú  corpulento  y solitario  proyecta  al  lado 
de  la  clioza  su  sombra  bienhechora,  para  templar  los  rayos  de  un  sol  abrasador. 

El  pastor  de  la  Arcadia  entretenia  sus  ocios  campestres  con  las  modulaciones 
de  la  flauta  primitiva,  mientras  retozaba  la  oveja  y la  trepadora  cabra  escalaba 
los  riscos;  y el  campesino  americano  tañe  la  española  guitarra  acompañando  un 
cielito  ú otras  canciones  indígenas,  que  á pesar  de  su  monotonía  tienen  un  aire 
de  ternura  melancólica  é indefinible. 

Apénas  habrá  en  el  mundo  otra  región  mas  propia  que  aquella  para  el  jiasto- 
reo.  Constituye  una  llanura  unida  y casi  nivelada  con  un  imperceptible  declive 
de  noroeste  á sudeste,  que  hace  deslizar  suavemente  las  aguas.  Estas  se  pierden 
muchas  veces  antes  de  terminar  su  curso,  infiltrándose  en  el  terreno.  Los  pastos 
naturales  brotan  allí  con  fuerza  y cubren  en  toda  su  extensión  el  territorio  pam- 
peano, que  se  dilata  en  todos  sentidos  por  centenares  de  leguas,  como  la  inmensi- 
dad del  mar.  Toda  la  llanura  está  salpicada  de  pequeñas  lagunas  ó depósitos  de 
aguas,  que  sirven  de  naturales  abrevaderos  á los  animales. 

Algunas  de  esas  lagunas,  como  las  Encadenadas,  toman  las  proporciones  de 
un  lago,  y no  falta  alguna  que  otra  de  agua  salada,  como  la  mar  Chiquita,  don- 
de se  cría  en  abundancia  el  pejerrey  y la  curbina  negra,  que  dan  vida  á alguna 
colonia  de  pescadores,  á la  manera  que  el  mar  Muerto  alimentaba  aquellos  hu- 
mildes grupos  entre  los  cuales  Jesús  eligió  sus  primeros  y predilectos  discí- 
pulos. 

Los  países  pastores  sienten  poco  la  necesidad  de  las  modernas  vías  de  comuni- 
cación. La  riqueza  que  producen  camina  por  sí  misma,  y atraviesa  cómodamente 
las  praderas  naturales,  cuyo  derecho  de  propiedad  se  halla  apénas  bosquejado. 
«Las  vacas,  decia  en  cierta  ocasión  el  original  escritor  argentino  Sarmiento,  son 
frutas  de  cuatro  patas.»  El  camino  les  sirve  á la  vez  de  comedero.  El  pastor  se  vé 
obligado  á llevar  una  vida  semi-errante  en  busca  de  nuevos  pastos  y abrevaderos, 
á medida  que  éstos  se  agotan,  ó que  sus  ganados  se  multiplican,  ó cuando  vienen 
años  de  sequía.  Los  animales  de  carga  deben  estar  siempre  dispuestos  para  trans- 
portarle con  su  familia  y su  ajuar  á través  de  los  desiertos,  donde  apénas  se  en- 
cuentra una  que  otra  huella  casi  borrada  de  algún  otro  caminante. 

En  tiempo  de  los  patriarcas,  el  asno  era  á la  vez  la  cabalgadura  y la  acémila 
de  aquellos  pastores  que  llegaron  á titularse  reyes  por  su  riqueza  móvil,  sus  sier- 
vos y sus  alianzas,  sin  considerarse  sin  embargo  dueños  del  suelo  que  ocupaban. 
Los  árabes  y los  africanos  se  servían  y aun  se  sirven  del  camello,  animal  sobrio 


472 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


y resistente,  propio  para  atravesar  los  ardientes  desiertos  donde  moran  aquellos 
pueblos. 

En  América  el  asno  y el  camello  son  reemplazados  por  el  caballo.  La  inmen- 
sidad de  la  llanura,  la  blandura  del  suelo,  los  pastos  abundantes  y la  distribución 
de  las  aguadas,  hacen  al  país  admirablemente  dispuesto  para  servir  de  teatro  á la 
fogosidad  del  noble  bruto,  digno  presente  que  hizo  á la  América  un  pueblo  guer- 
rero y conquistador. 

Así,  los  pastores  argentinos  cruzan  en  todas  direcciones  los  dilatados  horizon- 
tes en  veloces  corceles.  Los  niños,  desde  su  mas  tierna  edad,  son  consumados  ji- 
netes, y apénas  hay  mujer  argentina  que  no  pueda  competir  en  destreza  hípica 
con  las  antiguas  amazonas,  que,  según  Herodoto,  habitaban  las  regiones  de  la 
Escitia. 

El  caballo  se  cria  allí  en  la  mayor  libertad.  Su  naturaleza  bravia,  que  seria  el 
espanto  del  hombre  civilizado,  es  sometida  y domeñada  por  el  indígena  sin  mas 
fuerza  que  la  de  su  brazo,  sin  mas  artificio  que  la  de  su  agilidad  corporal,  y sin 
mas  instrumento  que  su  astucia  y energía. 

En  esta  lucha  que  emprende  el  hombre  cuerpo  á cuerpo  contra  un  animal  sal- 
vaje, cuatro  ó seis  veces  mas  fuerte  y corpulento,  se  vé  resaltar  verdaderamente 
la  inmensa  superioridad  del  sér  racional,  aun  abandonado  casi  á sí  mismo,  y sin 
las  influencias  de  la  educación,  ni  el  auxilio  de  los  medios  y refinamientos  que  la 
civilización  ha  inventado. 

Los  historiadores  han  tratado  de  resolver  hipotéticamente,  de  qué  modo  en  los 
tiempos  prehistóricos  el  hombre  sometería  los  animales  á su  dominio  y establece- 
ría sobre  ellos  tal  imperio,  que  ha  dado  por  resultado  que  hoy  sean  sus  dóciles 
instrumentos  y sus  amigos  fieles,  sirviéndole  de  cooperadores  en  sus  mas  grandes 
empresas.  No  hay  que  devanarse  tanto  los  sesos.  En  cualquier  establecimiento  de 
campo  de  la  república  Argentina,  ese  problema  histórico  se  resuelve  diariamente 
á la  luz  del  sol. 

Es  aquella  una  lucha  superior  á las  del  circo  romano  y á las  de  nuestras  pla- 
zas de  toros.  El  mas  consumado  artista  ecuestre  tiene  allí  que  admirar.  El  doma- 
dor argentino  ejecuta  sus  operaciones  con  la  estoica  indiferencia  del  que  desem- 
peña sus  ordinarias  tareas.  Viste  el  traje  característico  del  país.  Con  su  'poncho  al 
hombro,  su  holgado  chiripá  y su  tirador  chapeado  en  la  cintura,  presenta  un  as- 
pecto por  demás  vistoso. 

Lleva  su  pié  desnudo,  ó calzado  con  botas  de  potro  al  natural,  y cubre  su  ca- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


473 


beza  el  sombrero  negro  de  anchas  alas  con  barbiquejo.  El  facón,  especie  de  ma- 
chete ó cuchillo  grande,  forma  su  arma  inseparable,  que  le  sirve  para  el  ataque 
y la  defensa;  desempeña  el  papel  de  cubierto,  para  comer  en  corro  el  asado  desde 
el  mismo  asador  clavado  en  el  suelo,  y le  auxilia  en  todas  las  faenas  domésticas. 
La  manea  le  sirve  de  rebenque  ó látigo,  y el  lazo  forma  parte  inseparable  de  los 
arreos  de  su  caballo. 

Llegado  el  momento  de  poner  manos  á la  obra,  de  un  brinco  monta  en  su 
i mancarrón , donde  queda  como  clavado,  sueltan  el  potro  indómito  de  sangre  h ir— 
viente,  y se  lanza  tras  él  á la  carrera  blandiendo  el  lazo,  sujeto  á la  cincha  por 
uno  de  sus  extremos.  Con  su  mirada  penetrante  domina  la  distancia  y el  empuje 
del  bruto  que  va  á domeñar,  y arroja  á través  del  espacio  el  lazo,  cuyos  círculos 
se  abren  y extienden  para  dejar  caer  el  último  manojo  sobre  el  fugitivo  animal. 
Enrédase  el  lazo  entre  sus  piernas,  revuélvese  el  bruto,  arrastra  este  en  su  empu- 
je al  domador  y su  cabalgadura,  que  extreman  la  resistencia,  y por  fin,  apretado 
el  lazo  por  su  misma  tensión,  impide  el  movimiento  del  potro  y le  obliga  á echar- 
se al  suelo. 

En  este  estado,  ha  llegado  ya  el  momento  supremo.  El  domador  se  apea,  con- 
servando la  tensión  del  lazo  para  que  el  potro  no  pueda  levantarse;  pone  á este  su 
cabestro,  que  á veces  es  de  cuerda  hecha  de  tiras  de  cuero,  y se  sienta  en  el  lomo 
del  bravio  animal,  que  en  medio  de  la  sujeccion  empieza  á dar  muestras  vivas  de 
su  impaciencia. 

Ya  bien  asegurado  en  su  posición  el  domador,  aflójase  el  lazo,  y el  potro  al 
verse  libre,  relincha  con  fiereza,  salta,  sacude  violentamente  su  carga  importuna, 
se  levanta  de  manos,  corcobea,  y por  fin,  arranca  una  carrera  desesperada,  frené- 
tica, ciega. 

Vuela  el  fogoso  é indómito  animal,  devorando  el  espacio  con  la  velocidad  del 
huracán.  Sin  tocar  casi  en  el  suelo,  trágase  leguas  y leguas,  echando  por  su  boca 
borbotones  de  espuma;  y solo  le  faltan  las  nervudas  alas,  para  ser  verdaderamen- 
te la  visión  fantástica  de  la  mitología. 

Por  suerte  aquellos  inmensos  campos  no  ofrecen  obstáculos.  Si  hubiera  una 
casa,  un  barranco,  un  peñasco,  un  árbol  siquiera  interpuesto  en  el  camino,  hom- 
bre y caballo  quedarian  en  el  choque  aplastados  y reducidos  á informes  añicos. 

Pronto  caballo  y jinete  desaparecen  entre  reflejos  allá  en  los  últimos  límites 
del  horizonte,  para  reaparecer  después.  El  potro  está  jadeante  y bañado  en  sudor, 
pero  no  rendido.  Relincha,  masca  el  freno,  se  revuelve,  y salta,  y patea;  levanta 


474 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


sus  manos  como  si  buscara  algún  objeto  en  que  desahogar  su  furor;  pero  nada 
basta  á hacer  vacilar  al  fiero  domador,  que  parece  una  parte  integrante  del  caba- 
llo, como  creyeron  los  mejicanos  de  los  primeros  españoles  que  vieron  mon- 
tados. 

Desesperado  el  bruto  apela  á un  recurso  extremo.  Viendo  que  le  es  imposible 
sacudirse  aquella  incómoda  carga,  se  echa  y se  revuelca;  pero  atento  el  jinete  á 
todos  sus  movimientos,  se  apea  de  un  brinco;  el  animal  al  hallarse  libre  se  levan- 
ta, mas  vuelve  á encontrarse  otra  vez  con  su  eterna  carga  á cuestas,  y vuelve  á 
emprender  otra  furiosa  carrera,  de  la  cual  ya  no  volverá  sino  extenuado  de  fati- 
ga, abatido,  con  las  orejas  agachadas  y la  cabeza  baja  en  señal  de  resignación. 

El  hombre  ha  salido  vencedor,  y puede  ya  entonar  el  canto  de  victoria.  En 
adelante  aquel  indómito  animal,  sin  perder  su  ardor  ni  su  bravura,  reconocerá  la 
soberanía  del  hombre,  se  someterá  por  completo  á su  voluntad  y será  su  fiel 
amigo. 

Aquello  lia  sido  una  verdadera  conquista;  y no  obstante  ha  creado  un  dere- 
cho legítimo  reconocido  por  los  vencidos. 

Este  derecho  no  es,  sin  embargo,  el  derecho  de  la  fuerza;  pues  los  animales 
mas  corpulentos  son  mucho  mas  fuertes  que  el  hombre. 

Este  derecho  emana  de  la  superioridad  de  la  inteligencia,  en  virtud  de  la  cual 
nosotros  tenemos  el  dominio  de  los  brutos,  como  Dios,  que  es  la  suprema  sabidu- 
ría, tiene  el  dominio  de  todo  el  universo. 


por  D.  Eduardo  de  Palacio. 


EL  O LA  CORISTA 


omprendo  las  desigualdades  sociales,  aunque  mi  dignidad  se 
subleve  contra  varios  privilegios,  y pongo  por  caso  la  eleva- 
ción de  un  tonto  en  cualquier  ramo  que  no  sea  el  político, 
que  es  una  excepción  de  la  regla;  en  política  sirve  el  mas 
inocente  casi  tanto  como  el  mas  listo;  uno  dispone,  y otro  eje- 

La  desigualdad  justificada  en  el  terreno  artístico  no  solamente  es 
explicable,  sí  que  basta  ineludible. 

Entre  un  tenor  como  Gay  arre,  y el  pregonero  municipal  de  cual- 
quier aldea,  lia  de  existir  diferencia  ; ambos  cantan  y se  ganan  la  vida 
haciendo  uso  de  su  respectiva  voz;  pero  Gayarre  pudiera  ser  cuando  le  acomo- 
dase el  monstruo  de  los  pregoneros,  y no  hay  pregonero  en  España  capaz  de  ser 
Gayarre. 

Desde  el  último  individuo,  ó individua,  del  cuerpo  de  coros  hasta  las  prime- 
ras partes,  median  muchas  pesetas  de  distancia. 

El  corista  es  parte  también,  pero  telegráfico. 


476 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


La  proporción  entre  ambas  partes  y sus  haberes  en  nómina,  ó mejor  dicho,  la 
desproporción,  irrita  al  individuo  menos  corista. 

Y sin  embargo,  el  individuo  del  cuerpo  de  coros  es  tan  útil,  tan  necesario 
como  la  tiple,  el  tenor,  el  bajo,  el  barítono  ó la  contralto.  ¡Ay  de  las  empresas  y 
de  las  partes  principales  el  dia  en  que,  después  de  convencerse  de  que  forman  el 
mayor  número,  adoptasen  el  retraimiento  los  coristas  de  uno  ó de  otro  sexo!  No 
habria  ópera  ni  zarzuelas  posibles. 

Y algo  más. 

Los  muertos  de  lujo  tendrian  el  desconsuelo' de  verse  privados  de  los  funerales 
coreados,  que  deben  halagar  mucho  en  esos  momentos. 

En  las  fiestas  religiosas  con  que  los  pueblos  obsequian  á sus  santos  patronos, 
tributándoles  sus  respetos,  no  habria  mas  voz  que  la  del  párroco,  el  sacristán  y el 
monago,  que  son  pocas  voces  para  llegar  al  cielo. 

Los  cuerpos  de  coros  son  tan  indispensables  como  los  cuerpos  de  ingenieros 
agrónomos,  y de  telégrafos,  y los  cuerpos  bonitos  que  se  vén  por  estos  mundos;  y 
á pesar  de  hallarnos  convictos  y confesos  todos  los  amantes  del  arte  musical  de 
esta  verdad,  no  estimamos  en  su  justo  valor  los  servicios  del  corista. 

Las  leyes  del  progreso  se  cumplen,  nos  civilizamos  poco  á poco,  tendemos  al 
al  mejoramiento  social,  y pensamos  en  los  sueldos  de  los  funcionarios  públicos,  que 
cobran  hoy  cada  cual  y todos  juntos  mas  que  en  principio  de  siglo  todos  los  canó- 
nicos del  orbe  católico. 

Cuando  no  tenemos  que  hacer,  abogamos  por  las  clases  jornaleras  y hasta  nos 
ocupamos,  de  cuando  en  cuando,  de  la  situación  de  los  profesores  de  instrucción 
primaria,  de  la  mendicidad  y de  la  protección  para  los  animales. 

De  todo  y de  todas  las  clases  sociales,  menos  de  la  de  coristas. 

Si  reflexiona  sobre  lo  rudo  de  la  tarea,  se  extremece  el  mas  descorazonado  de 
los  mortales. 

El  corista  no  se  pertenece  á sí  mismo;  se  debe  á la  pátria,  al  arte  patriótico  ó 
italiano,  según  cante  zarzuela  ú ópera:  forma  como  individuo  de  una  colectividad, 
la  base  sobre  que  descansan  las  partituras  de  los  grandes  maestros:  aquel  conjun- 
to de  voces,  producto  de  otros  tantos  pares  de  pulmones,  son  los  ecos  que  repiten 
el  cántico  de  gloria  de  Bellini,  Donizetti,  Meyerbeer,  etc. 

No  se  puede  hacer  mas,  por  menos  retribución. 

Los  sueldos  de  los  cantantes  de  primo  car  tollo , se  han  multiplicado  escanda- 
losamente con  relación  á los  que  se  les  abonaban  en  otro  tiempo. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


477 


Este  y el  del  toreo  han  sido  los  dos  artes  que  mas  se  han  elevado;  hoy  se  paga 
muy  caro  al  que  da  un  do  de  pecho  y al  que  da  un  volapié. 

Es  verdad  que  en  otros  dias  no  hahia  tantos  toreros  que  diesen  un  do  de  pe- 
cho, ni  tantos  cantantes...  ¡digo!  al  revés. 

Ello  es  que  las  partes  principales  están  hoy  mejor  retribuidas  que  en  tiempos 
pasados,  y los  individuos  del  cuerpo  de  coros  no  ha  adelantado  un  paso. 

Cierto  es  que  no  cantan  mas  que  en  todas  las  noches  que  hay  función  y en 
los  ensayos;  que  las  empresas  se  encargan  de  vestirlos,  y generalmente  muy  mal, 
para  que  se  presenten  en  escena,  pero  no  para  que  salgan  á la  calle;  que  suelen 
obsequiarlos  con  un  beneficio,  en  cuya  noche  reparten  lo  menos  á tres  pesetas  por 
individuo  ó individua;  que  se  los  considera  y se  les  atiende  como  si  fueran  partes 
principales  y mas;  porque  se  les  concede  para  vestirse  todos  los  trajes  que  les  cor- 
responden según  la  obra,  una  sola  habitación  para  las  hembras  y otra  para  los 
varones,  mediante  lo  cual  están  mas  abrigados  en  invierno  y cuando  no  hace  frió, 
más;  que  los  trajes  se  les  hacen  á medida,  pero  es  á medida  de  la  fantasía  del 
maestro  sastre  de  la  casa,  que  corta  las  faldas  y corpinos,  calzones  y casacas,  cal- 
culando las  proporciones  de  cada  individuo  por  el  color  de  la  cara  ó los  rasgos  de 
la  fisonomía  dd  paciente. 

Disfrutan  además  de  otras  muchas  ventajas,  por  ejemplo:  una  prima  donna 
absoluta  ó un  primer  tenor  pueden  resfriarse  y hasta  curarse  con  tranquilidad:  la 
empresa  se  guardará  muy  bien  de  molestarle,  ni  hacer  sino  lo  que  desee  el  artista: 
á un  individuo  ó individua  del  cuerpo  de  coros  les  está  prohibido  sentirse  enfermo. 

El  corista  ha  de  sucumbir  exhalando  la  última  nota  en  las  tablas. 

Justicias  de  empresarios...  humanos. 

¿Quién  sabe  si  entre  aquella  colectividad  de  voces  que  piden  cantando  un 
sueldo  mezquino,  habrá  dos  ó tres  que  tomarian  con  gusto,  á cambio  de  la  pro- 
pia, para  las  grandes  solemnidades,  algunas  partes  de  primísimo? 

En  el  problema  de  la  vida  de  cada  ciudadano,  es  preciso  tener  en  cuenta  un 
sinnúmero  de  datos;  hay  quien  nace  predestinado  para  alcalde  ó gobernador,  y 
quien  viene  al  mundo  para  ejercer  la  distinguida  profesión  de  macero,  aunque 
pudiera  servir  para  ministro  de  Marina. 

La  voz  necesita  cultivo  y alimentación:  por  esto  habrán  oido  ustedes  elogiar 
algunas  diciendo  que  son  pastosas,  nutridas,  de  gran  volumen  y afinación;  son  los 
calificativos  que  se  estilan  ahora:  ¿con  qué  derecho  se  pueden  pedir  estas  condi- 
ciones á una  voz  con  patatas  ó con  garbanzos  de  á ocho? 

tomo  i. 


60 


478 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


He  oido  referir  1111  hecho  que  para  mí  tiene  gracia,  y lamentaré  que  no  la  ten- 
ga para  el  lector. 

Se  ensayaba...  no  recuerdo  qué  obra  en  un  teatro  lírico,  y el  director  de  es- 
cena increpó  duramente  á un  individuo  del  cuerpo  de  coros,  porque  teniendo  que 
fingir  una  caída  desde  un  puente  á un  colchón  que  pasaba  sobre  un  rio,  andaba 
con  precauciones;  y tanto  llegó  á irritar  al  buen  hombre,  que  le  contestó: 

— Mire  usted,  señor  director,  yo  me  tiro  para  justificar  tres  pesetas  de  suel- 
do; pagúeme  usted  lo  que  al  tenor,  y verá  usted  como  me  suelto  de  cabeza  desde 
el  telar  al  foso,  porque  sé  cumplir  con  mis  deberes  de  doce  reales. 

Eso  digo  yo  imitando  al  corista;  que  haya  diferencias,  porque  en  el  arte  no 
pueden  negarse;  pero  no  tan  enormes,  porque  todos  son  hijos  de'  Dios,  según  pa- 
rece. 

II 


EL  CONSUETA 

No  canto  las  victorias  de  Jerjes,  ni  los  triunfos  de  Alejandro,  ni  las  glorias  de 
César,  ni  á las  ruinas  de  Troya,  ni  á las  del  teatro  Romea,  de  Madrid,  ni  á las  de 
la  esquina  de  la  calle  del  Arenal  y la  de  las  Fuentes,  en  la  capital  de  España. 

No  hay  ruinas  venerables,  ni  héroes  cuya  grandeza  merezca  el  público  asom- 
bro, donde  hay  consuetas  ó apuntadores. 

El  consueta,  tipo  espiritual,  sér  fantástico  que  existe  sin  ser  visto  ni  oido, 
salvo  algunas  excepciones,  por  la  multitud  inexorable  con  el  artista;  entidad 
oculta  como  á las  miradas  del  público  al  examen  de  la  crítica,  por  la  infinita  su- 
perioridad latente  de  su  ministerio. 

El  consueta  cuya  fama  inmortal  se  trasmitirá  de  generación  en  generación 
hasta  el  fin  ó la  coda  de  los  siglos;  el  apuntador,  cuya  ciencia  es  privilegio  de  un 
puñado  de  individuos  y no  se  aprende  en  aulas,  ni  se  explica  en  ateneos:  ese  he- 
roico sér,  modesto  como  todo  génio,  es  el  objeto  de  mis  investigaciones. 

Nace,  crece  y se  desarrolla,  aunque  esto  último  parezca  imposible,  sabiendo 
<1  ue  pasa  lo  mejor  de  su  vida  sumido  en  la  concha;  caracol  artístico  á quien  no 
llegan  los  plácemes  y los  aplausos  de  las  muchedumbres,  incapaces  de  compren- 
der tanta  abnegación. 

Un  crítico  muy  instruido  en  asuntos  teatrales  me  decía,  que  los  consuetas, 
como  los  saludadores,  son  individuos  que  nacen  con  una  gracia  especial. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


479 

La  verdad  es  que  no  todos  los  hombres  sirven  para  consuetas:  se  necesitan 
condiciones  excepcionales;  paciencia,  lectura  correcta  en  toda  clase  de  letras  ó 
de  notas,  según  sea  de  verso  ó de  música,  y sobre  todo,  extraordinaria  gimnasia 
de  la  lengua  y cierta  media  voz  penetrante  como  la  del  mosquito  de  trompetilla, 
cuando  entona  esas  playeras  nocturnas  rondando  á su  víctima. 

Las  obras  nuevas,  los  artistas  líricos  ó dramáticos  nuevos  en  esta  ó en  otra 
plaza,  todo  está  confiado  al  talento  y á la  honradez  y caballerosidad  sin  par  del 
consueta. 

Desde  su  nacimiento,  el  drama,  ó la  partitura,  quedan  á merced  del  apunta- 
flor;  algunas  veces  es  el  encargado  de  la  primera  lectura  para  que  las  partes  que 
lian  de  interpretar  la  obra,  conozcan  el  conjunto  y sus  respectivos  papeles  ó par- 
ticellas. 

Durante  los  ensayos  estudia  con  avidez  el  original  ó copia  corregida  que  ha 
de  servirle,  mientras  indica  á los  artistas  las  equivocaciones  que  cometen. 

Consulta  con  el  autor,  ó maestro  que  le  represente,  las  dificultades  que  le 
ocurren,  y en  mas  de  una  ocasión  dirige  interrogaciones  que  son  advertencias  de 
errores  cometidos  por  el  compositor  al  escribir  la  obra. 

Solo,  entre  dos  velas  como  un  cadáver,  sentado  delante  de  una  mesa  con  ta- 
pete verde,  color  indicado  por  el  arte,  pasa  las  mañanas,  repitiendo  con  frecuen- 
cia escenas  enteras,  y actos  de  una  obra,  no  por  culpa  suya,  sino  por  torpeza 
ajena. 

En  noche  de  estreno,  cuando  la  obra  después  de  pasar  al  agujero  se  halla  en 
disposición  de  soltársela  al  público,  ó en  noche  de  presentación  de  un  artista  nue- 
vo, el  consueta  es  la  clave  artística;  de  su  voluntad,  de  su  pericia  depende  un 
triunfo  para  el  autor  ó para  el  intérprete  de  la  producción  lírica  ó dramática. 

Pensar  en  esto  estremece  y consuela  á un  tiempo  mismo;  que  el  apuntador 
cierre  el  ejemplar  ó la  partitura;  que  la  perspectiva  de  los  pies  chiquitines  de  una 
artista,  ó los  preludios  de  una  pantorrilla  para  él  desconocida,  por  pertenecer  á 
una  actriz  ó á una  prima  donna,  ó aun  cuando  sea  contralto,  nuevas,  le  impre- 
sionen y distraigan  su  atención;  que  las  ratas  que  habitan  el  foso,  y que  todas  las 
noches,  al  ver  aquellas  piernas  cuyo  medio  cuerpo  superior  correspondiente  se 
oculta  para  ellas  tras  el  firmamento  del  tablado,  arderán  en  deseos  de  probar  los 
piés  del  caballero,  se  aventuren  á morderle;  que  ocurran,  en  fin,  cualquiera  de 
esos  accidentes  imprevistos,  y que  el  consueta  enmudezca,  y adiós  obra,  y artista 
nuevo,  y éxito,  y negocio  para  la  empresa. 


480 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


¡Cosa  rara!  No  recuerda  aficionado  alguno  á teatro,  que  haya  sido  suspendi- 
da la  representación  de  la  obra  anunciada,  por  enfermedad  del  consueta. 

El  apuntador  es  el  amigo  de  todos;  no  hay  parte  principal  ni  aun  parte  por 
medio,  combinación  que  yo  calculo  tendrá  la  siguiente  etimología,  partido  por 
medio,  aludiendo  al  buen  sueldo  que  disfrutan  generalmente  dichas  partes,  que 
no  estime  en  lo  que  vale  á tan  importante  sugeto. 

Nadie  está  mal  con  el  consueta. 

Las  empresas  cambian  de  artistas,  de  peluqueros,  de  maquinistas,  de  todo, 
menos  de  apuntador. 

¡ Con  qué  entusiasmo  le  contemplo  cuando  saca  las  manos  á modo  de  tortuga 
para  arreglar  la  concha,  ó se  permite  asomar  un  tanto  la  cabeza,  antes  de  empe- 
zar á funcionar,  para  enterarse  de  la  entrada  que  hay  aquella  noche! 

Y á pesar  de  tantos  merecimientos,  no  parece  sino  que  el  público  le  tiene 
mala  voluntad,  porque  en  cuanto  oye  su  voz  por  acaso,  cien  voces  protestan  y le 
imponen  silencio,  diciendo  con  imperio: 

— ¡Mas  bajo! 

¡Qué  injusticia  social!  ¡Mas  bajo,  él,  que  no  tiene  á nivel  del  tablado  mas 
que  la  cabeza  ó poco  mas ! 

¡Tanto  rigor  con  quien  puede  con  un  sencillo  movimiento,  hacer  sonar  la  se- 
ñal para  que  los  maquinistas  suelten  la  cortina  y cortar  el  espectáculo! 

En  cambio  de  estos  servicios  nadie  se  acuerda  del  pobre  y laborioso  consueta: 
se  habla  de  la  Malibran,  de  Rubini,  pero  no  de  los  apuntadores  que  los  auxilia- 
ron en  sus  primeros  pasos  escénicos:  se  cita  á Bellini  y á Rossini  y á Meyerbeer, 
y los  nombres  de  los  artistas  que  estrenaron  sus  inmortales  partituras,  pero  no  se 
indican  los  nombres  de  los  apuntadores  en  el  estreno  de  aquellas  obras  maestras. 

¡Siempre  en  la  concha!  Separados  del  público,  separados  por  un  aparato  for- 
rado de  bayeta  roja,  y colocados  bajo  el  nivel  de  los  artistas,  pasan  la  vida  oscure- 
cidos, sin  ser  espectadores  y sin  ser  partes;  verdaderas  partes  por  medio. 

Sin  embargo,  la  humanidad  empieza  á hacer  justicia  á la  clase;  ya  figuran  sus 
nombres  en  las  listas  que  se  publican  por  carteles  en  principio  de  temporada  teatral. 

Es  verdad  que  también  figuran  los  de  sastres  y peluqueros,  y dentro  de  poco 
se  incluirán  los  de  los  acomodadores  y hermanos  cofrades  de  la  claque  en  cada  co- 
liseo. 

Es  un  alarde  de  soberbia  de  las  empresas  teatrales,  y no  justo  tributo  al  inte- 
ligente consueta. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


481 


A uno  de  ellos,  amigo  mió,  que  perdió  casi  totalmente  la  vista,  le  decia  para 
consolarle  el  empresario: 

— No  le  importe  á usted,  Fulano;  ya  no  se  escriben  obras  como  aquellas  que 
usted  leía;  en  fin,  lo  que  yo  puedo  hacer  por  usted  es  que  se  traiga  á su  hijo,  si 
sabe  leer,  y que  el  chico  lea  el  ejemplar  y usted  apunte. 

¡ Si  seria  rana  el  empresario ! 


III 

EL  AVISADOR 

A cada  paso  que  se  dé  en  el  proscenio,  se  tropieza  con  un  génio  oscurecido  por 
jugarretas  de  la  fortuna  ó por  la  injusticia  humana. 

El  avisador  es  uno  de  esos  tipos. 

Hombre  que  en  fuerza  de  ser  avisado  obtiene  el  título  de  avisador,  con  en- 
cargo de  avisar  á todos  los  artistas  y artesanos  de  una  compañía  lírica,  dramática 
ó coreográfica,  para  que  acudan  con  puntualidad  á llenar  sus  deberes  para  con  el 
público  y la  empresa. 

A su  capacidad  é incansables  fuerzas  activas,  se  encomiendan  las  tareas  mas 
penosas;  es  un  sér  que  vive  corriendo,  que  alterna  con  todos  los  miembros  de  una 
compañía  teatral,  y sirve  á todos,  y todos  le  tratan  con  franqueza,  y sin  embargo, 
no  sale  de  su  clase  humilde. 

Ni  el  sueldo  ni  la  consideración  que  consigue,  corresponden  al  trabajo  que 
emplea  diariamente  en  cumplir  y atender  á todas  las  obligaciones  impuestas  á su 
clase. 

El  público,  que  no  pasa  de  telón  adentro,  ni  puede  penetrar  en  los  misterios 
de  ese  maremagnum  que  llaman  escenario,  no  comprenderá  toda  la  importancia 
de  ese  artista,  digámoslo  así,  que  lleva  el  título  de  Avisador,  ni  apreciará  los  ser- 
vicios (|ue  presta  el  activo  agente  á empresa,  actores  y al  mismo  público. 

¡Con  cuánta  finura  y humildad  toca  en  la  puerta  del  cuarto  donde  se  viste,  ó 
mejor  dicho,  donde  se  disfraza  la  prima  donna  6 la  primera  dama,  para  decirla: 

— Signora  Tal  ó Cual,  ó doña  Tal  ó Cual: — el  nombre  de  la  artista,  porque  él 
es  harto  respetuoso  para  atreverse  á llamar  Tal  ó Cual  á nadie,  y menos  á una 
señora  que  cobra  un  sueldo  equivalente  á doce  docenas  de  avisadores. 

La  tiple  ó la  dama  suelen  responder  ó hacen  responder  á su  criada: 


482 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 

— ¿Quién? 

— Fulano. — responde  el  activo  elemento  de  la  organización  teatral. 

— ¿Qué  quiere  usted? 

— Mañana,  á las  doce  y media,  Norma,  y á la  una  tiene  usted  II  Barliere;  ó: 
mañana,  á las  doce,  Tenorio;  á la  una,  La  camisa  de  la  Lola,  y á las  dos,  lectura 
de  Mares  de  sangre. 

En  otras  ocasiones,  y esto  es  lo  mas  corriente,  cuando  se  trata  de  la  primera 
artista,  empieza  el  avisador  por  consultarla  las  horas  en  que  la  molesta  menos  en- 
sayar, y con  arreglo  á lo  que  dispone  la  señora,  se  fijan  los  ensayos  para  el  dia 
siguiente,  de  acuerdo  también  con  el  tenor  ó el  primer  galan. 

El  avisador  recorre  todos  los  cuartos,  hasta  los  almacenes  de  coristas  inclusi- 
ve, para  comunicarles  la  orden  del  dia  siguiente,  resignándose  á oir  horrores  de 
aquellas  lenguas  de  poco  sueldo,  que  protestan  contra  el  abuso  de  la  empresa, 
que  los  obliga  á ensayar,  haciéndoles  perder  una  corrida  de  toros,  ó desbaratando 
una  huelga  que  tenian  dispuesta. 

El  avisador  calla  ó añade  algunos  datos  de  la  vida  privada  de  la  tiple  ó del 
tenor,  de  la  dama  ó del  primer  actor,  á cuya  causa  se  debe  que  los  ensayos  em- 
piecen mas  tarde  ó mas  temprano. 

Después  de  este  recorrido  á las  virtudes  y merecimientos  de  unos  y otros,  con- 
tinúa cada  cual  su  tarea  de  vestirse  ó desnudarse,  y el  avisador,  ese  hilo  eléctri- 
co, movible,  que  pone  en  comunicación  á la  empresa  con  el  último  mono  (lírico 
ó dramático),  prosigue  sus  visitas  á todos  los  artistas  que  toman  parte  en  la  fun- 
ción, y ensayan  ó deben  ensayar  en  la  mañana  siguiente. 

El  avisador  es  el  encargado  de  recoger  las  partituras  ó ejemplares  de  las  obras 
para  llevarlas  al  archivo,  y para  entregarlas  al  apuntador  cuando  han  de  ejecu- 
tarse. 

Siendo  tan  necesario  ese  conductor  de  órdenes  y ayudante  de  la  empresa,  su 
nombre  no  figura  en  los  carteles  al  anunciarse  la  lista  de  las  partes,  y de  los 
atrezistas.  peluqueros  y sastres  de  las  compañías  líricas  ó dramáticas. 

El  avisador  no  es  un  hombre  sin  principios  de  instrucción:  no  puede  carecer 
de  estudios  quien  pasa  la  vida  en  una  carrera. 

Conozco  á uno  que  entiende  dos  ó tres  idiomas  y escribe  correctamente  el  cas- 
tellano, cosa  que  no  es  muy  común  entre  los  que  se  dedican  al  oficio  de  escrito- 
res: verdad  es  que  el  avisador  á quien  aludo  es  una  excepción  de  la  clase,  dicho 
sea  esto  sin  menoscabo  de  ninguno  de  los  individuos  que  la  componen. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


4H3 


El  avisador  es  el  artista  teatral  mas  desgraciado;  la  posteridad  no  le  hace  jus 
ticia,  porque  no  le  lia  conocido  ni  de  nombre.  El  descubrimiento  del  fonógrafo 
perfeccionado,  servirá  al  tenor  absoluto  y al  barítono  constitucional,  para  legar  á 
los  siglos  una  romanza  que  los  conserve  vivos  en  la  memoria  de  las  generaciones. 

A falta  de  un  monumento  material,  ó de  una  obra  tangible  y visible,  dejarán 
fragmentos  audibles;  pero  el  avisador,  ¿qué  lega  á la  multitud? 

¡Benéfico  y servicial  por  naturaleza,  se  vé  en  ocasiones  obligado  á ver  y callar 
tales  escenas  en  el  vestuario ! . . . Y al  mismo  tiempo  abusan  de  él  las  primeras  par- 
tes, y las  segundas,  y las  últimas,  ya  confiándole  el  encargo  de  avisar  en  el  café 
del  teatro  que  lleven  un  thé  á la  tiple  ó la  dama  joven  que  padece  de  los  nervios 
ó de  los  músculos,  es  igual;  ó un  beeffteah  con  patatas  al  bajo  ó al  gracioso,  que 
también  padecen;  ya  peleándose  con  el  activo  funcionario  porque  el  director  de 
escena  ha  dispuesto  mas  horas  de  ensayo  que  las  convenientes,  ó el  sastre  de  la 
casa  ha  sacado  un  poco  largo  el  traje  de  un  artista  subalterno,  mientras  otro  se 
encuentra  estrecho  con  el  suyo. 

¡Pobre  avisador!  ¡Qué  ingrata  es  la  humanidad  teatral,  y perdónese  la  hipó- 
tesis, con  el  complaciente  servidor  y apoderado  de  todos! 

¡Ingratos!  Aunque  no  recordaran  mas  que  la  alegría  quincenal  que  les  pro- 
porciona, debieran  estarle  todos  reconocidos,  por  lo  menos  durante  una  tempora- 
da; la  sorpresa  feliz  que  lleva  cuarto  por  cuarto  á todos  los  artistas,  cuando  aso- 
ma la  cabeza  para  decir: 

— Señorita,  ó señora,  ó señor,  ó señores; — según  el  cuarto.  — ¡Mañana  á las 
doce,  nómina! 

IV 

EL  DIRECTOR  COREOGRÁFICO 

Le  veo  y me  entusiasmo,  tanta  agilidad  me  estremece;  tan  descoyuntado  de 
miembros  y tan  ligero  de  pantorrillas  como  no  hay  otro  sér  en  el  mundo;  tan  gra- 
cioso en  sus  movimientos,  tan  fino  en  sus  maneras,  tan  juguetón  con  todo  el  cuer- 
po, tan  elástico,  tan  bello  como  él  no  es  el  tenor,  ni  se  le  parece  la  misma  tiple. 

\ pensar  que  aquel  hombre  aéreo,  vaporoso,  de  reducida  cintura  y oprimidos 
gueses,  alto  de  pecho  y negro  de  cogote,  generalmente  hablando;  aquel  sér  natu- 
ral, puede  verse  privado  de  tantas  gracias  é incapacitado  para  tantas  habilidades 
gimnástico-coreográficas,  espanta  y conmueve  á un  tiempo  mismo. 

Cuando  por  fortuna  suya  y para  bien  del  progreso  humano,  consigue  renom- 


484 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


bre  v llega  á cierto  punto  en  la  espinosa  carrera  (y  la  llamo  espinosa  porque  en 
ella  juegan  las  espinillas) , entonces  consigue  el  premio  de  sus  afanes. 

Una  posición  menos  académica,  pero  mas  positiva,  le  ofrecen  las  empresas 
teatrales  de  importancia. 

No  aludo  al  bolero  español,  ni  al  maestro  de  baile  de  castañuelas  ó bailador 
de  intermedios  en  teatros  de  á real,  con  ó sin  tostada,  ó en  cafés  cantantes  y bai- 
lables; estos  no  consiguen  nunca  pasar  de  sopa  y cocido,  cuando  llegan,  que  sue- 
len no  llegar. 

Me  refiero  á los  directores  del  sublime  género;  del  género  francés,  última  pa- 
labra ó último  trenzado  del  arte:  al  bailarín  propiamente  dicho,  al  que  ya  fia  con- 
seguido un  nombre  mas  ó menos  conocido  á costa  de  inmensos  sacrificios  ó bati- 
ments,  al  que  se  eleva  á la  alta  dignidad  de  director  de  baile;  que  saca  fantasías 
de  su  cabeza,  y lo  mismo  compone  dos  actos  de  baile,  que  tres,  que  trescientos. 

¡Qué  suma  de  aptitudes  y conocimientos  necesita!  Ya  lo  conoce  él  mismo,  y 
con  razón  se  envanece  de  su  valor  artístico:  una  pirueta  á tiempo  salva  una  obra 
coreográfica;  estos  secretos  del  arte  no  puede  ni  sospecharlos  el  profano. 

¡Cuán  grande  es  el  espectáculo  que  ofrece  á los  ignorantes  el  maestro  direc- 
tor de  baile,  cuando  compone  sus  poemas  pedestres,  cuando  interpreta  los  pensa- 
mientos musicales,  aplicando  los  pasos  que  le  son  propios! 

Idioma  incomprensible,  para  cualquier  persona  no  bailable. 

Establecido  en  el  escenario  durante  un  ensayo,  rodeado  de  aéreas  bailarinas 
vestidas  de  corto,  y madres  y hermanas  de  las  bailarinas,  no  tan  cortas  de  faldas; 
sentado  delante  de  una  mesita,  una  víctima  toca  el  violin,  para  que  el  director  co- 
reográfico se  penetre  de  la  partitura;  sobre  la  mesita,  cubierta  con  bayeta  verde, 
un  atril  y en  él  los  papeles  de  música;  á los  lados  dos  velas  de  sebo  ó esperma;  y 
el  maestro,  allá  en  el  fondo,  resbalando  los  piés  sobre  el  tablado,  y meditabundo, 
como  si  estuviera  cazando  ideas  artísticas:  el  cuadro,  á media  luz,  esa  luz  indeci- 
sa que  llega  al  escenario  de  un  coliseo  durante  las  horas  del  dia. 

¡Qué  poesía!  ¡Cuánta  belleza! 

— ¡Fulanita! — grita  de  pronto  el  maestro; — oye  ú oiga  usted, — según  la  con- 
fianza que  tiene  con  la  artista. — Tú  aquí, — y acompaña,  asiéndola  de  un  brazo,  á 
la  muchacha  hasta  dejarla  implantada  en  el  sitio  conveniente. 

Y luego  añade: 

— Menganita,  tú  allí...  No,  no, — se  interrumpe,  como  si  le  hubiera  asaltado 
una  idea  nueva. — Acá,  y Zutanita  que  es  mas  alta,  allá. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


485 


Generalmente  á todas  las  bailarinas  las  habla  en  diminutivo,  aunque  alguna 
por  sus  proporciones  físicas,  edad,  saber  y gobierno,  merezca  mejor  el  aumenta- 
tivo. 

Empieza  la  explicación  del  argumento  y del  diálogo. 

— Silvio  sale  desesperado  porque  su  Felisa  no  le  quiere,  ¿eh? 

- — Silvio  soy  yo,  y vengo  del  foro  rabiando  con  chapé,  fouetc  y una  pirueta. 
Tú  te  acercas  con  interés  en  paso  ele  puntas,  y al  llegar  á mi  lado,  parece  que  me 
llamas  y me  dices:  «¿Silvio,  tú  quieres  bailar  aquí  conmigo?»  Yo  te  respondo: 
«¡Déjame!»  y me  voy  á la  izquierda.  Entonces  se  adelanta  ésta,  tú, — añade  di- 
rigiéndose á otra, — y...  ¿cómo  dice  la  música? — pregunta  al  violin- de  ensayo. 

— ¿Cuál? — pregunta  el  mártir  con  arco. 

— Desde  aquello  de  ta-ra-ri  ta-ra-ri-ra-ri — recita  el  director  bailable. 

El  profesor  de  violin  le  complace. 

— Bien,  basta:  tú  Zutanita,  sales  y me  tocas  en  el  hombro  izquierdo;  yo  te 
miro  y tú  das  una  vuelta  de  vals,  en  puntas  al  rededor  de  mí:  yo  te  empujo,  y 
tú  me  dices,  con  un  tiempo  de  wals,  así: — El  maestro  baila. — «¿No  me  quieres? 
Vamos  á bailar  tu  y yo  en  este  sitio  pintoresco.» 

Y así  sucesivamente. 

En  las  grandes  agrupaciones,  en  los  finales...  ¡olí  qué  multitud  de  combina- 
ciones discurre  el  director  compositor  y maestro ! 

A los  ignorantes  les  parece  que  todas  son  iguales;  pero  es  porque  no  penetran 
toda  la  filosofía  coreográfica. 

El  maestro  cuando  deja  de  funcionar  como  parte  ejecutante,  es  cuando  llega  al 
apogeo  de  su  celebridad  y de  su  gloria.  Compone  para  que  otro  baile.  Piensa, 
medita,  estudia  y se  dedica  á repasar  las  obras  didácticas  del  arte. 

Es  el  límite  de  las  aspiraciones  del  bailarín:  llegar  á ser  director  y maestro, 
á entenderse  y bailar  solo, 


TOMO  i, 


6] 


arto  conocida  es  la  exclamación  del  gran  orador  latino, 
y en  verdad  que  dados  los  sucesos  de  nuestra  época,  á 
cada  paso  podria  repetirse  ¡O  témpora,  o mores!  Como 
necesariamente  toda  exclamación  debe  tener  un  justifi- 
cativo, al  proferir,  la  que  dejamos  apuntada  y que  diaria- 
mente acude  á nuestros  labios  mas  de  cien  veces,  nos  vemos  en  la 
necesidad  de  darle  fundamento,  no  sea  que  entiendan  muchos  que 
pertenecemos  al  considerable  grémio  de  ciertos  eruditos,  que  solo 
conocen  á Cicerón  por  esta  frase,  que  hiciera  célebre  á su  catili- 
naria. 

Apénas  dicho  esto  ya  estamos  arrepentidos;  y es  que  una  vez 
que  de  todos  sea  comprendida  la  exclamación,  una  vez  que  lleguen  á entender  lo 
que  quiere  decir,  cuando  sepan  que  sirvió  para  lamentar  la  perversión  de  los 
tiempos  presentes  con  los  que  ya  pasaron,  y que  el  mismo  uso  tiene  ó puede  te- 
ner hoy,  seguros  estamos  de  que  hasta  los  mas  optimistas  se  han  de  explicar 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


487 


nuestro  asombro,  y comprender  porque  á cada  momento  la  lanzamos;  mas,  nece- 
sario es  detenerse  y hacer  alto,  ya  que  por  suerte,  ó por  desgracia,  hemos  comen- 
zado. 

Siempre  fué  grato  para  los  amantes  de  la  sociedad,  saber  que  aun  se  hallan 
latentes  los  sentimientos  religiosos  reguladores  del  mayor  número  de  los  actos  hu- 
manos, y freno  seguro  en  el  mayor  número  de  los  casos,  de  las  malas  pasiones 
que  germinan  en  el  pecho  de  los  mortales.  Grato  fué  siempre  á los  que  procuran 
el  bien  de  la  humanidad  saber  que  aun  son  corrientes  las  prácticas  religiosas,  se- 
guro alivio  de  buen  número  de  males  que  nos  dominan;  mas  por  desgracia,  llegó 
un  tiempo  en  que  en  todo  y para  todo  la  vista  engaña  y parece  lo  blanco  negro, 
y lo  opaco  brillante,  con  lo  que  la  confusión  es  tan  grande,  que  apénas  nos  pode- 
mos entender  en  razón  de  la  grandísima  desconfianza  que  en  todo  reina  y do- 
mina. 

¡O  témpora  o mores:  exclamamos  al  considerar  que  el  carnaval  es  perpétuo,  y 
que  no  se- da  un  paso  en  la  calle  sin  encontrar  un  disfraz  que  cubre  lo  que  mejor 
es  callar,  v lo  mismo  hacemos  notando  cuán  relajados  están  todos  los  vínculos 
que  antes  contribuían  á hacer  mas  llevadera  la  vida;  pero  ingénuamente  confe- 
samos que  nada  nos  sorprende  tanto  como  el  atan  que  en  nuestro  tiempo  se  ad- 
vierte de  falsificarlo  todo.  Los  metales,  las  telas,  los  medicamentos,  los  documen- 
tos públicos,  en  una  palabra,  todos  los  productos  de  la  industria  y del  arte,  todo  lo 
que  una  vez  se  lia  visto  ó ha  aparecido  sobre  la  superficie  de  la  tierra,  tiene  ya 
en  los  dias  que  vivimos  un  similar,  con  lo  que  estos  incalificables  industriales  se 
proponen  explotar  al  público  que  en  noventa  y nueve  por  ciento  de  las  veces, 
suele  tomar  gato  por  liebre,  como  vulgarmente  se  dice. 

Esto  es  para  entristecer,  y seguros  estamos  de  que  nadie  se  alegrará  de  ello; 
no  es  posible  hacerlo,  porque  si  bien  por  el  contraste  cómico  que  resulta,  todos 
nos  reimos  cuando  á cualquier  prójimo  le  sucede  una  desventura,  sobreviene  des- 
pués la  consideración  del  mal  que  debió  causarle  y nos  ponemos  sérios;  y asal- 
tándonos mas  tarde  el  egoísmo,  se  piensa  que  lo  mismo  puede  pasarnos,  y enton- 
ces es  cuando  sobrevienen  las  voces,  imprecaciones  y protestas  contra  aquello. 
El  mal  humor  dura  un  rato,  y después  nadie  se  vuelve  á acordar  de  ello  hasta 
que  la  función  se  repite. 

La  maldad  humana  se  ha  extendido  á más  y no  solo  ha  falsificado  cuanto  se 
refiere  ó puede  referirse  á la  vida  material:  el  afan  de  lucro  ha  inducido  á los 
hombres  á mayores  delitos  y en  su  constante  deseo  de  prosperar  han  hecho  mas; 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


lian  falsificado  lo  que  á la  vida  moral  del  individuo  toca,  y lian  hecho  surgir  cluuhlé 
de  pasiones,  alectos  y sentimientos,  siendo  lo  peor,  que  tanto  abunda,  que  mas 
fácil  es  engañarse  con  él  que  con  la  moneda. 

Si  al  encontrarse  chasqueado  con  una  prenda  ú objeto  cualquiera,  el  individuo 
se  desespera  y en  su  mal  humor  reniega  y maldice  de  su  suerte,  ¿qué  no  ha  de 
sucederle  cuando  en  lo  que  halla  la  falsificación  es  un  afecto  del  que,  privado,  le 
resulta  un  vacío  que  rellena  el  desengaño?  ¿Qué  ha  de  sucederle  cuando  observa 
que  lo  circunda  la  falacia  y el  engaño,  que  lo  acecha  la  mentira  y que  le  hiere 
la  falta  de  verdad  con  que  los  mercaderes  de  sentimientos  abusan  de  los  buenos 
que  él  tenia? 

Triste  cosa  es,  y con  seguridad  que  no  podrá  darse  peor:  ya  no  cabe  leer  una 
obra  sin  que  se  dude  de  su  autor  legítimo,  ni  escuchar  una  predicación  sin  que 
asalte  la  desconfianza  de  cuales  serán  los  fines  que  se  propone  el  que  declama,  y 
al  que  seguramente  mueve  mas  la  seguridad  casi  absoluta  que  tiene  de  hallar  siem- 
pre secuaces,  pues  todavía,  como  ha  dicho  un  celebérrimo  autor,  para  consuelo  de 
los  (pie  crean  haber  perdido  la  fé,  aparecerá  un  padre  de  familia  que  cree  que  su 
dilatada  prole  puede  aprender  el  francés  en  quince  lecciones. 

Cuando  al  rededor  del  caballo  que  monta  un  sacamuelas,  charlatán,  ó al  rede- 
dor del  coche  de  punto  que  le  sirve  de  tribuna,  vemos  aglomerado  gran  golpe  de 
gente,  no  podemos  menos  de  considerar  cuántos  son  los  que  no  saben  que  hacer 
de  su  tiempo,  pues  nunca  queremos  calumniar  á nadie,  y desde  luego  afirmamos 
que  muy  pocos  de  los  que  escuchan,  creen  lo  que  está  diciendo. 

Así  va  el  mundo:  móviles  distintos  llevan  á las  predicaciones,  y bien  distintos 
son  también  los  (pie  procuran  el  auditorio:  cada  vez  las  diferencias  se  agrandan, 
y lo  que  ayer  se  hacia  por  una  cosa,  hoy  se  hace  por  otra;  lo  que  hace  veinte  años 
tenia  un  carácter  de  todos  y para  todos  conocible,  hoy  nadie  podrá  conocerlo  ya. 

Nunca  creemos  que  nuestras  quejas  puedan  tener  mayor  fundamento  que  hoy, 
que  tanto  se  habla  y tanto  se  dice  de  las  peregrinaciones,  asunto  que  tanto  se 
presta  á comentarios,  y en  el  que  no  es  poco  lo  que  hay  que  decir,  ni  menos  lo 
que  hay  que  ver. 

Los  que  crean  que  las  peregrinaciones  son  nuevas,  considerada  bajo  cualquie- 
ra de  los  aspectos  que  presentan,  se  hallan  en  un  error,  pues  práctica  ha  sido  de 
todas  las  religiones  la  de  ir  á esta  ó á la  otra  parte,  señaladas  como  lugar  de  de- 
voción, en  la  que  se  realizaban,  cuando  no  prodigios,  verdaderos  y considerables 
milagros. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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Cierto  es  que  el  cristianismo  es  la  religión  que  mas  las  lia  favorecido,  y que  á 
su  sombra  se  lian  llevado  á cabo  las  mas  numerosas;  pero  no  fueron  inventadas 
por  la  religión  cristiana,  que  en  esto,  como  en  otros  muchos  de  sus  ritos,  no  hizo 
mas  que  aceptar  prácticas  de  antiguo  establecidas. 

Los  egipcios  y los  sirios  tenian  sus  templos  privilegiados;  en  ellos  estábanlos 
dioses  que  mas  grandes  favores  otorgaban  y desde  apartadas  comarcas,  sin  parar- 
se á considerar  los  peligros  que  eran  casi  seguros  en  aquel  tiempo,  aventurándose 
por  solos  y abruptos  caminos,  partian  á implorar  lo  que  ellos  creían  y llamaban 
clemencia  divina.  Igual  cosa  sucedía  entre  los  griegos,  para  los  que  los  grandes 
templos  alzados  á sus  deidades  en  el  Asia  Menor,  eran  lugares  de  peregrinación 
en  los  (pie  una  vez  llegados  depositaban  ofrendas  y liacian  sacrificios,  volvién- 
dose luego  tranquilos  y en  la  confianza  de  que  al  volver  á sus  casas  hallarían  ya 
en  ellas  aquello  que  habían  ido  á pedir. 

El  pueblo  hebreo,  en  la  ley  que  de  mano  de  Dios  recogiera  Moisés,  tenia  es- 
tablecidas también  estas  peregrinaciones,  y obligados  estaban  á ir  al  templo  en 
cierto  tiempo,  así  como  á celebrar  la  Pascua  en  Jerusalen;  mas,  justo  es  confesar, 
que  prácticas  semejantes  estuvieron  en  vigor  solo  mientras  los  sentimientos 
religiosos  no  se  entibiaron,  mientras  la  le  no  dejó  caer  su  venda,  pues  á partir  de 
este  instante  las  peregrinaciones  dejaron  de  hacerse  ó cambiaron  de  forma  y de 
carácter,  como  desgraciadamente  nos  sucede  hoy. 

En  los  primeros  siglos  de  la  religión,  que  por  fortuna  profesan  la  mayoría  de 
los  españoles,  las  peregrinaciones  se  vigorizaron  de  nuevo,  y grande  era  la  afluen- 
cia  de  romeros  al  número  considerable  de  lugares  de  devoción  que  desde  su  prin- 
cipio tuvo  el  cristianismo,  y grande  el  calor  con  que  eran  recomendados  por  todos 
los  padres  de  la  Iglesia. 

San  Juan  Crisóstomo  en  sus  homilías  ensalza  las  peregrinaciones,  á las  tum- 
bas de  los  Santos  y los  mártires,  de  las  que  dice  son  mas  visitadas  que  las  de  los 
emperadores  y reyes;  y San  Jerónimo  afirma  que  no  acabaría  nunca  si  quisiera 
contar  el  número  de  santos  obispos  y sábios  que  han  ido  á Jerusalen,  convenci- 
dos de  que  faltaba  algo  á su  religión  y á sus  virtudes,  si  no  adoraban  al  Salvador 
en  aquellos  lugares  mismos  donde  el  Evangelio,  desde  la  cruz,  vertió  sus  prime- 
ras luces. 

Y bien  cierto  era;  en  aquellos  primeros  dias,  cuando  aun  no  se  habían  falsea- 
do ni  la  creencia,  ni  el  dogma,  ni  el  rito;  cuando  aun  estaban  latentes  los  recuer- 
dos sangrientos  del  Gólgota,  cuando  la  sencilla  fé  no  habia  sido  combatida  por  la 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


ciencia  artificiosa,  entonces,  sin  mas  esperanzas  que  la  de  hacer  méritos  que  en 
su  dia  les  abrieran  las  puertas  del  cielo,  se  emprendían  difíciles  viajes  sembrados 
de  inconvenientes  y se  iba  con  el  alma  tranquila  y el  corazón  sencillo  á visitar 
los  lu  gares  en  que  habían  tenido  efecto  los  mas  señalados  misterios  de  la  reforma 
predicada  por  Nuestro  Señor  Jesucristo. 

Avanzando  en  el  tiempo,  durante  toda  la  Edad  Media,  y muy  especialmente 
al  acercarse  el  año  mil,  hubo  verdadero  furor  por  las  peregrinaciones;  pero  justo 
es  tener  presente  que  entonces  no  era  la  sola  fé  quien  los  guiaba,  sino  que  á ella 
se  había  unido  también  algo  de  miedo.  Al  saber  que  el  mundo  se  iba  á concluir 
que  el  último  dia  estaba  muy  próximo,  todos  se  apresuraban  á ponerse  bien  con 
Dios,  y el  miedo  á la  eterna  condenación,  dio  lugar  á que  infinito  número  de  hom- 
bres, desposeyéndose  de  todo  cuanto  tenían,  emprendieran  el  camino  de  aquel  lu- 
gar santificado,  para  hacer  penitencia  y morir  limpios  de  pecados. 

Pasó  el  año  mil  y no  ocurrió  nada;  todo  siguió  como  antes,  pero  el  fanatismo 
había  echado  fuertes  y profundas  raíces,  y las  peregrinaciones  seguían  en  auge, 
siendo  ellas,  por  mas  que  puede  aparecer  extraña,  una  de  las  causas  que  motiva- 
ron las  cruzadas.  Dueños  los  árabes  de  todos  los  Santos  Lugares,  acogieron  en  un 
principio  con  gran  consideración  y mucho  cariño,  á todos  los  peregrinos  que  iban 
allí,  pues,  gracias  á ellos,  conseguían  pingües  ganancias  y provechos:  mas  como 
cada  dia  iban  en  aumento,  como  cada  dia  era  mayor  el  número  de  aquellos  visi- 
tantes, y sucedió  que  faltos  de  albergue  tuvieron  que  pulular  por  todas  partes, 
los  árabes  temieron  que  aquello  no  fuera  el  comienzo  de  una  invasión  y los  prin- 
cipiaron á hostilizar,  haciéndoles  sufrir  vejámenes  sin  cuento. 

Habiendo  comenzado  porque  todo  lo  encontraron  harto  caro,  siguieron  por  no 
quererles  vender  nada  aunque  lo  pagaran  á buen  precio,  dando  así  lugar  á que  no 
fueran  pocos  los  que  sucumbieron  de  hambre  y á consecuencia  de  las  privaciones 
que  de  todo  experimentaban.  Siguieron  por  considerarles  como  enemigos,  y los 
hostilizaron  y maltrataron  asesinando  á muchos  cuando  no  era  peor  la  suerte  que 
les  reservaban,  pues  gran  número  de  veces  los  retenían  en  calidad  de  prisioneros, 
y los  obligaban  á cometer  profanaciones  que  eran  como  una  satisfacción  que  aque- 
llos salvajes  daban  á su  culto. 

Tal  estado  de  cosas  no  podía  subsistir,  ni  los  fuertes  y poderosos  podían  ver 
con  tranquila  resignación  que  los  fieles  devotos  que  emprendían  un  viaje  tan  lar- 
go con  un  fin  religioso,  eran  atropellados  y mucho  menos  que  los  sagrados  sitios 
honrados  por  la  memoria  de  nuestro  Redentor  servían  de  mala  fé  y burla.  Las 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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quejas  repetidas,  excitaron  los  ánimos,  las  naciones  católicas  se  conmovieron,  y 
los  antes  inermes  é inofensivos  peregrinos  trocáronse  en  guerreros  fuertes  y vale- 
rosos, que  lucharon  con  la  naturaleza  y con  los  hombres,  hasta  dejar  las  cosas  en 
el  lugar  que  correspondía. 

Los  mas  decididos  campeones  de  las  cruzadas  no  quisieron  perder  el  carácter 
de  peregrinos,  que  tanto  por  aquel  entonces  honraba,  y á semejanza  de  lo  que  to- 
dos Inician  al  emprender  la  marcha  al  frente  de  sus  ejércitos,  se  encomendaban  á 
Dios  en  sus  iglesias,  y recibian  de  manos  sacerdotales  el  bordon  y demás  insig- 
nias que  podían  acreditarles  como  penitentes  contrictos  que  iban  en  demanda  de 
perdón  para  sus  culpas.  Esto  hicieron  San  Luis  y Ricardo  Corazón  de  León,  y esto 
hicieron  con  ellos  infinito  número  de  grandes  y nobles  señores  que  fueron  á rom- 
per sus  armas  bajo  los  muros  de  la  Ciudad  Santa. 

Mas  no  se  crea  por  todo  lo  que  venimos  diciendo  que  el  único  objeto  de  los 
peregrinos  eran  los  Santos  Lugares.  Cada  país  tenia  los  suyos,  y nunca  faltaban 
en  ellos  penitentes,  que  no  creyendo  bastante  la  absolución,  buscaban  algo  que 
compensara  en  sacrificio  el  placer  que  pudieron  hallar  en  el  pecado,  y trillados 
por  ellos  estaban  los  caminos  de  Nuestra  Señora  de  Loreto,  cerca  de  Roma,  de 
Santiago,  en  España,  y de  San  Martin  de  Tours,  en  Francia. 

El  clero  no  dejaba  en  modo  alguno  de  favorecer  estas  peregrinaciones,  en  las 
que  hallaba  honra  y provecho,  y este  favor  mismo  era  causa  de  que  cada  vez  se 
animara  mas  el  deseo  que,  en  parte,  debia  su  nacimiento  al  fervor  religioso,  en  par- 
te al  fanatismo,  que  sin  duda  ninguna,  puede  estimarse  como  la  plaga  mas  gran- 
de de  que  ha  adolecido  la  edad  anterior  á la  nuestra. 

De  más  lian  sabido  siempre  los  que  han  predicado  las  peregrinaciones  que  son 
de  todo  punto  innecesarias,  de  más  saben  que  no  consiste  la  penitencia  en  el  mar- 
tirio del  cuerpo,  y que  después  de  todo  tal  como  se  lo  imponian  no  lo  era,  pero  en 
todo  tiempo  han  sentido  vehemente  necesidad  de  mantener  su  prestigio,  cueste  lo 
que  cueste.  Hoy  para  hacerlo  tienen  que  mirarse  mas,  pues  no  cabe  seducir  hoy 
lo  mismo  que  en  los  atrasados  tiempos  en  que  también  se  hacia  creer  que  el  mun- 
do tocaba  á su  término,  y porque  además,  en  los  dias  que  alcanzamos,  ni  los  senti- 
mientos son  tan  exaltados  ni  el  fanatismo  es  tan  grande. 

En  la  Edad  Media  era  común  y corriente  ordenar  que  en  penitencia  se  fuera 
en  peregrinación  á Roma  ó á cualquiera  otro  de  los  lugares  recomendados,  y no 
pocos  iban  hasta  allá  atosigados  por  el  remordimiento  de  crímenes  que  cometie- 
ran á los  que  buscaban  alivio  y daban  el  que  dejamos  indicado,  pues  solo  con  él 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


les  decían  que  llegarían  á sentir  sn  pecho  libre  de  la  broza  que  sobre  él  pesaba. 

La  dura  y terrible  condición  de  los  hijos  del  pueblo  por  aquel  entonces,  dio 
también  lugar  á que  se  aumentara  considerablemente  el  número  de  peregrinos. 
Condenados  de  por  vida  á humillante  servidumbre,  aquellos  hombres  buscaban 
con  ahinco  medios  de  sacudirla,  y siempre  los  peores  por  cuanto  para  hacerlo  era 
necesario  carecer  de  valor  y de  condiciones  civiles,  se  dedicaban  á peregrinos,  de- 
seosos de  conseguir  los  privilegios  é inmunidades  que  aquellos  disfrutaban. 

El  peregrino  era  una  persona  sagrada;  nadie  podia  sin  incurrir  en  grave  deli- 
to, ofenderla  ni  de  palabras  ni  de  obras,  todos  se  apresuraban  á hacerle  cuanto 
bien  podían;  no  había  una  puerta  que  para  él  estuviera  cerrada,  y no  bien  entra- 
ba en  una  casa,  todos  los  de  ella  estaban  dispuestos  á servirlo;  le  daban  los  me- 
jores manjares  que  tenian  y hasta  llegaban  á cederle  su  propia  cama.  Goces  eran 
estos  que  incitaron  á muchos  hasta  el  punto  de  que  dejaron  sus  habituales  ocu- 
paciones, en  las  que  bien  poco  era  lo  que  ganaban,  por  emprender  aquellos  viajes 
que  en  tal  caso  no  tenian  mas  objeto  que  engañar  á los  demás. 

Una  vez  puestos  en  la  pendiente  no  era  fácil  contenerse,  y habiéndose  arbi- 
trado el  disfráz  como  modus  vivendi,  siguió  siendo  utilizado  así  hasta  que  se  com- 
prendió que  bajo  él  podia  ocultarse  algo  mas  que  un  vago  inhábil  para  el  tra- 
bajo, y no  fué  raro  entonces  que  bajo  el  hábito  se  ocultara  un  ladrón  que  acechara 
al  viandante  en  el  camino  para  desbaldarlo,  ó un  asesino  que  con  premeditación 
quisiera  vengar  la  ofensa  que  se  le  hubiera  hecho. 

Por  lo  que  á la  religión  toca,  las  cosas  cambiaron  con  la  reforma,  y á partir 
de  aquel  tiempo  las  peregrinaciones  cesaron  casi  por  completo;  hijas  en  su  mayor 
número  de  la  superstición,  tuvieron  que  caer  en  desuso  cuando  la  luz  se  abrió  paso 
á través  de  las  tinieblas  en  que  había  vivido  la  humanidad:  los  hombres  conside- 
raron sus  faltas  de  otro  modo  ó la  absolución  de  ellas  fué  mas  fácil,  pero  es  lo 
cierto  que  el  peregrino  se  relegó  como  antigualla  y ya  no  se  encontraba  al  hom- 
bre de  tostado  rostro  y luenga  barba  que  envuelto  en  tosco  sayo  caminaba  dias  y 
noches  sin  pararse  á tomar  descanso,  y cual  si  sobre  él  pesara  la  maldición,  que 
sobre  él  ha  echado  encima  la  fábula. 

De  cualquier  modo;  exceptuando  al  criminal  que  se  disfrazaba  de  peregrino, 
todos  los  demás  fueron  guiados  por  verdadera  devoción,  por  fanatismo,  ó por  ad- 
quirir los  derechos  y privilegios  que  como  romeros  tenian,  estaban  sujetos  á mil 
fatigas,  trabajos  y penalidades,  así  como  también  corrían  mil  peligros,  sin  medios 
ninguno  para  conjurarlos.  El  sol,  la  lluvia,  los  fríos,  lo  malo  y difícil  de  los  ca- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


493 


minos,  el  hambre,  la  sed,  cuanto  mal  puede  sufrir  un  hombre  lo  experimentaban 
v seguían  adelante  meses  y meses,  hasta  llegar  al  término  de  su  penitencial  via- 
je. Esta  es  la  verdad  aun  refiriéndose  á las  peregrinaciones  que  se  llamaban  sim- 
ples, pues  en  gran  número  de  casos  recargábanse  con  la  obligación  de  llevar  los 
piés  desnudos  ó la  cabeza  descubierta  ó hacer  la  travesía  arrastrando  una  ca- 
dena. 

Todo  esto  no  hemos  podido  menos  de  recordarlo  hoy,  en  que  sin  que  se  sepa 
porqué,  han  vuelto  á ponerse  de  moda  las  peregrinaciones.  primera  vista  este 
fenómeno  no  puede  menos  de  extrañar:  durante  mucho  tiempo  han  estado  en  des- 
uso, nadie  ha  pensado  en  qué  para  redimir  sus  culpas  ó delitos  fuera  necesario 
emprender  un  largo  y penosísimo  viaje,  pero  hé  aquí  que  de  buena  á primera  y 
sin  causa  justificativa  ninguna,  aparecen  algunos,  que  cuando  menos  creen  ne- 
cesarias nuevas  cruzadas  y se  agitan  como  energúmenos  y gritan  promoviendo 
trastornos  y alteraciones;  ponen  en  movimiento  á unos  cuantos,  y aconsejan  la 
peregrinación  como  medida  saludable.  ¿Pero  de  qué? 

No  lo  sabemos:  para  expresar  afecto  y simpatía  al  Vicario  de  Jesucristo  en  la 
tierra,  no  son  en  modo  alguno  necesarias  las  peregrinaciones  ó tendrían  que  afir- 
mar que  durante  mucho  tiempo  han  sido  muy  pocos  los  que  se  le  han  profesado 
v que  ahora  solo  se  la  profesan  los  pocos  que  van  á Roma,  único  sitio  á donde  se 
dirigen. 

Este  orden  de  ideas,  comprendemos  que  nos  llevaría  sobradamente  léjos,  por  lo 
que  gustosos,  en  bien  de  todos,  lo  abandonamos  concretándonos  á pintar  como  po- 
damos al  peregrino  y á la  peregrinación  de  nuestros  dias,  ya  que  igual  cosa  he- 
mos hecho  con  las  de  época  pasada. 

Nunca  como  hasta  ahora  fueron  las  peregrinaciones  organizadas  con  anuncios, 
reclamos  y pomposas  manifestaciones  que  pueden  hacer  pensar  desde  luego  en  las 
manifestaciones  políticas,  ni  jamás  hasta  los  dias  que  alcanzamos  se  ha  visto  que 
los  dispuestos  á realizar  un  acto  religioso,  se  dividan  en  bandos  y disputen  acerca 
de  quienes  son  los  que  en  verdad  y con  derecho  los  deben  dirigir  y guiar.  Los  ver- 
daderos peregrinos  no  se  ponían  de  acuerdo  con  nadie;  emprendían  su  camino  y 
si  sobre  él  hallaban  un  hermano  animado  del  mismo  fin  se  unían  fraternalmen- 
te compartiendo  cuanto  tuvieran  y consolándose  con  justa  y perfecta  reciprocidad 
en  sus  cuitas  y aflicciones.  Ninguno  de  ellos  temía  ir  solo,  y jamás  los  grupos 
que  formaron  excedieron  de  cinco  ó seis  personas,  hombres  todos,  pues  la  Iglesia 
con  su  prudencia  y su  caridad  no  pudo  nunca  recomendar  á la  mujer  la  peregri- 

TOMQ  J. 


494 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


nación,  pues,  dada  su  natural  debilidad  hubiera  sido  lo  mismo  (pie  aconsejarle 
el  suicidio. 

Hoy  se  reúnen  á miles  y ya  en  peregrinación  á Roma,  el  que  siempre  se  ha 
creído  un  Santo  y en  tal  creencia  sigue,  el  hipócrita  que  en  nada  cree  y todo  lo 
mira  con  sin  igual  desden,  la  dama  aristocrática  que  no  sabe  en  que  pasar  el 
tiempo,  y la  fanática  que  cree  que  no  hay  mas  remedio  que  considerarse  oveja  y 
acudir  al  llamamiento  del  pastor. 

A pié,  sin  pertrechos  ningunos  y descalzos  las  mas  de  las  yeces  el  antiguo  ro- 
mero emprendía  su  viaje  sin  cuidarse  de  más;  hoy,  por  el  contrario,  luego  que  á 
centenares  se  han  puesto  de  acuerdo  y se  han  enterado  bien  de  las  prevenciones 
que  les  dejan  hechas  los  jefes,  los  que  se  disponen  á ir  en  peregrinación  se  diri- 
gen á la  estación  del  ferro-carril,  sin  que  se  les  ocurra  tocar  antes  en  ninguna 
iglesia  para  encomendarse  á Dios  y recibir  de  manos  del  sacerdote  las  insignias 
que  le  han  de  dar  á conocer  como  penitente. 

Nada  de  mas  vario  aspecto,  ni  nada  tan  animado  como  el  aspecto  de  un  anden 
del  ferro-carril,  en  el  momento  en  que  los  peregrinos  se  disponen  á marchar;  to- 
dos alegres,  felices  y contentos  se  despiden  de  sus  amigos  y conocidos  como  si  se 
tratara  de  emprender  un  viaje  de  puro  placer,  reciben  los  encargos  que  se  les  ha- 
cen, que  por  regla  general,  nunca  son  ni  de  bendiciones,  ni  de  indulgencias,  sino 
de  tolas,  encajes  y objetos  por  qué  se  recomiendan  las  poblaciones  del  tránsito. 

Los  mas  prácticos  procuran  acomodarse  del  mejor  modo  posible  y aun  hay 
entre  estos  modernos  peregrinos  los  que  se  afanan  en  ir  en  coches  ocupados  por 
damas  y jóvenes,  pues  al  fin  se  dicen  que  hay  que  conllevar  lo  mas  dulcemente 
posible  las  molestias  del  camino.  Otros  preparan  alguna  novela  ó varios  números 
atrasados  de  la  Fé  ó del  Siglo  F aturo,  para  entretener  los  ratos  en  que  el  sueño 
se  ausente  de  los  párpados.  Ninguno  olvida  hacerse  de  provisiones  de  boca  cuanto 
mas  suculentas  mejor,  así  como  también  todos  cargan  con  gruesas  mantas  de 
viaje,  que  en  caso  necesario  les  presten  su  abrigo,  pues  deben  de  calcular  que  no 
es  cosa  de  ir  á pescar  una  pulmonía. 

Entre  los  peregrinos  á la  moda  no  faltan  los  que  se  proponen  aprovecharse  de 
la  buena  coyuntura  que  la  ocasión  les  presenta  de  hacer  una  escursion  artística 
á mitad  de  precio,  y estos  son  fáciles  de  conocer,  pues  en  vez  de  hojear  el  brevia- 
rio ó cualquier  otro  libro  de  oraciones,  hojean  la  guia  de  Italia  ú otro  libro  donde 
estén  catalogados  y descritos  los  monumentos  de  aquella  hermosa  tierra. 

A nuestro  modo  de  ver  estos  son  los  únicos  que  debían  quedar  salvos  en  un 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


495 


descarrilamiento,  estos  son  los  únicos  tal  vez  exclusivamente  que  se  proponen  un 
fin  moral,  pues,  ¿á  qué  ocultarlo  por  mas  tiempo?  las  modernas  peregrinaciones  no 
son  religiosas,  sino  políticas.  Por  eso  es  el  afan  de  muchos  en  capitanearlas,  el  cui- 
dado que  se  toman  porque  las  empresas  de  ferro-carriles  hagan  la  rebaja  en  el 
precio  del  pasaje,  las  luchas  que  sostienen  y las  mortificaciones  que  sufren. 

Al  fin  aquel  tren  de  placer  se  pone  en  movimiento  saludado  por  los  gritos  da 
los  que  fueron  á despedirlo  y por  las  exclamaciones  de  gozo  de  los  que  saben  de 
antemano  lo  mucho  que  se  van  á divertir.  Coches  cómodos  que  los  arrastran  con 
vertiginosa  rapidez,  paisajes  admirables,  paradas  en  los  puntos  donde  pueden  en- 
contrar bien  montadas  fondas  con  todo  lo  necesario,  esto  es,  lo  que  el  peregrino 
moderno  halla  durante  su  viaje,  cosas  bien  distintas  en  verdad  de  las  que  tenia 
el  antiguo  y verdadero  romero. 

Una  vez  llegados  á la  ciudad  Eterna,  las  cosas  son  también  muy  distintas: 
apenas  ponen  el  pié  en  tierra  cien  y cien  individuos  le  cierran  el  paso  ofreciéndole 
cómoda  casa  y abundante  mesa,  lo  cual  ocurria  del  mismo  modo  en  las  épocas  an- 
tiguas que  hemos  procurado  bosquejar,  solo  que  entonces  reunidos  los  peregrinos 
en  los  átrios  de  las  iglesias,  no  faltaban  almas  caritativas  que  fueran  en  su  busca 
para  llevarlos  á reposar,  lo  cual  buena  falta  les  hacia  después  de  las  fatigas  que 
llevaban  esperimentadas.  Hoy,  como  decimos,  salen  también  á su  encuentro,  pero 
son  cicerones  y amos  de  fonda  que  sencillamente  se  proponen  explotarlos,  pues 
saben  de  antemano  que  algo  llevan  aquellos  señores  peregrinos  que  pueda  quedar 
entre  sus  uñas.  Antes  el  pobre  tenia  mas  condiciones  que  ningún  otro  para  em- 
prender una  peregrinación,  hoy  para  hacerlo  se  necesita  tener  algo  que  sobre  y 
con  lo  que  pueda  pagarse  el  ahorro  de  fatigas  que  la  industria  moderna  repre- 
senta. 

Citados  un  dia,  son  recibidos  por  el  Santo  Padre  cuyo  pié  besan  pero  con  poco 
fervor,  pues  lo  que  mas  le  distrae  es  la  suntuosidad  del  Vaticano,  la  contemplación 
del  arte  que  allí  rebosa  y apénas  salen  se  esparcen  por  las  calles  de  la  capital 
ó vidos  de  conocerla  y admirarla,  en  lo  cual  se  cansan  y fatigan  hasta  el  punto  de 
renegar  de  la  idea  que  tuvieron  y apetecer  que  llegue  el  momento  anhelado  de 
volver  á sus  casas,  cosa  que  sube  de  punto,  sí  por  algunas  inconveniencias  de  su 
parte  ó bien  por  estar  realizando  un  acto  contrario  al  espíritu  de  la  época  moderna, 
los  censuran,  vituperan  ó acometen  como  perturbadores  del  orden  público. 

Vuelven  al  fin  cansados  y estropeados;  ninguno  recuerda  ó lo  que  fué,  escepto 
aquellos  que  tontamente  se  figuran  haber  hecho  un  alarde  de  fuerzas;  todos  lia- 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


49C 

blan  con  encanto  de  Roma,  de  lo  que  vieron,  gozaron  y disfrutaron;  ninguno  se 
presenta  con  el  aire  contristo  del  penitente  absuelto  que  no  quiere  volver  á de- 
linquir. todos  hacen  obstentacion  de  su  empresa  cual  lo  acostumbran  esos  touris- 
tas  de  primer  año  ó esos  que,  con  una  sombra  de  peligro  que  por  vez  primera  ha- 
yan corrido  en  su  vida,  creen  aventajar  á César  ó dejar  como  un  chicuelo  al  mismo 
Napoleón. 

Repitámoslo  una  vez  más:  lo  que  en  una  época  era  natural  resulta  en  otra  ri- 
dículo, lo  que  antes  se  hacia  por  religión,  se  hace  ahora  por  política  ó conve- 
niencia. El  peregrino  de  ayer  murió,  el  de  boy  no  debia  haber  nacido. 


por  D.  Francisco  Fors  de  Casamayor. 


I 


l declinar  la  tarde  de  un  templado  y sereno  dia  de  prima- 
vera, veíase  desde  los  amenos  y encantadores  cármenes  de 
la  morisca  Granada,  que  l>aña  sus  piés  en  las  cristalinas 
aguas  del  Barro  y del  Genil,  descender  por  las  faldas  de  la 
Alpujarra  algunos  atezados  labradores,  que  tras  las  rudas 
fatigas  del  campo,  regresaban  alegres  á sus  moradas.  Disfrutábase  á 
semejante  hora  del  espectáculo  encantador  de  la  fértil  y extensa 
Sierra-Nevada;  de  ese  coloso,  que  parece  querer  asaltar  el  cielo  con 
sus  enhiestas  cimas  cubiertas  de  perennes  nieves,  con  sus  trozos  po- 
blados de  bosques  de  encinas,  robles,  fresnos,  castaños,  alisos,  tejos, 
y bojes;  con  sus  dehesas  de  abundantes  pastos,  que  alimentan  numerosos  ganados 
de  todas  clases,  y con  sus  mil  y mil  plantas  aromáticas  y medicinales,  que  bus- 
can ávidos,  los  herbolarios  y botánicos.  La  lujosa  vegetación  de  aquella  Sierra, 
desde  cuyas  cumbres  se  domina  al  Sud  un  horizonte  de  cincuenta  y cuatro  le- 
guas, cuyo  magnífico  panorama  se  extiende  por  el  mismo  lado  hasta  las  sierras 


498 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


africanas;  forma  notable  contraste  con  la  de  Elvira,  siempre  árida,  siempre  re- 
belde al  cultivo,  y en  cuyo  ingrato  suelo  no  se  crian  flores,  ni  el  estío  dora  mie- 
ses,  ni  maduran  frutos  para  el  sustento  y regalo  de  los  habitantes  de  la  comarca. 

Si  verdaderamente  era  admirable  la  vista  de  Sierra-Nevada,  de  aquel  robusto 
y formidable  gigante  de  la  creación,  en  el  instante  en  que  el  sol  poniente  baña- 
ba con  sus  postrimeros  rayos  los  muros  de  la  maravillosa  Alhambra  y del  Gene- 
ralife,  mansiones  un  dia  de  placeres,  y hoy  solo  de  históricos  recuerdos,  no  lo  era 
menos  el  cuadro  encantador  de  la  inmensa  vega  de  la  antigua  ciudad  de  las  mil 
torres,  con  sus  deliciosas  alamedas,  sus  sotos  y floridos  jardines,  con  su  casi  per- 
manente verdor,  y con  la  prodigiosa  fertilidad  de  un  suelo  fecundizado  con  el 
riego  de  cien  canales  alimentados  con  las  aguas  del  Barro  y del  Genil.  Alió  en 
la  vasta  extensión  de  catorce  leguas,  así  crece  el  naranjo  de  dorada  fruta,  como  el 
amarillento  limonero  y el  granado  de  nacarado  y dulce  grano,  con  otros  cien  fru- 
tales y múltiple  variedad  de  ricas  plantas,  que  cuando  el  otoño  marchita  la  hoja 
de  los  árboles  y los  despoja  de  su  verdura,  ya  el  extenso  suelo  de  aquella  vega, 
verdeguea  con  otras  nuevas,  y con  infinidad  de  tempranas  flores  que  perfuman  el 
ambiente  con  el  aroma  que  exhalan  de  sus  cálices. 

Empezaba  el  crepúsculo  vespertino  á extender  su  parduzco  manto  sobre  la  ciu- 
dad, cuando  un  muchacho,  cuya  edad  rayaba  en  los  diez  años,  permanecía  sentado 
sobre  una  gruesa  piedra  inmediata  á una  de  sus  puertas.  Era  de  simpático  rostro 
trigueño,  de  centellantes  ojos  negros,  despejada  frente,  diminuta  boca,  nariz  agui- 
leña, y de  laso  y sedoso  pelo  de  azabache.  Con  dulce  y plañidero  acento  implora- 
ba la  caridad  de  los  transeúntes,  y raro  era  el  que  acertaba  á pasar  por  allí  sin 
hacérsela,  porque  Marcelino  (este  era  el  nombre  del  niño),  en  vez  de  ser  uno  de 
esos  sucios  y haraposos  pordioseros,  cuya  repugnante  vista  desvia  al  que  lo  mira, 
se  presentaba  limpio  y aseado  con  su  modesto  y remendado  traje,  y á intérvalos 
dejaba  oir  con  melosa,  flexible  y atiplada  voz,  algunas  lindas  cantinelas,  fruto  de 
la  propia  y agena  inspiración.  Con  ellas  cautivaba  al  auditorio,  que,  silencioso  y 
formando  rueda,  le  escuchaba  embelesado  y le  aplaudía.  Aquellas  melodías,  por 
lo  común,  tiernas,  melancólicas  y expresivas  de  los  sentimientos  de  un  corazón 
oprimido,  eran  muy  celebradas;  y al  terminarlas,  el  joven  cantor  veia  caer  en  el 
fondo  del  viejo  calañés  que  tenia  á sus  piés,  sendas  monedas  arrojadas  por  la  ca- 
ritativa mano  de  sus  oyentes: 

— ¿Quién  es  ese  niño,  cuya  simpática  voz  nos  atrae? — solian  preguntar  los 
que  por  primera  vez  lo  oian.  El  niño  era  un  desgraciado  huérfano,  cuyo  padre. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


490 


siendo  teniente  de  infantería,  pereció  gloriosamente  defendiendo  la  causa  de  la 
libertad  contra  la  tiranía,  en  la  terrible  noche  de  Luchana,  en  la  que  el  bizarro 
general  Espartero  libertó  la  invicta  Bilbao. 

No  podiendo  la  infeliz  madre  de  Marcelino  sobreponerse  á la  doloroso  pérdida 
de  su  querido  esposo,  cayó  enferma  de  tal  gravedad,  que  después  de  apurar  en  su 
dolencia  los  escasos  recursos  de  que  disponia,  vió  reducido  su  cuerpo  á un  esta- 
do de  parálisis,  que  hasta  le  impedia  ocuparse  en  las  labores  propias  de  su  sexo. 
En  tan  crítico  como  lamentable  estado,  no  le  faltaron  á la  pobre  viuda  algunas 
personas  sensibles,  que  compadecidas  de  la  miseria  de  la  madre  y del  hijo,  la  so- 
corrieron por  algún  tiempo. 

Tenia  Marcelino  á la  sazón  ocho  años  y en  tan  precoz  edad,  empezaba  á dar 
muestras  de  rara  inteligencia  y de  las  mas  felices  disposiciones  para  la  música. 
Lo  mismo  era  oir  en  la  calle  ó en  el  templo  del  Señor  un  canto  melódico  ó la  mas 
pequeña  frase  musical,  cuando  en  seguida  lo  repetía  con  la  mayor  exactitud.  Per- 
cibía los  acordes  sonidos  de  una  banda  militar  ejecutando  una  marcha  guerrera: 
de  seguro  que  Marcelino  al  dia  siguiente  la  repetía  nota  por  nota,  puesto  que  su 
delicado  oido  retenia  cualquier  período,  por  difícil  que  fuera  ejecutarlo.  De  ahí 
su  afición  al  canto,  y el  querer  servirse  de  él,  para  hacer  mas  llevadera  la  suerte 
de  su  querida  madre.  Habíase  formado  una  pequeña  colección  de  canciones  apren- 
didas de  oido,  con  otras  cantilenas  y aires  andaluces  que  él  mismo  se  había  arre- 
glado, y con  este  gran  repertorio  de  música  pidió  permiso  á su  madre  para  cons- 
tituirse en  cantor  callejero.  En  vano  fué  que  esta  reprobara  semejante  propósito, 
porque  al  ver  Marcelino  que  disminuía  el  número  de  personas  que  hasta  entonces 
les  habían  socorrido,  y temiendo  que  su  madre  pereciera  en  la  miseria,  adujo 
tales  razones  para  convencerla,  la  prodigó  tales  caricias  y la  cubrió  de  tantísimos 
besos,  que  conmovida  la  pobre  paralítica,  permitióle  que  por  via  de  ensayo  pu- 
siera en  ejecución  su  proyecto. 

Salió  pues  Marcelino  cierta  mañana  muv  temprano  á la  via  pública  llevando 
terciada  á la  espalda  una  vieja  guitarra,  en  la  cual  punteaba  cuatro  fáciles  acom- 
pañamientos. Paróse  en  la  plaza  de  Vivarrambla  y allí,  después  de  un  breve  pre- 
ludio, cantó  el  famoso  antiguo  romance  morisco  sobre  la  pérdida  de  Albania  por 
los  moros,  cuyas  primeras  estrofas  dicen: 

Moro  alcaide,  moro  alcaide, 

El  de  la  belluda  barba, 

El  rey  te  manda  prender 


500 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Por  la  pérdida  de  Alhama, 

Y cortarte  la  cabeza 

Y ponerla  en  el  Alhambra. 

Porque  á tí  te  sea  castig-o, 

Y otros  tiemblan  al  mirarla, 

Pues  perdiste  la  tenencia 

De  una  ciudad  tan  preciada,  etc. 

En  seguida  dejó  oir  el  canto  del  moro  Zaide  cuando  después  de  desembarcar 
de  su  bajel,  y al  pié  de  la  reja  de  la  bella  Zaida,  entonaba  á media  noche  acom- 
pañándose con  los  acordes  de  su  laúd,  esta  sentida  canción: 


Lágrimas  que  no  pudieron 
Tanta  dureza  ablandar, 

Yo  las  volveré  á la  mar, 

Pues  que  de  la  mar  salieron. 

Hicieron  en  duras  peñas 
Mis  lágrimas  sentimiento. 

Tanto,  que  de  su  tormento 
Dieron  unas  y otras  señas. 

Y pues  ellas  no  pudieron 
Tanta  dureza  ablandar 
Yo  las  volveré  á la  mar, 

Pues  que  de  la  mar  salieron. 

Después  de  haber  divagado  dos  ó tres  horas  por  la  ciudad  recogiendo  gran 
cosecha  de  aplausos  y monedas,  regresaba  á su  casa  rebosando  de  alegría,  para 
depositar  en  poder  de  su  madre  el  fruto  de  la  primera  excursión  artística . 

Desde  aquel  dia  extendióse  por  Granada  la  fama  del  cantor  Marcelino,  del 
hijo  de  la  pobre  viuda  imposibilitada,  del  niño  que  mantenía  á su  madre. 

Pasara  así  mas  de  año  y medio,  cantando  por  plazas  y calles,  recogiendo 
abundante  provecho,  hasta  el  dia  que  lo  vimos  por  primera  vez  extramuros  de  la 
ciudad.  Ya  entonces  había  resuelto  emprender  otro  rumbo.  Aspiraba  al  verdadero 
título  de  artista.  Pretendía  entrar  de  seise  en  la  capilla  de  música  de  la  catedral. 
Valióse  para  conseguirlo  de  otro  seise  amigo  suyo,  el  cual  después  de  presentarlo 
al  maestro  y de  probarle  este  la  voz,  le  concedió  la  plaza  que  apeteciera.  Satisfe- 
cho cada  dia  mas  el  maestro  de  capilla,  del  argentino  y extenso  timbre  de  voz 
del  nuevo  seise , resolvió  dedicarse  asiduamente  á su  instrucción  musical;  y en 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


501 


ella  hizo  aquél  tan  rápidos  progresos,  que  á los  pocos  meses  era  repentista  y des- 
empeñaba la  parte  de  tiple  primero  de  la  capilla.  ¡Cuántas  veces  la  sonora  y me- 
lodiosa voz  de  Marcelino  atraía  á los  fieles  bajo  las  elevadas  bóvedas  del  sagrado 
templo,  ávidos  de  oirle  entonar  los  religiosos  himnos  á la  Divinidad!... 

Embelesado  el  maestro  con  su  predilecto  primer  seise , á mas  de  recompensarlo 
generosamente,  instruíale  en  los  secretos  de  la  armonía  y del  contrapunto  que 
mas  tarde  fué  de  mucho  valor  para  el  discípulo. 

Habían  transcurrido  ya  mas  de  cuatro  años  y medio,  y se  hallaba  Marcelino 
en  el  período  crítico  en  que  la  voz  de  los  niños  cantores  experimenta  notable 
cambio  al  entrar  en  la  pubertad.  Al  reconocerlo  él  mismo,  no  le  desconcertó  y 
entristeció  tanto  el  que  su  voz  perdiera  su  timbre  y flexibilidad,  como  el  ver 
agravarse  un  dia  y otro  dia  la  enfermedad  de  su  madre,  cuya  existencia  se  iba 
paulatinamente  apagando  y por  la  cual  daría  con  el  mayor  placer  la  suya.  Para 
atenderla  y cuidarla,  ya  no  asistía  á la  capilla,  ni  á las  lecciones  de  su  maestro. 
Fijo  constantemente  á la  cabecera  de  la  cama  de  la  doliente,  velaba  su  intran- 
quilo sueño,  observando  con  humedecidos  ojos  todos  sus  movimientos  y procu- 
rando ocultarle  las  encendidas  lágrimas  que  de  vez  en  cuando  desprendiéndose 
de  las  pupilas,  surcaban  sus  megillas.  ¡Cuán  y cuán  doloroso  se  le  hacia,  ver  extin- 
guirse una  vida  que  le  era  tan  querida!  ¡Oh!  esto  era  triste,  desgarrador,  para 
el  corazón  de  Marcelino!...  Llegó  el  momento  fatal...  La  hora  suprema  de  la  se- 
paración de  aquellos  dos  séres,  sonó  por  fin...  Daba  la  media  noche.  Puesto  Mar- 
celino de  hinojos,  ora  mentalmente  junto  al  lecho  de  la  mujer  que  le  dió  vida  \ 
mientras  con  una  mano  estrecha  y besa  la  casi  yerta  de  la  enferma,  coloca  la  otra 
sobre  su  corazón  para  contarle  sus  débiles  latidos.  De  repente,  deja  de  sentirlos... 
¡Gran  Dios!  La  infeliz  viuda  del  que  murió  gloriosamente  en  Luchana  ha  volado 
á reunirse  con  su  esposo  dejando  un  desconsolado  huérfano  acá  en  la  tierra,  el 
cual  es  arrancado  de  la  estancia  mortuoria  por  la  piedad  del  sacerdote  que  pre- 
senciaba aquella  fúnebre  escena. 

II 

Han  pasado  tres  meses  desde  la  muerte  de  la  madre  de  Marcelino. 

Había  en  Granada  cierta  baronesa  apasionada  en  extremo  de  la  música.  Ad- 
miradora del  talento  del  joven  huérfano  y compadecida  de  su  crítica  situación, 
llamóle  un  dia  á su  casa  y le  habló  de  esta  manera: 

— Marcelino:  tú  has  poseído  una  voz  de  tiple  cual  pocas  se  han  oido.  Si  bien 

TOMO  I,  63 


502 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


es  verdad  que  con  el  cambio  de  edad  casi  la  lias  perdido:  con  todo;  como  tu  maes- 
tro me  ha  asegurado,  que  tu  órgano  vocal  bien  conducido  y cultivado  por  un  há- 
bil profesor  de  canto,  puedes  crear  una  excelente  voz  de  tenor,  yo  me  intereso  por 
ti  y he  resuelto  protejerte,  asegurándote  una  pensión  para  que  pasando  á Madrid 
á ponerte  bajo  la  dirección  de  un  hábil  maestro  puedas  llegar  á ser  un  aventajado 
artista  que  haga  honor  á su  patria. 

— Señora  baronesa, — contestó  Marcelino, — tal  exceso  de  bondad  me  conmueve 
extremadamente  y me  confunde.  Yo  no  deseo  mas  que  corresponder  á él  con  evi- 
dentes creces,  y usted  puede  estar  bien  segura  de  mi  eterna  gratitud. 

— Te  hallas  en  edad  apropósito  para  hacer  carrera.  Has  cumplido  solamente 
diez  y siete  años  y mucho  puedes  aprender  aun.  Si  bien  Madrid  está  sembrado 
de  infinitos  escollos,  en  los  que  suele  estrellarse  la  juventud,  yo  estoy  convencida, 
fiando  en  tu  buen  juicio,  de  que  sabrás  evitarlos,  para  entrar  un  dia  en  el  apete- 
cido puesto  en  que  deseo  verte. 

— ¿Con  qué  podré  pagar  á la  señora  baronesa  estos  favores?  Yo  le  aseguro  por 
la  memoria  de  mi  muy  querida  é inolvidable  madre,  que  no  habrá  usted  prote- 
gido á un  ingrato. 

A los  ocho  dias  de  esta  corta  conversación,  la  baronesa  mandaba  un  completo 
equipaje  á casa  de  Marcelino  con  varias  cartas  de  recomendación,  entre  estas 
una  para  cierto  banquero  de  Madrid,  del  cual  pudiese  Marcelino  tomar  mensual- 
mente el  dinero  que  le  fuera  necesario  para  su  manutención. 

Dispuestas’  así  las  cosas,  partió  Marcelino  de  Granada,  después  de  despedirse 
de  su  generosa  protectora  y de  repetirle  las  mayores  seguridades  de  que  con  su 
aplicación  y constancia  en  el  estudio  se  aprovecharía  de  sus  bondades.  Llegado 
que  hubo  á la  córte,  presentó  las  cartas  de  recomendación  que  tenia  en  su  poder, 
y apénas  hubo  visitado  á su  banquero,  informóse  de  cuales  eran  los  mas  reputa- 
dos maestros  de  música.  Con  sorpresa  supo  que  había  cierto  caballero  de  notable 
cuna,  el  cual  después  de  haber  pertenecido  al  ejército  en  clase  de  oficial  de  la 
antigua  guardia  Walona,  al  retirarse  del  servicio  se  había  dedicado  al  cultivo  de 
la  música  y especialmente  á la  enseñanza  del  canto,  tan  solo  por  mera  afición: 
v que  bajo  el  método  especial  que  tenia  establecido,  había  alcanzado  excelentes 
resultados.  Hízose  pues  Marcelino  presentar  á tan  hábil  profesor  por  una  de  las 
personas  á las  cuales  había  sido  recomendado.  Recibióle  el  antiguo  oficial  de  AY a- 
lonas  cortés  y cariñosamente.  Sentóse  al  piano  y después  de  haberle  probado  muy 
detenidamente  el  timbre  y extensión  de  la  voz,  díjole  así: 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


503 


— No  tengo  el  menor  inconveniente  en  tomar  á usted  por  discípulo  para  ver 
de  reformar  su  voz,  que  actualmente  es  velada,  desigual,  y de  incierto  timbre, 
por  efecto  del  pase  de  la  edad  infantil  á la  juventud.  Sin  embargo  noto  en  ella, 
educándola  bajo  mi  método,  una  tendencia  á aparecer  con  tiempo  y constancia  en 
los  ejercicios,  una  verdadera  tessitura  de  tenor. 

Difícil  seria  describir  el  alborozo  de  Marcelino  al  escuchar  tan  halagüeño  pro- 
nóstico. Parecia  con  aquellas  palabras  vuelto  de  muerte  á vida.  Al  dar  con  inse- 
guro acento  las  gracias  al  caballero  maestro  por  su  ofrecimiento,  y al  suplicarle 
que  le  indicara  la  suma  con  que  debia  retribuirle  mensualmente,  admiróse  aun 
mas  y mas  cuando  le  contestó  dicho  señor: 

— Yo  no  acepto  retribución  alguna  de  mis  discípulos,  porque  tengo  mas  que 
suficientemente  para  vivir  con  holgura.  Cultivo  el  arte  por  mera  pasión  y mi 
mayor  placer  es  poder  ser  de  utilidad  á los  que  se  dedican  á su  estudio.  La  única 
recompensa  á que  aspiro  por  la  enseñanza  del  canto,  es  la  de  poder  ver  brillar  á 
mis  alumnos  en  la  escena,  ó los  círculos  musicales  de  una  inteligente  sociedad  ar- 
tística. 

Al  dia  siguiente  de  esta  primera  visita  púsose  Marcelino  bajo  la  dirección  de 
su  nuevo  maestro.  Tanto,  y tanto  se  aplicó,  y tan  provechosas  le  fueron  aquellas 
lecciones,  que  antes  de  cumplir  los  veinte  años,  el  órgano  vocal  del  alumno  se 
habia  desarrollado,  y regularizada  la  desigualdad  de  la  cuerda,  apareció  con  toda 
tersura  la  profetizada  tessitura  de  tenor. 

No  ignoraba  la  noble  dama  granadina,  protectora  de  Marcelino,  los  progresos 
de  éste  y el  feliz  resultado  de  sus  estudios,  y á pesar  de  que  los  habia  terminado 
y que  con  autorización  del  maestro  podia  presentarse  en  la  escena,  continuó 
aquella  prodigándole  recursos  hasta  tanto  que  se  escriturara  de  tenor  en  algún 
teatro. 

Por  aquellos  dias,  el  pensamiento  favorito,  la  idea  fija  entre  algunos  cultiva- 
dores del  arte  eufónico,  era  la  creación  de  la  ópera  española.  Entre  ellos  los  hubo 
que  tanto  por  escrito  como  de  palabra  procuraron  inculcar  su  utilidad,  demos- 
trando cuan  fácil  y melodiosa  es  para  el  canto,  nuestra  hermosa  lengua,  y cuan 
ricos  somos  al  mismo  tiempo  de  música  puramente  nacional,  para  poder  sobre  ella 
basar  el  edificio  de  la  ópera  española. 

—Nosotros, — decian, — nada  hemos  tenido  que  envidiará  las  demás  naciones 
en  el  cultivo  de  las  bellas  artes  de  la  pintura  y de  la  arquitectura,  de  lo  cual  son 
irrecusable  testimonio  nuestros  preciosos  museos,  nuestras  catedrales  é infinidad 


504 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


de  otros  monumentos  aclamados  por  los  extranjeros.  España,  cuyo  suelo  ha  pro- 
ducido tantos  varones  insignes  en  artes  y ciencias,  cuya  fama  guardan  las  impe- 
recederas páginas  de  la  historia ; España , fecundo  país  para  las  grandes  concep- 
ciones de  música  religiosa,  como  lo  atestiguan  las  obras  que  recónditas  guardan 
los  archivos  de  las  catedrales  de  Toledo,  Sevilla,  Burgos,  Valencia  y otras  varias, 
es  doloroso  que  hasta  ahora  no  haya  tenido  un  creador  de  la  ópera  nacional,  como 
los  que  ha  habido  para  las  de  Italia,  Alemania  y Francia.  Cuando  estas  naciones  se 
envanecen  con  razón  de  poseerla,  y cuando  Inglaterra  y la  misma  Rusia  han  hecho 
y están  haciendo  titánicos  esfuerzos  para  adquirirla,  nosotros  que  estamos  en  me- 
jores condiciones  que  aquellas,  carecemos  de  semejante  género  nacional. 

Inspirados  en  estas  ideas  se  arriesgaron  algunos  distinguidos  compositores  na- 
cionales á escribir  obras  líricas  para  la  escena  que  si  bien  no  constituyen  la  ver- 
dadera ópera  española,  son  una  irrecusable  muestra  del  génio  de  sus  autores. 

Infinitas  composiciones  existen  hoy  por  hoy  con  el  título  de  zarzuelas  que  se 
han  dado  á luz  en  nuestros  teatros  con  general  aplauso.  A la  aparición  de  la  titu- 
lada El  lio  Caniyitas , El  serpenton  de  la  Ha  Norica,  y alguna  otra  de  nuestro  par- 
ticular amigo  el  distinguido  autor  de  la  Historia  de  la  música  española,  don  Ma- 
riano Soriano  Fuertes,  casi  simultáneamente  aparecieron  Jugar  con  fuego,  del 
inteligente  maestro  Asenjo  Barbieri,  que  por  su  contestura  y por  el  tipo  especial 
de  su  música  es  la  que  mas  puede  aproximarse  á la  ópera  nacional.  Los  Mag yares, 
El  valle  de  Andorra,  Catalina,  El  dómino  azul,  El  sargento  Federico,  Una  vieja, 
La  conquista  de  Madrid,  El  salto  del  pasiego,  Por  seguir  á una  mujer,  etc.,  de- 
bidas al  talento  de  reputados  maestros  españoles,  si  bien  no  carecen  de  mérito  y 
conquistaron  honra  y provecho  á sus  autores,  con  todo,  ninguna  de  ellas  puede 
calificarse  por  su  género  de  música,  de  ópera  española,  y están  muy  léjos  de  serlo. 
No  obstante,  el  que  mas  destellos  ofreció  de  su  génio  para  poderla  inaugurar,  fué 
como  queda  dicho  el  maestro  señor  Asenjo  Barbieri  en  su  citada  composición  Ju- 
gar con  fuego. 

Notable  beneficio  por  cierto  ha  reportado  la  juventud  española  que  se  dedica 
al  canto,  de  la  aparición  de  la  zarzuela  en  nuestros  teatros,  por  cuanto  se  han  for- 
mado muchísimas  compañías  líricas  de  artistas  nacionales,  que  no  solo  abastecen 
los  teatros  de  zarzuela  de  la  península,  sí  que  también  los  de  Portugal,  Puerto- 
Rico,  Isla  de  Cuba,  Montevideo,  Buenos-Aires,  Perú,  Chile  y muchos  otros  de 
las  antiguas  colonias  hispano-americanas. 

Nuestro  Marcelino,  terminó  precisamente  sus  estudios  cuando  mas  afición  se 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


505 


había  despertado  en  el  público  á las  representaciones  de  zarzuela,  y cuando  con 
mas  entusiasmo  eran  aplaudidas  las  de  los  maestros  Barbieri,  Gaztambide,  Arríe- 
la, Iradier  y demás  compositores.  Las  muchísimas  y valiosas  relaciones  que  man- 
tenía en  la  córte,  y su  excelente  voz,  que  se  halda  dejado  oir  en  alguno  de  los 
círculos  que  frecuentaba,  le  procuraron  ser  escriturado  en  Madrid  mismo,  en  cla- 
se de  primer  tenor  absoluto  y con  muy  buena  paga.  Cuantos  conocían  su  delica- 
do método  del  canto  y sus  maneras  artísticas,  no  dudaban  de  su  triunfo  en  la  es- 
cena con  tal  copia  de  recursos. 

Llegó  el  dia  crítico  del  estreno.  Marcelino  se  había  cambiado  el  apellido  como 
suelen  efectuarlo  algunos  artistas.  La  sala  del  teatro  estaba  llena  de  bote  en  bote. 
Lo  mas  escogido  de  la  buena  sociedad  de  la  córte  ocupaba  palcos  y butacas.  Tam- 
poco faltaba  allí  lo  mas  selecto  del  profesorado  aquella  noche.  Iba  á levantarse  el 
telón.  En  el  aposento  del  nuevo  tenor  hallábanse  varios  amigos  que  le  animaban, 
sin  que  faltara  el  caballero  maestro  que  tan  desinteresada  como  hábilmente  había 
educado  su  voz.  (1)  La  presencia  de  éste  y el  deseo  de  dividir  con  él  la  gloria  del 
triunfo,  apagó  en  Marcelino  el  marasmo  que  experimentaba  en  aquellos  momen- 
tos, y cuando  vinieron  á avisarle  para  salir  á la  escena,  sintióse  animado  de  un 
valor  inusitado  para  hacer  frente  al  peligro. 

Apénas  apareció  en  las  tablas  y desplegó  todo  el  lleno  de  sus  facultades  artís- 
ticas en  una  expresiva  romanza , un  torrente  de  aplausos  resonó  en  todos  los  ám- 
bitos del  coliseo  pidiendo  la  repetición  de  la  pieza  y llamándole  cuatro  ó cinco 
veces  al  proscenio;  en  el  resto  de  la  zarzuela  contó  sus  apariciones  por  otros 
tantos  triunfos.  Su  anciano  maestro  lloraba  de  placer,  altamente  conmovido  al 
abrazarle. 

En  medio  de  tantos  agasajos  y felicitaciones  como  se  le  tributaban  y dirigían 
por  cuantos  entraban  y salian  de  su  aposento  en  los  intermedios  de  la  represen- 
tación, no  dejó  de  recordar  Marcelino  á la  noble  granadina,  cuya  generosidad  sin 
límites  le  había  proporcionado  el  esplendoroso  triunfo  de  que  era  objeto  aquella 
noche.  Así  es  que  al  salir  del  teatro,  tan  pronto  como  entró  en  su  casa,  á pesar 
de  ser  en  una  hora  muy  adelantada,  tomó  la  pluma  para  escribirle  detalladamente 
el  glorioso  éxito  de  su  estreno. 

— ¡Ah!  ¡Cuánto  placer, — exclamaba  mentalmente, — experimentaría  la  noble 
baronesa,  si  presenciara  mi  triunfo  escénico  ! 

,1)  Este  maestro  era  el  caballero  don  José  de  Reart,  del  cual  fue  discípulo  de  canto  el  artista  señor  Salas 
y otros  varios. 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Muy  pocos  (lias  después  de  escrita  la  tal  carta,  quedó  agradablemente  sor- 
prendido al  recibir  de  la  baronesa  un  billete  anunciándole  que  acababa  de  llegar 
ú Madrid,  y que  se  hospedaba,  con  su  bija  Estefania,  en  la  fonda  de  los  Penin- 
sulares, en  la  calle  de  Alcalá.  Allí  voló  inmediatamente  Marcelino.  Al  entrar  en 
las  habitaciones  de  la  baronesa,  recibió  de  ésta  y de  su  linda  hija,  los  mas  since- 
ros plácemes,  anunciándole  la  primera  que  habia  determinado  permanecer  larga 
temporada  en  Madrid,  para  presenciar  los  triunfos  de  su  protegido. 

La  gloria  de  Marcelino  se  acrecentaba  á cada  nueva  zarzuela  en  que  tomaba 
parte,  y sus  ovaciones  eran  tantas,  que  corrían  parejas  con  las  continuas  proposi- 
ciones de  pingües  contratos  que  le  ofrecían  varias  empresas,  ganosas  de  que  ac- 
tuara tan  distinguido  artista  en  sus  teatros. 

La  baronesa,  empero,  que  queria  como  hijo  á Marcelino,  le  aconsejó  que  por 
de  pronto  no  contragera  compromiso  alguno,  pues  deseaba  que  pasara  con  ella  á 
Granada  á descansar  por  algún  tiempo  de  sus  artísticas  fatigas.  Viuda  la  noble 
dama,  y con  una  hija  única,  que  solo  contaba  diez  y siete  años  cumplidos,  obser- 
vó con  cierto  placer  que  Marcelino  dedicaba  todos  sus  obsequios  á la  joven  Este- 
fania, y que  ésta,  en  vez  de  mostrarse  indiferenta  ó esquiva,  los  recibía  con  agra- 
do. Solo  contaba  la  joven  trece  años  cuando  Marcelino  dejó  Granada,  y si  bella  era 
entonces  aquella  niña  de  rosada  tez,  blondos  cabellos  y azulados  ojos,  bellísima 
era  ahora  que  sus  formas  se  habían  desarrollado,  perfeccionando  mas  si  cabe  el 
simpático  y encantador  tipo  de  su  persona. 

Marcelino  no  pudo  ver  con  indiferencia  á Estefania.  No  conocía  aun  el  amor, 
y sin  embargo,  sentía  en  su  pecho  el  mágico  efecto  de  la  voraz  llama  que  le  con- 
sumía y (|ue  le  arrastraba  á aquella  encantadora  deidad;  empero  al  reflexionar 
en  su  humilde  posición  de  novel  artista,  y en  el  respeto  y gratitud  debidos  á su 
generosa  protectora,  forzoso  le  fué  imponerse  el  deber  de  refrenar  su  pasión  na- 
ciente. Esto  no  impedia  que  cuantos  momentos  le  dejaban  libres  sus  artísticas  ta- 
reas, los  pasaba  gustoso  al  lado  de  la  baronesa  y de  su  linda  hija.  La  vista  de 
Marcelino  habia  hecho  igualmente  sentir  á Estefania  los  efectos  del  primer  amor. 
Suspiraba  en  silencio,  y experimentaba  ese  dulce  malestar  inseparable  de  un  co- 
razón que  ama  en  secreto,  y que  tan  solo  se  muestra  satisfecho  junto  al  sér  que- 
rido, cuya  fascinadora  mirada  le  encanta  y le  seduce. 

Todo  lo  observaba  la  baronesa  v aguardaba  un  momento  oportuno  para  bacer 
cesar  las  ánsias,  y los  temores  de  aquellos,  demostrándoles  toda  la  intensidad  de  su 
maternal  afecto.  Pocos  dias  antes  de  terminar  la  contrata  que  tenia  Marcelino 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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firmada  con  la  empresa,  le  dirigió  las  siguientes  palabras  en  presencia  de  Este- 
fanía: 

— Cuando  me  propuse  protegerte,  bien  segura  estaba  de  que  no  te  barias  in- 
digno de  mí,  y recuerdo  perfectamente  que  en  aquel  entonces  me  dijiste,  jurán- 
domelo por  la  memoria  de  tu  querida  madre,  que  yo  no  protegía  á un  ingrato. 
Has  cumplido  fielmente  tu  palabra.  Te  lias  aplicado  y ahora  ya  tienes  una  carre- 
ra artística  y un  seguro  porvenir.  Yo  misma  he  querido  juzgar  de  tus  dotes  y 
presenciar  tus  triunfos  en  la  escena.  Dentro  de  cuatro  dias  quedas  libre  de  com- 
promiso con  tu  empresario,  y vas  á acompañarme  á Granada;  empero,  antes  de 
verificarlo  deseo  que  me  digas  franca  y lealmente  si  á tu  edad  ha  experimentado 
tu  corazón  alguna  impresión  amorosa;  en  una  palabra,  si  has  amado  y amas  ac- 
tualmente. 

Desconcertado  quedó  de  repente  el  mancebo,  mas  repuesto  en  seguida  algún 
tanto,  contestóle  con  entrecortado  acento: 

— Yo,  señora,  reconozco  y confieso  que,  si  algo  valgo,  lo  debo  á usted,  y por 
lo  tanto,  la  gratitud  me  dice  que  seria  grave  é imperdonable  falta  no  ser  franco. 
Confiésele,  pues,  que  de  poco  tiempo  á esta  parte  amo  en  secreto  un  objeto  en- 
cantador, del  cual  mi  humilde  condición  de  artista  me  separa. 

— ¿Y  quién  es  ese  objeto?  ¿Te  corresponde  acaso? 

— ¡Ah,  señora!  Si  revelara  su  nombre,  indudablemente  experimentaría  el 
desagrado  de  usted,  aun  cuando  pueda  asegurarle  que  jamás  he  dirigido  siquiera 
una  amorosa  frase  al  bello  objeto  de  mis  ánsias,  y por  lo  tanto  ignoro  si  ella  cor- 
responde ó no  á mi  cariño. 

Al  pronunciar  estas  últimas  palabras,  con  marcado  acento,  fijaba  intenciona- 
damente la  vista  en  Estefanía,  la  cual,  con  encendido  rostro,  inclinaba  la  cabeza 
sobre  el  pecho. 

Al  notarlo  su  madre,  repuso: 

— Y si  yo  te  dijera,  Marcelino,  que  el  hijo  de  un  valiente  militar  que  derra- 
mó su  sangre  por  su  reina  y por  la  patria,  y que  adquirió  sus  títulos  nobiliarios 
con  la  espada,  puede  aspirar  al  amor  de  cualesquiera  mujer  por  elevada  que  sea 
la  alcurnia  á que  pertenezca;  si  yo  te  añadiera  que  el  hombre  que  con  solo  su  ta- 
lento artístico  y su  constante  aplicación,  ha  sabido  elevarse  como  tú  á culmi- 
nante altura  en  los  primeros  albores  de  su  carrera,  es  muy  digno  del  aprecio  de 
la  sociedad  cuando  se  dedica  al  ejercicio  de  su  profesión,  ¿qué  me  contesta- 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 

Nada  respondió  Marcelino:  miró  en  actitud  suplicante  á la  baronesa  y luego 
á Estefanía. 

Entonces  la  noble  dama,  volviéndose  á su  hija: 

— ¿No  es  verdad,  bija  mia, — di j ole, — qué  piensas  como  jo  en  semejante  ma- 
teria? ¿No  es  verdad  qué  á pesar  de  tu  posición,  distinta  de  la  de  Marcelino,  no 
dejarías  de  corresponder  á su  amor,  porque  el  talento  une  las  distancias,  cuando 
va  acompañado  de  nobles  sentimientos? 

— ¡Oh!  ¡Madre  mia! — repuso  la  joven,  llorosa  j conmovida,  arrojándose  en 
los  brazos  de  la  baronesa. 

— Basta  ja, — dijo  esta  mirando  á la  vez  á los  dos  jóvenes, — vuestra  actitud 
v vuestro  silencio  han  sido  para  mí  el  lenguaje  mas  elocuente  para  revelarme  la 
llama  de  amor  que  arde  en  vuestros  pechos.  Os  habéis  amado  en  silencio,  j léjos 
de  violentaros  ni  pensar  oponerme  en  lo  mas  mínimo  á vuestra  pasión,  solo  deseo 
colmar  vuestra  felicidad.  Mañana  marcharemos  á Granada;  allí,  j en  el  templo 
mismo  donde  se  ojeron  los  primeros  j dulces  acentos  de  la  voz  del  pequeño  seise, 
al  cual  me  decidí  proteger,  sereis  unidos  para  siempre,  j el  nuevo  tenor  de  zar- 
zuela quedará  de  tal  suerte  escriturado  para  siempre  en  mi  palacio. 

Una  semana  después,  los  tres  viajeros  llegaban  á la  morisca  Granada.  Al  dia 
siguiente  iban  juntos  al  cementerio  á orar  j depositar  una  corona  de  siemprevi- 
vas en  el  sitio  donde  jacian  los  mortales  restos  de  la  madre  de  Marcelino. 

Dispuestos  en  breves  dias  los  preparativos  para  la  boda,  celebróse  con  gran 
pompa  en  la  catedral  j á presencia  del  anciano  maestro  de  capilla,  que  fué  el 
primer  profesor  de  música  del  aplaudido  tenor  de  zarzuela.  El  buen  hombre  no 
podia  contener  la  satisfacción  que  experimentaba  j entre  apretones  de  manos  j 
sollozos  de  alegría,  no  cesaba  de  repetir  á cada  paso: 

— Este  es  el  dia  mas  feliz  de  mi  vida,  toda  vez  que  el  cielo  me  ha  permitido 
ser  testigo  de  la  dicha  de  mi  predilecto  'primer  seise. 


n 

I 


L INDIO  BOLIN 


por  D.  José  Domingo  Cortes. 


ubo  un  tiempo  en  que,  en  la  vasta  planicie  de  los  Andes, 
donde  los  tres  jigantes  del  mundo  confunden  con  el  cielo 
sus  nevadas  cimas,  donde,  circunscritas  por  pequeñas 
colinas,  se  descubren  en  lontananza  y á través  de  los 
desiertos,  pequeñas  y brillantes  manchas  que  son  las  cris- 
talinas aguas  que  fijan  la  mansión  misteriosa  de  los  hijos  del  Sol, 
vivia  un  pueblo,  del  que  salieron  Manco-Capac  y Mama-Oello, 
fundadores  de  un  vasto  imperio. 

La  tradición,  los  monumentos  jigantescos,  como  las  pirámides 
de  Egipto,  atestiguan  su  poderío  y civilización.  Sus  leyes,  su  reli- 
gión, sus  usos  y costumbres,  lo  asemejan  á Roma,  al  Egipto  y á 
otros  pueblos  primitivos. 

Este  imperio  conquistado  por  Pizarro  doblegó  su  cuello  para  que  el  despotis- 
mo le  pusiera  la  cadena  de  la  esclavitud. 

El  aborigen  de  este  imperio,  el  indio  aimará,  fué  el  que  mas  cruelmente  su- 
frió las  consecuencias  de  esta  dominación, 

64 


TOMO  X. 


510 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Durante  tres  centurias  el  indio  fué  obligado  al  duro  trabajo  de  explotar  las  ri- 
quezas de  su  suelo  virgen;  y solo  así  pudo  satisfacer  la  ambición  de  sus  domina- 
dores. No  tuvo  mas  retribución  por  este  penoso  trabajo,  que  el  dominio  de  las 
tierras  que  cultivaba  con  el  sudor  de  su  frente,  suficiente  apénas  para  su  escasa 
subsistencia  y el  pago  de  las  contribuciones. 

Puesto  bajo  la  bárbara  opresión  y vigilancia  de  los  caciques  de  sangre,  era  el 
sér  mas  desgraciado  y abyecto  en  el  coloniaje.  Considerado  como  un  medio  de 
especulación,  labraba  la  tierra  para  los  conquistadores;  hacia  las  veces  de  bestia, 
trasportando  en  sus  hombros  pesadas  cargas  á grandes  distancias  y á través  de 
pésimos  caminos.  Los  obstáculos  mas  insuperables  eran  vencidos  con  el  martirio 
de  este  miserable.  Los  servicios  mas  difíciles  eran  llenados  por  este  desgraciado. 

Ni  un  momento  de  placer,  ni  un  instante  de  reposo.  Siempre  el  trabajo  que 
aniquila  las  fuerzas,  siempre  el  sufrimiento  que  embrutece  al  hombre.  Los  casti- 
gos crueles,  las  reprensiones  severas  degradaron  de  tal  suerte  á este  infeliz,  que 
no  sabemos,  si  el  cafre  ó el  ilota  inspiraron  menos  compasión. 

Ser  abyecto,  sin  los  consuelos  de  la  religión,  sin  el  amparo  de  las  leyes  tute- 
lares, sin  la  tutela,  ni  las  dulzuras  de  la  civilización,  perdió  hasta  los  sentimien- 
tos naturales  del  amor  al  prójimo,  despertándole  los  del  odio  y la  venganza. 

Dominado  por  el  furor  del  salvaje,  se  levantó  implacable,  temerario,  en  1780, 
y dejó  impresos  los  horrores  de  la  desolación  y del  espanto  en  La  Paz.  ¡Lucha  de 
castas  terrible,  amenazadora,  que  duró  cien  dias,  y que  sostuvo  sin  mas  armas 
(|ue  su  desesperación,  sin  mas  esfuerzos  que  su  odio,  sin  mas  esperanza  que  el 
deseo  insaciable  de  vengarse. 

Su  derrota  le  condujo  á peor  condición.  Dobló,  impasible  como  el  carnero,  su 
cuello  para  que  el  verdugo  lo  cortara.  Su  sangre  corrió  enrojeciendo  las  acequias 
de  la  ciudad;  se  quemaron  sus  cabañas,  se  destruyeron  sus  sementeras. 

Pero  él  presenció  indiferente  la  ejecución  de  Tupaccatarí,  su  caudillo,  descuar- 
tizado vivo  por  cuatro  caballos  en  los  altos  de  la  ciudad  de  La  Paz:  y miró  tran- 
quilo suspender  á la  mujer  de  aquél  en  la  horca.  Ni  una  lágrima,  ni  un  suspiro 
arrancó  el  suplicio  á estos;  ni  el  dolor  ni  el  miedo  se  revelaron  en  aquél. 

Es  que  la  superstición  de  su  creencia  los  iba  á despertar  de  la  tumba,  para 
volver  á la  vida  á combatir  con  mas  pujanza. 

Sí;  la  superstición  era  la  religión  dominante,  creia  en  los  augures,  y en  los 
sueños;  vaticinaba  por  los  signos;  leía  en  el  porvenir,  hablaba  con  los  génios 
ocultos,  idólatra  de  sus  creencias,  ahorcaba  á los  ancianos  y á los  moribundos  au- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


511 


tes  de  que  acabasen  de  morir.  Su  dios  era  el  Sol.  Sus  vírgenes,  como  las  vestales 
de  Roma,  guardaban  el  fuego  sagrado.  Tenia  su  calendario  en  las  estaciones  de 
la  luna,  ó las  calculaba  por  las  estrellas,  era  astrónomo  como  el  árabe. 

Mas  civilizado  que  los  aborígenes  del  Asia  antigua,  era  digno  de  mejor  suerte. 
Mas  dócil,  mas  inteligente  y menos  feroz  que  los  habitantes  de  otras  primitivas 
comarcas,  era  digno  de  ser  feliz;  era  digno  de  instruirse  en  las  artes,  y capaz  de 
civilizarse. 

Su  música  dulce  y melodiosa  encierra  en  el  fondo  de  sus  modulaciones  los 
sentimientos  mas  tiernos  y apasionados  del  dolor,  los  sufrimientos  del  alma,  los 
ayes  del  corazón.  Cuando  sopla  la  zampona,  acompañándola  con  el  gesto,  con  el 
movimiento,  con  el  ademan  y con  el  tambor,  algo  de  triste,  meláncolico  y som- 
brío revela  en  esa  música,  armonía  del  corazón,  cuyos  ecos  penetran  hasta  el 
fondo  del  alma  y tocan  los  resortes  de  la  tristeza. 

Cuida  el  ganado,  que  abastece  de  carne  á la  población,  lo  trasquila,  hila  la 
lana,  teje  sus  vestidos,  les  da  color,  fabrica  su  sombrero  y hace  sus  sandalias. 
Sus  frugales  alimentos,  que  él  mismo  cultiva,  son  la  cañagua,  la  quinua,  y la 
coca,  hoja  misteriosa  que  le  vivifica  y le  da  valor  para  los  mas  duros  trabajos  y 
para  las  marchas  mas  largas  y difíciles.  Anda  diez  y mas  leguas  siguiendo  el 
paso  de  un  caballo;  sube  á los  montañas  mas  escarpadas  sin  fatigarse,  soporta  el 
hambre  y la  sed  muchos  dias  con  el  solo  alimento  de  la  coca. 

Habita  en  su  humilde  choza,  en  las  regiones  mas  rígidas,  al  pié  de  los  neva- 
dos y de  las  cordilleras. 

Atraviesa  en  su  pequeño  esquife  de  totora  el  lago  Titicaca,  y se  provee  de 
abundante  pesca. 

Cria  la  alpaca,  cuya  lana  es  tan  apetecida  por  el  comercio.  El  asno  y la  llama 
son  sus  bestias  de  trasporte. 

Busca  la  quina  en  el  fondo  de  las  montañas  mas  impenetrables,  donde  solo 
las  fieras  habitan;  la  corta,  la  saca  en  hombros  hasta  los  pueblos  cercanos,  y de 
allí  la  conduce,  en  sus  bestias,  para  la  especulación  y el  comercio. 

De  nadie  necesita  para  vivir,  todos  tienen  necesidad  de  él.  Nació  en  el  de- 
sierto para  ser  libre  y vive  esclavizado  por  la  mano  cruel  de  la  tiranía. 

Todos  los  caminos  que  atraviesan  el  territorio  interior  están  abiertos  por  las 
fatigas  de  su  trabajo  personal.  Sin  herramientas  y sin  máquinas,  ha  allanado 
montañas,  cubierto  precipicios,  escalonado  sierras  escarpadas,  donde  solo  habitan 
las  águilas. 


512 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Caminos,  industria,  comercio,  todo  es  facilitado  por  el  trabajo  de  este  infati- 
gable obrero;  pero  su  miserable  condición  siempre  es  la  misma. 

En  la  guerra  de  los  quince  años  por  la  independencia,  derramó  su  sangre  con 
nuestros  abuelos;  murió  como  ellos  en  el  martirio  y como  ellos  tuvo  sus  glorias. 

La  España  nos  lo  dejó  con  su  miseria,  con  sus  preocupaciones,  con  su  servi- 
lismo, y mató  su  civilización  naciente.  A su  vez  la  nueva  patria  lia  cambiado  de 
nombre  á su  verdugo  llamándole  corregidor,  pero  no  le  lia  quitado  los  instrumen- 
tos del  martirio.  Lo  lia  puesto  bajo  la  protección  de  los  curas  y corregidores. 
Véamos  si  mejora  su  condición,  si  se  dulcifica  su  suerte  al  respirar  el  aire  de  la 
libertad. 

¡Triste  es  decirlo!  Siempre  la  misma  dura  servidumbre  pesa  sobre  este  sér 
enervado  por  el  trabajo,  por  el  sufrimiento,  por  el  dolor,  por  la  miseria  y por  la 
ignorancia:  las  frecuentes  suscriciones  conocidas  con  el  nombre  de  derramas  para 
la  recepción  de  las  autoridades,  la  misma  contribución  y siempre  anticipada,  los 
servicios  incesantes  al  gobernador,  al  corregidor  y á los  curas!  No  hay  una  es- 
cuela, un  cuartel,  ni  una  casa  de  gobierno;  pero  los  corregidores  trabajan  sus 
chacras  y sus  casas;  los  curas  cultivan  los  terrenos  que  llaman  de  la  iglesia,  y el 
templo  está  por  caerse.  Sin  retribución  ninguna,  el  indio  proporciona  forraje,  co- 
mestibles, combustibles  para  el  ejército  y las  autoridades  de  tránsito.  Sus  bestias 
y él  deben  trasportar  las  cargas  de  los  bagajes  y municiones.  Todo  es  del  Estado, 
nada  del  indio;  todo  es  del  propietario,  nada  del  colono. 

El  propietario  ejerce  sobre  el  indio  un  derecho  de  dominio  absoluto.  Lo  fleta 
como  á una  bestia  para  el  servicio  doméstico  con  el  nombre  de  fongo  y recibe  el  pré. 

¡Oh!  Aquí  es  donde  el  envilecimiento  del  indio  ha  llegado  á su  término.  Cria- 
do del  último  y mas  ínfimo  de  los  criados,  sufre  el  mal  trato  de  la  cocinera,  del 
ama  de  llaves,  del  mayordomo,  de  los  niños  del  patrón.  Infatigable  en  su  servi- 
cio, despierta  al  rayar  la  aurora,  cuida  de  la  limpieza  de  la  casa;  barre  las  in- 
mundicias y las  lleva  sobre  sus  hombres. 

El  perro,  el  caballo,  son  también  amos  á quienes  servir.  En  los  momentos  de 
descanso,  se  emplea  en  la  ocupación  constante  de  acarrear  agua.  Viene  la  noche 
y el  infeliz  está  de  centinela  en  la  puerta  esperando  á cuantos  se  recojen  en  la 
casa.  Pasa  la  noche  en  vela,  para  volver  á las  faenas  del  dia  anterior,  con  el  mis- 
mo régimen  y con  su  habitual  voluntad,  mientras  que  la  rabia,  los  ultrajes  de 
todos  los  individuos  de  la  casa,  estallan  contra  él. 

Después  de  ocho  dias  de  subsidio,  vuelve  á su  choza,  ¿á  gozar  de  los  consue- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


513 


los  de  sus  hijos  y ele  su  mujer?  ¡Imposible!  El  cobro  de  la  contribución,  la  per- 
secución de  los  alcaldes  lo  obligan  á nuevos  viajes  y á nuevas  fatigas. 

El  indio  conquistado  el  siglo  xvi-es  el  mismo  indio  del  siglo  xix.  Nada  lian 
hecho  la  patria,  las  leyes,  ni  la  religión,  para  mejorar  sus  condiciones. 

Después  de  la  benéfica  ley  del  libertador  Bolivar  declarándolos  propietarios, 
algunos  gobiernos  han  dictado  también  medidas  destinadas  á mejorar  su  situa- 
ción; pero  lian  sido  ineficaces,  porque  sus  opresores  las  lian  eludido. 

Si  al  menos  el  cura  de  aldea,  á quien  está  encomendada  la  salvación  de  su 
alma,  se  doliera  de  este  infeliz,  instruyéndole  en  las  máximas  divinas  del  Evan- 
gelio; si  en  su  misión  sublime  de  ejercitar  la  caridad  en  su  grado  mas  perfecto, 
se  compadeciera  de  sus  miserias,  quizá  mejoraría  su  suerte. 

Pero,  no.  El  indio  es  el  que  menos  siente  los  consuelos  de  la.  religión,  y el 
que  mas  sufre  por  conservarla  con  las  gabelas  de  su  bautismo,  de  su  muerte,  de 
su  alferezado. 

¡ Olí ! Cuánto  pueden  hacer  la  religión  y la  instrucción  en  provecho  del  in- 
dio ! . . . 

Cuando  al  atravesar  el  desierto  se  encuentra  una  de  esas  miserables  chozas  si- 
tuadas en  la  falda  de  una  colina,  por  donde  atraviesa  un  riachuelo;  cuando  en  sus 
alrededores  se  oye  balar  alegre  á la  oveja;  cuando  el  humo  se  eleva  sobre  la  ca- 
baña y se  siente  el  ladrido  del  perro,  y se  oye  el  canto  que  el  pastorcillo  entona, 
se  cree  á lo  menos  encontrar  la  felicidad  del  silencio,  la  tranquilidad  del  sosiego; 
pero  léjos  de  eso,  solo  se  descubren  miseria,  hambre  y desnudez  y se  escuchan 
los  lamentos  de  la  madre,  á quien  han  arrebatado  á su  hijo  y cuyo  marido  lia  sido 
asesinado. 

Al  menos  el  salvaje,  hijo  del  desierto,  es  libre  de  disponer  del  suelo  que  pisa 
y de  gozar  del  cariño  de  su  hijo.  Regresa  de  la  caza  á su  cabaña  con  la  aljaba  y 
la  flecha,  contempla  y besa  á su  hijo  dormido  en  el  seno  de  la  madre,  ¡y  es  feliz! 
Las  fieras  que  habitan  las  selvas  no  han  arrebatado  al  hijo  del  seno  de  la  madre. 
Las  fieras  también  acarician  á sus  cachorros. 

El  indio  no  es  dueño  de  su  trabajo,  ni  de  la  tierra  que  cultiva,  ni  del  amor  de 
su  hijo. 

Su  abuelo,  encorvado  bajo  el  yugo  del  arado,  surcó  la  tierra  que  cultivó  su 
padre,  y que  él  creyó  dejar  á su  hijo;  pero  no  es  dueño  de  esa  tierra!... 

Esa  pequeña  casucha,  cuyos  árboles  conoció  desde  su  niñez,  y que  á la  páli- 
da luz  de  la  luna,  estando  todos  sentados  sobre  el  verde  césped  y teniendo  á su 


514 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


perro  enroscado  á sus  piés,  le  contó  su  padre  haber  sido  cultivado  por  su  abuelo, 
el  establo  en  que  por  la  noche  encarrilaba  sus  ovejas,  los  sitios,  los  lugares  donde 
iba  á apacentarlas,  van  á desaparecer!  ¡Ya  no  los  legará  á sus  tiernos  hijos!... 

¡Qué  triste  es  la  condición  del  pobre  indio!  Mas  desgraciado  que  el  proscrito, 
no  tiene  hogar  en  su  patria!  Mas  miserable  que  el  mendigo,  trabaja  y nunca 
prueba  el  pan  de  su  subsistencia.  Esto  ha  hecho  nacer  en  el  indio  las  mas  repug- 
nantes pasiones. 

El  indio  es  vigilante  en  su  negocio  y perezoso  en  el  ageno;  no  conoce  el  bien, 
y pondera  mas  de  lo  que  es  el  mal;  siempre  procura  engañar,  y se  juzga  engaña- 
do; es  hijo  del  interés,  y padre  de  la  envidia:  parece  que  regala  y vende;  es  tan 
opuesto  á la  verdad,  que  con  el  semblante  miente:  se  tiene  por  inocente  y es  la 
misma  malicia;  trata  á la  querida  como  señora,  y á la  mujer  como  esclava;  pare- 
ce casto  y se  duerme  en  la  lascivia;  cuando  se  le  ruega  se  estira;  si  se  le  manda 
se  finje  cansado;  á nadie  quiere,  y se  trata  mal  á sí  mismo;  de  todo  recela,  y aun 
de  sí  propio  desconfía;  de  nadie  habla  bien,  menos  de  Dios,  y es  porque  no  le  co- 
noce; persevera  en  la  idolatría,  y afecta  religión;  lo  que  en  él  parece  culto,  es  ce- 
remonia; hace  á la  devoción  tercera  para  la  embriaguez,  y se  vale  de  ésta  para 
todas  las  atrocidades;  parece  que  reza,  y murmura;  come  de  lo  suyo  lo  que  basta 
para  vivir,  y de  lo  ajeno  hasta  reventar;  vive  por  vivir,  y duerme  sin  cuidado; 
no  conoce  ningún  sacramento,  y de  todo  hace  sacramento;  cree  todo  lo  falso  y 
repugna  todo  lo  verdadero;  enferma  como  bruto  y muere  sin  temor  de  Dios. 

Los  indios  son  aficionadísimos  á pasar  fiestas;  el  que  no  lia  pasado  ninguna, 
merece  el  desprecio  y la  befa,  y se  le  conceptúa  un  holgazán;  los  curas  han  sabi- 
do arraigar  profundamente  esta  preocupación.  Hay  indios  que  gastan  quinientos 
ó mas  pesos  solo  en  cohetes;  la  embriaguez  dura  tres  ó cuatro  dias;  las  fiestas  son 
tan  frecuentes,  que  algunos  propietarios  prediales  encuentran  gran  dificultad 
para  cultivar  sus  tierras. 

La  despedida  de  una  persona  que  emprende  un  viaje,  da  ocasión,  entre  los  in- 
dios y la  clase  media,  á una  embriaguez  de  tres,  cuatro  ó mas  dias,  sucediendo  á 
veces  que  en  tales  festejos  se  invierte  mas  de  lo  que  debe  ganar  el  viajero;  del 
mismo  modo  se  celebra  el  regreso. 

Los  indios  viven  en  chozas,  que  por  lo  común  se  reducen  á una  sola  habita- 
ción, en  que  está  toda  la  familia,  lo  cual  suele  ocasionar  algunos  delitos  y no  po- 
cas enfermedades. 

La  carne  de  llama  es  su  alimento;  el  vellón  le  sirve  para  hacer  vestidos;  los 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


515 


huesos  se  emplean  como  instrumentos,  y el  estiércol  como  combustible,  usado  en 
las  principales  ciudades  de  La  Paz,  Oruro,  Potosí  y otras. 

Entre  las  clases  varias  de  indios  es  tal  la  diferencia  de  costumbres,  que  si  qui- 
siéramos señalarlas  todas,  seria  preciso  hacer  tantas  descripciones,  cuantos  son 
los  distritos  de  Bolivia;  nos  contentaremos  con  mencionar  los  dos  grupos  mas  no- 
tables. 

El  indio  que  habita  la  fria  y elevada  planicie  del  Norte  y no  cultiva  la  tierra 
sino  como  colono,  manifiesta  en  su  aspecto  melancólico  la  sumisión  del  siervo,  y 
no  tiene  ninguna  de  las  cualidades  del  hombre  libre.  El  habitante  del  Sud  en- 
cuentra mas  vasto  campo  para  el  ejercicio  de  su  voluntad,  y sabe  apreciar  mejor 
la  dignidad  humana;  dedicado  ordinariamente  á las  ocupaciones  de  pastor,  tiene 
el  valor  y la  previsión  del  hombre  que  en  mil  lances  de  la  vida  no  cuenta  sino 
consigo  mismo;  cultivando  un  campo  propio,  aunque  de  mezquinas  producciones, 
no  está  forzado  á la  sumisión,  y vé  á los  demás  hombres  como  iguales;  el  que  no 
es  cultivador  ó pastor,  es  arriero,  y como  todo  el  que  viaja,  eleva  su  carácter  y 
extiende  la  esfera  de  sus  conocimientos. 


lüADRO  AMERICANO  DEDICADO  A MI  BUEN  AMIGO  EL  EXCMO.  SR.  TENIENTE 

DON  CARLOS  DE  YAUCH  Y CONDAMY. 


por  D . Luis  Ricardo  F o r s . 


riticando  ano  de  mis  libros.  (1),  aseguraba  hace  algún  tiempo 
el  redactor  de  uno  de  los  primeros  diarios  madrileños  (2),  que 
las  descripciones  de  mi  obra  le  hablan  producido  el  efecto 
Lie  un  gran  paisaje  americano. 

Este  efecto  era  á mi  ver  debido  al  original  de  donde  tomaba 
yo  la  inspiración  y el  colorido;  porque  opino  que  es  cosa  fuera  de 
duda,  que  la  grandiosidad  de  la  naturaleza  americana  tiene  tanto  po- 
der de  inspiración  y se  impone  al  espíritu  con  impulsos  é impresiones 
de  tanta  magnitud  y de  tal  fuerza,  que  no  hay  boca  de  orador,  ni  plu- 
ma de  literato,  que  al  describirlos,  pueda  prescindir  de  reflejar  en  el 

> 

auditorio  ó en  el  lector,  los  efectos  mas  sorprendentes  y fascinadores. 

Es  necesario  haber  vivido  en  aquellas  lujuriantes  comarcas,  para  llegar  á com- 
prender lo  que  jamás  podrán  inspirar  las  humildes  cordilleras  y la  raquítica  ve- 
getación del  viejo  continente.  Hasta  el  rey  de  los  astros,  y las  mas  insignificantes 


(1)  Gottschalk.— Un  tomo  en  4.°  con  lámina?.  Habana  1880. 

(2)  Don  Isidoro  Fernandez  Florez,  en  El  Liberal  del  día  4 de  Agosto  de  1880. 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 

constelaciones,  y la  atmósfera  misma  que  envuelve  al  planeta,  ofrécense  en  el 
Nuevo-Mundo  á la  contemplación  del  hombre,  con  mas  vivos  destellos,  con  ma- 
yor riqueza  de  color,  con  elementos  mas  poderosos  de  irradiación  y majestad:  y 
esto  aconte  de  tal  suerte  y hasta  un  grado  tan  culminante,  que  jamás  pueda  hor- 
rarse en  la  memoria  humana  la  impresión  de  aquellos  indescriptibles  espectácu- 
los. El  efecto  es  siempre  igual,  ya  se  haya  visto,  por  una  vez  siquiera,  la  fron- 
dosidad de  una  selva  americana  ó se  haya  elevado  la  idea  hasta  la  omnipotencia 
suprema,  admirando  en  los  trópicos  la  transparencia  y brillantez  de  aquella  bóve- 
da cuajada  de  focos  de  luz  que  inundan  en  claridad  la  tierra,  ora  se  haya  con- 
templado la  naturaleza  desde  las  cumbres  del  Chimborazo  y el  lllimani,  ó se 
hayan  cruzado  las  impetuosas  corrientes  del  Plata  ó el  Marañon,  ó se  haya  espe- 
rimentado  el  pavor  de  lo  grandioso  y desconocido  al  pié  del  Niágara  ó del  Tequen- 
dama. 

Es  todo  aquello  tan  colosal  y tan  imposible  de  ser  concebido  por  quien  no  lo 
ha  visto  y observado,  que  á mi  entender  nadie  ha  de  conseguir,  por  otro  medio, 
darse  cuenta  de  la  fuerza  con  qué  llega  á grabarse  en  el  espíritu,  ni  el  poder  de 
inspiración  que  presta  á las  plumas  mas  mal  cortadas. 

A esto  atribuyo  el  efecto  y las  alabanzas  que  el  público  y la  crítica  han  dis- 
pensado á muchas  de  mis  descripciones,  efecto  que  hoy  me  anima  á trazar  uno 
de  los  cuadros  mas  característicos  que  conozco  de  la  vida  americana. 

La  caza  del  tigre  que  intento  describir  en  sus  mas  minuciosos  detalles,  dará 
á conocer  al  lector,  no  tan  solamente  las  peripecias  de  la  lucha  contra  el  rey  de 
las  fieras  que  pueblan  las  selvas  del  Nuevo-Mundo,  sino  que  á la  vez  será  pin- 
tura fiel  de  aquella  desventurada  tierra  paraguaya,  á cuya  libertad  y organiza- 
ción presté  un  dia  el  pobre  contingente  de  mi  inteligencia  y de  mi  brazo,  tras 
las  devastaciones  de  una  guerra  sin  tregua  y en  la  hora  de  todas  las  desgracias 
que  llevó  en  sí,  la  ocupación  de  ejércitos  extranjeros,  invasores  y triunfantes. 

Este  relato  retratará  sin  preocupaciones  ni  apasionamientos  de  ningún  género, 
las  costumbres  y tipos  de  una  raza  digna  de  mejor  suerte,  que  ayer  luchó  heroica- 
mente para  sostener  la  tiranía  y los  planes  de  un  dictador  vulgar  é inhumano  y 
que,  hasta  el  presente,  se  ha  agitado  en  estériles  convulsiones  por  mano  de  algu- 
nos ambiciosos  sin  fé,  sin  patriotismo  y sin  aptitudes  ni  fuerzas,  para  regenerar 
á los  paraguayos  de  sus  desdichas. 

Por  dicha  de  éstos,  parece  que  en  el  horizonte  político  de  aquella  nación  pre- 

séntanse  indicios  de  mejores  tiempos.  Por  fortuna  puede  presumirse  que  va  á ini- 
TOMO  I,  65 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


ciarse  una  era  de  regeneración,  tras  las  pasadas  épocas  de  abyección,  de  cataclis- 
mos y de  anarquía. 

II 

El  dia  20  de  marzo  del  año  1870  fué  el  designado  para  que  el  Presidente , va- 
por de  la  marina  imperial  brasilera,  zarpase  del  puerto  de  Montevideo  conduciendo 
á la  capital  del  Paraguay  el  doctor  don  Adolfo  Rodríguez,  Enviado  Plenipotencia- 
rio de  la  República  Oriental,  para  tratar,  en  la  Asunción,  con  el  general  don  Ju- 
lio de  Yedia  y con  el  consejero  Silva  Paranlios,  que  respectivamente  tenian  los 
poderes  de  la  República  Argentina,  y del  emperador  del  Brasil. 

Aprovechando  aquella  coincidencia  y valiéndome  de  mis  influencias  con  las 
autoridades,  pude  servirme  del  mismo  buque  que  liabia  de  conducir  al  Ministro 
uruguayo,  y á las  seis  de  la  tarde  de  aquel  dia,  hallábame  instalado  á bordo  del 
espresado  vapor  y departiendo  amigablemente  en  cubierta  con  el  comandante  á 
cuyas  órdenes  iba  á marchar. 

El  doctor  Rodríguez  no  hizo  esperarse  mucho. 

Llegó  acompañado  de  su  secretario  señor  Flangini  y de  las  autoridades  orien- 
tales y brasileras  que  fueron  á despedirle.  Después  de  las  ceremonias  y frases  de 
costumbre,  retiróse  la  comitiva  y el  Presidente  zarpó  á las  seis  y cuarto. 

Poco  á poco  fuimos  alejándonos  del  puerto;  desaparecieron  sucesivamente  de 
nuestros  ojos  los  edificios  de  Montevideo  y hasta  la  mole  del  Cerro,  acabó  de  ha- 
cerse invisible  con  los  últimos  resplandores  del  dia. 

Al  cerrar  la  noche,  el  Presidente  navegaba  en  pleno  rio  de  la  Plata,  surcando 
las  ondas  de  aquel  rio-mar  cuya  pintoresca  navegación  me  liabia  encantado  tan- 
tas veces. 

Paulatinamente  fué  asomando  la  rojiza  luna  por  entre  los  nubarrones  que 
ocultaban  el  horizonte;  sus  reflejos  daban  á las  aguas  un  tinte  particular  que  dis- 
ponía el  ánimo  á siniestras  meditaciones,  y cuando  la  imaginación  principiaba  á 
lanzarse  por  las  caprichosas  sinuosidades  de  la  fantasía,  ante  un  mar  teñido  por 
una  luz  de  fuego  y alumbrado  por  un  astro  de  sangre,  volvióme  á la  realidad  un 
negro  colosal  que  puesto  á mi  lado,  como  por  arte  de  encantamiento,  díjome  lacó- 
nicamente: 

— O janlar  acha-se  na  mesa. 

Me  levanté  y bajé  al  comedor. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


519 


Allí,  en  compañía  del  doctor  Rodríguez,  de  su  secretario  y del  comandante, 
saboreé  una  de  esas  abundantes  comidas  con  qué  los  brasileros  saben  obsequiar  á 
á sus  convidados. 

Vuelto  á cubierta  tras  la  comida,  contemplé  con  mis  compañeros  de  viaje  el 
espléndido  espectáculo  del  grandioso  Plata,  radiante  de  luz  bajo  los  vivísimos  ra- 
yos del  astro  de  la  noche,  que  en  aquellos  momentos  hallábase  en  la  plenitud  de 
su  brillantez  y habia  trasformado  en  pulidísima  plata  los  sanguinolentos  colores 
de  sus  destellos  de  pocos  momentos  antes. 

No  tardamos  en  dejar  atrás  las  luces  del  ponton  de  la  Pamela,  puesto  allí  para 
avisar  al  navegante  los  peligros  del  banco  en  que  se  perdió,  pocos  años  antes,  el 
vapor  Falco. 

Impresionados  por  el  espléndido  panorama  del  rey  de  los  rios,  nos  despedimos 
los  tres  pasajeros  del  Presidente , para  tomar  posesión  de  nuestros  respectivos  cama- 
rotes. 

Instalóme  en  el  mió  cómodamente,  merced  á sus  excelentes  condiciones  y ar- 
rullado por  las  acompasadas  vueltas  del  hélice,  dejeme  paulatinamente  aprisionar 
en  las  redes  de  Morfeo. 

El  dia  siguiente  llegamos  muy  temprano  á la  isla  de  Martin-García,  testimo- 
nio perenne  de  la  injusticia  internacional  que  tolera  en  poder  de  los  argentinos 
aquel  pedazo  de  tierra  uruguaya,  tan  visiblemente  adherida  á la  Banda  Oriental, 
que  por  sobre  el  brazo  que  le  sirve  de  lazo  de  unión  á la  misma,  pueden  navegar 
apénas  insignificantes  embarcaciones  de  poquísimo  calado. 

Pero  Martin-García,  es  un  excelente  punto  estratégico  colocado  en  el  fondo 
del  Plata,  en  la  confluencia  de  los  rios  Uruguay  y Paraná,  y esta  causa  sola,  es 
la  que  ha  movido  á la  República  Argentina,  á detentar  aquel  fragmento  de  pá- 
tria  oriental. 

Apénas  la  hubimos  dejado  por  la  popa  del  Presidente,  penetramos  en  el  Pa- 
raná, una  de  las  mas  importantes  arterias  del  continente  sud- americano.  En  un 
principio  sus  orillas  son  monótonas.  Apénas  se  diferencian  las  llanuras  inmensas 
de  la  provincia  de  Entre-Rios,  que  se  extendian  por  el  lado  de  estribor  y las  de  la 
provincia  de  Buenos-Aires,  que  se  dilataban  por  la  parte  de  babor. 

Después  de  navegar  algunas  millas  por  entre  ambos  territorios,  el  rio  fué  va- 
riando paulatinamente  de  aspecto.  Antes  de  medio  dia,  mis  ojos  se  extasiaban  en 
la  magnificencia  de  una  vegetación  admirable,  surgida  de  las  mismas  ondas  del 
rio  que  serpenteaba  caprichosamente  entre  infinidad  de  islas,  algunas  de  ellas  de 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


muy  considerable  extensión.  En  muchos  puntos  las  inmensas  planicies  de  la  Con- 
federación Argentina  desaparecían  de  mi  vista,  ocultas  tras  el  follaje  exuberante 
de  aquellas  arboledas,  plantadas  pintorescamente,  á quisa  de  innumerables  oasis 
en  las  ondas  del  Paraná. 

Cuando  estas  deliciosas  islas  fueron  haciéndose  menos  numerosas  y á propor- 
ción qne  iban  escaseando,  presentáronse  á la  vista  de  los  pasajeros  del  Presidente, 
y por  el  lado  de  Eutre-Rios,  unas  sabanas  dilatadísimas  que  se  confundían  con  el 
horizonte,  cubiertas  en  toda  su  inmensidad  de  una  especie  de  esparto  á que  dan 
los  naturales  el  nombre  de  paja  totora,  el  cual  movido  por  el  viento,  como  las  olas 
de  un  mar  de  tintas  verdosas  y jaldes,  producían  á mi  vista  un  efecto  difícil  de 
describir  por  sus  contrastes  y caprichosa  movilidad. 

En  aquella  altura  del  rio  nótase,  algo  más  que  en  las  partes  mas  inferiores,  la- 
rapidez  de  la  corriente;  y desde  aquel  punto  empezaron  á llamar  nuestra  atención 
las  islas  movientes  ó camaloles  que,  en  algunos  pasos,  hacen  difícil  y hasta  peli- 
grosa la  navegación. 

Nada  mas  sorprendente,  que  ver  venir  por  la  proa  del  vapor  un  gran  pedazo 
de  terreno  arrancado  por  la  corriente  á las  orillas,  y en  él  erguirse  soberbios,  cor- 
pulentos árboles,  infinidad  de  robustas  plantas  y entre  ellas,  no  pocas  veces,  ani- 
males de  diversas  clases,  y en  especial  ovejas  y terneros.  Se  han  visto  camaloles 
arrastrando  vacas  y caballos;  y en  las  épocas  de  grandes  crecidas  del  Paraná,  se 
han  deslizado  sobre  sus  aguas  pedazos  de  tierra,  arrastrando  cocodrilos  y hasta 
tigres . 

Durante  aquella  tarde  pasó  el  Presidente  por  delante  de  las  insignificantes  po- 
blaciones de  Paradero  y San  Pedro,  y por  la  noche  el  Ministro  Oriental  y yo,  nos 
entregamos  al  juego  de  ecarte  hasta  la  hora  de  apagar  fuegos  á bordo,  en  qué  nos 
retiramos  á nuestros  camarotes. 

El  dia  siguiente,  ¡22  de  marzo,  todos  nos  dispusimos  desde  las  primeras  horas 
de  la  mañana  á escribir  á nuestras  familias,  aprovechando  la  proximidad  del  Ro- 
sario de  Santa  Fé,  á cuyo  puerto  debíamos  llegar  antes  del  almuerzo.  En  efecto, 
escritas  nuestras  cartas,  nos  instalamos  todos  á cubierta,  ansiando  divisar  cuanto 
antes  la  ciudad  argentina. 

Poco  á poco,  fuimos  descubriendo  la  magnífica  dilatación  del  Paraná,  verda- 
dera laguna  extensísima  y pintoresca,  sobre  cuya  orilla  occidental  se  alza  la  se- 
gunda población  de  la  República  Argentina.  Aquel  vasto  seno  recibe  el  nombre 
de  Laguna  del  Rosario  y la  ciudad  ofrece  un  puerto  mas  cómodo  y seguro  que  el 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


521 


de  Buenos-Aires.  A las  ocho  y media  ancló  en  él  el  Presidente  y poco  después  fui 
á tierra  con  el  joven  señor  Flangini,  secretario  del  doctor  Rodriguez. 

Nuestro  desembarco  por  poco  nos  costó  la  vida. 

En  aquellos  dias,  los  partidarios  de  un  caudillo  del  país  llamado  Mariano  Ca- 
bal, tenían  trastornada  la  provincia  de  Santa  Fé;  y como  puede  presumirse,  el 
Rosario  era  presa  de  las  fechorías  de  los  alborotadores.  Apénas  á tierra,  subimos 
las  primeras  pendientes  de  la  ribera  y no  tardaron  en  llamarnos  la  atención  la 
falta  de  transeúntes  por  las  calles  y la  circunstancia  de  que  estuvieran  cerradas 
casi  todas,  ó cuando  más  entornadas,  las  puertas  de  las  tiendas  y establecimien- 
tos. Penetramos  por  una  de  estas  últimas,  que  era  la  de  una  especie  de  café  y 
allí  nos  enteramos  del  estado  de  la  población;  pedimos  y tomamos  no  recuerdo 
que  bebida,  pagamos  y emprendimos  el  regreso  á bordo.  En  nuestro  camino  oímos 
detrás  de  nosotros  dos  ó tres  detonaciones  de  arma  de  fuego  y al  volver  la  cara, 
para  saber  de  donde  partían,  distinguimos,  á menos  de  dos  cuadras,  un  grupo  de 
hombres  con  poncho  y chiripá,  disponiéndose  á hacer  fuego  sobre  nosotros.  Casi 
al  mismo  tiempo  sonó  una  descarga  y las  balas  fueron  á aplastarse  en  la  pared  jun- 
to á la  cual  yo  me  encontraba.  Un  pedazo  que  se  desprendió  de  ésta,  vino  á dar 
con  tal  fuerza  en  mi  rodilla,  que  por  poco  el  dolor  que  me  produjo  la  contusión, 
liízome  caer  al  suelo.  Mi  compañero  debió  tal  vez  la  vida  á que,  por  hallarse  mas 
cerca  que  yo  de  la  esquina  de  la  calle  en  que  nos  encontrábamos,  la  había  ya  do- 
blado cuando  sonó  la  descarga.  Ambos  activamos  la  marcha  cuanto  nos  fué  posi- 
ble, y á pesar  del  agudísimo  dolor  de  mi  rodilla,  que  me  impedia  andar  con  toda 
la  diligencia  que  estaba  en  mi  deseo,  no  tardamos  muchos  minutos  en  encontrar- 
nos en  el  bote  del  Presidente , el  cual  nos  trasportó  rápidamente  á bordo  del 
vapor. 

Una  vez  allí,  el  comandante  colocó  unos  paños  de  árnica  en  mi  contusión. 

Mientras  el  doctor  Rodriguez  recibía  las  visitas  de  las  autoridades  del  Rosa- 
rio y oia  las  noticias  que  le  daban  de  los  detalles  del  motín,  llegó,  y ancló  á so- 
tavento del  Presidente , el  vapor  de  guerra  Pavón,  que  el  gobierno  federal  argen- 
tino enviaba  al  Rosario,  para  reprimir  los  disturbios. 

Después  de  medio  dia  levamos  anclas,  y siguiendo  nuestro  itinerario  fuimos 
remontando  las  aguas  de  Paraná.  Por  la  tarde  pasamos  frente  al  convento  de  San 
Lorenzo,  y por  la  noche,  volvimos  el  Ministro  Oriental  y yo,  á matar  eltédio  con 
unas  partidas  de  ecarte  antes  de  entregarnos  al  sueño. 

Al  gunas  horas  hacia  que  nos  hallábamos  dominados  por  él,  cuando  nos  desper- 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


taraos  en  el  mayor  sobresalto,  sacudidos  fuertemente  por  una  causa  que  al  pronto 
no  nos  pudimos  explicar. 

En  ropas  menores  salimos  la  mayor  parte  á cubierta,  y entre  ellos,  yo,  á pe- 
sar de  que  la  sacudida  me  lanzó  de  la  litera  con  mas  dolor  que  contentamiento, 
y sin  embargo  de  que  la  contusión  que  el  dia  antes  recibí  en  el  Rosario,  me  dolia 
mas  de  lo  que  yo  deseara  y de  lo  que  me  convenia  en  aquellos  momentos. 

El  Presidente  acababa  de  varar  sobre  un  bajo  de  arena  y se  balanceaba  con 
gran  parte  de  su  casco  en  seco,  blandamente  mecido  por  las  aguas  de  Paraná  que 
se  deslizaban  mansamente  por  sus  costados. 

La  situación  era  bastante  comprometida. 

No  habia  despuntado  completamente  el  dia.  Aun  se  hallaba  la  naturaleza  cu- 
bierta por  las  últimas  sombras  de  la  noche,  luchando  con  los  primeros  ravos  del 
sol.  Aquella  luz  vaga,  indecisa,  triste,  hasta  cierto  punto  siniestra,  acababa  de 
revestir  la  escena  con  caractéres  de  mas  peligro  del  que  realmente  corríamos;  y 
comprendiendo  que  mi  presencia  de  nada  servia  en  aquellos  momentos,  en  que  lo 
mas  necesario  eran  maniobras  y conocimientos  marinos,  y echando  de  ver  que  los 
golpes  que  habia  recibido  poco  antes  y la  contusión  de  mi  rodilla,  mas  pedian 
quietud  que  movimiento,  volví  á retirarme  ú mi  camarote,  deseoso  de  conciliar 
nuevamente  el  sueño  en  él  y dejar  á los  hombres  de  mar,  la  tarea  de  sacar  al  Pre- 
sidente de  su  atolladero. 

Por  fortuna  no  tardé  en  dormirme  de  nuevo,  y cuando  me  desperté  á la  hora 
de  los  demás  dias,  las  acompasadas  convulsiones  del  hélice  me  advirtieron  que  el 
buque  habia  salido  de  su  varadura  y que  continuaba  tranquilamente  la  marcha, 
como  si  nada  hubiese  acontecido. 

Aquel  dia  se  acabó  la  carne  á bordo  y con  el  fin  de  hacer  provisión  de  ella, 
por  la  tarde  fondeamos  junto  á una  elevada  barranca,  sobre  la  cual  divisábanse  al- 
gunos miserables  ranchos.  Echáronse  botes  al  agua  y en  ellos  fuimos  el  doctor 
Rodríguez,  su  secretario  y yo,  junto  con  el  mayordomo  del  Presidente  y los  hom- 
bres encargados  de  trasportar  las  reses. 

Apénas  en  tierra,  el  calor  era  tan  sofocante  que  no  nos  vimos  con  ánimo  de 
subir  la  barranca,  por  encima  de  la  cual  asomaron,  montados  en  sus  inseparables 
caballos,  algunos  gauchos  que  se  pusieron  al  habla  con  el  mayordomo.  De  abajo 
arriba  cerraron  sus  tratos,  y dejando  en  aquel  lugar  á los  hombres  de  la  tripula- 
ción, regresé  á bordo  medio  achicharrado  por  el  sol  que  caía  pesadamente  sobre 
nosotros  en  aquella  costa  de  Entre-Rios. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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Instalados  bajo  el  toldo  del  vapor,  presenciamos,  mis  compañeros  de  viaje  y 
yo,  las  peripecias  de  enlazar  y embarcar  las  reses  y sobre  todo  las  de  subirlas  á 
bordo,  suspendidas  de  una  cabria  por  las  guampas.  (1) 

Terminadas  las  maniobras  de  aquel  embarque  de  provisiones,  zarpó  nueva- 
mente el  Presidente  y poco  después  franqueamos  la  línea  divisoria  de  Entre-Rios 
y Corrientes.  En  aquellas  aguas  tuvo  lugar  la  batalla  sangrienta  de  Riachuelo  en 
que  se  derramó  tanta  sangre  de  paraguayos  y aliados,  en  la  campaña  de  éstos 
contra  el  dictador  López.  Allí  apareció  á mi  vista  la  isla  llamada  de  Garibaldi, 
en  conmemoración  de  los  actos  heroicos  del  gran  patriota  italiano,  al  luchar  en 
aquellos  mismos  sitios  que  yo  contemplaba,  por  la  libertad  de  los  pueblos  sud- 
americanos. 

Alejados  ya  de  aquellos  lugares,  y poco  antes  de  que  anocheciera,  pasamos 
por  frente  de  la  Esquina,  insignificante  pueblo  correntino,  que  pronto  hicieron 
desaparecer  de  nuestra  vista  las  sinuosidades  del  Paraná. 

El  dia  siguiente  fue  el  último  de  la  navegación  por  aquel  rio.  La  latitud  en 
que  amanecimos,  iba  haciéndose  cada  vez  mas  sensible  en  los  grados  de  calor  que 
molestaban  con  creciente  temperatura.  No  nos  aliviaba  ni  aun  el  recurso  de  ali- 
gerarnos de  ropa;  todas  nos  parecian  insoportables  y al  pasar  por  delante  de  la 
ciudad  de  Corrientes,  nadie  pensó  en  fondear  y llegar  á tierra,  deseosos  de  adelan- 
tar en  cuanto  fuera  posible  el  viaje  y aguijoneados  también  por  la  curiosidad  de 
penetrar  en  las  aguas  de  aquel  rio  Paraguay,  del  cual  tantas  maravillas  habíamos 
leido  y escuchado,  y que  durante  tanto  tiempo,  habia  permanecido  aislado  y mis- 
terioso, como  la  verdadera  China  del  Nuevo-Mundo. 

A poco  de  haber  dejado  Corrientes  por  la  banda  de  estribor,  presentóse  en  la 
misma  dirección  del  botalón  de  proa  la  isla  del  Cerrito,  punto  en  el  cual  íbamos 
á dejar  las  aguas  del  Paraná,  que  seguía  dilatándose  á nuestra  derecha  para  fran- 
quear aquel  paso  en  que  nos  metíamos  de  lleno  en  plena  jurisdicción  paraguaya. 

Confieso  que  al  deslizarse  el  Presidente  entre  la  isla  del  Cerrito  y las  orillas 
guaranís  de  la  derecha,  sentí  cierta  emoción  que  me  seria  difícil  explicar,  hija 
tal  vez  de  la  idea  algo  pintoresca  y misteriosa  que  tenia  formada  de  la  República 
de  los  célebres  Francia  y López,  ó quizás  efecto  de  los  presentimientos  secretos 
de  cuantos  embates,  triunfos  y decepciones  me  esperaban,  en  aquel  extraordinario 
país,  tan  rico  y tan  desventurado. 

A las  pocas  millas  de  navegar  el  viajero  por  el  Paraguay,  puede  ya  conven- 


(1)  Nombre  que  dan  á los  cuernos  del  ganado  vacuno,  los  naturales  del  país. 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


cerse  de  la  verdad  de  cuanto  se  lia  dicho  acerca  de  la  pintoresca  y grandiosa  na- 
turaleza que  le  rodea. 

Por  su  cauce,  es  aquel  rio  bastante  menos  considerable  que  el  Paraná,  en  el 
cual  desagua;  pero  el  lujo  de  vegetación  que  embellece  las  vírgenes  comarcas  del 
Chaco,  por  un  lado,  y por  otro,  los  pintorescos  puntos  de  vista  que  caracterizan 
el  país  guaraní,  hacen  del  rio  Paraguay  una  de  las  vias  de  navegación  mas  ori- 
ginales, admirables  é imponentes  del  continente  americano. 

Casi  todo  aquel  dia  permanecimos  los  pasajeros  del  Presidente  clavados  en  cu- 
bierta, admirando  el  panorama  deslumbrador  de  aquella  naturaleza  completa- 
mente nueva  á nuestros  ojos.  No  fueron  bastantes  á arrancarnos  de  nuestra  con- 
templación, ni  la  abrasadora  atmósfera  que  quemaba  nuestra  epidermis  y hacia 
dificultosa  nuestra  respiración,  ni  las  nubes  de  mosquitos  que  nos  rodeaban,  que 
cubren  en  miñadas  de  miríadas  las  orillas  de  aquel  rio,  y que  se  complacian,  con 
verdadero  ensañamiento,  en  atormentar  nuestros  rostros  y nuestras  manos. 

La  tarde  redobló  el  martirio;  y la  invasión  de  aquellos  insectos  llegó  á ser  tan 
formidable  al  anochecer,  que  á todos  nos  hizo  refugiar  en  nuestros  camarotes, 
obligándonos  á cerrarnos  herméticamente  en  ellos,  á pesar  del  calor  sofocante  que 
nos  ahogaba. 

Entre  el  martirio  de  ser  asaetados  ó el  de  la  asfixia,  nos  decidimos  por  el  úl- 
timo. 

El  dia  siguiente  25  de  marzo,  fondeamos  en  Humaitá  poco  antes  de  la  ma- 
drugada. Era  la  hora  en  que  se  podía  respirar  libremente  y disfrutar  de  una  at- 
mósfera tolerable.  Nos  levantamos  el  doctor  Rodríguez,  su  secretario  y yo,  y nos 
instalamos  lo  mas  cómodamente  posible  á cubierta,  sintiendo  que  la  oscuridad 
nos  impidiera  gozar  las  maravillas  de  aquellos  lugares. 

Mientras  el  comandante  del  Presidente  fue  á tierra  á presentarse  al  coman- 
dante militar  de  aquella  célebre  fortaleza  y á recibir  órdenes  é instrucciones  para 
el  general  en  jefe  de  las  tropas  brasileras,  que  se  encontraba  en  la  Asunción,  nos- 
otros tratábamos  de  darnos  cuenta  de  aquellos  sitios,  tan  célebres  en  la  historia  de 
la  América  contemporánea. 

La  confusa  penumbra  del  crepúsculo  nos  impedia  vislumbrar  con  exactitud 
los  objetos.  Alzabánse  á nuestros  ojos  masas  informes  por  un  lado,  que  no  eran 
sino  la  espesura  de  las  selvas  del  Chaco.  Por  otro  divisábamos  alguna  que  otra 
mole  de  líneas  mas  definidas,  pero  también  confusas,  y que  comprendimos  ser  los 
restos  de  aquellas  imponentes  fortalezas,  con  (pie  el  dictador  paraguayo  logró  de- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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tener  por  tanto  tiempo  los  buques  y los  ejércitos  combinados  del  Brasil,  la  Repú- 
blica Argentina  y el  Uruguay. 

Percibíamos  de  vez  en  cuando  rumores  y algazara  como  de  campamento,  otras 
veces  llegaba  á nuestros  oidos  el  eco  de  algún  clarin  y relincho  de  caballos;  pero 
la  mayor  parte  del  tiempo,  reinaba  una  quietud  apénas  interrumpida  por  el  cho- 
que del  follaje  sacudido  por  el  viento,  ó por  el  dulce  murmurio  de  las  aguas  que 
se  deslizaban  tranquilamente  por  los  costados  del  vapor. 

Esta  quietud  fué  interrumpida  de  un  modo  mas  persistente  por  el  acompasado 
choque  de  unos  remos  en  la  corriente.  El  ruido  fué  aproximándose,  y á poco  cesó 
en  el  mismo  flanco  del  buque,  porque  el  escaler  (1)  del  Presidente  acababa  de 
conducir  á bordo  al  comandante.  Una  vez  éste  en  la  cubierta,  diéronse  las  órde- 
nes para  zarpar  de  nuevo  y algunos  momentos  después  seguimos  nuestro  viaje. 

El  calor  no  dejó  de  hacerse  sentir  bien  pronto,  á medida  que  el  dia  avanzaba. 
A las  diez  de  la  mañana,  pasamos  por  delante  de  Villafranca  y á pesar  de  los  ar- 
dores del  sol,  no  quisimos  abandonar  la  cubierta,  deseosos  de  deleitarnos  con  la 
hermosura  de  aquel  panorama. 

Multitud  de  pájaros  revoloteaban  por  las  orillas  del  Paraguay  y algunos  de 
pintado  plumaje  llegaban  á ponerse  en  los  topes  del  vapor  y en  sus  járcias.  En 
las  orillas  veíamos  asomar  de  vez  en  cuando  las  repugnantes  cabezas  de  los  ya- 
careys  ó cocodrilos  del  país,  bastante  menores  que  los  de  Africa,  pero  no  menos 
temibles  por  su  ferocidad  y por  su  fuerza. 

Cerca  de  uno  que  otro  rancho,  veíamos  algunos  paraguayos  que  se  asomaban 
á contemplar  la  marcha  del  buque  que  nos  conducia;  pero  nos  llamó  la  atención 
la  coincidencia  de  que  en  ninguno  de  aquellos  grupos  de  habitantes  del  Para- 
guay, vimos  mas  que  mujeres  y muchachos.  No  pudimos  descubrir  ni  tan  siquiera 
un  hombre.  Las  paraguayas  se  nos  presentaban  en  camisa  y enaguas  y los  mu- 
chachos en  cueros  ó á lo  mas,  en  camisa,  con  lo  cual  no  formamos  gran  concepto 
de  las  comodidades  de  aquellas  gentes. 

Todo  el  dia  nos  lo  pasamos  contemplando  los  incidentes  de  aquella  pintoresca 
tierra,  y por  la  noche  fondeamos  en  uno  de  los  sitios  mas  peligrosos  en  la  nave- 
gación de  aquel  hermoso  rio.  Echamos  anclas  en  el  punto  denominado  Angostura 
y cuyo  nombre  espresa  sobradamente  la  causa  de  habérsele  bautizado  con  él. 

Allí  pasamos  la  noche  esperando  ávidamente  la  venida  de  aquel  dia,  que  de- 
hia  ser  el  término  de  nuestro  viaje. 

(1)  Nombre  que  dan  los  marinos  brasileros  a los  botes  de  los  buques  de  mayor  porte. 

tomo  i.  66 


526 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Amaneció  el  26  de  marzo  y con  los  primeros  reflejos  del  sol  reanudó  el  Presi- 
dente su  camino. 

Aquella  misma  madrugada  divisamos  á lo  lejos  las  Lomas  Valentinas,  teatro 
de  una  sangrienta  batalla  ganada  por  la  Triple  Alianza  á los  soldados  de  López  y en 
el  cual  algún  tiempo  después  había  de  entregarme  yo  á las  peripecias  de  la  caza 
que  es  objeto  de  este  artículo.  Apénas  habíamos  examinado  los  estensos  bañados 
y los  respetables  reductos  que  sirvieron  de  defensa  á los  paraguayos,  se  presen- 
taron á nuestra  vista  los  edificios  déla  V illeta,  cuya  población  dejamos  muy  pronto 
por  la  popa. 

Rio  arriba,  y como  cerrando  bruscamente  el  paso  al  Presidente,  alzóse  ante 
nuestros  asombrados  ojos  la  mole  cónica  del  Lambaré.  Creimos  los  pasajeros,  que 
el  Paraguay  salía  maravillosamente  cá  la  tierra,  cabe  la  base  de  aquel  frondoso 
promontorio;  parecíanos  que  el  vapor  iba  á estrellarse  en  las  faldas  de  la  monta- 
ña, cuando  de  improviso  abrióse  por  babor  la  escondida  corriente  del  rio,  que 
hasta  aquel  instante  había  permanecido  oculta  por  el  violento  recodo  de  su  cauce. 
Viró  entonces  el  buque  por  barlovento  con  una  rapidez  vertiginosa,  rozando  con 
el  formidable  dorso  de  algunos  y acarey  s sorprendidos  en  su  travesía  por  aquellas 
aguas. 

Desde  aquel  momento  puede  decirse  que  había  concluido  mi  viaje.  Pocos  mo- 
mentos después  pasó  el  buque  frente  al  mangrullo  (1),  y algunos  minutos  mas  tar- 
de fondeó  en  la  capital  de  la  república  del  Paraguay.  A las  siete  de  la  mañana  ancló 
el  Presidente,  y trascurrida  una  hora  hallábame  instalado  en  la  casa  de  un  amigo 
mió  que  vivía  en  la  calle  del  Atajo,  de  aquella  buena  ciudad  de  la  Asunción. 

III 

La  Asunción  del  Paraguay  es  una  de  las  mas  antiguas  ciudades  de  la  Amé- 
rica, y la  primera  que  consiguieron  fundar  los  españoles  en  los  países  del  Rio  de 
la  Plata. 

El  primer  europeo  que  llegó  al  sitio  en  que  está  edificada,  fué  don  Juan  de 
Ayola  en  1536,  procedente  de  las  colonias  que  infructuosamente  pretendieron  es- 
tablecer don  Juan  Diaz  de  Solis  y don  Pedro  Mendoza,  en  las  márgenes  de  aque- 
llos dilatados  ríos  sud-americanos.  Muerto  Ayola,  se  enseñoreó  de  la  Asunción  por 

(1)  Llámase  en  el  Paraguay  mangrullo  á ciertos  puestos  elevadísimos,  construidos  sobre  puntales,  vigas  y 
cañas  tacuaras,  en  donde  se  colocan  atalayas  para  descubrir  desde  lejos  al  enemigo. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


527 


el  Rey  ele  España,  un  bravo  capitán  llamado  don  Domingo  Irala,  el  cual  por  sus 
dotes  particulares,  fué  elegido  por  todos  los  colonos  de  aquella  comarca.  Bajo  su 
mando,  el  campamento  de  la  Asunción  no  tardó  en  adquirir  las  apariencias  de  una 
verdadera  ciudad,  consiguiendo  durante  cuatro  años  el  mayor  desarrollo,  hasta  la 
llegada  á ella  del  Adelantado  don  Alvaro  Nuñez  Cabeza  de  Yaca,  cuyo  arribo  tuvo 
lugar  el  dia  11  de  octubre  de  1542. 

La  rigidez  de  aquel  personaje  ocasionó  una  revolución,  cuyos  principales  cau- 
dillos, el  abogado  Venegas  y el  militar  Cabrera,  embarcaron  al  Adelantado  por  la 
fuerza,  enviándolo  á España,  hecho  que  dió  origen  á la  segunda  elección  de  Irala. 
Muerto  éste  á los  setenta  y dos  años  de  edad  en  1557,  designó,  para  que  le  suce- 
diera, su  yerno  don  Gonzalo  de  Mendoza;  pero  fallecido  éste  al  año  siguiente  de 
1558,  estallaron  sérios  disturbios  en  la  Asunción  y contendieron  el  mando  Ver- 
gara,  Cáceres  y don  Juan  Ortiz  de  Zarate  nombrado  por  el  Visorrey  del  Perú  y 
confirmado  por  la  córte  de  España. 

Gobernó  Zárate  con  general  descontento  de  todas  las  clases,  y cuando  mas  in- 
minente era  la  esplosion  de  disgusto  de  aquellos  habitantes,  vino  á morir  en  1575, 
designando  por  sucesor  al  que  se  casase  con  una  hija  suya  de  veinte  años  que  re- 
sidía en  el  Perú,  y que  sobre  ser  de  peregrina  hermosura,  heredaba  las  cuantiosas 
riquezas  del  Adelantado. 

Fué  el  preferido  de  la  opulenta  heredera  don  Juan  Torres  de  Vera  y Aragón, 
juez  de  Charrias,  el  cual,  apénas  posesionado  del  mando,  delegó  el  gobierno  en 
el  capitán  don  Juan  de  Garay,  dirigiéndose  á España  á recabar  del  Rey  la  con- 
firmación de  su  título  de  Adelantado.  Durante  su  ausencia  el  animoso  Garay  hizo 
felices  espediciones  contra  los  indios,  pero  en  una  de  ellas  perdió  la  vida,  y la  con- 
iusion  y el  desorden  se  entronizaron  en  los  asuntos  del  gobierno  de  aquellas  co- 
marcas. 

Vuelto  el  Adelantado  Vera,  dedicóse  con  ahinco  á restablecer  el  orden,  á con- 
solidar la  administración  pública  y dar  seguridad  á los  españoles  contra  los  in- 
dios; pero  abrumado  por  tan  pesada  carga  determinó  resignar  el  gobierno,  partiendo 
en  1591  para  España. 

Abandonados  á sí  propios,  los  colonos  del  Paraguay  recurrieron  nuevamente 
á la  elección  y escogieron  para  que  les  gobernase  á Hernando  Arias  de  Saavedra, 
hijo  de  un  capitán  de  Alvar  Nuñez  Cabeza  de  Vaca  y nacido  en  la  Asunción. 
Fué  el  primer  americano  que  llegó  á ocupar  un  puesto  importante  y su  elección 
fué  aprobada  por  la  corona.  Su  gobierno  abraza  de  1591  á 1620  y en  él  termina 


528 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


la  série  de  los  conquistadores,  pudiendo  decirse  que  hasta  esta  época  la  autoridad 
de  España  no  empezó  á ejercerse  en  aquellas  regiones  de  una  manera  pacífica  y 
regular.  Señalóse  su  gobierno  con  la  fundación  de  las  célebres  Misiones  de  jesuitas 
del  Paraguay,  que  tan  poderoso  influjo  ejercieron  en  la  suerte  de  la  Colonia. 

A la  muerte  de  Hernando  Arias  de  Saavedra,  uno  de  los  mejores  gobernantes, 
sino  el  mejor,  que  lia  gozado  la  América  en  la  época  del  coloniaje,  el  gobierno 
de  España  siguió  lo  que  en  vida  le  propuso  aquel  Adelantado,  es  decir;  tuvo  lu- 
gar la  división  del  territorio  de  la  Plata  en  dos  provincias,  quedando  á cargo  de 
dos  gobernadores,  uno  de  los  cuales  residió  en  la  Asunción,  y el  otro  en  Buenos 
Aires,  que  por  su  posición  á la  entrada  del  anchuroso  rio,  iba  adquiriendo  cada 
dia  mayor  importancia. 

La  historia  del  Paraguay  desde  aquella  innovación  en  las  jurisdicciones  de 
los  gobernadores  del  Plata,  ofrece  en  general  incidentes  de  escasa  importancia, 
para  ser  consignados  en  una  simple  ojeada  histórica  sobre  aquel  país.  Lo  mas  no- 
table que  debe  consignarse  fué  la  desaparición  y el  fiasco  dado  por  las  Misiones 
jesuíticas,  tras  los  dilatados  años  del  poder  omnímodo  que  ejerció  allí  la  Compañía 
de  Jesús. 

Los  gobernadores  de  la  Asunción  gobernaron  tranquilamente  el  Paraguay, 
basta  la  época  de  la  revolución  que  produjo  la  independencia  americana.  Con  mo- 
tivo de  las  convulsiones  y luchas  de  aquellos  años  y por  efecto  de  los  movimien- 
tos militares  de  los  patriotas  contra  las  tropas  de  la  península,  el  general  Belgrano 
fué  lanzado  en  1811,  á la  cabeza  de  algunas  fuerzas  de  Buenos- Aires,  contra  los 
paraguayos,  consiguiendo  llegar  basta  la  llanura  de  Paraguary.  Esta  espedicion 
produjo  dos  tituladas  batallas,  cuya  victoria  se  atribuyen  los  del  Paraguay,  pero 
ambas  tienen  visos  de  derrotas,  sobre  todo  la  primera  que  tuvo  lugar  en  Tacuarí, 
puesto  que  no  impidió  la  marcha  de  los  soldados  de  Belgrano. 

En  el  mismo  año  de  estos  sucesos,  1811,  hubo  en  el  Paraguay  una  revolución 
de  la  cual  salió  el  nombramiento  de  dos  consejeros,  para  acompañar  en  sus  fun- 
ciones al  nuevo  gobernador  español  señor  Velazco.  Uno  de  estos  consejeros  fué  el 
célebre  doctor  don  José  C.  Francia.  Así  las  cosas,  llegó  el  año  de  1813  en  que 
Francia  y Yedros  fueron  nombrados  cónsules  por  el  pueblo;  murió  á poco  éste 
último;  hay  quien  dice  que  asesinado  por  el  primero;  Francia  convocó  entonces 
un  congreso  y se  hizo  nombrar  dictador  por  dos  años.  Después  se  hizo  nombrar 
con  carácter  vitalicio. 

El  dictador  cerró  el  Paraguay  á todas  las  naciones  y ejerció  el  mas  absoluto 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


529 


despotismo.  Murió  en  1840  y á su  muerte  convocóse  un  congreso  que  eligió  cón- 
sules á don  Cárlos  A.  López  y don  Roque  Alonso.  Este  fué  arrojado  brutalmente 
de  sus  funciones  por  el  primero,  quien  convocando  en  1844  al  congreso,  se  liizo 
elegir  presidente  por  diez  años. 

Siguió  ejerciendo  el  poder  dictatorial  de  Francia;  durante  su  mando  fué  el  terror 
de  los  paraguayos,  y falleció  en  setiembre  de  1852,  dejando  el  mando  á su  hijo  el 
general  don  Francisco  Solano  López,  hasta  tanto  que  se  celebrara  un  congreso 
que  nombrara  un  presidente  de  la  República. 

F1  congreso  se  reunió  el  16  de  octubre  siguiente,  y nombró  al  general  López, 
el  cual  persiguió  cruelmente  á cuantos  se  opusieran  á su  elección.  Ejerció  la  dic- 
tadura mas  brutalmente,  si  cabe,  que  el  doctor  Francia  y don  Cárlos  A.  López, 
y arrastró  á su  patria  á una  encarnizada  guerra  contra  el  imperio  del  Brasil,  la 
República  Argentina  y la  Oriental  del  Uruguay  aliadas,  las  cuales,  tras  una 
sangrienta  y penosa  campaña,  acabaron  con  el  despotismo  y la  vida  de  Fran- 
cisco Solano  López;  y establecieron  bajo  su  protectorado  colectivo  un  triunvi- 
rato compuesto  de  don  Cárlos  Loizaga,  don  Cirilo  A.  Rivarola  y don  Saturnino 
Bedoya. 

Ausentóse  este  último  sin  tomar  participación  efectiva  en  la  gobernación  y 
reconstitución  del  Paraguay,  quedando  reducido  el  triunvirato  á la  gestión  de  los 
duumviros  Loizaga  y Rivarola. 

En  el  año  de  1870  fué  grande  el  descontento  que  la  actitud  del  primero  des- 
pertó en  el  país,  el  cual  le  consideraba  un  hombre  retrógrado  en  sus  aficiones,  é 
instrumento  del  gobierno  brasilero.  Ello  fué  causa  de  que  en  setiembre  estallara 
aquel  descontento  en  forma  de  verdadero  golpe  de  fuerza  popular.  Esta  revolu- 
ción fué  dirigida  contra  la  Convención  encargada  de  la  nueva  constitución  de 
la  República  y contra  Loizaga;  y por  encima  de  aquella  y de  éste,  se  sobrepuso 
el  pueblo  proclamando  á Rivarola  Gobernador  Provisorio  de  la  República. 

Desde  aquel  entonces  los  motines  y los  crímenes  políticos,  han  sido  durante 
mucho  tiempo  el  estado  normal  del  país,  hasta  que  los  sucesos  promovidos  por  el 
general  don  Bernardino  Caballero,  parecen  destinados  á asegurar  la  paz  bajo  el 
mando  de  aquel  caudillo. 

Sus  actos  han  sido  sancionados  por  el  congreso  que  se  reunió  en  1.*  de  abril 
del  corriente  año  de  1882,  y ante  él  ha  pedido  el  concurso  de  todos  los  paragua- 
yos para  regenerar,  y salvar  al  país,  mediante  diez  años  de  tranquilidad. 


530 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


I'V 

Apénas  llegado  al  Paraguay,  conocedor  de  su  historia,  deseoso  de  estudiar 
sus  costumbres,  ávido  de  admirar  su  espléndida  naturaleza,  de  analizar  el  carác- 
ter de  sus  habitantes  y de  conocer  sus  recursos  propios  y las  riquezas  naturales 
que  encierra,  díme  á toda  suerte  de  investigaciones,  practiqué  no  pocas  escur- 
siones  fuera  de  la  capital,  y frecuenté  todas  las  clases  de  aquella  población  abi- 
garrada, desde  las  familias  de  indios  que  llegan  á la  Asunción  á comerciar  con 
sus  arcos  y flechas  y pieles  de  animales,  hasta  la  muchedumbre  de  mercaderes 
de  todos  los  pueblos  del  universo,  que  penetraron  en  aquel  país  detrás  de  los  ejér- 
citos de  la  Triple  Alianza. 

En  una  de  mis  excursiones,  acompañado  por  un  francés  gran  tirador  de  es- 
pada, y cuyo  nombre  es  para  mí  un  recuerdo  doloroso,  sentí  vivísimos  deseos  de 
conocer  uno  de  los  detalles  mas  característicos  de  la  vida  americana  en  aquellos 
climas. 

Cerca  de  los  primeros  ranchos  que  rodean  la  población  de  Paraguary,  experi- 
menté una  tarde  la  impresión  de  terror  mas  fuerte  que  recuerdo  de  todos  mis 
viajes. 

Era  durante  la  época  de  la  guerra  franco-prusiana.  Los  ecos  de  la  jigantesca 
lucha,  que  por  aquellos  tiempos  tenia  lugar  en  las  comarcas  del  Rliin,  llegaban  al 
corazón  de  la  América  bastante  adulterados  por  los  relatos  de  los  periódicos  y los 
extractos  del  telégrafo,  pero  bastante  elocuentes  aun  para  conmover  las  fibras  de 
los  corazones  europeos. 

Monsieur  Mecklein,  que  así  se  llamaba  el  compañero  á quien  me  he  referido, 
y que  algunos  años  después  fué  horriblemente  despedazado  por  los  indios  salva- 
jes del  Chaco,  era  natural  de  la  Alsacia,  y hasta  creo  de  la  misma  ciudad  de 
Strasburg.  Durante  una  de  aquellas  tardes  incomparables  que  solo  pueden  dis- 
frutarse en  el  Paraguay  y entre  los  inmensos  bosques  de  naranjos  que  embalsa- 
man el  ambiente  á inmensas  distancias,  Mr.  Mecklein  me  liabia  acompañado  á una 
de  mis  favoritas  excursiones  por  las  picadas  mas  solitarias  del  monte  y entre  los 
potreros  mas  pintorescos  y desconocidos  de  aquellas  selvas,  en  su  gran  parte 
vírgenes  de  huella  humana. 

Mi  compañero  me  hablaba,  presa  de  la  mayor  agitación,  comentando  las  de- 
sastrosas noticias  que  acerca  de  los  ejércitos  franceses  liabian  llegado  á Paraguary 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


531 


la  tarde  antes,  por  los  pasajeros  que  hablan  venido  en  el  ferro-carril  de  la  Asun- 
ción. 

Hacíale  yo  observaciones  á todas  sus  conjeturas  y por  ser  de  las  mismas  opi- 
niones políticas,  nos  engolfábamos  en  hipótesis  y consecuencias  sobre  los  resulta- 
dos de  la  guerra,  dando  por  supuesta  la  caida  del  imperio  napoleónico,  que  las 
las  noticias  vinieron  á confirmar  mas  tarde. 

Nuestros  caballos  marchaban  tranquilamente  al  paso;  salidos  apénas  de  la 
selva,  veíamos  delante  de  nosotros  la  población  del  Paraguary  confundida  por  las 
primeras  sombras  del  crepúsculo;  el  horizonte,  oscurecido  detrás  de  nosotros  por 
tintes  cenicientos,  brillaba  todavía  enfrente  nuestro,  con  los  destellos  rojizos  del 
ástro  que  habia  ya  desaparecido  detrás  de  los  montes  vecinos;  una  atmósfera  tibia 
y plomiza  nos  rodeaba  y en  medio  de  la  tranquilidad  y silencio  de  la  naturaleza, 
al  pasar  de  la  claridad  del  dia  á las  tinieblas  de  la  noche,  por  poco  fuimos  des- 
montados mi  compañero  y yo;  tales  fueron  los  bruscos  movimientos  de  nuestras 
cabalgaduras. 

El  caballo  de  mi  amigo  lanzó  un  agudo  relincho,  levantóse  de  manos  y dió 
encabritado  dos  vueltas  en  redondo,  tratando  de  emprender  la  carrera  contra  la 
dirección  que  llevábamos.  Mi  caballo  tuvo  que  reducirse  á dos  ó tres  saltos  de 
carnero,  pues  por  ser  yo  mas  jinete  que  Mr.  Mecklein,  pude  sujetarle  mas  pron- 
to y mas  fuertemente  que  aquél  al  suyo. 

Espoleábamos  entrambos  á los  corceles  para  obligarles  á avanzar  hácia  Para- 
guary, pero  no  era  posible  vencer  su  resistencia,  ni  evitar  que  volvieran  grupas, 
y emprendieran  la  fuga  hácia  la  selva  que  poco  antes  habíamos  abandonado. 

En  medio  de  la  sorpresa  que  aquel  accidente  me  producia,  vinieron  de  pronto 
á herir  mis  oidos  dos  palabras  de  mi  compañero,  que  me  dejaron  helado. 

— ¡El  tigre! — exclamó  Mecklein;  y casi  al  mismo  tiempo  se  apoderó  de  mí 
una  especie  de  terror  tan  grande,  que  á poco  mas  de  sentirlo  me  hubiera  imposi- 
bilitado de  dominar  mi  caballo. 

Mirando  á todas  partes  con  los  ojos  de  un  hombre  que  por  vez  primera  se  halla 
en  lance  tan  comprometido,  traté  de  descubrir  la  fiera  cuya  presencia  acababa  de 
anunciarme  mi  compañero. 

No  supe  distinguirla.  Antes  de  que  yo  la  viera  vi  á Macklein  saltar  de  su  ca- 
balgadura, tirarla  fuertemente  de  las  riendas,  y entregármelas  diciendo: 

— Tomad;  cuidaos  de  los  caballos  y sobre  todo  evitad  á toda  costa  que  corran. 
Nuestra  salvación  consiste  en  que  no  os  mováis  de  este  sitio. 


532 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


1 diciendo  esto  se  apoderó  de  mi  carabina  Spencer,  que  llevaba  en  el  arzón  y 
con  ella  y con  la  suya,  arrodillóse  A unos  seis  pasos  de  donde  yo  me  encontraba 
con  los  caballos.  Puso  una  de  las  carabinas  en  el  suelo  y amartillando  la  otra  pre- 
paróse á hacer  fuego. 

He  dicho  antes  que  Mecklein  era  un  excelente  maestro  de  esgrima  y he  de 
agregar  que  era  un  notable  tirador  de  pistola.  Su  fama  como  tal  era  indiscutible 
y universalmente  reconocida  en  el  Paraguay. 

Cuando  él  apuntaba,  su  tiro  no  erraba  jamás  el  blanco.  Esta  fué  nuestra  sal- 
vación en  aquel  trance,  en  que  por  vez  primera  de  mi  existencia  me  vi  frente  A 
frente  de  un  tigre,  en  el  pleno  goce  de  su  libertad. 

Mi  angustia  de  aquellos  momentos,  puede  comprenderla  el  lector  sin  que  yo 
esfuerce  gran  cosa  las  expresiones  para  ponderarla.  En  un  principio,  fuese  la  sor- 
presa, ó la  oscuridad,  ó el  cuidado  que  habia  de  poner  en  los  caballos,  ó el  terror 
que  me  dominaba,  no  distinguí  A nuestro  terrible  enemigo.  Pero  siguiendo  las  mi- 
radas de  Mecklein,  fijAndome  en  todos  sus  gestos,  y escudriñando  el  lugar  A don- 
de apuntaba  el  cañón  de  su  rifle,  pude  descubrir  un  tigre  que  A pequeños  saltos 
iba  y venia  de  un  extremo  A otro  de  una  línea  como  de  diez  A doce  metros  en 
frente  A nosotros  y como  A distancia  de  mas  de  dos  cuadras  ó sea  de  doscientos  A 
trescientos  metros. 

Mecklein  permaneció  impasible.  Yo  estaba  suspenso  de  la  menor  de  sus  ac- 
ciones y los  caballos  habían  concluido  por  permanecer  inmóviles,  como  si  alguien 
les  hubiera  hecho  conocer  que  importaba  A la  salvación  de  todos,  permanecer 
quietos. 

De  pronto  la  fiera  interrumpió  sus  idas  y venidas.  Detúvose  haciendo  frente 
A donde  nosotros  nos  hallAbamos;  bajó  la  cabeza,  disminuyó  su  tamaño  recogién- 
dose sobre  sus  patas  y casi  al  mismo  tiempo  brilló  el  fulgor  de  un  fogonazo,  oyó- 
se una  detonación  y el  tigre  pegó  un  salto  como  de  dos  varas  de  altura,  cayendo 
algunos  pasos  mas  allA  de  donde  antes  estaba  y revolcAndose  por  el  suelo,  mien- 
tras lanzaba  unos  rugidos  que  inspiraban  mas  terror  que  su  presencia  misma. 

Mecklein  se  levantó  rápidamente,  corrió  hAcia  la  fiera  herida  y A unos  seis 
metros  de  ella  disparó  de  nuevo  su  rifle:  esta  vez  el  soberbio  animal,  quedó  ins- 
tantáneamente inmóvil. 

Yo  me  fui  acercando  A él;  montó  nuevamente  en  su  caballo,  y después  de  ha- 
ber vencido  la  repugnancia  de  nuestros  corceles  en  pasar  cerca  del  cadáver  de  la 
fiera,  llegamos  A Paraguary,  en  donde  mi  compañero  dispuso  lo  necesario  para 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


533 


que  unos  paraguayos  fueran  á buscar  el  tigre  y lo  cuerearan,  para  envenenar  la 
piel  y conservarla  como  recuerdo  de  aquella  tarde. 

La  impresión  que  me  causó  lo  sucedido,  no  me  liabria  permitido  dormir  aquel 
dia,  si  Mecklein  no  me  hubiera  narrado  cuanto  habia  aprendido  y oido  sobre  el 
tigre,  sus  costumbres  y su  caza,  durante  el  largo  tiempo  que  habia  permanecido 
en  el  Paraguay. 

Fueron  tales  sus  palabras,  que  hicieron  nacer  en  mí  el  deseo  de  asistir  á una 
caza  del  tigre  y desde  aquel  momento  me  propuse  cumplir  mi  propósito  prome- 
tiéndome organizar  una  partida  de  caza  tan  pronto  como  mis  ocupaciones  me  lo 
permitieran,  después  de  mi  regreso  á la  Asunción. 

V 

El  tigre  es  universalmente  considerado  el  animal  mas  fuerte  y mas  terrible  á 
la  vez,  de  todos  los  enemigos  del  hombre. 

Por  mas  que  los  diversos  viajeros  y naturalistas  que  se  han  ocupado  de  él 
discrepan  en  algunos  puntos  referentes  á las  condiciones  del  mismo  con  referen- 
cia al  clima  en  que  vive  y respecto  á su  domesticidad,  todos  han  estado  con- 
formes en  cederle  el  primer  lugar  entre  todas  las  fieras  por  su  ferocidad  y su 
poder. 

Prescindiendo  ahora  de  algunas  diversidades  que  ofrecen  los  individuos  de 
esta  familia,  puede  decirse  que  el  tigre  iguala  y aun  aventaja  al  león  en  magni- 
tud, aunque  es  mas  delgado  y esbelto.  Tiene  la  cabeza  mas  redondeada,  las  pier- 
nas proporcionalmente  mas  largas,  el  hocico  corto,  sus  mandíbulas  armadas  de 
dientes  enormes  y cortantes,  que  dan  á su  boca  una  fuerza  prodigiosa;  la  lengua, 
cubierta  de  espinas  encorvadas  hacia  la  garganta,  le  dan  la  facultad  de  arrancar 
la  piel  con  solo  lamerla;  las  patas  están  armadas  de  poderosas  uñas,  sumamente 
puntiagudas  y cortantes,  que  ora  salen  desgarradoras  cuando  el  animal  se  irrita 
y hace  presa,  ora  se  encogen  y ocultan  entre  los  dedos  cuando  está  en  calma, 
todo  lo  cual  demuestra  la  elasticidad  de  sus  ligamentos. 

El  pelaje  del  tigre  es  de  un  amarillo  vivo  en  la  espalda  y parte  superior,  y 
blanco  en  la  inferior  ó del  vientre,  con  listas  trasversales  negras  é irregulares  en 
todas  partes,  lo  cual  le  distingue  muy  particularmente  de  todas  las  demás  espe- 
cies de  gatos.  Su  cola  es  negra  en  el  extremo  y alternativamente  anillada  de  este 
color,  sobre  un  fondo  blanco  en  todo  su  trayecto. 

TOMO  I. 


07 


534 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Puede  decirse,  en  suma,  que  el  tigre  es  uno  de  los  animales  mas  hermosos  y 
elegantes  que  se  conocen. 

Vive  muy  particularmente  en  Oriente.  Hállase  sobre  todo  en  la  India  y en  su 
archipiélago,  en  los  desiertos  que  separan  la  China  de  la  Siberia  Oriental,  hasta 
el  espacio  que  media  entre  los  rios  Istisch  é Ischira  y hasta  el  Obi,  aunque  rara 
vez  se  le  halla  mas  acá  del  Indo,  del  Oxo  y del  mar  Caspio.  Aunque  su  tierra 
clásica  y peculiar  parece  como  que  sea  el  Asia,  encuéntrasele  también  en  Africa 
y con  bastante  abundancia  en  la  América. 

Es  el  tigre  mas  temible  que  el  león,  porque  para  aproximarse  á su  presa  em- 
plea mucha  mas  astucia,  mas  audacia  en  atacarla,  y tal  valor  en  vencerla  que 
solo  cede  á la  muerte. 

El  león  anuncia  su  proximidad  por  medio  de  rugidos  que  amedrentan  y para- 
lizan á sus  víctimas,  al  paso  que  el  tigre  se  desliza  sin  ruido  y las  coge  por  sor- 
presa. Aquel  se  retira  cuando  halla  resistencia;  éste  lucha  hasta  morir.  Tales  son 
las  diferencias  que  caracterizan  la  cacareada  generosidad  del  uno  y la  proverbial 
crueldad  del  otro. 

El  valor  del  tigre  no  tiene  límites,  lo  mismo  que  su  fuerza  y agilidad.  Lucha 
con  todos  los  animales  indistintamente  y ataca  al  hombre  con  intrepidez;  su  car- 
rera tiene  la  velocidad  del  rayo;  se  le  ha  visto  salir  de  un  bosque,  apoderarse  de 
un  caballo  en  medio  de  un  batallón  ó de  un  ejército  y llevárselo  á la  espesura, 
desapareciendo  antes  de  que  hubiera  tiempo  de  perseguirle.  Lo  que  mas  habrá 
contribuido  sin  duda  á la  fama  de  crueldad  de  que  goza  el  tigre,  es  el  valor  indó- 
mito con  que  desafía  las  armas  del  hombre,  lo  cual  le  hace,  para  nuestra  especie, 
el  animal  mas  terrible  y el  azote  de  los  países  en  que  existe. 

Cuando  trata  de  sorprender  á una  presa  tímida  que  pudiera  escapársele  por 
medio  de  una  carrera  veloz,  la  cual  el  tigre  no  podria  sostener  por  mucho  tiem- 
po, en  tal  caso  se  agacha  y oculta  entre  los  arbustos  y bambús  como  suele  hacer 
el  león.  El  sitio  de  su  emboscada  es  comunmente  junto  á los  pantanos  ó los  rios, 
donde  las  gacelas,  los  antílopes,  los  venados  y otros  animales,  acuden  á apagar 
su  sed  durante  el  calor  del  dia;  y entonces,  de  un  brinco  prodigioso,  se  arroja  so- 
bre dichos  animales,  atérralos  al  primer  choque,  les  quebranta  el  cráneo  con  su 
poderosa  garra  y los  lleva  al  bosque,  aunque  se  trate  de  un  caballo  ó un  búfalo, 
corriendo  con  tanta  ligereza  como  la  del  lobo  que  robó  un  débil  corderillo.  Satis- 
fecha su  hambre,  no  busca  ya  otra  víctima,  hasta  que  una  nueva  necesidad  le 
obliga  á empezar  de  nuevo  la  caza.  Siendo  mas  atrevido  que  el  león,  no  espera  la 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


533 


venida  de  la  noche  para  ocultarse  entre  las  sombras,  con  el  fin  de  dedicarse  á sus 
ataques:  lo  mismo  de  dia,  que  entre  la  mas  profunda  oscuridad,  persigue  al  hom- 
bre v á los  demás  animales. 

*/ 

Habita  con  preferencia  en  medio  de  los  cañaverales  que  crecen  á orillas  de 
los  rios  ó en  los  países  cubiertos  por  bañados  ó lagunas;  y como  nada  muy  bien, 
acude  á los  islotes  que  hay  en  los  primeros  y desde  ellos  observa  cuanto  pasa  en 
la  corriente;  para  alimentarse  va  muy  frecuentemente  á buscar  los  cadáveres  de 
hombres  y animales  que  flotan  sobre  las  aguas. 

Cogido  joven  y criado  con  suavidad,  se  domestica  muy  fácilmente,  conoce  á su 
dueño,  le  cobra  apego  y acaricia  tanto  como  otros  animales,  á excepción  del  per- 
ro. En  cuanto  á los  demás  hábitos  del  tigre,  son  exactamente  los  mismos  que  los 
del  león  y demás  variedades  de  gatos. 

Afortunadamente  para  los  habitantes  de  las  comarcas  en  que  existe,  este  ani- 
mal multiplica  poquísimo  su  especie.  La  hembra  pare  de  tres  á cinco  hijuelos, 
pero  si  no  pone  el  mayor  cuidado  en  esconderlos  en  un  lugar  seguro,  nunca  deja 
el  macho  de  devorarlos,  destruyendo  así  su  formidable  posteridad.  La  madre  los 
ama  con  ternura  y su  furor  llega  al  extremo  cuando  alguno  se  los  arrebata.  Se- 
gún afirma  Bufion,  «desafía  todos  los  peligros,  sigue  á los  raptores  cuando  ha 
perdido  toda  esperanza  de  recobrar  sus  tigritos  y sus  espantosos  rugidos  hacen 
extremecer  á cuantos  de  léjos  los  oyen.» 

Traidos  estos  animales  á Europa,  mueren  casi  todos  de  tisis  pulmonar.  Hasta 
hoy  se  les  ha  visto  procrear  rarísimas  veces  en  estado  de  cautividad. 

Son  muchas  las  preocupaciones  que  se  tienen  y los  errores  que  se  propalan 
sobre  la  naturaleza,  costumbres  y residencia  del  tigre.  Buffon  mismo  ha  dicho  en 
diversos  pasajes  que  este  animal  es  indomesticable  y cada  dia  las  colecciones  zoo- 
lógicas que  recorren  las  principales  ciudades,  son  testimonio  de  tal  error. 

Hay  quien  cree  que  el  tigre  no  existe  en  América,  y sin  embargo  su  caza  es 
muy  frecuente  en  aquella  parte  de  nuestro  planeta;  los  buques  tras-atlánticos  traen 
incesantemente  cueros  de  tigres  cazados  en  las  comarcas  de  Entre-Rios,  Corrientes 
y el  Paraguay  y yo  mismo  lo  he  visto  y he  asistido  á su  caza  en  este  último  país. 

Que  indudablemente  el  tigre  de  América  no  reúne  iguales  caractéres  que  el 
del  antiguo  continente,  esto  soy  el  primero  en  afirmarlo.  Ni  su  tamaño,  ni  su  fe- 
rocidad, ni  la  hermosura  de  la  piel,  son  condiciones  que  puedan  compararse  á los 
tigres  de  África  y de  la  India,  país  clásico,  este  último,  del  tigre,  en  donde  esta 
fiera  se  presenta  en  la  completa  plenitud  de  sus  condiciones  especiales. 


536 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Dice  Buffon  en  su  Historia  Natural  de  los  animales  silvestres,  que  en  Amé- 
rica, en  donde  el  clima  es  mas  tolerable  que  en  África,  el  tigre  nada  tiene  de  te- 
mible mas  que  el  nombre.  «Huye  comunmente  de  los  hombres,  y en  vez  de  aco- 
meter y hacer  la  guerra,  se  vale  de  la  astucia  para  sorprender.»  Y á continuación, 
y á pesar  de  que  en  otro  lugar  de  sus  obras  afirma  que  el  tigre  no  puede  domes- 
ticarse, hablando  del  de  América  asegura  que  «se  puede  domar  como  los  demás 
animales  y casi  domesticar. » 

No  comprendo  de  donde  Buffon  puede  haber  sacado  estas  noticias,  algunas  de 
ellas  contradictorias  entre  sí  y otras  completamente  opuestas  á la  verdad. 

En  primer  lugar  habla  de  lo  tolerable  del  clima  americano  con  relación  á las  cos- 
tumbres del  tigre,  sin  echar  de  ver  que  la  América  por  su  extensión  de  Norte  á Sur, 
mayor  que  todos  los  demás  continentes,  encierra  todos  los  climas  de  la  tierra,  desde 
los  helados  del  Sur  de  Patagón ia  y de  los  témpanos  de  la  bahia  de  Hudson,  hasta 
los  abrasadores  del  Ecuador  y del  Paraguay.  En  esta  última  región  es  en  donde  he 
visto  yo  al  animal  de  que  me  ocupo  y puedo  asegurar,  sin  peligro  de  equivocar- 
me, que  en  ella  no  lo  esperarla  Buffon  á pié  firme  y desarmado,  confiando  en  su 
seguridad  de  que  en  América  huye  el  tiyre  de  los  hombres  en  vez  de  acometer. 

Que  no  siempre  el  tigre  es  acometedor,  lo  afirman  algunos  testimonios  de  ca- 
zadores y viajeros  y lo  prueba  que,  hablando  del  tigre  del  Indostan,  que  es  el 
tipo  mas  acabado  de  los  tigres,  dice  un  autor  que  por  su  voz  se  pueden  apreciar 
sus  condiciones  hostiles:  «Cuando  amenaza,  dice,  da  un  grito  corto  y fuerte  y, 
por  el  contrario,  cuando  se  acerca  á alguno  pacíficamente,  produce  una  especie 
de  resoplido  que  se  parece  bastante  al  estornudo.» 

Lo  cierto  es  que  la  gran  diversidad  de  individuos  pertenecientes  al  género 
felis  (gatos)  en  el  cual  figura  el  tigre,  contribuye  á inducir  en  error  acerca  de 
existencia  de  este  animal  en  tales  ó cuales  regiones  del  globo;  porque  es  innega- 
ble, y en  esto  sigo  la  opinión  de  eminentes  zoólogos,  que  el  género  felis  es  todavía 
un  laberinto  en  el  cual  se  pierde  uno,  cuando  pretende  separar  por  medio  de  dis- 
tinciones precisas  una  multitud  de  especies,  distinguiendo  unas  de  las  otras. 

La  inmensa  variedad  de  animales  que  figuran  en  las  diversas  tribus  del  géne- 
ro de  los  gatos,  justifica  que  unas  veces  se  tomen  unos  por  otros  y que  los  que  es- 
tán poco  avezados  á estudios  zoológicos,  confundan  gran  cantidad  de  veces  unos 
gatos  con  otros  y hagan  aparecer  los  unos  en  países  que  jamás  han  habitado  y 
supriman  á los  otros  de  comarcas  que  son  su  residencia  habitual. 

Que  esa  variedad  es  inmensa  y complicada,  nos  lo  enseñan  las  mismas  clasi- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


537 


ficaciones  hechas  hasta  ahora  por  la  ciencia.  Aparecen  en  la  primera  sección  los 
leones  ó gatos  con  pelo  raso  y uniforme  y entre  los  cuales  hay  que  tener  en  cuen- 
ta, como  principales  variedades,  el  león  jalde  del  Senegal,  el  de  color  Isabela  de 
la  Arabia,  y el  león  amarillo  parduzco  que  se  encuentra  en  el  Cabo.  Además,  en 
el  mismo  grupo  figuran  animales  que  á primera  vista  ofrecen  diferencias  marca- 
dísimas; tales  son  el  chameau- tigre  descrito  por  el  capitán  Smee,  el  puma  ó león 
de  América,  que  no  es  otra  cosa  que  el  cnguar  de  Buffon  y que  ha  de  ser  induda- 
blemente el  guazuara  de  Azara  y el  tigre  rojo  de  los  peruanos.  Y aun,  en  este  gru- 
po de  gatos,  deben  sumarse  el  felis  leonado  de  la  Guyana  y (A  jaguareté  de  Pisón. 

La  segunda  tribu  es  la  de  los  tigres,  en  que  forma  el  tigre  real  de  la  Islas  Ma- 
layas, comprendiendo  la  variedad  animan  lessar  de  los  naturales,  ó sea  el  manjan- 
gede  de  los  javaneses.  Sir  Raffles  menciona  al  tigre  de  Sumatra  y acusa  dos  varie- 
dades: el  tigre  real  y el  gato-tigre  de  Bengala  ó rimobulu  de  los  malayos.  Como 
variedad  del  tigre-gato  de  Bengala,  señala  aquel  naturalista  al  tigre  de  la  Rusia 
Asiática  que  vaga  por  las  s lepas  en  país  del  Iztysch  y orillas  del  lago  Baikal. 

La  tercera  tribu  hállase  formada  por  los  gatos  paútennos  y comprende  las 
cuatro  agrupaciones  siguientes:  Primero,  la  pantera  de  Africa,  felis  parchís,  con 
sus  variedades,  que  no  son  pocas;  Segundo,  pantera  de  Indias  Orientales  ó felis 
clialijbeata;  Tercero,  el  leopardo  que  existe  en  algunas  regiones  americanas  y que 
muchos  han  confundido  con  el  tigre;  Cuarto,  pantera  del  Norte  que  es  el  felis  or- 
le is  descrito  por  Müller  y que  algunos  representan  con  el  nombre  de  onza.  Exis- 
ten en  América  no  pocos  ejemplares  de  animales  comprendidos  en  las  anteriores 
agrupaciones  de  esta  tribu  y en  especial  vagan  por  ella  con  abundancia  los  ja- 
guares, que  no  son  sino  panteras  á las  cuales  se  conoce  vulgarmente  con  el  nom- 
bre de  tigres  de  América,  felis  uncid. 

La  tribu  cuarta  la  forman  los  galos-oceloídos  y figuran  en  ella  el  ocelote  y 
maracalla  de  los  brasileros;  el  felis  mareoura  de  Wied,  que  vaga  por  los  grandes 
bosques  del  Missouri  en  la  América  del  Norte  y en  los  de  Parahiba  en  el  imperio 
del  Brasil;  el  felis  mitis  de  Cuvier,  que  abunda  muy  especialmente  en  el  Para- 
guay; el  margal  ó el  baracalla  que  describe  Azara  entre  los  cuadrúpedos  para- 
guayos y que  se  encuentra  además  en  el  Brasil  y la  Guyana;  el  gato  del  Brasil 
observado  por  Cuvier;  el  gato  elegante  de  Lesson,  en  que  se  comprenden  muchos 
tipos  descritos  por  Hamilton  Smith,  y finalmente  el  gato  de  Grilfith  felis  griffi- 
tlii  que  es  peculiar  de  México. 

La  quinta  tribu  esta  constituida  por  los  rimaus  ó gatos  malayos. 


538 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


La  sexta  es  la  llamada  de  los  guepars,  ó tigres  cazadores,  que  se  distinguen  de 
todos  los  demás  por  su  cabeza  corta  y muy  redonda,  por  una  especie  de  quedeja 
en  el  pescuezo  y por  la  circunstancia  muy  característica,  de  que  sus  uñas  no  son 
retráctiles.  Descuellan  en  esta  tribu  el  fe  lis  ¡abala  y el  felis  guttala  de  Screber, 
el  felis pardalis  de  Appiano  y el  guze  de  los  persas. 

La  tribu  séptima  se  compone  de  los  gatos  servales  del  Senegal  y de  la  India. 

La  octava  es  la  de  los  verdaderos  gatos. 

La  novena  y última  es  la  tribu  que  comprende  los  linces  y los  lobos,  anima- 
les asaz  conocidos  y que  no  son  pertinentes  con  el  objeto  de  estas  líneas. 

Tales  son  las  variedades  que  ofrece  el  género  felis  ó de  los  gatos,  cuyos  indi- 
viduos tienen,  en  muclios  casos,  grandes  analogías  y que  sin  duda  han  sido  causa 
de  la  confusión  y de  los  errores  en  que  han  caido  los  naturalistas  y los  viajeros, 
para  atribuir  á tales  ó cuales  comarcas  del  mundo,  animales  que  tal  vez  no  han 
existido  jamás  en  ellas  y para  negar  en  las  mismas  la  existencia  de  séres  que  las 
infestan. 

Así  lia  acontecido  con  el  tigre,  que  por  sus  muchos  puntos  de  semejanza  con 
otros  gatos,  se  lia  considerado  erróneamente  natural  ó exótico  de  ciertos  climas, 
según  los  casos. 

Por  esto  niegan  unos  la  existencia  del  tigre  en  América;  por  esto  otros  la  sos- 
tienen; y por  esto,  tal  vez,  dicen  unos  pocos  que  el  tigre  americano  no  es  te- 
mible. 

No  es  mi  ánimo  extenderme  ahora  en  consideraciones  y datos  sobre  lo  que 
haya  de  verdad  acerca  de  unas  y otras  afirmaciones.  Lo  que  sí  aseguro  es  que  tigre 
ó no,  el  animal  á cuya  caza  he  asistido  entre  las  selvas  paraguayas,  no  es  de  aque- 
llos que  tendrían  consideraciones  á los  naturalistas  que  niegan  su  ferocidad,  si 
alguna  vez  los  hubiesen  encontrado  á solas  en  los  sitios  en  que  yo  los  he  en- 
contrado. 

■V"I 

Vuelto  de  mi  escursion  á Paraguary,  en  donde  Mr.  Mecklein  dió  muerte  á un 
tigre  ante  mis  azorados  ojos  y después  de  oir  de  su  boca  las  interesantes  peripe- 
cias á que  da  lugar  una  batida  en  forma  contra  aquella  fiera,  le  manifesté  mi 
propósito  de  asistir  á una  de  aquellas  y le  pedí  instrucciones  sobre  el  modo  de  or- 
ganizaría, ya  que  él,  por  su  próximo  viaje  al  Chaco,  no  podia  hacerlo. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


539 


Antes  de  su  marcha  y para  satisfacer  mis  deseos  púsame  en  relación  con  cier- 
to italiano  muy  entendido  en  el  asunto  de  que  se  trataba;  y despidiéndose  de  mí, 
partió  para  la  otra  orilla  del  Paraguay,  en  donde  apesar  de  su  valor  á toda  prue- 
ba, pereció  en  un  ataque  de  indios.  En  la  refriega  fué  bárbaramente  degollado 
por  los  salvajes  del  Chaco,  aquel  hombre  á quien  habian  respetado  las  mas  terri- 
bles fieras. 

Después  de  la  partida  del  desventurado  Mecklein,  me  ocupé  sériamente  de  lle- 
var á cabo  mi  empeño;  y siguiendo  las  instrucciones  del  cazador  italiano  á quien 
me  recomendó,  traté  de  buscar  gente  para  realizar  una  batida  en  regla. 

Habia  por  aquel  entonces  en  la  Asunción  una  especie  de  barracón  ó casa  de 
tablas  en  el  sitio  denominado  la  Ribera,  sobre  cuya  puerta  ostentábase  un  gran 
letrero  que  decia  en  enormes  y chillones  caractéres  AU  ‘ Isola  di  Cabrera.  Aque- 
llo tenia  tanto  de  restaurant  y de  café,  como  de  figón  y de  taberna.  Lo  mismo  se 
servia  allí  un  soberbio  plato  de  riso  fio  ó tagliarini , ó se  jugaba  una  partida  de  bi- 
llar, ó se  apuraban  unas  copas  de  cognac , ó se  daban  opíparas  y delicadas  comi- 
das, que  se  tramaban  motines  y complots  ó se  hacían  vibrar  las  navajas  por  cual- 
quier palabra  dicha  en  tono  de  insulto  ó amenaza. 

El  dueño,  sobre  su  negocio  de  café,  bodegón  y restaurant,  era  carnicero;  y á 
algunas  leguas  de  la  Villeta  poseía  en  Pikysyry  una  dilatada  hacienda  en  la  cual 
pacían  sus  ganados.  Llamábase  Salvador  Cogliolo,  era  napolitano,  habia  figurado 
en  las  agitaciones  políticas  de  Roma  durante  los  años  de  1848  y 1849  y su  herma- 
no, que  á la  sazón  vivia  con  él,  habia  sido  uno  de  los  que  acompañaron  á Gari- 
baldi  en  la  legendaria  jornada  de  los  mil.  Ambos  Cogliolo  eran  hombres  de  gran 
corazón,  valientes  á toda  prueba,  y se  hubieran  hecho  matar  cien  veces  por  mí, 
como  lo  demostraron  en  repetidas  ocasiones:  apénas  tuvieron  conocimiento  de  mi 
propósito  de  cazar  el  tigre,  se  apresuraron  á ofrecérseme  como  dos  de  mis  acom- 
pañantes y pusieron  á mi  disposición  la  hacienda  que  antes  he  mencionado,  por- 
que se  hallaba  enclavada  entre  el  rio  y las  cuchillas  llamadas  Lomas  Valentinas, 
sitios  en  que  frecuentemente  vagaban  los  animales  que  yo  anhelaba  batir. 

Acepté  la  oferta  de  los  Cogliolo;  agregóse  á la  expedición  un  rico  comerciante 
de  la  ciudad,  también  italiano  y llamado  don  Luis  Patri,  un  suizo  muy  amigo 
mió  y de  nombre  Tiberio  Pasini,  unos  dos  ó tres  italianos  más  entre  ellos  un  ge- 
novés,  verdadero  coloso,  llamado  Domenico  Serviglieri,  mi  criado  correntino  Hila- 
rio y sobre  unos  ocho  ó diez  gauchos  de  Entre-Rios  y de  Corrientes,  acostumbra- 
dos á cazar  la  fiera  que  íbamos  á perseguir. 


540 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


En  pocos  dias  estuvo  organizada  la  comitiva  que  debía  acompañarme  ;y  des- 
pués de  los  mas  indispensables  preparativos  para  la  marcha,  empecé  á preocupar- 
me de  la  forma  en  que  la  expedición  tendria  lugar  y del  carácter  que  liabia  de 
dar  á la  batida. 

Aconsejábame  el  recomendado  de  Mecklein  que  partiéramos,  como  él  decía,  sin 
'programa  de  la  función  y que  nos  dejáramos  las  peripecias  y el  éxito  á la  ventura 
sin  ocuparnos  de  la  conducta  que  seguiríamos  hasta  estar  sobre  el  terreno:  pero  yo, 
que  durante  todos  aquellos  dias  había  recogido  cuantas  noticias  me  fueran  posi- 
bles de  boca  de  los  hombres  avezados  á la  caza  del  tigre  y que,  además,  conocía 
por  lectura  los  medios  y sistemas  empleados  en  otros  países,  para  aprisionar  ó ma- 
tar á la  fiera,  hallábame  indeciso  sobre  la  conducta  que  había  de  seguir  la  expe- 
dición. 

El  caso  no  era  para  menos,  vista  la  variedad  de  procedimientos  que  se  em- 
plean en  la  caza  del  tigre. 

Los  cazadores  de  oficio,  aquellos  que  viven  de  la  venta  de  los  cueros  y que  no 
cuentan  con  mas  recursos  que  su  propia  persona,  ni  mas  armas  que  un  puñal  y 
una  carabina,  ni  mas  compañía  y ayuda  que  la  serenidad  y un  valor  á toda  prue- 
ba, esos  cazadores  emplean  muchos  dias  en  rastrear  un  tigre  y,  cuando  han  dado 
con  su  rastro,  lo  acechan  en  escondrijos  peligrosos,  casi  siempre  cerca  de  los  luga- 
res á donde  va  á beber  la  fiera,  á la  cual  envían  una  certera  bala  que  le  parte  el 
corazón  y que  por  lo  mismo  no  agujerea  su  hermosa  piel  mas  que  por  un  solo  la- 
do, que  es  una  de  las  cosas  á que  atiende  el  cazador  de  oficio,  casi  con  tanto  ó mas 
cuidado,  como  á salvar  la  propia  vida. 

En  algunos  países  de  Asia  los  naturales  salen  á cazar  el  tigre  adelantándose 
en  carretas  tiradas  por  bueyes.  Apénas  le  distinguen  dejan  que  se  aproxime  al 
alcance  de  las  carabinas  y entonces  las  descargan  casi  á la  vez,  apuntando  á la  ca- 
beza de  la  fiera  á fin  de  que  quede  muerta  en  el  acto,  pues  de  no  hacerlo  así,  se 
arroja  sobre  la  carreta  y despreciando,  por  un  instinto  que  no  se  explica,  á los 
animales  que  la  arrastran,  saltan  sobre  aquella  y haciendo  presa  en  algún  caza- 
dor, lo  desgarra  y tiene  con  los  restantes  una  lucha  horrible,  en  que  el  hombre 
suele  llevar  la  peor  parte  casi  siempre. 

Existen  también  los  cazadores  que  emplean  lazos  y trampas,  pero  este  proce- 
dimiento, sobre  ofrecer  pocos  lances,  es  el  de  menos  resultados,  pues  no  siempre 
es  fácil  obligar  al  tigre  á que  acuda  al  lugar  del  engaño,  sobre  todo  en  países  en 
que  aquel  animal  no  se  encuentre  con  mucha  frecuencia. 


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541 


Mátase  también  el  tigre  de  una  manera  que,  á mi  juicio,  es  indigna  del  hom- 
bre. Me  refiero  al  empleo  del  veneno. 

Hay  países  en  que,  cuando  se  descubre  la  proximidad  del  tigre,  se  ata  al  pié 
de  un  árbol  ó en  una  estaca  un  carnero  ó cualquiera  otro  animal  por  el  estilo  y 
cerca  de  él,  y de  una  manera  bien  visible,  colócase  una  gran  vasija  con  agua 
saturada  de  arsénico.  Llega  la  fiera,  desgarra  á su  víctima  y cuando  se  ha  recrea- 
do con  su  sangre  va  á mitigar  la  sed  que  aquella  le  ha  despertado,  apurando  con 
ansia  el  agua  que  ha.  de  producirle  la  muerte. 

En  las  comarcas  del  Indostan,  no  solo  en  la  península  del  Ganges,  sino  en  la 
Indo-China  y en  las  islas  de  Sumatra  y de  la  Sonda,  países  clásicos  del  tigre  y 
en  donde  se  verifica  su  caza  en  mas  alta  escala  y con  toda  la  grandiosidad  y apa- 
rato que  tan  solemne  lucha  entre  el  hombre  y aquel  poderoso  animal  requieren, 
organízanse  verdaderas  batidas  compuestas  de  jinetes  y de  infantes  que  se  per- 
trechan de  todas  armas  y se  valen  del  ausilio  de  perros  y hasta  de  elefantes. 

Entre  tantos  sistemas,  confieso  que  me  hallaba  perplejo  en  la  elección  del  plan 
que  iba  á poner  en  práctica  con  mis  compañeros  de  expedición;  pero  aun  en  tal 
perplejidad  eliminé  desde  un  principio  los  que  implicaran  la  menor  traición,  como 
el  sistema  de  los  lazos  y trampas  y el  del  veneno. 

Entre  los  demás  me  seducia  el  último  de  los  que  he  apuntado,  pero  á falta  de 
perros  amaestrados  y de  elefantes,  indiqué  al  recomendado  de  Mecklein  que  desea- 
ba que  la  caza  fuese  una  verdadera  batida,  un  ojeo  en  forma,  á pié  ó á caballo, 
según  los  sitios,  y con  todas  las  peripecias  de  una  lucha  cara  á cara  y con  las 
naturales  contingencias  de  semejante  empresa. 

Consultados  los  correntinos  y entre-rianos  que  habian  de  acompañarnos  y que 
ya  eran  conocedores  de  la  clase  de  empresa  que  se  intentaba,  fué  decidido  que  una 
vez  llegados  á la  posesión  de  Cogliolo  se  verificaría  un  verdadero  ojeo;  y que 
una  vez  conocida  la  madriguera  ó la  querencia  del  tigre,  se  le  atacaría  por  los  ex- 
pedicionarios en  la  forma  que  acostumbraban  hacerlo  cuando,  yendo  en  comitiva, 
daban  con  el  animal. 

Tomada  esta  determinación,  en  la  que  no  tuvo  poca  parte  Hilario,  como  ba- 
queano (1)  del  país  y bastante  acostumbrado  á habérselas  con  fieras  de  aquella 
especie,  fijóse  el  dia  de  la  partida  y el  lugar  en  que  debíamos  reunirnos  los  expe- 
dicionarios, para  emprender  la  marcha,  no  sin  haber  expedido  al  sitio  de  la  cace- 


(1)  Llámase  así  al  que  es  práctico  ó conocedor  de  los  accidentes  de  un  país  y sirve  de  guia  en  el  mismo, 
tomo  i,  68 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


ría  y con  dos  dias  de  anticipación  un  chasque  (1)  que  averiguase  sobre  el  terreno, 
cuantos  datos  pudieran  darle  las  gentes  del  país  acerca  de  la  existencia  ó aparicio- 
nes de  algún  tigre  en  aquellos  lugares. 

■VII 

En  una  fresca  madrugada  de  diciembre  de  1870,  época  calurosísima  en  aque- 
llas latitudes,  salí  de  la  Asunción,  acompañado  de  toda  la  partida  que  habia  lo- 
grado organizar  para  dar  cumplimiento  á mis  propósitos  de  caza. 

La  expedición  se  componía  de  diez  y ocho  personas,  jinetes  todos  sobre  exce- 
lentes caballos,  célebres  muchos  de  estos  ¡joi*  sus  condiciones  de  parejeros  (2)  y 
todos  notables  por  los  excelentes  resultados  que  reunían  para  la  peligrosa  y can- 
sada batida  en  que  íbamos  á emplearlos. 

Apénas  salidos  de  la  ciudad  y salvados  los  eriales  que  la  rodean  por  el  lugar 
en  que  termina  la  calle  de  Pilcomayo,  penetramos  en  la  senda  que  serpentea  por 
entre  bosques  de  naranjos  y arboledas  dilatadísimas  de  algarrobos,  algo  diferen- 
tes éstos  de  los  de  Europa,  y cuyas  vainas  estrechas  como  las  de  las  judías,  son 
comidas  con  grande  estima  por  los  guaranís,  muchos  de  los  cuales  las  machacan 
para  hacer  la  bebida  llamada  chicha,  que  no  es  desagradable  y que  embriaga  cuan- 
do se  bebe  con  exceso. 

El  camino  que  llevábamos  nos  condujo  hasta  las  faldas  del  pintoresco  Lam- 
baré  por  la  parte  opuesta  al  rio  Paraguay,  lado  por  el  cual  lo  habia  ya  admirado 
algunos  meses  antes,  desde  la  cubierta  del  vapor  Presidente . También  esta  segun- 
da vez  me  llamó  la  atención  su  forma  geométrica  semejante  á un  cono  perfecto, 
en  el  cual  parece  que  se  hubiesen  incrustado  las  copas  de  los  mas  frondosos  árbo- 
les, porque  tal  es  su  espesura,  que  mas  bien  parece  la  montaña  un  inmenso  grupo 
de  grandiosos  y tupidos  matorrales,  antes  que  promontorio  cubierto  de  arbolado. 

La  hora  era  á propósito  para  toda  clase  de  fantasías  y la  exuberancia  de  aque- 
lla vegetación,  la  forma  extraña  del  monte,  el  fuertísimo  olor  de  los  azahares  que 
embriagaba  los  sentidos,  y las  sombras  caprichosas  que  en  forma  de  torreones, 
fantasmas  y telas  vaporosas  rompían  el  horizonte  en  que  el  sol  empezaba  á im- 
primir los  rojizos  tintes  de  la  alborada,  todo  ello  influía  de  tal  suerte  en  la  ima- 

(1)  Chasque  se  llama  en  el  rio  de  la  Plata  al  emisario,  correo,  ó propio  que  se  envía  con  alguna  carta  ó co- 
misión. 

(2)  Llámase  ‘parejero  en  aquellos  países  al  corcel  corredor,  acostumbrado  á entrar  en  el  juego  de  carreras. 
El  parejero  suele  no  emplearse  en  mas  trabajo  en  el  de  contender  en  ias  apuestas  de  velocidad. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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ginacion  del  caminante,  que  en  su  cerebro  se  desvanecían  los  conceptos  de  la 
realidad,  para  llenarlo  de  idealismos  é imágenes  á cuales  mas  extraordinarias. 

Poco  á poco  los  rayos  solares  fueron  enseñoreándose  del  paisaje  y una  hora 
después  de  nuestra  salida  de  la  ciudad,  ya  la  atmósfera  fué  adquiriendo  la  ardien- 
te pesadez  de  aquellos  climas. 

A las  nueve  de  la  mañana  hicimos  alto  en  un  rancho  de  guaran ís,  sitio  que 
diputamos  á propósito  para  verificar  nuestro  almuerzo.  De  léjos  miráronnos  llegar 
sus  habitantes,  pero  los  vimos  desaparecer  á medida  que  nos  aproximábamos  y 
en  el  momento  de  apearnos  de  nuestras  cabalgaduras,  no  habia  frente  á aquella 
misera  morada  sino  tres  muchachos  de  unos  cuatro  á ocho  años;  dos  de  ellos  va- 
rones, una  hembra  y todos  ellos  completamente  en  cueros. 

— ¿Mamó  'parejo? — (l)  nos  dijo  el  mayor  de  ellos;  y cuando  me  disponía  á 
responderle,  aparecieron  en  el  umbral,  dos  mozas  ataviadas  á usanza  del  país. 

Las  preguntamos  si  podíamos  llegarnos  á preparar  nuestro  almuerzo,  y enten- 
diendo sin  duda  que  les  pedíamos  comida,  nos  contestó  la  mayor  de  ellas,  que  no 
representaba  mas  allá  de  veinte  y cinco  años,  diciéndonos  secamente: 

— ¡Dipon!  (2) 

— ¿ Afielé ? (3) — replicó  mi  criado  Hilario. 

Y la  misma  muchacha,  sonriéndose  con  aire  burlón,  le  respondió: 

— ¡ Enteramente ! 

Enteramente  es  una  expresión  española  que  los  guaranís  emplean  de  conti- 
nuo, hasta  cuando  hablan  en  su  lengua,  para  dar  mayor  fuerza  afirmativa  á lo 
que  dicen.  Ocasiones  ha  habido  en  que,  en  frases  de  quince  ó diez  y seis  palabras, 
he  contado  cinco  ó seis  veces  el  adverbio  enteramente. 

Trabada  ya  conversación  con  aquellas  gentes  y enteradas  de  que  no  preten- 
díamos que  se  nos  diese  almuerzo,  sino  que,  antes  al  contrario,  íbamos  á prepa- 
rar la  comida  que  llevábamos,  queriendo  que  nos  acompañaran  en  ella,  nos  brin- 
daron con  su  ayuda  y hasta  nos  instaron  á dejar  nuestras  cabalgaduras  y á que 
entráramos  á descansar  en  el  rancho. 

Desmontamos  todos,  y mientras  Hilario  y los  correntinos  se  ocuparon  en  pre- 
parar la  vituallas,  yo  penetré  con  Pasini,  Patri  y los  hermanos  Cogliolo  en  la  ha- 
bitación de  las  guaranís. 

El  rancho  era  espacioso.  En  uno  de  sus  rincones  habia  un  arca  de  madera,  so- 


(1)  En  lengua  guaraní  significa:  ¿á  dónde  vas/ 

(2)  En  guaraní,  ¡no  hay ! 

(3)  ¿Es  verdad? 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


bre  la  cual  hubieran  podido  sentarse  cómodamente  cuatro  ó cinco  personas.  En 
otro  veíase  uua  mesa  y esparramados  por  el  resto  del  local  estaban  una  silla  muy 
baja  con  asiento  de  cáñamo  y cuatro  ó cinco  pedazos  de  troncos  de  árbol,  á guisa 
de  escabeles  ó taburetes  redondos,  en  que  poder  sentarse. 

En  las  cuatro  paredes  aparecían  enclavadas  argollas  de  hierro,  de  las  cuales 
pendian  dos  hamacas  tejidas  con  cáñamo. 

En  el  fondo  del  rancho  y frente  al  de  entrada,  liabia  un  ancho  portal  que  da- 
ba acceso  á una  especie  de  corral  ó cercado,  techado  en  parte  con  hojas  de  bana- 
nero, paja  totora  y ramaje  seco,  entrelazadas  unas  cosas  con  otras.  Debajo  del 
cobertizo  veíase  un  fogon  ú hogar  formado  con  grandes  piedras,  y no  léjos  de  él 
estaba  un  enorme  mortero  abierto  en  el  tronco  de  un  árbol  y en  el  cual  hallába- 
se machacando  maíz  una  anciana,  que  luego  supe  ser  la  madre  de  las  dos  para- 
guayas que  nos  recibieron. 

Acomodóse  una  de  éstas  en  la  hamaca,  apénas  mis  compañeros  y yo  hubimos 
penetrado  en  la  choza  ó rancho;  y una  vez  tendida  y en  tanto  que  se  balanceaba 
pausadamente,  púsose  á torcer  tabaco  para  ofrecernos  cigarros. 

Su  hermana  me  brindó  con  la  otra  hamaca,  para  que  me  instalase  en  ella, 
mientras  se  ocupaba  en  prepararnos  algunas  docenas  de  naranjas. 

Eran  los  obsequios  obligados  del  país. 

Así  como  en  el  Rio  de  la  Plata  lo  primero  que  se  ofrece  al  viajero  ó al  visitan- 
te es  el  apetitoso  mate,  en  el  Paraguay  se  les  brinda,  antes  que  todo,  el  tabaco  de 
amarillenta  hoja  ó la  dulcísima  y refrescante  naranja. 

El  mate  es  allí  lo  secundario  para  el  obsequio,  por  lo  mismo  que  es  lo  mas  co- 
mún y que  la  yerba  es  el  producto  principal  y característico  del  país. 

Apénas  nuestras  paraguayas  hubieron  terminado  sus  preparativos,  empezamos 
á chupar  gran  número  de  naranjas  y á aspirar  el  humo  del  fuertísimo  tabaco  del 
Paraguay.  El  sabor  de  éste  es  tan  distinto  del  de  los  demás  climas,  que  ni  por 
su  aroma,  color,  ni  fuerza  puede  confundirse  con  ellos.  Quien  no  lo  haya  probado, 
es  indudable  que  saldrá  con  la  boca  inflamada  la  primera  vez  que  lo  fume;  pero 
luego  se  acostumbrará  fácilmente  al  sabor  picante  y algo  dulce  de  aquella  hoja. 
Esta  es  torcida  con  flojedad  y al  hilarse  la  tripa  dentro  de  la  capa  que  da  forma  al 
cigarro,  queda  elaborada  con  tanta  blandura,  que  arde  rápidamente  y sin  que  se 
apague  casi  nunca. 

Después  que  mis  amigos  y yo  dimos  fin  á las  naranjas  que  nos  ofrecieron  las 
dueñas  del  rancho,  nos  enteraron  de  su  historia. 


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Era  exactamente  igual  á la  de  todas  las  mujeres  paraguayas  en  aquella  época. 
Sabida  la  de  una,  sabíanse  las  de  todas. 

De  aquellas  dos  hermanas,  una  no  recuerdo  como  se  llamaba;  la  otra  tenia 
por  nombre  Irene. 

No  conocían  á su  padre.  No  lo  baldan  visto  jamás.  Su  madre  tampoco  habia 
vuelto  á saber  de  él,  después  que  la  dejó  con  las  dos  hijas  para  ir  á servir  en  la 
escolta  del  Supremo.  (1)  Su  madre  era  aquella  misma  anciana  que  poco  antes  ha- 
bia yo  visto  en  el  corral  machacando  maíz:  habia  criado  y mantenido  á ambas 
mozas  mientras  fueron  niñas,  y luego  vivió  á cargo  de  ellas,  desde  que  apénas 
fueron  mujeres,  cada  una  de  ellas  tuvo  su  car  ai.  (2) 

Es  rara  la  joven  que  á los  once  y hasta  á los  diez  años  no  tiene  en  el  Para- 
guay su  marido,  llamando  así  al  car  ai  que  las  hace  madres,  sin  que  medien  mas 
lazos  que  los  de  los  puestos  por  la  naturaleza. 

Irene  y su  hermana  habían  tenido  los  hijos  que  á nuestra  llegada  nos  habian 
dirigido  la  palabra  en  la  puerta  del  rancho.  Después  estalló  la  guerra  contra  los 
cambáis ; (3)  el  Supremo  llamó  á las  armas  á sus  maridos  como  á todos  los  para- 
guayos y siguieron  la  suerte  de  la  inmensa  mayoría:  morir  acribillados  por  las 
balas  de  la  Triple  Alianza  (4)  en  defensa  del  poder  autócrata  de  López. 

Desde  entonces  aquella  familia  vivia  de  maíz  sembrado  en  las  cercanías  del 
rancho,  bebían  frecuentemente  chicha  y el  resto  de  su  alimento  se  componía  de 
frutas  y algunas  miserables  legumbres. 

Descritas  las  costumbres  y el  tipo  de  los  habitantes  de  aquel  rancho,  quedan 
descritos  los  de  todos  cuantos  vivían  entonces  diseminados  por  el  territorio  de  la 
República,  desde  las  márgenes  del  rio  Apa  al  Paso  de  la  Pátria,  de  Norte  á Sur, 
y desde  las  aguas  del  Paraguay  á las  del  Paraná,  de  Occidente  á Oriente.  Solo 
en  la  Asunción,  Villarricay  alguna  que  otra  población  menos  importante,  podrían 
hallarse  algunas  diferencias. 

El  tipo  y traje  de  la  paraguaya  es  casi  siempre  el  mismo,  espléndidamente 
representados  en  aquellas  mujeres  halladas  en  nuestro  camino. 

Ambas  eran  altas,  esbeltas,  ricas  en  curvas,  formas  que  mas  parecían  hechas  á 
cincel  de  artistas  que  por  obra  de  la  naturaleza.  Tenían  el  rostro  rigurosamente 


(1)  Los  paraguayos  designaban  con  este  título  á sus  dictadores,  desde  el  doctor  Francia. 

(2)  «Hombre,»  en  lengua  guaraní. 

(3)  Significa  negros , nombre  que  por  escarnio  daban  los  paraguayos  á los  brasileros. 

(4)  De  1.200,000  habitantes  que  tenia  el  Paraguay  antes  de  la  guerra,  quedaron  apénas  30.000,  casi  todos 
mujeres  y niños.  Los  hombres  puede  decirse  que  fueron  exterminados. 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


oval,  ojos  rasgados  y expresivos,  los  de  Irene  azules  como  el  cielo,  los  de  su  hermana 
negros  como  un  globo  de  azabache;  nariz  pequeño,  recta  y delgada;  boca  de  lá- 
bios  muy  rojos  y dientes  pequeños  y blanquísimos;  el  color  de  la  tez  trigueño, 
exactamente  igual  al  de  las  sevillanas.  El  cabello  de  entrambas  era  abundante  v 
rubio  como  el  oro,  reunido  en  dos  gruesas  trenzas  que,  enlazándose  sobre  el  cuello, 
venian  á formar  un  gracioso  arco,  luciendo  sobre  el  fondo  moreno  que  para  ma- 
yor realce  le  prestaba  el  cutis. 

El  busto  de  aquellas  graciosas  cabezas  se  erguia  encerrado  por  los  bordes  del 
airoso  tipoy,  camisa  de  escote  rectangular,  festonado  en  negro  por  un  caprichoso 
bordado  de  algodón  ó de  lana,  de  dos  ó tres  dedos  de  ancho.  Este  tipoy  se  apoya 
por  el  pecho  sobre  el  seno,  cuya  morbidez  cubre  y hace  resaltar,  y cae  por  la 
parte  opuesta  hasta  media  espalda,  cuyas  redondeadas  formas  deja  al  descubierto. 
Cíñese  el  tipoy  con  una  blanquísima  enagua  que  baja  hasta  el  tobillo,  dejando 
á la  vista  los  piés,  siempre  desnudos,  siempre  limpios  y siempre  diminutos  como 
los  de  una  granadina. 

Este  traje  que  es  el  usual  de  las  mujeres  paraguayas,  se  completa  muchas 
veces  con  una  sábana  en  la  cual  se  embozan  graciosamente,  haciendo  que  su  par- 
te superior  siga  el  escote  del  tipoy  y deje  libres  á la  vista  aquella  torneada  gargan- 
ta y aquella  deliciosa  espalda,  que  dan  al  busto  de  las  guaranís  todas  las  aparien- 
cias de  una  estátua  digna  del  cincel  del  mas  inspirado  artista. 

Los  adornos  son  casi  siempre  arracadas  de  oro  puro;  y es  necesario  que  se  ha- 
lle la  paraguaya  en  la  mas  extrema  pobreza,  para  que  no  las  lleve.  Otras  veces 
cubren  sus  dedos  con  infinitas  sortijas,  también  de  oro,  formadas  todas  ellas  por 
cuatro,  seis  y hasta  diez  aros  unidos  entre  sí,  por  un  lazo  especial  hecho  á marti- 
llo. También  suelen  usar  unos  collares  de  gruesas  cuentas  del  citado  metal,  con 
los  cuales  dan  sendas  vueltas  á su  hermosísima  garganta  y completan  el  tocado 
con  una  peineta  bastante  alta,  toda  ella  de  oro  puro,  que  se  colocan  con  mucha 
gracia  y muy  torcida,  entre  el  arranque  de  las  dos  trenzas  de  su  cabellera.  Las 
guaranís  que  así  se  atavían  son  mujeres  que  disfrutan  algunas  comodidades  y se 
las  designa  con  el  nombre  de  qüyguaberá , que  vale  tanto  en  su  lengua,  como  decir 
peineta  de  oro. 

Ni  Irene  ni  su  hermana  eran  qüyguaherás,  aun  cuando  por  su  belleza  mere- 
cían serlo;  pero  no  dejaban  de  lucir  los  grandes  pendientes  que  caen  sobre  el  cue- 
llo de  todas  las  paraguayas. 

Después  que  nos  sirvieron  cigarros  y naranjas  y mientras  Hilario  y los  cor- 


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rentinos  preparaban  el  almuerzo  y durante  la  conversación  que  nos  enteró  de  la 
historia  y existencia  de  aquellas  gentes,  mis  compañeros  se  habían  instalado  en  la 
silla  y los  escabeles  de  aquella  morada;  Patri  se  habia  aproximado  á mecer  la  ha- 
maca en  que  estaba  tendida  la  mayor  de  las  paraguayas,  y la  mas  joven,  que  te- 
nia por  nombre  Irene,  vino  á acomodarse  familiarmente  á mi  lado  en  la  hamaca 
en  que  yo  me  columpiaba. 

Estos  y otros  actos  mayores  de  confianza  son  tan  comunes  en  el  Paraguay  á 
la  luz  del  dia  y á la  vista  de  todos,  que  no  debe  sorprender  al  lector  hallarlos  en 
este  relato. 

Llegó  la  hora  del  almuerzo.  Todos  hicimos  honor  á las  provisiones  y tras  el 
descanso  en  que  dejamos  trascurrir  las  horas  mas  ardorosas  del  dia,  volvimos  á 
ensillar  nuestras  caballerías,  despedímonos  de  las  gentes  del  rancho  y dimos  con- 
tinuación á nuestra  jornada. 

Por  entre  caminos  difíciles  de  describir,  por  la  esplendidez  de  su  panorama, 
llegamos  á la  Yilleta. 

Contemplé  allí  los  horribles  estragos  hechos  por  la  artillería  de  los  aliados  en 
los  edificios  de  la  población,  durante  la  pasada  guerra;  y convenciéndome  una  vez 
más  del  crimen  de  ésta,  por  la  desolación  y miseria  en  que  viven  los  ancia- 
nos, las  mujeres  y los  niños  que  en  escaso  número  forman  el  núcleo  de  los  habi- 
tantes de  la  Villeta,  salimos  de  ésta  dejando  el  rio  á nuestra  derecha  é internán- 
donos por  entre  frondosos  bosques  de  aromosos  naranjos,  apiñados  algarrobos  y 
jigantescos  é imponentes  oinbús  talares,  cedros  y lapachos. 

Sorprendiéronme  de  vez  en  cuando  verdaderos  monstruos  de  vejetacion;  que 
de  tales  deben  ser  calificados  el  uruadeiirai,  el  y runde  i ' , el  timbé,  el  popamundo 
y otros,  cuyas  últimas  ramas  piérdense  en  las  nubes,  cabe  cuyo  follaje  parecióme 
que  podian  cobijarse  compañías  enteras  de  soldados,  cuyos  troncos  no  hubieran 
rodeado  muchos  hombres  y cuya  sola  presencia  impone,  sorprende,  graba  indele- 
blemente en  la  memoria  el  espectáculo  de  las  mas  grandes  y hermosas  manifes- 
taciones de  la  naturaleza-,  y cuyo  testimonio  convence  de  la  pequeñez  de  nuestros 
bosques  europeos. 

La  madera  del  uruadeiirai,  dice  Azara,  «se  emplea  en  muebles  preciosos,  por- 
que es  durísima,  de  fondo  amarillazo,  con  vetas  tan  vivas,  negras,  rojas  y amari- 
llas, que  quizá  ninguna  madera  le  iguala  en  esto.»  Y luego  añade:  «Verdad  es 
que  se  confunden  y oscurecen  con  el  tiempo,  pero  se  preservarian  con  algún  bar- 
niz. Es  árbol  de  primera  magnitud  y muy  grueso  como  el  otro  irimdei;  pero  á 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


pesar  de  su  dureza,  le  persiguen  mas  que  á ninguno  unos  gusanos  como  el  dedo; 
de  modo  que  pocas  veces  pueden  sacarse  tablas  que  pasen  de  media  vara  de  an- 
chura.» Dice  del  timbé  «que  es  un  arbolon  de  primer  orden,  bastante  sólido,  no 
pesado  y de  madera  que  jamás  se  raja;  por  cuyos  motivos  la  prefieren  para  canoas 
y para  cajas  de  escopeta.»  En  cuanto  al  'papamundo,  afirma  ser  «de  la  mayor  corpu- 
lencia, de  bellas  hojas,  muy  frondoso  y de  un  fruto  como  ciruelas,  que  comen  los 
de  paladar  grosero.» 

Por  entre  aquellos  espesos  y admirables  bosques,  unas  veces  corriendo  con 
rapidez  sobre  el  tupido  pasto  de  los  deliciosos  potreros,  otras  marchando  cuidado- 
samente al  paso  por  las  angostas  picadas  y escabrosos  recodos  de  la  selva  y,  no 
pocas,  tropezando  en  el  cauce  quebradísimo  de  los  arroyos  que  como  el  Avay,  (1) 
el  Itororó  (2)  y el  Ipané  (3)  arrastran  sus  aguas  hasta  perderse  en  el  Paraguay, 
nos  acercamos  por  fin  á Pikysyry,  comarca  de  triste  recordación  para  el  pueblo 
paraguayo  y todavía  sembrada  con  miles  de  esqueletos,  en  aquellos  dias  de  mi  es- 
cursiou:  horribles  testigos  de  la  ferocidad  humana,  destrozados  unos  por  la  acción 
del  tiempo  y el  choque  de  las  balas,  y otros  conservados  intactos  entre  los  mator- 
rales, el  pasto  y la  hojarasca  que  cubren  aquel  feracísimo  terreno. 

Empiezan  en  aquel  lugar  las  suaves  pendientes  que  constituyen  aquellas 
pintorescas  ondulaciones  del  país,  conocidas  comunmente  con  el  nombre  de  Lo- 
mas Valentinas,  teatro  de  la  mas  empeñada  y decisiva  batalla  que  tuvo  lugar  du- 
rante la  guerra  de  los  aliados  contra  López  y que,  aniquilando  al  ejército  para- 
guayo, decidió  el  éxito  de  la  guerra,  á favor  de  los  invasores.  Allí  están  Itavatéy 
Cerro  León,  lugares  en  que  quedó  demostrado  el  poder  de  la  Triple  Alianza,  la 
cobardía  y falta  de  carácter  de  don  Francisco  Solano  López  y que  produjo  la  ren- 
dición de  Angostura,  verdadero  epílogo  en  que  remató  la  homérica  lucha  del  pue- 
blo paraguayo. 

lie  de  confesar  la  preocupación  de  mi  ánimo  al  recorrer  aquellos  sitios  empa- 
pados con  sangre  de  tantos  héroes  y en  los  cuales  resonaron  los  ayes  de  tantos 
moribundos,  las  imprecaciones  de  los  vencidos  y los  gritos  de  alegría  de  los  ven- 
cedores. 

Mientras  los  cascos  de  mi  caballo  destrozaban  cráneos  y tórax  y millares  de 
huesos,  vagaban  en  mi  imaginación  sangrientas  imágenes  y brotaban  en  mi  cere- 


(1)  I,  agua;  ava,  indio:  arroyo  del  indio. 

(2)  I,  agua;  tororó , cascada. 

(3)  I,  agua \2>ané,  torcida:  arroyo  tortuoso, 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


549 


bro  luctuosas  ideas  de  destrucción  y vandalismo.  Los  ojos  vagaban  por  aquel  sue- 
lo cubierto  de  restos  humanos,  destrozos  de  armas  y pertrechos,  v en  mis  oidos 
zumbaban  ruidos  desconocidos  y siniestros,  mientras  que  por  un  efecto  que  no  po- 
dría explicar,  parecíame  que  las  ventanas  de  mi  nariz  se  contraían  y dilataban  su- 
cesivamente como  si  llegara  á ellas  el  humo  embriagador  de  la  pólvora  ó el  hedor 
repugnante  de  la  sangre. 

Seguido  por  tal  cortejo  de  pensamientos  y fantasías,  llegué  á la  cumbre  de  la 
Loma,  junto  á los  muros  de  la  misma  casa  en  que  el  Dictador  López  abandonó  á 
los  suyos,  huyendo  cobardemente  de  las  tropas  aliadas,  que  consiguieron  llegará 
aquel  sitio  con  todo  género  de  privaciones  y sacrificios,  tras  un  mes,  próxima- 
mente de  combates  diarios,  desde  los  primeros  dias  de  diciembre  de  1868  hasta 
27  del  mismo. 

Magnífico  espectáculo  fué  el  que  se  presentó  á mis  ojos  desde  la  histórica  al- 
tura en  que  me  hallaba. 


VIII 


¡Espléndido  panorama! 

Pocos  recuerdo  en  mi  vida,  tan  variados  y de  tan  imponente  belleza  y ma- 

La  mano  del  hombre  y la  expontaneidad  de  la  naturaleza  habían  trabajado  de 
consuno  para  ofrecer  un  conjunto  extraño  de  soledad  y de  poesía;  de  tristeza  y 
de  hermosura;  de  desolación  y de  encanto  irresistible. 

Allá  en  el  horizonte,  cortando  las  luces  postreras  del  firmamento,  ondulaba 
la  línea  confusa,  severa,  inmensa  é imponente  de  las  selvas  del  misterioso  Cha- 
co. Delante  de  aquellas  confusas  espesuras  serpenteaba,  cual  cinta  de  plata,  la  línea 
del  Paraguay  separando  la  región  argentina,  de  la  tierra  guaraní. 

En  la  márgen  mas  acá  del  rio,  distinguíanse  los  destrozados  terraplenes  y ca- 
samatas de  las  baterías  de  la  Angostura,  y desde  aquel  punto  extendíase  la  dila- 
tadísima llanura  que,  desde  las  orillas  de  la  corriente,  termina  al  pié  de  Loma  Va- 
lentina, de  Itavaté,  de  Cerro  León,  de  todas  aquellas  colinas  cubiertas  de  arbolado 
y en  las  cuales  fueron  destrozados  los  restos  del  poder  dictatorial  de  López. 

Aquella  extensísima  planicie  que  se  dilataba  ante  mis  ojos,  cubierta  enton- 
ces de  tupido  pasto,  era  surcada  á lo  largo  de  muchas  millas  por  una  raya  de  tra- 
zados angulosos,  color  sombrío  y rojizo,  mudo  testigo  de  la  defensa  del  pueblo  pa- 

TOMO  I.  09 


550 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


ragú av o,  último  resto  de  la  inmensa  trinchera  con  que  el  Dictador  quiso  poner 
valla  á los  ejércitos  extranjeros.  Línea  rota  en  mil  partes  por  las  bayonetas  alia- 
das y sembrada  entonces  de  esqueletos,  cureñas  y otros  despojos  de  la  industria  v 
de  la  saña  humana. 

La  verde  alfombra  de  la  llanura  era  á trechos  manchada  por  algunos  bañados 
que  reflejaban  pálidamente  la  luz  mortecina  de  la  tarde  y mas  cerca  de  mí.  en- 
viábanme sus  gratos  perfumes  los  árboles  de  las  laderas  de  la  Loma.  Por  entre 
ellos  estaban  abiertas  las  picadas  de  estrechos  boquerones  que  el  dia  de  la  lucha 
vomitaron  primero  la  metralla  y la  muerte  sobre  brasileros  v argentinos,  así  como 
después  arrojaron  masas  de  soldados  sobre  los  últimos  defensores  paraguayos  de 
la  salvaje  autocracia  de  los  López. 

Todo  eran  allí  recuerdos  dolorosos  de  las  cruentas  jornadas  de  1868  entre  las 
mas  espléndidas  magnificencias  de  la  vegetación  y del  ambiente  tropicales. 

Allí  tuvo  lugar  uno  de  los  mas  sangrientos  dramas  de  la  moderna  historia 
americana;  una  de  las  luchas  mas  pertinaces  y obstinadas;  uno  de  los  mas  desco- 
nocidos y grandiosos  ejemplos  del  patriotismo. 

Tras  los  continuos  combates  que  durante  cada  dia  del  mes  de  diciembre  del 
referido  año  se  verificaban  en  aquellos  pintorescos  lugares,  llegó  el  17  de  dicho 
mes,  en  cuyo  dia  la  caballería  brasilera,  mandada  por  el  bizarro  general  Menna 
Bárrelo,  hizo  un  peligroso  reconocimiento  de  las  posiciones  de  López,  sorprendien- 
do en  el  movimiento  al  regimiento  número  45  de  caballería  paraguaya,  que  fué 
destruido  por  completo,  salvándose  tan  solo  el  jefe  y uno  ó dos  soldados.  Casi  al 
mismo  tiempo  recibió  el  marqués  de  Cavias,  general  en  jefe  de  los  aliados,  la  or- 
den del  emperador  del  Brasil  mandándole  que  arriesgase  hasta  el  último  de  los 
hombres  que  tenia  á sus  órdenes,  para  dar  una  solución  inmediata  á la  guerra. 
Aprestóse  pues  al  golpe  definitivo;  y fuerte  de  25,000  hombres  el  ejército  brasilero, 
púsose  en  marcha  y el  dia  21,  dividido  en  dos  columnas,  reconoció  el  frente  de  los 
paraguayos  en  Ita-Ivaté  y tomó  posiciones  delante  de  los  puntos  mas  fuertes  de 
la  extensa  línea  de  defensa. 

Mientras  tanto  Menna  Barrete  con  su  caballería,  algunas  piezas  y pocos  in- 
fantes, atacaba  por  retaguardia  las  trincheras  de  López,  barriéndola  de  enemigos, 
matando  como  700  hombres,  haciendo  200  prisioneros,  casi  todos  ellos  heridos,  y 
apoderándose  de  toda  la  artillería  que  defendia  la  línea  paraguaya  hasta  cerca 
una  milla  de  la  Angostura,  formidable  reducto  en  que  se  apoyaba  la  extremidad 
de  la  trinchera. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


551 


Algunos  cielos  paraguayos  derrotados  en  la  izquierda  de  la  trinchera  de  Piky- 
syry  lograron  incorporarse  á López  y le  reforzaron.  A las  tres  de  la  tarde  todo  el 
ejército  brasilero  generalizó  el  ataque  convergiendo  sus  esfuerzos  contra  el  cuar- 
tel general  del  Dictador,  desde  cuyo  punto  estaba  yo  entonces  contemplando  el 
teatro  de  la  pasada  lucha. 

Duró  aquel  recrudecimiento  del  cohíbate  mas  de  tres  horas,  durante  las  cuales 
los  aliados  se  apoderaron  de  catorce  piezas,  incluso  un  poderoso  Whitworth  de 
treinta  y dos.  Los  brasileros  consiguieron  introducirse  por  una  picada  muy  oculta 
y casi  llegaron  á la  casa  de  López,  pero  la  escolta  de  éste  los  cargó  y pudo  lograr 
rechazarlos.  Las  pérdidas  de  los  que  atacaban  fueron  inmensas,  porque  habian  ele- 
gido para  avanzar  los  únicos  desfiladeros  que  existían  frente  á las  líneas  del  Dic- 
tador, en  vez  de  valerse  de  un  rodeo,  mediante  el  cual  hubieran  podido  atacar  en 
la  formación  que  se  les  hubiese  antojado,  con  menos  peligro  sí,  pero  no  con  tanto 
heroísmo.  López  perdió  aquel  dia  no  solamente  las  fuerzas  que  defendían  las  trin- 
cheras de  Pikysyry,  sino  también  la  mayor  parte  de  las  que  tenia  en  Ita-Ivaté, 
por  lo  cual  mandó  bajar  los  refuerzos  que  había  en  Cerro  León  y Caapucú  y orde- 
nó á su  jefe  de  ingenieros  .Jorge  Thompson,  que  á la  sazón  defendía  las  baterías 
de  Angostura,  que  se  abriese  paso  por  entre  los  aliados  y que  con  las  tropas  de 
su  mando  fuese  á incorporársele. 

Los  brasileros  perdieron  3,500  hombres  entre  muertos  y heridos,  figurando 
entre  los  últimos  al  Barón  del  Triunfo. 

El  22  y 23  fueron  empleados  por  los  aliados  en  hacer  noche  y dia  fuego  de  rifle 
sobre  el  cuartel  general  de  López,  avanzando  la  división  argentina  desde  las  Pal- 
mas hasta  reunirse  á Caxias,  el  cual  hizo  venir  también  toda  su  artillería  de  campa- 
ña. El  último  de  dichos  dias,  llegó  de  Cerro  León  un  batallón  paraguayo  fuerte  de 
500  hombres  y además  otras  tropas  de  refresco  procedentes  de  Caapucú  for- 
mando un  liatallon  de  infantería  y un  regimiento  de  caballería.  Los  marineros  de 
los  vapores  fueron  también  casi  todos  desembarcados  y se  reconcentraron  los  des- 
tacamentos de  algunas  posiciones  vecinas.  Total  de  nuevas  tropas:  3,000  soldados 
de  todas  armas. 

Así  las  cosas,  llegó  el  dia  25,  en  cuya  mañana  el  Dictador  recibió  la  siguiente 
intimación  firmada  por  los  generales  de  los  ejércitos  aliados. 


552 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


«Campamento  frente  á la 
»Loma  Valentina,  diciem- 
bre 24  de  1868.  (A  las  6 de  la 
»maüana.)» 


«A.  S.  E.  el  señor  mariscal  Francisco  Solano  Lope:,  Presidente  de  la  República 
del  Paraguay,  y General  en  Jefe  de  su  ejército .» 

«Los  abajo  firmados,  generales  en  jefe  de  los  ejércitos  aliados  y representan- 
tes armados  de  sus  gobiernos  en  la  guerra  A que  fueron  sus  naciones  provocadas 
»por  V.  E.,  entienden  cumplir  un  deber  imperioso  que  la  religión,  la  humanidad 
»y  la  civilización  les  imponen,  intimando  á nombre  de  ellas  A Y.  E.  para  que  den- 
tro del  plazo  de  doce  horas,  contadas  desde  el  momento  en  que  la  presente  nota 
»le  fuese  entregada  y sin  que  se  suspendan  durante  ellas  las  hostilidades,  de- 
»pongan  las  armas,  terminando  así  ésta  ya  tan  prolongada  lucha. 

»Los  que  firman  saben  cuales  son  los  recursos  de  que  puede  Y.  E.  disponer 
»hoy,  tanto  en  relación  á la  fuerza  en  las  tres  armas,  como  en  lo  relativo  á muni- 
ciones. Es  natural  que  Y.  E.  conozca  á su  turno  la  fuerza  numérica  de  los  ejér- 
citos aliados,  sus  recursos  de  todo  género  y la  facilidad  que  siempre  tienen  para 
»hacer  que  ellos  sean  permanentes.  La  sangre  derramada  en  el  puente  Itororó  y 
»en  el  arroyo  Avay  debia  haber  determinado  á V.  E.  A economizar  las  vidas  de 
»sus  soldados  en  el  21  del  corriente,  no  compeliéndolos  A una  resistencia  inútil. 
»Sobre  la  cabeza  de  V.  E.  debe  caer  toda  esa  sangre,  así  como  la  que  tuviere  que 
correr  aun,  si  Y.  E.  juzgare  que  su  capricho  debe  ser  superior  A la  salvación 
»de  lo  que  resta  de  la  República  del  Paraguay.  Si  la  obstinación  ciega  é inexpli- 
cable fuese  considerada  por  Y.  E.  preferida  A millares  de  vidas  que  aun  se  pue- 
»den  ahorrar,  los  abajo  firmados  responsabilizan  la  persona  de  V.  E.  para  ante 
«la  República  del  Paraguay,  las  naciones  que  ellos  representan  y el  mundo  civi- 
lizado, por  la  sangre  que  A raudales  va  A correr,  y por  las  desgracias  que  van  A 
»aumentar  las  que  ya  pesan  sobre  este  país. 

»La  respuesta  de  Y.  E.  servirA  de  gobierno  A los  infrascritos,  que  tomarAn 
> como  negativa,  si  al  fin  del  plazo  marcado  no  hubieran  recibido  cualquier  con- 
testación de  la  presente  nota.» 

( Firmados ), 

Marqués  de  Caxias. — Juan  A.  Geli.y  y Obes. — Enrique  Cástro. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


553 


Con  el  envío  de  la  nota  anterior  puede  decirse  que  principiaba  el  desenlace  de 
aquella  sangrienta  y dilatada  jornada. 

Al  romper  la  madrugada  del  25  de  diciembre  los  brasileros  iniciaron  un  hor- 
rible bombardeo  con  46  piezas.  Este  fuego  de  cañón  fué  el  mas  nutrido  y espan- 
toso de  toda  la  guerra.  Los  disparos  eran  certeros  causando  gran  número  de  bajas 
y destrozos;  y los  proyectiles  que  se  lanzaron  contra  el  cuartel  general,  partieron 
el  asta  de  la  bandera  que  flameaba  sobre  la  casa  de  López  y junto  cuyas  paredes, 
contemplaba  yo  aquel  teatro  de  la  pasada  refriega;  rompieron  además  una  viga 
de  aquel  edificio  y desmontaron  no  pocas  piezas  de  las  que  todavía  conservaban 
los  paraguayos. 

Por  la  tarde  vio  el  Dictador  algunas  fuerzas  de  caballería  á su  retaguardia,  y 
ordenó  que  fuese  á combatirla  su  regimiento  de  dragones,  que  basta  entonces  ha- 
bía sufrido  poquísimo:  al  principio  repelieron  algo  á los  brasileros:  rodeados  des- 
pués por  el  enemigo  y completamente  aniquilados,  retiráronse  en  número  de  unos 
50  hombres  volviendo  á donde  estaba  López,  que  los  había  observado  sin  poder 
mandarles  tropas  que  los  protegieran.  A todo  esto  las  bajas  redujeron  el  contin- 
gente de  los  paraguayos  á algo  mas  de  3,000  hombres,  mientras  que  á los  brasile- 
ros no  les  quedaban  sanos  20,000  soldados  de  los  32,000  que  tenían  al  principio 
de  diciembre.  La  división  argentina  no  había  entrado  todavía  en  acción,  y fué  la 
destinada  á dar  á López  el  golpe  de  gracia. 

El  dia  siguiente  continuaron  con  mas  ó menos  empeño  el  fuego  de  fusilería  y 
las  escaramuzas. 

En  la  mañana  del  27,  después  de  otro  nutrido  bombardeo,  los  aliados  avanza- 
ron sobre  las  líneas  del  Dictador,  formando  la  vanguardia  los  argentinos.  La  linea 
era  tan  extensa  que  no  presentaba  gran  resistencia  , á menos  que  sus  defensores 
se  reconcentraran  sobre  el  cuartel  general  (casa  de  López),  operación  que  inten- 
taron realmente,  pero  que  no  pudieron  llevar  á cabo  por  la  impetuosidad  y auda- 
cia con  que  llevaron  el  ataque  los  batallones  argentinos.  La  bandera  argentina 
fué  la  primera  que  ondeó  en  Tta-Ivaté. 

Los  paraguayos  hicieron  una  resistencia  desesperada  y pelearon  individual- 
mente contra  batallones  enteros,  hasta  que  no  quedó  uno  solo.  Su  heroísmo  era 
digno  de  causa  mas  justa  y mas  sublime  que  la  defensa  de  un  dictador  brutal  y 
cobarde.  Toda  la  artillería  de  López  estaba  desmontada  y las  dos  únicas  piezas 
que  aun  hacían  íuego,  hallábanse  colocadas  sobre  montones  de  tierra,  á falta  de 
cureñas.  Los  heridos  que  pudieron  y como  unos  doscientos  á trescientos  hombres 


554 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


sanos,  se  refugiaron  en  las  selvas  situadas  á retaguardia  de  la  casa  de  López, 
pero  se  vieron  luego  rodeados  por  los  enemigos  y poco  á poco  fueron  cayendo  to- 
dos en  su  poder.  López,  por  su  parte,  apénas  vio  el  avance  resuelto  de  los  aliados, 
se  retiró  con  uno  ó dos  hombres  en  dirección  á Cerro  León,  pasando  por  una  picada 
abierta,  practicable  todavía  á mis  espaldas,  y que  liabia  hecho  abrir  para  el 
caso  de  una  fuga.  Partió  aquel  déspota  vulgar  tan  precipitadamente,  que  hasta  á 
su  funesta  y célebre  concubina  doña  Elisa  Lynch  dejó  abandonada  á su  suerte, 
teniendo  que  vagar  por  entre  las  balas  buscando  por  todos  lados  al  fugitivo.  Pero 
lo  mismo  que  los  generales  Resquin  y Caballero  logró  escapar  y reunirse  con  él, 
del  mismo  modo  que  algunos  hombres  de  caballería.  Todos  los  bagajes  de  López 
fueron  tomados;  sus  carruajes,  ropas,  documentos,  sombrero,  el  famoso  poncho 
con  franja  de  oro  de  que  tanto  se  habló  durante  la  campaña,  y hasta  algunas  de 
sus  esclavas,  especie  de  serrallo  que  formaba  parte  de  su  séquito,  todo  cayó  en 
poder  de  los  aliados  junto  con  los  bagajes. 

Algunos  afortunados  prisioneros  brasileros  fueron  salvados  por  la  rapidez  del 
ataque,  pues  el  Dictador  liabia  hecho  volver  grupas  á uno  de  sus  ayudantes,  para 
que  aquellos  fuesen  pasados  á cuchillo;  pero  el  ayudante  quedó  en  poder  de  los 
argentinos  y los  presos  fueron  salvados  de  una  muerte  segura. 

López  liabia  hecho  fusilar  bárbaramente  á su  hermano  Benigno  el  dia  25,  y 
además  al  obispo,  al  general  Berges,  al  coronel  Alen,  á la  esposa  del  coronel  Mar- 
tínez y al  general  Barrios,  casi  todos  miembros  de  su  familia  y personas  las  mas  alle- 
gadas á su  persona.  A sus  hermanas  Inocencia  y Rafaela  las  liabia  mandado  antes  á 
Cerro  León,  después  de  haberlas  hecho  azotar  cruelmente  varias  veces  por  sus  solda- 
dos y de  haberlas  martirizado  alimentándolas  varios  meses  con  un  cuero  de  vaca. 

En  aquellas  últimas  horas  de  su  dictadura  había  llegado  al  paroxismo  de  la 
crueldad  y ya  no  se  cuidaba  de  disfrazar  su  repugnante  cobardía.  Durante  toda 
la  guerra  nunca  se  liabia  López  expuesto  al  fuego  de  los  enemigos,  y si  bien  en 
aquellos  últimos  dias  se  le  vió  mas  cerca  del  combate,  tampoco  expuso  su  perso- 
no, porque  ó siempre  se  hallaba  fuera  de  tiro  ó protegido  por  los  espesos  muros  de 
la  cusa  en  que  se  liabia  encerrado.  Durante  los  últimos  dias  de  diciembre  juró  re- 
petidas veces  á las  tropas  que  permanecería  con  ellas  y vencería  ó que  moriría 
con  ellas  en  Ita-Ivaté.  Así  fué  que  cuando  se  fugó,  casi  sin  oler  la  pólvora,  los 
soldados  á pesar  de  creer  siempre  bien  hecho  lo  que  él  hacia,  sintiéronse  disgus- 
tados y maldecían  su  falta  de  valor,  del  cual  ellos  daban  á cada  paso  grandiosos 
ejemplos. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


555 


Apénas  se  formalizó  el  ataque  en  Ita-Ivaté,  López  abandonó  su  casa  y ordenó 
levantar  una  tienda  en  los  montes,  como  una  milla  á retaguardia.  Sin  embargo, 
mientras  los  enemigos  atacaban,  él  permanecía  montado  á caballo  resguardado  de- 
trás de  las  tapias  de  su  casa.  Su  escolta  se  mantenia  á corta  distancia,  pero  en 
vez  de  hallarse  cubierta  como  él,  resistia  en  sitio  abierto  el  fuego  de  los  aliados  y 
sus  hombres  caian  heridos  ó muertos  unos  tras  otros  y sin  dejar  oir  una  queja  ni 
una  imprecación. 

De  vez  en  cuando  aquel  jefe  inepto  y perverso  los  mandaba  ir  á combatir, 
diciéndoles  simplemente: 

— ¡Váyanse  á pelear! 

A estas  palabras  aquellos  autómatas  avanzaban  bácia  el  lugar  de  la  refriega 
y si  bien  los  mas  prudentes  volvían  pronto,  los  más  sucumbían  valientemente, 
víctimas  de  su  obediencia.  El  coronel  Toledo,  anciano  de  cerca  setenta  años  y 
jefe  de  la  escolta  desde  tiempo  inmemorial,  fné  mandado  á pelear  armado  de  una 
lanza  y pocos  minutos  mas  tarde  trajeron  su  cadáver.  Casi  toda  la  escolta  y sus 
oficiales  superiores  fueron  muertos  ó gravemente  heridos.  Parecíase  aquello  á los 
últimos  momentos  de  sacrificio  de  una  nueva  y extraña  Guardia  Imperial  exter- 
minada por  los  últimos  botes  de  metralla  en  un  segundo  Waterlóo,  al  desplomarse 
el  poder  omnímodo  del  Dictador  paraguayo. 

Con  la  fuga  de  López  terminó  la  prolongada  y sangrienta  jornada  conocida 
en  la  historia  bajo  el  nombre  de  batalla  de  Lomas  Valentinas.  Toda  la  comarca 
de  Pikysyry  con  sus  llanuras,  sus  trincheras  y colinas,  todo  quedó  en  poder  de 
la  Triple  Alianza  y desde  aquel  dia  la  existencia  del  Dictador  fué  una  verdadera 
desbandada  de  sus  parciales  y familia,  por  entre  las  selvas  y desfiladeros,  hasta 
perecer  á manos  del  último  de  los  soldados  brasileros,  en  las  arenas  del  arroyo 
Aquidaban. 

IX 


No  fué  mi  espíritu  el  único  que  se  impresionó  con  la  memoria  de  aquella  ex- 
terminadora  lucha,  al  llegar  la  comitiva  á las  Lomas  Valentinas.  Mis  compañeros 
fueron  también  presa  de  aquellos  recuerdos  de  exterminio  y de  ruina,  cuyos  vesti- 
gios pisoteaban  nuestros  caballos  y cubilan  toda  la  comarca  desde  las  orillas  del 
Paraguay,  hasta  el  interior  de  los  mismos  bosques  por  entre  cuyos  senderos  lle- 
gamos junto  á los  muros  del  que  fué  cuartel  general  del  Dictador. 


556 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Después  de  haber  contemplado  el  vasto  panorama  que  se  ofreció  á nuestros 
ojos  y de  habernos  embebido  en  el  recuerdo  de  la  pasada  guerra,  tratamos  de  in- 
formarnos sobre  la  existencia  del  tigre  en  aquellos  contornos. 

En  el  caserón  que  habitó  López  encontramos  un  viejo  paraguayo  que  nos  dió 
noticias  acerca  de  lo  que  deseábamos. 

Desde  la  última  campaña,  la  presencia  de  la  ñera  en  aquellos  sitios  fue  mas  fre- 
cuente que  antes,  tal  vez  por  razón  de  los  despojos  de  hombres  y animales  que 
por  tanto  tiempo  cubrieron  el  terreno  de  la  lucha.  Díjonos  que  el  tigre  solia  va- 
gar por  las  dilatadas  extensiones  de  pajonales  que  cubren  la  llanura,  habiéndose- 
le visto  rondar  junto  á los  bañados,  durante  el  dia,  y cerca  de  las  habitaciones,  du- 
rante la  noche,  en  donde  solia  hacer  presa  en  los  caballos  y vacas  tamberas  (1) 
que  quedaban  en  los  galpanes  y corrales.  (2) 

Enterados  de  estos  detalles  poco  precisos,  determinamos  descansar  aquella  no- 
che en  la  casa  de  Salvador  Cogliolo  y á la  madrugada  siguiente  dar  principio  al 
ojeo  en  todos  aquellos  contornos,  para  cerciorarnos  de  las  correrías,  hábitos  y ma- 
driguera del  animal,  cuyo  encuentro  deseábamos. 

Descendimos  de  la  Loma  y después  de  recorrer  una  buena  parte  de  aquellas 
llanuras  cubiertas  á grandes  trechos  por  peligrosos  bañados  y donde  quiera  senn 
brada  de  restos  de  cadáveres,  armas  y recuerdos  de  la  pasada  guerra,  llegamos 
al  edificio  del  napolitano  en  donde  habíamos  de  establecer  nuestro  cuartel  gene- 
ral y centro  de  operaciones,  mientras  durase  la  expedición  que  habíamos  empe- 
zado. 

Desensillados  los  caballos  y asegurados  en  los  galpones  que  rodeaban  la  casa, 
no  sin  dejar  uno  de  los  correntinos  en  acecho  para  evitar  la  aproximación  de  al- 
gún animal  dañino,  recogímonos  todos  á descansar,  unos  en  colgantes  hamacas, 
otros  en  algún  jergón  de  los  peones  (3)  y otros,  no  pocos,  en  el  recado  (4)  de  sus 
propias  cabalgaduras. 

El  cansancio  del  camino  no  me  dió  lugar  á muchos  pensamientos  una  vez 
acomodado  en  mi  hamaca.  Doradme  pronto  y hubiera  sido  dilatado  mi  sueño,  si 

(] ) Llámase  tambo  al  lugar  en  que  se  expende  leche,  y ganado  tambero  el  que  se  destina  para  ordeñar. 

(2)  El  galpón  es  una  especie  de  cobertizo  en  el  cual  atan  los  gauchos  los  caballos  destinados  al  trabajo  de 
las  estancias  ó haciendas  y en  el  corral  se  encierran  de  noche  las  vacas  tamberas  y otros  animales  de  uso  do- 
mestico. Tanto  el  galpón  como  los  corrales  existen  al  rededor  y a muy  corta  distancia  de  las  viviendas  del  campo. 

(3)  Peón  se  llama  á los  gauchos  empleados  en  cada  estancia  ó hacienda  para  el  cuidado,  recuento  y muerte 
del  ganado. 

(4)  Llaman  los  gauchos  recado  á todos  los  objetos  que  componen  la  montura  y demás  arreos  del  caballo. 
Con  sus  diversas  partes  como  son  los  lomillos , jerga , carana  y demás  partes  forman  una  cama  bastante  có-: 
moda. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


DO  i 


mucho  antes  de  que  despuntara  el  dia,  no  fuera  Hilario  á despertarme  dándome 
el  clásico  mate,  (1)  del  país.  Incorporóme  y mientras  apuraba  seis  ó siete  cuyas 
de  aquella  sabrosa  yerba,  vestíme  y páseme  en  disposición  de  volver  á montar  á 
caballo.  Así  lo  hicimos  todos  los  de  la  comitiva;  y llevando  á nuestra  cabeza  al 
recomendado  de  Mecklein,  cuyo  nombre  era  Batista,  y cuya  jefatura  le  corres- 
pondía de  derecho  en  aquella  empresa,  empezamos  á bordear,  al  paso  de  nuestras 
cabalgaduras,  los  extensos  bañados  de  aquella  comarca,  en  donde  nuestro  guia 
creyó  posible  encontrar  algún  rastro  ó despojo,  que  uos  acusaran  la  proximidad  ó el 
paso  del  tigre  en  tales  sitios. 

Formábamos  juntos  un  apretado  escuadrón  de  bastante  decisión  y fuerza  para 
poder  luchar  contra  la  fiera  con  ventaja;  y como  en  la  comitiva  venían,  á mas  de 
Batista,  algunos  correntinos  y entre-rianos  que  habían  cazado  innumerables  veces 
al  tigre,  podíamos  arrostrar  tranquilos  la  contingencia  de  hallar  en  nuestro  camino 
á una  pareja  de  aquellos  animales,  macho  y hembra,  que  es,  según  dijeron  en- 
tonces los.  hombres  prácticos  en  la  materia,  el  peor  lance  que  puede  desearse  en 
una  batida  como  la  que  acabábamos  de  emprender. 

No  había  el  sol  asomado  todavía  su  clarísima  faz  por  entre  las  sombras  de 
Oriente,  cuando  á pesar  de  las  vueltas  y revueltas  que  dimos  por  aquellas  soleda- 
des, no  nos  fue  dable  encontrar  á nuestro  tránsito  sino  alguna  que  otra  res  de  las 
de  los  rebaños  de  Cogliolo  ó alguna  mulita  (2)  huyendo  ante  nosotros,  ó los  acu- 
lis (3)  pasando  veloces  por  entre  los  cascos  de  nuestras  cabalgaduras. 

Convencido  Batista  de  que  era  inútil  buscar  durante  mas  tiempo  entre  los  pa- 
jonales en  que  se  ocultaban  nuestros  caballos  y por  encima  de  los  cuales  sobresa- 
líamos nosotros  tan  solamente  desde  el  pecho  para  arriba,  emprendió  la  marcha  á 
lo  largo  de  la  inmensa  trinchera  cuyos  restos,  cubiertos  de  huesos  humanos,  nos 
sirvieron  de  guia  para  aproximarnos  á la  selva  que  cubre  las  Lomas  Valentinas. 
Al  llegar  á ella  alumbraba  ya  el  sol  aquel  espléndido  paisaje  y desde  entonces 
nuestro  jefe  dividió  la  comitiva  en  tres  grupos,  trazando  á cada  uno  de  ellos  la 
dirección  y conducta  que  había  de  seguir  dentro  del  monte. 

(1)  Es  una  yerba  peculiar  del  Parag  uay,  la  cual  se  seca  y desmenuza  para  tomarla  en  infusión  con  agua  ca- 
liente y azúcar.  El  agua,  el  azúcar  y el  mate  se  ponen  en  unas  calabacitas  especiales  llamadas  cuyas , y por  el 
agujero  de  ellas  se  introduce  un  canuto  de  plata,  abierto  por  un  extremo  y por  el  otro  tapado  con  una  especie 
de  bolsita  del  mismo  metal  llena  de  agujeritos.  Llámase  esta  pieza  bombilla  y por  medio  de  ella  se  chupa  la  in- 
fusión teiforme  del  mate,  el  cual  se  llama  mate  cimarrón  cuando  se  toma  sin  azúcar.  Esta  bebida  es  alimenticia 
y sustituye  al  café  y al  té. 

(2)  Cuadrúpedo  muy  común  en  el  Rio  de  la  Plata  y de  carne  muy  sabrosa,  cubierto  por  una  armadura  que 
le  cubre  el  lomo,  que  se  compone  de  varias  piezas  y que  tiene  la  dureza  de  la  concha  de  las  tortugas. 

(3)  Animal  roedor,  mayor  que  la  rata  y sin  cola;  notable  por  la  gran  velocidad  de  su  carrera. 

TOMO  i. 


70 


558 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


En  el  grupo  del  centro,  mandado  por  Batista,  íbamos  Salvador  Cogliolo,  mi 
criado  Hilario,  yo  y dos  ó tres  correntinos.  El  resto  de  la  expedición  se  dividió  en 
otros  dos  pelotones  que  liabian  de  explorar  la  selva  por  nuestros  flancos,  á dos  ó 
trescientos  metros  de  distancia  de  nosotros.  El  pelotón  de  la  derecha  iba  dirigido 
por  el  gigante  Serviglieri  y el  del  flanco  izquierdo  llevaba  por  jefe  á uno  de  los 
correntinos,  muy  experimentado  en  aquel  género  de  exploraciones. 

La  orden  de  Batista  fué  que  el  grupo  que  hallara  indicios  del  tigre,  ó al  tigre 
mismo,  tocara  un  silbato  particular  flecho  con  caña,  y que  una  vez  oida  la  seña, 
se  replegasen  los  demás  pelotones  hacia  donde  se  tocara  aquel  instrumento.  El 
pelotón  del  centro  habia  de  distinguirse  por  un  toque  prolongado;  el  de  Serviglie- 
ri por  un  toque  largo  y seguido  de  otro  corto;  y el  de  la  izquierda  por  uno  pro- 
longado y dos  breves. 

Con  tales  instrucciones,  nos  separamos  los  cazadores  y estuvimos  vagando  in- 
útilmente por  aquellas  soledades  basta  las  once  de  la  mañana,  hora  en  que  Ba- 
tista hizo  la  seña  convenida.  Aparecieron  á poco  los  otros  dos  pelotones  y se  pro- 
cedió á la  comida  y al  descanso. 

Por  la  tarde  recorrimos  nuevamente  el  monte  en  la  misma  disposición  y con 
iguales  prevenciones  que  por  la  mañana,  sin  que  durante  muchas  horas  fuese 
mejor  nuestra  fortuna.  Desesperábamos  ya  de  dar  con  rastro  ni  indicio  alguno  del 
animal,  cuando  al  declinar  el  dia,  en  los  momentos  en  que  la  luz  penetraba  ya 
confusa  y vacilante  por  entre  la  espesura,  llegó  á nuestros  oidos  un  rugido  tre- 
mendo que  asustó  á nuestras  cabalgaduras  y nos  indujo  instintivamente  (al  menos 
á mí),  á poner  la  mano  en  el  gatillo  de  la  carabina.  Casi  al  instante  mismo  re- 
sonó un  agudo  silbido  prolongado  seguido  de  otro  mas  corto.  Era  Serviglieri  y 
los  suyos  que  nos  llamaban  y á toda  prisa  nos  dirigimos  hácia  la  derecha  de  la 
selva.  Pronto  oimos  las  voces  de  nuestros  compañeros,  á los  cuales  encontramos 
examinando  los  restos  de  un  animal  vacuno,  ensangrentados  aun  y que  demos- 
traban la  presencia  del  tigre  en  aquellos  lugares.  Mientras  discutíamos  y comen- 
tábamos el  hallazgo,  llegó  el  otro  grupo  de  nuestros  amigos,  que  venia  atraido 
también  por  el  silbato  de  Serviglieri. 

Era  ya  muy  tarde  para  intentar  el  ojeo  en  forma  y Batista  dispuso  hacer  alto 
en  aquel  lugar,  pasando  en  él  la  noche  la  mayor  parte  de  la  expedición,  mientras 
cuatro  ó cinco  hombres  salieran  del  monte  y se  apostaran  en  diversos  puntos  déla 
llanura,  áfin  de  observar  los  movimientos  del  tigre.  Era  probable,  según  nos  dijo, 
que  después  de  devorar  su  presa  saliese  el  animal  en  busca  de  agua  que  beber, 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


ya  fuese  entre  los  bañados  que  antes  habíamos  recorrido  ó ya  en  las  orillas  del 
mismo  Paraguay  ó en  las  corrientes  de  los  arroyos  Ipané  y Avay,  no  muy  dis- 
tantes de  aquellos  sitios.  Convenia  ante  todo  permanecer  en  aquel  lugar,  para 
no  ser  sorprendidos  en  nuestra  marcha,  dado  caso  de  que  el  tigre  se  hubiese  em- 
boscado para  atacarnos;  al  propio  tiempo  convenia  averiguar  el  punto  por  donde 
salía  del  monte  y el  sitio  por  donde  volvía  ( i penetrar  en  él,  para  lo  cual  era  in- 
dispensable destacar  tres  ó cuatro  hombres  de  los  que  nos  acompañaban,  con 
encargo  de  ponerse  en  acecho  entre  los  pajonales  que  rodeaban  la  selva.  Así  se 
hizo. 

Una  vez  alejados  los  cuatro  exploradores,  los  que  constituíamos  el  grueso  de 
la  expedición  bajamos  de  nuestras  cabalgaduras,  las  sujetarnos  fuertemente  al- 
rededor de  un  árbol  corpulento  y empezando  á cortar  y agrupar  arbustos,  maleza 
y alguna  leña,  prendimos  fuego  á cuatro  hogueras  formidables,  tanto  para  alum- 
brarnos y proveer  á nuestra  cena,  como  para  intimidar  al  tigre,  caso  de  que  se 
acercase  é intentara  acometernos.  El  fuego  es  la  mejor  defensa  contra  aquella  fie- 
ra; y como  las  hogueras  que  habíamos  dispuesto  formaban  un  espacioso  cuadrilá- 
tero en  el  cual  piafaban  nuestros  caballos  y podíamos  dormir  todos  cómodamente, 
nos  dispusimos  á cenar  y descansar,  estableciendo  el  turno  de  la  guardia  que 
habíamos  de  hacer  por  parejas,  tanto  para  que  no  se  extinguiesen  las  foga- 
tas, como  para  dar  la  voz  de  alarma  en  cualquiera  contingencia  que  sobrevi- 
niese. 

El  lector  podrá  hacerse  cargo  de  las  ideas  que  me  dominarían  en  aquellos  mo- 
mentos. Iba  á satisfacer  mis  deseos  de  tanto  tiempo.  Dentro  de  pocas  horas  pre- 
senciaría una  verdadera  lucha  entre  el  hombre  y la  mas  fuerte  y osada  de  las 
fieras.  En  aquellos  lugares,  tal  vez  á pocos  metros  de  nosotros,  se  encontraba  el 
tigre  acechando  la  ocasión  oportuna  de  atacarnos.  No  podía  conciliar  el  sueño. 
Ea  emoción,  la  curiosidad  mas  viva,  tal  vez  el  miedo...  una  série  de  impresiones 
y de  impulsos,  que  nunca  había  experimentado  antes  de  aquella  ocasión,  venían  á 
agitarme  en  mi  lecho  de  hojas,  haciéndome  volver  y revolver  sobre  aquella  tierra 
en  que  tal  vez  el  día  siguiente  había  de  ser  lugar  de  una  desgracia...  Por  fin  el 
cansancio  pudo  mas  que  tales  impresiones  y pensamientos  y acabé  por  quedar 
dormido. 

Cuando  desperté,  ya  los  rayos  solares  lucían  por  entre  el  follaje  que  nos  rodea- 
ba. Las  hogueras  humeaban  aun  y los  caballos  piafaban  con  impaciencia. 

El  gigantesco  Serviglieri  advirtió  que  acababa  de  despertarme  y la  comitiva 


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I.OS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


vino  á colocarse  en  derredor  mió,  mientras  yo  me  incorporaba  y pasaba  mi  'pon- 
cho (1)  por  la  cabeza. 

Entonces,  Batista  espuso  su  plan  de  operaciones.  Todos  le  escucliamos  con  la 
mas  profunda  atención  y de  sus  labios  aprendimos  cada  uno,  las  instrucciones  que 
nos  correspondía  observar  en  la  peligrosa  tarea  que  habíamos  empezado. 


IX 

Desde  aquel  instante  principiaba  la  verdadera  campaña  contra  la  fiera. 

Podía  decirse  (pie  desde  entonces  dábamos  comienzo  á la  lucha  y entrábamos 
en  el  peligro. 

La  grande  experiencia  que  tenían  en  la  caza  del  tigre  Batista,  Serviglieri  y 
el  correntino  (pie  había  estado  á la  cabeza  de  uno  de  los  grupos  de  la  expedición, 
quedaron  demostrados  con  la  unanimidad  de  sus  pareceres  y precauciones  y el 
acuerdo  de  cuanto  hacían  y nos  advertían,  para  que  la  batida  fuese  coronada  por 
el  éxito  mas  lisonjero. 

Convenia  ante  todo  evitar  todos  los  ruidos  inútiles  que  pudiera  atraer  á nos- 
otros la  fiera  y en  la  posibilidad  de  que  ésta  se  hallase  en  el  monte,  dispusieron 
nuestros  guias  que,  en  lugar  de  llamar  con  el  silbato  á los  cazadores  que  pasaron 
la  noche  acechando  en  la  llanura,  junto  á la  entrada  del  bosque,  fuese  uno  de  la 
comitiva  á enterarse  del  resultado  de  sus  observaciones.  Todos  los  conocedores  de 
los  hábitos  del  tigre  convinieron  en  que  si  este  animal  había  salido  del  monte, 
debíamos  extendernos  todos  en  guerrilla  para  sorprenderlo  á la  entrada  de  la  sel- 
va cuando  regresara  á ella;  pero  que  si  nuestros  exploradores  no  le  habían  visto 
salir,  entonces  era  indudable  que  el  animal  había  apagado  su  sed  en  el  mismo 
monte  y por  lo  tanto  debíamos  ocuparnos  en  buscar  todo  rastro  de  agua,  y embos- 
cándonos junto  á ella,  para  sorprender  á la  fiera  cuando  volviese  á refrescarse  des- 
pués de  haber  saciado  nuevamente  su  apetito. 

No  tardaron  en  incorporársenos  los  hombres  que  habían  estado  en  acecho  v 
todos  estuvieron  contestes  en  decir  que  ningún  dato  inducía  á presumir  que  el 
tigre  saliera  del  monte  durante  la  pasada  noche  ni  en  la  madrugada. 

Batista  ordenó  entonces  que  nos  desayunáramos  con  queso,  fiambre  y algunos 
tragos  de  cognac  ó aguardiente  y que  montáramos  nuevamente  en  nuestros  caba- 

(1)  Prenda  del  vestido  de  los  gauchos.  Consiste  en  un  tejido  de  lana,  recio  para  el  invierno  y ligero  para 
el  verano,  que  tiene  un  metro  en  cuadro.  Tiene  un  corta  en  el  centro  por  donde  se  introduce  la  cabeza,  dejándo- 
lo caer  sobre  los  hombros. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


561 


líos,  prosiguiendo  el  ojeo  interrumpido  la  noche  anterior.  Así  se  hizo,  pero  con  la 
diferencia  de  que  nuestra  formación,  en  vez  de  consistir  en  tres  pelotones  de  ex- 
ploradores. como  el  dia  antes,  tenia  el  carácter  de  una  verdadera  línea  de  batalla 
que  se  extendía  de  unos  cien  á ciento  cincuenta  metros,  pues  marchábamos  los 
diez  y ocho  cazadores  de  la  comitiva  en  un  solo  frente  y distantes  uno  de  otro  de 
seis  á ocho  metros.  En  el  centro  de  todos  iba  Batista  y formando  el  extremo  de 
cada  flanco  marchaban,  á la  derecha  Serviglieri  y á la  izquierda  el  correntino 
cuyo  nombre  no  me  es  posible  recordar. 

Varios  huesos  de  animales  distintos  nos  cercioraron  de  que  aquellos  lugares 
eran  la  residencia  habitual  de  la  fiera  en  cuya  busca  íbamos  y aquellos  indicios 
nos  estimulaban  más  en  nuestra  empresa,  seguros  de  que  no  habíamos  de  tardar 
mucho  sin  dar  con  el  tigre  ó con  su  madriguera. 

Nuestro  principal  afan  era  encontrar  algún  bañado,  laguna  ó arroyo,  porque 
tal  hallazgo  era  para  nuestros  guias  una  prueba,  casi  infalible,  de  que  la  fiera  se 
hallaría  en  el  monte.  Este  hallazgo  no  se  hizo  esperar. 

Serviglieri  fué  el  primero  que  percibió  un  pequeño  riachuelo  de  escaso  cau- 
dal y que  saltaba  por  un  desnivel  del  terreno,  á una  altura  de  mas  de  cuatro  ó cin- 
co metros.  Batista  dispuso  seguir  aquel  insignificante  curso  de  agua,  corriente 
arriba:  y como  era  imposible  salvar,  desde  donde  estábamos,  el  ribazo  de  piedras 
que  se  elevaba  delante  de  nosotros,  volvimos  grupas  con  dirección  á la  derecha, 
por  donde  el  pequeño  escuadrón  de  cazadores  fué  á dar  un  rodeo  bastante  grande, 
para  volver  al  mismo  punto,  por  la  parte  superior  desde  donde  se  desprendían  las 
aguas  del  pequeño  arroyuelo. 

A medida  que  llegábamos  á la  altura  y según  íbamos  avanzando,  nuestras  ca- 
balgaduras fueron  poniéndose  inquietas  y como  recelosas  del  camino.  El  caballo  es 
un  sér  cuyo  instinto  le  advierte  la  aproximación  del  tigre  y por  ésto  la  creciente 
excitación  de  aquellos  inteligentes  animales  produjo  en  nosotros  la  mas  satisfac- 
toria impresión,  porque  vino  á convencernos  con  un  nuevo  indicio  de  la  cercana 
existencia  del  enemigo  que  buscábamos. 

Los  accidentes  del  arroyo  cuyo  curso  remontábamos,  nos  sirvieron  de  guia 
hasta  llegar  á una  especie  de  plaza  ó claro  entre  el  monte,  bastante  espacioso  para 
que  en  él  hubiese  podido  acampar  un  batallón  de  soldados.  Un  pasto  altísimo  y 
de  color  muy  vivo,  cubría  el  suelo;  los  majestuosos  y corpulentos  árboles  de  la  sel- 
va, formaban  en  torno  de  aquel  delicioso  lugar  una  elevadísima  valla,  que  así  lo 
protegian  de  los  vientos,  como  de  los  rayos  del  sol;  mientras  permanecimos  en  él 


502 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


creció  la  impaciencia  é inquietud  de  nuestros  caballos  y gran  número  de  huesos 
de  bueyes  y otros  animales  nos  indujeron  á pensar  que  no  distaría  gran  trecho  del 
potrero  la  guarida  de  la  fiera. 

Los  dos  hermanos  Cogliolo,  que  desde  que  dimos  en  aquel  delicioso  sitio  ha- 
bían estado  explorando  toda  la  línea  que  formaba  á su  alrededor  el  monte,  vinieron 
á advertirnos  de  que  el  bosque  ofrecia  una  estrecha  picadita  por  lo  mas  tupido  de 
la  selva  y que,  á su  juicio,  podía  servir  de  paso  al  tigre,  para  dirigirse  al  rincón  en 
({iie  se  ocultaba.  Aceptáronse  las  indicaciones  de  los  napolitanos  y atravesando  la 
blanda  alfombra  de  aquella  pintoresca  plazoleta  de  la  selva,  penetramos  ñor  la 
picada  referida  á dos  de  fondo  y no  sin  antes  requerir  las  armas.  A la  cabeza  de 
la  comitiva  iban  Batista  y Serviglieri,  detrás  iba  yo  con  Salvador  Cogliolo  y el 
otro  Cogliolo  con  Hilario  venian  detrás  de  mí.  Los  demás  cazadores  seguian  por 
parejas,  cerrando  la  retaguardia  los  correntinos  y entre-rianos. 

A pocos  metros  de  haber  penetrado  por  aquella  sombría  senda,  los  caballos  se 
negaron  á proseguir  la  marcha,  poseidos  de  un  terror  que  no  podíamos  vencer,  ni 
aun  castigándolos  lo  mas  duramente  que  nos  era  posible  con  las  ruedas  de  nuestras 
espuelas.  Casi  paso  á paso,  íbamos  adelantando  terreno  hasta  que  á poca  distancia 
notamos  que  la  senda  se  ensanchaba.  Con  no  pocos  esfuerzos  pudimos  irnos  apro- 
ximándonos á aquel  lugar  y no  habíamos  llegado  á él,  cuando  al  extremo  del  ca- 
mino v como  desafiándonos  á que  avanzase  la  comitiva,  vimos  erguirse  sobre  sus 
patas  delanteras  la  redonda  cabeza  de  un  soberbio  tigre. 

Instintivamente  detuvimos  el  paso  á nuestras  cabalgaduras  y quedamos  sus- 
pensos sin  atrevernos  á pronunciar  palabra  alguna  esperando  las  órdenes  del  jefe 
de  la  batida.  Con  muchísimo  menos  tiempo  del  que  es  necesario  para  escribirlo, 
apenas  apareció  la  fiera  y se  detuvieron  nuestros  caballos,  Batista  y Serviglieri 
se  echaron  las  carabinas  á la  cara  y retumbaron  casi  á la  vez  dos  detonaciones: 
al  mismo  tiempo  un  espantoso  rugido  pobló  los  aires,  mientras  el  tigre  agonizaba 
revolcándose  en  su  sangre. 

El  amigo  de  Mecklein  dió  orden  para  que  desmontáramos  y entregásemos  los 
caballos  á los  que  venian  á retaguardia.  Hízose  la  operación  rápidamente;  salta- 
mos de  caballo,  llevando  con  nosotros  las  carabinas  y un  facón  al  cinto:  quedá- 
ronse con  las  cabalgaduras  tres  ó cuatro  de  los  hombres  de  retaguardia;  dirigí- 
monos  en  pos  de  Batista  y Serviglieri  al  lugar  donde  se  hallaba  el  cuerpo  de 
nuestra  víctima  y apénas  salimos  á una  especie  de  claro  en  que  terminaba  la  pi- 
cada sobrecogiónos  un  rugido  espantoso. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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—¡La  hembra! — exclamó  Serviglieri  y casi  al  mismo  instante  presentóse  á 
nuestra  vista  otro  magnífico  tigre,  puesto  de  espaldas  á un  angosto  boquete  for- 
mado por  dos  peñascos,  en  gran  parte  cubiertos  por  los  arbustos  y matorrales  que 
se  entrelazaban  en  los  troncos  de  los  copudos  talas  y ombús. 

Con  muy  breves  palabras  mandó  Batista  que  se  retirasen  todos  formando  un 
semicírculo  lo  mas  lejos  posible  de  la  fiera  y lo  mas  ancho  y dilatado  que  permi- 
tiese el  terreno.  Al  mismo  tiempo  me  llamó  á mí  y á Salvador  Cogliolo  y forman- 
do un  grupo  con  nosotros,  se  colocó  en  el  centro  del  semicírculo  hecho  por  los 
demás. 

Comprendí  que  aquellos  momentos  eran  decisivos,  que  solo  la  serenidad  es  la 
garantía  del  cazador  de  tigres  y me  dominé  todo  lo  posible  tanto  para  ver  tranquila- 
mente las  peripecias  de  lo  que  se  preparaba,  como  para  no  vacilar  cuando  tuviera 
que  apretar  el  gatillo  de  mi  rifle. 

Batista  ordenó  á los  del  semicírculo  que  apuntaran  sin  cesar  al  tigre  y que 
disparasen  todos  sobre  él  cuando  oyeran  la  voz  de  ¡fuego!  A Cogliolo  y á mí  nos 
mandó  apoyar  como  él  una  rodilla  en  tierra,  encoger  nuestros  cuerpos  cuanto  ¡lu- 
diésemos, apoyar  la  culata  de  los  rifles  en  el  suelo,  y tener  prontos  entre  los 
dientes  nuestros  facones,  para  clavarlos  en  la  barriga  del  enemigo  si  acaso  caia 
sobre  nosotros. 

En  esta  disposición,  de  cara  al  rincón  en  que  rugia  el  tigre,  sobresaliendo  por 
nuestras  cabezas  las  bayonetas  de  las  carabinas  que  apoyábamos  en  tierra,  y 
prontos  á echar  mano  de  las  armas  blancas  que  apretaban  nuestros  dientes,  cons- 
tituíamos el  centro  de  un  semicírculo  formado  por  diez  ó doce  carabinas,  prontas 
á vomitar  la  muerte  sobre  la  fiera  que  se  lanzase  contra  cualquiera  de  nosotros. 

El  tigre  se  irguió  dos  ó tres  veces  llenando  aquellos  ámbitos  con  rugidos  sor- 
dos y continuados.  Sus  ojos  despedian  verdaderos  rayos;  parecía  que  en  el  inte- 
rior de  su  cabeza  habia  dos  fraguas,  cuyos  fulgores  se  dirigian  vivos  y amenaza- 
dores contra  nosotros.  Sus  lábios  se  contraian  de  un  modo  repugnante  mostrando 
dos  blanquísimas  hileras  de  dientes,  por  entre  las  cuales  asomaba  de  vez  en  cuan- 
do la  lengua  como  para  saborear  de  antemano  los  palpitantes  despojos  de  nuestras 
carnes.  Balanceábase  el  soberbio  animal  de  un  lado  para  otro  y arqueaba  el  dor- 
so como  para  prepararse  al  ataque,  cuando  Batista  agitando  su  sombrero  para  ex- 
citar á la  fiera,  lanzó  á su  vez  un  rugido  gutural  y hosco.  Al  mismo  tiempo  calló 
el  tigre;  replegóse  sobre  sus  patas  traseras;  pegó  su  cabeza  sobre  las  garras  de  de- 
lante y cual  si  un  muelle  invisible  y poderoso  hubiera  estado  escondido  debajo 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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de  su  cuerpo,  lanzóse  éste  á mas  de  dos  metros  de  altura  extendiéndose  en  toda  su 
longitud. 

- — ¡Fuego! — gritó  el  cazador;  y los  estruendos  de  las  armas  retumbaron  en  el 
espacio,  mientras  el  tigre  caia  desplomado  junto  á nosotros  alcanzando  con  una  de 
sus  formidables  garras  la  pierna  de  Batista. 

Dolorosos  rugidos  de  rabia  y de  dolor  casi  ensordecían  nuestros  oidos,  hasta 
que  lanzándose  Cogliolo  sobre  la  fiera  le  hundió  dos  veces  el  cuchillo  en  el  co- 
razón . 

Yo  me  quité  el  sombrero:  saqué  el  pañuelo  de  mi  bolsillo  y me  limpié  la  fren- 
te. La  tenia  cubierta  de  sudor,  como  si  hubiera  corrido  durante  media  legua  de 
camino. 

Pasini  aplicó  á la  pierna  de  Batista  unos  pañuelos  empapados  en  tintura  de 
caléndula,  en  tanto  que  Hilario  procedió  á cuerear  (1)  el  primer  tigre  para  con- 
servar su  piel,  que  solamente  presentaba  dos  agujeros  de  bala  en  la  cabeza.  El 
segundo  que  se  había  muerto  era  una  hembra  y su  piel  quedó  inservible.  Ade- 
más de  los  muchos  balazos  que  tenia,  estaba  rajada  por  completo  en  la  región  del 
corazón,  merced  á las  cuchilladas  de  Cogliolo. 

Don  Luis  Patri  me  pidió  la  piel  del  primer  tigre  como  recuerdo  de  la  expedi- 
ción y yo  no  tuve  inconveniente  en  cedérsela.  Hilario  la  acomodó  para  llevarla  á 
la  Asunción  y después  de  descansar  un  momento  fuimos  en  busca  de  nuestros  ca- 
ballos, los  cuales  nos  condujeron  con  prontitud  á la  casa  de  los  napolitanos. 

Allí  permanecimos  un  dia  para  acabar  de  visitar  aquellos  pintorescos  contor- 
nos, sin  olvidar  los  curiosos  restos  del  fuerte  de  Angostura.  Satisfecha  nuestra 
curiosidad  y conocidas  ya  las  peripecias  de  una  batida  al  tigre,  regresamos  satisfe- 
chos á la  Asunción,  en  donde  tuvimos  ocasión  de  recordar  y comentar  infinitas 
veces  aquella  caza  de  la  formidable  fiera. 

(1)  Cuerear  es  en  el  Rio  de  la  Plata  la  operación  de  desollar  una  vaca  o un  toro,  sirviéndose  de  un  simple 
cuchillo  y sin  hacer  al  cuero  el  menor  corte  ni  agujero.  Los  gauchos  hacen  esta  operación  con  tal  rapidez  y lim- 
pieza, (jue  solo  viéndolo  puede  creerse. 


1 


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(EL  SEPARATISTA  DE  CUBA). 


por  D.  José  López  Segarra. 


xtraña  palabra  introducida  como  tantas  otras  que  quieren 
decir  mucho,  y sin  embargo,  no  dicen  nada,  ó lo  que  es  peor 
no  expresan  ni  de  buena  ni  de  mala  manera,  aquello  que 
con  ellas  se  quiere  significar,  es  la  que  sirve  de  epígrafe  á 
este  trabajo  nuestro.  Mas  de  una  y mas  de  cien  veces  hemos 
oido  declamar  con  mayor  ó menor  acierto  acerca  de  la  conveniencia 
de  que  se  creara  un  idioma  universal,  merced  al  cual  pudieran  en- 
tenderse sin  preparación  previa,  lo  mismo  los  nacidos  en  el  Congo 
con  los  que  vieron  la  luz  primera  en  la  pérfida  Albion,  que  los  que 
nacieron  en  el  ardiente  Africa  con  los  que  de  continuo  tiritan  en  las 
regiones  polares;  pero  es  lo  cierto  por  desgracia  que  nada  fijo  ni  positivo  sella  lo- 
grado hasta  ahora  á pesar  de  las  tentativas  hechas  y que  el  señor  Soto  Ochando, 
ardiente  paladín  de  tan  acariciada  idea,  bajó  al  sepulcro  sin  haber  logrado  otra 
cosa  que  darnos  fehaciente  prueba  de  su  talento  y de  su  ingenio. 

Esto  no  obstante  los  hombres  todos,  convencidos  de  la  necesidad  en  que  se  ha- 
llan de  entenderse  entre  sí,  van  á pesar  de  todas  las  Academias  que  declaman 

contra  hábito  tan  pernicioso,  asimilándose  cuantas  palabras  oyen  acá  y allá  sin 
tomo  x»  71 


Mmm 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


cuidarse  mas  que  de  introducir  ligeras  variantes  en  la  forma,  y de  aquí  ese  gran 
número  de  palabras  que  puede  decirse  sin  faltar  á la  verdad  que  tienen  carácter 
de  cosmopolitismo. 

Esto  que  en  el  fondo  es  bueno  y quiera  Dios  que  tal  declaración  no  traiga 
sobre  nosotros  alguna  académica  excomunión,  tiene  un  gran  inconveniente,  cual 
es  que  no  siempre  es  el  término  hábil  para  expresar  una  idea  en  un  idioma  distin- 
to ó,  lo  que  aun  es  peor,  que  el  tiempo  y el  uso  reforman  la  primera  significación 
al  efectuarse  el  paso  de  una  lengua  á otra,  y en  tanto  que  en  la  primera  conserva 
la  acepción  directa,  en  las  posteriores  que  se  apoderan  de  ella  cambia  la  signifi- 
cación . 

Hé  aquí  lo  que  con  la  palabra  Filibustero  lia  pasado.  Si  en  nuestro  tiempo  se 
pregunta  á cualquiera,  que  es  lo  que  con  ella  quiere  decir:  os  contestará  lisa  y 
llanamente  que  es  el  sustantivo  con  que  se  indica  á los  que,  en  la  hermosa  Cuba, 
emplean  todos  los  medios  para  conseguir  la  independencia  de  aquel  floron  de 
la  va  marchitada  corona  de  España.  Mas  fácil  creemos  que  hubiera  sido  llamarlo 
de  otra  manera  y ni  siquiera  cabe  dudar  que  se  hubiera  hecho  con  mas  acierto, 
pues  bien  léjos  está,  la  palabra  que  impugnamos,  de  tener  y aun  poder  llegar  á 
expresar  la  idea,  que  habitualmente  envolvemos  al  pronunciarla.  Ignoramos,  y ni 
aun  siquiera  para  este  trabajo  es  menester  investigarlo,  quien  fué  el  primero  que 
escribiendo  castellano  la  empleó  y si  entonces  lo  hizo  bien  ó lo  hizo  mal,  báste- 
nos saber  que  por  hoy  puestas  las  cosas  en  claro,  cuando  se  dice  filibustero  quie- 
re decirse  separatista,  y tócanos  á nosotros  afirmar,  que  las  dos  palabras,  no  son 
sinónimas  ni  mucho  menos,  y lo  que  más,  implican  sentidos  muy  distintos  por 
haber  sido  creada  la  primera  en  un  tiempo  en  que  existia  lo  que  con  ella  se  (pie- 
ria incluir  y que  hoy  por  nuestra  fortuna  no  existe  ni  puede  existir  á Dios  gra- 
cias. 

Esta  formal  y solemne  declaración  exige  una  prueba  de  nuestra  parte  y va- 
mos á darla;  pues  seguros  debemos  estar  que  de  otro  modo  no  seríamos  creídos. 
La  palabra  Filibustero  la  encontramos  hoy  en  todos  los  idiomas,  mas  seguro  pue- 
de y debe  estarse,  de  que  antes  del  siglo  xvn,  no  se  encontraba  en  ninguno;  las 
palabras  indudablemente  aparecen  ó se  crean  cuando  hacen  falta.  Discurriendo 
muchos  acerca  del  origen  que  pueda  haber  tenido  la  que  nos  entretiene  ahora  han 
afirmado  varios  que  se  tomó  de  la  palabra  flibot,  que  así  llamaban  al  buque  ó em- 
barcaciones de  los  piratas,  que  durante  la  segunda  mitad  del  siglo  xvn  asolaron 
y saquearon  las  hermosas  costas  sur-americanas,  extendiéndose  al  propio  tiempo  á 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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los  de  la  parte  central  de  aquel  poético  y rico  continente  y aun  hasta  Acapulco 
y la  misma  Veracruz.  Esta  afirmación  lia  resultado  gratuita  con  el  tiempo;  nin- 
gún buque  llevó  tal  nombre,  con  lo  que  siguieron  las  conjeturas  mas  ó menos 
fundadas  basta  que  al  fin  se  dio  con  lo  cierto. 

La  palabra  Filibustero  procede  del  idioma  Holandés  y tiene  en  él  su  perfecto 
equivalente  con  la  forma  vribuiter  que  lia  pasado  al  Alemán  con  la  de  freibuter  y 
al  Inglés  con  la  de  freebooter  que  en  sentido  general  significa  merodeador,  pues 
se  baila  compuesto  de  los  elementos  vry,  freí  y free  que  significa  en  los  citados 
idiomas  respectivamente  libre  y de  bote  que  á su  vez  significan  botin  con  lo  que 
tenemos  que  Filibustero,  Flibuster,  Vribuiter,  Freibeuter  y Freebooeter  en  espa- 
ñol, francés,  holandés,  aleman  é ingles,  significa  libre  botina  lo  que  es  lo  mismo, 
cometiendo  una  figura  retórica,  hombre  que  libremente  hace  botin,  siendo  justo 
señalar  que  libremente,  en  la  locución  en  que  lo  empleamos,  significa  cosa  muy 
distinta  de  lo  que  en  realidad  debia,  pero  con  respecto  á esta  palabra  no  debemos 
entrar  en  explicaciones,  seguro  de  que  liemos  de  ser  comprendidos  de  los  mas. 

Dicho  dejamos  que  las  palabras  aparecen  cuando  hacen  falta  y la  de  Filibus- 
tero efectivamente  apareció  cuando  hubo  merodeadores,  que  fiados  en  frágiles 
embarcaciones  se  aventuraron  á hacer  un  capital  de  una  manera  que  boy  nos  lia 
de  parecer  seguramente  extraña  y rara,  pues  no  hace  falta  en  los  venturosos  tiem- 
pos que  alcanzamos  exponerse  tanto  para  conseguir  lo  mismo  sin  ser  por  ello  mas 
honrado.  América  lia  sido  desde  su  descubrimiento  seguro  refugio  para  los  que 
en  Europa  no  podian  vivir  y no  lian  sido  solo  causa  de  emigración  lo  agotado  y 
explotado  que  está  todo  entre  nosotros,  sino  que  también  lo  fueron  los  crímenes, 
delitos  y amaños  para  los  que  en  cualquier  parte  sobra  campo,  dada  la  natural 
perversidad  humana.  No  pocos  salen  de  entre  nosotros  honrados  y buenos  sin  mas 
defecto  que  la  ciega  credulidad,  que  los  inclina  á pensar  que  apénas  llegados  á 
aquellas  floridas  comarcas  serán  ricos  como  Creso,  podrán  dar  festines  como  los  de 
Lúculo  y tener  trenes  mas  suntuosos  y de  mas  vista  que  cuantos  tienen  los  mo- 
narcas modernos. 

Por  su  mal  y aun  por  el  nuestro,  esto  no  sucede  la  generalidad  de  las  veces 
y los  emigrantes  se  encuentran  peor  que  estaban  en  su  país  natal;  estos  pueden 
dividirse  en  dos  categorías,  la  de  los  que  nacieron  buenos  y quieren  morir  sin  ha- 
berlo dejado  de  ser,  y la  de  los  que  habiendo  nacido  buenos,  porque  al  nacer  todos 
lo  son,  les  importa  muy  poco  morir  tranquilamente  en  su  cama  con  mas  ó menos 
comodidades  ó morir  columpiados  pendientes  de  una  horca  mas  ó menos  artística, 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


si  bien  dudamos  que  artística  lo  puede  ser.  Los  primeros  procuran  ganarse  la  vida 
honradamente  y trabajan  en  el  buen  sentido  de  la  palabra;  los  segundos  son  mas 
partidarios  de  la  holganza,  no  les  importa  nada  tener  sérias  contestaciones  con  la 
justicia  y trabajan  también,  pues  á cualquier  cosa  se  llama  trabajar  en  nuestros 
dias. 

Esto  que  como  pensamos  ha  sucedido  en  todas  las  épocas,  fué  causa  de  una 
explosión  en  el  siglo  xvn  y asociados  no  pocos  holandeses,  franceses  é ingleses, 
se  dieron  á la  piratería,  constituyendo  una  clase  que  por  buen  número  de  años 
fué  el  terror  de  aquellos  mares:  seguramente  con  una  buena  y poderosa  dirección 
se  hubieran  hecho  dueños  de  toda  la  América  del  Sur,  pues  puede  afirmarse  que 
la  llegaron  á dominar  tan  por  completo,  que  no  bien  veian  los  ribereños  aparecer 
una  vela  en  el  horizonte,  cuando  apoderándose  de  ellos  un  terror  pánico  lo  deja- 
ban todo  desierto  internándose  en  el  país  con  lo  que,  como  se  comprende,  era  bien 
poco  lo  que  los  piratas  tenian  que  hacer  para  enriquecerse,  que  era  todo  su  afan. 
Independientes  de  todo  punto  no  reconocían  mas  ley  que  la  que  la  voluntad  les 
dictaba,  ni  mas  regla  que  la  inspirada  por  sus  caprichos;  únicamente  se  ajustaban 
á la  norma  prescrita  por  la  sociedad  el  tiempo  que  duraban  sus  expediciones,  ob- 
servando entre  sí  una  formalidad  extrema  y teniendo  entonces  su  palabra  tanto  ó 
mas  fuerza  que  la  ley  mejor  observada. 

La  paciencia  y la  perseverancia  de  aquella  gente  era  extremada;  acechaban 
su  presa  como  el  tigre  y nunca,  ó al  menos  muy  rara  vez,  caían  sobre  ella  sin  la 
seguridad  de  conseguir  el  triunfo  por  completo.  Cuando  lograban  una  buena  pre- 
sa la  dividían  de  una  manera  proporcional  á la  clase  de  cada  uno:  tomaba  seis 
partes  el  capitán  del  bastimento,  daba  tres  y dos  á los  oficiales  según  sus  grados 
y una  á los  restantes  con  lo  que  todos  quedaban  tranquilos  y contentos  esperando 
otra  buena  ocasión  que  no  tardaba  en  presentarse,  dado  el  abandono  en  que  por 
aquel  tiempo  se  encontraba  todo.  Pero  entre  tanto  que  la  suerte  les  deparaba  una 
nueva  ocasión  de  hacer  proezas  dábanse  regalada  vida,  comían,  bebían  y disfru- 
taban sin  tasa  no  hallándose  nunca  faltos  de  hermosas  mujeres  hechas  prisioneras 
en  los  puntos  á que  llegaban  y de  las  que,  como  todos  se  figuraran,  conservaban 
las  mejores. 

Feroces  y crueles  en  el  combate,  entraban  en  toda  parte  á sangre  y á fuego 
sin  respetar  nada:  población  por  la  que  los  piratas  hubieran  pasado  tendría  que 
conservar  por  mucho  tiempo  huella  indeleble  de  su  desgracia;  si  es  que  por  aca- 
so no  era  totalmente  arruinada,  cual  aconteció  con  muchas  entre  ellas  lo  que  hoy 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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se  llama  viejo  Panamá,  informe  monton  de  ruinas  desde  que  el  aventurero  Mor- 
gan desembarcara  en  ella  con  su  gente,  pero  estos  crímenes,  aquellos  desmanes 
terribles  que  espantan  y horrorizan,  desaparecían  muchas  veces  gracias  á la  au- 
dacia y al  valor  que  demostraban,  pues  en  pocas  ocasiones  llegaron  á elevar  el 
bandidaje  a la  heroicidad. 

En  medio  de  toda  aquella  gente  sin  honor  y sin  conciencia,  aquellos  hombres 
que  como  única  condición  recomendable  tenían  solo  el  valor  que  en  una  y cien 
ocasiones  probaran  cumplidamente  aquellas  turbas  de  foragidos  á los  que  los  crí- 
menes mayores  no  imponían  ni  atemorizaban,  eran  fervorosos  creyentes  y seguro 
es  que  no  dejaban  pasar  ni  un  solo  dia  sin  cumplir  sus  prácticas  piadosas  y rezos 
como  á cada  uno  se  lo  prescribía  su  rito.  Eran  de  ver  aquellos  hombres  de  cora- 
zón empedernido,  de  rostros  feroces  y manos  tintas  en  sangre  húmeda  aun,  reci- 
tar los  que  pertenecían,  según  ellos,  á la  comunión  católica,  el  cántico  de  Zaca- 
rías el  Magníficat  y el  Miserere,  en  tanto  que  los  protestantes  leían  y releían  con 
concentrada  atención  los  magníficos  pasajes  de  la  Biblia  que  han  cuidado  de  des- 
figurar para  que  del  mismo  modo  los  entiendan  todos. 

En  esto  se  parecen  al  mayor  número  de  los  bandidos  y gentes  de  mal  vivir; 
casi  todos  ellos  son  buenos  y fervorosos  creyentes;  el  bandolero  de  la  Calabria 
reza  por  la  mañana  y por  la  noche,  reza  cuando  está  de  acecho  pidiendo  entonces 
á Dios  que  le  depare  buena  suerte,  y no  será  extraño  que  suspenda  sus  oraciones 
para  disparar  un  trabucazo  sobre  cualquier  semejante  suyo,  á quien  la  desgracia 
encamine  por  allí;  entre  nosotros  son  bien  sabidas  las  costumbres  de  los  bandidos 
especialmente  de  los  andaluces  á los  que  nunca  falta  algún  santo  bajo  cuya  ad- 
vocación se  ponen  y que  jamás  olvidan  llevar  en  el  pecho  pendiente  del  cuello, 
bendecida  reliquia  ó escapulario  que  lo  preserve  de  todo  mal.  Mas  de  una  vez  la 
muerte  ó captura  de  alguno  de  ellos  se  ha  atribuido  al  malbado  olvido  del  talis- 
mán religioso  que  por  su  mal  dejaran  precisamente  en  el  mismo  dia  que  les  ocur- 
riera la  desgracia.  Entre  aquellos  filibusteros  que  por  entonces  tenían  tan  esquil- 
madas las  playas  americanas,  no  faltaron  jefes  y hasta  soldados  de  filas,  pertene- 
cientes á buenas  y distinguidas  familias,  jóvenes  ilusos  ó mal  aconsejados  que  se 
fueron  allá  buscando  escandalosas  aventuras  ó que  huyendo  de  la  persecución  á 
que  se  hicieran  acreedores  por  sus  crímenes  y delitos,  fueron  á dar  en  aquella 
miserable  vida,  que  tuvieron  que  arrastrar  hasta  la  muerte.  De  buen  número  de 
ellos  nos  ha  conservado  la  historia  el  nombre  y entre  los  que  de  padrón  de  infa- 
mia sirvieron  á sus  familias  no  podemos  menos  de  fijarnos  en  Grammont  y Susson , 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


así  como  por  su  audacia  y valor  se  citan  á Pedro  Legrand  y á Lemj  Scot , y por 
crueldad  y horribles  sentimientos  á Montbars  y á Nan  el  Olonois  que  fue  el  pri- 
mero que  desembarcó  en  Cuba. 

Los  gobiernos  á que  pertenecían  por  entonces  aquellos  dominios,  muy  princi- 
palmente el  de  España,  se  vieron  obligados  á tomar  muy  serias  medidas  gracias 
á las  qué  al  cabo  de  algún  tiempo  fueron  desapareciendo,  volviendo  á renacer  la 
calma  en  el  ánimo  de  los  moradores  de  aquellas  comarcas,  que  por  tantos  dias  no 
habían  podido  hacerse  de  ellas. 

Esta  somera  y sencilla  relación  nos  hace  comprender  lo  que  era  el  Filibustero 
de  entonces;  bandido  mas  que  nada,  pero  bandido  á quien  no  intimaban  en  modo 
alguno  los  peligros  que  hubiera  que  correr  con  tal  de  que  sus  deseos  quedaran 
satisfechos.  Como  todos  sabemos  la  piratería  y el  bandidaje  en  gran  escala  han 
tenido  necesariamente  que  desaparecer  no  como  muchos  creen,  porque  la  ilustra- 
ción y la  cultura  haya  tenido  parte  en  ello,  no  como  afirman  algunos  porque  los 
sentimientos  se  hayan  dulcificado;  pues  en  realidad  si  bien  se  estudia,  nada  de 
esto  ha  sucedido  sino  porque  han  variado  lo  que  podemos  llamar  condiciones  de 
vida  para  aquellas  gentes. 

Fijando  la  atención  en  lo  que  en  tierra  ocurre,  nos  podremos  convencer  de 
cuan  cierto  es  lo  que  apuntamos;  perfeccionados  los  medios  de  comunicación  no 
cabe  pensar  que  pueda  ocurrir  lo  que  no  hace  muchos  años  sucedia;  lanzábanse 
al  camino  una  porción  de  hombres;  lo  peor  de  cada  casa,  como  vulgarmente  se 
decía,  constituían  una  partida,  elegían  por  jefe  al  que  les  parecía  mas  bravo,  mas 
audaz,  y era  casi  siempre  el  que  mas  crímenes  había  cometido,  lo  obedecían  cie- 
gamente, si  bien  es  muy  de  tener  en  cuenta  que  él  se  hacia  obedecer  con  pode- 
rosísimas razones  que  llevaba  perfectamente  dispuestas  en  el  arma  terrible  que 
pendía  de  la  silla  del  brioso  caballo  que  montaba  y de  este  modo  comenzaba  sus 
fechorías.  Buen  número  de  ellas  llevaban  ya  cometidas  cuando  tenían  conoci- 
miento de  los  sucesos  las  autoridades  y ordenaban  que  fueran  perseguidos.  Orga- 
nizábase la  columna  y con  el  indicado  fin  partían  en  dirección  al  sitio  en  que  ha- 
lda tenido  lugar  el  último  crimen,  mas,  fácil  es  comprender  que  ya  no  estaban 
allí;  habían  cometido  un  nuevo  desmán,  partían  de  nuevo,  y en  estas  idas  y ve- 
nidas quedaba  desbalijado  medio  mundo,  no  pocos  hombres  muertos,  muchas  mu- 
jeres violadas  y muchos  hijos  sin  padre. 

Hoy,  merced  á los  adelantos  de  la  industria  y de  las  ciencias,  el  pensamiento 
se  hace  real  mediante  la  electricidad,  tan  velozmente  como  la  imaginación  lo 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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concibe,  y no  bien  un  suceso  cualquiera  se  ha  cometido,  las  pilas  y alambres  se 
encargan  de  trasmitir  la  noticia  en  todas  direcciones;  el  vapor  como  medio  de  lo- 
comoción auxilia  á las  fuerzas  perseguidoras,  y en  muy  poco  tiempo  pueden  las 
fuerzas  trasladarse  de  un  punto  á otro  por  distantes  que  se  bailen,  pudiéndose  de 
tal  modo  sorprender  con  menos  trabajo  y mayor  seguridad  á bandidos  y malhe- 
chores. 

Lo  mismo  que  pasaba  en  tierra  antes,  ocurria  también  en  el  mar  y del  mismo 
modo  han  podido  evitarse  los  graves  y lastimosos  inconvenientes  con  que  se  tro- 
pezaba: para  surcar  una  cuantas  millas  en  el  mar  en  la  dirección  que  fuera 
necesario  menester,  era  contar  de  antemano  con  el  favor  de  los  elementos,  no 
siempre  propicios  ni  mucho  menos,  y aunque  lo  fueran  casi  siempre  el  tiempo 
invertido  en  la  expedición  hacia  imposible  evitar  y mucho  menos  reparar.  Las 
poblaciones  costeras  no  contaban  con  los  medios  de  defensa  de  que  disponen  hoy; 
para  recibir  ayuda  por  la  parte  de  tierra  tenian  que  aguardar  para  recibirlo,  por 
el  mar  les  sucedia  lo  mismo  y aun  algo  peor,  de  modo  que  con  todo  el  descanso  y 
gran  facilidad  los  piratas  podían  llevar  á cabo  sus  terribles  hazañas  y proezas 
burlando  luego  cuantas  medidas  fueran  tomadas  en  su  contra.  Audaces  hasta  lo 
inverosímil,  aquellos  hombres  demostraban  un  valor  y una  energía  que  solo  se 
explica  por  la  desesperación  que  liabia  do  causarles  después  de  su  primer  delito, 
pensando  que  ya  no  tenian  mas  remedio  que  perseverar  en  aquella  desastrosa  vida 
hasta  morir,  pues  para  ellos  no  había  ni  perdón  ni  cuartel;  una  vez  hechos  pri- 
sioneros su  suerte  estaba  decidida  sin  formación  de  causa,  muchas  veces  sin  pre- 
guntarles el  nombre  eran  ahorcados  y pendientes  de  las  antenas  del  buque  que  los 
apresara,  sus  cuerpos  servian  de  trofeo  hasta  llegar  á cualquier  puerto  donde  los 
cadáveres  daban  patente  testimonio  de  que  eran  menos  los  malvados  que  que- 
daban. 

Hoy  la  piratería  existe  solo  en  la  imaginación  de  los  autores  de  novelas  ma- 
rítimas, tal  calamidad  lia  desaparecido,  gracias  á los  medios  que  quedan  enume- 
rados, y por  tanto,  el  filibustero,  en  el  recto  é histórico  sentido  de  la  palabra,  ha 
pasado  á la  historia. 

¿A  qué  es,  pues,  á lo  que  hoy  se  llama  filibustero?  Bien  sabido  es  que  con 
este  nombre  se  designa  al  que  trabaja  por  la  emancipación  de  Cuba,  por  lo  que 
desde  luego  tal  calificativo  debe  desecharse  adoptándose  en  su  lugar  uno  con  el 
que  se  diga  lo  que  en  realidad  quiere  decirse.  Por  lo  pronto  afirmamos  sin  que 
pueda  negarse  que  al  revolucionario  de  Cuba  se  le  ha  llamado  siempre  así,  desde 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


572 

que  la  palabra  existe,  y en  verdad  que  por  nuestra  desgracia  en  varias  ocasiones 
lia  podido  ser  aprovechada,  pues  varias  lian  sido  las  sublevaciones  ocurridas  en 
aquella  hermosa  isla,  restos,  aunque  grandiosos,  de  nuestro  poderío  en  aquel  con- 
siderable hemisferio. 

Agena  la  cuestión  á nuestro  trabajo,  no  pueden  ser  nuestros  designios  entrar 
ahora  á discutir  cuales  lian  sido  las  causas  ocasionales  de  estas  sublevaciones  en 
nuestra  hermosa  Antilla:  ávidos  de  una  independencia  que  les  ha  de  costar  bien 
cara  el  dia  que  la  consigan,  se  han  lanzado  al  campo,  se  han  internado  en  aque- 
llos frondoros  bosques  y lian  resistido  como  leones,  muchas  veces  por  las  mismas 
causas  que  resistia  el  filibustero. 

Para  mejor  estudiar  el  separatista  de  Cuba  nos  vemos  obligados  á hacer  una 
división  capital,  dado  que  es  la  colouia  que  no  conserva  verdaderos  indígenas;  la 
población  se  compone  de  blancos  descendientes  de  españoles,  de  negros  exporta- 
dos allí  por  la  horrible  trata  prohibida  hoy  y mestizos  ó criollos,  resultado  sino 
inmediato,  atestiguable  siempre,  del  cruce  de  ambas  razas.  De  los  primeros  difí- 
cilmente sale  ningún  separatista,  pues  por  lo  regular  es  gente  establecida  que 
goza  de  legítimos  y recomendables  medios  de  subsistencia,  que  comprende  sobra- 
damente que  promover  trastornos  y disturbios  no  es  mas  que  irrogarse  pérdidas 
por  el  pronto  que  se  acrecentarán  con  el  tiempo  hasta  llegar  á un  estado  que  no 
puede  ser  peor.  Así,  pues,  el  separatista  surge  casi  siempre  de  las  dos  clases  res- 
tantes, por  mas  que  sean  distintos  los  medios  que  los  impulsan. 

Disculpable  es  en  el  negro  cualquier  tentativa  que  haga  para  mejorar  de  con- 
dición: nacido  en  la  esclavitud,  ha  comenzado  á ser  maltratado  apénas  se  des- 
prendió de  las  entrañas  maternas;  ha  visto  siempre  ultrajados  y trabajando  como 
bestias  á los  que  le  dieron  el  sér,  de  los  que  lo  separaron  bien  pronto,  creciendo 
así  sin  vínculos  ni  afecciones,  sin  cariño  y sin  cuidado.  Mandados  brutalmente, 
para  ellos  la  voz  preventiva  ha  sido  siempre  una  injuria,  la  voz  ejecutiva  el  chas- 
quido del  látigo  que  azotaba  con  furia  sus  espaldas.  Hombres  como  nosotros,  se 
han  visto  asimilados  por  nosotros  mismos  á los  animales,  hemos  creado  y atizado 
un  odio  de  raza  y no  lia  pensado  mas  el  infeliz  que  en  su  independencia  y en  su 
libertad;  no  le  lian  preocupado  mas  que  los  medios  de  sacudir  el  yugo,  pero  para 
matar  blancos. 

De  esta  terrible  aspiración  lia  surgido  la  clase  de  los  Cimarrones,  negros  huidos 
por  un  delito  del  ingenio  donde  trabajaban,  y que  escondidos  en  las  fragosidades 
de  aquellos  montes  donde  un  ejército  puede  perderse,  han  acechado  á sus  perse- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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guidores  con  la  astucia  del  tigre  y los  sanguinarios  instintos  de  la  hiena.  Solos  y 
aislados  en  un  principio  era  muy  poco  lo  que  podían  conseguir  y su  acción  esta- 
ba limitada  desde  todos  los  puntos  de- vista;  no  creemos  que  en  ocasión  ninguna 
uno  de  aquellos  desventurados  pudiera  pensar  en  Cuba  libre,  esta  cuestión  babia 
de  preocuparle  muy  poco,  dado  que  Cuba  no  era  su  patria,  pues  arrancados  sien- 
do niños  por  feroces  corsarios  de  la  costa  de  África,  casi  ninguno  podrá  decir  ya 
en  qué  comarca  vio  la  luz  primera. 

Espíritus  ambiciosos  y egoístas,  ingratos  y desagradecidos  en  pugna  con  toda 
idea  noble  y levantada  lian  concebido  el  proyecto  de  la  independencia,  que  favo- 
recerá á sus  intereses  según  creen  y estos  lian  aprovechado  como  elementos  para 
sus  fines  á los  primeros,  han  hecho  de  ellos  la  carne  de  cañón  y la  sacrifican  á 
sus  bastardas  miras,  procurando  siempre  que  no  le  toquen  nunca  las  pérdidas  y 
que  puedan  galanamente  disfrutar  ventajas  el  dia  que  las  haya. 

Este  es  el  verdadero  tipo  que  nos  proponemos  describir  y presentar  y al  que 
á su  vez  tenemos  que  dividir  en  dos  clases  bien  distintas:  el  .separatista  activo  y 
el  separatista  pasivo,  existiendo  también  entre  ambas  clases  un  grupo  al  que  po- 
demos llamar  separatista  platónico  del  que  también  nos  ocuparemos. 

El  separatista  activo , es  sin  duda  el  mas  notable;  reclutando  negros  descon- 
tentos, sin  credo  político  definido,  ni  otra  idea  que  la  de  mandar  y dominar  por 
mas  que  no  fuera  sobre  quien  mas  pesara  el  yugo,  se  lanza  al  campo  y emprende 
una  série  de  correrías,  en  las  que  acredita  que  mas  quiere  Cuba  destruida  que 
Cuba  libre;  no  hay  campo  que  no  tale,  ni  plantivo  que  no  destroce,  ni  ingenio 
al  que  no  ponga  fuego;  mata  á cuantos  tiene  gana  y llegada  la  hora  de  un  en- 
cuentro se  bate,  pero  nunca  al  descubierto,  siempre  parapetado  en  los  troncos  de 
aquellos  árboles  gigantes,  cuya  sombra  parece  siempre  dispuesta  á cobijar  esce- 
nas de  amor  y tiernos  idilios,  nunca  dramas  sangrientos,  ni  crímenes,  ni  errores. 

Feroz  por  encono  y sanguinario  por  venganza,  en  nada  pára  ni  nada  le  detie- 
ne; su  voluntad  es  absoluta  y terrible:  arrolla  cuanto  se  le  opone  al  paso  y con 
promesas  de  una  futura  época  de  libertad  y bienandanza,  es  mas  tirano  que  todos 
los  tiranos,  y no  parece  sino  que  procura  hacer  ensayos  para  cuando  llegue  á ocu- 
par uno  de  los  puestos  mas  elevados  de  la  futura  República  con  que  sueña.  Estos 
sueños  que  se  agitan  en  su  mente  conturbada,  son  siempre  hijos  de  loca  ambición 
<[ue  le  domina  y nada  mas;  bien  seguro  que  si  le  interrogáis  por  qué  se  lanzó  al 
campo  os  dirá  que  no  pudiendo  resistir  la  humillación  de  ser  colono  quiere  crear- 
se una  pátria,  y no  se  fija  en  que  las  pátrias  no  se  crean,  sino  que  somos  creados  por 

TOMO  i.  72 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


ellas,  y que  él  aunque  no  quiera  afirmará  siempre  sus  aborígenes,  y será  español 
por  sus  usos  y costumbres,  su  idioma,  su  naturaleza  y todo.  El  día  que  cualquie- 
ra de  estos  llegara  á mandar,  muy  poco  después  todos  sus  secuaces  quedarían 
convencidos  de  cuán  mentidas  son  sus  palabras;  escudado  con  los  rigores  del  cli- 
ma no  pudo,  según  dice,  trabajar,  y hay  que  desengañarse,  si  se  lanzó  á cruda 
guerra  fue  solo  por  ver  si  consigue  que  otros  trabajen  para  que  él  goce. 

Eu  tanto  dura  su  bandería  disfruta  y se  aprovecha  de  cuanto  puede,  pues  si 
pasados  los  odios  que  encendieron  la  insurrección  ó gastados  los  ánimos  que  die- 
ron lugar  á ella,  no  puede  acogerse  á una  capitulación  é ingresar  con  grados  y 
honores  en  el  ejército  de  la  península,  se  irá  á vivir  á los  industriosos  Estados 
Unidos  del  Norte  ó se  vendrá  al  bullicioso  París  á gozar  de  una  renta  que  antes 
no  tenia  capital  que  la  produjera.  El  hacia  gala  cuando  era  revolucionario  de  des- 
preciar todo  aquello  que  no  fuera  esencialmente  democrático,  aborrecía  y vitupe- 
raba las  clases,  constantemente  declamaba  contra  ellas,  no  comprendía  ó mejor  di- 
cho no  quería  comprender  porque  existían  esas  humillantes  diferencias  sociales 
que  alejan  á los  unos  de  los  otros,  creando  entre  ellos  barreras  insuperables;  mas 
cuando  deja  de  ser  revolucionario,  manifiesta  profundamente  que  no  decía  aque- 
llo mas  que  por  despecho,  y se  opone  á que  lo  llamen  cabecilla,  quiere  recibir  el 
dictado  de  general  y se  da  importancia  como  uno  de  tantos  y habla  mal  del  mun- 
do entero,  pero  muy  especialmente  de  los  que  él  ha  dado  en  llamar  compatriotas 
y que  no  son  en  suma  mas  que  sus  paisanos.  Una  amnistía  que  él  será  el  prime- 
ro en  trabajar  porque  se  conceda;  le  abrirá  las  puertas  de  aquella  hermosísima 
tierra,  y columpiándose  indolente  en  la  hamaca,  á la  sombra  de  los  esbeltos  pla- 
tanales, pensará  en  tanto  de  ascender  en  el  espacio  las  azuladas  espirales  del  ta- 
baco riquísimo  que  saborea,  que  es  un  tonto  todo  aquel  que  se  empeñe  en  con- 
tiendas como  no  sea  para  provecho  y lucro  propio,  que  no  obra  bien  el  que  por 
única  mira  no  se  propone  su  regalado  bienestar  y caiga  el  que  caiga. 

El  separatista  pasteo;  esta  variedad  de  la  especie  es  mas  perjudicial  y mas 
mala;  por  lo  pronto  el  individuo  que  pertenece  á ella  carece  de  valor  para  expo- 
nerse á recibir  una  bala,  así  como  también  de  resistencia  para  soportar  las  fati- 
gas de  una  ruda  y penosa  campaña  en  que  es  casi  imposible  poderse  permitir 
momento  de  tregua  ni  reposo.  Ama  la  llamada  independencia  y desea  que  se 
efectúe  para  lo  cual  no  escasea  medios  ningunos,  excepción  hecha  por  supuesto 
de  todos  aquellos  que  por  una  ú otra  causa  puedan  dar  lugar  al  deterioro  de  su 
persona.  No  hay  club  clandestino  ni  sociedad  secreta  á que  deje  de  pertenecer  y 


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allí  maquina  los  mas  descabellados  planes  y propone  los  medios  mas  absurdos 
jiara  llegar  á conseguir  el  fin  propuesto.  No  pára,  ni  vive,  ni  descansa,  está 
siempre  en  perpétua  agitación,  fomenta  el  encono,  aviva  los  odios,  explota  las 
voluntades  é incita  á la  revolución,  declamando  que  de  aquella  manera  no  se 
puede  continuar,  que  hay  que  terminar  de  una  vez  y poner  coto  á la  tiranía  odio- 
sa de  tanto  explotador  como  llega  de  la  península.  Colecta  fondos  de  cuya  distri- 
bución se  encarga,  administrando  así  los  intereses  de  la  buena  causa  que  no  poco 
le  aprovechan.  Conspirador  sempiterno,  todo  lo  comenta  y de  lodo  procura  ente- 
rarse. No  da  lugar  jamás  á la  desconfianza,  sino  todo  lo  contrario:  pone  su  mayor 
empeño  en  estar  bien  con  todo  el  mundo,  pues  de  este  modo  jamás  tocará  pérdi- 
das y siempre  le  alcanzarán  ventajas.  Procura  conservar  su  influencia  á toda  cos- 
ta y á este  fin  hace  á los  suyos  confidencias  verdaderas  ó falsas  que  dice  haber 
recogido  en  los  centros  oficiales,  con  lo  cual  las  partidas  se  mueven;  si  dan  golpe 
y consiguen  alguna  ventaja  se  vanagloria  de  haber  sido  de  los  que  procuraron  el 
triunfo:  sino  aciertan  porque  nada  habia  en  realidad,  lo  atribuye  á un  repentino 
cambio  de  plan  en  las  fuerzas  del  gobierno. 

Frecuenta  las  oficinas  y los  sitios  públicos  donde  cambia  de  continuo  de  ca- 
rácter adoptando  el  que  cree  convenirle  mas,  y á la  menor  sospecha  de  que  pue- 
de llegar  á ser  perseguido,  al  mas  ligero  temor  que  le  asalte,  es  de  ver  como  se 
acoge  á la  benevolencia  y protesta  de  su  buena  fé  y fidelidad  al  gobierno;  enton- 
ces los  que  llama  suyos  y aparecen  favorecidos  por  él.  son  los  perjudicados,  por- 
que á fin  de  quedar  en  paz  y que  nadie  turbe  su  reposo  ni  le  priven  de  sus  como- 
didades, recurrirá  á medios  bajos  y arteros,  y en  prueba  de  los  buenos  deseos  que 
con  respecto  al  gobierno  le  animan,  hará  alguna  delación  y fuerzas  dispuestas  á 
1 latirse  en  el  campo,  serán  sorprendidas  y exterminadas;  ó algún  club  ó reunión 
clandestino  será  denunciado  y cogidos  infraganti  los  individuos  que  los  compo- 
nen, se  verán  condenados  á la  deportación  ó á mns  severas  penas. 

Pocas  causas  dejarán  de  tener  individuos  de  esta  clase,  fervorosos  partidarios 
de  ellas  en  apariencia,  pero  falaces  y traidores  siempre,  dispuestos  solo  al  medro 
personal  y á la  ganancia,  mas  con  tan  hábil  artificio  preparado  que  nunca  serán 
descubiertos  como  lo  que  son,  y que  jamás  llegarán  á tropezar  en  los  escollos  de 
los  negocios  á que  se  aventuran.  Este  filibustero  es  sin  duda  ninguna  al  que  mas 
debe  temerse,  pues  ambicionando  siempre  lo  mismo  y dado  que  jamás  se  escar- 
mienta en  cabeza  propia,  seguirá  desempeñando  su  oficio  y nada  se  le  dará  del 
descalabro  que  sufran  las  partidas  en  el  campo,  afirmará  que  son  desgracias  an— 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


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turales  é inevitables  que  no  importan,  ó deben  importar  muy  poco  si  hay  fé  y 
constancia,  y que  por  lo  tanto  se  debe  seguir  adelante  sin  retroceder  un  punto 
porque  el  triunfo  es  seguro. 

A esta  clase  pertenecen  los  mas  de  los  separatistas  ilustrados,  sí  los  liay  y son 
los  que  forman  parte  de  las  redacciones  de  los  periódicos  que  defienden  tan  des- 
cabelladas ideas;  ellos  son  los  que  publican  esos  artículos  plañideros  con  ribetes 
de  filosofía  y altas  consideraciones  donde  se  dice  desde  el  trípode,  que  la  emanci- 
pación es  una  ley  histórica  y que  la  colonia  se  emancipa;  en  confirmación  de  su 
retumbante  aserto  presentan  como  ejemplo  lo  que  ocurriera  á la  soberbia  liorna  sin 
ligarse  en  el  ridículo  que  afrontan  al  quererse  comparar  con  cualquiera  de  los 
pueblos  independientes  y libres  que  fueron  apresados  por  las  garras  de  las  águi- 
las romanas,  sin  fijarse  cuanto  cambian  los  tiempos  y que  al  fin  en  aquellas  re- 
motas épocas,  las  naciones  subyugadas  no  hicieron  mas  que  volver  á la  libertad 
de  que  disfrutaran  antes  sin  haber  perdido  nunca  sus  usos  ni  sus  costumbres,  y 
que  esta  misma  libertad  la  reconquistaron  gracias  á su  propio  esfuerzo,  sin  luchar 
mas  que  contra  los  que  á ellos  eran  completamente  extraños.  En  Cuba  no  sucede 
ni  puede  suceder  lo  mismo;  allí  todo  es  español  y querer  la  emancipación  de  aque- 
lla, nuestra  provincia  ultramarina,  es  un  crimen  de  leso  españolismo  mas  grande 
que  lo  seria  querer  que  se  hiciera  independiente  cualquiera  de  los  reinos  que 
constituyen  boy  la  unidad  española,  lo  cual  representa  una  gratitud  para  la  cual 
no  hay  nombre. 

El  separatista  platónico;  nació  en  Cuba,  pero  apénas  se  acuerda  de  tan  her- 
mosa isla:  gracias  á,  una  inmensa  fortuna  conseguida  en  el  mayor  número  de  los 
casos  por  los  medios  que  hoy  se  apresura  á condenar,  pudo  trasladarse  desde  sus 
primeros  años  á París  ó á Madrid,  donde  se  da  vida  de  príncipe,  gasta  á manos 
llenas  y pasa  sus  dias  en  la  opulencia  y en  el  sibaritismo  mas  refinado.  Jamás  se 
le  importa  nada  de  nadie,  pero  las  noticias  de  la  sublevación  le  despiertan  un 
tanto  del  letargo  en  que  yace,  recuerda  entonces  que  nació  en  aquella  parte  de 
América  y la  ambición  de  algo  que  no  tiene,  da  lugar  á cjue  la  causa  se  le  haga 
simpática,  manifestándolo  con  los  socorros  que  envia  y con  el  ánimo  que  procura 
infundir  á los  secuaces;  mas  llega  un  dia  en  que  dominado  por  su  eterna  apatía  y 
cansado  de  gastar  dinero  vuelva  á su  vida  de  siempre,  pero  sin  dejar  de  pensar 
en  el  elevado  puesto  que  ocuparía  el  dia  en  que  Cuba  fuera  libre. 

Dividimos  á los  filibusteros  en  tres  clases,  mas  en  el  fondo  resulta  un  tipo 
solo  y único,  el  del  hombre  que  se  mueve  llevado  de  su  ambición  y de  su  egois- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


mo,  y que  con  tal  de  conseguir  su  fin  no  se  para  en  los  medios:  vanidoso  y fan- 
farrón que  encuentra  mal  cuanto  hacen  los  demás  y cree  que  él  como  nadie  bas- 
taría para  hacer  un  paraiso  de  lo  que  en  realidad  haría  un  objeto  de  tráfico. 

Por  ventura  el  filibustero  no  abunda;  aun  quedan  en  aquella  hermosa  isla 
no  pocos  que  comprenden  sus  intereses  y que,  condenando  con  todas  las  fuerzas 
de  su  alma  las  agitaciones  y trastornos,  quitan  toda  la  fuerza  moral  á los  que  se 
lanzan,  fiados  en  vanas  promesas,  por  lo  que  nunca  podrán  triunfar. 


por  1).  Rafael  Hartos  Giménez. 


i el  golf©  de  la  bahía  de  Ñapóles,  ni  el  puerto  de  Lisboa,  ni 

las  puras  y trasparentes  aguas  en  que  se  retrata  la  reina  del 

Adriático,  reflejan  un  cielo  de  azul  tan  límpido  v puro  como 

el  mar  que  baña  las  costas  que  de  nuestro  país  abandóna- 
te^5 


ron  los  árabes  después  que  todo. 

Aquel  cielo  puede  ser  aventajado  únicamente  por  el  de  los  ojos 
de  las  mujeres  hermosísimas  que  allí  se  crian,  hay  que  verlo  para 
comprenderlo,  y después  de  visto,  se  siente  siempre  y es  imposible 
darlo  al  olvido. 

N ada  mas  encantador  ni  de  mas  efecto  que  las  costas  del  Medi- 
terráneo, tranquilo  y apacible  mar,  que  mas  que  mar  parece  un  lago. 

A no  ser  cuando  soplan  los  duros,  agitados  y terribles  aires,  las  ondas  que  ba- 
ñan nuestras  costas  del  Mediodía,  permanecen  en  una  calma  perezosa,  rizándose 
á impulsos  de  la  ligera  brisa  que  en  ella  forma  caprichosos  montículos  de  espuma 
blanquísima,  que  se  deshace  al  caer  sobre  las  menudas  arenas  de  la  playa. 

Muchas  veces  nos  hemos  pasado  horas  enteras  contemplando  el  bellísimo  es- 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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pectáculo  que  desde  el  muelle  se  ofrece  á nuestra  vista  y por  mas  que  tal  deleite 
repitamos,  nunca  resulta  monótono,  nunca  causa  enfado  porque  lo  sublime  en- 
canta siempre:  en  no  pocas  ocasiones,  cuando  dejábamos  que  ansiosas  vagaran 
nuestras  miradas  por  aquella  trasparente  y movible  superficie,  allá  en  el  hori- 
zonte en  la  línea  aquella  en  que  el  cielo  parece  que  se  junta  con  el  mar,  divisá- 
bamos ligeros  puntos  negros  que  se  movian  de  un  lado  para  otro:  menos  conoce- 
dores otros,  cualquiera  que  los  hubiera  contemplado,  se  les  figuraría  ver  ballenas, 
focas  ó cualquiera  otras  de  las  mal  llamadas  fieras  marinas  que  se  agitaban  sobre 
las  olas  buscando  al  propio  tiempo  el  aire  respirable  que  les  era  necesario. 

Desde  un  punto  de  vista  y considerando  con  cuanta  verdad  se  ha  dicho  que 
el  pez  grande  se  traga  al  chico,  estos  puntos  negros  á que  nos  venimos  refirien- 
do pueden  y deben  ser  considerados  como  verdaderos  monstruos  marinos:  los  pes- 
cados al  menos  los  tendrán  por  tales,  al  ver  que  ellos  son  los  que  sirven  para  re- 
tirarlos del  líquido  elemento  en  que  nacieron;  ellos  son  los  que  desde  mas  ó menos 
lejanos  puntos  de  la  costa  los  acarrean  á tierra  para  dedicarlos  á alimentar  á los 
mortales  ó,  mas  aun,  para  que  recreen  su  paladar  ó satisfagan  sus  gustos. 

La  industria  de  la  pesca  en  un  principio,  como  ha  sucedido  con  todas  las  in- 
dustrias, es  hija  de  la  necesidad:  en  los  primeros  dias  el  hombre  procura  coger  los 
animales  de  la  selva  y los  peces  de  las  aguas  para  su  alimento,  sin  dar  mayor  ó 
menor  estima  á este  ó al  otro:  entonces  el  pescar  no  podia  ser  considerado  como 
un  oficio,  era  una  ocupación  precisa;  cuando  se  liabia  cogido  lo  bastante  para 
satisfacer  las  necesidades  del  momento  se  dejaba  y de  este  modo  puede  decirse 
que  el  hombre,  solo  muy  tarde  en  el  tiempo,  pudo  llamarse  pescador. 

Hoy  por  ejemplo  es  una  ocupación  precisa  y ya  lo  fué  en  una  de  las  civiliza- 
ciones que  han  pasado.  Poco  trabajo  costará  encontrar  lo  muy  desarrollado  que 
tal  oficio  se  encontraba  en  la  antigua  Grecia,  cuando  en  poetas  tan  notables  como 
Hesiodo  y Homero,  se  encuentran  descritos  y detallados  con  todos  los  caractéres 
que  en  aquel  tiempo  tenian:  en  Roma,  como  también  es  sabido,  aquellos  orgullo- 
sos patricios  que  vivian  en  la  holganza  mas  absoluta,  aquellos  ciudadanos  que 
siempre  lo  encontraban  todo  hecho,  tenian  esclavos  destinados  á la  pesca,  escla- 
vos cuyo  único  y exclusivo  oficio  era  tender  la  red  y manejar  el  harpon  contra 
los  peces  que  serian  lujo  y regalo  mas  tarde,  en  las  mesas  de  sus  amos. 

Cuando  en  la  época  actual  vimos  celebrar  con  tanto  encomio  los  festines,  y ya 
que  no  tiempo  y aire,  con  la  trompa  de  la  fama  se  invierten  en  su  descripción,  co- 
lumnas y columnas  en  los  periódicos,  no  podemos  menos  de  sonreimos  desdeñosa- 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


mente  recordando  lo  que  de  la  época  romana  se  describe.  Cuando  oímos  lamen- 
tar las  penas  y fatigas  de  los  pescadores  en  la  época  actual,  no  podemos  menos  de 
comprender  basta  que  punto  se  ignora  lo  que  la  gastronomía  obligaba  á los  de 
otros  tiempos.  En  los  dias  que  vivimos,  por  refinado  que  sea  el  gusto  y grandes 
las  riquezas  de  un  individuo,  se  contenta  con  lo  que  el  país  produce  y se  queja 
en  el  mayor  número  de  los  casos  de  lo  muy  caro  que  cuesta  todo,  á pesar  de 
las  facilidades  que  para  el  trasporte  de  cualquier  producto  ha  dado  la  industria 
moderna.  Si  llegamos  á hacer  comparaciones,  fácil  será  comprender  porque  nega- 
mos que  existan  boy  verdaderos  gastrónomos,  y porque  ciertos  oficios  carecen  do 
importancia  y se  encuentran  tan  rebajados. 

Al  recordar  lo  que  se  cuenta  de  Lucillo  y lo  qué  de  Gabio  Apicio  se  refiere, 
no  podemos  menos  de  considerar  como  á unos  infelices  á todos  los  condes  y mar- 
queses, capitalistas  y banqueros  que  parece  nos  quieren  eclipsar  con  su  opulen- 
cia. Para  que  cualquiera  de  estos  baga  una  invitación,  se  hace  suponer  que  la 
pensó  con  quince  dias  de  anticipación,  que  se  encuentra  dispuesto  á hacer  gastos 
extraordinarios  y que  teme  que  para  el  dia  que  fijó  no  pueda  el  mercado  propor- 
cionar aquello  que  comprende  es  del  gusto  de  las  personas  á quien  invito.  Estos 
temores,  estas  dudas  no  alcanzan  á los  verdaderos  gastrónomos  citados,  que  no  se 
paraban  en  nada,  y que  en  casos  determinados  enriquecieron  á un  pescador  con 
una  sola  compra  que  les  hicieran. 

En  una  ocasión,  según  refieren  las  antiguas  crónicas,  el  emperador  Tiberio 
recibió  en  regalo  un  hermoso  barbo  que  pesaba  nada  menos  que  cuatro  libras  y 
media,  caso  sumamente  raro,  por  cuanto  el  pez  de  esta  clase  que  mas  había  lle- 
gado á pesar,  fueron  dos  libras:  el  emperador  quiso  ver  basta  donde  llegaba  la  pa- 
sión de  los  que  ya  como  gastrónomos  eran  señalados,  y lo  envió  al  mercado  afir- 
mando de  antemano  que  lo  comprarían  solo  Apicio  ú Octavio.  No  se  engañó  efec- 
tivamente; antes  al  contrario,  concurrieron  ambos  y se  empeñaron  en  una  subasta 
que  hizo  ascender  el  precio  del  descomunal  pescado  á cinco  mil  sextercios  ó sea 
la  enorme  suma  de  diez  mil  seiscientos  veinte  y cuatro  reales  que  pagó  Octavio, 
rasgo  que  le  hizo  crecer  mucho  á los  ojos  de  sus  partidarios,  pero  que-  en  realidad 
se  hacia  mas  digno  de  la  acre  y punzante  censura  de  Catón,  que  no  podía  menos 
de  afirmar  que  era  inminente  la  ruina  de  una  ciudad  en  la  que  se  vendía  mas 
caro  un  pescado  que  un  buey. 

Feliz  época  aquella  para  los  pescados  en  que  á tan  alto  precio  se  pagaban  sus 
mercancías,  y en  que  estas  mismas  eran  hasta  causa  de  largos  y penosos  viajes 


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por  parte  de  distinguidas  personas,  pues  á mas  del  caso  citado,  merece  especial 
mención  el  que  en  los  hechos  á que  la  gastronomía  le  obligó,  acrecen  la  fama 
de  Apicio  hecho  con  el  que  parece  quiso  tener  la  revancha  de  la  mala  pasada  que 
le  jugara  Octavio  apoderándose  del  barbo  con  que  Tiberio  los  quiso  probar  á am- 
bos. 

Las  mas  hermosas  langostas  que  por  entonces  se  cogian  eran  las  de  Mintur- 
no,  punto  á que  se  labia  retirado  Apicio  para  mejor  gozar  de  ellas;  mas  no  fal- 
tó quien  la  digera  que  en  Africa  se  habian  pescado  de  una  magnitud  tal  que  hasta 
entonces  no  se  habian  visto,  é inmediatamente,  sin  diferirla  ejecución  de  su  pro- 
yecto para  el  dia  siguiente  se  embarca  para  el  país  que  habia  dado  lugar  á la 
mas  grande  gloria  de  Scipion.  No  bien  buho  llegado  supieron  los  pescadores  el 
objeto  de  su  venida  y acudieron  á ofrecerle  langostas  al  lado  de  las  que  las  mas 
grandes  que  pueden  verse  hoy  pasarían  solo  por  crias  del  mas  reducido  tamaño. 
Él,  sin  embargo,  las  quería  mas  grandes,  se  enteró  de  que  no  las  habia,  y sin 
desembarcar,  sin  hacer  el  menor  descanso  mandó  cambiar  el  rumbo  y se  dirigió 
nuevamente  á Minturno. 

Estos  pueden  en  verdad  ser  citados  como  verdaderos  aficionados  á la  pesca,  y 
estos  son  los  que  dallan  importancia  real  y efectiva  á los  pescadores.  Indudable- 
mente en  la  época  en  que  nos  tocó  vivir  no  hay  la  refinación  del  gusto  que  do- 
minaba durante  el  imperio  romano  á los  ricos  potentados;  hoy  con  todo  el  lujo  y 
aparato  que  en  sus  mesas  quieren  ostentar  los  ricachones  no  lograrían  obligar  á 
que  un  acomodado  romano  se  dignara  volver  la  vista  y los  mas  refinados  palada- 
res de  nuestro  tiempo,  comparados  con  los  de  aquellos  que  sabían  distinguir  pa- 
ladeándolas solamente  cuando  las  ostras  eran  de  Circei  ó de  las  rocas  de  Lucrino 
ó del  promontorio  de  Rutiipo  y distinguir  cuando  la  lubina  habia  sido  pescada  en 
alta  mar  ó en  la  embocadura  del  Tiber  ó rio  arriba  entre  los  puentes,  dando  mas 
precio  á la  que  se  encontraba  en  estas  últimas  condiciones,  por  cuanto  el  trabajo 
y las  fatigas  que  habia  tenido  que  sufrir  para  remontar  la  corriente,  daban  mayor 
finura  y delicadeza  á su  carne. 

En  aquellos  tiempos  los  pescadores  merecían  señalada  mención  de  cuantos 
gustaban  regalarse  el  paladar,  pues  no  parándose  en  gastos  buscaban  lo  que  les 
agradaba,  por  léjos  que  estuviera  y puntos,  que  por  nada  se  hubieran  menciona- 
do, se  hicieron  célebres  por  la  caza  y por  la  pesca  que  en  ellos  podía  obtenerse. 
Para  servir  la  mesa  de  aquellos  que  hicieron  precisas  las  leyes  suntuarias,  esta- 
ban á contribución  todos  los  países,  todos  los  mares  y todos  los  rios,  Se  hacían 

TOMO  i,  73 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


traer  las  murenas  del  estrecho  de  Sicilia  ó de  Tartesio,  situada  en  nuestra  Anda- 
lucía, las  merluzas  de  Persimunta,  que  hoy  se  llama  Posena,  pequeña  población 
de  Anatolia:  las  ostras  que  hoy  también  son  tan  rebuscadas  y apetecidas  para  ex- 
citar el  apetito,  de  Tárenlo , de  Circei  ó del  lago  Lucrino,  el  sollo  de  Rodas,  el  es- 
caro de  Sicilia,  el  rodaballo  de  Rávena,  los  erizos  de  Misena  y de  esta  manera 
tenían  segura  fuente  de  riqueza  los  habitantes  de  muchos  puntos,  gracias  al  de- 
licado paladar  de  aquellos  sibaritas. 

El  pescador  de  aquel  tiempo  era  un  sér  estimado,  gracias  al  refinamiento  de 
la  época;  su  actividad  era  grande,  tenia  que  serlo  para  poder  atender  y satisfacer 
los  numerosos  pedidos  que  continuamente  recibia,  y no  se  descuidaba  j amás,  por- 
que sabia  sobradamente  que  su  ganancia  sobre  ser  grande  era  segura. 

Hoy  no  sucede  lo  mismo,  ni  con  mucho:  lo  que  en  un  punto  se  pesca  se  con- 
sume en  el  mismo,  y allí  donde  por  falta  de  mar  ó caudaloso  rio  no  puede  pescar- 
se nada,  el  ferro-carril  lleva  los  frutos  del  mar,  pero  en  un  estado  que  rara  vez 
pueden  ser  comidos,  originando  en  muchos  casos  mas  pérdidas  que  ganancias  y 
aun  cuando  resulten  solo  éstas,  son  tan  reducidas  que  no  alcanzan  á servir  de  es- 
tímulo en  manera  alguna.  Todo  lo  pescan  todos,  la  red  saca  revueltos  los  peces 
grandes  y chicos  que  aquellos  no  se  comieron:  los  copos  dejan  sobre  la  arena  los 
pescados  finos  y bastos,  y los  pescadores  lo  venden  todo  sin  hacer  separaciones, 
porque  saben  que  los  mismos  que  un  dia  comen  merluza,  al  siguiente  toman  sollo 
ó calamares. 

Ignoramos  si  por  esta  decadencia  ó porque  en  ello  influyen  las  condiciones  de 
cada  región,  es  lo  cierto  que  el  pescador  de  cada  una  tiene  ley,  usos  y costum- 
bres que  los  personifican  y particularizan;  que  los  distinguen  á los  unos  de  los 
otros.  El  pescador  de  nuestra  costa  cantábrica  no  se  parece  en  modo  alguno  al 
que  ejerce  su  oficio  en  las  aguas  que  bañan  las  de  la  industriosa  Cataluña,  ni  el 
de  esta  parte  se  asemeja  al  de  las  costas  andaluzas,  que  es  el  tipo  que  nos  propo- 
nemos describir. 

Puede  parecer  largo  y difuso  el  preámbulo  de  nuestro  estudio,  pero  creemos 
que  no  importe  á nuestros  lectores;  era  casi  necesario  y sobre  todo  tenemos  la  se- 
guridad de  que  nos  lo  dispensarán. 

Entrando  de  lleno  en  nuestro  asunto,  nos  parece  razonable  para  la  mejor  inte- 
ligencia distinguir  el  pescador  que  pesca,  del  que  vende;  pues  no  todos  hacen  lo 
mismo  á pesar  de  que  ámbos  reciben  el  mismo  calificativo.  Por  supuesto  que  ya 
nuestros  amables  lectores  habrán  comprendido  que  hacemos  una  exclusión  total  y 


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absoluta  del  pescador  de  caña:  éste  en  todas  partes  es  lo  mismo  y tiene  idéntico 
carácter,  mas  que  pescador  merece  el  título  de  aficionado  á la  pesca  que  puede  ser 
sastre,  barbero,  zapatero  ó cualquier  cosa,  basta  facultativo,  pero  siempre  hom- 
bre de  muchísima  calma  que  corre  gran  riesgo  al  casarse,  pues  con  su  afición 
manifiesta  gran  cachaza  y paciencia  para  todo,  aprovechando  cuantos  ratos  le  de- 
jan libres  sus  ocupaciones  principales,  coge  su  larga  caña  que  cimbra  al  cargarla 
al  hombro  y una  pequeña  cesta  donde  á mas  de  algunas  provisiones  con  que  to- 
mar un  bocado,  lleva  cebo  con  que  engañar  á los  incautos  pececillos,  aunque  mu- 
chas veces  el  tipo  que  nos  ocupa,  deberá  pensar  que  en  el  fondo  del  mar  tengan 
también  colegios  donde  ilustrarle  los  pescados,  pues  pocos  son  los  que  acuden  á 
picar  la  comida  que  envuelve  el  criminal  anzuelo.  Esto  es  que  nuestro  tipo  des- 
pués de  tomar  posiciones,  casi  siempre  en  elevada  peña,  permanece  sentado  horas 
y horas,  fija  y atenta  la  mirada  en  el  corcho  que  sobrenada;  al  menor  movimiento 
de  arriba  Inicia  abajo  que  nota,  tira  de  la  caña  con  presteza  y se  encuentra  con 
que  el  mayor  número  de  las  veces  fueron  ilusiones  engañosas,  no  pocas  por  mas 
que  tira,  no  puede  sacar  nada:  las  corrientes  llevaron  el  anzuelo  hasta  una  piedra, 
en  la  que  se  aferró  ó fué  mordido  por  un  pez,  que  de  fuerza  mayor,  se  lo  llevará 
consigo  muriendo  al  fin  bastante  lejos  del  que  pretendió  cogerlo:  los  menos  serán 
los  que  logren  sacar  algún  insignificante  pececillo,  que  ni  aun  repetido  cien  ve- 
ces bastara  satisfacer  en  una  comida,  ni  á un  individuo  solo. 

Este  tipo  que  es  burla  y sarcasmo  de  cuantos  le  miran,  pues  muy  pocos  en 
número  llegan  á comprender  su  afición,  no  entra  en  los  límites  de  nuestro  estu- 
dio: encaminado  á prestar  al  pescador  de  verdad  al  que  por  único  oficio  tiene  el 
de  la  pesca  al  que  vive  de  ella  ya  cogiéndola,  ya  vendiéndola,  y no  al  de  toda  ó 
cualquier  parte  si  no  al  de  Málaga,  que  creemos  presente  rasgos  típicos  que  lo 
pueden  diferenciar  de  los  demás. 

En  aquel  país  el  pescador  mas  que  clase  parece  casta:  el  oficio  se  trasmite  de 
padres  á hijos,  y del  mismo  modo  que  á esta  clase  no  entra  ninguno  que  no  ten- 
ga en  ella  algún  ascendiente,  puede  darse  por  seguro  que  tampoco  ingresa  en 
ella  el  que  no  los  tenga.  Esto  que  á primera  vista  pudiera  parecer  raro  no  lo  es 
considerándolo  detenidamente.  El  que  es  zapatero  por  ejemplo,  y el  que  es  alba- 
ñil, ó carpintero  ó cerrajero,  no  llevan  nunca  sus  hijos  al  taller,  se  quedan  en  la 
casa  al  cuidado  de  la  madre  ó de  la  familia,  y de  este  modo  pueden  despertarse 
en  el  muchacho  otras  aficiones  que  le  impulsen  por  distinta  senda  de  la  que  si- 
guió el  padre,  pero  esto  no  sucede  con  el  pescador. 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Teniendo  que  desempeñar  su  oficio  en  el  mar,  vive  junio  á él  casi  siempre  en 
la  playa  en  la  modesta  barraca  donde  guarda  sus  útiles  y enseres:  allí  le  acom- 
paña su  mujer,  allí  nacen  sus  hijos  y desde  sus  mas  tiernos  dias  acostumbran 
á dormirse  arrullados  por  el  batir  de  las  olas.  Cuando  crecen  aun  sin  poderse  te- 
ner en  pié  se  arrastran  basta  la  playa  y juegan  con  la  arena,  se  entretienen  en 
buscar  las  pintadas  conchas  y los  retorcidos  caracoles;  mayores  ya,  avanzan  hasta 
la  orilla  y se  divierten  en  aguardar  la  ola  que  muchas  veces  los  alcanza  y les  ba- 
ña los  piés,  y de  esta  manera  poco  á poco  se  van  acostumbrando  y mas  su  interés 
acrece  apénas  se  aviva  su  deseo,  teniendo  constantemente  ante  la  vista  á sus  pa- 
dres aun  á lo  que  sin  fuerzas  para  ello  les  quieren  ayudar. 

Naturalmente  resulta  de  esto  que  apénas  puede  dedicarse  al  oficio  se  dedica; 
mas,  como  para  esto  son  necesarias  fuerzas  que  aun  no  se  tienen  en  los  años  ju- 
veniles, comienzan  por  lo  que  puede  llamarse  primer  paso  en  la  carrera  y aprende 
ú hacer  redes  á componer  los  deterioros  que  en  las  que  sirven  causan  los  arrecifes 
del  fondo  de  los  mares  ó los  peces  que  nacen  con  defensa  natural  para  librarse  de 
la  traba  que  aquel  tejido  de  cuerdas  le  opone.  Sentado  en  la  playa,  resguardado 
del  sol  cuando  abrasa,  por  una  estera  vieja  que  sujeta  á dos  cañas,  que  el  mas 
ligero  soplo  de  aire  mueve,  pasa  las  horas  entregado  á su  monótona  tarea,  mien- 
tras entre  dientes  murmura  el  triste  cantar  en  cualquiera  de  aquellos  aires  que 
claramente  revelan,  que  los  árabes  dominaron  allí  por  largo  tiempo  y que  suave- 
mente le  acompaña  el  ruido  del  agua  que  lame  perezosa  las  arenas  de  la  orilla. 
Casi  sin  cambiar  de  posición  duerme  la  siesta,  y el  sol  y el  aire  curten  su  rostro, 
lo  ponen  atezado  y le  hacen  adquirir  un  tinte  muy  particular,  parecido  muy  se- 
mejante al  de  los  egipcios  que  pasan  la  vida  en  las  orillas  del  Nilo. 

Sus  juegos  son  las  ocupaciones  que  en  pasados  tiempos  se  recomendaban  y 

aun  se  exigian  para  conseguir  el  desarrollo  físico;  el  salto,  la  carrera,  la  lucha;  y 

con  efecto  ellos  también  se  desarrollan,  consiguiendo  una  musculatura  de  acero 

y unos  nervios  vibrantes  que  envidiarían  atletas  del  ponderado  circo:  adquieren, 

mediante  ellos,  fuerzas  y agilidad,  y mas  acrece  con  el  tirar  de  las  cuerdas  que 

arrastran  la  pesada  red  en  que  vienen  los  cautivos  que  servirán  para  su  fortuna 

v alimento. 

«/ 

Su  traje  es  ligero  hasta  tal  punto  que  no  puede  serlo  mas:  un  calzón  de  tela 
azul  y una  camiseta  de  lo  mismo  lo  componen:  en  la  cabeza  las  mas  de  las  veces 
no  llevan  nada  y si  llevan,  todo  está  reducido  á un  sombrero  de  palma  con  an- 
chas alas  ó de  castor,  pero  tan  estropeado  que  de  él  podia  creerse  como  del  oficio 


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que  pasó  de  padres  á hijos.  No  olvidarán  nunca  la  faja  de  rabioso  color,  ancha  y 
larga  con  que  se  dan  mas  de  seis  vueltas  á la  cintura  y entre  los  pliegues  de  la 
que  llevan  oculta  la  brillante  y afilada  faca,  herramienta  terrible  en  manos  de 
aquella  gente,  pues  no  es  sino  una  degeneración  de  la  mora  gumía,  espeluznante 
hoja  ya  por  la  manera  con  que  la  esgrimen  y que  reunido  todo  da  lugar  á que 
cuantos  presencian  una  riña  si  la  ven  entrar  en  el  cuerpo  de  un  infeliz,  excla- 
man : 

— ¡Dios  le  haya  perdonado! 

Lanzarse  á lo  desconocido  es  un  afan  que  seduce  á todos  los  hombres,  por  lo 
mucho  que  lo  desconocido  seduce,  y de  aquí  que  á lo  primero  que  aspira  un  pes- 
cador principiante  de  aquella  costa  es  á tripular  la  barca  que  ha  de  remontar  la 
red:  la  petición  de  esto  menudea  tanto  que  al  fin  un  dia  el  padre  se  decide  y per- 
mite que  lo  acompañe  el  hijo  de  su  alma,  en  cuyos  ojos  se  mira,  pues  por  mas 
que  parezca  brusco  y ráfio,  el  pescador  es  sensible  y aunque  á su  manera,  sabe 
amar  y ama.  El  instinto  feroz  y sanguinario  que  á veces  parece  que  le  domina 
no  depende  como  pensando  muy  á la  ligera  suponen  algunos,  de  su  falta  de  cul- 
tura ó educación  ó del  poco  trato  por  el  aislamiento  en  que  vive:  depende  mas 
que  nada  de  la  hirviente  sangre  que  circula  por  sus  venas,  caldeada  de  continuo 
por  aquel  sol  que  abrasa,  depende  de  aquellas  fogosas  pasiones  que  germinan  en 
su  seno,  y tanto  es  así  que  inmediatamente  de  cometer  un  delito,  cuando  viene 
de  realizar  uno  de  los  crímenes  mas  grandes,  luego  que  fija  su  atención  sosiega 
y considera  lo  que  acaba  de  hacer;  llora,  se  arrepiente  y se  deja  llevar  como  un 
niño.  Muchas  veces  hemos  visto  maniatados  caminando  para  la  cárcel  á hombres 
de  esta  clase,  que  nunca  en  su  larga  vida  liabian  dado  lugar  ni  al  mas  ligero  de 
los  escándalos,  y que  sin  embargo,  en  un  momento  de  obcecación  ó de  arrebato 
se  han  ido  á fondo  dando  muerte  tal  vez  al  mejor  de  sus  amigos,  al  hombre  con 
quien  nunca  se  hubiera  podido  suponer  que  tuviera  una  riña.  Y aquel  hombre 
que  en  su  furia  habia  matado  á un  semejante,  aquel  hombre,  que  en  la  ocasión 
aquella  tuvo  en  jaque  á una  y aun  á dos  parejas  de  agentes  de  la  autoridad: 
cuando  vuelve  á la  razón,  cuando  pasa  aquel  acceso  de  furor  que  le  dominó  un 
instante,  se  deja  prender  y conducir  como  un  niño,  sin  hacer  la  menor  resisten- 
cia, y va  luego  sumiso  y contrito  á purgar  su  falta,  estando  diez  años  en  un  pre- 
sidio del  que  saldrá  pervertido,  incapaz  para  continuar  en  su  oficio  y dispuesto 
á perseverar  en  la  senda  de  la  infamia  y del  crimen. 

Pero  abandonemos  esta  larga  y confusa  digresión  y volvamos  á nuestro  asun- 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


to,  esto  es,  sigamos  ocupándonos  de  nuestro  tipo  á quien  sus  aficiones  engendra- 
das y alimentadas  por  lo  que  constantemente  vé,  llevan  á conseguir  que  un  dia  se 
acceda  á su  petición:  toma  parte  en  todos  los  necesarios  preparativos,  repasa  las 
redes  y las  boyas,  se  hace  cargo  de  los  plomos  y las  cuerdas  y una  vez  hecho 
esto  con  el  calzado  levantado  hasta  mas  arriba  de  la  rodilla,  el  pecho  al  aire  y la 
cabeza  descubierta,  apoya  sus  espaldas  como  todos  los  demás  á las  bandas  de  la 
barca  y de  un  lado  y de  otro  la  impelen  dulcemente  Inicia  la  orilla  sosteniéndola 
basta  que  las  ondas  la  hacen  flotar.  Una  vez  conseguido  esto  trepan  hasta  ella, 
empuñan  los  remos  con  vigorosa  mano,  y abren,  gracias  á su  esfuerzo  profundo, 
surco  en  las  aguas  por  donde  la  barcaza  se  desliza  meciéndose. 

Avanzan  sin  descansar:  aquellos  hombres  parecen  de  acero:  parece  que  no 
experimentan  ni  la  mas  ligera  ténue  fatiga,  y de  este  modo  siguen  y siguen  has- 
ta encontrarse  fuera  del  puerto;  mas  allá,  pero  bastante  del  espacio  en  que  por 
celebrarse  las  faenas  propias  de  los  muelles  está  libre  de  pescado:  mas  cuando  lle- 
gan al  sitio  en  que  estos  abundan;  cuando  se  encuentran  allí  de  donde  nada  pue- 
de ahuyentarlos,  entonces  hacen  alto,  varan  y arreglan  la  red  de  tan  hábil  ma- 
nera, que  queda  extendida  en  el  fondo  del  mar  y sujeta  por  las  cuatro  puntas  á 
cuerdas  que  se  sostienen  en  la  barca. 

A ellas  se  sujetan  las  boyas  que  sirven  para  indicar  la  dirección  que  traen,  y 
una  vez  hecho  esto  la  barca  emprende  el  retorno  hácia  la  orilla,  trayendo  consi- 
go los  cabos  á que  están  sujetos  ya  no  pocos  peces. 

La  satisfacción  y la  alegría  mas  grande  se  refleja  en  el  semblante  de  todos. 
Al  verlos  venir  de  aquella  manera  cualquiera  podria  pensar  que  eran  náufragos 
á quienes  la  tempestad  deshiciera  en  alta  mar  y que  asidos  fuertemente  á débil 
embarcación  logran  á costa  de  afanes  considerables  y terribles  fatigas  dominar 
las  olas  y arribar  á la  hospitalaria  playa  donde  les  aguarda  la  salvación. 

Siempre  que  el  hombre  abriga  alguna  esperanza,  jmocede  del  mismo  modo  y 
al  volver  el  pescador  a la  orilla  dejando  echadas  sus  redes,  confia  en  que  mediante 
el  trabajo  que  le  falta  realizar  se  verán  colmados  sus  deseos,  que  la  pesca  será 
abundante  y con  sus  productos  podrá  atender  á la  satisfacción  de  sus  necesidades 
y dar  pan  á sus  hijuelos  que  ansiosos  le  esperan  en  la  playa.  Así  es,  que  avanza 
impaciente  sin  tomar  reposo,  sin  abandonar  el  remo  un  solo  instante  y boga  y bo- 
ga hasta  que  la  quilla  de  su  ligera  embarcación  encalla  en  la  menuda  arena. 
Allí  le  aguardan  ya  sus  buenos  compañeros,  que  cogen  las  puntas  de  las  cuerdas  á 
que  quedara  la  red  afianzada  y se  organizan  para  tirar  de  ellas  á una  voz,  en  tan- 


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587 


to  que  los  tripulantes  procuran  varar  la  embarcación.  Una  vez  terminado  esto,  se 
abren  en  dos  filas  que  cada  vez  van  estrechando  mas,  tirando  cada  una  de  dos 
cuerdas. 

Larga  y penosa  es  la  faena,  mas  al  fin  se  divisa  la  última  boya;  al  fin  cada 
vez  sienten  mas  fuerte  el  peso  y á juzgar  por  él,  aquel  dia  será  grande  la  ganan- 
cia: la  red  debe  venir  repleta  y en  efecto  no  se  lian  engañado.  Poco  tiempo  des- 
pués asoman  los  cabos  terminales,  un  momento  mas  y la  presa  estará  ya  sobre  la 
arena.  En  derredor  del  sitio  se  aglomera  mucha  gente,  que  pasa  el  rato  distraida 
contemplando  la  faena  y holgándose  con  los  dichos  y ocurrencias  de  aquella  gen- 
te que  siempre,  como  se  dice  y es  verdad,  están  de  broma. 

Cuando  sale  el  copo  comienza  el  vocerío  y se  constituye  entonces  un  espectá- 
lo  de  los  mas  animados  que  suelen  verse,  los  pescados  colean  y saltan  revueltos 
los  grandes  con  los  chicos,  los  finos  con  los  bastos;  alrededor  de  la  red  se  agolpan 
los  curiosos  y con  ellos  los  compradores  que  han  de  revender  luego  la  mercancía 
por  las  calles  de  la  población;  mas  antes  de  hacer  parte  ninguna  el  capataz  del 
copo  con  una  vez  que  rara  vez  se  engaña,  procura  calcular  lo  que  ha  salido,  lo 
reduce  á un  peso,  da  á éste  un  precio  y comienza  luego  la  separación  necesaria: 
aquí  se  amontona  la  rica  y fina  pescada:  allí  el  pintado  salmonete,  mas  allá  el 
blando  calamar,  en  otro  lado  los  pescados  mayores,  quedando  al  fin  separados  los 
peces  chicos,  entre  los  que  tanto  abundan  en  aquella  costa  el  sábalo,  boquerón, 
las  sardinas  y el  pirel. 

Comienza  la  venta  de  la  que  se  encarga  el  patrón,  y en  tanto  los  jabegeros 
tendidos  aquí  y acullá  en  la  arena,  fuman  un  cigarro  con  la  mayor  indiferencia  sin 
preocuparse  de  nada  y sin  que  nada  les  pueda  molestar,  quedándose  dormidos  el 
mayor  número  de  las  veces  hasta  que  le  vienen  á despertar  para  partir  las  ganan- 
cias conseguidas.  Se  despereza  entonces,  procura  sacudir  el  sueño  y va  con  sus 
compañeras  á sentarse  alrededor  del  pintado  pañuelo  donde  tiene  el  jefe  amonto- 
nado el  dinero.  Sacan  en  primer  lugar  lo  que  todos  dejan  para  la  red  y la  barca, 
el  aumento  que  recibe  el  capataz  y lo  demás  lo  parten  como  buenos  hermanos, 
recogiendo  cada  cual  su  parte  y retirándose  luego. 

Antes  de  llegar  á la  casa,  aquel  hombre  que  ha  estado  trabajando  desde  el 
alba  en  que  comenzó  su  tarea  hasta  las  cuatro  de  la  tarde,  en  que  la  dejó  termi- 
nada, irá  á la  taberna  á tomar  una  copa  y á contar  algún  sucedido,  como  él  dice, 
pero  de  los  que  no  pasaron  nunca,  porque  el  pescador,  lo  mismo  que  el  cazador, 
es  exagerado  y embustero,  No  será  raro  que  halléis,  quien  de  entre  ellos  os  sos- 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


tendrá  que  casi  junto  á la  playa,  allí  en  el  apacible  y tranquilo  Mediterráneo  lia 

visto  ballenas  mas  grandes  que  un  navio  de  tres  puentes  ó tiburones  en  manadas, 

al  oir  esto,  se  levantará  en  algunos  el  deseo  de  improvisar  y apoyará  lo  que  su 

compadre  dijo,,  no  porque  lo  crea  cierto  si  no  porque  le  servirá  para  contar  mil 

proezas  y aventuras  como  las  de  que  sostuvo  una  lucha  con  un  tiburón,  y le  dio 

muerte  con  su  faca  ó que,  perseguido  y acosado  por  un  lobo  marino  lo  dejó  atrás 

á fuerza  de  remos.  Cuanto  mas  beben  mas  charlan  y mas  mienten,  no  siendo  raro 

«/ 

que  entre  ellos  surja  algún  altercado  que  indudablemente  llegarla  á tener  fatales 
consecuencias;  pero  nunca  falta  quien  medie,  nunca  falta  quien  proponga  una 
amistosa  avenencia  que  no  deja  jamás  de  realizarse,  porque  al  fin  y al  cabo  son 
buenos  y la  culpa  de  todo  la  tiene  el  picaro  vino  de  Andalucía,  que  tiene  mucho 
cuerpo  y se  sube  enseguida  á la  cabeza. 

Después  de  pasar  alegre  el  rato  nuestro  pescador  se  irá  á su  casa,  cenará  tran- 
quilo con  su  mujer  y sus  hijos,  y dormirá  hasta  el  dia  siguiente  en  que  se  irá  de 
nuevo  á la  playa  á desempeñar  la  cotidiana  tarea.  Este  es  el  tipo  en  tanto  se  en- 
tienda por  pescador  al  que  pesca,  mas  como  también  se  da  el  mismo  nombre  al 
(pie  vende  el  pescado  y presenta  un  tipo  característico,  justo  será  que  digamos 
algo  de  él,  aun  que  sea  poco. 

En  tanto  que  los  que  hemos  procurado  pintar  tiran  del  copo  los  que  esperan 
revender  lo  que  salga,  aguardan  tendidos  en  la  arena:  una  vez  fuera  la  jábega 
cada  cual  según  sus  fondos,  compra  aquello  que  cree,  debey  puede  tener  mas  sa- 
lida según  también  los  barrios  en  que  es  conocido;  los  que  discurren  por  las  ca- 
lles del  centro  de  la  población  cargarán  con  los  de  mas  precio:  los  que  salgan  á 
vender  por  los  barrios  llevarán  los  boquerones  tan  nombrados,  las  sardinas  y los 
jureles,  regatearán  el  precio,  lo  escatimarán  cuanto  puedan  y una  vez  listos  em- 
prenderán el  camino  de  la  ciudad,  ajustando  sus  cuentas  de  antemano  para  saber 
á que  precio  revenderlo. 

Apénas  llegados  á las  primeras  casas  llevando  pendientes  de  los  brazos  los  re- 
dondos cenachos,  comienzan  á pregonar  de  una  manera  mas  ó menos  pintoresca 
su  mercancía  con  una  voz  que  se  oye  lo  mismo  en  las  habitaciones  altas  que  en 
los  cuartos  interiores.  Si  el  precio  es  caro  lo  omitirán  en  su  pregón  para  dar  lu- 
gar á que  salgan  á preguntárselo  y poder  entablar  un  animado  diálogo,  con  la 
criada  ó con  la  mujer  del  pueblo,  en  el  que  siempre  saldrá  ganando  pues  habrá 
vendido  ó habrá  dicho  alguna  cosa  de  las  que  son  tan  de  su  gusto.  Si  aquel  dia 
el  precio  es  bajo  por  la  abundancia  de  pesca  que  hubo,  será  lo  que  mas  recalque 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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en  su  pregón  para  animar  á cuantos  le  escuchan  y siempre  de  esta  manera  es  de 
ver  como  gritan  y se  afanan  y luchan  dándose  con  frecuencia  escenas  de  esta 
clase. 

De  una  casa  de  buena  apariencia  sale  una  criada  morena  y agraciada,  tipo  tan 
común  en  aquella  tierra,  y con  delicado  timbre  grita: 

— ¡Eh,  pescaor! 

— ¿Qué  se  ofrece? — responde  nuestro  tipo  sin  volver  mas  que  la  cabeza  y de- 
jando que  en  los  brazos  se  columpien  los  cenachos. 

— ¿A  cómo  van  los  besugos? 

— Los  besugos  no  van,  ¡salero!  Soy  yo  quien  los  lleva. 

— ¡Bueno  hombre!  ¿Y  á cómo  los  lleva  usted? 

— ¿Pues  no  lo  ha  oido? 

— Yo,  no. 

-—Pues  se  lo  voy  á decir  otra  vez. 

Aquí  nuestro  hombre,  que  está  convencido  de  que  pregona  bien  y de  que  tie- 
ne una  voz  con  la  que  educado  seria  un  gran  barítono,  lanza  al  aire  su  pregón  lo 
mas  recortado  y floreado  que  puede,  y mira  luego  con  aire  picaresco  á la  criada, 
que  le  escucha  embobada,  diciéndola: 

— ¿Lo  ha  oido  usted  ya? 

— Sí,  pero  á tres  reales  son  muy  caros. 

— Pus  mas  caro  es  el  jamón. 

— ¿Quiére  usted  á dos  reales  por  ellos? 

— Mas  me  costaron  á mí. 

— Pues  yo  no  los  pago  á tanto. 

— Entonces  lo  dejaremos  para  otro  día. 

— ¡Adiós! — le  dice  la  criada. 

El  pescador  sigue  su  camino,  mas  no  se  ha  separado  dos  pasos  del  sitio  en  que 
estuvo,  cuando  se  vuelve  y grita: 

— Oiga  usted,  mi  alma,  ¿lo  quiere  regalado? 

— No,  señor, — contesta  la  otra  haciendo  un  gesto, — porque  todavía  tengo  yo 
dinero  para  pagarlo. 

— ¿Pues  á como  lo  paga  lo  último? 

— A dos  reales  y medio. 

El  pescador  titubea  un  inomento,  y al  fin,  dejando  los  cenachos  en  el  suelo, 
dice: 


tomo  i. 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


— Llévelos  usté,  salero,  no  quiero  que  vaya  disgustada. 

Estas  escenas  se  repiten,  y aun  se  prolongan  mas,  cambiándose  entre  vende- 
dor y comprador  chistes  y dichos  picantes,  oportunos  unos,  pero  otros  tan  subi- 
dos de  color,  que  liarían  enrojecer  á un  guardia  civil. 

A medida  que  el  dia  avanza  van  bajando  los  precios,  pues  en  climas  tan  cá- 
lido como  aquel,  los  infelices,  aunque  pierdan,  tienen  que  venderlo  todo  en  el  dia 
para  no  perder  mas.  Esto  les  obliga  también  á andar  sin  descanso,  así  es  que  no 
bien  han  despachado  vánse  á su  casa,  separan  las  ganancias  que  consiguieron, 
apartan  lo  que  al  dia  siguiente  emplean  en  la  compra  y se  duermen  como  unos 
benditos. 


por  I).  Federico  Villabriele  y Marta. 


I 


os  hallamos  en  la  calle  de  Segó  vía  hacia  su  último  extremo 
cerca  del  puente  que  lleva  también  por  nombre  el  de  la  an- 
tiquísima ciudad  del  alcázar.  Las  viviendas  que  por  allí 
PIP  abundan,  exceptuando  alguna  que  otra  recientemente  edi— 
v tienda,  pertenecen  en  su  mayor  número  á la  época  anterior  á 
Felipe  II,  muchas  de  ellas  puede  decirse  que  están  en  carácter:  son 
casas  que  estarian  bien  en  villas  donde  no  haya  ni  agricultura,  ni 
industria,  ni  comercio;  solo  quedan  mal  miradas  desde  el  momento 
en  que  en  Madrid  se  encuentra  la  córte,  única  fuente  de  riqueza  de 
la  populosa  capital  de  las  Españas. 

La  remota  época  en  que  tales  casas  fueron  construidas  lo  ates- 
ligua  mas  que  su  aspecto  feo  y sucio,  mas  que  las  grietas  que  hienden  las  facha- 
das, mas  que  las  raras  formas  de  los  hierros  de  sus  rejas  y balcones,  lo  elevado  de 
sus  techos  y lo  amplio  de  sus  habitaciones. 

En  nuestro  tiempo  cuando  se  levanta  una  finca  hay  gran  cuidado  de  que 
quede  bonita:  las  condiciones  de  solidez,  comodidad  é higiene  se  posponen  de 
todo  punto.  Casas  conocemos  que  á los  dos  años  de  haber  sido  terminadas  tuvie- 


«II  « 

Jiiia 
Jé 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


ron  que  denunciarse  y casi  todas  las  edificadas  en  determinadas  zonas  mas  que 
viviendas  para  personas,  parecen  palomares.  Eso  sí:  es  muy  grande  el  cuidado 
que  se  tiene  de  que  el  portal  quede  con  lujoso  aspecto,  que  los  adornos  sean  de 
mucha  vista,  que  la  escalera  sea  cómoda  y alfombrada  en  muchos  casos:  que  todas 
las  puertas  estén  perfectamente  pintadas  y barnizadas,  que  en  ninguna  pieza  falte 
chimenea  aunque  la  que  mas  tenga  dos  varas  ó tres  en  cuadro,  y así  sucesiva- 
mente hasta  lograr  que  sea  aquello  una  vivienda  de  muñecas. 

Nuestros  antepasados  por  el  contrario  comprendian  perfectamente,  que  en  las 
casas  habían  de  vivir  personas  y á este  fin  las  hacían  como  deben  ser.  Verdad  es 
que  las  fachadas  no  tenían  nada  de  bello,  que  eran  destartaladas  si  se  quiere,  que 
los  portales  eran  largos  y estrechos  sobre  ser  sucios,  que  las  escaleras  por  ser  tan 
malas,  solo  pueden  ser  comparadas  en  nuestro  tiempo  con  las  que  conducen  á la 
horca,  que  en  punto  á pintura  y decorado  de  las  habitaciones,  se  advertía  solo  un 
rudimentario  estado  de  las  artes  y que  dentro  se  echaban  de  menos  muchas  de  las 
comodidades  que  nos  ha  aportado  la  civilización  moderna. 

A todo  esto,  como  en  el  mundo  nunca  puede  ser  echada  de  menos  la  justa  ley 
de  las  compensaciones,  puede  oponerse  que  las  salas  y alcobas  eran  amplias  y de 
elevados  techos,  que  en  ellas  no  se  ahogaban  los  moradores  como  hoy  que  en 
abriendo  los  brazos  por  cualquier  parte  tocan  á las  paredes,  y mas  que  nada  que 
el  precio  de  los  inquilinatos  no  era  tan  exhorbitante  como  hoy,  de  que  al  ¡jaso  que 
vamos,  llegará  un  dia  en  el  que  los  pobres  de  la  clase  media  tendrán  que  vivir  al 
raso,  dado  que  debajo  de  los  puentes  que  cruzan  al  caudaloso  Manzanares,  no  son 
muchas  las  personas  que  se  pueden  albergar. 

En  una  de  estas  casas  antiguas,  situadas  como  liemos  dicho  en  el  último  ter- 
cio de  la  calle  de  Segovia,  de  estrecho,  sucio  y oscuro  portal  que  claramente  pre- 
sentaba indicios  de  no  haber  sido  barrido  nunca  ó al  menos  desde  hacia  muchos 
años,  nos  vemos  obligados  á hacer  entrar  á nuestros  lectores. 

El  antiguo  rótulo  de  nadie  pase  sin  hablar  al  'portero,  que  tanto  en  Madrid  lla- 
maba la  atención,  no  podía  haber  sido  verdad  en  aquella  casa;  no  se  advertía  allí 
nada  que  pudiera  indicar  que  en  cualquier  época  había  portería,  nada  que  reve- 
lara á ese  sér  que  se  preocupa  de  todo  menos  de  aquello  que  real  y positivamente 
le  importa;  nada,  en  fin,  que  pudiera  atestiguar  la  existencia  de  ese  cancerbero 
que  estorba  mas  que  sirve. 

El  que  allí  llegaba  buscando  á cualquier  persona,  tenia  que  recorrer  uno  por 
uno  todos  los  cuartos,  hasta  hallar  á quien  deseaba;  mas,  llevamos  nosotros  la  ven- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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taja  de  saber  de  antemano  á donde  nos  dirigimos,  razón  por  la  que  después  de 
atravesar  el  mencionado  portal,  dejando  atrás  lo  que  solo  por  sarcasmo  puede  lla- 
marse escalera  principal,  penetramos  en  un  patio  á cuyo  fondo  jamás  llega  el  sol  y 
la  luz  muy  raramente,  á causa  de  las  paredes  que  lo  limitan.  En  el  fondo  de  él, 
que  apenas  caen  cuatro  gotas  queda  convertido  en  un  muladar,  hay  una  desvenci- 
jada escalera  para  subir  por  la  cual  hace  falta  sumo  cuidado  ó gran  práctica,  pues 
mas  parece  trampa  dispuesta  para  que  cualquiera  cristiano  se  rompa  al  alma,  que 
ascensor  á las  habitaciones  interiores  de  aquel  tugurio. 

Al  ñn  después  de  pensarlo,  que  bien  vale  la  pena,  llegamos  á una  puerta  su- 
cia y desvencijada,  y después  de  franquearla  nos  encontramos  en  una  espaciosa 
antesala  en  la  que  se  ven  dos  entradas  que  dan  á otras  tantas  habitaciones  des- 
manteladas ambas  y ambas  iluminadas  por  la  luz  de  dos  vetustos  candiles  cual- 
quiera de  los  que  podría  hacerle  creer  á un  inglés  raro  y estrambótico,  que  Labia 
servido  á Diógenes  para  buscar  al  hombre  que  deseaba. 

Como  nuestro  principal  objeto  es  ver  lo  que  allí  pasa,  permaneceremos  en  es- 
pera: la  puerta  ha  quedado  abierta  y poco  después  que  nosotros  entra  un  anciano 
tullido  y maltratado  que  se  apoya  en  dos  muletas  sin  las  que  al  parecer  le  seria 
imposible  dar  un  paso,  dado  el  considerable  traque  con  que,  hasta  con  ellas,  le 
cuesta  hacerlo.  Sin  embargo,  apénas  entra,  las  deja  en  un  rincón,  se  retira  como 
quien  lia  estado  en  cama  mucho  tiempo  y con  sin  igual  soltura  sacude  las  piernas 
y da  dos  ó tres  vueltas  por  la  habitación. 

Inmediatamente  después  y precedido  de  un  perrillo  asqueroso  y íiaco  entra 
otro  cuya  vista  solo,  mueve  á compasión:  fáltanle  ambos  ojos  y es  manco:  al  sen- 
tir que  ya  en  la  habitación  suenan  pasos  saluda  diciendo: 

— Buenas  noches  compañero. 

— ¡Hola! — contesta  el  otro, — ¿Qué  tal  ha  ido? 

— Así,  así, — y diciendo  esto  se  quita  con  gran  habilidad  unos  bien  dispues- 
tos parches  y pasándose  repetidas  veces  la  mano  por  los  ojos,  los  deja  ver  en  per- 
fecto estado:  el  defecto  de  la  mano  era  también  una  mentira. 

Después  de  amarrar  el  perrillo  al  pié  de  la  mesa  que  ocupa  el  centro  de  la  ha- 
bitación y que  nos  habíamos  olvidado  mencionar,  pregunta  á su  compañero: 

— ¿Y  cómo  tan  solo  siendo  ya  tan  tarde? 

— Como  es  sábado... 

— Habrán  querido  aprovechar  hasta  última  hora. 

— Eso,  es,  pero  me  parece  que  suenan  pasos. 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Efectivamente,  se  escuchaban  pasos  en  la  escalera  y momentos  después  se  escu- 
charon voces  que  reñían  y disputaban. 

— Ya  está  ahí  Roque, — dijo  el  que  había  entrado  primero, — y sin  duda  que 
viene  peleándose  con  la  Tola. 

— Le  habrá  hecho  alguna  mala  jugada  como  acostumbra. 

— ¡Y  para  que  es  tonto! 

— Veamos  lo  que  ha  sucedido. 

No  bien  acabada  esta  frase,  penetraron  en  la  habitación  dos  séres  repugnan- 
tes; eran  hombre  y mujer  aunque  juzgando  solo  por  su  fisonomía  hubiera  sido 
difícil  determinar  á que  género  pertenecian.  Encorvado  él  por  el  peso  de  los  años 
llevaba  sobre  los  hombros  una  capa  de  la  que  no  podía  saberse  cual  era  el  paño 
primitivo:  sin  órden  ninguno  estaba  plagada  de  remiendos,  de  tal  magnitud  algu- 
nos, que  á su  vez  tenían  otros,  cada  uno  de  su  color.  El  pantalón  y la  chaqueta  se 
encontraban  en  igual  deplorable  estado  y con  seguridad  que  un  trapero  de  los  de 
peor  condición  no  hubiera  recogido  ni  el  sombrero,  ni  la  desgarrada  camisa  que 
llevaba  tan  negra  ya,  que  debía  hacer  mas  de  un  año  que  no  se  mudaba. 

Ella  era  aun  mas  repugnante  si  se  quiere:  sus  vestidos  eran  andrajos,  sus  pe- 
los desgreñados  aparecían  en  mechones  por  debajo  del  sucio  pañuelo  que  cubría 
su  cabeza:  sobre  los  hombros  y á guisa  de  mantón  ó chal  llevaba  un  pedazo  de 
portier , pero  portier  que  en  sus  buenos  tiempos,  hacia  muchos  años  ya,  dehia  de 
servir  en  alguna  buñolería  ó bodegón,  ¡mes  no  de  otra  manera  se  explican  las 
grandes  manchas  de  aceite  y grasa  que  lo  sembraban. 

Efectivamente  y como  desde  luego  indicaban  las  veces  venían  regañando:  la 
cuestión  subía  de  tono  cuando  aparecieron  en  la  sala;  en  cuyo  punto,  recobrando 
una  agilidad  que  fingían  no  tener,  recobraron  nuevos  brios  de  tal  manera  que  los 
que  ya  estaban  allí  tuvieron  que  mediar  para  que  no  llegaran  á las  manos. 

— Esta  es  una  mala  vieja, — dijo  el  tio  Roque, — á la  que  voy  á romper  un 
hueso. 

— Eso  seria  un  pueblo, — contestó  la  señalada  haciendo  un  gesto  horrible. 

— Pues  pueblo  ó no,  ahora  lo  vas  á ver. 

Diciendo  esto  el  furioso  Roque  enarboló  el  palo  y seguramente  su  amenaza  hu- 
biera tenido  perfecto  cumplimiento,  á no  interponerse  de  nuevo  los  circunstantes. 

— Vamos  á ver, — dijo  uno  de  ellos. — ¿Qué  es  lo  que  ha  pasado? 

— Ha  pasado  que  esta  infame  quiere  aprovecharse  de  todo  lo  que  uno  hace, — 
contestó  el  tio  Roque. 


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— ¡Mientes! — replicó  la  Tola. 

— ¡Digo  mas  verdad  que  tú,  mala  vieja! 

Uno  de  los  que  en  aquella  ocasión  se  hallaban  representando  el  papel  de  juez, 
se  interpuso  comprendiendo  sin  duda  que  se  debia  mas  respeto  al  papel  que  se 
abrogaba,  y dijo  dándose  importancia: 

— Que  hable  primero  uno  y luego  otro,  así  podremos  entendernos  y ver  quién 
tiene  la  razón. 

— Eso  es  lo  mejor, — dijo  la  Tola,  y como  se  dispusiera  á emprender  el  relato 
de  la  cuestión  aquella,  la  interrumpió  su  contrincante  diciéndola: 

— ¡Calla  víbora! — lo  contaré  yo. 

— ¿Y  por  qué  has  de  ser  tú? 

— Porque  no  trataré  de  engañar  á nadie. 

— Pues  si  á engañar  vamos,  eso  es  lo  que  has  hecho  en  toda  tu  vida, — dijo 
la  Tola  haciendo  una  mueca. 

— Lo  habré  aprendido  de  tí. 

— O del  demonio  con  quien  debes  tener  pacto. 

— Es  que  el  demonio  en  persona  eres  tú. 

— ¡Ojalá!  Para  que  ahora  mismo  pudiera  llevarte  al  infierno. 

Viendo  que  aquello  se  ponia  de  modo  que  no  se  iba  á concluir  nunca,  el  que 
primeramente  entrara  en  la  estancia,  aquel  que  llegó  fingiéndose  cojo  y que  luego 
que  nadie  le  veia  tiró  con  sin  igual  desenfado  las  muletas,  puso  orden  de  nuevo, 
procuró  avenir  á los  contendientes  y quedó  acordado  que  el  tio  Roque,  por  cuanto 
era  mas  viejo,  debia  ser  el  que  primero  hablara. 

Con  efecto,  el  aludido  comenzó  á referir  la  causa  original  del  disgusto  que 
tanto  habia  dado  que  hablar,  y que  en  suma  no  era  otra  que  hallándose  á la  puerta 
de  una  iglesia  la  tia  Tola  habia  llamado  mas  la  atención  de  una  señora  que,  cre- 
yéndola sin  duda  mas  necesitada,  le  dió  dos  reales,  sin  dar  nada  al  tio  Roque. 
Queria  este  una  parte  de  la  aristocrática  limosna  y negábase  aquella  con  toda  su 
alma,  sosteniendo  que  nada  dijo  la  caritativa  señora,  pero  alegaba  el  narrador  que 
esa  costumbre  hacia  mucho  tiempo  que  estaba  establecida  entre  ellos,  y que  él 
mismo,  en  mas  de  una  ocasión,  habia  dado  á su  compañera  parte  de  lo  que  él  ha- 
bia recogido. 

— ¡Mientes! — exclamó  con  furia  la  aludida. 

El  tio  Roque  dió  un  paso  atrás,  y con  voz  en  la  que  se  advertía  el  despecho  y 
la  rabia  que  le  dominaba,  dijo: 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


596 

— ¿Con  qué  no  te  he  dado  yo  parte? 

— ¡ Nunca ! 

— ¿Te  atreves  ó decir  eso  cuando  aquí  mismo,  delante  de  esos  amigos  lo  he 
hecho  no  hace  muchos  dias? 

— ¡Es  cierto,  es  cierto! — dijeron  los  que  allí  estaban. 

— Pero  eso  lo  hizo. — contestó  la  Tola  desesperada, — porque  se  lo  dijeron. 

— ¿Quién  me  lo  dijo? 

— El  caballero  que  te  dio  la  peseta. 

—¡A  mí! 

— Sí,  á tí;  porque  al  dártela  te  dijo  para  los  dos. 

— Pero  tú  no  lo  oiste. 

— ¡ Sí  que  lo  oí ! 

— Vamos  á ver, — dijo  el  fingido  cojo, — es  una  lástima  que  por  una  cosa  que 
no  vale  la  pena  vayan  á disgustarse  dos  buenos  amigos,  que  tanto  tiempo  hace 
viven  con  nosotros  en  buena  armonía.  Para  que  esto  se  acabe  creo  que  lo  mejor 
será  que  la  tia  Tola  le  dé  un  real  al  tio  Roque. 

— ¡Eso  es,  no  faltaba  mas!  ¿Por  qué  se  lo  he  de  dar? ¿No  es  á mí  sola  á quien 
se  los  han  dado? 

— Bueno, — dijo  el  amigable  componedor,  pero  otras  veces  él  ha  hecho  lo  mis- 
mo contigo  y lo  seguirá  haciendo. 

— Siempre  ha  de  ser  una  la  que  pierda. 

— Otra  vez  ganarás,  mujer. 

— Bueno, — añadió  la  Tola, — no  quiero  que  nunca  se  diga  que  por  causa  mia 
ha  habido  un  disgusto.  Tome  el  tio  Roque  su  real. 

El  interesado  alargó  presuroso  la  mano  y cogió  las  monedas  que  tan  de  mala 
gana  le  daba  su  compañera  y que  ésta  liabia  sacado  de  un  mugriento  bolsillo  que 
llevaba  oculto  en  el  pecho. 

XI 

En  tanto  que  con  gran  trabajo  se  liabia  logrado  poner  término  á la  cuestión 
aquella,  fueron  llegando  otros  cuantos  personajes,  hasta  formar  un  número  de 
veinte  ó veinte  y cinco,  todos  de  igual  ó parecida  catadura,  tuertos,  mancos,  tu- 
llidos, ciegos,  mudos,  sordos,  ó bien  dejando  ver  asquerosas  llagas  ó deformida- 
bles repugnantes,  pero  que  apénas  entraban  sufrían  una  completa  metamorfosis, 
y quedaban  tan  ágiles  y listos  como  el  que  más, 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


597 


Nuestros  lectores  habrán  adivinado  ciertamente  lo  que  era  aquello;  ni  mas  ni 
menos  que  una  sociedad  de  mendigos,  do  pordioseros  de  esos  que  constantemente 
á todas  horas  y en  todas  partes,  os  persiguen  con  su  constante  lloriqueo  para  que 
les  deis  con  que  ayudar  á mitigar  sus  desgracias. 

Hemos  dicho  que  era  aquello  una  sociedad,  pero  nos  vemos  obligados  á acla- 
rar este  vocablo.  No  se  entienda  que  habia  allí  reglamentos  ni  estatutos  que  re- 
gularizaran los  fines  de  los  asociados. 

Aquello  era  puramente  una  casa  como  hay  varias  en  la  que,  llegada  la  noche, 
acudian  á refugiarse  los  que  viven  durante  el  dia  explotando  la  caridad  pública: 
aquello  era,  propiamente  hablando,  un  cuartel  y en  su  extenso  dormitorio,  re- 
vueltos los  hombres  con  las  mujeres,  pasaban  el  rato  que  media  de  sol  á sol,  pues 
con  él  se  levantaban  para  dedicarse  de  nuevo  á su  lucrativa  industria. 

Tugurios  insalubres  -albergan  á lo  mas  malo  y corrompido  de  la  sociedad  y 
con  la  de  muchos  que  allí  se  asilan,  podrían  hacerse  no  pocas  historias  de  críme- 
nes. Nuestra  aseveración  podría  parecer  exagerada,  por  lo  que  será  bueno  que 
hagamos  el  detalle  de  la  clase  en  que  nos  hemos  fijado  para  hacer  este  trabajo. 

Cuando  real  y efectivamente  el  mendigo  fuera  un  sér  desgraciado;  cuando 
real  y efectivamente  la  desgracia  de  un  hombre  fuera  tan  grande  que  nada  tuvie- 
ra y sobre  esto  le  fuera  imposible  ganarlo,  solo  entonces  podríamos  admitir  que 
un  sér  procurara  vivir  con  lo  que  sacara  de  excitar  la  caridad  pública.  Mas  dia- 
riamente llegan  á conocimiento  del  público  casos  y casos  que  dan  lugar  á que  ca- 
da uno  y todos  se  retraigan,  cerrando  los  oidos  á tanta  lastimera  histórica  con  las 
que  nos  atolondran  en  medio  de  la  calle. 

Ni  nuestra  intención,  ni  nuestro  ánimo  es  ocuparnos  en  manera  alguna  de  los 
pobres  infelices  que  se  ven  privados  absolutamente  de  todo,  que  no  tienen  para 
vivir  y se  dedican  á pordiosear:  tampoco  queremos  que  ninguna  de  nuestras  cen- 
suras caigan  sobre  los  desventurados,  que  real  y positivamente  se  encuentran 
físicamente  imposibilitados  como  los  ciegos,  los  mancos  ó aquellos  que  están  in- 
vadidos por  cualquiera  de  esas  enfermedades  que  mas  que  la  compasión  excitan  la 
repugnancia.  No  los  culpamos  en  modo  alguno  á ellos  sino  á los  gobiernos  á las 
autoridades  que  los  dejan  vagar  á la  ventura,  sin  tenderles  una  mano  misericor- 
diosa. 

El  mendigo,  cualquiera  que  sea  su  clase,  cualquiera  que  sea  su  condición,  fué 
reputado  siempre  como  una  plaga  social,  y por  esta  causa  vemos  que  todas  las 
legislaciones  tomaron  sus  medidas  para  evitarla  ó al  menos  para  ponerle  coto, 

TOMO  I,  15 


508 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Cualquiera  de  los  antiguos  pueblos  en  que  nos  fijemos  podrá  servir  de  comproba- 
ción á lo  que  acabamos  de  decir.  En  Egipto  el  mendigo  era  condenado  á muerte 
r esta  medida  que  á cualquiera  puede  parecerle  un  extremado  rigor,  tiene  un 
fundamento  racional  que  lo  explica  de  una  manera  conveniente.  En  aquel  pue- 
blo rigorosísimo,  las  cosas  se  hallaban  tan  perfectamente  dispuestas  que  no  se 
comprendía  la  necesidad  de  que  uno  tuviera  que  molestar  á otro  para  procurarse 
su  subsistencia,  y si  alguno  lo  hacia,  si  la  autoridad  sorprendía  a cualquiera  que 
se  dedicara  á tal  industria,  lo  calificaba  inmediatamente  de  vago  y lo  castigaba 
severamente. 

Pero  hay  necesidad  de  buscar  una  explicación  á tan  se  veri  sima  medida,  que 
en  modo  alguno  puede  ser  aplicada  hoy:  cierto  que  en  nuestro  tiempo  se  podría 
decir  que  no  cabe  tal  extremo,  porque  repugna  y con  razón  todo  lo  que  no  sea  po- 
ner la  pena  en  relación  con  el  delito;  pero  á mas  de  esto,  el  principal  motivo  para 
que  de  todo  punto  sea  imposible  obrar  de  tal  manera,  entre  otras  cosas  es,  que 
por  incuria,  por  abandono  ó por  falta  de  medios,  los  gobiernos  no  procuran  suplir 
lo  que  en  la  sociedad  se  echa  de  menos. 

En  Egipto,  como  liemos  dicho  no  se  comprendía  de  que  nadie,  tuviera  que 
molestar  á nadie,  porque  el  que  físicamente  se  veia  imposibilitado  de  ganarlo, 
aquel  que  no  podia  asistir  por  sí  á su  subsistencia  y necesidades  inmediatas,  lo 
alimentaba  el  Estado  á sus  expensas,  dándole  lo  necesario  en  cómodos  y bien  dis- 
puestos asilos  sostenidos  por  el  Erario,  y en  cuanto  á que  alguien  tuviera  que  im- 
plorar la  caridad  pública  por  falta  de  trabajo,  era  cosa  que  ni  se  comprendía,  ni 
podia  explicarse;  al  que  podia  trabajar  y no  encontraba  ocupación  con  los  parti- 
culares lo  empleaba  el  Estado,  cuidadoso  siempre  de  la  conservación  y engrande- 
cimiento de  las  obras  públicas.  A ellas  eran  destinados  todos  cuantos  carecían  de 
otro  trabajo,  y de  este  modo  además  de  evitar  la  vagancia  autorizada  en  nuestro 
tiempo,  se  conseguían  aquellas  edificaciones  que  tras  tantos  siglos  han  llegado 
hasta  nosotros. 

En  Grecia,  tampoco  pudo  la  mendicidad  adquirir  gran  desarrollo,  tampoco 
fué  posible  gracias  á las  disposiciones  legales,  fundadas  siempre  en  el  remedio  á 
semejante  mal  que  de  ellas  emanaba,  pues  nada  en  el  mundo  resultaría  mas  ab- 
surdo como  la  pretensión  de  que  nadie  recurriera  á la  caridad  por  causa  precisa 
ó por  poco  amor  al  trabajo  si  el  Estado  no  cuida  de  reparar  las  faltas  que  pueden 
cometer  los  particulares.  Así  es  que  allí  la  esclavitud  de  un  lado,  que  absorbía  tan- 
to desgraciado  y de  otro  las  reglamentaciones  de  los  asilos,  dieron  por  fin  en  tier- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


599 


ra  con  cuantos  abusos  pudieron  originarse.  El  que  pedia  por  no  poder  trabajar 
era  socorrido,  el  que  pedia  por  no  tener  trabajo  se  le  daba  ocupación,  el  que  rein- 
cidía perdia  su  libertad  y era  lieclio  esclavo.  Fácil  es  comprender  que  nadie  ar- 
rostraba semejante  pena,  fácil  es  comprender  que  con  ella  quedaba  cerrada  la 
puerta  que  á tantos  abusos  da  lugar  boy. 

En  Roma  tampoco  pudo  ser  explotada  la  caridad  pública,  sino  en  los  últimos 
tiempos  cuando  todo  lo  de  aquella  viril  legislación  quedó  relajado:  pues  en  un 
principio  la  mendicidad  estaba  terminantemente  prohibida,  lo  mismo  que  en  todos 
los  pueblos  de  la  antigüedad.  Verdad  es  que  en  la  soberbia  Roma  no  cabia  tam- 
poco el  mendigo,  dado  que  allí  el  que  no  era  esclavo  era  ciudadano,  á todos  los 
primeros  tenian  que  alimentarlos  sus  amos,  todos  los  segundos  eran  alimentados 
por  el  Estado,  provocándose  así  aquellos  fabulosos  repartos,  dados  los  que  provin- 
cias tan  extensas  como  España  y Africa  fueran  reputadas  como  graneros.  En  los 
últimos  tiempos,  ya  cuando  la  población  se  multiplica,  las  necesidades  crecen  y 
el  vicio  lo  cubre  todo,  comienzan  á aparecer  los  mendigos,  y en  bien  puede  de- 
cirse que  en  este  particular  los  modernos  no  lian  inventado  nada,  sino  que  todo 
es  una  simple  copia  de  lo  que  en  Roma  pasaba,  siendo  en  ella  también  las  mis- 
mas causas  que  entre  nosotros. 

Cuando  verdaderamente  puede  decirse  que  la  mendicidad  alcanzó  fabuloso 
desarrollo  fué  durante  la  Edad  Media.  La  Iglesia  babia  predicado  la  caridad,  ba- 
lda excitado  el  sentimiento  de  los  fieles;  y entendiendo  estos  que  por  cada  limos- 
na recibirian  una  parte  proporcional  de  gloria  eterna,  comenzaron  por  socorrer  á 
cuantos  podian,  proporcionándoles  una  vida  relativamente  cómoda  y holgada. 

No  dudamos  de  que  tal  vez  los  primeros  que  hicieron  esto,  esto  es,  los  prime- 
ros que  procuraron  sostenerse  de  la  caridad  pública  tal  vez  lo  hicieron  obligados 
por  las  circunstancias,  tal  vez  se  vieran  en  la  dura  necesidad  de  tenerlo  que  ha- 
cer así.  Los  que  sin  duda  alguna  han  hecho  mal  siempre,  son  aquellos  que  sin  pa- 
rarse en  quien,  han  socorrido  á todos  los  que  se  les  acercaban  sin  más  ni  más. 

Indudablemente  es  muy  cómodo  vivir  sin  trabajar  y no  pocos  debieron  obser- 
var que  el  camino  mas  fácil  para  lograr  esto  era  pedir  limosna,  dado  que  los  que 
tal  hacian  no  echaban  nada  de  menos  y entonces  de  esta  consideración  sobrevino 
lo  que  puede  llamarse  prostitución  del  oficio. 

Siempre  han  existido  séres  vagabundos  ineptos  para  todo,  pero  con  dificultad 
se  hubieran  podido  coleccionar  tantos  de  un  golpe  de  vista  como  en  la  época  en 
que  las  órdenes  religiosas  distribuían  la  ración  de  sopa  á todos  aquellos  que  creían 


600 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


necesitados.  El  interior  de  una  iglesia  no  se  veia  nunca  tan  concurrido  como  los 
átrios  de  los  conventos,  en  las  horas  que  se  hacia  el  reparto  y nada  nos  ha  podi- 
do deshonrar  tanto  como  aquella  multitud  de  todos  sexos  y edades  que  echados 
por  tierra,  hurlándose  de  cuantos  pasaban  y cambiando  entre  sí  frases  obscenas, 
esperaban  á que  los  alimentaran  para  seguir  luego  ocupados  en  no  hacer  nada. 

Aquello  era  verdaderamente  el  colmo  de  la  inmoralidad,  mas  todos  aquellos 
eran  mendigos  que  no  se  veian  precisados  á recurrir  á ningún  ardid;  sabían  que 
tenían  la  pitanza  segura  y esto  les  bastaba. 

El  mendigo  en  que  nosotros  nos  hemos  fijado;  el  mendigo  que  queremos  pre- 
sentar á nuestros  lectores  es  de  otro  modo;  es  el  que  se  ha  echado  á pedir  por  ofi- 
cio y que  por  tanto  se  aplica  á estudiar  como  podrá  obtener  mejor  partido. 

III 

Casi  se  puede  afirmar  que  el  noventa  y nueve  por  ciento  de  los  mendigos  con 
que  tropezamos  continuamente,  lo  son  solo  porque  están  convencidos  de  que  no 
hay  ningún  oficio  tan  lucrativo. 

Pocos  en  número  son  los  que  en  verdad  no  pueden  hacer  mas  que  pedir  y es- 
tos son  fáciles  de  contar;  los  que  restan  son  mas  que  otra  cosa  séres  abyectos  que 
piden  por  no  trabajar,  pues  si  quisieran  hacerlo  lo  harían.  Mas  para  mejor  inte- 
ligencia daremos  orden  á este  estudio  y expondremos  ante  todo  una  clase  que  á 
muchos  extrañará  hallar  en  nuestro  estudio,  pero  que  no  tenemos  otro  remedio 
que  incluirla  omitiendo  para  ellos  los  epítetos  mas  demigrantes,  solo  por  respeto  á 
nuestros  lectores. 

Queremos  referirnos  á los  que  en  el  lenguaje  moderno  se  ha  dado  en  llamar  pro- 
fesores de  esgrima;  esto  es,  á tanto  repugnante  tipo  como  en  los  tiempos  que  cor- 
ren están  dispuestos  á darle  un  sablazo  al  lucero  del  alija. 

Sablazo  en  el  idioma  pintoresco  de  la  gente  de  por  el  mundo,  no  es  mas  que 
la  petición  brusca  con  que  á cualquier  hora  os  sorprende  un  quídam  al  que  nun- 
ca habéis  visto,  pero  que  sin  duda  adivinó  en  vuestro  rostro  los  buenos  sentimien- 
tos que  os  animan. 

Pocas  palabras  habrán  sido  aplicadas  tan  perfectamente  como  la  de  sablazo; 
nada  hay  que  indique  tanto  el  efecto  que  produce  una  petición  de  esa  naturaleza, 
y en  Madrid  son  tantos  los  que  viven  de  la  esgrima  que  puede  decirse  que  todos 
estamos  acribillados.  Para  proezas  tales  son  campos  de  Agramante  la  calle  de  Se- 
villa, la  Puerta  de  Eornos  ó la  Puerta  del  Sol. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


601 


No  extrañéis  en  modo  alguno  ver  parados  en  cualquiera  de  estos  sitios  y á to- 
das horas  muchos  tipos  á quienes  ya  conocéis  de  vista;  no  queráis  tampoco  saber 
que  es  lo  que  hacen  allí,  pues  estáis  expuestos  á que  os  lo  demuestren  práctica- 
mente, pero  con  facilidad  podréis  saberlo.  Permanecen  con  la  vista  atenta  y apé- 
nas  comprenden  que  uno  de  los  transeúntes  es  á propósito  se  le  acercan,  lo  salu- 
dan con  mucha  cortesía  y terminan  por  pedirles  alguna  cosa  con  que  remediar 
su  desgraciada  situación  del  momento.  A un  tipo  de  estos,  que  por  lo  regular  vis- 
ten bien,  que  se  expresan  con  buenos  modos  y que  tienen  el  aire  de  una  persona 
decente,  no  es  posible  darles  cinco  céntimos,  ni  diez,  ni  un  real,  sino  de  una  pe- 
seta arriba. 

Otros  hay  que  juegan  de  otra  manera;  se  dirigen  á las  personas  que  les  son 
conocidas,  y comienzan  por  decirle  con  ademan  muy  compungido,  siendo  las  seis 
de  la  tarde: 

— Todavía  no  he  comido  hoy. 

El  detenido  por  esta  frase,  al  cual  se  le  ha  dicho  ya  repetidas  veces,  no  puede 
menos  de  extrañarse  y advertirlo  al  que  le  miente  con  tanto  descaro;  pero  como 
sino  hubiera  escuchado  observación  alguna,  le  añade: 

— Que  quiere  usted,  soy  un  hombre  de  bien,  pero  no  cuento  con  el  apoyo  de 
nadie,  no  tengo  quien  me  recomiende,  no  tengo  quien  en  mi  favor  le  hable  al 
ministro,  y como  desgraciadamente  en  nuestro  país  no  se  atiende  para  nada  á los 
méritos  personales,  me  encuentro  desvalido  sin  tener  con  qué  comer,  y lo  que  es 
peor  aun,  sin  tener  que  darle  á mi  desvalida  familia. 

— Pero  hombre, — le  dice  el  acometido  que  ya  sabe  á qué  atenerse, — una  ne- 
cesidad continua  no  hay  quien  la  remedie. 

— Con  medio  duro  me  haria  usted  hombre, — replica  el  del  sable,  sin  contes- 
tar directamente  á lo  que  le  dicen. 

—Pues,  amigo  mió,  me  es  imposible  el  favorecer  á usted  hoy,  los  tiempos  es- 
tán muy  malos. 

— Pero  usted  ha  sido  siempre  muy  bueno  conmigo  y no  puede  abandonarme. 

— Ya  le  digo  que  lo  siento,  mas  no  me  es  posible. 

Antes  que  dejar  escapar  la  presa  se  intenta  todo,  y aquel  vago  desvergonzado, 
después  de  lanzar  un  suspiro  y mirar  al  cielo,  exclama: 

— ¡Cómo  ha  de  ser!  Ya  que  no  medio  duro,  hágame  el  favor  de  dejarme  por 
hoy  una  peseta. 

Esta  es  la  petición  terrible,  esta  es  á la  que  casi  nadie  resiste,  porque  en  rea- 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


lidad  no  hay  medio  de  resistirla:  una  peseta  no  puede  decirse  que  no  se  lleva,  y 
pocos  serán  los  que  en  absoluto  se  nieguen  á darla. 

Algunos  hay  que  comprendiendo  el  abuso  dicen  que  no  de  una  manera  seca 
y categórica,  que  á cualquiera  impondría  y haría  desistir  de  su  empeño,  pero  ni 
por  esas:  cuando  ven  que  tuvieron  que  bajar  del  medio  duro  hasta  la  peseta  v que 
ésta  les  es  negada,  rebajan  más,  y si  con  los  dos  reales  les  sucediera  lo  mismo,  pi- 
den el  real,  y es  casi  siempre  seguro  que  sacan  algo. 

Eso  sí;  no  bien  ha  vuelto  la  espalda  el  que  los  socorrió,  cuando  se  ríen  desca- 
ramente de  él  y se  mofan,  marchándose  á la  taberna  mas  próxima  á echar  un  tra- 
go, ya  que  gracias  á ciertas  medidas  gubernativas  no  les  es  posible  intentar  do- 
blar el  capital,  arriesgando  á una  carta  lo  que  tienen. 

Nuestros  lectores  comprenderán  cuánta  razón  nos  asiste,  para  decir  que  esta  es 
la  peor  y mas  abyecta  clase  de  mendigos  que  se  pueden  encontrar:  hombres  que  han 
recibido  alguna  educación,  hombres  que  podian  servir  de  alguna  cosa,  prefieren 
perderla  vergüenza  para  no  trabajar  y vivir...  ociosos  á costa  de  unos  y otros. 
No  se  les  da  nada;  por  nada  arrostran  todas  las  situaciones,  afrontando  los  desai- 
res, y cuando  dan  un  golpe  en  vago  se  contentan  con  decir: 

— ¡Otra  vez  será! 

Refiriéndonos  ahora  á los  mendigos  de  la  clase  que  al  principio  hemos  podido 
ver  en  la  casa  donde  se  albergan  durante  la  noche,  es  fácil  convencerse  de  que 
su  misión  es  puramente  la  de  engañar  al  público,  pues  solo  de  este  modo  es  como 
pueden  conseguir  mejor  su  partido.  Comprenden  que  por  una  manera  errada  de 
pensar,  propia  de  nuestro  tiempo,  el  hombre  sano  no  inspira  ni  compasión,  ni  lás- 
tima, que  no  exita  al  sentimiento  de  los  demás  y á este  fin  simulan  una  porten- 
tosa série  de  imperfecciones  y debilidades  que  mas  sirven,  cuanto  mejor  presenta- 
das están. 

Hombres  que  tienen  buena  y sana  su  vista,  simulan  con  parches  asquerosos 
que  están  ciegos  y hacen  alarde  de  ello  ni  mas  ni  menos  que  si  se  tratara  de  un 
mérito,  y en  efecto  lo  es  para  su  oficio:  todo  el  mundo  compadece  á los  ciegos, 
todos  se  duelen  de  su  mal  y cada  cual  con  lo  que  puede  socorre  al  desventurado 
que  en  todos  los  tonos  pregona  que  no  lo  puede  ganar. 

Otro  simula  una  cojera  que  le  hace  inútil  para  todo;  sin  embargo,  en  un  caso 
apurado  podría  muy  bien  servir  de  correo  ó de  telégrafo,  pues  es  ágil  y robusto 
y nada  tiene  sino  el  convencimiento  de  que  es  mucho  mejor  pedir  que  trabajar. 

No  faltan  los  mancos  de  ocasión  ni  los  tullidos  de  conveniencia,  ni  los  mudos 


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603 


de  necesidad,  bagaje  conveniente  para  las  galeras  de  nuestros  reyes  ó huéspedes 
muy  á propósito  para  los  modernos  presidios,  y que  gracias  á una  tolerancia  que 
no  se  explica  ó á una  reglamentación  inmoral,  pululan  por  esas  calles  mortifi- 
cando á todos  los  transeúntes  y explotando  á los  incautos. 

Lo  mas  chocante  es  que  á ninguno  de  estos  mendigos  falta  ingenio  ó imagi- 
nación para  urdir  una  historia  conmovedora  en  extremo;  le  oiréis  decir  al  uno  que 
perdió  la  vista  en  la  explosión  de  un  barreno,  os  contará,  otro,  que  la  desgraciada 
caida  de  un  caballo  fué  causa  de  la  rotura  de  su  brazo  ó de  su  pierna;  aquel  os 
referirá  como  de  resultas  de  cruel  enfermedad  quedó  tullido  para  el  resto  de  sus 
dias  y otro,  aunque  por  señas,  os  hará  creer  que  es  mudo  y sordo  de  nacimiento. 

Si  del  sexo  masculino  pasamos  al  femenino,  encontraremos  también  y en 
abundancia  tipos  asquerosos  y repugnantes;  en  la  calle  os  detendrá  la  mujer  de 
humildísimo  aspecto,  que  con  voz  humildísima  os  dirá  que  es  una  pobre  viuda 
con  cuatro  hijos  á los  que  no  tiene  con  que  darles  de  comer,  otra  se  os  presentará 
con  una  .criatura  en  brazos  y llevando  á otra  de  la  mano;  ambas  lloran,  ambas 
piden  pan  y esto  lo  hacen  siempre  sin  cesar  un  momento,  medio  hábil  para  en- 
ternecer al  transeúnte;  no  faltarán  tampoco  las  ciegas,  ni  las  mancas,  ni  las  tulli- 
das, ni  las  mudas,  dignas  consortes  de  aquellos  que  primeramente  hemos  seña- 
lado. 

Todos  revueltos  en  miserables  tugurios  semejantes  al  que  hemos  descrito  al 
principio,  anidan  en  repugnante  maridaje,  y en  tanto  la  autoridad  no  toma  contra 
ellas  providencia  ninguna,  sabiendo  además  que  constituyen  una  plaga,  sabien- 
do que  muchos  de  ellos  son  verdaderos  criminales,  que  tales  disfraces  arbitran 
para  cometer  delitos  con  mayor  impunidad  y buena  prueba  de  ello  tiene  en  que 
cuando  alguna  vez  ha  querido  desplegar  un  alarde  de  rigor  y deteniéndolos  los 
ha  conducido  á los  asilos,  lo  primero  que  han  hecho  ha  sido  escaparse  para  vol- 
ver a su  lucrativa  tarea. 

Hemos  presentado  hasta  ahora  la  mendicidad  abierta  y descaradamente  que 
se  ejerce  en  las  calles  públicas,  en  las  puertas  de  los  templos,  en  las  cercanías  de 
los  cementerios;  nos  queda  que  hablar  de  la  mendicidad  disimulada  de  la  que  au- 
torizan los  fundamentos. 

No  son  pocos  los  que  comprendiendo  que  el  oficio  está  sujeto  á una  grandísima 
quiebra,  cual  es  la  de  ser  detenidos  el  dia  en  que  los  abusos  se  hagan  muy  mani- 
fiestos, acuden  para  salvar  el  escollo  á que  temen,  demandando  una  licencia  para 
tañer  un  instrumento.  Entonces  es  frecuente  verlos  con  guitarras  rotas  ó sin  cuer- 


604 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 

das,  violines  que  no  saben  manejar  ó cualquiera  otro  de  los  que  procuran  arran- 
car un  ruido.  Al  propio  tiempo  cantan  de  una  manera  desentonada,  sin  acierto 
ni  compás,  intercalando  en  versos  imposibles  la  historia  de  sus  desgracias  para 
mover  á compasión.  El  resultado  como  se  vé,  es  el  mismo:  la  diferencia  está  úni- 
camente en  la  forma. 

No  pocos  desengaños  podrian  tocarse  si  se  estudiaran  detenidamente  los  tipos 
que  liemos  presentado;  algunos  de  ellos  en  vez  de  pedir  podrian  dar,  y nada  mas 
decimos  por  no  fatigar  demasiado  la  atención  de  nuestros  lectores. 


(CUADROS  DE  PERENNE  ACTUALIDAD). 


por  D.  Mariano  Ramiro. 


o amanecí  con  cien  duros, 

Y al  toque  de  la  oración 

Me  he  quedado  sin  un  cuarto 

Y en  ayunas,  que  es  peor. 

En  lo  que  gasté  el  dinero 
Apénas  lo  entiendo  yo, 

Pero  si  el  lector  es  lince, 

Podrá  entenderlo. — ¡Atención! 
— Estoy  en  paños  menores; 

Las  siete  marca  el  reloj. 


— Tan...  tan... 

— ¡Adelante! 

—¿Aquí 


Vive  el  caballero  don?,., 


606 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


— Presente. 

— Me  alegro. 

— Usted 

Dirá  á que  debo  el  honor... 

— A lo  siguiente:  me  siento, 
Porque  con  tanto  escalón, 

Y yo,  que  estoy  de  buen  año, 

Y este  clima  tan  feroz... 

Soy  director  de  un  diario 
De  inmensa  circulación 
Entre  unas  cuantas  beatas 

Y el  capellán  y el  rector, 

Etcétera.  Yo  lo  escribo 

Y en  él,  entre  col  y col... 

¿Me  explico?  Pero  es  el  caso 
Que  mengua  la  suscricion, 

Que  mi  voz  no  hay  quien  escuche, 

Y voy  perdiendo  la  voz 

Y el  tiempo,  porque  este  pueblo 
No  le  brinda  protección 

A las  letras;  es  ingrato, 

Es  incrédulo  y atroz  ! 

Mi  periódico  se  llama 
La  Alfalfa , y lo  tragan  los 
Borregos  de  la  manada 
De  que  yo  soy  el  pastor. 

Pero  los  tiempos  son  malos, 

Luego,  ¡ la  contribución ! 

¡Ya  vé  usted!  Se  ponen  viejos 
Los  tipos  y también  yo, 

Que  soy  un  idem  y es  fuerza 
Que  haya  una  restauración 
General.  A usted  me  envia 
Doña  María  de  la  O 

Y el  prestamista  don  Judas 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


Y el  provincial  de  Alcorcon... 
Aquí  tiene  usted  la  lista... 

— Entendido.  Pues,  señor, 

Allí  van  veinte  y cinco  duros. 
¡Es  poco!  pido  perdón, 

Pero  los  tiempos,  la  crisis, 

La  guerra,  los  cambios... 

— ¡Oh! 

— El  oro  está  por  las  nubes. 

— Luego,  ¡la  contribución! 

En  fin  gracias. 

— Yaya  usted... 
— Beso  su  mano. 

— ¡Con  Dios! 


— Buenos  dias,  caballero, 

A saludarle  subí 

Para  ponerme  á sus  órdenes. 

Yíi  paisano  Tamberlick 
Me  habló  de  usted,  de  su  gusto 
Por  el  bel  canto.  En  Turin 
Debuté  el  año  sesenta: 

Soy  'prima  donna,  y aquí 
Vine  á cantar  este  año 
Música  de  Meyerbir. 

Pero,  ¡hay  tantos  que  á mi  oficio 
Se  consagran!  Porque,  en  fin, 
Todo  es  cantar,  aunque  sean 
Palinodias.  ¡Ay  de  mí! 

— Señora,  esa  relación 
A pelo  podrá  venir 
Pero  no  la  entiendo. 


— Entonces 


608 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOl.ES 


Me  explicaré.  Soy  feliz 
Con  poner  bajo  su  amparo 
Mi  función  Je  gracia;  mil 
Caballeros  se  disputan 
El  honor,  en  buena  lid. 

De  beneficiarme. 

— ¡Cuerno ! 

¡Yaya  un  empeño  cerril! 

— Pero  yo  pensé  en  usted. 

Y me  dije  para  mí: 

«Prefiero  ese  ciudadano, 

Que  tiene  el  bigote  gris 

Y vive  en  un  cuarto  piso 
De  la  calle  del  Candil, 

Porque  una  artista  cual  yo, 
Que  siempre  está  dando  el  si 
Con  las  reglas  del  oficio. 

Y lia  visitado  á Pekín, 

No  lia  de  malgastar  su  tiempo 
Dándole  á un  chisgaravís 
La  preferencia. » Por  tanto, 

En  tafetán  carmesí, 

Con  letra  clara  y de  molde, 

La  dedicatoria  aquí 
Le  traigo.  No  es  compromiso, 
¡Qué  ha  de  ser!  ¡No  sé  fingir 
Es  que  usted  se  lo  merece, 

Yo  vivo...  lo  dice  ahí 
La  adjunta  tarjeta. 

— Bueno, 

Acepto,  que  es  con  buen  fin; 
Ahí  van  veinticinco  duros 
A cuenta,  quiero  decir, 

En  señal,  porque  esa  suma 
Es  sobrada  balad  í 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


609 


Para  un  artista  cual  vos, 

Que  canta  de  abril  á abril 
Hasta  en  la  uña,  y me  manda 
El  señor  de  Tamberlick, 

Sugeto  que  no  conozco, 

Perú  es  lo  mismo,  y así 
Tul  ti  conten  ti. 

— ¡Mió  caro! 

¡Mil  gracias!  El  calesin 
Me  aguarda...  Con  que  le  espero... 
¡Olí,  no  deje  usted  de  ir. 

— ¡Qué  he  de  dejar!  A sus  piés... 
(¿No  hay  quien  me  preste  un  fusil?) 


— ¿Dá  usted  permiso? 

— ¡ Demonio. 

Otra  te  pego!  ¿Quién  va? 

— Somos  una  comisión 
De  señoras. 

— Esperar 

Que  me  ponga  presentable 
En  lo  posible...  un  gaban 
Me  encajo.  Pasen  ustedes. 

— ¿Vive  aquí  el  señor  de  tal? 

— Como  que  soy  yo. 

— Venimos 

En  comisión. 

— Bueno. 

—A 

Rogarle  que  se  suscriba 
Con  alguna  cantidad 
A cierta  empresa  que  el  cielo 
Le  abrirá  de  par  en  par. 


010 


I.OS  HOMBRES  ESPADOLES 


— Algo  es  eso;  me  figuro 
Que  será  algún  hospital, 

Alguna  escuela  ó asilo 
De  paz  y de  caridad. 

— No  señor.  Esos  asuntos 
Ya  pasan  de  lo  vulgar. 

Nuestro  proyecto  es  mas  útil, 
Mas  del  buen  género  y más... 
Figúrese  usted;  se  trata 
De  una  capilla  rural 
Para  un  santo  que  está  en  boga: 
Vino  de  Francia.  Aquí  está 
Su  nombre,  algo  revesado, 

Pero  de  buen  tono.  La 
Condesa  mi  prima,  el  duque 

Y el  barón  y el  general, 

La  marquesita,  el  vizconde, 

El  intendente,  el  deán 

Y toda  la  clase,  opinan 
Que  el  producto  de  un  bazar 

Y ciertas  insinuaciones, 

Y una  suscricion,  darán 
El  dinero,  pues  nosotros 
No  debemos  poner  más 
Que  mucha  conversación 

Y la  mejor  voluntad, 

En  fin,  lo  que  se  da  gratis: 
Porque  tener  que  soltar 
La  mosca,  ya  eso  es  harina 
¿Estamos?  de  otro  costal. 
Nosotros  damos  la  idea 

Y el  dinero  los  demás; 

Esto  es  fácil  y barato. 

Cómodo  y estomacal. 

Tenemos  de  usted  noticias 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


611 


Que  acreditan  su  piedad 
Y...  aquí  está  la  lista:  ahora, 
Caballero,  usted  dirá. 

— ¡Qué  he  de  decir!  Que  agradezco 
La  preferencia  que  dan 
Ustedes  á mi  bolsillo 
Cuando  se  toca  á gastar: 

¡Una  capilla!  Eso  es  poco, 

Hagan  una  catedral, 

Que  ese  santo  revesado 
Que  no  se  puede  nombrar 
En  castellano,  sin  duda 
Se  merece  mucho  mas. 

Vayan  veinticinco  duros 
Y las  gracias. 

— ¡Qué  bondad! 

¡ Cuanta  virtud ! Este  rasgo 
Mañana  público  harán 
Veinticinco  gacetillas 
A peso  en  papel,  cabal. 

Con  que  usted  lo  pase  bien. 

— Cuidado  con  tropezar... 

— Ya  sabemos  el  camino 
Para  otra  vez. 

— ¡Oh,  si  tal! 

Ustedes  me  honrarán  siempre. 

(Me  marcho  á Madagascar) . 


— Caballero...  aquí  me  cuelo 
¿Estamos  seguros?  ¿Es 
La  casa  de  confianza 
Y hablar  con  usted  podré 
Sin  riesgo  de  que  lo  sepa 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


612 

La  humanidad? 

— ¿Pero  quién 

Es  usted?  ¿Qué  trae? 

— j Chiton ! 

No  hay  que  alzar  la  voz,  porque 

Si  el  gobierno  se  percibe 

De  que  existo,  á somaten 

Va  á tocar  para  pillarme. 

¡Soy  Trabuco! 

* «/ 

— ¡Me  asusté! 

— Sí,  señor,  ¡yo  soy  Trabuco! 

— Y,  á mí  ¿qué  me  cuenta  usted? 
— Pues  le  contaré  mi  historia: 

Nací  el  año  veinte  y tres, 

Me  casé  el  cincuenta  y dos, 

Tengo  una  ti  a en  Jaén, 

Mi  mujer  se  llama  Paca 
Y yo,  lo  diré  otra  vez, 

¡Soy  Trabuco! 

— Señor  mío,.. 

— Por  favor,  ¡cállese  usted! 

Que  si  el  gobierno  sospecha... 

Yo  represento  un  papel 
Muy  principal  en  la  historia 
De  las  barricadas,  y es 
Tal  mi  fama,  que  no  cabe 
En  la  estrecha  redondez 
De  la  tierra.  ¡Soy  Trabuco! 

— Y van  cuatro.  Bien,  ¿y  qué? 

— ¡Hable  usted  bajo!  Si  saben... 

— Pero,  hombre,  ¡qué  han  de  saber 
— Que  soy  Trabuco,  el  gobierno 
Me  extrangula  por  los  piés. 

¡Yo  fui  el  que  armó  la  gorda! 

¡Yo  fui  el  que  armó  el  belen! 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


613 


Y cuando  en  punto  me  pongo 
l)e  caramelo,  ¡ni  diez 
Batallones  me  resisten ! 

Si  ahora  me  escondo  es  porque... 

— ¡Ya!  Porque  no  está  usted  en  punto 
Pe  caramelo. 

— ¡Eso  es! 

Prosigo:  yo  fui...  Es  el  caso, 

Que  por  confidencias  sé 
Que  un  fiel  correligionario 

Y amigo  tengo  en  usted, 

Y como  la  idea  no  excluye 
La  precisión  de  comer, 

Y tengo  buen  apetito, 

Yo  vengo  á que  usted  me  dé 
Para  la  mesa  y tabaco 
Por  lo  que  resta  de  mes, 

Y estamos  á dos. 

— ¡ Canarios ! 

Señor  Trabuco,  esta  vez 
Se  disparó  usted  de  un  modo 
Que  me  lia  partido. 

— Eso  es 

Aprensión.  Conque  lo  dicho; 

Yo  me  largo  á Santander 
A alborotar  el  cotarro. 

— ¿De  veras?  ¿Se  marcha  usted? 

• — ¡A  escape!  Mas  el  gobierno... 

— ¡Oh,  no  lo  sabrá!  Pues  bien, 

Vayan  veinticinco  duros 

Y comience  usted  á correr. 

Váyase  pronto,  cristiano. 

Porque  el  gobierno,  el  reten, 

Y el  ejército,  y la  escuadra 
¡Qué  se  yo!  Le  van  hacer 


tomo  i, 


614 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 

Un  ñaco  servicio. 

— ¡Ahur! 

Sepa  usted  la  seña:  es 
/ Chachiporra  ! Y se  responde 
Con  sigilo:  jChachipé! 

¡Soy  Trabuco!  Hasta  la  vista. 

— ¡Me  ha  pegado  á la  pared! 


Amanecí  con  cien  duros, 

Y al  toque  de  la  oración 

Me  lie  quedado  sin  un  cuarto 

Y en  ayunas,  que  es  peor. 

Tal  me  lian  puesto,  que  me  acosa 
A mi  vez  la  tentación 
De  salir  por  esas  calles 
Diciendo  con  triste  voz: 

— ¡Una  limosna,  señores, 

Dadme,  por  amor  de  Dios! 


ú 


por  D.  Ricardo  Sepúlveda. 


regunto: 

¿Representa  este  tipo  un  paso  mas  en  el  camino  del  pro- 
greso, ó por  el  contrario  pone  de  relieve  la  decadencia  de 
la  época  que  atravesamos? 

Me  inclino  mas  á esto  último. 

No  niego  que  exista  el  progreso,  pero  afirmo  teniendo  de  mi 
parte  las  primeras  cabezas  de...  nuestros  dias,  que  el  período  histó- 
rico actual  es  de  transición,  y por  lo  tanto  nada  hay  en  él  de  nota- 
ble, nada  de  superior  calidad. 

Vamos  de  un  punto  á otro  entre  hacinados  materiales,  pero  todo  es 
confuso  é incompleto  como  la  pieza  de  tela,  hecha  trozos,  que  ha  de 
formar  un  gaban,  por  ejemplo. 

Y ahora  me  ocurre  que  el  progreso  es  el  primer  sastre  de  la  humanidad. 

Él  presenta  modelos;  nos  vestimos  á su  gusto,  y unas  veces  vamos  hechos 
unos  figurines  y otras  hechos  unos  figurones.  No  obstante  hay  modas  que  nunca 
se  aceptan. 


G1G 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Presenta,  como  si  digéramos,  en  el  terreno  político  una  reforma,  la  monar- 
quía democrática,  un  gaban  nuevo.  Unos  se  lo  ponen,  otros  no.  Sin  embargo,  la 
moda  se  aclimata,  porque  el  gaban  de  los  antiguos  monárquicos  ya  no  está  vi- 
sible. 

Ofrece  luego  otro  córte  bonito:  la  Internacional.  Este  ya  no  es  gaban,  sino  cha- 
queta... y aunque  los  que  visten  chaqueta  la  reciben  bien,  esta  será  una  de  las 
modas  inadmisibles. 

No  lo  juraría  á pesar  de  esto.  Estamos  en  época  de  reformas,  en  época  en  que 
los  trajes  aun  no  están  de  prueba.  No  obstante,  tiene  que  llegar  el  dia  de  la  prue- 
ba, que  será  un  dia  de  prueba  en  toda  la  extensión  de  la  palabra. 

Pero  no  quiero  divagar. 

Mi  objeto  lia  sido  solo  demostrar  que,  aunque  tropezamos,  estamos  en  ese  pe- 
ríodo de  transición,  en  esos  dias  en  que  esperamos  la  ropa  nueva  y tenemos  que 
vestir  con  la  vieja,  sucia  y destrozada. 

Progresamos  como  el  que  para  llegar  á un  punto  determinado,  toma  por  un 
atajo  lleno  de  malezas  y de  peligros. 

Esto  es,  progresamos,  pero  descendemos. 


Hecha  esta  digresión,  bien  se  me  puede  permitir  que  diga  en  voz  alta  que  el 
tipo  del  vendedor  de  periódicos  representa  una  de  las  fases  de  decadencia  visible 
en  la  época  actual  del  progreso. 

La  política  ha  descendido.  No  se  cierne  ya  en  serenas  regiones.  Ha  mojado 
ya  sus  alas  en  el  cieno.  Ha  llegado  á echarse  por  los  suelos,  puesto  que  sale  á 
venderse  por  dos  cuartos  en  las  calles. 

La  literatura  se  ha  rebajado  también  hasta  el  punto  de  hacer  la  competencia 
á los  ciegos,  que  ofrecen  por  dos  cuartos,  á los  transeúntes,  romances  nada  edi- 
ficantes en  su  parte  moral  y un  mucho  ametralladores  en  su  parte  literaria. 

Las  artes  tampoco  muestran  actualmente  destellos  de  vida. 

Las  ciencias  trabajan,  hilvanan. 

Todo  parece  aletargado. 

Sin  embargo,  el  ave  Fénix  renacerá  de  sus  cenizas,  con  mayor  brillo,  con  ma- 
yor vida. 

Hacemos  el  trabajo  de  las  hormigas.  Recogemos  para  el  invierno. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


G17 


Era,  pues,  en  este  período  cuando  debía  aparecer  el  vendedor  de  periódicos: 
era  en  esta  época  de  transición  cuando,  debilitado  y empobrecido  todo,  debia  na- 
cer el  tipo  que  presento  á mis  lectores,  digno  de  la  época,  á la  altura  de  las  cir- 
cunstancias. 

Cuando  la  política  y la  literatura  están  por  los  suelos,  es  natural  que,  el  pri- 
mer niño  desarrapado  que  pase  por  la  calle,  alce  del  suelo  el  papel  en  que  están 
impresas  unas  y otras  ideas,  unos  y otros  principios,  y lo  venda  á los  transeúntes 
por  una  moneda  de  cobre. 

A mucha  oferta,  poca  demanda.  Si  la  política  y la  literatura  se  hacen  calle- 
jeras y entran  en  las  casas  por  debajo  de  la  puerta  sin  respetar  la  inviolabilidad 
del  domicilio,  si  persiguen  por  las  calles  á los  ciudadanos  honrados  y pacíficos, 
si  se  hacen  entre  sí  la  competencia  solicitando  la  compra  de  la  mercancía  por  me- 
nos precio  unos  que  otros,  si  de  tal  modo  se  prodigan  las  teorías  políticas  y las 
audacias  y desvergüenzas  literarias,  justo  es  que  el  público  desdeñe  la  oferta,  ló- 
gico  que  la  mercadería  no  tenga  ningún  valor. 

Quisiera  saber  lo  que  opinaría  el  ilustre  Guttemberg  si  viera  ahora  para  lo 
que  sirve  su  invento. 

Pero...  vamos  andando  y andar  es  progresar. 

Veamos,  pues,  lo  que  es  el  tipo  que  sirve  de  título  á este  artículo,  al  uso  mo- 
derno. 

El  vendedor  de  periódicos  es  un  nombre  genérico  que  comprende  á una  cla- 
se determinada  de  la  sociedad  y aun  de  la  suciedad . 

Es  á veces  un  moceton,  robusto  y coloradote,  que,  poco  hábil  ó bastante  hol- 
gazán para  dedicarse  á otro  trabajo,  prefiere  esta  casi-ocupacion  un  tanto  lucrati- 
va para  él,  si  se  tiene  en  cuenta  que  muchos  de  estos  no  tienen  familia  ni  hogar 
y emplean  sus  ganancias  en  la  satisfacción  de  sus  mas  premiosas  necesidades  del 
momento,  logrando  así  vivir  sin  trabajar,  porque  no  creo  que  haya  quien  sosten- 
ga que  es  una  profesión  ó un  oficio  de  vender  periódicos. 

Pero  esto  que  es  la  regla  general,  tiene  como  todas  esas  reglas  sus  excepcio- 
nes. 

Para  cada  regla  que  llega  á ser  c/ enerad,  siempre  hay  algunas  que  solo  son  bri- 
gadieres ó mariscales. 

Hay  familias  que,  reducidas  á la  miseria  por  las  veleidades  de  la  fortuna,  en- 
cuentran en  esta  manera  de  vivir  el  medio  de  llevarse  á la  boca  un  pedazo  de 


618 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Muchas  veces  lie  comprado  La  Correspondencia  á una  pobre  niña,  que  mal 
arrebujada  en  un  mantón,  la  ofrece  con  lágrimas  en  los  ojos  á los  transeúntes. 
Lo  poco  que  gana,  vendiendo  algunos  veinticincos  de  periódicos,  es  lo  único  con 
que  cuenta  para  vivir  su  anciana  madre  postrada  en  el  lecho. 

Bajo  este  punto  de  vista  los  periódicos  callejeros  hacen  un  bien. 

No  es  solo  esa  niña.  Hay  también  muchachos  de  cinco  ó seis  años  que  en  un 
punto  determinado,  tiritando  de  frió  en  las  crudas  noches  de  invierno,  venden 
periódicos  dando  voces  apenas  perceptibles.  Estos  niños,  solos  en  medio  de  la  ca- 
lle, expuestos  á ser  atropellados  á cada  momento,  apénas  consiguen  fijar  la  aten- 
ción del  que,  bien  embozado  en  su  capa,  cruza  junto  á ellos  sin  acordarse  deque 
hay  séres  que  sufren,  sin  pensar  que  puede  contribuir  al  sustento  de  una  familia 
dando  á aquel  muchacho  los  dos  cuartos  que  pide  por  el  periódico. 

Mujeres  ancianas,  viejos  valetudinarios,  pobres  cesantes  y otras  víctimas  de 
la  desgracia,  aparecen  también  de  noche  en  sitios  determinados,  junto  á una  es- 
quina, en  el  umbral  de  una  puerta  ofreciendo  en  voz  baja  la  mercancía. 

¡Cuántos  de  estos  infelices  vuelven  á su  casa  angustiados  por  no  haber  podi- 
do despachar  los  ejemplares  que  tomaron! 

¡Cuántos  otros  habrá  que  pasarán  la  noche  en  la  calle! 


Pero  si  eso  es  cierto,  también  lo  es  que  lo  que  abunda  es  regla  general. 

Chicos  desarrapados,  mozos  holgazanes,  gente  de  mal  vivir,  en  una  palabra, 
que  lo  mismo  venden  un  periódico  que  extraen  un  reloj,  sin  dolor;  muchachas 
desenvueltas,  ayudantas  de  los  tomadores  del  dos,  viejas  viciosas...  de  todo  hay  en 
la  viña  del  Señor. 

Este  batallón  de  vendedores  acude  en  tropel  donde  quiera  que  hay  un  perió- 
dico callejero  ó una  hoja  volante  que  vender. 

Ellos  se  instalan  en  las  cercanías  de  la  administración  una  hora  antes  de  la 
salida  del  número  y allí,  tirados  por  el  suelo,  revolcándose  ó jugando  al  chito  ó al 
inglés,  dirigiéndose  requiebros  é insultos,  pegándose  de  vez  en  cuando  y hacien- 
do el  juicio  crítico  de  los  periódicos  que  venden,  esperan  á que  se  les  llame  y 
entonces  se  precipitan  en  masa  á pedir  los  ejemplares  que  tienen  por  costumbre. 

— Un  veinticinco, — dice  uno. 

— A mí  déme  usted  nueve  hojas. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


610 

— Yo  quiero  seis  como  el  Chato. 

— Yo  medio  veinticinco. 

Y todos  entregan  la  peseta  que  cuesta  el  veinticinco  ó los  ochavos  que  se  ne- 
cesitan para  reunir  ocho  cuartos,  precio  de  seis  hojas,  porque  es  tal  la  confianza 
que  inspiran,  que  se  les  obliga  á pagar  el  pedido  por  adelantado. 

Digno  de  verse  es  el  aspecto  que  presenta  la  calle  Mayor  por  las  noches,  mo- 
mentos antes  de  salir  La  Correspondencia.  Los  centenares  de  vendedores  que  acu- 
den á aquella  calle  se  extienden  luego  en  guerrilla  por  todas  las  de  Madrid  cor- 
riendo con  toda  la  fuerza  de  sus  talones,  para  llegar  al  puesto  antes  que  otros  com- 
pañeros. 

Es  una  verdadera  irrupción  de...  vendedores;  un  diluvio  de  voces.  Hay  mo- 
mento en  que  se  oye  al  mismo  tiempo  un  solo  grito  en  todo  Madrid: 

— ¡¡¡La  Correspondencia  de  España!!! 

Pasado  el  furor  nocturno,  al  dia  siguiente,  ya  mas  apaciguados,  venden  en 
sus  puestos  los  periódicos  ó atraviesan  las  calles  voceando  los  diarios  de  la  maña- 
na, aunque  no  con  el  estruendo  de  por  la  noche. 

En  todas  las  calles  de  Madrid  tienen  los  vendedores  de  periódicos  su  comercio 
abierto  en  el  hueco  de  una  reja  ó en  la  entrada  de  un  café. 

En  ese  comercio,  que  constituye  toda  su  fortuna,  colocan  en  simétrica  for- 
mación los  números  de  los  varios  periódicos  á cuya  venta  se  dedican,  presentan- 
do la  caricatura,  si  la  traen,  ó solo  el  título  cuando  carecen  de  aquel  llamativo 
aliciente. 

Junto  á los  periódicos,  en  un  mostrador  diminuto,  tienen  cajas  de  fósforos,  li- 
brillos de  fumar,  y algunos  hasta  venden  folletos,  libros,  almanaques  y fotogra- 
fías. 

Estos  ya  puede  decirse  que  pertenecen  á la  aristocracia  de  la  clase. 

A cualquier  hora  que  cruce  el  transeúnte  por  delante  de  uno  de  estos  puestos, 
verá  junto  á esa  tienda  callejera,  al  lado  de  ese  comercio  al  por  menor,  bien  un 
muchacho  desgreñado  y sucio  que  dormita  sobre  los  papeles,  bien  una  vieja  seca 
y amarilla,  mal  arropada,  con  un  pañuelo  á la  cabeza  y una  saya  hecha  girones. 

Allí  se  pasan  el  dia  relevándose  unos  á otros  los  individuos  de  la  familia. 


Digamos  ahora  algo  de  sus  costumbres. 

El  vendedor  de  periódicos,  ese  tipo  que  pertenece  á la  clase  de  gentes  sin  ofi- 


620 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


cío  ni  beneficio,  empieza  su  carrera  uniéndose  á otros  compañeros  de  la  misma 
estofa.  No  me  refiero  ahora  á los  séres  desgraciados  de  quienes  antes  hablé. 

Los  vendedores  forman  una  sociedad  y existe  entre  ellos  gran  compañerismo. 

Están  dirigidos  por  un  capataz,  el  decano  de  los  vendedores,  quien  los  orga- 
niza, los  castiga,  les  señala  el  precio  que  deben  pagar  por  cada  veinticinco  de  un 
periódico  y nadie  desobedece  sus  órdenes. 

Se  han  dado  casos  en  que,  insurreccionados  los  vendedores  han  movido  escán- 
dalos en  una  plazuela,  y cuando  las  reprensiones  y amenazas  de  los  agentes  de 
orden  público  han  sido  insuficientes  para  hacerles  entrar  en  razón,  ha  bastado 
una  palabra  ó un  taco  redondo  del  capataz  para  que  todos  callaran  y se  restable- 
ciese la  calma. 

Entran  á formar  parte  en  esa  sociedad  muchachos  jóvenes,  adiestrados  en  el 
escamoteo,  mujeres  casi  niñas,  que  no  han  recibido  mas  educación  que  la  de  la 
calle. 

Sin  exagerar,  puede  asegurarse  cual  ha  de  ser  el  porvenir  de  estos  jóvenes. 

Ellos  llegan  á ser  tomadores  del  dos:  ellas  se  pierden  muy  pronto  en  el  cami- 
no de  la  prostitución. 

Alguno  de  estos  pilludos  han  logrado  ser  revendedores  de  billetes  de  los 
teatros. 

Alguna  también  ha  cambiado  de  posición  revendiendo  su  cuerpo. 

Existe  una  taberna  en  el  Rastro  donde  siempre  es  seguro  encontrar  á estos 
vendedores. 

Allí  se  reúnen  chicos  y grandes,  ciegos  y tullidos,  allí  gastan  lo  poco  que 
ganan,  allí  se  dan  cuenta  de  la  hoja  próxima  á publicarse,  del  periódico  que  va 
á aparecer. 

Si  alguno  no  tiene  dinero,  entre  todos  le  reúnen  lo  necesario  para  que  pueda 
echar  un  veinticinco. 

Todos  se  conocen  por  sus  apodos  ó motes  que  unos  á otros  se  ponen. 

Así  es  muy  general  oir  diálogos  como  el  siguiente: 

— En  cuanto  vea  á la  Chata  la  rompo  la  yeta. 

— Cállate,  que  por  ahí  viene  el  Turco. 

— ¿Cuántas  Correspondencias  echas  hoy f 

—Lo  mismo  que  el  Cojo. 

■ — Yo  no  tengo  un  calé.  Jugando  al  chito  lo  he  perdido. 

— Vaya,  pues  ahí  tienes  pa  que  eches  hoy  medio. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


621 


— Gracias,  Manco. 

Y así  sucesivamente. 

Forman,  pues,  como  se  vé,  una  asociación  especial,  con  su  vocabulario  espe- 
cial, sus  costumbres  especiales  y su  compañerismo  especial  también,  porque  los 
que  se  ayudan  entre  sí  cuando  uno  está  falto  de  dinero,  se  rompen  la  cabeza  al 
poco  rato,  volviendo  al  cuarto  de  hora  á ser  tan  amigos  como  antes. 


En  cuanto  á las  ideas  políticas,  á la  ilustración  de  este  tipo,  excusado  es  decir 
que  no  tiene  ninguna. 

En  política,  se  inclina  naturalmente  á la  república  mas  roja,  porque  con  esta 
forma  de  gobierno  creen  poder  salir  de  pobres. 

La  bandera  republicana  se  ba  visto  casi  siempre  sostenida  por  hombres  como 
estos,  sin  ilustración,  sin  familia,  sin  sentimientos. 

No  entienden  lo  que  es  república  federal  y la  aclaman  instintivamente,  por- 
que opinan,  tal  vez  con  fundamento,  que  en  ese  rio  revuelto  habrá  ganancia  de 
pescadores. 

Quizás  por  esto  también  no  creo  yo  posible,  por  ahora,  el  advenimiento  de  la 
república. 

Pienso,  al  ver  cuales  son  sus  mas  ardientes  partidarios,  como  un  amigo  mió 
que  ha  dicho  hablando  de  los  republicanos:  «Yo  me  descubro  con  respeto  ante  la 
bandera  republicana,  pero  miro  de  reojo  al  abanderado.» 

Prescindiendo  de  esto,  no  son  republicanos  de  convicción,  porque  no  conocen 
lo  que  defienden. 

El  vendedor  de  periódicos  está  dispuesto  siempre  á mezclarse  en  todas  las 
manifestaciones  políticas. 

Si  los  carlistas  le  ofrecen  ganar  algunos  cuartos,  será  carlista,  si  es  otro  par- 
tido, lo  mismo. 

Pertenece  el  vendedor  á esa  desgraciada  parte  del  pueblo,  impresionable  y 
crédula  que  ayuda  los  manejos  de  un  partido  á la  ambición  de  un  espíritu  revol- 
toso, á esa  masa  de  hombres  que  aparecen  como  por  ensalmo  al  pié  de  una  barri- 
cada para  servir  de  carne  de  cañón. 

En  cuanto  á su  ilustración,  casi  ninguno  de  ellos  sabe  leer  ni  escribir. 

Se  enteran,  preguntando  en  la  redacción,  de  lo  que  trae  el  periódico  ó la  hoja 

TOMO  I»  78 


622 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


que  les  dan  y pregonan  el  artículo  variando  su  sentido  ó su  objeto,  unas  veces 
intencionalmente  para  vender  más  y mejor,  otras  sin  comprender  lo  que  dicen. 

¡Cuántas  veces  ha  caido  el  público  en  la  red  comprando  una  hoja  ó un  ex- 
traordinario, donde,  según  el  vendedor  liabia  una  noticia  interesante!... 

¡Cuántos  también  he  oido  destrozar  títulos  de  artículos  y nombres  de  perso- 
najes! ¡Recuerdo  que  hace  poco  tiempo,  una  vieja  decia  en  la  Puerta  del  Sol,  al 
vender  una  hoja,  en  que  se  hablaba  de  los  asesinos  del  general  Prim: 

— Señorito,  ¡los  asesinos  del  general  Prim!  en  dos  cuartos. 


Voy  á concluir  diciendo  algo  de  la  historia  de  este  tipo. 

La  venta  de  periódicos  en  las  calles  no  es  muy  antigua. 

Los  ciegos  hacían  antes  el  gasto.  Ellos  vendían  romances  y empezaron  luego 
á pregonar  extraordinarios  de  la  Gacela. 

Hay  quien  asegura  que  mas  adelante  el  Guirigay  fué  el  primer  periódico  que 
se  vendia  de  contrabando,  acercándose  el  ex-pendedor  misteriosamente  al  tran- 
seúnte. 

M as  tarde  afirman  algunos  que  se  hizo  lo  mismo  con  Fray  Gerundio. 

Sin  embargo,  el  primer  periódico  que  se  vendió  en  Madrid  públicamente  en 
la  Puerta  del  Sol,  fué  Las  Novedades,  fundado  por  don  Angel  Fernandez  de  los 
Rio?. 

Iniciada  la  costumbre,  siguió  después  La  Correspondencia  de  España,  cuan- 
do la  autógrafa  se  convirtió  en  tipográfica. 

Otro  periódico  de  Villergas,  El  Látigo,  fue  el  primero  de  los  satíricos  que  ya 
recorrió  las  calles  públicamente,  pero  vivió  poco. 

Cuando  esta  costumbre  se  desarrolló  en  alto  grado  fué  á la  aparición  del  Cas- 
cabel, que  se  extendió  por  todo  Madrid  y toda  España.  Siguió  el  Gil  Blas  y des- 
pués ya  seria  el  cuento  de  nunca  acabar  referir  los  innumerables  diarios  y sema- 
narios políticos,  satíricos,  ilustrados  con  caricaturas,  de  grandes  y pequeñas 
dimensiones  que  han  seguido  la  tendencia,  creando  esa  clase,  que  de  esto  vive, 
y que  se  llama  el  vendedor  de  periódicos. 


Hé  aquí  á grandes  rasgos  lo  que  es  el  tipo  que  encabeza  este  artículo. 

Tipo  sui  generis,  producto  natural  de  la  época  en  que  nos  ha  tocado  nacer, 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


023 


me  permito  decir  que  no  ha  de  ser  un  tipo  constante,  sino  de  los  llamados  i i per- 
derse, quizás  no  muy  tarde. 

Cuando  la  sociedad  entre  en  caja,  cuando  la  política  vuelva  á remontarse  á 
mas  limpias  regiones,  cuando  la  literatura,  y las  artes,  y las  ciencias,  despierten 
de  su  letargo  y adquieran  la  energía  que  les  falta,  cuando  termine  ese  período  de 
transición,  en  que  todo  parece  condenado  á morir,  porque  todo  es  bajo,  y peque- 
ño, y raquítico,  entonces  el  vendedor  de  periódicos  no  tendrá  razón  de  ser. 

Si  no  fuera  así,  me  extremezco  al  pensar  en  el  porvenir  que  nos  aguardaría. 

Yendria  el  desquiciamiento  general. 

Y aquello  seria...  ¡la  mar!  Como  ahora  decimos. 


I 


por  D.  J.  Nombela  y Campos. 


I 


entado  en  un  ancho  sillón,  calados  los  anteojos  é inclinados  en 
dirección  á un  libro  de  flamante  cubierta,  estudia  el  cerebro 
de  don  Crítico  la  manera  mas  apropiada  para  herir  mortal- 
mente,  basta  llegar  con  la  aguzada  punta  de  su  mordaz  sátira 
á la  médula  de  los  huesos  del  incauto  autor,  que  abandona  su 
obra  á los  rigores  de  la  venta  y á las  inclemencias  de  la  crítica... 

De  cuando  en  cuando  alza  la  cabeza  el  doctor  catedrático  y mi- 
ra por  encima  de  los  anteojos  el  monton  de  libros  que  ha  destruido 
con  su  pluma  y el  monton  de  libros  que  destruirá  dentro  de  pocos 
minutos. 

Y como  descanso  empieza  á pensar  y á meditar  en  las  ideas  que 
visten  aquellos  libros,  para  acabar  por  combatir  libros  é ideas. 

— Poesías, — exclama, — en  todas  ellas  veo  la  afectación,  el  predominio  del  con- 
sonante, palabras  bien  enlazadas,  una  guirnalda  de  palabras  de  flores.  ¿Pero  y 


? 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


625 


los  frutos?  Filosofía:  lenguaje  ininteligible,  repetición  de  los  mismos  conceptos, 
deseo  de  singularizarse  sin  conseguirlo,  alan  de  crear,  y de  ser  maestro.  La  no- 
vela no  sale  de  sus  estrechos  límites,  el  drama  hace  de  los  hombres  un  conjunto 
de  polichinelas;  y el  discurso  hueco  y pomposo  en  el  cual  se  mira  y se  considera 
como  arte  el  enlace  de  los  períodos,  de  manera  que  halaguen  el  oido,  merece  ser 
rechazado  y combatido  por  toda  persona  de  mediano  sentido  común. 

Se  detiene  un  momento  y una  idea  diabólica  surge  en  su  mente. 

— ¿Qué  obra  es  la  que  ha  hecho  el  hombre  en  el  mundo? — se  pregunta, — 
Hesiodo,  Homero,  Píndaro,  Horacio,  Virgilio,  Petrarca,  Dante,  Heine,  Byron, 
Derzawin,  Pouchskine,  Espronceda,  han  escrito  poesías  defectuosas  é inútiles  en 
su  mayor  parte;  Platón,  Aristóteles,  Sócrates,  Séneca,  Kant,  Hegel,  Krause,  Bon- 
net,  Cornte  no  han  adelantado  nada  con  sus  filosofías.  Las  novelas  de  Boccacio, 
Cervantes,  Goethe  y Goldsmith  son  insuficientes.  ¿Se  ha  escrito  un  drama  mo- 
delo? Es  cierto  que  hay  grandes  dramaturgos:  Víctor  Hugo,  Shakespeare  y Es- 
quilo, pero  el  gran  drama  aun  no  existe.  ¿Pues  y la  perfección  en  la  oratoria? 
Demóstenes,  es  tan  orador  como  Cicerón,  Cicerón  lo  es  tanto  como  Pitt,  ¿pero  acaso 
no  se  puede  ser  mas  orador  que  Pitt,  Cicerón  y Demóstenes? 

Y la  prueba  de  la  insuficiencia  de  los  medios  de  expresión  del  hombre, — con- 
tinúa,— está  en  que  en  ninguno  de  los  géneros,  en  ninguno  de  los  vientos  del  es- 
píritu él  ha  llegado  á la  perfección  aisladamente,  sin  el  apoyo  de  los  demás. 

El  gran  drama  que  se  ha  escrito  no  es  un  drama,  es  un  poema.  El  gran  poe- 
ma que  se  ha  escrito  no  es  un  poema  es  un  drama.  La  gran  novela  que  se  ha 
escrito  no  es  novela,  es  un  tratado  de  filosofía.  La  gran  filosofía  que  han  pensado 
los  hombres  no  es  un  escrito  filosófico,  es  una  novela. 

Cervantes  es  mas  filósofo  que  Volt.aire  porque  no  es  filósofo,  Dante  es  mas 
dramaturgo  que  Shakespeare  porque  no  es  dramaturgo,  Shakespeare  es  mas  poe- 
ta que  Dante  porque  no  es  poeta  y Voltaire  es  mas  novelista  que  Cervantes  por- 
que no  es  novelista. 

La  gran  obra,  la  obra  maestra,  la  obra  del  siglo  consiste  pues,  en  asimilar  los 
elementos,  en  restar  todos  los  defectos  de  los  diversos  factores  y en  dejar  las  be- 
llezas del  producto. 

La  gran  obra  la  he  de  hacer  yo, — grita  entusiasmado, — obra  exenta  de  críti- 
ca, obra-revolucion  ante  la  cual  se  postraran  los  génios,  porque  será  el  Helicón 
de  los  grandes  hombres  y la  cátedra  de  la  humanidad. 


626 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


IX 

Don  Crítico  escribió  el  libro  que  deseaba,  pero  dos  años  mortales  le  costó  su 
difícil  empeño,  dos  años  de  estudios,  dos  años  de  no  criticar;  parece  imposible 
que  el  espíritu  ofensivo  durmiera  tanto  tiempo  para  dejar  despierto  al  defensivo. 

En  los  círculos  literarios  era  muy  comentada  y discutida  la  retirada  honrosa 
que  del  campo  de  la  crítica  hiciera  nuestro  héroe,  con  el  objeto  de  enseñar  á los 
incipientes  y barbilampiños  literatos  de  que  manera  liabian  de  vaciar  sus  creacio- 
nes y como  habían  de  moldear  sus  ideas. 

Pero  es  el  caso,  que  conforme  don  Crítico  iba  adelantando  en  su  obra,  su  fa- 
milia á quien  como  buen  iilósofo,  había  olvidado,  y los  numerosos  amigos  que  fre- 
cuentaban su  domicilio,  notaron  que  el  sabio  y erudito  literato  que  tamaña  obra 
se  proponía,  disparataba  á veces  como  pudiera  hacerlo  un  aislado  de  un  manico- 
mio. Perdia  la  salud  y por  mas  de  que  su  cariñosa  esposa  le  rogaba  que  dejara  á 
otro  el  desempeño  de  su  difícil  cometido;  y de  que  no  faltase  desinteresado  amigo 
que  le  aconsejara  con  metafórico  lenguaje  que  no  envileciera  sus  grandes  ideas, 
dándolas  forma  corpórea,  sensual  y puramente  plástica,  don  Crítico  continuó  es- 
cribiendo y corrigiendo  lo  que  escribía,  con  criterio  tan  estrecho,  que  al  cabo  de 
los  dos  años  apénas  tenia  en  disposición  de  publicar  quince  ó veinte  cuartillas. 

No  inquietaba  esta  falta  de  original  al  autor  de  la  gran  obra,  pues  afirmaba, 
y no  sin  razón,  que  los  temas  tratados  en  pocas  palabras  tienen  mas  de  fondo  que 
de  forma;  y como  las  intenciones  y los  propósitos  del  atrevido  reformador  eran 
sobreponer  la  expresión  de  la  idea  á la  idea  de  la  expresión,  consideraba,  suficien- 
tes las  cuartillas  emborronadas  para  llenar  con  ellas  un  tomo. 

— Mañana  termino  mi  obra, — anunció  don  Crítico  en  su  cuotidiana  tertulia, 
donde  todos  los  dias  perdia  lastimosamente  tres  ó cuatro  horas. 

— Mañana  tendremos  el  gusto  de  admirarla, — exclamó  un  aspirante  á discí- 
pulo del  aspirante  á maestro. 

Y todos  los  contertulios  quedaron  en  silencio,  deseando  los  unos  aplaudir  el  ori- 
ginal-tratado-poema-drama-novela,  y poner  en  las  nubes  á su  autor;  llenos  de 
envidia  los  más,  al  suponer  que  la  fama  de  aquel  hombre  universal  iba  á borrar, 
como  por  ensalmo,  todos  los  nombres  célebres  é iba  á derribar  los  pedestales  sobre 
los  cuales  esperaban,  como  supremo  ideal,  ver  su  figura  de  bronce  ó de  piedra;  y 
creyéndole  loco  algunos,  pedían  desde  el  fondo  de  su  alma,  á voz  en  grito,  que 
se  sometiera  al  tratamiento  de  un  doctor  en  medicina,  el  doctor  en  utopias. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


627 


Cuando  se  retiró  don  Crítico  y cuando  despidió  en  la  puerta  de  su  casa  á los 
consabidos  satélites,  sin  los  cuales  no  puede  marchar  un  astro  de  cierto  viso  ó im- 
portancia, dispúsose  á trabajar  y á terminar  con  digno  remate  su  piramidal  es- 
crito. 

— Yo  consideraba  al  hombre  como  pequeño, — vociferaba  con  desentonadas  vo- 
ces al  colocarse  frente  á frente  de  su  pupitre, — yo  le  creia  un  pigneo,  pero  ahora, 
ahora  que  comprendo  la  grandeza  de  sus  miras,  ahora  que  aprecio  los  méritos  que 
atesora,  me  enorgullezco.  El  hombre  cuando  puede  como  yo  avasallar  al  espíritu 
y colocarlo  de  una  manera  suprasensible  sobre  una  hoja  de  papel,  es  un  Dios.  La 
inteligencia  se  embota  cuando  la  consagra  el  individuo  á resolver  problemas  ma- 
temáticos, á abrir  caminos,  á inventar  máquinas,  á luchar  á brazo  partido  con  el 
alma  de  la  materia,  la  electricidad.  El  sér  humano  no  es  grande  entonces,  porque 
las  acciones  y reacciones  que  origina  aniquilan  su  individualidad.  Una  chispa  de 
esa  fuerza  eléctrica  que  ha  encadenado  basta  para  acabar  con  su  existencia  labo- 
riosa; una  rueda  de  una  máquina  puede  en  un  segundo  romper  el  engranaje  de 
una  vida;  el  mar  traga  un  buque;  la  naturaleza  borra  su  camino;  y un  pequeño 
error  matemático,  una  sencilla  tergiversación  de  cifras  da  al  traste  con  todos  los 
resultados  del  problema.  El  dueño  de  la  materia  siendo  su  esclavo  cuando  puede 
ser  dictador  de  su  espíritu,  que  no  le  engañó,  que  le  obedece,  que  le  ayuda,  que 
le  alienta,  que  si  no  es  su  hijo  es  su  hermano,  porque  la  idea  creada,  suma  de  la 
inspiración  y del  esfuerzo  intelectual,  del  yo  impotencia  y del  yo  dinámico  des- 
ciende de  una  unión  tan  estrecha  que  no  pueden  desligarse  las  moléculas  que 
aprisionan  los  dos  cónyuges,  padres  del  pensamiento,  de  origen,  como  vemos,  her^ 
m afrodita. 

XII 

La  esposa  de  don  Crítico  llamó  dos,  tres  y cuatro  veces  á su  esposo,  que  sen- 
tado delante  de  su  mesa  se  hallaba  sumido  en  un  sopor  inexplicable;  luego  tuvo 
miedo  y llamó  en  su  auxilio  á los  amigos  que  esperaban  en  la  sala  la  lectura  del 
anunciado  libro. 

— ¡Mi  marido  no  responde! — exclamó  sollozando, — mi  marido  ha  muerto  qui- 
zás. ¡Maldita  ñlosofía  que  así  me  ha  arrebatado  el  cariño  y la  existencia  del  úni- 
co hombre  á quien  he  amado  en  mi  vida! 

— ¿Ha  muerto?  ¡No  es  posible! — gritaron  los  amigos, — su  nombre  es  inmor- 
tal, quedará  escrito  en  la  historia. 


628 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Pero  la  pobre  mujer  á quien  no  consolaban  los  atinados  raciocinios  de  los  cir- 
cunstantes: 

— ¡ Un  médico! — gritó, — ¡un  médico! 

Y á los  pocos  minutos  apareció  elegantemente  vestido,  con  un  clavel  en  el 
ojal  de  la  levita,  un  joven  doctor  y algo  más,  de  muchas  damas  elegantes;  mas 
conocido  en  los  círculos  y reuniones  de  la  buena  sociedad,  que  en  los  hospitales  y 
casas  de  socorro. 

— ¡Doctor,  por  Dios! — exclamó  la  desgraciada  esposa, — salvad  á mi  marido, 
si  es  posible,  salvadle. 

— Considerad, — interrumpió  un  castizo  y correcto  hablista,  discípulo  del  en- 
fermo,— que  el  señor  á quien  vais  á asistir  es  el  famoso  don  Crítico,  víctima  de 
un  accidente,  después  de  haber  finalizado  una  obra  tan  grande  de  suyo,  que  bas- 
ta una  página  para  cambiar  el  aspecto  del  haz  de  la  tierra. 

Don  Crítico,  no  muerto  como  se  creía.;  al  oir  tanto  grito  y tantos  lamentos, 
levantó  la  cabeza,  alzóse  del  sillón  y apretando  los  dientes  é hinchándosele  los 
ojos,  quiso  abalanzarse  al  doctor,  lo  cual  no  llegó  á suceder,  gracias  á la  actitud 
defensiva  que  tomó  el  discípulo  de  Galeno. 

Cuando  llegó  la  reacción  volvió  á sentarse  en  su  sillón  el  enfermo  y comenzó 
á verter  abundantes  lágrimas. 

— ¡Doctor,  doctor!  ¿Qué  tiene  mi  esposo? — interrogó  ávidamente  la  buena 
señora. 

El  médico  con  acento  misterioso  y como  queriendo  dar  gran  importancia  á sus 
palabras,  contestó: 

— Vuestro  esposo  está  loco. 

— ¡Loco,  loco,  don  Crítico!  ¡Mentira!  ¡Es  una  infamia,  es  una  atrocidad  su- 
poner eso!  Se  llama  loco  al  génio,  se  dice  que  la  filosofía  es  una  locura, — grita- 
ron los  filósofos, — ¡guerra  á la  ciencia! 

El  doctor  saludó  con  una  estudiada  cortesía  y á pesar  de  las  declaraciones  de 
los  hombres  de  saber,  don  Critico  ingresó  en  un  manicomio. 

IV 

El  doctor  del  establecimiento  era,  aparte  de  su  ciencia  indiscutible,  un  hom- 
bre práctico.  Hizo  poesías  en  sus  verdes  años,  pero  desengañado  de  tan  poco  lu- 
crativa ocupación,  penetró  en  las  aulas  de  San  Cárlos,  de  las  que  salió  con  una 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


629 


reputación  hecha  de  sabio  y de  hábil  médico.  Entró  en  la  secta  (permítasenos  la 
palabra),  de  los  alienistas,  y conquistó  fama  por  haberse  separado  de  la  escuela 
de  algunos  doctores  tan  empeñados  en  hallar  la  locura  por  doquiera;  doctores  que 
acabarán  todos  sin  excepción,  confundidos  con  sus  enfermos. 

Este  director,  cuyo  nombre  ni  recuerdo  ni  hace  al  caso,  logró,  que  no  es  poco, 
curar  radicalmente  á nuestro  don  Crítico  de  su  reblandecimiento  de  sesera  á fuer- 
za de  buenos  alimentos,  de  Jerez  y Málaga,  Deus  ex  machina  de  la  filosofía  posi- 
tivista. 

Don  Crítico  salió,  pues,  vivo  y sano  de  aquella  mansión,  en  la  cual,  según  el 
parecer  de  un  distinguido  escritor  merecen  estar  todos  los  hombres  que  no  lle- 
van en  los  piés  el  difamante  grillete  del  presidiario. 

Su  obra,  entre  tanto,  habíase  publicado:  algunas  revistas  se  ocuparon  de  ella 
con  elogio,  otras  la  censuraron,  y en  cuanto  al  público  en  general  no  paró  mien- 
tes en  ella.  Sin  embargo,  los  amigos  del  doctor,  accediendo  á los  ruegos  de  suya 
consolada,  esposa,  nada  le  hablaron  sobre  su  libro,  del  cual  no  se  acordaba  el  filó- 
sofo. 

— Volveré  á criticar  como  antes; — tales  fueron  las  primeras  palabras  bien 
coordinadas  que  pronunció. 

Y dicho  y hecho.  Hojeó  los  tratados  nuevos,  los  nuevos  folletos,  los  volúrne- 
menes  de  historia  recientes,  las  novelas  en  boga,  los  innumerables  tomos  de  poe- 
sías, y creyó  ver  en  todos  los  libros  un  cúmulo  de  defectos.  Las  obras,  según  él. 
no  eran  mas  que  defectos  andando  que  tomaban  vida  perenal  y ficticia,  que  an- 
helaban ser  algo  y no  eran  nada.  Vió  solo  las  debilidades  de  los  grandes  hom- 
bres, las  contradicciones  constantes,  el  ridículo  jugando  con  el  sublime,  el  tono 
enfático  que  reemplaza  á la  verdad,  la  charlatanería  elocuente  del  hombre-bi- 
blioteca; vió,  en  fin,  lo  que  se  vé  siempre,  la  crítica;  llámese  Aristófanes,  J uve- 
nal,  Ra, heláis,  Quevedo,  Voltaire  ó don  Crítico. 

Otra  vez  la  idea  de  producir  una  obra  modelo  vino  á atormentarle. 

— Todo  lo  que  se  ha  escrito  no  vale  nada, — dijo. 

Y cogiendo  un  folleto  olvidado  sobre  su  mesa  lo  hojeó. 

Pasó  una  página  y al  acabarla  lauzó  una  maldición,  pasó  otra  que  rasgó  con 
ira,  ante  las  demás  se  sonrió,  prorumpiendo  al  terminar  su  lectura  en  una  desco- 
munal carcajada. 

— ¡Se  han  podido  escribir  en  tan  poco  espacio  mas  disparates! — gritó. 

Tomó  la  pluma  y con  estilo  sazonado  de  sátira,  en  el  cual  bullia  el  talento 

tomo  I,  *79 


630 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 

puesto  al  servicio  de  la  mala  intención,  hizo  una  critica  de  aquella  obra,  ¡qué 
crítica!  Era,  podemos  asegurarlo,  la  obra  maestra  del  famoso  escritor. 

En  ella  se  censuraban  los  conceptos  rebuscados,  la  falta  de  originalidad,  la 
'premiosidad,  las  ideas  mal  concebidas  y peor  desarrolladas.  Aquella  obra  era  una 
plaga  y él  el  insecto  que  chupaba  la  sangre. 

— ¿Quién  ha  podido  escribir  este  mamarracho? — vociferó  riendo. — Veamos  el 
nombre  del  autor. 

Y fijó  su  mirada  en  la  cubierta,  en  la  que  con  letras  grandes  se  veian  escri- 
tas las  siguientes  palabras: 

La  ohra  maestra.  Tratado-drama-poema-novela,  por  don  Crítico. 


jU 


por  D.  Pedro  Arnó. 


ESI/?.  as  antiguas  Cortes  de  la  Monarquía  Española  eran  esen- 

*A'">  cialmente  distintas  de  las  modernas. 

Aquellas  nacieron  con  los  vicios  inherentes  á su  época. 
En  ellas  campeaban  los  privilegios  y se  establecía  la  se- 
paración de  las  clases  ó gerarquías  sociales.  Los  brazos 
noble  y eclesiástico  tenían  sus  representaciones,  separados  del  brazo 
popular,  que  se  componía  de  los  procuradores  de  las  villas  y ciuda- 
des. Una  gran  parte  del  pueblo  español  carecía  de  representación. 
Las  Córtes  solo  se  juntaban  cuando  eran  convocadas  por  los  monar- 
cas, y sus  atribuciones  eran  por  demás  limitadas.  En  los  últimos 
reinados  su  influencia  había  decaído  de  tal  manera,  que  ni  se  opu- 
sieron á la  destrucción  de  los  antiguos  fueros,  ni  á las  exacciones  de  los  gobier- 
nos, ni  á los  abusos  de  los  privados.  Los  nobles  se  habían  convertido  en  cortesa- 
nos, los  clérigos  habían  renunciado  á defender  los  intereses  generales  para  con- 
sagrarse á los  intereses  del  altar  y al  establecimiento  déla  dominación  teocrática, 
y los  procuradores  en  Córtes  habían  sido  corrompidos  por  la  dádiva  ó atemorizados 
por  las  persecuciones.  Ultimamente  hasta  esta  sombra  de  representación  había 
caído  en  desuso. 


I.OS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


G32 

En  medio  de  tan  profunda  decadencia,  vino  la  invasión  francesa  á exaltar 
hasta  el  heroísmo  el  amor  patrio  de  los  españoles. 

Huérfana  la  nación  de  gobiernos  y de  instituciones  propias,  nacieron  las  mo- 
dernas Cortes  ([iie  vinieron  á representar  la  unión  de  todos  los  pueblos  españoles, 
para  acometer  la  empresa  de  librar  la  patria  de  sus  invasores  y fundar  de  nuevo 
un  orden  social.  El  año  181*2  es,  por  consiguiente,  el  punto  de  partida  de  una 
nueva  época  de  la  historia  patria. 

Así  la  institución  de  las  Cortes  modernas,  nacida  al  calor  de  la  mas  brillante 
de  nuestras  luchas  nacionales,  se  halla  rodeada  de  la  aureola  de  un  prestigio  muy 
parecido  á la  veneración. 

En  aquella  famosa  época,  el  imperio  español  comprendía  aun  la  mayor  parte 
del  Nuevo  Mundo.  Hombres  de  ambos  hemisferios  y de  todos  los  climas  fueron 
convocados  en  el  estrecho  recinto  de  la  invicta  Cádiz,  para  defender  la  mas  santa 
de  las  causas. 

Las  provincias  peninsulares,  holladas  en  toda  su  extensión  por  los  cascos  de 
los  caballos  del  conquistador,  enviaban  á aquel  baluarte  de  nuestra  independen- 
cia sus  hombres  mas  eminentes.  Allí  se  encontraron  el  clásico  Martínez  de  la 
Rosa,  el  divino  Arguelles,  el  ilustre  Jovellanos,  el  laureado  Quintana,  el  histo- 
riador Toreno,  el  economista  Flores  Estrada  y otros  varones  ilustres,  cuyos  pe- 
chos no  alimentaban  mas  aspiración  que  libertar  la  pátria  de  la  codicia  y las  depre- 
daciones del  extranjero,  y constituirle  en  una  libre,  poderosa  y feliz  nación. 

¡Tiempos  grandiosos  aquellos,  en  que  la  Nación  Española  había  quedado  re- 
ducida á una  microscópica  isla,  y sin  embargo,  en  su  asediado  recinto  se  dicta- 
ban leyes  para  ambos  mundos!  ¡Tiempos  heroicos  aquellos  en  qué  el  voto  popu- 
lar se  ejercía  en  medio  del  fragor  de  los  combates,  y los  representantes  del  pue- 
blo se  filtraban  como  espectros  entre  mil  peligros  á través  de  los  ejércitos 
enemigos,  para  acudir  al  llamamiento  del  patriotismo  y cumplir  el  mandato  de 
la  voluntad  nacional!  ¡Tiempos  sublimes  aquellos  en  que  se  proclamaba  el  dere- 
cho á despecho  de  1a.  fuerza  triunfante,  y en  qué  se  dictaba  el  célebre  código  del 
año  1812,  mientras  las  bombas  francesas  estallaban  á los  piés  de  nuestros  legis- 
ladores ! 

Entonces  creyeron  los  políticos  españoles  haber  regenerado  la  pátria  y haber 
hecho  una  obra  inmortal.  Ni  las  persecuciones,  ni  los  calabozos,  bastaban  para 
quebrantar  por  un  momento  su  invencible  constancia,  y su  ferviente  amor  á las 
instituciones  que  habían  sido  su  obra. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


633 

¡Mas,  olí  fatalidad!  ¡El  liombre  en  su  orgullo  insensato  cree  levantar  impere- 
cederos monumentos,  cuando  alza  columnas  de  barro  que  derriba  el  huracán  de 
las  revoluciones  ó destruye  la  carcoma  del  tiempo!  Por  dos  veces  la  hidra  del  ab- 
solutismo ha  pisoteado  aquellas  venerandas  reliquias,  símbolo  de  tan  gloriosos 
recuerdos.  Las  revoluciones  y motines  se  lian  sucedido,  y las  guerras  civiles  han 
empapado  en  sangre  nuestro  suelo.  Al  código  de  1812,  ha  sucedido  el  de  1837; 
á éste,  el  de  1845:  luego  el  proyecto  de  1854;  en  seguida  la  constitución  de 
1869,  y últimamente  la  de  1876. 

Las  grandes  figuras  de  la  independencia  ya  no  existen,  y los  hombres  políti- 
cos se  han  ido  empequeñeciendo  cada  vez  mas.  A la  fé  inquebrantable,  ha  suce- 
dido el  escepticismo;  á los  principios,  los  intereses;  al  patriotismo,  la  ambición: 
á la  lucha  leal,  la  intriga  sorda;  al  mérito,  el  favoritismo;  al  trabajo,  la  empleo- 
manía; á la  representación  genuina  del  pueblo,  los  candidatos  oficiales;  ú la 
literatura,  la  insípida  garrulería;  y á los  oradores,  los  declamadores  y los  charla- 
tanes. Hasta  los  conspiradores  han  degenerado  en  petardistas  de  portal. 

Aquellas  grandes  figuras  que  á principios  del  siglo  fundaban  la  libertad  pá- 
lida, han  sido  reemplazadas  por  verdaderas  caricaturas;  y la  cima  del  poder  hoy 
solo  se  alcanza  por  el  camino  de  las  abdicaciones,  de  la  cúbala  y de  la  apostasía. 

Todo  hombre  que  aspira  á tener  importancia  política,  empieza  por  pretender 
ser  diputado,  porque  el  escaño  del  Congreso  es  un  escabel  desde  el  cual  se  sube  á 
todas  partes. 

Los  abogados  sin  pleitos,  los  militares  ambiciosos,  los  negociantes  poco  afor- 
tunados, los  ingenieros  sin  empresas,  los  poetas  tronados,  los  atildados  académi- 
cos, los  leguleyos  de  aldea,  los  monagos  de  las  iglesias  y los  aventureros  de  todas 
layas  y condiciones,  aspiran  ú dar  al  país  leyes  gratis,  poniendo  muchas  veces 
dinero  de  su  bolsillo  encima. 

Brotan  por  todos  los  ámbitos  de  nuestro  suelo,  como  la  zizaña  brota  expon- 
láneamente  entre  el  trigo,  ejércitos  de  candidatos,  que  caen  sobre  el  país  como 
nubes  de  langosta. 

El  cargo  de  diputado  es  gratuito,  y sin  embargo  es  el  mas  codiciado;  el  car- 
go de  diputado  nada  produce,  y no  obstante  vemos  que  los  diputados  se  hacen 
grandes  posiciones.  Este  es  un  enigma  digno  de  ser  descifrado. 

Como  por  ese  sistema  parlamentario  de  marca  inglesa,  el  voto  del  diputado 
sostiene  ó derriba  los  gobiernos,  ese  voto  puede  ser  objeto  de  un  lucrativo  y disi- 
mulado comercio. 


634 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Si  el  voto  no  da  sueldo,  da  influencia  que  puede  muy  bien  ser  aprovechada 
para  los  negocios.  Con  influencia  se  conquistan  altos  empleos  en  la  política  y la 
administración,  se  obtienen  ventajosas  contratas  y concesiones  magníficas,  se  ac- 
tivan expedientes  arrinconados,  se  tapan  ciertas  faltas  ó delitos  v hasta  se  ocul- 
tan ciertas  irregularidades . 

Madrid  es  un  pueblo  burocrático,  donde  van  á parar  por  el  mecanismo  de 
nuestra  organización  y de  nuestra  política,  todas  las  pretensiones,  todas  las  soli- 
citudes, todos  los  pleitos,  donde  vana  terminar  en  definitiva  todos  los  negocios  y 
donde  tienen  que  resolverse  todos  los  problemas  de  la  vida  social  de  la  nación. 
Creer  que  los  madrileños  se  han  de  ocupar  todos  los  dias  expontáneamente  de  las 
veinte  mil  y una  cuestiones  y asuntos  de  una  multitud  de  rincones  de  España 
que  no  conocen  ni  lian  oido  nombrar,  seria  creer  que  son  tontos;  y la  prueba  que 
no  lo  son,  ni  por  el  pelo,  está  en  que  existen  en  todos  los  ministerios  miles  y mi- 
les de  empolvados  expedientes,  que  hace  años  duermen  tranquilamente  el  sueño 
del  olvido. 

Cualquiera  que  pretenda  algo  en  Madrid  no  debe  consultar  nunca  si  su  pre- 
tensión es  justa  ó injusta,  racional  ó absurda;  lo  único  que  debe  consultar  es  si 
las  influencias  con  que  cuenta  son  bastante  poderosas  para  arrollar  los  obstáculos 
que  se  opongan.  Las  influencias  y empeños  todo  lo  mueven,  y sin  ellas  no  hay 
estímulo  ni  fuerza  que  empuje  la  administración. 

Todo  aquel  que  tiene  negocios  pendientes,  necesita  un  agente  que  pueda  im- 
ponerse; y como  el  diputado  da  el  voto  al  gobierno  y el  elector  se  lo  da  al  diputa- 
do, de  ahí  que  el  diputado  sea  el  natural  agente  de  negocios  del  elector  y del 
distrito. 

TiO  que  acontece  respecto  de  las  localidades  y de  los  electores,  sucede  también 
con  relación  á los  diferentes  gremios  de  que  se  compone  la  sociedad.  Uno  preten- 
te ir  á las  Cortes  á representar  la  clase  militar,  otro  la  de  los  médicos,  éste  la  de 
los  proletarios,  aquél  la  de  los  comerciantes,  proponiéndose  cada  uno  de  estos  re- 
presentantes defender  los  intereses  de  su  gremio,  tratar  de  obtener  concesiones  y 
beneficios  para  la  comunidad  que  representa,  y apoyar  todas  las  pretensiones  in- 
dividuales y colectivas  de  sus  colegas. 

Convertidos  los  diputados  en  agentes  de  negocios,  en  representantes  de  miras 
individuales  y en  gerentes  de  intereses  de  localidad  ó de  clase,  el  carácter  del 
legislador  queda  completamente  bastardeado,  empequeñecido,  contrahecho,  fal- 
sificado. La  mayor  parte  de  los  españoles  que  vivimos  en  provincias,  no  vemos 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


635 


en  nuestra  candidez  al  diputado  mas  que  en  el  parlamento,  ó estudiando  los  gran- 
des problemas  sociales  sobre  que  lian  de  versar  las  leyes,  ó preparándose  para  la 
ludia  atlética,  en  que  por  medio  de  su  elocuencia  va  á sacar  triunfante  la  verdad 
y la  justicia;  pero  los  que  ven  las  cosas  de  cerca  saben  que  las  escenas  parlamen- 
tarias son  actos  de  una  comedia  preparada  de  antemano,  que  los  grandes  discur- 
sos solo  sirven  para  la  satisfacción  del  amor  propio  ó para  provocar  los  aplausos 
de  la  multitud,  y que  en  las  discusiones  de  las  Cortes  nadie  convence  á nadie, 
porque  las  mayorías  y las  minorías  van  allí  regimentadas  con  su  santo  y seña  v 
votan  según  los  compromisos  contraidos  de  antemano.  Estos  compromisos  se  for- 
man en  los  cabildeos  é intrigas  á que  da  lugar  la  gestión  de  sus  negocios  parti- 
culares, en  los  despachos  y antesalas  de  los  ministerios. 

Como  un  diputado  podría  pesar  poco  por  no  tener  mas  que  un  voto,  se  juntan 
diez,  ó veinte,  ó treinta,  si  es  necesario,  hacen  sociedad  para  apoyar  mútuamen- 
te  sus  pretensiones,  escogen  á uno  de  ellos  para  gerente  de  la  sociedad,  y cons- 
tituyen uno  de  esos  grupos  que  se  imponen  á los  gobiernos  ó que,  maniobrando 
hábilmente  y haciendo  maravillas  de  equilibrio  entre  el  ministerio  y la  oposición, 
han  logrado  mas  de  una  vez  contraer  alianzas  en  condiciones  muy  ventajosas 
para  sus  miembros. 

Así,  pues,  el  primer  problema  que  debe  proponerse  resolver,  todo  aspirante  á 
político,  es  la  manera  de  conseguir  la  alta  investidura  de  representante  del  pue- 
blo ó lo  que  es  lo  mismo  de  diputado  á Cortes;  y desde  el  momento  en  que  tal 
cosa  se  proponga,  sienta  plaza  de  candidato. 

En  este  caso  entra  en  cuentas  consigo  mismo,  y echa  de  ver  desde  luego  que 
para  ser  diputado  necesita  serlo  por  alguna  parte.  Lo  que  procede,  pues,  es  bus- 
car esa  ínsula  Barataría  que  se  llama  distrito  electoral,  á la  cual  se  llega  por  muy 
variados  caminos,  aun  cuando  todos  sean  igualmente  escabrosos. 

La  historia  de  un  candidato,  desde  que  se  echa  á nadar  por  esos  mares  proce- 
losos y agitados  de  la  política  en  busca  de  distrito,  hasta  que  consigue  la  apoteo- 
sis del  triunfo  ó las  amarguras  del  desengaño,  los  antecedentes  que  le  acompa- 
ñan, la  série  de  vicisitudes  que  tiene  que  pasar,  los  sustos  y desaires  que  recibe 
y los  diversos  papeles  que  representa  en  la  farsa  electoral,  darían  sobrante  mate- 
ria para  trazar  una  verdadera  epopeya,  que  escrita  por  una  pluma  ejercitada, 
formaría  un  vivo  monumento  de  la  corrupción  y de  los  vicios  mas  íntimos  de  la 
sociedad  en  que  vivimos;  seria  la  Odisea  deforme  de  estos  tiempos,  en  que  se  ven 
formando  repulsivo  contraste  cosas  tan  grandes  al  lado  de  tan  repugnantes  miserias, 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


636 

El  tipo  del  candidato  presenta  muchas  variedades.  Hay  el  candidato  de  par- 
tido, que  va  siendo  escaso;  la  notabilidad  de  aldea,  que  también  abunda  poco;  el 
candidato  feudal,  conservado  en  algunos  distritos  por  la  tradición;  el  candidato 
cunero,  que  empieza  por  buscar  su  distrito  en  el  mapa;  y el  candidato  camaleón, 
que  es  el  que  con  mas  abundancia  pulula  por  todas  partes.  Estas  dos  últimas  va- 
riedades son  las  mas  comunes  en  nuestros  tiempos,  encontrándose  muchas  veces 
reunidas  en  un  solo  individuo. 

Vamos  á presentar  uno  de  los  modelos,  para  que  lo  clasifique  quien  esté  fami- 
liarizado con  la  ciencia  de  Cuvier  y de  Linneo.  Es  un  verdadero  tipo,  que  carac- 
teriza nuestra  época,  que  hemos  conocido  personalmente,  y que  quizás  se  honre 
con  la  amistad  de  alguno  de  nuestros  lectores.  Tal  vez  con  el  tiempo  llegue  á 
ser  ministro  de  la  Corona  ó consiga  hacerse  interesante  en  la  emigración,  pues 
en  nuestra  tierra,  de  la  poltrona  ministerial  al  destierro  no  hay  mas  que  un 
paso. 

Aun  cuando  nuestro  héroe  tiene  su  nombre  de  pila  v hasta  se  permite  el  lujo 
de  tener  apellido  desde  que  nació,,  le  bautizaremos  de  nuevo  llamándole  Juan 
Bambolla,  porque  en  nuestra  proverbial  circunspección,  no  nos  gusta  señalar  á 
nadie  con  el  dedo. 

Juan  Bambolla  nació  en  un  pueblo  de  escaso  vecindario,  aprendió  á leer  mal 
a escribir  peor,  llegó  á saber  aritmética  casi  lo  suficiente  para  ajustar  la  cuenta 
de  la  lavandera,  v estudió  un  poco  de  historia  en  las  novelas  de  Fernandez  y 
González  y en  algunos  dramas  de  Zorrilla. 

En  estas;  lecturas  echó  de  ver  que  su  nombre  coincidía  con  él  de  muchos  per- 
sonajes ilustres,  como  Juan  sin  Tierra,  Juan  de  Juanes,  Juan  Tenorio,  Juan  Bra- 
vo, Juan  de  Austria  y Juan  de  Lanuza.  Experimentó  una  secreta  fruición,  al 
enterarse  de  que  Juanes  se  llamaron  no  pocos  papas  y algunos  de  nuestros  anti- 
guos reyes,  y do  que  Juan  se  llamó  el  último  rey  de  Sajón ia.  Aun  fue  mayor  su 
entusiasmo,  al  venirle  á las  mientes  que  el  desgraciado  Juan  Prim  ha  sido  una 
de  las  figuras  que  mas  ha  dado  que  hablar  á la  historia  contemporánea.  En  fin, 
Bambolla  se  acordaba  de  todos  los  Juanes  célebres;  pero  jamás  tuvo  la  humorada 
de  recordar  al  no  menos  renombrado  Juan  Lanas. 

Persuadido  nuestro  protagonista  de  que  su  nombre  le  daba  autorización  para 
aspirar  á todo,  desde  sacristán  hasta  papa  y desde  ranchero  hasta  rey,  emprendió 
la  marcha  hácia  la  córte,  cabalgando  en  un  jumento  que  tomó  prestado  sin  per- 
miso de  su  dueño,  y llevando  en  el  bolsillo  la  suma  de  veinte  cuartos.  Estaba  tan 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


G37 


firmemente  decidido  á hacer  reconocer  á todo  el  mundo  sus  derechos,  como  el  tur- 
co, por  medio  del  alfanje,  la  verdad  del  Coran. 

Durante  mucho  tiempo  hizo  la  vida  de  un  perfecto  bohemio.  Un  dia  cornia  el 
rancho  en  un  cuartel,  otro  dia  pescaba  una  buena  comida  de  convite,  hoy  duer- 
me en  los  bancos  de  las  plazuelas,  ayer  se  alojaba  en  un  mesón,  donde  se  reco- 
gen los  mendigos  de  oficio  á pasar  el  balance  de  las  ganancias  del  dia,  y á po- 
nerse alegres  á la  salud  de  sus  buenos  y caritativos  clientes. 

Un  dia  encontró  un  billete  de  banco  de  diez  duros  al  volver  una  esquina,  y 
exclamó  con  el  estoicismo  del  hombre  que  marcha  seguro  y tranquilo  hacia  un 
porvenir  cierto: 

— ¡Mi  fortuna  empieza! 

Fuese  al  rastro  y compró  una  maleta  vieja  que  le  costó  diez  reales,  llenóla  de 
piedras  y pingajos  para  que  abultase,  y con  ella  en  la  mano  se  instaló  en  una 
casa  de  huéspedes  de  medio  pelo. 

Ya  tienen  ustedes  á nuestro  hombre  hecho  un  personaje.  Tiene  relativamente 
buena  cama,  buena  mesa,  se  permite  poseer  hasta  una  pesada  maleta,  y lo  que 
es  más,  ¡nueve  duros  y medio  en  el  bolsillo ! 

Los  que  no  conocen  la  córte,  no  pueden  imaginarse  lo  que  es  un  bohemio  con 
semejantes  elementos.  Bismark,  con  todo  su  principado,  no  lo  iguala. 

Si  con  medio  duro  se  proporcionó  todo  lo  que  va  referido,  ¿qué  maravillas  no 
baria  con  los  nueve  y medio  restantes?  Vistióse  con  elegancia,  frecuentó  los  ca- 
fés, se  metió  en  las  redacciones  de  los  periódicos,  y hasta  se  permitió  echarse  una 
novia,  hija  única  de  un  comerciante  retirado  de  los  negocios. 

Juan  Bambolla  se  puso  un  dia  á meditar,  y comprendió  que  todo  su  capital 
no  era  bastante  para  abrirle  todavía  las  puertas  de  los  salones;  pero  le  franquea- 
ba la  entrada  en  clubs  demagógicos,  donde  sus  pocos  recursos  serian  una  reco- 
mendación, mientras  su  audacia  y verbosidad  harían  lo  demás. 

Al  poco  tiempo  asistió  á una  reunión  de  barrio.  Componíase  la  reunión  de  fe- 
derales avanzados  hasta  tocar  la  pared  de  enfrente.  Allí  se  proclamó  el  socialis- 
mo y la  Internacional,  algunos  dieron  vivas  á los  nihilistas  y otros  excesos.  Se 
lanzaron  invectivas  contra  diversas  clases  sociales  é instituciones,  se  apostrofó 
igualmente  á Figueras  que  á Pí  y Margall,  se  proclamó  la  destitución  de  estos 
jefes  del  partido,  y se  acordó  que  era  inútil  y atentatorio  á la  libertad  humana 
todo  linaje  de  autoridad.  En  consecuencia,  fué  resuelto  que  se  celebrasen  las  re- 
uniones sin  presidente,  y que  cada  uno  de  los  congregados,  en  uso  de  su  sagra- 

TOMO  I.  80 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


do,  absoluto,  inviolable,  ilegislable  é inalienable  derecho,  dijese  todo  aquello 
que  le  diese  la  gana,  en  la  forma  y tiempo  que  se  lo  antojase. 

Armóse  allí  una  marimorena  que  prometía  acabar  enseñándose  á volar  á los 
bancos,  cuando  Juan  Bambolla  se  encarama  en  una  silla,  impone  atención  á to- 
dos ahuecando  la  voz,  y lanza  sobre  la  agitada  muchedumbre  un  discurso  de 
guardacantón,  en  que  declara  que  la  propiedad  es  un  robo  y el  robo  una  propie- 
dad, que  la  herencia  es  una  infamia,  que  toda  autoridad  es  una  tiranía  y que  los 
reyes  son  los  vampiros  do  los  pueblos.  Agrega  que  los  trabajadores  deben  gober- 
nar á los  amos  y que  es  necesario  que  cuanto  antes  venga  la  liquidación  social, 
para  que  los  descamisados,  á quienes  se  ha  robado  la  camisa,  se  conviertan  en 
propietarios  y puedan  echar  todos  los  dias  una  gallina  en  el  puchero.  Finalmente, 
concluye  manifestando  que  es  indispensable  cortar  veinte  mil  cabezas  para  puri- 
ficar la  atmósfera  política,  que  la  dinamita  debe  cauterizar  las  llagas  sociales,  y 
el  petróleo  debe  rociar  los  edificios  públicos,  para  que  el  fulgor  de  su  incendio 
ilumine  el  gran  dia  do  la  regeneración  social. 

A cada  frase,  frenéticos  aplausos  interrumpían  el  discurso  de  Juan  Bambolla, 
que  hubiera  sido  coronado  de  flores,  si  aquellos  buenos  ciudadanos  de  la  repúbli- 
ca universal  hubiesen  tenido  á mano  eljardin  de  algún  rico  que  desnudar, 

Juan  fué  desde  entonces  un  héroe  popular.  Aclamado  protector  y redentor  del 
pueblo,  todos  se  disputaban  el  honor  de  estrecharle  la  mano.  El  club  le  engalanó 
con  el  título  de  ciudadano  benemérito  de  la  patria,  y por  fin,  fué  comisionado 
para  representar  el  barrio  ante  el  comité  de  distrito. 

Como  se  vé,  la  fortuna  empezaba  á sonreirle.  Su  crédito  crecia  al  compás  de 
su  importancia  política,  y envuelto  en  el  aura  popular,  esperaba  trepar  á los  mas 
encumbrados  puestos  políticos,  así  que  se  presentase  la  primera  revolución. 

Un  dia  averiguó  por  casualidad  que  tenia  un  pariente  con  una  brillante  posi- 
ción en  Madrid,  y se  dispuso  á hacerle  una  visita. 

Llamábase  el  aludido  pariente  don  Pantaleon  Miguez  de  Urdaeta,  era  gentil 
hombre  de  Su  Majestad,  y una  porción  de  otras  yerbas  y campanillas.  Su  fortu- 
na política  tenia  por  base  el  haber  tomado  una  parte  activa  en  los  hechos  que 
dieron  por  resultado  la  restauración.  Era  diputado,  y dirigia  en  el  Congreso  un 
grupito  que  no  era  el  del  reloj . Habia  sido  canovista,  pero  á su  debido  tiempo 
hizo  una  evolución,  que  le  puso  en  buenas  condiciones  para  ingresar  en  las  filas 
del  fusionismo. 

Los  diputados  que  acaudillaba  no  estaban  del  todo  contentos  de  la  gestión  de 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


639 

los  negocios  comunes,  y empezaban  á desgranarse;  mas  don  Pantaleon,  viendo 
mermar  su  prestigio  é importancia  política,  meditaba  en  el  modo  de  rehacerse, 
cuando  cayó  en  su  casa  como  llovido  del  cielo  nuestro  amigo  Bambolla. 

Después  de  darse  mutuamente  á conocer,  mediaron  entre  ambos  las  naturales 
expansiones  propias  de  parientes  que  se  ven  por  primera  vez  en  la  vida,  y un  ti- 
roteo de  preguntas  y respuestas  en  averiguación  del  estado  y peripecias  de  lodos 
los  parientes,  allegados  y conocidos,  puso  término  á esta  parte  del  diálogo. 

Por  ñn,  don  Pantaleon,  que  venia  á ser  tio  de  Bambolla,  dijo  á éste: 

— Vamos,  Juan,  ¿te  gustaria  ser  diputado? 

— Y ¿cómo  se  consigue  esa  breva,  señor  don  Pantaleon? 

— Eso  no  te  dé  cuidado,  que  todo  ello  queda  á mi  cargo.  Sigue  mis  consejos, 
cumple  bien  todas  mis  instrucciones,  marcha  siempre  por  mi  camino,  que  yo  te 
protegeré  y te  liaré  hombre  de  provecho. 

— Puede  usted  contar  conmigo  en  todo  y para  todo. 

— Así  me  gustan  los  hombres:  decididos.  ¿Te  has  dedicado  algo  á la  política? 

— ¡Ya  lo  creo!  Soy  miembro  del  Comité  federal  de  la  Latina. 

— Eso  no  vale  nada,  perqué  ese  partido  no  es  de  porvenir,  al  menos  por  aho- 
ra. Tiempo  tendrás  de  meterte  entre  ellos,  si  algún  dia  pueden  dar  algo  de  sí. 

— Como  tengo  también  tiempo  de  dejarles,  sobre  todo  si  se  trata  de  tomar  po- 
siciones mas  ventajosas.  Lo  que  yo  anhelo,  señor  don  Pantaleon,  es  poner  mis 
piés  en  un  camino  que  conduzca  á alguna  parte. 

— Desde  luego  tienes  que  hacerte  ministerial.  El  gobierno  necesita  adictos,  y 
con  él  puede  irse  por  ahora  á todas  partes.  Te  tengo  ya  un  distrito,  que  será  para 
tí  la  viña  del  Señor.  Desde  hoy  eres  candidato  de  Piernas  Quebradas,  y tú  has 
de  ser  su  diputado,  ó no  quedará  teja  en  los  tejados,  y se  vendrá  el  mundo  abajo, 
y nos  oirán  los  sordos. 

— ¿Y  donde  se  encuentra  ese  distrito,  querido  tio? 

— Ya  lo  sabrás  á su  debido  tiempo;  y sobre  todo,  siempre  te  queda  para  ave- 
riguarlo el  recurso  del  mapa,  y el  diccionario  de  don  Pascual,  que  te  dirá  cuanto 
sea  menester.  Lo  que  ahora  conviene  es  que  te  presentes  á don  Práxedes,  quien 
ya  está  prevenido  de  que  yo  necesito  diez  distritos  para  mis  amigos,  so  pena  de 
hacer  un  acto  político  y dejar  al  gobierno  medio  descalabrado. 

— ¿Y  con  qué  pretexto  me  voy  á presentar  á Sagasta? 

— Yo  te  doy  un  besa  la  mano,  en  que  te  declaro  uno  de  mis  amigos  políticos, 
te  presentas,  haces  algunas  protestas  de  ministerialismo,  sin  olvidarte  de  la  frase 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


sacramental  aquella  de  la  libertad  hermanada  con  el  orden  y el  respeto  á las  altas 
instituciones,  y por  fin,  le  pides  el  apoyo  del  gobierno  para  el  distrito  de  Piernas 
Quebradas. 

— Apuntaré  el  nombre  del  distrito,  no  sea  que  se  me  vaya  á olvidar.  Pero,  ¿y 
si  el  Presidente  liuele  que  estoy  metido  basta  los  huesos  en  el  zarandeo  federal, 
¿no  me  echará  con  cajas  destempladas? 

— Veo  que  eres  todavía  muy  cándido,  querido  Juan.  El  gobierno  tiene  mas 
interés  en  atraer  á los  enemigos,  que  en  contentar  á los  amigos.  Por  el  contrario, 
será  de  buen  efecto  que  dés  á entender  con  habilidad  y disimulo,  que  si  el  go- 
bierno no  te  apoya,  te  tendrá  en  frente  como  enemigo  implacable.  Eres  muy  no- 
vicio en  estos  negocios. 

Después  de  recibir  la  prometida  esquela  y despedirse,  Bambolla  sale  de  la 
casa  de  su  pariente  con  la  cabeza  erguida  y mirando  de  soslayo  á todos  los  que 
pasan,  y se  dirige  á la  calle  de  Alcalá. 

Al  llegar  frente  á la  Aduana,  encuentra  á uno  de  sus  conocidos  de  la  víspera 
que  le  detiene. 

— ¿A  donde  vas  tan  entonado,  querido  Bambolla? 

— Soy  candidato  por  el  distrito  de  Piernas  Quebradas. 

— ¿Candidato?  ¡ Será  para  maestro  de  baile? 

— Candidato  para  diputado  á Cortes;  y me  ofendes  si  lo  tomas  á chanza, — 
contesta  Juan  un  poco  amoscado. 

— ¿Y  donde  está  el  distrito  de  Piernas  Quebradas? 

— Eso  ya  se  averiguará,  pues  no  falta  en  España  quien  lo  sabe. 

— Vaya,  Juan,  tú  estás  lelo.  ¿Con  qué  influencias  cuentas  tú  para  salir  dipu- 
tado? 

— Con  las  de  personajes  muy  poderosos,  y sobre  todo  con  el  apoyo  del  gobier- 
no, que  es  lo  mas  importante. 

— ¡Pues  cjué!  ¿Has  renunciado  ya  á la  pirotécnica  de  los  fósforos,  de  la  dina- 
mita y del  petróleo? 

— Soy  ministerial.  El  hombre  debe  reconocer  sus  errores  y volver  sobre  sus 
pasos.  La  libertad  hermanada  con  el  órden  es  el  desiderátum  de  las  sociedades  mo- 
dernas. 

— Pues  yo  me  he  hecho  posibilista,  porque,  francamente  hablando,  el  partido 
de  Castelar  es  el  partido  del  porvenir. 

— Si  tú  estás  por  el  porvenir,  yo  prefiero  el  presente. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


641 


— Cada  cual  mira  las  cosas  bajo  su  punto  de  vista.  Oastelar  y Sagasta  están 
boy  de  acuerdo;  y como  el  partido  posibilista  es  pequeño  y está  boy  muy  próxi- 
mo al  poder,  puede  uno  colocarse  en  situación  mas  ventajosa.  Házte  posibilista, 
y apoyaremos  tu  candidatura,  y basta  te  conseguiremos  el  apoyo  del  gobierno. 

— No  me  conviene  por  abora,  ya  baldaremos  mas  tarde. 

Los  dos  amigos  se  despidieron  y nuestro  candidato  se  dirigió  á la  Presiden- 
cia. Allí  pasó  una  escena  que,  á pesar  de  ser  la  milésima  edición  de  las  que  pa- 
san todos  los  dias,  no  acostumbran  ponerse  en  letras  de  molde  por  considerarse 
como  secretos  de  gabinete. 

Al  dia  siguiente  Juan  Bambolla  fué  á dar  cuenta  á su  pariente  de  la  confe- 
rencia tenida  con  el  Presidente  del  Consejo  de  Ministros. 

Parece  que  el  resultado  no  era  decisivo.  Habia  otro  candidato  en  puerta,  tan 
ministerial  como  Bambolla,  y que  además  tenia  en  su  favor  una  carta  de  uno  de 
los  caciques  del  distrito.  ¡Grande,  terrible  conflicto  para  el  jefe  del  ministerio, 
que  no  podia  menos  que  vacilar,  como  una  balanza  cuyos  platillos  tienen  iguales 
pesos ! 

El  candidato  manifestó  á su  tio  que  por  consejos  superiores  era  indispensable 
ir  al  distrito,  trabajarlo  y conseguir  algunas  adhesiones,  con  lo  cual  se  obtendría 
el  deseado  apoyo  oficial;  pero  don  Pantaleon  resentido  no  se  avenia  á recibir  el 
desaire  de  no  ser  atendida  su  recomendación,  y decía  á su  sobrino: 

— No  seas  tonto,  Juan.  Lo  que  se  quiere  es  que  te  alejes  de  Madrid,  para  ver 
si  en  tu  ausencia  te  soplan  la  dama.  Afortunadamente  tienes  tu  tio  aquí,  que  ve- 
lará por  tus  intereses  y por  tu  triunfo. 

Al  fin  se  acordó  entre  los  dos  que  Juan  saldría  con  algunas  cartas  de  reco- 
mendación para  el  distrito,  mientras  don  Pantaleon  pesaría  sobre  el  gobierno  con 
toda  su  influencia  y la  de  sus  amigos,  en  favor  de  su  pariente. 

Partió  Juan  en  dirección  á Yillatuerta,  cabeza  del  distrito  de  Piernas  Quebra- 
das, llevando  entre  otras  una  carta  para  un  estanquero  protegido  de  don  Pantaleon. 
Ese  estanquero  habia  sido  capitán  de  cuerpos  francos,  y lo  mismo  servia  para 
acaudillar  una  procesión,  que  un  motín.  Convocó  una  reunión  de  sus  amigos  y sa- 
télites, les  presentó  y recomendó  el  candidato,  ponderó  los  bienes  que  reportarían 
todos  de  su  elección,  y dejó  la  palabra  á Juan  para  que  les  dijera  el  resto,  quien 
lo  hizo  de  esta  manera: 

«Señores: 

SA  a sabéis  que  este  hermoso  distrito  de  Piernas  Quebradas,  y en  especial 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


la  magnífica  población  de  Villatuerta,  lia  merecido  siempre  mis  simpatías  y mi 
entusiasmo. 

» Desde  el  momento  en  que  me  elijáis  diputado,  y aun  antes  de  serlo,  me  con- 
sagraré ;í  vuestros  intereses,  y á vuestra  protección. 

»Haré  que  el  gobierno  os  perdone  las  contribuciones  y los  apremios,  que  os 
reparta  trigo  para  la  siembra,  que  dote  á las  doncellas  casaderas  y dé  buenos  em- 
pleos á sus  maridos. 

»Haré  que  os  quiten  los  consumos  y los  portazgos,  que  os  hagan  buenos  cami- 
nos y os  pongan  puentes  en  los  arroyos. 

»No  os  faltarán  ferro-carriles,  ni  escuelas  gratis,  ni  toros,  y hasta  el  cura  ten- 
drá casa  nueva. 

»Tambien  haré  que  no  caigan  pedriscos  en  los  campos,  que  tengáis  magníficas 
cosechas  y que  trabajando  poco  ganéis  buenos  jornales. 

»E1  dinero  andará  á puntapiés,  los  perros  no  rabiarán,  ganarán  los  pleitos  to- 
dos los  que  los  tengan,  y hasta  las  madres  podrán  dormir  tranquilos,  pues  los 
chicos  no  llorarán  ni  estarán  nunca  enfermos. 

»Se  os  repartirán  los  bienes  de  propios,  el  gobierno  mandará  hacer  casas  para 
los  que  no  las  tengan,  y por  fin  no  os  moriréis  en  toda  vuestra  vida. 

»No  tengo  mas  que  deciros,  porque  mis  antecedentes  y mi  consecuencia  me 
abonan.  Pronto  tendréis  lugar  de  convenceros  de  que,  siendo  diputado,  haré  mil 
veces  mas  de  lo  que  prometo.» 

Después  de  esta  arenga,  el  estanquero  exclamó  con  voz  estentórea: 

— ¡Viva  don  Juan  Bambolla! 

— ¡Viva! — contestaron  todos  con  entusiasmo. 

— ¡Viva  nuestro  futuro  diputado! 

— ¡Viva! 

Una  murga  que  se  hallaba  á la  puerta  del  local  de  la  reunión,  rompió  enton- 
ces con  el  himno  de  Riego,  el  cual  exaltó  de  tal  manera  á los  chiquillos,  que  em- 
pezaron á dar  sendas  voces,  y á hacer  cabriolas  y vueltas  de  carnero  en  mitad  de 
la  calle. 

VI  oir  la  zambra,  el  alcalde  se  alarmó  creyendo  que  se  trataba  de  alguna 
revolución,  empuñó  su  vara,  y rcompañado  del  alguacil  y la  pareja  de  guar- 
dias, se  presentó  en  escena  mandando  poner  presos  hasta  los  postes  de  las  esqui- 


nas. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


043 


Juan  Bambolla  se  armó  de  valor  y energía,  y gritando  con  toda  la  fuerza  de 
sus  pulmones,  exclamó: 

— Oiga  usted,  don  alcalde  ó don  palurdo,  ¿quién  le  manda  meterse  en  casa 
agena,  cargado  de  pretensiones  y con  su  corchete  al  lado,  para  venir  á interrum- 
pir una  reunión  hecha  con  autorización  de  gobierno?  ¿Sabe  usted  con  quién  está 
hablando?  ¡Soy  el  candidato  para  diputado,  á quien  por  disposición  del  gobierno 
debeis  votar,  á pesar  de  los  pesares  y caiga  el  que  caiga,  so  pena  de  echaros  en- 
cima una  trailla  de  podencos  que  os  doblen  y os  amansen  á fuerza  de  multas  y 
apremios,  y os  empapelen  desde  la  coronilla  á las  plantas  de  los  piés! 

Inútiles  fueron  la  fuerza  y la  lógica  de  los  argumentos  de  Bambolla.  El  alcal- 
de era  bastante  duro  de  mollera,  no  se  mostró  dispuesto  á dejarse  convencer  y 
persistió  en  sus  trece. 

— ¡A  la  cárcel  todo  el  mundo,  y usted  el  primero,  don  Bellaco!  Que  viene 
aquí  á alborotar  el  cotarro,  á soliviantar  á los  mozos  del  pueblo,  y á preturlar  el 
órdigo  con  embelecos  y discurscrias,  como  si  estuviese  en  el  congrueso  de  los  Ma- 
driles.  ¡No  se  ha  de  decir  del  alcalde  de  Villatuerta,  que  ha  doblado  la  vara  de 
la  justicia  y que  lia  pr emitido  las  permisiones  de  cuatro  perdidos  que  todo  lo  quie- 
ren revolver! 

— ¡Nos  liemos  de  ver  las  caras,  don  pelafustán! — contesta  Bambolla  desespe- 
rado por  la  persistencia  del  alcalde. — En  menos  tiempo  que  lo  cuenta  un  mudo,  se 
va  á ver  usted  destituido  y enjaulado,  ó he  de  perder  el  nombre  que  tengo,  señor 
alcalde  de  Monterilla. 

— Yo  no  soy  de  Monterilla,  sino  de  Villatuerta;  ¿estamos?  Y cuidado  con  sa- 
car apodos,  porque  si  se  me  sube  la  mosca  á las  narices,  le  he  de  hacer  remachar 
una  barra  de  grillos. 

Mientras  duraba  la  disputa,  los  concurrentes  habian  ido  desfilando  con  disi- 
mulo, y al  fin  solo  quedaban  el  candidato,  el  estanquero  y el  alcalde  con  su  acom- 
pañamiento. 

Juan  Bambolla  no  tuvo  otro  remedio  que  dejarse  llevar  preso,  si  bien  le  sol- 
taron pronto  para  evitar  el  tener  que  mantenerle  y darle  alojamiento.  Así  que  se 
halló  en  libertad,  escribió  á don  Pantaleon  dándole  cuenta  de  la  mala  partida  que 
le  jugó  el  alcalde. 

El  candidato  llevaba  consigo  otra  carta  para  un  rico  propietario,  que  tenia  en 
el  país  mucha  influencia  y contaba  SQbre  todo  con  muchos  arrendatarios  de  cuyos 
votos  podia  disponer. 


644 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


En  la  entrevista  que  con  tal  motivo  se  celebró,  Juan  le  entregó  la  carta  di- 
ciendo : 

— Tengo  la  satisfacción  de  entregarle  esta  carta  de  su  antiguo  amigo  don  Pan- 
taleon,  que  es  mi  tio  y protector.  Yo  pienso  presentarme  candidato  para  diputado 
en  este  distrito,  y me  permito  contar  para  ello  con  el  apoyo  y protección  de  us- 
ted, que  es  considerado  como  el  hombre  mas  influyente  del  distrito. 

El  propietario  recibió  sin  pestañear  esta  descarga  á boca  de  jarro,  y contestó 
con  toda  seriedad: 

— ¿Y  con  qué  elementos  cuenta  usted  para  triunfar? 

— Con  muchos  en  el  distrito  y poderosas  influencias  en  Madrid;  pero  sobre 
todo  con  el  apoyo  oficial. 

— Vamos,  esto  ya  es  algo;  mas,  ¿tiene  usted  la  seguridad  que  el  gobierno  le 
apoyará? 

— Completa. 

— ¿Y  de  qué  el  apoyo  será  exclusivamente  para  usted? 

— Extraño  mucho  la  pregunta.  ¿Acaso  un  gobierno  puede  tener  dos  candi- 
datos para  un  mismo  distrito,  exponiéndose  de  ese  modo  á perder  la  elección? 

— Aunque  parece  inverosímil,  no  falta  quien  lo  da  á entender.  Hay  otro  can- 
didato que  anda  recorriendo  el  distrito,  y manifestando  como  usted  que  tiene  el 
apoyo  del  gobierno,  del  gobernador  de  la  provincia,  de  la  diputación,  del  obispo 
de  esta  diócesis  y hasta  del  £-ran  turco. 

«y  o 

— Ese  es  un  impostor  ridículo,  un  farsante,  un  hombre  indigno,  que  estaría 
mejor  trabajando  en  las  minas  de  azufre,  que  recorriendo  distritos  electorales. 

—¿Quién  nos  asegura  que  es  usted  el  que  tiene  verdaderamente  el  apoyo  del 
gobierno? 

— Señor  mió,  yo  no  estoy  acostumbrado  á mentir. 

— Pero  pueden  haberle  engañado. 

— Tampoco  puede  ser,  porque  sería  necesario  suponer  que  mi  tio,  amigo  de 
usted  y uno  de  los  hombres  mas  respetables  y dignos  de  España,  es  un  farsante 
vulgar;  y que  el  ilustre  jefe  del  gobierno,  con  quien  he  conferenciado  personal- 
mente, fuese  un  veleta. 

• — Lo  mismo  que  usted  dice,  ha  manifestado  el  otro;  pero  vamos  al  grano. 
¿Tiene  usted  algún  documento  para  justificar  que  puede  contar  con  el  apoyo  del 
gobierno? 

• — No  lo  tengo  en  este  momento,  pero  puedo  tenerlo  pronto  si  quiero, 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


645 


— Pues,  cuando  usted  pueda  probar  que  tiene  exclusivamente  el  apoyo  oficial, 
cuente  con  todos  mis  elementos;  en  la  inteligencia  de  que  los  servicios,  con  ser- 
vicios se  pagan. 

— En  cuanto  á esto  no  hay  que  hablar.  Me  consagraré  enteramente  á los  in- 
tereses del  distrito  y especialmente  á los  de  mis  electores;  pero  ¿por  qué  no  se  de- 
cide desde  luego  á trabajar  por  mi  candidatura? 

— Si  usted  es  de  oposición,  ó aun  cuando  no  lo  sea  no  tiene  el  apoyo  del  go- 
bierno, no  sale  diputado,  y por  consiguiente,  malgasto  mi  influencia,  me  toma 
ojeriza  el  diputado  triunfante,  comprometo  á todos  mis  amigos  y me  hostilizan 
desde  el  diputado  al  último  corchete.  Aun  cuando  usted  siendo  de  oposición  sa- 
liera triunfante  por  un  milagro,  no  me  podria  ser  útil,  porque  lógicamente  el  go- 
bierno solo  debe  hacer  concesiones  á los  amigos  que  le  dan  su  voto  y su  prestigio. 
Yo  necesito  influencias  muy  eficaces  acerca  del  gobierno. 

-—Las  tendrá,  como  se  resuelva  á votarme.  Usted  no  sabe  las  poderosas  cuñas 
que  yo  poseo  en  Madrid.  ¿Quiére  que  mañana  mismo  le  consiga  un  estanco  para 
algún  sobrino? 

— Le  diré  á usted.  Yo  tengo  un  pleito  con  un  vecino,  cuyo  expediente  nece- 
sito que  se  pierda. 

— ¿No  es  mas  que  eso?  Pegando  fuego  al  archivo  del  tribunal;  es  negocio 
concluido. 

— Tengo  además  en  el  Ministerio  de  Fomento  un  expediente  sobre  aprove- 
chamiento de  aguas,  y quiero  que  se  resuelva  pronto  y favorablemente. 

— Pierda  usted  cuidado.  Tendrá  agua  aunque  quiera  para  ahogarse  con  toda 
su  familia. 

—¡Para  ahogarme! — exclamó  el  propietario  sobresaltado,  recordando  las  últi- 
mas inundaciones. 

— Perdone  usted.  Quise  decir  para  bañarse, — contestó  Bambolla  con  natura- 
lidad. 

— ¡Ah!  Bien.  Pues  como  iba  diciendo,  también  tengo  un  muchacho  que  está 
por  entrar  en  quinta,  y quisiera  librarle  haciendo  que  me  le  declarasen  inútil. 

— Nada  mas  fácil.  Precisamente  soy  íntimo  amigo  de  todos  los  médicos  en- 
cargados del  reconocimiento  de  los  reclutas.  Haremos  que  le  declaren  por  unani- 
midad manco  ó tuerto,  y no  hay  mas  que  pedir. 

— Otra  cosa  importante  es  para  mí  el  asunto  del  ferro-carril. 

—¡Ah,  ya!  Vamos;  quiere  usted  que  el  gobierno  le  haga  un  ferro-carril  desde 

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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Villatuerta  á su  hacienda,  para  que  le  traigan  todos  los  dias  verduras  frescas. 

— No,  no  es  eso... 

— ¡Ah!  Bien,  ya  entiendo,  es  lo  otro.  Desde  luego  se  lo  prometo.  Se  hará  con 
toda  seguridad,  puede  usted  vivir  completamente  tranquilo. 

— Pero... 

— ¡No  hablemos  mas!  Usted  me  da  sus  votos  y después  puede  pedir  lo  que  guste. 

— Pero  el  apoyo  oficial... 

— Lo  tengo,  lo  tengo,  se  lo  puedo  asegurar. 

— ¿Me  presentará  los  documentos? 

— Cuanto  antes. 

— Ya  vé  usted...  sin  esta  condición  no  podria  ayudarle.  Mi  hacienda,  el  por' 
venir  de  mis  hijos,  es  antes  que  todo. 

— Adiós,  mi  amigo,  que  tengo  prisa. 

Juan  Bambolla  encaminó  sus  pasos  á otras  dos  casas  influyentes,  para  cuyos 
dueños  le  habían  facilitado  también  cartas  de  recomendación,  y sostuvo  diálogos 
muy  semejantes  á los  anteriores,  después  de  lo  cual  regresó  al  pueblo  bastante 
preocupado. 

— Pues  señor, — dijo  para  sus  adentros, — esto  es  un  embolismo,  una  madeja 
(pie  nadie  es  capaz  de  desenredar.  En  Madrid  me  dicen: — «Busque  usted  adhe- 
siones y le  daremos  el  apoyo  oficial.»  Y aquí  me  contestan: — «Traiga  usted  el 
apovo  del  gobierno  y le  daremos  nuestra  adhesión  y nuestro  voto.»  Esto  es  jugar 
con  uno,  como  si  fuera  una  pelota.  Me  parece  que  no  me  he  quedado  corto  en 
promesas,  y estoy  tan  dispuesto  á prometer,  que  si  alguno  de  esos  patanes  pre- 
tende ser  obispo,  le  ofrezco  una  mitra  para  él  y un  marquesado  para  su  mujer. 

Juan  tenia  el  negocio  bastante  mal  parado,  pero  afortunadamente  su  pariente 
trabajaba  con  ahinco  en  Madrid,  y haciendo  pesar  en  la  balanza  una  espada  ven- 
cedora mas  gloriosa  que  la  de  Breno,  consiguió  que  Bambolla  fuese  declarado  can- 
didato oficial.  Por  consecuencia,  el  alcalde  de  Villatuerta  fué  suspendido,  por  no 
haberse  afeitado  para  presidir  una  sesión  del  ayuntamiento,  y el  estanquero  pre- 
sidió una  de  las  mesas  electorales. 

Estas  ventajas  produjeron  un  cambio  radical  en  la  posición  de  Juan  Bambo- 
lla, que  fué  considerado  ya  el  mas  sério  de  los  candidatos  y recibió  numerosas 
adhesiones;  pero  algunas  cabezas  calientes  empezaron  á motejarle  de  candidato 
cunero  y se  constituyeron  en  comité  para  hacer  propaganda  en  favor  de  su  rival, 
que  se  habia  declarado  demócrata. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


647 


Hasta  entonces  nuestro  liéroe  no  habia  tenido  ni  amigos  ni  enemigos;  pero  ar- 
mado con  el  apojo  del  gobierno  y contando  ya  seguros  los  votos  de  todos  aque- 
llos que  se  van  al  sol  que  mas  calienta,  empezó  la  oposición  ruda  y enérgica. 

Coaligáronse  carlistas  y federales  con  todos  los  matices  que  presenta  la  demo- 
cracia; y tan  abigarrado  conjunto  empezó  á trabajar,  disponiéndose  á conseguir 
el  triunfo  por  todos  los  medios. 

Las  autoridades  de  todo  el  distrito,  al  secreto  impulso  de  órdenes  recibidas  de 
los  centros  provinciales  y nacionales,  organizaron  el  triunfo  del  pariente  de  don 
Pantaleon,  previendo  todas  las  dificultades. 

Llegó  la  época.  Los  electores  entraban  á votar  uno  por  uno  y se  les  escamo- 
teaban las  papeletas  en  el  acto  de  depositarlas  en  la  urna,  se  liacia  votar  á muchos 
varias  veces  y en  distintos  puntos,  y se  levantaban  protestas  de  una  y otra  parte. 

El  secundo  dia  de  la  votación  todos  los  miembros  del  comité  multicoloro  re- 
cibieron  de  Madrid  un  telégrama,  que  hablaba  de  traiciones,  declaraba  disuelta 
la  alianza  de  las  oposiciones,  é intimaba  á los  coaligados  la  ruptura  del  mons- 
truoso consorcio  que  habian  hecho  repul  dicanos  y carlistas  . 

Este  telégrama  cayó  como  una  bomba  en  el  campo  de  la  oposición,  y produjo 
una  anarquía  indescriptible.  Muchos  electores  se  retiraron  á sus  casas  sin  votar, 
y otros  dieron  sus  votos  al  candidato  del  gobierno;  mas  á última  liora  se  descu- 
brió que  el  telégrama  era  falso,  y que  todo  se  reducia  á un  ardid  de  los  partida- 
rios de  Bambolla. 

Esta  superchería  produjo  una  conmoción  semejante  á la  de  una  descarga  eléc- 
trica. La  oposición  irritada  se  rehace  y se  dispone  para  la  lucha  del  último  dia; 
redobla  sus  esfuerzos,  y manda  emisarios  por  todas  partes  en  busca  de  votos. 

Los  principales  opositores,  despechados  por  haberse  abusado  de  su  creduli- 
dad y dispuestos  á imponerse  todo  género  de  sacrificios  personales  y pecuniarios 
para  salir  triunfantes,  hacen  repartir  sendos  vasos  de  moscatel  para  excitar 
el  entusiasmo;  convidan  á los  electores  á comer,  repartiéndoles  vales  para  la 
comida,  juntos  con  las  papeletas  de  la  candidatura,  y ofrecen  veinte,  treinta, 
cincuenta  y hasta  cien  reales  por  cada  voto,  según  las  necesidades  del  mercado 
electoral. 

Reina  por  todas  partes  gran  movimiento  y animación,  con  el  ir  y venir  de 
emisarios  y electores,  el  despacho  de  las  tabernas,  el  reparto  de  papeletas,  el  aco- 
pio y preparación  que  hacen  los  marmitones  para  las  comidas,  y la  diligencia  de 
los  agentes  de  la  autoridad  para  mantener  el  orden,  turbado  de  cuando  en  cuando 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


por  uno  que  otro  altercado  de  color  algo  subido,  no  pocos  palos  y un  par  de  pu- 
ñaladas de  las  que  no  tienen  vuelta. 

Los  ministeriales  se  defienden  con  ardor.  Algunos  electores  influyentes  de  la 
oposición  lian  sido  presos  por  presuntos  delitos,  los  empleados  van  á votar  regi- 
mentados y menudean  las  amenazas  que  aterran  y las  promesas  que  estimulan. 

A última  hora  la  lucha  es  mas  viva,  mas  violenta  que  nunca.  Los  ministeria- 
les llevan  alguna  desventaja.  Una  partida  de  hombres  desconocidos  lia  robado 
una  de  las  urnas,  que  los  individuos  de  la  mesa,  y algunos  electores  han  defen- 
dido hasta  sonar  algún  tiro  de  rewolver. 

Llega  por  fin  la  noche  y se  cierra  la  elección.  Viene  el  escrutinio.  En  una  de 
las  urnas  se  encuentra  una  papeleta  que  dice:  Vale  por  una  comida  de  elector,  lo 
cual  da  lugar  á algunas  chanzonetas.  Un  emisario  llega  conduciendo  el  acta  y 
demás  documentos  de  la  elección,  de  un  pueblo  del  distrito  que  los  brutos  de  los 
geógrafos  se  han  olvidado  de  poner  en  todos  los  mapas. 

Resultado  final:  el  gobierno  triunfa  y Juan  Bambolla  queda  electo  diputado. 
Suceden  grandes  aclamaciones.  La  murga  que  en  otros  tiempos  el  imprudente  al- 
calde dispersara,  se  reúne  de  nuevo  para  celebrar  la  victoria  y nuestro  héroe  re- 
cibe las  mayores  ovaciones  y las  mas  ardientes  pruebas  de  adhesión  al  despedirse 
para  la  córte. 

Convertido  el  candidato  en  diputado,  ha  terminado  nuestra  misión.  Antes  po- 
díamos seguirle  con  la  pluma  en  sus  diversas  peripecias,  hacer  nuestras  aprecia- 
ciones y hasta  dejar  escapar  alguna  pulla;  pero  hoy  Juan  Bambolla  es  diputado, 
v como  tal  es  inviolable  é irresponsable,  lo  mismo  que  el  rey,  según  dijo  no  sé 
quién,  y por  lo  tanto  las  castañas  queman  y no  hay  que  meterse  en  honduras. 

Aquí  habia  dado  por  concluido  este  artículo,  pero  casualmente  fué  á verme  un 
amigo  de  confianza,  que  ha  sido  diputado  y está  muy  al  corriente  de  los  asuntos 
electorales.  No  pude  resistir  la  manía  que  domina  á la  generalidad  de  los  escrito- 
res y le  leí  el  artículo,  que  tuvo  la  deferencia  de  escuchar  con  la  mayor  atención. 
Al  concluir  me  dijo  en  el  seno  de  la  confianza: 

— Creia  yo  encontrar  algo  nuevo  en  su  tipo,  pero  me  he  equivocado.  La  pin- 
tura que  usted  ha  hecho  no  tiene  originalidad  alguna.  Es  un  extracto  de  lo  que 
pasa  todos  los  dias,  de  lo  que  sabe  hasta  el  vulgo.  Las  ideas  que  expresan  sus 
personajes  son  las  que  todo  el  mundo  tiene  y expresa  en  sus  conversaciones  dia- 
rias, como  eco  fiel  de  la  marcha  política  de  los  negocios.  El  trabajo  de  usted  no 
revela,  pues,  gran  inventiva,  ni  creo  que  cause  grande  impresión. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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Quedéme  turbado  y pensativo. 

Según  la  manifestación  de  mi  amigo,  los  vicios  políticos  y sociales  están  ya 
tan  profundamente  arraigados  en  nuestra  sociedad,  que  nadie  se  fija  en  ellos. 
Se  lian  connaturalizado  y encarnado  en  nuestro  sér,  y pasan  en  todas  partes  sin 
reparos,  como  una  moneda  corriente. 

Yo  que  tengo  todavía  la  insólita  candidez  de  tener  ideales,  ilusiones,  sueños 
dorados  si  se  quiere,  y aparto  con  horror  los  ojos  de  esas  monstruosas  realidades 
que  pervienten  el  sentimiento  moral,  bollan  la  dignidad  del  hombre,  corrompen 
las  sociedades  y oscurecen  los  horizontes  políticos  del  porvenir,  he  necesitado  ha- 
cer un  enorme  sacrificio,  un  esfuerzo  superior  á mí  mismo,  para  prescindir  de 
cuanto  siento  y pienso  é identificarme  con  las  ideas  y sentimientos  que  he  pre- 
tendido fotografiar.  Me  ha  sido  preciso  fingirme  situaciones  diametralmente  opues- 
tas á mi  modo  de  ser,  y después  de  tan  violento  trabajo  y de  tanto  torturar  mi 
mente,  no  he  escrito  mas  que  lo  que  habría  referido  expontáneamente  el  mas  vul- 
gar de  los  agentes  electorales,  en  un  rato  de  aquella  alegre  expansión  que  da  un 
vaso  del  tinto,  apurado  en  compañía  de  algunos  amigos.  Triste  condición  la  del 
hombre,  que  piensa  y escribe,  al  verse  obligado  á hacer  tales  esfuerzos  intelectua- 
les para,  parecerse  á una  vulgaridad  de  mal  género. 

Como  quiera  que  sea,  lo  cierto  es  que  hay  algo  profundamente  perturbador  en 
el  seno  de  las  sociedades.  Los  vicios  se  perpetúan  y la  corrupción  crece.  Estos  de- 
fectos deben  reconocer  causas  independientes  de  la  naturaleza  del  hombre,  la  cual 
no  cambia  de  unos  á otros  tiempos. 

La  causa  de  tamaños  males  no  puede  residir  mas  que  en  los  sistemas  políticos 
imperantes.  Hay  en  ellos  algo  que  atacar  y destruir  con  resolución  y valentía; 
pero  ¿quién  pone  el  cascabel  al  gato?  ¿Quién  se  mete  á redentor  para  luego  salir 
machucado? 

Embarcaos  en  esa  empresa,  jóvenes  de  buena  voluntad,  que  yo  soy  viejo  y 
me  quedo  en  casa. 


por  D.  Joaquín  Mendoza  Cáceres. 


uen  tipo ! Y sin  embargo  no  puede  faltar  en  una  galería  de 
modelos  como  ésta  de  que  forma  parte  y líbrenos  Dios  de  afir- 
mar con  esto  que  la  clase  de  tomadores,  timadores  y demás 
que  le  son  afines,  está  tan  generalizada  que  no  hay  mas  que 
extender  la  mano  para  coger  uno;  nada  de  esto,  es  mucho 
más  lo  que  se  dice  que  lo  que  realmente  hay,  pero  por  esta 
misma  causa  las  quejas  son  mayores,  porque,  después  de  todo,  ellos 
apénas  quieren,  pueden  aprovecharse  de  un  incauto,  y hacer  presa. 

Procurando  definirlo  de  modo  que  pueda  comprenderse  desde  luego 
y sin  gran  esfuerzo  lo  que  es  nuestro  tipo,  diremos  que  tomador  se 
llama  solo  el  que  con  arte  y habilidad  procura  apoderarse  de  lo  que 
cualquier  sugeto  lleva  encima  sin  que  lo  sienta,  ó advierta  el  caso,  y 
aun  podríamos  añadir  que  lo  realiza  de  tal  manera  que  si  el  robado  se  queja, 
puede  quedar  en  ridículo. 

Esto  dicho,  veamos  de  donde  sale  el  tomador  ó para  expresarnos  mejor,  que 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS  651 

causas  son  las  que  lo  motivan  ú originan,  pues  no  es  expontáneo,  ni  mucho  me- 
nos; siempre  nos  liemos  reido  de  las  vanas  y pueriles  declamaciones  de  algunos 
moralistas  que  afirman  y sostienen  con  una  gravedad  digna  de  mejor  causa,  que 
en  ciertos  individuos  predominan  de  una  manera  tal  ciertos  instintos,  que  ce- 
diendo irremisiblemente  á ellos,  cometen  actos  censurables  que  al  fin  los  llevan  á 
su  desgracia. 

Boileau,  el  mas  notable  sin  duda  de  los  satíricos  franceses,  dijo  ya  hace  mu- 
chos años  en  una  de  sus  mas  famosas  composiciones,  ocupándose  del  hombre: 

«De  tous  les  animaux  qui  s'elevent  en  1‘  air 
Qui  marchent  sur  la  terre  ou  mag-ent  dans  la  mer, 

De  Paris  au  Perou,  du  Japón  jusqu  á Rome, 

Le  plus  sot  animal,  á mon  avis,  c‘est  Phomme.» 

Y ciertamente  que  tenia  razón,  pues  pocos  séres  délos  que  pueblan  el  mundo, 
estarán  tan  propensos  como  él  á cometer  mayor  cúmulo  de  inconveniencias  y erro- 
res, siendo  lo  peor  del  caso,  que  casi  siempre  redundan  en  perjuicio  suyo.  Nosotros 
hemos  dicho  que  habrá  pocos  séres  de  tan  perversos  instintos  como  el  hombre  y 
para  prueba  de  que  no  es  falto  de  verdad  lo  que  decimos,  no  hay  mas  que  fijar- 
nos en  lo  que  con  los  niños  sucede.  Le  entregáis  un  juguete,  y por  fino  ó capri- 
choso que  sea,  vereis  que  lo  que  en  primer  término  desea  es  romperlo  ó destro- 
zarlo; le  ponéis  unas  botas  nuevas,  pues  observar  como  desea  encontrar  al  paso 
un  charco  ó una  corriente  de  agua  en  la  que  sumergir  los  piés;  pasa  por  una  fa- 
chada de  una  casa  recien  pintada  ó acabada  de  estucar,  y cediendo  á un  vehe- 
mente deseo  de  hacer  daño,  la  araña  con  un  palo  ó la  tizna  con  un  carbón;  en- 
cuentra en  su  camino  un  perro  ó un  gato  y lo  apalea  despiadadamente  sin  mira- 
mientos ningunos,  sin  considerar  que  nada  le  hizo  y que  ninguna  defensa  tiene. 

Pedia  sin  duda  objetarse  que  tales  actos  los  hace  porque  es  un  niño,  pero 
dejadlo  que  crezca,  dejad  que  el  hombre  se  forme  y vereis  cometer  actos  que  mas 
y mas  acreditan  la  perversión  de  sus  instintos. 

Cediendo  á las  exigencias  con  que  transige  las  mas  de  las  veces,  no  por  virtud, 
sino  por  egoismo,  el  hombre  se  modifica  cuando  está  educado,  mas  sino  se  hace 
esto,  si  se  olvida  de  ponerle  el  freno  que  le  hace  falta,  se  desborda,  como  asolador 
torrente  y llega  á ser  perjudicial  hasta  un  extremo  incalculable.  Entonces  y solo 
entonces,  cuando  los  instintos  se  agitan  y las  malas  pasiones  bullen;  entonces  es 
cuando  los  moralistas,  al  menos  algunos  de  ellos,  tienden  á disculparlo  suponien- 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


do  que  el  hombre  es  dañino,  cede  fatalmente  á sus  instintos  ó al  menos  á los  que 
son  causa  de  que  se  manifieste  como  perjudicial,  ora  matando,  ora  robando  ó em- 
brollándolo todo. 

No  hay  nada  de  esto,  ó al  menos  así  pensamos  nosotros;  el  hombre  cediendo 
á todos  sus  instintos,  seria  siempre  malo;  la  educación,  mejora  sus  condiciones, 
la  cultura  lo  pulimenta  y le  hace  perder  sus  malos  hábitos,  de  aquí  que  la  pri- 
mera causa  eficiente  del  tomador,  sea  la  mala  ó ninguna  educación  que  recibe. 

Con  efecto;  hay  muchos  individuos  á quienes  la  Providencia  no  debia  acordar 
la  dicha  de  ser  padres;  en  la  sociedad  moderna  ninguno  puede  presentar  causa 
razonable  ó fundada  para  disculpar  el  que  sus  hijos  queden  sin  educarse  y sin 
embargo,  hay  muchos,  muchísimos,  que  los  ven  crecer  con  sin  igual  indiferencia, 
como  si  tal  cosa,  no  piensan  en  los  males  que  se  pueden  acarrear  y atraer  sobre 
la  sociedad,  y con  el  ánimo  mas  sereno,  sin  sentir  el  mas  ligero  peso  sobre  la 
conciencia,  sigue  imperturbable,  como  si  todas  las  que  hicieran  fueran  obras  me- 
ritorias. 

El  egoismo  de  muchos  de  ellos,  es  causa  también  de  no  pocos  males;  con  una 
socarronería  imperturbable  se  repiten  frecuentemente,  que  en  ¡a  casa  ele  Juan  Po- 
bre el  que  no  trabaja,  no  come,  y apénas  el  muchacho  puede  correr  por  esas  calles, 
y vocear  atolondrando  á todos  los  transeúntes,  le  procuran  algún  periódico  que 
vender  ó décimos  de  lotería,  ó cosa  por  el  estilo. 

Continuamente  en  la  calle,  tratando  con  rapazuelos  de  su  clase,  sin  nadie  que 
vigile  sus  conversaciones,  ni  ponga  coto  á sus  vicios,  que  el  abandono  comienza 
á hacer  germinar,  crece  el  muchacho  sin  que  aprenda  nada  útil  ó conveniente  para 
el  dia  de  mañana,  en  que  con  seguridad,  no  le  pueden  bastar  las  miserables  ga- 
nancias que  con  su  mercancía  consigue. 

Estas  miserables  ganancias  son,  sin  embargo,  en  el  mayor  número  de  los  ca- 
sos, las  que  originan  disgustos  y disturbios  que  empeoran  la  situación. 

Apénas  acaba  el  hijo  de  entregarle  el  fruto  conseguido  durante  todo  el  dia, 
cuando  después  de  repasado  y después  de  regañarle  porque  siempre  se  le  antoja 
poco,  lo  manda  acostar  con  brusco  modo,  orden  que  la  infeliz  criatura  no  se  hace 
repetir,  pues  ya  sabe  por  experiencia  que  á la  segunda  vez  que  su  padre  le  diri- 
ja la  palabra,  lo  hará  acompañándola  de  un  puntapié  ó de  un  bofetón  del  que 
mal  de  su  grado,  conservará  señales  para  cuatro  ó cinco  dias. 

Inmediatamente  después  á pesar  de  las  protestas  de  su  mujer,  nuestro  hombre 
se  pone  en  pié,  y se  prepara  para  salir,  sea  cualquiera  la  hora  de  la  noche  que 


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sea;  el  hijo  aun  despierto  devorando  su  despecho  y su  rabia,  puede  oir  que  entre 
su  madre  y su  padre  se  entabla  un  diálogo,  en  que  aquella  le  echa  en  cara  su 
holgazanería  y sus  vicios,  le  suplica  que  no  vaya  á gastar  á la  taberna  lo  que  el 
chico  ha  ganado  y que  se  necesita  para  comer  el  dia  siguiente. 

Arrecia  la  disputa,  menudean  las  palabras  mas  repugnantes  y no  pocas  veces 
la  mano  del  marido  deja  caer  pesadamente  sobre  la  infeliz  mujer. 

Después  de  la  reyerta  y mientras  el  hijo  devora  en  secreto  su  ira  y la  madre 
cae  abatida  de  pena,  bañada  en  sus  lágrimas  y algunas  veces  en  su  sangre,  sale 
el  desnaturalizado  padre  á la  calle  y vase,  como  su  mujer  le  habia  censurado,  á la 
taberna  á gastar  la  miseria  ganada  por  su  hijo  que,  mortificado  por  su  impotencia, 
ha  escuchado  la  anterior  disputa. 

Piensa  de  la  mala  manera  que  es  de  suponer  y cediendo  al  fin  al  cansancio 
que  le  rinde,  el  sueño  cierra  sus  ojos. 

Apénas  pasadas  tres  horas,  despierta  sobresaltado  por  el  terrible  ruido  que  en 
la  habitación  se  escucha.  Es  su  padre  que  vuelve  ébrio  por  completo  y que  de 
nuevo  la  emprende  con  su  mujer,  primero  de  palabra  y mas  tarde  de  obra,  gol- 
peándola y maltratándola.  Procura  mediar,  y también  á él  le  alcanzan  algunos 
palos,  con  lo  que  su  despecho  se  aumenta  y su  corazón  se  endurece. 

Este  pernicioso  ejemplo,  que  con  demasiada  frecuencia  se  repite,  hace  pensar 
al  muchacho,  que  ya  razona;  y si  al  dia  siguiente  encuentra  ocasión  de  gastar 
algo  de  su  ganancia,  y cuenta  que  no  tendrá  que  pensar  mucho  para  hallarla,  lo 
gasta  aun  sabiendo  que  después  le  costará  una  paliza;  y el  temor  á ellas  conduj  e 
al  fin  por  hacer  que  no  vuelva,  el  dia  en  que  ha  sido  mayor  su  gasto  y haciendo 
él  su  cuenta,  comprende  que  en  relación  una  cosa  con  la  otra,  aquella  noche  su 
padre  lo  desollará  vivo. 

De  entre  las  muchas  causas  que  pueden  dar  lugar  al  aparecimiento  del  toma- 
dor, esta  que  acabamos  de  señalar  es  la  que  mas  frecuentemente  los  produce;  el 
abandono  y la  falta  de  educación;  censurables  extremos  en  que  gran  parte  tienen 
las  autoridades,  poco  atentas  á un  bien  crecido  número  de  focos  perniciosos,  focos 
de  males  y trastornos  para  la  sociedad  en  general. 


Cuando  el  muchacho  se  vé  solo,  cuando  ha  perdido  el  temor  á las  reprimendas  de 
su  padre,  al  que  ni  vé  ni  entiende,  porque  si  alcanza  á divisarlo  en  el  extremo  de 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


una  calle,  corre  por  otra,  entonces  se  acostumbra  á gastar,  y apénas  el  dinero  le 
cae  en  la  mano  cuando  vuela  sin  saber  por  donde.  Asociado  con  ese  sinnúmero 
de  pilletes  que  pupulan  en  bandadas  por  las  calles,  pasan  dias,  y en  cada  uno  las 
necesidades  acrecen  y,  lo  que  es  más,  no  falta  entre  aquella  gente  quienes  las 
haga  acrecer  con  objeto  de  lograr  el  fin  que  se  proponen. 

Este  fin,  como  es  fácil  comprenderlo,  no  es  otro  que  inducirlo  al  crimen,  que 
incitarlo  al  mal.  y son  mil  los  medios  de  que  se  valen  para  lograr  que  ingresen 
en  una  de  esas  asociaciones  compuestas  de  considerable  número  de  individuos 
cuyo  único  medio  de  subsistencia  depende  de  las  distracciones  que  los  demás  co- 
metan. 

Sentado  á la  mesa  de  uua  taberna,  se  vé  muchas  veces  á uno  de  esos  tipos  repug- 
nantes de  ajustado  pantalón,  chaqueta  corta  á lo  torero  y gorra  de  seda,  que,  dan- 
do chupadas  al  chicote  que  ya  le  quema  los  dedos,  procura  convencer  al  mozal- 
vete.  que  tiene  todavía  miedo  á la  justicia.  Con  el  acento  propio  de  los  chulos  de 
esta  tierra  en  la  que  viene  á albergarse  lo  peor  de  cada  casa,  comienza  por  decirle: 

— Pues  yo  creo,  que  eres  ya  muy  grande  para  vender  periódicos. 

— Mayormente  yo  lo  digo  también. — contesta  el  muchacho, — pero  ya  ves  tú 
¿qué  quieres  que  haga? 

— Toma,  pues  otra  cosa  en  que  se  gane  mas. 

— Yo  bien  quisiera,  pero  ¿cómo? 

El  y ancho  desentendiéndose  de  esta  pregunta,  continúa  fijo  en  su  objeto. 

— Porque  ya  ves  tú,  los  hombres  necesitan  dinero,  porque  al  fin  y al  cabo  ne- 
cesitan alternar,  y luego  las  mujeres.  Mira  tú,  la  Lola  te  mira  con  buenos  ojos, 
pero  ¿cómo  quieres  llevarla  al  cafó,  ni  á los  toros,  ni  al  teatro?  En  ninguno  de  es- 
tos sitios  se  entra  gratis,  con  que,  espavílate  muchacho  y no  seas  tonto,  te  hacen 
falta  cuartos. 

— ¿Y  qué  voy  á hacer? 

— Pues  vente  con  nosotros. 

— Sí,  pero  un  dia  me  ponen  á la  sombra  y ya  ves  tú... 

— Ríete,  tonto,  pronto  se  sale,  ya  ves  yo  he  estado  cuatro  ó cinco  veces,  y 
total  igual:  he  descansado  algunos  dias  y luego  tan  listo  como  antes. 

— Bueno,  todo  lo  que  tú  quieras, — replica  el  mozuelo, — pero  para  hacer  lo 
que  tú  haces,  hace  falta  tener  condiciones,  v yo  no  sirvo. 

— Eso  dicen  todos,  pero  luego  aprenden,  con  que  vamos,  lila,  decídete  y no 
seas  primo. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


055 


— Bien  hombre,  pero  ¿qué  hay  que  hacer? 

— Pues  por  lo  pronto,  nada,  venirte  conmigo,  ayudarme,  ver  lo  que  yo  hago, 
aprender,  y hacerte  hombre;  con  qué  ¡choca  esos  cinco! 

Se  estrechan  la  mano,  con  lo  cual  queda  firmado  el  pacto;  pacto  satánico, 
pacto  endiablado  que  celebrándose,  en  realidad  ha  venido  á sustituir  á los  que 
entre  el  hombre  y el  demonio  se  fingian  las  imaginaciones  de  nuestros  antepa- 
sados. 

Desde  aquel  dia,  juntos,  inseparables  siempre,  se  les  vé  vagando  por  los  sitios 
mas  concurridos,  acechando  la  ocasión  para  aligerar  á un  prójimo  del  peso  que 
lleva  en  los  bolsillos. 

Tan  pronto  como  con  suma  ligereza  y grande  habilidad  el  ya  esperto  consi- 
gue recoger  algo,  lo  pasa  á su  compañero,  quien,  no  bien  lo  ha  cogido,  escapa  á 
huir,  de  modo,  que  si  por  una  desventura,  el  tomador  es  cogido  con  las  manos  en 
la  masa,  como  vulgarmente  suele  decirse,  si  el  robado  es  bastante  listo  para  sor- 
prenderlo infraganti  y lo  apostrofa  con  dureza,  promuévese  un  escándalo  mayús- 
culo entre  uno  que  acusa  y el  otro  que  se  defiende;  sobreviene  la  pareja  de  orden 
público  al  ver  que  la  gente  se  amontona  y ambos,  el  robado,  que  se  encuentra  sin 
reloj  ó sin  portamonedas,  y el  ladrón,  son  conducidos  á la  prevención  del  distrito 
ó al  juzgado  de  guardia,  teniendo  lugar  en  cualquiera  de  estos  dos  sitios  una  es- 
cena de  las  mas  irritantes  que  puedan  darse. 

El  juez  y el  inspector,  conocen  perfectamente  al  ratero,  saben  casi  con  seguri- 
dad, tienen  la  perfecta  evidencia  de  que  el  que  se  queja  tiene  razón,  que  el  acu- 
sado lo  es  sin  duda  con  justicia;  lo  mandan  registrar,  lo  hacen  escrupulosamente 
y no  le  encuentran  absolutamente  nada  que  pueda  levantar  la  mas  ligera  sospe- 
cha y á todo  esto  el  tomador  con  un  cínico  descaro  no  deja  de  repetir: 

— Este  caballero  se  ha  equivocado,  vamos,  ó me  acusa  por  hacerme  extorsión, 
ni  yo  le  he  visto  nunca,  ni  me  he  acercado  á él,  ni  quiero. 

— Sí,  señor, — dice  el  que  se  encontró  robado, — este  fué;  á mi  lado  no  habia 
nadie  mas  que  este  hombre  y yo  le  cogí  la  mano  y hasta  le  vi  en  ellas  mi  reloj . 

— Pero  diga  usted,  ¿y  donde  le  he  puesto  entonces? 

— Yo  que  sé,  se  lo  habrá  usted  dado  á algún  compinche. 

— ¡Vamos,  hombre!  Pues  si  usted  mismo  ha  dicho  que  no  habia  nadie  á 
nuestro  lado. 

Intervienen  el  juez  y el  inspector,  cualquiera  de  los  que  declara  que  con  arre- 
glo á la  ley  no  puede  detener  á aquel  hombre  á menos  que  el  acusador  no  lo 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 

mande  liacer  bajo  su  responsabilidad,  cosa  á la  que  nunca  se  atreven  porque  el 
efecto  seria  contraproducente,  dado  que  no  tiene  prueba  ninguna  del  delito  que 
imputa,  y que  ya  conoce  mas  de  un  caso  en  que  después  de  haberse  quedado  un 
sugeto  sin  reloj,  le  ha  costado  la  cuestión  un  ojo  de  la  cara. 

Rabia,  protesta,  se  irrita,  pero  no  consigue  nada;  el  tomador  es  puesto  en  li- 
bertad y sale  manifestándose  ofendido  y exclamando: 

— ¡Que  á un  hombre  de  bien  le  pasen  estas  cosas! 

No  bien  con  idas  y venidas  continuas  ha  logrado  desorientar  á los  que  hubie- 
ran podido  proponerse  seguir  su  pista,  cuando  se  dirige  al  sitio  en  que  de  ante- 
mano sabe  que  le  aguarda  su  cómplice,  el  aprendiz  que  poco  á poco  se  va  impo- 
niendo de  cuanto  hay  que  hacer  en  este  lucrativo  oficio  que  tiene  también  sus 
contras,  las  que  por  mas  que  varían  en  número,  pueden  reducirse  á dos  efectos 
de  bien  distintas  causas. 

Lo  mismo  el  principiante  que  el  mas  experto  en  el  arte  abominable  de  toma- 
dor, no  son  siempre  lo  bastante  hábiles  para  realizar  su  empeño  con  maestría  tan- 
ta que  pase  inadvertido,  y cuando  esto  ocurre,  lo  mismo  que  cuando  dan  con  un 
sugeto  sobrado  prevenido  ó demasiado  sensible,  físicamente  hablando,  ocurre  que 
paga  lo  que  debe,  pero  solo  por  el  momento  y este  es  el  mal,  pues  de  cualquiera 
de  las  contingencias  que  le  puedan  sobrevenir,  se  repone  pronto  y en  vez  de  en- 
mendarse por  escarmiento  siquiera,  sigue  en  la  mala  senda  que  emprendiera. 

Si  el  robado  sabe  á que  atenerse,  no  se  queja  ni  prorumpe  en  gritos,  sino  que 
administra  una  paliza  que  lo  pone  negro:  si  es  de  los  que  ignoran  aun,  y llaman 
á la  pareja  antes  que  el  tomador  haya  podido  realizar  la  operación  que  lo  salva, 
entonces  va  á la  cárcel,  pero  de  una  parte  el  arte  que  se  da  para  trabajar  el  su- 
mario de  la  causa,  lo  que  le  ayuda  su  amigo  el  escribano  y las  recomendaciones 
que  tiene,  dan  lugar  á que  pronto  lo  pongan  en  la  calle,  y como  si  tal  cosa. 

Una  de  las  cosas  que  el  tomador  ha  llegado  á aprender  es  la  desconfianza  que 
el  traje  inspira;  de  aquí  que  no  podáis  suponer  hallarlo  solo  bajo  la  blusa  del  me- 
nestral ó bajo  la  chaqueta  del  artesano,  debéis  temerlo  también  bajo  la  levita  del 
caballero  y lo  mismo  bajo  cualquier  uniforme  que  crea  lo  garantiza  un  tanto. 

Si  algún  consuelo  puede  tenerse  ante  el  temor  que  la  existencia  de  esta  gen- 
te inspira,  es  el  de  que  al  fin  y al  cabo,  morirá  en  presidio. 


por  D.  M.  Rodríguez  y Alés. 


iempre  hablamos  mal  y fueron  acres  nuestras  censuras  con 
aquellos  que,  pudiendo  ó no,  emprenden  un  viaje  de  placer  al 
extranjero  y vuelven  jactándose  de  que  han  visitado  las  pri- 
meras capitales  de  Europa. 

Examinar  á la  mayor  parte  de  los  que  os  dicen  que  han 
estado  en  el  extranjero  y vereis  con  gran  sorpresa  que  apénas  si 
conocen  nuestro  idioma,  primera  razón  para  que  haya  sido  infruc- 
tuosa la  visita,  dado  que  del  mayor  número  de  las  cosas  ni  siquiera 
se  podrán  dar  cuenta.  De  aquí  que  con  aire  muy  finchado  solo  os 
hablen  de  los  boulevards,  de  la  plaza  de  la  Concordia  y de  la  Mor- 
gue, pues  además  de  lo  que  llevamos  dicho,  para  ciertos  caballeros 
todo  el  extranjero  es  París,  pero  cierto  París;  ó sea  aquella  parte  de  la  capital  de 
Francia  en  que  solo  se  consigue  gastar  dinero  en  fútiles  y peligrosas  diversiones 
que  en  modo  alguno  pueden  llenar  el  corazón  de  un  hombre  serio. 

Cuando  vuelven  de  estas  excursiones  resultan  inaguantables,  nada  encuentran 
bueno  ni  aun  medio  regular  siquiera;  quieren  á toda  costa  justificar  la  estúpida 


658 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


expresión  de  Dumas  (padre),  de  que  el  África  comienza  en  los  Pirineos  y sostienen 
con  aire  trágico-doctoral  que  España  es  el  país  mas  atrasado  del  mundo  y,  lo  que 
es  aun  peor,  que  no  se  puede  vivir  en  él. 

Bueno  es  advertir  que  la  mayor  parte  de  estos  caballeritos,  apénas  si  chapur- 
rean el  francés  por  mas  que  en  cuanto  trasponen  los  Pirineos  se  esfuerzan  en  ha- 
cerse comprender  en  este  idioma...  ¡Oh  vergüenza  para  desacreditar  á su  pátria! 

Verdad  es  que  muchas  veces,  justo  castigo  á su  perversidad,  se  encuentran 
chasqueados  al  hallarse  algunos  extranjeros  que  les  dan  severísimas  lecciones, 
pues  amando  á su  pátria  no  pueden  por  menos  de  repugnar  los  que  no  hacen  lo 
mismo  con  la  suya,  y porque  creen  después  de  todo  que  cuanto  dicen  es  vana  y 
estúpida  lisonja  que  no  les  puede  merecer  valor  alguno. 

Para  él  no  hay  aquí  nada  bueno,  cosa  en  la  qué  muchísimos  extranjeros  le 
podrian  desmentir;  mas  como  no  es  el  objeto  de  nuestro  artículo  hacer  una  defen- 
sa de  España,  que  ya  de  por  sí  se  encuentra  bien  defendida,  vamos,  á los  que  ha- 
biendo nacido  en  ella  la  desconocen  sin  embargo,  á enseñarles  algo  de  lo  que 
podía  y debía  ser  en  realidad  objeto  de  su  estudio. 

De  los  pueblos  salidos  del  Asia,  y que  en  sus  constantes  emigraciones  han 
venido  á habitar  las  naciones  europeas,  ninguno  tan  curioso  ni  tan  digno  de  íi- 
jar  la  atención  como  el  gitano.  El  nombre  que  les  damos,  es  hijo  de  la  errada 
idea  en  que  durante  mucho  tiempo  se  lia  estado  de  que  procedían  del  Egipto. 
Hoy  que  gracias  á los  adelantos  hechos  en  etnografía  y en  historia  puede  clara- 
mente determinarse  cual  es  el  origen,  subsiste  tal  denominación  para  diferenciar- 
les de  los  indígenas  del  país  en  que  viven,  como  subsiste  también  la  de  bohemios 
con  que  en  otras  naciones  se  les  conoce  solo  porque  habiendo  aparecido  en  Bohe- 
mia hacia  mediados  del  siglo  xiv,  fué  desde  este  punto  de  donde  se  extendieron  á 
los  demás  en  que  hoy  habitan. 

Haciendo  caso  omiso  de  los  gitanos  que  viven  en  otros  países,  cuyos  usos 
prácticas  y costumbres  no  conocemos,  fijémonos  en  los  que  pululan  por  Granada, 
manifestando  ante  todo  que  cuanto  digamos  puede  y debe  extenderse  á los  de  las 
demás  provincias  andaluzas,  por  ser  muy  semejantes  entre  sí. 

Frente  al  palacio  de  la  Audiencia  situado  en  Granada  en  la  Plaza  Nueva,  co- 
mienza la  cuesta  que  conduce  al  Sacro  Monte,  camino  habitado  por  los  gitanos  y 
el  que  basta  recorrer  una  vez  para  apreciar  la  exterioridad  de  ellos,  elemento  mas 
que  suficiente  para  que  no  puedan  ser  confundidos  con  nadie. 

El  gitano  es  de  mediana  estatura,  de  bronceado  cutis  y negros  ojos  de  mirar 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


659 


profundo.  Su  acento  en  cuanto  habla  castellano  ó si  emplea  la  jerga  india  en  que 
se  expresa,  es  propio  de  los  andaluces,  si  bien  mas  acentuado,  traicionado  así 
su  origen,  probando  su  ascendencia  asiática  y recordándonos  la  languidez  na- 
tural en  los  hijos  de  las  riberas  del  Nilo  ó de  las  extensas  llanuras  de  la  India.  Sus 
hábitos  y sus  prácticas  lo  manifiestan  así  también;  y en  su  frugalidad  y poco  cui- 
dado, nada  ni  por  nada  prueba  de  claro  y distinto  modo,  basta  que  punto  ha  in- 
fiuido  en  él  la  vida  nómada  y errante  de  sus  atenciones. 

Si  el  gitano  forma  un  tipo  claro  y perfectamente  definido,  no  lo  es  menos  la 
gitana,  que  sin  que  baya  lugar  á la  menor  ni  mas  remota  duda,  formaría  un  tipo 
perfecto  de  belleza  si  fuese  mas  limpia.  La  gitana  es  de  correctas  y proporciona- 
das formas,  rostro  oval  y cutis  aunque  moreno  de  una  textura  y suavidad  sin 
igual.  Sus  grandes  ojos  negros  cuando  miran  acarician,  y en  su  acento  hay  una 
blandura  que...  mas  volvamos  á repetirlo,  es  desaseada  basta  un  extremo  que  solo 
puede  comprenderse  cuando  se  la  ha  visto. 

Que  viva  en  una  casa  lo  mismo  que  si  vive  en  una  choza,  su  aspecto  es  igual, 
su  ajuar  reducidísimo;  es  siempre  la  familia  que  está  dispuesta  á la  marcha,  hoy 
están  aquí,  mañana  no  la  vemos  donde  estarán  y de  aquí  que  mejor  que  en  nin- 
guna parte  se  encuentren  sentados  en  el  suelo;  en  el  suelo  comen  y en  el  suelo 
duermen;  así  es  que  en  la  necesidad  de  hacer  un  viaje,  pronto,  inmediatamente 
tienen  el  equipaje  hecho.  Nos  recuerda  esto  la  graciosísima  salida  de  una  gitana 
que  habiendo  sido  demandada  ante  el  tribunal  compareció  y reconocia  honrada- 
mente la  deuda,  mas  compelida  al  pago  como  el  acreedor  no  quisiera  otorgarle  va 
mas  plazos,  el  juez  le  amenazó  con  decretar  el  embargo. 

Escuchar  la  amenaza  aquella  flamenca  pura  y echar  á reir  con  todas  las  fuer- 
zas de  su  alma,  fué  cosa  que  coincidieron  en  el  momento  por  lo  que  extrañada  la 
autoridad,  le  preguntó  fosca  cual  era  la  causa  de  su  risa,  á lo  que  contestó  con 
muchísimo  gracejo: 

— Mire  osté,  señó,  hace  tres  ó cuatro  dias  que  me  levanté  muy  de  mañana  v 
queriendo  que  los  chorés  tuvieran  la  sopa  hecha  pá  cuando  se  levantaran,  cogí  la 
alcuza  pá  bajar  por  cuatro  cuartos  de  aceite.  Al  pasar,  mi  hijo  Tolo,  que  duerme 
en  el  suelo  tenia  una  mano  extendía  y yo  se  la  pisé  sin  querer,  por  lo  que  des- 
pertó sobresaltan  el  alma  mia:  val  verme  con  la  alcuza  en  la  manóme  dijo  con  el 
corazón  encogió: — ¿Qué  es  eso  mare,  nos  limamos? 

Excusamos  manifestar  cuanto  la  ocurrencia  hizo  reir  á los  que  la  escucharon 
ocurrencia  que  de  la  misma  manera  que  sirve  para  aprobar  el  reducidísimo  mobi- 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


liario  de  esta  gente,  sirve  también  para  probar  la  viveza  de  imaginación  que  los 
distingue.  Ingeniosos  y oportunos,  tienen  una  feliz  ocurrencia  á cada  instante  y 
aunque  faltos  de  cultura  su  conversación  agrada  y entretiene.  Uno  de  los  rasgos 
mas  característicos  de  estos  individuos,  el  que  los  personaliza  é individualiza,  pues 
por  él  solo  tienen  comparación  con  los  judíos,  es  el  del  aislamiento  en  que  viven. 
El  gitano  ciertamente  no  tiene  patria  en  las  naciones  en  que  vive,  se  encuentra 
como  desterrado,  no  tiene  constitución  ni  territorio,  mas  conserva  su  independen- 
cia; no  tiene  nación,  pero  tiene  nacionalidad;  jamás  lia  buscado  la  alianza  de  los 
pueblos  entre  que  vive,  seguro  medio  para  que  fueran  mejor  mirados  que  lo  están; 
una  gitana  no  escucharía  los  amores  del  que  no  sea  de  su  raza,  ni  se  casará  mas 
que  con  el  gitano:  éste  en  justa  reciprocidad,  no  tomará  mujer  mas  que  entre 
aquellas  que  tienen  su  misma  ascendencia. 

Verdad  es  que  solo  la  gitana  podria  responder  dentro  del  matrimonio  á las 
costumbres  que  de  antiguo  tiene  formadas  este  pueblo.  En  las  alianzas  gitanas, 
pues  así  mas  que  matrimonios  pueden  ser  llamadas  las  de  una  gente  poco  aficio-^ 
nada  á enlrar  en  la  iglesia,  se  observa  algo  muy  propio  de  todos  los  pueblos  pri- 
mitivos, que  no  ha  podido  perder  el  que  nos  ocupa,  á pesar  del  espacio  considera- 
ble de  tiempo  que  lleva  viviendo  con  nosotros. 

En  el  matrimonio  gitano  el  marido  aparece  como  dueño  y señor  absoluto.  El  es 
quien  menos  trabaja,  quien  menos  se  afana,  el  que  de  mas  comodidades  y reposo 
goza,  así  es  que  con  mucha  frecuencia  podéis  verlo  tendido  en  el  fondo  de  su  choza, 
mientras  la  mujer  lava  ó amasa,  y aun  es  mas:  si  alcanzáis  á ver  una  familia  gi- 
tana que  viaja,  lo  mas  frecuente,  lo  ordinario  es  que  la  mujer  vaya  á pié,  llevan- 
do sobre  la  cabeza  en  un  envoltorio  de  trapos  todo  el  ajuar,  que  cargue  en  uno 
de  los  brazos  al  pequeñuelo  que  cria  y que  de  la  otra  mano  lleve  al  que  ya  puede 
andar,  en  tanto  que  el  gitano  va  campanudamente  montado  en  el  burro,  lanzando 
al  aire  con  indulgencia  suma  las  bocanadas  de  humo  que  arranca  del  grueso  ci- 
garro que  fuma. 

Esquiladores,  cerrajeros  de  viejo  que  podemos  decir  y chalanes,  ellos  en  su 
mayor  parte  viven  al  azar,  sin  residencia  fija  y , mas  que  nada,  solo  dicen  que  lian 
hecho  un  buen  negocio  cuando  han  engañado  á alguien.  Uno  que  no  sea  gitano 
de  aquella  tierra  ignorará  seguramente  los  medios,  mas  es  cierto  y bien  probado 
lo  tienen,  que  á cualquiera,  por  experto  y listo  que  sea,  un  gitano  puede  muy  bien 
hacerle  tomar  uua  bestia  que  á primera  vista  parece  una  gran  cosa,  pero  que  antes 
de  tomar  el  primer  pienso  que  le  dé  su  nuevo  poseedor  caerá  muerta. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


GG1 


Cuantas  artimañas  sean  necesarias  sabrán  ponerlas  en  juego,  para  conseguir 
su  objeto:  pintan  y trasforman  los  caballos,  aderezan  los  burros  y pícanlos  de  tal 
modo  que  corren  como  si  tuvieran  alas.  Si  el  comprador  asustado  al  ver  aquel 
esperpento  se  hace  atrás  asustado  y con  visibles  señales  de  mal  humor  pregunta: 

— ¿Cómo  quiere  usted  que  compre  esto? 

El  gitano  con  toda  seguridad  se  manifestará  extrañado  de  aquella  pregunta, 
que  no  alcanza  á comprender  y dirá  con  aire  en  el  que  se  puede  entrever  la 
ironía: 

— ¿Pues  y que  tiene? 

— ¡Qué  ha  de  tener!  No  lo  está  usted  viendo,  si  parece  que  se  está  muriendo 
ó que  se  va  á morir,  es  viejo,  está  lleno  de  mataduras,  no  puede  andar... 

• — Perdone  usted  hombre,  pero  eso  es  no  comprender  lo  que  se  tiene  entre 
manos;  eso  es  no  ver  claro;  cierto  que  el  animal  al  parecer  es  lo  que  usted  dice, 
pero  no  es  mas  que  porque  está  muy  trabajado;  déle  usted  bien  de  comer  y un 
poco  de  descanso  dos  dias  nada  mas,  y verá  usted  al  tercero  que  pieza. 

Añaden  á esto  tales  cosas  y tales  frases  encartan,  que  embaucan  y seducen 
cayendo  los  incautos  en  el  garlito,  haciendo  una  compra  que  ni  se  explica  ni  se 
comprende,  pero  que  la  hacen  y para  nada  les  sirve. 

Ellas  trabajan  también;  en  el  matrimonio  gitano  no  se  comprende  que  el  ma- 
rido trabaje  para  la  mujer;  ambos  trabajan  para  ambos,  y esto  que  podia  parecer 
muy  poco  delicado,  muy  poco  galante  con  respecto  al  hombre  lo  hallamos  nos- 
otros mucho  mas  lógico,  mucho  mas  conducente  á que  en  estos  matrimonios  se 
turbe  la  paz  con  menos  frecuencia.  La  gitana  hace  canastas,  cambia  y vende  ro- 
pa, echa  las  cartas  y dice  la  buenaventura  demostrando  un  ingenio  poco  común. 

Si  muchos  consideran  este  tipo  que  hemos  presentado,  aplicándoles  la  forma 
social  que  á la  generalidad  se  nos  impone,  lo  hallará  ciertamente  desventurado, 
pero  fíjense  bien  nuestros  lectores  y verán  cuan  felices  pueden  ser  en  la  libertad 
é independencia  de  que  disfrutan,  en  la  falta  de  cuidados  que  los  oprima  y en  las 
pocas  trabas  que  la  sociedad  les  impone, 


TOMO  I, 


83 


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STA  DEL  SIN 


u » 


por  D.  Enrique  de  Salazar. 


DONDE  SE  ME  HACE  UNA  PREGUNTA  CHUSCA  Y UNA  CONCESION  OMNIMODA. 


A 


sil 


3§5^* 

m 


ba  yo  de  camino  una  tarde  de  verano. 

Llegué  á un  pueblo  del  tránsito  (cuyo  nombre  se  lian 
comido  en  mis  apuntes  los  ratones),  la  víspera  de  su  patro- 
no, santo  que  yo  llamaria  Sans-Facons,  si  no  se  llamara  él 
San  Roque,  y quise  descansar  el  dia  siguiente. 

Después  de  limpiarme  el  polvo,  refrescarme,  comer  y fumar,  sal 
como  á estudiar  la  historia  monumental  de  la  villa,  que  villa  era  y 
es  ni  mas  ni  menos  que  la  córte,  y en  pocos  minutos  pasé  y aun  re- 
pasé todas  las  hojas  de  aquel  libro  de  piedra-barro,  viniendo  luego  á 
sentarme  á la  Plaza  de  la  Constitución,  plaza  que  por  un  resabio  de 
i?  tradición  seguia  llamándose  Real. 

Desde  luego  advertí  algo  extraordinario  en  el  pueblo,  pues  andaban  los  hom- 
bres desocupados  de  este  al  otro  corrillo,  las  mujeres  se  sentaban  mano  sobre  mano 
á la  puerta  de  sus  casas  en  sabrosa  plática  con  sus  vecinas,  y los  muchachos  pu- 
lulaban corriendo  en  turbamulta  con  gritería  de  todos  los  diablos.  El  júbilo,  pues, 
se  reflejaba  perfectamente  en  la  semilla  y lavada  fisonomía  del  vecindario,  bien 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 

que  no  completo  el  júbilo,  porque  el  máximun  de  este  afecto,  como  la  ropa  lim- 
pia, se  guarda  en  los  lugares  para  los  dias  clásicos. 

La  iglesia  estaba  (y  estará  aun,  si  no  se  la  lian  llevado  á otra  parte),  sita  en 
la  misma  plaza,  y pude,  por  tanto,  liacer  otras  observaciones  que  confirmaron 
mi  sospecha.  Quien  aprestaba  ramas  verdes;  quien  colchas  de  lana  roja;  quien 
bancos  de  pino  negro,  ó sucio  si  queréis  mas  exactitud  descriptiva;  quien  cua- 
dros de  asunto  místico  y marco  pajizo  á guisa  de  dorado,  iluminados  con  almagra. 

Las  señas  pues  eran  mortales:  gran  función  se  preparaba. 

Pasó  algún  tiempo,  y todas  las  miradas  de  los  desocupados,  que  formaban  los 
grupos  subversivos,  por  decirlo  así’  se  fijaron  en  mi  aislada  persona,  hasta  que 
destacándose  del  corro  mas  antiguo  ó anticuado  uno  como  alcalde  y otro  como  al- 
guacil, enderezaron  hácia  mí  su  andar  resuelto. 

Llegaron  uno  tras  otro  á mi  retiro  ostentando  sendas  varas  de  almendro  y ju- 
risdicción al  mismo  tiempo;  y mientras  los  del  corro  estrechaban  con  cierto  disi- 
mulo la  distancia  que  nos  separaba,  su  merced  del  alcalde  me  disparó  á quema- 
ropa  el  siguiente  escopetazo: 

— ¿Es  usté  mu  burlón? 

— ¿Y  eso? — le  contesté  mal  herido. 

— Lo  digo  al  tanto,  porque  las  burlas  son...  burlas,  y el  Santo  es...  el  Santo, 
y yo...  soy  el  arcalde  costuticional,  y como  dice  Bartolo,  que  sabe  mu  bien  lo 
que  se  dice,  santos  santis  son  traiandis. 

— Pero,  señor  alcalde... 

— No  hay  pero  que  valga.  Aquí  no  queremos  chuscos  el  dia  del  Santo  Pa- 
trono. 

— ¡Acabará  su  merced! 

— Lo  dicho  dicho. 

— Descuide  su  merced,  señor  alcalde,  que  yo  solemnemente  prometo  no  reir- 
me ni  de  Bartolo. 

— Y le  irá  bien,  porque  allí  donde  usté  lo  vé  vestío  de  lana  no  es  borrego, 
que  estuvo  en  peligro  eminente  de  cantar  misa,  para  lo  cual  estudió  gramática, 
presodia  y demás  tiologias,  si  bien  por  una  entriega,  no  pasó  de  la  ipístola,  y eso 
canta. 

— Prometo  otra  vez  mas,  señor  alcalde,  tratarlo  como  se  merece,  pues  sé  yo 
también  que  los  santos  santis  son  tratandis. 

— Estonces...  A ver,  Paulo, — dijo  su  merced  volviéndose  á su  alguacil, — 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


dale  permiso  para  que  pueda  ver,  como  cualisquiera  otro  vecino  de  esta  vecindá, 
los  codetes  y demás  cosas  que  hemos  de  tirar. 

El  alguacil  me  autorizó  solemnemente  y partió  detrás  de  su  merced. 

Su  merced  se  restituyó  á su  grupo,  donde,  según  pude  traducir  telegráfica- 
mente, dio  cuenta  de  su  misión  á los  comitentes,  entre  los  cuales  se  distinguía 
uno  como  presidente  de  aquel  concejo  al  aire  libre,  hombre  desafeitado,  amen  de 
feo,  y sabihondo  como  un  teólogo,  según  y como  alzaba  el  índice  para  argüir, 
diciendo  recio  para  que  yo  lo  oyera: 

— Sanios  santis  son  Iratandis. 

Con  esto  me  dió  ya  su  nombre,  amen  de  su  oficio;  aunque  no  hubiera  sido 
menester  que  se  mentara  para  conocerlo,  porque  en  su  ropa  verdi-parda,  sus  me- 
dias verdi-negras,  y sus  blanqui-sucias  alpargatas  se  revelaba  el  Bartolo  del  sa- 
cristán, amen. 

El  crepúsculo  se  iba  condensando  ya  en  sombras,  y creí  conveniente  retirar- 
me á mi  posada,  que  por  cierto  se  llamaba  de  la  Pulga,  no  sé  porque  en  singu- 
lar: liácia  ella  pues  enderecé  mis  pasos  con  ánimo  de  acostarme,  dejando  al  sa- 
cristán, alcalde  y demás  funcionarios,  aunque  tenia  permiso  para  ver  todas  las 
cosas  que  tiraran. 


JI 


EN  QUE  HAY  UN  PROGRAMA,  BANDOS,  JUICIOS  Y CIEN  DISPARATES  MAS. 

Y me  acosté,  molido  como  estaba. 

Pero  no  bien  hube  medido  el  lecho,  que  dicho  sea  de  paso,  no  ajustaba  muy 
bien  en  la  medida,  tuve  que  levantarme  otra  vez  con  erupción  cutánea,  porque 
si  bien  el  lecho  era  corto  y el  cuarto  estrecho  y el  ambiente  escaso,  las  pulgas, 
chinches  y demás  parásitos  no  tenían  nada  de  eso. 

Keclineme  entre  dos  sillas,  que  puse  en  medio  del  cuarto,  luego  fui  junto  á 
la  puerta,  después  junto  á la  ventana...  á todas  partes  llegaban  las  avanzadas. 
Tuve  en  fin  que  desalojar  el  punto  y bajar  á sentarme  en  un  poyo  á la  puerta  de 
la  casa. 

Notaba  cierta  ebullición  en  la  calle,  y no  era  extraño:  el  alcalde  vivia  en  la 
casa  contigua,  y víspera  del  santo,  su  merced  era  necesario  en  todos  los  actos  pú- 
blicos y hasta  en  los  privados. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


605 


Por  casualidad  ó por  costumbre  acaso,  estaba  también  sentado  á la  puerta  de 
su  casa  en  otro  sitial  como  el  mió,  pero  unido  el  suyo  á un  pesebre,  donde  juzga- 
ba con  toda  la  solemnidad  de  un  oidor  en  su  estrado,  y en  uno  de  los  que  pudié- 
ramos llamar  entreactos,  trabé  conversación  con  él  lo  cual,  dicho  sea  en  honra 
de  su  sociabilidad,  no  me  costó  mucho  empeño.  No  hice  mas  que  evocar  una  re- 
miniscencia religiosa  sobre  el  milagroso  patrocinio  de  San  Roque  en  épocas  cli- 
matéricas, y esto  solo  bastó  para  que  me  pusiera  en  autos  de  todo. 

Supe  por  este  medio  y fidedigno  conducto  el  programa  de  la  función,  que  voy 
á insertar  aquí  porque  no  deja  de  ser  fastuoso,  y textualmente  para  no  quitarle 
nada  de  su  grato  sabor: 

1. "  »Repique  general  de  la  campana  y codetes  á las  ánimas  de  esta  noche. 

2. °  »Idem  por  idem  á las  Aves  Marías  de  mañana,  dia  del  Santo  bendito. 

3. °  »Misa  mayor  con  música  del  maestro  Lucas  y sermón  que  pedricará  el 
padre  cura  y oficiará  Bartolo,  con  existencia  de  todo  el  ayuntamiento  de  mi 
mando. 

4. °  »A1  mediodía  opípera  comida  de  cochifrito  y demás  ecéteras  de  vino  y 

aguardiente  que  corren  de  mi  cuenta,  aunque  lo  paga  el  santo  por  gastos  de  cur- 
to y clero. 

5. u  »A  las  cuatro,  procesión  parroquial  con  la  mesilla  existencia  de  mi  man- 
do y repique  general  de  la  campana. 

6. °  »A  las  seis  un  paso  de  comedia  en  la  Plaza  Real. 

7. °  »En  fin  y últimamente  la  danza  de  las  devotas  del  Santo  bendito.» 

Hé  ahí  el  programa:  á fé  que  no  lo  dará  mas  completo  para  el  santo  de  su 
devoción  ningún  aspirante  á presidente  de  ministros. 

• — ¿Y  quién  va  á ejecutar  el  paso? — le  pregunté. 

- — Pues,  ¿quién  ha  de  ser  sino  él? — me  contestó  el  alcalde  con  aire  de  extra- 
ñar mi  ignorancia. 

— ¿Y  quién  es  ese  caballero? 

— No  es  caballero,  sino  sacristán.  Pero  es  sugeto  de  mucha  literatura,  como 
que  estudió  en  sus  tiempos,  según  le  dije  ya,  todas  las  virtudes  tiologales  y 
cardenales.  Él  sin  copiar  de  ningún  libro,  y tiene  hasta  quince  ú veinte,  nos  ha 
compuesto  el  paso  y es  el  alma  de  la  función,  porque,  la  verdad,  para  estas  cosas, 
es  maestro  de  cerimonias. 

En  esto  llegó  una  buena  mujer  solicitando  por  la  intercesión  del  Santo  la  ex- 
carcelación de  su  marido,  el  cual  según  entendí  yo,  que  por  mi  proximidad  po- 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


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dia  dar  fé  de  los  autos  del  alcalde  como  su  ñel  de  fechos,  estaba  preso  por  no  leve 
delito.  Ablandado  su  merced  por  las  súplicas  de  la  mujer,  bien  hubiera  querido 
poner  al  reo  en  libertad,  mayormente  cuando,  con  las  ocupaciones  del  programa, 
no  habia  tenido  aun  lugar  de  empapelarlo;  pero  estaba  irresoluto,  como  quien 
tuviera  cerca  de  sí  el  fuero  de  una  jurisdicción  privilegiada,  muy  superior  á la 
suya. 

— En  fin  y urtimamente, — dijo  como  inhibiéndose, — yo  no  puedo  hacer  nada 
en  cosa  tan  agravante:  lo  que  diga  la  seña  Josefa. 

Y la  llamó. 

Era  la  seña  Josefa  una  mujer  de  esas  que  pueden  alegar  cierto  derecho  para 
dominar  ú sus  maridos,  cuando  los  maridos  son  de  los  que  llaman  bonachones. 
A la  sazón  no  era  ni  hermosa,  ni  fea,  ni  vieja,  ni  jóven;  pero  veinte  años  atrás  ha- 
bida sido  seguramente  una  arrogante  moza.  Diz  que  el  sacristán,  que  estudiaba 
para  Dios,  odiando  el  mundo  y la  carne,  hubo  de  abandonar  la  teología  entregán- 
dose al  diablo  en  cuanto  vio  á la  Pepa,  la  cual  se  casó  con  el  alcalde  por  razón 
de  establo  ó de  conveniencia,  como  quiera  que  el  alcalde  era  el  mas  rico  ganade- 
ro y acaudalado  del  lugar. 

La  seña  Josefa  oyó  dos  veces  á su  marido  llamarla  y se  hizo  la  sueca  porque 
la  llamara  tres. 

Por  fin  se  dignó  salir  y puesta  en  autos,  dijo  al  alguacil  con  ese  imperio  que 
da  la  costumbre  de  mandar  en  firme: 

— A ver,  Paulo,  echa  á Clofás  á la  calle. 

— Eso  no  es  ley,  seña  Josefa, — se  atrevió  á decir  un  quidarn  que  parecia  el 
agraviado . 

— A ver,  Paulo, — repitió  la  alcaldesa, — mete  á Grabiel  en  chirona  si  giierve 
á desatacarme. 

Gabriel  no  la  desatacó  ya  ni  mucho  menos,  al  son  de  tal  amago;  Pablo  fué  á 
cumplimentar  el  primer  auto,  y la  alcaldesa  desapareció  otra  vez,  lanzando  un 
solemne  eructo,  golpe  de  situación,  sino  de  estado,  que  extremeció  de  respeto  y 
saludable  temor  á todos  los  circunstantes. 

A poco  llegó  el  sacristán  con  su  cara  desafeitada  y fea,  mandando  al  alcalde 
hiciera  publicar  un  bando  de  buen  gobierno  para  que  en  todo  el  dia  siguiente  no 
anduvieran  por  la  Plaza  lleal  los  asnos  de  los  vecinos: 

— ¿Y  por  donde  han  de  pasar? — interrogó  en  confusión  su  merced. 

— Por  la  calle  del  Tajo,  en  un  momento  á la  balsa. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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— Es  mucho  rodeo. 

— Mas  vale  que  rodeen  los  animales  para  ir  al  agua,  que  no  que  ocurra  un 
azurdo  que  intercete  y agüe  la  función. 

— Sí,  pero  esas  cosas  son...  no  son  de  ley. 

— ¡Bueno  fuera  que  quisieras  tú  enseñarme  á mí  lo  que  es  ó no  es  de  ley! 
Pero  si  el  refrán  lo  dice:  El  mayor  mal  de  los  males... 

— ¡Ea!  ¡génio  de  pólvora!  Si  no  lo  dije  por  tanto;  es  que...  ya  sabes  que  la 
Pepa  no  quiso  en  otra  ocasión... 

— No  era  dia  del  Santo. 

— No,  ciertamente,  pero...  en  ñn  y urtimamente,  lo  que  diga  la  Pepa. 

Bartolo  apeló  á su  autoridad,  y antes  de  un  paternóster,  estalla  ya  á sus  órde- 
nes el  alguacil,  á quien  con  voz  magistral  dió  de  palabra  el  bando,  banda  ó pre- 
gón siguiente: 

«El  alcalde  de  S.  M.  de  esta  villa  (q.  D.  g.) 

»Hace  saber: 

»Que  en  todo  el  dia  de  mañana,  dia  del  Santo  bendito,  no  pisarán  la  Plaza 
Real  los  asnos  de  los  vecinos  sopeña  de  un  ducado  para  el  cepillo.  Para  el  agua 
echarán  por  el  Tajo  á caer  á la  balsa  bajo  el  rigor  del  ducado  y demás  censuras 
de  mi  vara  para  dicho  cepillo. 

»Quedan  comprendidos  en  la  misma  categoría  de  los  asnos,  los  puercos,  bueyes 
y demás  animales  cuadrúpedos,  inclusas  las  gallinas,  que  también  estorban. 

»Los  animales  que  contravengan  pagarán  la  misma  multa  sus  dueños,  sean 
ó no  cuadrúpedos.» 

El  alguacil  tomó  de  coro  este  exabrupto  y fué  por  las  calles  pregonándolo  con 
su  voz  aguardentosa,  timbre  de  todos  los  alguaciles  de  residencia  inferior;  y yo, 
al  ver  sancionada  la  exclusión  de  todos  los  asnos  de  la  plaza  pública,  desesperara 
de  ver  el  paso  de  comedia  que  habia  de  hacer  el  señor  Bartolo,  á no  contar  con 
una  excepción  siquiera. 

Sentóse  luego  no  muy  distante  de  mí,  y aunque  no  se  dignara  mirarme  por 
de  pronto,  hice  yo  todo  lo  posible  por  entrometerme  y trabamos  al  fin  conver- 
sación. 

Hablamos  primero  y forzosamente  de  moral  y religión  no  lo  que  estaba  él  á la 
altura  de  los  Alpes,  por  no  mentar  aquí  los  cerros  de  Ubeda;  después  de  literatura, 
en  lo  que  estaba  al  mismo  nivel;  luego  de  política,  ramificación  de  la  misma  cor- 
dillera, y últimamente  de  los  usos  y costumbres  del  pueblo, 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


— Extraño,  señor  Bartolo, — díjele  con  curiosidad, — no  ver  figurar  en  la  co- 
misión activa  de  esta  gran  función,  ni  al  médico,  ni  al  secretario  del  concejo,  ni 
al  maestro  de  escuela,  quienes  por  sus  talentos  y aptitudes  parecen  llamados  á 
intervenir  con  lucimiento  en  estas  solemnidades. 

— ¡Bali! — exclamó  Bartolo  con  desden. — Muchos  son  los  llamados  y pocos  los 
escogidos,  como  dice  el  refrán. 

No  dijo  mas,  ni  mas  era  menester  decir  para  dejarlos  á todos  fuera  de  comba- 
te, digámoslo  así. 

Callé  convencido  y aplastado  bajo  el  peso  de  su  sentencia,  que,  con  ser  evan- 
gélica, él  llamaba  refrán,  y así  permanecí  buen  espacio  hasta  que  otro  episodio 
vino  á sacarme  de  mi  abstracción. 

Pablo  el  alguacil,  ó por  no  salir  de  carácter,  el  alguacil  Paulo,  condujo  luego 
ante  su  merced  á dos  mujeres,  una  de  las  cuales  habia  ultrajado  á la  otra. 

El  alcalde,  aunque  ganadero  y labrador,  renunciara  de  buen  grado  á todas 
las  lluvias  del  año  porque  si  con  una  gota  se  aguara  la  función  del  Santo  Roque, 
hubo  de  tomar  tal  pesadumbre,  que  sin  consultar  esta  vez  con  la  superioridad  in- 
mediata, dictó  auto  de  prisión  contra  la  culpable;  pero  diciendo  al  paño  á su  com- 
padre: 

— Intercede  tú  conmigo  para  que  no  llegue  la  sangre  al  rio. 

— Vamos,  señor  alcalde, — dijo  el  sacristán  dándose  por  entendido. — ¿Qué  se 
diria  de  su  merced  si  en  vísperas  del  Santo  bendito,  dia  de  gaucleamus  general 
hubiera  en  la  cárcel  un  reo,  y más  una  rea?  Reges  per  me  reman;  la  vara  en  una 
mano  y la  caridad  en  otra,  mayormente  en  estos  dias,  como  dice  el  apóstol. 

Y encarándose  con  la  mujer  ultrajada,  añadió  con  toda  esta  gallardía: 

— A ver,  Maruja  ¿qué  te  lia  dicho  esa  loca? 

— Me  ha  dicho  que  soy  una  gran... 

— Pues  díselo  tú  á ella,  y...  Pax  Christi. 

— Eso  es, — dijo  el  alcalde  autorizando  el  juicio. 

Maruja  le  dijo  á Rita,  lo  que  Rita  le  habia  dicho  á Maruja,  y fuéronse  recon- 
ciliadas las  grandísimas...  puercas,  quedándonos  nosotros  in  statu  quo. 

Acto  continuo  comparecieron  ante  su  merced  hasta  unos  diez  á doce  mozos  en 
solicitud  de  vénia  para  salir  de  ronda,  por  ser  noche  de  tañer  y cantar  en  las 
puertas  de  sus  novias;  y aunque  el  auto  de  este  otro  juicio  era  de  fórmula,  no  se 
atrevió  el  alcalde  á dictarlo  de  su  propia  autoridad,  contestando  como  siempre: 

— Son  cosas  estas  que  pueden  traer  compromisos  al  Santo...  es  decir  que  pue- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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cien  aguar  la  función,  porque  con  el  vinillo  y los  celos  y celosías,  las  rondas  sue- 
len acabar  como  el  rosario  de  la  aurora...  Pero  en  fin  y urt finamente,  lo  que  diga 
la  seña  Josefa. 

La  seña  Josefa  salió,  no  sin  hacerse  de  rogar  ó llamar  hasta  tres  veces,  según 
su  costumbre  de  decoro  jurisdiccional,  y en  vista  de  autos,  desestimóla  instancia 
diciendo  que  nones , porque  no  le  daba  la  real  gana. 

— La  noche  es  para  dormir  y no  para  rondas  nocturnas.  Yo  ya  pasé,  y la  que 
no  haya  pasado  que  se  fastidie,  que  yo  no  he  de  hacer  capa  para  que  otras  se  di- 
viertan: con  qué  á dormir  y mañana  será  otro  dia;  dia  de  rebocijo  será,  y así  va- 
yan lo  uno  por  lo  otro. 

Dij  o;  y lanzando  otro  eructo  por  el  decoro  mismo,  diónos  la  espalda  con  gar- 
bosa vuelta  y desapareció  por  donde  vino. 

La  alcaldesa  pronunció  en  definitiva,  y el  alcalde,  á guisa  de  alguacil,  se 
dispuso  ya  á pasar  á los  mozos  por  autoridad  de  cosa  juzgada.  Pero  los  mozos, 
que  tenian  ya  templada  la  guitarra,  y mas  aun  el  corazón  para  la  amorosa  ronda, 
se  empeñaron  conmigo,  yo  con  el  alcalde,  el  alcalde  con  el  sacristán  y el  sacris- 
tán con  la  alcaldesa,  la  cual  volvió  otorgando  su  vénia,  pero  con  estas  precisas 
condiciones: 

«No  beber  vino  con  aguardiente,  sino  lo  uno  ú lo  otro  de  por  sí  solo,  y en 
cantidad  rigular,  á efeuto  de  que  no  se  suba  el  husmo  al  campanario  y haiga 
cuistion  de  palos,  y deligencias  de  justicia  por  lo  consiguiente. 

»No  cantar  cosa  de  copla  malina  ú deshonesta,  ni  mas  cantares  de  amorío  que 
los  que  diga  el  señor  Bartolo. 

»No  hacer  mas  que  una  ronda  á dos  á lo  mas,  recogiéndose  á la  hora  que 
Dios  manda  para  estar  espabilaos  el  dia  de  San  Gaudiamos  ú San  Roque  por  mal 
nombre.  Y decetra.» 

Los  mozos  aceptaron  con  gran  contentamiento  hasta  la  última  de  las  prescri- 
tas condiciones,  y partieron  con  el  señor  Bartolo,  quien  aceptando  también  por  su 
parte  la  que  le  atañia  en  la  ronda,  entró  ante  todo  con  ellos  á inspirarse  en  una 
casa  de  la  esquina,  cuya  puerta  estaba  adornada  con  un  verde  ramo,  símbolo  po- 
pular del... 

Vino  luego  la  hora  de  las  ánimas,  y tuvo  lugar  el  artículo  del  programa  con 
el  repique  general  de  la  campana  mayor  y menor,  pues  siendo  única,  podia  te- 
ner y tenia  en  efecto  ambos  tamaños,  y con  cohetes  ó codetes,  si  mas  finos  los 
queréis. 

TOMO  I. 


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670 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Y era  de  ver  entonces  la  animación  de  todo  el  mundo,  es  decir,  de  todo  el 
pueblo,  pues  pululando  gente  como  hormigas,  parte  subieron  á los  terrados,  parte 
bajaron  á la  plaza,  y el  resto  ni  subió  ni  bajó,  sino  que  me  estuve  quedo  en  el 
sofá  susodicho.  Pero  viéndome  solo,  me  retiré  de  la  calle  y fuíme  dentro  á hacer 
otro  ensayo  de  dormir. 

Ya  dormian  todos  sin  duda  allá  á la  media  noche,  y yo  me  daba  á todos  los 
diablos  con  dar  vueltas  y aun  saltos  en  el  potro  de  mi  lecho. 

Pasó  otra  hora  mas,  y no  por  falta  de  insectos,  mas  por  sobra  de  cansancio, 
cerrando  iba  ya  los  ojos,  cuando  por  mal  de  mis  pecados  me  cayeron  encima  de  la 
cabeza  todos  los  tiestos  de  este  cacharro,  ó lo  que  sea  esta  copla: 

Niña  que  te  estás  durmiéndote. 

Abre  y oye  las  orejas, 

Me  harás  el  favor  de  quererme 
Y yo  ante  la  faz  de  la  iglesia. 

Bien  hubiera  querido  yo  ¡ay  de  mí!  llamar  en  auxilio  al  alcalde;  pero  recor- 
dé que  hasta  el  dia  siguiente  no  regia  el  bando  ó pregón  de  marras,  y estando 
por  otra  parte  competentemente  autorizado  para  sufrir  todas  las  cosas  que  tiraran, 
tuve  que  sufrir  la  coz  preinserta,  exabrupto  sin  duda  del  Bartolo,  numen  inspira- 
dor de  aquella  malhadada  ronda. 

Y no  bien  me  hube  aliviado  de  tan  rudo  descalabro,  cuando  me  descalabra- 
ron otra  vez  con  esta  otra  cosa  que  tiraron: 

Me  lo  dirás,  si  me  quieres, 

Y irás  por  el  coro  abajo, 

Que  para  derechos  de  estola 
No  me  hacen  falta  cuartos. 

¡ Ira  de  Dios!...  El  olor  mas  y mas  parroquial  de  esta  especie  de  segunda  mo- 
nición me  puso  ante  los  insomnos  ojos  la  desafeitada  y fea  fisonomía  del  desdi- 
chado sacristán,  y en  mi  despecho  hube  de  buscar  á tientas  algo  que  tirarle  yo  á 
él,  y...  solo  encontré  las  pistolas. 

Por  fortuna,  la  seña  Josefa,  enojada  por  la  infracción  de  sus  órdenes  pues  ya 
era  mas  que  hora  rigular  de  recogerse,  abrió  una  de  sus  ventanas  y echando 
afuera  el  busto  y algo  mas,  maguer  que  en  camisa  estaba,  lanzó  primero  un  gran 
eructo  como  anunciando  su  airada  y superior  jurisdicción. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


071 


— ¡Paulo! — gritó  después  roncamente  á guisa  de  mujer  acatarrada. 

Y no  quedó  un  alma  en  la  calle:  tal  y tanto  era  el  prestigio  de  su  autoridad 
en  aquel  pueblo. 


III 


DONDE  OIMOS  MISA  MAYOR  CON  SERMON.  MÚSICA,  EPISODIOS  Y OTROS  EXCESOS. 

A las  ocho  de  la  mañana  me  despertó  el  repique  general  de  la  campana,  uo 
habiendo  oido  el  ídem  por  ídem  de  las  Aves-Marías,  segundo  artículo  del  progra- 
ma, porque  tras  del  insomnio  de  aquella  noche  de  perros,  me  quedé  dormido  como 
un  muerto. 

Vestíme  á la  ligera,  y después  de  tomarme  una  jicara  de  almagra,  que  al  fin 
pagué  por  chocolate,  me  fui  á la  iglesia  á oir  la  misa  mayor,  que  como  la  cam- 
pana, podia  ser  también  menor. 

El  sacristán  estaba  en  su  puesto  con  su  misma  cara  fea,  pero  no  ya  desafeita- 
da: era  este  dia  de  barba  y el  sacristán  se  la  bizo  ó bizo  hacer,  como  cada  hijo  de 
vecino. 

Pero  por  mas  que  se  exhibía  grave  y respetuoso,  siempre  era  á mis  ojos  una 
explosión  de  risa,  obligada  á estar  séria  bajo  una  sotana  tan  mugrienta,  estrecha 
v corta  como  la  del  dómine  de  Que  vedo. 

Comenzóse,  pues,  la  misa,  con  existencia  de  todo  el  ayuntamiento,  cuyos  in- 
dividuos, raidos  como  el  sacristán,  por  lo  afeitados,  pero  no  tan  foscos,  si  bien 
graves,  sudarían  hasta  el  quilo,  abrigados  como  estaban  en  sendas  cumplidas  ca- 
pas ni  mas  ni  menos  que  por  Navidades. 

Y yo  me  desternillaba  de  risa,  bien  que  la  tuviera  vedada,  no  de  ver  al  sa- 
cristán, con  su  exterior  sacro-profano,  ni  á los  encapados  en  plena  estación  esti- 
va, ni  la  burda  tapicería  de  las  paredes,  ni  el  forraje  desparramado  por  el  pavi- 
mento; sino  de  ver  en  primer  término  un  como  hereje  volteriano,  que  con  un 
desenfado  irreverente  y absurdo,  templaba  una  bárbara  ó bérbera  guitarra  en  ac- 
titud y aptitud  de  romper  el  aire,  amen  de  las  cuerdas  y el  excomulgado  instru- 
mento. 

- — ¿Qué  diablos  va  á hacer  ese  judío? — pregunté  á un  adlátere. 

— No  es  judío, — me  contestó  simplemente. 

— ¿Pues  qué  es? 


672 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


— El  maestro  Lucas. 

— Pero,  ¿qué  va  á hacer  el  maestro  Lucas  en  este  sagrado  recinto? 

— A solenizar  la  misa  acompañando  al  señor  Bartolo.  ¡Olí!  Si  no  fuera  por  el 
maestro,  no  tendríamos  música  en  la  misa  mayor  los  dias  de  fiesta.  Es  hombre 
muy  hábil  en  punto  de  puntear  la  guitarra. 

— Y en  punto  de  rapar  también.  ¿No  es  el  barbero  del  lugar? 

— ¡Barbero!  ¡Barbero!...  Aunque  parece  barbero,  no  es  sino  cerujano. 

— ¿Cerujano  es? 

— Y muy  lucho. 

— ¡Hola! 

— Solo  con  una  navaja  de  afeitar  hace  él  mas  avío  en  siendo  que  sea  punto  y 
vez  de  rajar,  que  seis  dotores  desanimados  con  todas  las  melecinas  de  sus  libros. 

— Lo  creo. 

— Créalo  usted,  que  es  punto  de  fé. 

— ¿Usted  también  puntea? 

— Un  poco. 

— Ya  se  conoce. 

Con  estas  y las  otras,  quiero  decir  con  la  música  y mi  risa,  llegó  el  sacristán 
á la  epístola,  y no  bien  la  encabezó,  tomando  una  por  otra,  cuando  el  padre  cura, 
que  como  pastor  de  aquellas  ovejas,  tratábalas  con  la  mayor  franqueza,  le  advir- 
tió el  quid  pro  quo  desde  el  altar,  diciéndole: 

— No  es  esa,  no  es  esa. 

— ¡Ah! — exclamó  sin  correrse  el  sacristán. 

Y pasando  algunas  hojas  del  misal,  cantó  ya  con  toda  la  seguridad  y certeza 
de  su  ciencia  diciendo: 

Allí  por  Mi,  Cid  por  sed,  Mulé  y por  nunc  ei,  miqui  por  milii,  cojos  por  cujas, 
ajos  por  ejus,  heati  serviles  por  heati  servi  Mi.  Et  sic  de  ceteris. 

No  podia  ser  de  otra  manera.  Díjome  ponderando  sus  letras  que  habia  estu- 
diado ocho  años  de  latin,  y ocho  años  de  latin  son,  en  todas  las  aulas,  cinco  lo 
menos  de  calabazas. 

Pasada  la  epístola  y el  evangelio,  el  padre  cura,  que  no  teniendo  en  su  parroquia 
mas  clero  que  el  de  su  propia  tonsura,  tenia  por  ello  necesidad  de  ser  múltiple, 
dejó  solo  el  altar  y subió  al  púlpito,  predicando  oportunamente  sobre  la  peste,  de 
que  era  y es  patrono  San  Roque,  y le  avivaba  el  ingrato  recuerdo  un  olor  acre, 
denso  y general,  aunque  prohibido  por  irreverente. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


G73 


Habló  luego  del  juicio  final  pintando  de  almagra  el  cuadro,  digámoslo  así, 
para  que  no  desdijera  de  los  otros  y cerró  por  fin  su  plática  deseando  la  gloria  á 
todos  los  que  le  escuchaban,  con  cuya  condición  excluyó  de  ella  al  sacristán,  que 
falto  de  sueño  y de  respeto  también,  aunque  sin  perder  el  equilibrio,  se  habia  dor- 
mido en  su  banco  y roncaba  impíamente. 

No,  empero,  fué  menester  que  lo  despertara  nadie,  como  tan  ducho  por  muy 
larga  experiencia  en  graduar  estos  entreactos  para  no  faltar  á las  oportunidades 
de  su  oficio;  así,  pues,  apénas  el  preste  hubo  iniciado  el  credo,  cuando  saltó  el 
oficiante  con  su  voz  solene  siempre,  aunque  repullada  ahora,  sin  esperar  siquiera 
el  preludio  de  la  orquesta. 

Y así,  sin  nada  de  particular,  prosiguió  el  cura  diciendo  su  misa,  y el  sacris- 
tán rompiendo  su  laringe  y el  barbero  su  guitarra  y ambos  á dos,  y por  respeto 
no  á tres,  los  tímpanos  del  pobre  forastero. 

— ¡Afuera  ese  párvulo!  ¡Qué  se  corre  esa  vela!  ¡Echar  ese  perro!  ¡Cerrar  esa 
puerta ! . . . 

Con  toda  esta  franqueza  solia  amenizar  Bartolo  la  función  de  iglesia,  á vuel- 
tas de  su  canto  mas  bien  montuoso  que  llano,  ni  mas  ni  menos  que  si  estuviera  en 
la  plaza. 

Y como  si  estuviera  en  su  estrado,  alguna  autoridad  solia  decir  también  fa- 
miliarmente: 

— Paulo,  desocupa  ese  banco...  Daca  esa  estera.  ¿Cobrastes  aquello? 

La  voz  de  esta  autoridad,  aunque  acatarrada,  me  pareció  femenina.  Sin  em- 
bargo, no  podia  asegurarlo.  Un  signo  característico  y exclusivamente  personal, 
signo  ruidoso  y atroz  como  un  eructo  de  decoro  jurisdiccional,  vino  á sacarme  de 
dudas.  Era  la  señá  Josefa. 

La  función  se  prolongaba  ya  mucho  con  tanta  solemnidad  y la  impaciencia  se 
reflejaba  en  la  enjuta  y raida  cara  de  Bartolo,  quien  sin  duda  hacia  ya  falta  en 
otra  de  sus  muchas  incumbencias.  No  pudiendo  abandonar  el  coro,  hubo  de  co- 
meter al  maese  Lucas  algún  desempeño  urgente,  pues  hablándole  al  oido,  se  le- 
vantó de  repente  el  cirujano  con  su  guitarra,  sin  prima  ya,  ni  segunda,  ni  terce- 
ra, deserción  excusable,  porque  ya  estaba  casi  consumado  el  sacrificio. 


674 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


IV 

DE  COMO  SE  COMIERON  Y BEBIERON  EL  4.“  ARTÍCULO  DEL  PROGRAMA,  SIN 

ACORDARSE  DE  MÍ. 

Llegó  el  mediodía  y la  gente  convidada  se  agolpó  como  por  resorte  ;í  la  puer- 
ta del  alcalde,  con  el  buen  fin  de  comerse  el  4.°  artículo  del  programa. 

Pero  ocurría  una  gran  dificultad:  los  hombres  acudieron  con  todas  sus  muje- 
res y sus  hijos  todos;  y tantas  y tantas  eran  que  no  cabían  ni  de  pió  en  la  gran 
cocina  de  la  casa. 

Aquí  del  sacristán:  fecundo  en  expedientes  como  un  escribano,  d i ó solución 
muy  luego  á aquel  conflicto. 

— ¡Allá  el  refectorio! — dijo. 

Y decirlo  y estar  ya  la  mesa  en  lo  ancho  del  corral,  obra  fué  de  un  sursum 
amia. 

— ¿Estamos  aquí  bien,  compadre? — preguntó  al  alcalde  esperando  merecer 
sus  plácemes. 

— Yo,  por  mí, — contestó  su  merced, — donde  está  el  pienso,  allí  cómo.  Pero 
por  los  demás...  En  fin  y urtimamente,  lo  que  diga  la  Pepa. 

La  Pepa  vino  y dijo  que  sí,  pues  según  malas  lenguas  nunca  decía  que  no  á 
Bartolo,  y mucho  menos  ahora  que  estaban  la  mesa  y comensales  en  su  lugar. 

En  virtud  de  su  aprobación  y estando  en  punto  ya  el  guisote,  acomodáronse 
en  el  mas  bello  desorden  hombres  y mujeres,  grandes  y pequeños,  alrededor  de 
la  mesa,  que  no  era  mas  grande  que  un  pesebre  y comieron  en  común  ó sea  en 
un  mismo  lebrillo  con  sabor  de  rechuparse  los  dedos,  únicos  tenedores  que  allí  se 
manejaban. 

La  comida  se  componía  de  un  cochifrito  de  no  sé  cuantos  corderos  por  princi- 
pio, con  entremeses  de  rábanos,  aceitunas  y rabiosas  guindillas,  y por  postres 
frutas  del  tiempo,  mas  una  ensalada  de  vino  con  muchísimo  caldo. 

— Bartolomé, — decía  la  alcaldesa  eructando  ahora  de  ahita, — Bartolomé  daca 
ese  rábano. 

/ Bartolomé ! Hé  aquí  un  nombre  positivamente  feo  y aun  antipático  que  te- 
nia cierta  belleza  y aun  atracción  en  boca  de  la  Pepa.  No  sé  porque  el  me  tenia 
algo  de  mío. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


C75 


— Daca  ese  rábano. 

— Toma  un  manojo, — contestó  Bartolomé  echándole  en  la  falda  una  gabilla. 

— Déjale  esa  magra  á mi  Rita, — decia  por  otra  parte  un  comensal  á otro. 

— ¡Bah! — contestaba  éste — me  tocó  á mí  y no  la  suelto. 

— Porque  me  la  has  quitado. 

— Mientes,  mala  lengua. 

— Mira  quien  habla. 

- — Yo  no  le  he  dicho  á nadie  todavía. 

— Pues  yo  sí  le  dije  anoche  á tu  Maruja  que  era  una  gran... 

— ¿A  qué  te  tiro?... 

— ¡ Pié ! A tirar  coces  á la...  sala, — interrumpió  Bartolo,  como  quiera  que  es- 
taban en  el  corral. 

Y añadió  esta  sentencia,  que  en  otra  parte  hubiera  podido  ser  un  epigrama. 

-—Para  nada  hace  mas  falta  la  política  que  para  comer. 

En  efecto,  la  política  ha  venido  á ser  un  comestible. 

Y siguió  su  curso  el  cochifrito  y los  rábanos  y la  ensalada  y los  eructos,  core- 
ados ya  por  una  y otra  banda. 

¿Y7  el  alcalde? 

El  bueno  del  alcalde,  ante  la  autoridad  absorvente  y permamente  de  la  seña 
.Josefa,  no  tenia  voz  ni  voto;  pero  buen  apetito  sí. 

¿Y  el  padre  cura? 

Yo  que  veía  los  toros  desde  lejos  desde  un  próximo  postigo  de  mi  posada,  pues 
no  era  de  los  llamados  ni  menos  de  los  escogidos,  como  alguno  que  me  está  oyen- 
do, certifico  y juro,  si  no  es  en  vano,  que  no  estaba  en  aquel  lugar  el  padre  cura; 
estaria  tal  vez  en  la  cocina  con  su  ama  de  gobierno. 

Y7  corrobora  mi  sospecha,  no  solo  el  decoro  de  esta  oportuna  reserva,  sino  tam- 
bién el  hecho  de  apartar  la  seña  Josefa  dos  colmados  platos  de  cada  servicio,  mas 
el  caldo  de  ensalada  correspondiente,  que  remitia  adentro  con  esta  fórmula. 

— Paulo,  pá  el  curto  y clero. 

Y por  Dios  que  se  alegraba  el  sacristán  de  la  ausencia  de  su  párroco,  porque 
en  su  presencia  no  se  hallaba  á sus  anchas  el  gran  monago,  viéndose  á cada  paso 
obligado  á confesar,  aunque  no  explícitamente,  que  su  merced  sabia  mas  teolo- 
gía que  él. 

Pero  fuera  del  cura,  á nadie  ya  cedia  ventaja  ni  al  mismo  maestro  Lucas  con 
ser  fiebotómano  y quirurgo  sobre  veterinario  y rapista;  cuanto  menos  al  secreta- 


676 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


rio  j maestro  de  escuela,  bípedos  de  pluma  exclusivamente.  Así,  pues,  renega- 
ba, no  sin  razón,  de  Cervantes,  que  no  tuvo  ni  un  mal  recuerdo  para  su  clase, 
cuando  tal  y tanto  se  acordó  de  maese  Nicolás,  tan  inferior  á maese  Lucas,  como 
este  al  maestro  y aun  dotor  Bartolo. 

Desde  el  aviso  aquel  que,  sobre  comer  políticamente  diera  á los  comensales 
Bartolo,  permanecieron  ja  todos  tan  silenciosos  como  si  estuvieran  pensando ; y 
no  ofreciendo  esto  pábulo  á mi  curiosidad,  ni  apuntes  á mi  cartera,  me  alejé,  aun- 
que no  mucho,  del  postigo,  dejando  á los  pensadores  como  atados  á la  mesa,  que 
á mí  me  pareció  pesebre. 

De  allí  á espacio  de  una  hora  volví  á mi  observatorio,  y ja  estaba  el  sacristán 
solo,  ó solido,  como  él  decia,  con  mas  literatura.  Estando  solido,  claro  es  que  con- 
tinuaba pensando.  Y tanto  hubo  de  pensar,  que  aun  en  medio  de  la  popular  mu- 
chedumbre, continuó  solido  el  resto  de  la  tarde  j toda  la  noche.  Era  animal  de 
carga,  es  decir,  de  mucho  pienso. 


~v 


DE  LO  QUE  PASA  EN  UN  PASO  DE  COMEDIA  TAN  CHUSCO  QUE  NO  HAY  MAS  QUE  VER. 

Después  del  4.°  vino  el  5.’  artículo  del  programa,  el  cual  no  era  ja  comesti- 
ble ni  bebestible,  como  tampoco  el  6."  que  es...  no  cocear. 

Todo  el  ajuntamiento  encapado  j con  cirios  procedia  delante;  todo  el  clero 
con  el  santo  detrás;  todo  el  sacristán  con  el  santo  j la  limosna  detrás  j delante  j 
á los  lados.  Paulo  iba  enmedio  tirando  cohetes;  los  muchachos  tomaban  las  altu- 
ras tirando  piedras,  j el  maestro  Lucas  rasguñaba  impíamente  su  guitarra  tiran- 
do torrentes  de  armonía  por  aquellos  ámbitos. 

Para  que  nada  faltara  á este  conjunto,  el  sacristán  múltiple  en  procesión  como 
un  maestre  de  campo  en  batalla,  cantaba  con  su  excomulgada  voz  al  áspero  son 
del  bérbero  instrumento: 

- — In  exitu  Israel  de  Egipto,  domas  Jacob  de  populo  bárbaro. 

Sino  que  el  gran  prevaricador  aplicándole  sus  ocho  años  de  latin,  leia  gallar- 
damente: 

«Inés  j tú  Israel  vé  á Egipto;  doma  el  jaco  del  populo  bárbaro.» 

El  párroco  miraba  al  cielo  con  expresión  de  hacer  esta  plegaria: 

— ¡Señor,  perdónale  su  literatura,  pues  no  sabe  lo  que  se  pesca! 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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En  el  orden  susodicho  dio  la  procesión  una  vuelta  por  la  calle  Real,  colgada 
con  los  tapices  que  habian  servido  ya  en  la  iglesia,  á donde  volvió  al  cabo  de  dos 
horas,  no  porque  la  calle  fuera  larga,  inas  porque  se  detenia  el  Santo  como  á des- 
cansar á la  puerta  de  todos  los  devotos  que  podían  ó querían  darle  limosna. 

Cuando  desembarazados  del  Santo  bendito,  salieron  del  templo  los  procesiona- 
les, estaba  ya  la  plaza  hecha  teatro:  el  sacristán  la  habia  trasformado  sin  faltará 
su  sacristía.  No  fué  un  milagro  de  San  Roque,  sino  del  mismo  Bartolo. 

El  teatro  era  un  tablado  de  cuatro  grandes  mesas  juntas  por  escenario,  y otra 
mesa  mas,  á la  espalda,  con  un  cobertizo  y cortinajes  de  esteras,  á modo  de  pa- 
bellón, por  vestuario.  Como  el  escenario  habia  de  verse  por  los  tres  lados  restan- 
tes, no  admitia  cosa  de  decoración  y quedaba  todo  al  aire  libre. 

Enfrente  de  esta  especie  de  patíbulo  se  extendían  en  desimétricas  series:  pri- 
mero los  bancos  del  ayuntamiento,  que  así  servían  para  Dios  como  para  el  dia- 
blo, y detrás  de  ellos  hasta  un  centenar  de  sillas,  con  un  arca,  que  á modo  de 
sofá,  ocupaba  la  familia  del  maestro  Lucas. 

Muy  luego  se  poblaron  los  asientos  con  un  abigarramiento  de  público,  gano- 
so de  presenciar  el  gran  espectáculo,  que  amen  de  gratis,  iba  á ser  dirigido  y aun 
ejecutado  por  el  señor  Bartolo,  en  quien  todos  reconocían  casi  tanta  literatura 
como  él  se  adjudicaba.  Y en  comezón  de  ver  el  paso  de  comedia  en  dos  jornadas, 
hecho,  sin  copiar  de  ningún  libro  por  el  ingenio  de  la  villa,  hasta  los  viejos  ya  se 
impacientaban:  no  hay  para  que  ponderar  la  comenzon  de  los  mozos,  ni  menos  la 
de  las  mozas,  mas  impacientes  de  suyo. 

Sin  duda  hubo  de  conocerlo  así  la  alcaldesa,  quien  ejerciendo  jurisdicción 
hasta  en  la  iglesia  y hasta  el  campanario  que  es  cosa  mas  alta,  mandó  á un  mo- 
naguillo que  adelantara  la  hora,  y las  cinco  sonaron  á las  cuatro  y tres  cuartos 
en  un  como  cencerro  ó tiesto  del  horario  público. 

A la  vez,  y como  para  anunciar  á los  espectadores  que  se  iba  á levantar  el 
telón,  dado  que  lo  hubiera,  tiraron  escopetazos  y cohetes  y no  sé  cuántas  cosas 
más. 

Desojábame  yo  buscando  por  todas  partes  á los  actores,  y llegué  á temer  al 

i 

fin,  acordándome  del  bando  ó pregón  de  marras,  que  huyendo  de  la  Plaza  Real, 
se  fueran  por  el  Tajo  á caer  á la  balsa.  Mas  poco  duró  mi  temor,  pues  no  bien 
hubo  estallado  el  último  cohete,  he  aquí  en  escena  á Bartolo,  á Lucas  y á la  seña 
Josefa. 

¡Válgales  Dios  por  los  aplausos  que  les  tiraron!  Mas  parecían  reos  sobre  el 

TOMO  I,  S5 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


cadalso  que  cómicos  en  su  terreno,  es  decir  en  sus  tablas:  tal  fue  el  gárrulo  y vo- 
cinglero guirigay  de  aquella  impresionable  ignominia , como  se  llama  entre  bas- 
tidores al  paraíso  perdido. 

Y no  liabia  modo  ni  ocasión  de  inaugurar  el  paso  de  comedia  al  son  de  aque- 
lla interminable  y desentonada  sinfonía,  que  con  ser  de  honoríficos  aplausos,  no 
era  sino  un  acabamiento  de  mundo. 

Por  fortuna,  á la  autoridad  que  sabe  consolidar  su  prestigio  bástale  solo  un 
gesto  para  sofocar  un  tumulto. 

— A ver,  Paulo, — gritó  la  alcaldesa  avanzando  hasta  el  proscenio. — ¡Róm- 
pele la  calavera  á uno  ú á una  bajo  mi  responsibilidá. 

La  calma  se  restableció  súbitamente,  sin  que  Pablo  hiciera  ninguna  calave- 
rada, bien  que  él  no  habia  de  ser  el  responsible. 

Y comenzó  el  paso  de  comedia. 

La  primera  dama  ó sea  la  seña  Josefa  va  á ser  pronto  mamá,  según  las  apa- 
riencias, harto  y por  demás  abultadas;  el  primer  galan,  que  es  el  alcalde;  sin- 
tiendo como  suyos  los  dolores  de  la  parturienta,  que  es  aquí  también  su  fiel  es- 
posa, ha  traido  en  su  auxilio  al  primer  cirujano,  que  no  es  otro  que  maese  Lucas, 
y al  primer  Bartolo  nada  menos  que  con  el  santo  óleo. 

Como  se  vó,  pues,  el  estado  de  la  dama  no  puede  ser  mas  interesante  ni  mas 
crítico. 

Y para  estar  en  situación,  según  las  oportunas  instrucciones  del  director  es- 
cénico, Doña  Venustia,  como  se  llamaba  en  tablas  la  seña  Josefa,  se  lamentaba 
con  todo  el  poder  de  sus  pulmones,  que  á decir  verdad,  no  los  tenia  tísicos  ni 
mucho  menos,  paseándose  y sentándose  alternativamente  con  las  manos  en  los 
hipocondrios,  á guisa  de  mujer  que  rabia. 

Ya  en  peligro  de  muerte,  el  padre  Bartolo  la  oye  en  confesión,  que  ella  hace 
á veces  echando  por  la  boca  sapos  y culebras  la  muy  pecadora;  y después  la  ab- 
suelve y la  olea.  El  cirujano  la  asiste  á su  vez  casi  con  todas  las  reglas  y proce- 
dimientos del  arte,  dándole  antes  un  vaso  de  agua,  que  por  ardiente  no  puede 
apurar  Doña  Venustia;  el  esposo  lloriquea  haciendo  reir  hasta  á los  bancos,  y la 
esposa  da  á luz  por  fin...  un  burrucho. 

Ante  tan  fausto  alumbramiento  rompió  el  público  en  entusiastas  vítores,  pa- 
recidos á la  algarada  de  una  kábila.  Y es  que  se  le  escapó  el  trampantojo,  porque 
lo  cierto  era  que  Bartolo,  no  Doña  Venustia,  fué  quien  parió  el  burrucho,  como 
quier  que  so  capa  lo  llevara. 


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Sea  de  esto  lo  que  fuera,  Bartolo  tomó  luego  en  sus  brazos  al  recien  nacido  y 
lo  exhibió  en  presentación  solemne  al  respetable  público,  que  de  muy  buena  gana 
lo  hubiera  prohijado,  á no  estar  ya  en  tan  buenas  manos. 

La  algarabía  siguió  como  una  marejada  hasta  otro  gesto  de  la  alcaldesa,  que 
ya  restablecida,  mandó  otra  vez  á Paulo  descalabrar  á uno  ó á una  bajo  su  res— 
ponsibiliclá. 

A favor  del  nuevo  y respetuoso  silencio  el  actor  del  paso  se  adelantó  hasta  el 
proscenio  y alzando  su  voz  de  trompeta  dijo  con  toda  la  solemnidad  de  las  cir- 
cunstancias: 

— Sepan  ustedes,  caballeros  y caballeras,  como  se  han  pasado  ya  tres  dias 
con  sus  noches  desde  la  natividad  del  primogénito.  Ahora  empieza  la  segunda 
jornada  para  acristianarlo. 

— ¡Eso  no!  ¡No  lo  permito! — gritó  á la  sazón  el  párroco,  que  reservadamente 
veia  la  función  desde  el  canal  de  la  iglesia. 

Y esto  diciendo  enderezó  resueltamente  hácia  el  teatro,  repitiendo  en  son  de 
santa  ira: 

— ¡No,  no  lo  permito!  ¡De  ningún  modo  autorizaré  ese  gran  sacrilegio,  ese 
herético  bautizo,  ese  acristianamiento  de  Satanás ! 

— Se  bautizará  sub  conclilionis, — replicó  el  sacristán  midiendo  su  teología  con 
la  del  cura. 

— Esa  condición  no  puede  tener  aplicación  cuando  el  sugeto  es  fenómeno  de 
la  naturaleza. 

- — Niego  la  mayor. 

— ¡Hombre  de  Dios!  No  niegue  usted  la  evidencia. 

— La  niego,  porque  usted  mismo  bautizó,  sub  conditionis,  no  hace  mucho 
tiempo  un  párvulo,  hijo  de  quien  no  quiero  mentar,  el  cual  párvulo  era  fenome- 
nal, puesto  que  tenia  un  rábico. 

— No  era  rábico. 

— Rabo  ó cola,  fenómeno  era. 

- — Pero  á lo  menos  no  era  burrucho. 

— Era  judío,  que  es  peor. 

— Era  una  criatura  de  Dios. 

— Niego  la  consecuencia. 

— Eso  es  negar  la  luz  del  dia. 

— Esto  es  apretar  el  ergo. 


G80 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


— No  disparate  usted,  hombre  emparetado. 

— Argumento  al  canto.  Todo  animal  es  criatura  de  Dios;  es  así  que  este  bur- 
ruclio. . . 

— ¡ An atema ! ¡ Anatem a ! 

— Ergo,  ergo...  La  razón  no  quiere  fuerza.  Ergo... 

— ¡No  sea  usted  bárbaro! 

— ¡Bárbaro  yo! — exclamó  el  ergotista  abriendo  en  despecho  los  brazos  y de- 
jando caer  el  párvulo. 

Sucedió  un  momento  de  angustiosa  crisis;  crisis  tácita,  pero  preñada  de  ra- 
yos y truenos  como  una  tempestad  inminente. 

Después  de  una  breve  pausa,  considerando  incompatibles  la  ofensa  y su  mi- 
nisterie  el  incomparable  Bartolo  hizo  pública  dimisión  de  su  cargo. 

El  ergo  de  este  úllimo  argumento  si  que  hizo  fuerza  al  párroco;  pero  no  de- 
biendo permitir  tamaño  escándalo,  persistió  en  sus  piadosos  abrenuncios. 

Sin  embargo,  falto  de  autoridad  para  dominar  la  situación,  llamó  en  su  auxi- 
lio al  alcalde,  diciéndole  en  grande  apuro: 

— Ruego  á usted  por  el  Santo  bendito,  tenga  á bien  preceptuar  que  no  pase 
adelante  el  diabólico  paso  del  borracho,  máxime  cuando  la  acción  tiene  aquí  su 
literario  desenlace.  También  quisiera,  pero  esto  es  secundario,  que  interpusiera 
usted  su  autoridad  para  que  el  señor  Bartolo  retire  su  dimisión  y no  me  deje  solo 
en  la  parroquia. 

— Peliagudo  es  el  caso,  padre  cura, — contestó  el  alcalde  estirándose  el  lábio 
inferior,  en  expresión  de  embarazo,  mientras  en  grupo  separado  sostenia  sus  opi- 
niones Bartolo,  negando  otra  vez  la  mayor,  la  menor  y la  conclusión. — Sí,  señor, 
muy  peliagudo,  porque  los  espe  tactores  quieren  mas  burrucho,  y el  autor,  como 
lodos  sabemos,  es  hombre  de  talento,  y usted  le  ha  dicho...  que  es  un...  bárbaro. 

— Distingo,  señor  alcalde;  yo  no  le  he  dicho  que  es,  sino  que  no  sea  bárbaro, 
en  lo  cual  reconozco  ya  su  talento,  si  bien  en  ocasión  próxima  de  barbaridad.  No 
bautice  en  su  paso  á ese  hijo  de  doña  Yenustia  y de  usted  y no  habrá  en  Barto- 
lomé barbaridad  ninguna. 

— Padre  cura,  yo  no  entiendo  de  teología. 

— Es  lógica. 

— ¿Lóngica  es? 

— Rudimentaria . 

— Entonces...  tampoco  la  entiendo. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


681 

— ¿Es  decir  que  se  sustrae  usted  á este  otro  paso  de  conciliación? 

— ¡Yo!...  ¿Qué  quisiera  yo,  padre  cura,  sino  que  se  acabaran  en  paz  y honra 
del  Santo  patrono  todos  los  pasos?  Pero  él  tiene  su  génio...  ella  el  suyo...  yo  el 
mió...  y usted,  padre  cura,  tiene  siempre  el  guisopo  en  una  mano  y las  anas  te- 
mas en  otra. 

— Es  mi  deber  de  pastor. 

— Sí,  pero  las  ovejas  son  ovejas,  y los  carneros...  carneros.  Quiero  decir,  pa- 
dre cura,  que  yo...  no  digo  nada:  entiéndase  usted  con  la  Pepa  v á ver  si  arre- 
glamos esto. 

El  párroco  que  como  director  de  conciencia  de  la  Pepa  la  conocia  á fondo  con 
sus  vicios  y virtudes,  ejercitó  este  recurso  y fué  á poner  también  su  causa  en 
manos  de  la  alcaldesa. 

Esta  que  estaba  ya  cansada  de  farsa,  no  solo  por  lo  trabajoso  del  parto,  sino 
también  por  sus  preparativos  en  medio  de  tanta  función  de  paz  y de  guerra,  defi- 
rió sin  resistencia  á la  solicitud  del  párroco,  proveyendo  en  su  virtud  que  tenien- 
do que  convalecer  de  aquel  trabajo,  quedara  en  él  el  desenlace  del  paso,  y que 
Bartolo  (me)  siguiera  siendo...  lo  que  era. 

Proveyó  además  que  Paulo  cargara  con  el  burrucho  y lo  llevara  á su  casa,  á 
á donde  ella  también  se  restituyó,  enjugándose  la  sudor  con  el  canto  de  la  man- 
tilla. 

El  sacristán  estuvo  á lo  mandado,  porque  era  ya  auto  de  la  Pepa  y se  retiró 
por  otra  parte  con  maese  Lucas,  á quien  probó  con  argumentos  de  tres  a es  que  en 
punto  de  teología  sabia  mas  que  Melchor  Cano,  así  como  en  latinidad  podia  dar 
quince  y raya  al  mismo  Antonio  de  Nebrija. 

Y el  bueno  del  cura,  satisfecho  de  tan  favorable  desenlace,  tomó  un  polvo  y 
volvió  á su  canal  con  la  misma  resolución  de  cortar  por  lo  sano  los  malos  pasos 
de  Bartolo,  hombre  en  quien,  como  dijo  al  alcalde,  reconocía  el  mas  claro  talento 
en  ocasión  próxima  de  barbaridad.  El  párroco  había  sido  en  sus  verdes  años  so- 
pista de  la  tuna  y aun  revelaba  en  su  donaire  los  primeros  pasos  de  su  carrera. 
No  tenia  mucho  de  Salomón,  pero  lo  era  al  lado  de  Bartolo,  que  tenia  hasta  las 
orejas  del  hijo  de  Doña  Venus  tía. 

Mucho  sintieron  los  espectadores  un  contratiempo  que  vino  á amargarles  el 
mas  sabroso  y regalado  plato  de  la  fiesta,  el  plato  del  burrucho;  tanto  que  se  hu- 
bieran levantado  en  son  de  guerra  ó motín  á un  ¡ sus ! de  Bartolo  ó á un  bélico 
eructo  de  la  Pepa.  Pero  nadie  los  levantó  y permanecieron  sentados. 


682 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Pasado  el  momento  crítico  no  los  hubiera  levantado  ni  la  peste  de  San  Roque; 
pues  siendo  ya  la  hora  de  la  subasta  y danza  del  Santo  bendito,  muy  luego  olvi- 
daron aquello  para  acordarse  de  esto. 

Y lié  aquí  el  último  artículo  del  programa,  que  con  vuestro  beneplácito  deja- 
remos para  capítulo  aparte. 


VI 


DE  LA  SUBASTA  Y DANZA  DEL  SANTO  BENDITO. 

Dado  por  concluido  el  paso  de  comedia  allí  donde  lo  cortara  la  censura  ecle- 
siástica, se  armó  tal  baraúnda  en  la  plaza,  que  no  parecía  sino  que,  amen  del 
paso,  se  habia  acabado  también  el  pueblo:  las  sillas,  los  bancos,  las  mesas,  los 
hombres,  las  mujeres,  los  muchachos,  todo  rodaba  allí  envuelto,  revuelto  en  un 
gatuperio  de  mil  diablos. 

Yo,  por  mí,  quise  acogerme  á lo  inmune  para  ponerme  en  cobro,  y enderecé 
á la  iglesia,  madre  de  todos  los  pecadores,  cuya  entrada  se  abría  sobre  una  esca- 
linata de  hasta  cinco  gradas  de  aljezon  y laja.  No  sé  si  por  curiosidad  ó por  rece- 
lo volví  la  cabeza  al  campo  de  Agramante  al  verme  en  la  última  escalera,  y como 
por  encanto  habia  yTa  desaparecido  todo,  es  decir,  no  habia  desaparecido  nada,  pero 
afectaba  distinta  forma  el  conjunto.  Colocadas  circularmente  las  sillas,  inclusa  el 
arca  del  maestro  Lucas,  el  teatro  se  habia  trasformado  en  circo,  quedando  en  la 
arena  Bartolo,  armado  de  sus  utensilios  y dominando  la  situación  con  sus  acer- 
tadas disposiciones. 

Sentados  ya  todos  y en  silencio,  no  sin  que  Paulo  sacudiera  dos  ó tres  veces 
sobre  uno  ó una  la  responsilibilidá  de  la  alcaldesa,  desembrazó  el  invicto  Bartolo 
una  pequeña  mesa  que  traía,  y cubriéndola  con  un  paño  negro,  ribeteado  con 
cinta  amarilla  y recamado  profusamente  con  gotazos  de  blanca  cera,  puso  enci- 
ma una  alcancía  ó cepillo  de  cuestación,  capaz  de  tres  celemines  de  cebada  con  la 
correspondiente  paja. 

Era  la  tal  urna  una  preciosidad  artística,  debida  sin  duda  al  mismísimo  Bar- 
tolo, maestro  de  artes  también,  que  en  sus  ratos  de  ocio  solia  hacer  estas  y otras 
preciosidades.  Estaba  pintada  con  sangre  de  mora,  pulimentada  con  goma  de  ci- 
ruelo y claveteada  con  tachones  dorados,  que  no  eran  dorados  ni  tachones,  pero 
relucían  sobre  la  mora.  No  cumplía  nada  menos  al  decoro  de  la  cofradía;  si  bien 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


683 


para  mi  gusto  el  principal  adorno  de  esta  preciosa  obra  estaba  en  sus  literaturas. 

En  efecto,  sobre  una  especie  de  medallón,  círculo  ó circunloquio  que  habia 
quedado  sin  pintar  y tenia  por  consiguiente  el  mismo  color  de  la  tabla,  leíase 
este  rótulo  de  tinta  negra: 

COFRE  DIA  DELO  SER  MANOS  DE  SAN  ROCE. 

Después,  y á modo  de  greca  abrazaba  los  cuatro  lados  este  otro  lema: 

Piad  osa  limosna — para  cultivar  al  ¡Santo — mil  agrosoy  bend  ito — Variólo  mey 
Corneja , mayor  domo. 

Creemos  que  el  lector  será  también  de  nuestro  gusto. 

Mientras  Bartolo  mey  Corneja  preparaba  sus  trebejos  y disfraz  de  pastor,  pisó 
la  arena  del  circo  el  otro  atleta,  no  menos  invicto  y fué  á sentarse  al  arca  de  su 
pertenencia  en  medio  de  su  amable  familia,  y asiendo  por  tercera  vez  su  exco- 
mulgada guitarra,  templó,  punteó  y quedó  luego  en  silencio,  mirando  subordina- 
damente á su  compadre  como  si  quisiera  decirle. 

-—Espero  sus  órdenes. 

Así  las  cosas,  tomó  Bartolo  su  cayado,  miró  en  torno  de  sí  con  cierto  aire  de 
superioridad  incontestable  y avanzó  basta  el  centro  del  redondel  permitiéndose, 
con  aplauso  de  los  circunstantes,  todas  las  libertades  ó desahogos  naturales  de 
quien  estuviera  en  su  propio  corral. 

Al  mismo  tiempo  saltó  la  valla  un  mozo  y se  fué  derecho  á él. 

— Dios  guarde  á usted  ganadero. 

— Y á usted  también,  marchante. 

— Venia  de  trato. 

— A la  hora  de  Dios. 

— Y haremos  negocio,  si  usted  quiere. 

— Yo  siempre  estoy  queriendo. 

— ¿Tiene  usted  buenas  cabras? 

— Como  terneras;  cabras  de  vientre  y de  ubre:  menos  de  tres  chotos  no  parirá 
ninguna  de  ellas. 

— ¿Y  á como  se  llaman? 

— A cincuenta  vendí  ayer  á un  marchante  cien  cabezas;  pero  hoy  no  venderé 
ni  una  cola  un  real  menos  de  cincuenta  y cuatro. 

— Y esa  peseta  de  más... 

— Es  la  del  Santo. 

— Pero  cargando  con  todas  las  cabras, 


684 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


• — En  ese  caso,  liaré  por  mí  alguna  rebaja  y allá  se  entienda  él  con  el  sa- 
cristán. 

El  público  celebró  el  chiste  con  grandes  risotadas,  y continuó  el  juego. 

— Ea,  pues  vamos  á verlas, — repuso  el  marchante. 

— Vamos  allá. 

— En  esto  entró  otro  marchante  y otro  y otro  hasta  que  entraron  por  fin  todos 
los  mozos  bailarines,  haciendo  sucesivamente  igual  ó parecido  ajuste. 

El  resultado  fué  que  cada  uno  queria  todas  las  cabras  para  sí  alegando  sus 
razones,  que  sometieron  con  chillona  algarabía  á la  buena  conciencia  del  pastor. 

Bartolo,  que  siempre  estaba  en  carácter,  los  dejó  á todos  iguales  resolviendo 
el  litigio...  en  favor  del  ganadero. 

— Yo  por  mí, — dijo  resueltamente, — no  me  caso  con  nadie  sino  con  mis  in- 
tereses; porque,  como  dijo  el  otro,  primero  el  oro  y después  el  decoro;  y quien 
tiene  mas  doblones,  mas  razón  tiene  ó razones. 

— Pues  ea, — contestaron  los  marchantes  dando  por  buena  la  mala  sentencia 
del  juez  de  paz; — comience  usted  á sacar  cabras,  que  por  falta  de  dinero  no  ha 
de  quedar  ninguna  en  el  corral. 

— Pues  sean  del  mejor  postor, — repuso  Bartolo, — y á quien  Dios  se  las  dé 
San  Roque  se  las  bendiga. 

Y enderezando  hácia  el  ruedo  en  que  estaban  ya  juntas  todas  las  muchachas 
nubiles,  enganchó  del  cuello  en  su  cayado  á la  que  le  pareció  mejor  y la  trajo  y 
[tuso  en  medio  de  los  marchantes. 

Los  marchantes  la  reconocieron  á su  sabor  y con  intención  mas  picaresca  de 
lo  que  era  de  esperar,  sin  que  la  cabra  rehuyera  ni  mucho  menos  y sin  que  nadie 
protestara,  reconociendo  todos  el  derecho  de  los  que  pagando  no  querian  recibir 
gato  por  liebre;  y hecho  el  reconocimiento  pidieron  el  precio. 

— Cincuenta  reales, — contestó  el  cabrero. 

— Cincuenta  y cuartillo  doy  yo. 

— Yo  cincuenta  y medio. 

— ¿Hay  quien  dé  mas? 

— Cincuenta  y tres  cuartillos. 

— Cincuenta  y uno. 

— ¿Hay  quien  dé  mas? 

Los  postores  se  aguantaron  no  gustándolos  mucho  aquella  cabra. 

• — ¿No  hay  quien  dé  mas? — interrogó  otra  vez  el  ganadero  ponderando  el 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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vientre  y ubres  del  animal. — ¿ Cincuenta  y uno ! ¡Qué  se  va  á rematar!  ¡A  la 
una!...  ¡A  las  dos!...  ¡A  las  tres!...  Amigo  mió  de  usted  es  la  cabra.  Venga  el 
dinero  y San  Roque  se  la  bendiga. 

Y mirando  al  maestro  Lucas,  rompió  toda  la  guitarra,  como  si  dijéramos, 
toda  la  orquesta,  y apartáronse  los  marchantes  quedando  solo  en  el  baile  el  mejor 
postor  y su  cabra. 

Al  mismo  tiempo  caian  los  ocho  cuartos  y medio  en  el  cepillo  de  la  Cofre  dia 
délo  ser  manos  de  San  Roce,  para  cultivar  al  Santo  mil  agrosoy  bend  ito,  Bartolo 
mey  Corneja,  mayor  domo ; no  los  cincuenta  del  precio  de  tasación,  porque  esto 
era  una  ficción  poética  para  dar  verosimilitud  á este  segundo  paso. 

Después  de  esta  que  llamaban  impíamente  danza  del  Santo  bendito,  venia  otra 
subasta  ó remate,  y otra  luego,  y luego  otra,  hasta  que  bailaban  todas  las  cabras, 
que  merecian  ciertamente  los  elogios  del  pastor,  á lo  menos  en  cuanto  á vientre  y 
ubres,  pues  hubo  alguna  que  valió  nada  menos  que  treinta  cuartos  sobre  los  cin- 
cuenta reales  de  1a.  ficción  poética:  verdad  es  también  que  hubo  otra  que  no  va- 
lió mas  que  un  cuartillo. 

Las  cabras  que  cada  postor  iba  comprando,  quedaban  después  de  la  danza  del 
Santo  bendito,  separadas  del  rebaño,  formando  una  punta  aparte.  Concluida  la 
subasta,  cada  cual  llevaba  á pacer  las  suyas  á un  inmediato  puesto  de  garbanzos 
tostados,  revueltos  con  pasas,  volviendo  luego  á bailar  otra  vez,  pero  ya  sin  Co- 
fre dia,  es  decir,  sin  cultivo,  mas  claro  aun,  sin  Bartolo. 

El  maestro  Lucas,  que  habia  hecho  el  curioso  descubrimiento  de  conservar 
las  cuerdas  de  su  guitarra  con  unturas  de  aguardiente,  solia  pedir  de  vez  en 
cuando  media  azumbre  para  remojar  la  prima,  que  le  servian  con  mucho  gusto 
las  cabras. 


"VII 


DE  UNA  DESPEDIDA  CURIOSA,  AUNQUE  BASTANTE  SUCIA. 

La  tarde  se  iba  ya,  y yo  tenia  que  aprovechar  las  horas  frescas  para  prose- 
guir mi  viaje,  mayormente  cuando  habiéndose  desarrollado  felizmente  en  todas 
sus  soluciones  el  celebérrimo  programa,  habia  ya  visto  y oido  todas  las  cosas  que 
tiraron,  para  lo  cual  estaba  completamente  autorizado. 

Fuíme,  pues,  á mi  posada,  teniendo  en  el  tránsito  la  honra  de  saludar  á la 

TOMO  l.  86 


686 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


sinpar  alcaldesa,  que  sentada  en  el  portal  de  su  casa  se  limpiaba  las  narices  so 
liándose  sin  cosa  de  pañuelo,  ó como  si  dijéramos  con  el  de  cinco  puntas 

Cuando  salia  de  la  posada,  cabalgando  ya,  estaba  su  merced  (¡Dios  la  per- 
done!) reparando  con  una  gran  tajada  del  sobrante  cochifrito,  sus  fuerzas  debili- 
tadas por  el  trabajo  de  marras. 

— Salud,  seña  Josefa, — le  dije  en  despedida. 

— ¡Cómo!  ¡Tan  pronto! — me  contestó  levantándose. 

Y con  gentil  desenfado  asió  las  bridas  del  caballo  con  resolución  de  hacer  la 
última  alcaldesada. 

— Vine  solamente  á descansar  de  mi  viaje,  y logrado  ya  mi  objeto,  mas  una 
diversión  con  que  no  contaba,  tengo  que  continuar  sin  mas  demora. 

— ¿Qué  le  ha  parecido  á usted  la  función  del  Santo. 

— De  muchísimo  gusto,  especialmente  el  paso  de  comedia  en  que  ha  hecho 
usted  un  papel  tan  principal. 

— Doña  Venustia, — dijo  la  alcaldesa  con  cierto  orgullo. 

— ¡Lástima  que  no  hayan  podido  ustedes  acabar  el  paso  con  el  bautizo  del 
fruto  de  sus  amores. 

— ¿Qué  quiere  usted  señor  caballero?  Se  interpusio  el  padre  cura  con  su  es- 
crupid  de  concene  i.a , y no  creí  oprontuno  reñir  el  plúbico  con  la  autor  ida  cle- 
siástica,  aunque  si  hubiéramos  dao  la  batalla,  la  autor  ida  cevil  es  mas  fuerte  y 
hubiera  sido  yo  trunfo.  Pero,  ¿qué  quiere  usted?  es  melesler  mirar  pa  arriba  y pa 
abajo  y dar  á Dios  lo  que  es  de  Dios  y al  Cersa  lo  que  es  del  Cersa.  como  dice  el 
Catacismo. 

— Es  verdad. 

— Pero  ahora  que  recuerdo, — añadió  con  extrañeza, — ¿cómo  es,  señor  caba- 
llero, que  no  se  ha  dinado  usted  existir  al  convite? 

— Y,  ¿cómo  es  que  no  se  ha  dignado  usted  convidarme? 

— Eso  es  mentira,  caballero,  porque  yo  sé  también  de  puntos  y comas  de  pu- 
lítica,  cuando  es  melester,  y se  lo  encargué  á Bartolo. 

— Entonces  fué  Bartolo  quien  no  se  dignó  convidarme. 

— ¡Qué  caramba  de  olvido! 

Y la  alcaldesa  lo  echó  macho,  es  decir,  carambo. 

Y añadió  con  amable  desenfado: 

— ¿Y  por  que  no  se  metió  usted  en  corro  sin  repurgos?  Yo  con  tanto  tragin, 
ni  me  acordé  mas  del  santo  de  su  nombre.  Pero,  ¿qué  remedio?  lo  roto  es  lo  que 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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se  remienda:  tome  usted  esta  tajada  y así  no  podrá  decir  que  se  va  sin  catar  á 
San  Gauchamos , como  dice  Bartolomé. 

^ la  empecatada  me  ofreció  en  sus  mondos  dedos  el  mas  de  una  vez  mordido 
cochifrito. 

— Gracias,  alcaldesa, — le  contesté  repetidamente,  recordando  con  náuseas  el 
pañuelo  de  sus  narices. 

— ¡Qué  gracias  ni  que  berenjenas! — repuso  ella  insistiendo. — Las  gracias  se 
dan  después  de  comer. 

— Es  que  le  agradezco  á usted  su  fineza  lo  mismo  que  si  me  la  comiera. 

— Es  que  no  quiero  yo  que  se  vaya  usted  sin  comérsela. 

La  grandísima  puerca  quería  hacerme  tragar  á la  fuerza  el  vomitivo. 

— Señora,  por  el  Santo  bendito, — le  supliqué  con  angustia, — tenga  usted  la 
caridad  de  no  insistir,  porque... 

- — ¿Por  qué? 

— Porque  no  me  es  posible  complacerla. 

— ¿Me  va  usted  á dejar  fea? 

— Nada  de  eso;  yo  no  puedo  dejarla  sino  como  es. 

— A otro  perro  con  ese  hueso. 

— Eso  digo  yo. 

— Le  paezo  á usted  hermosa. 

— Sin  duda. 

— Pues  entonces  muerda  usted. 

Y la  maldita  empinó  mas  la  tajada. 

— Señora,  acabo  de  comer  ahora  mismo. 

— Mentira;  sé  yo  cuando  comió  usted,  y debe  ya  tener  hambre.  Vamos,  un 
bocado  no  mas:  tengo  las  manos  limpias. 

— Me  consta. 

— Entonces,  majaero,  no  se  baga  usted  de  rogar  tanto. 

Y tanto  insistió  aquella  excomulgada,  que  tuve  al  fin  que  morder  la  tajada 
del  cochifrito,  bien  que  no  lo  tragara,  pues  lo  retuve  en  la  boca  basta  doblar  ga- 
lopando la  inmediata  esquina,  donde  le  eché  fuera  con  todas  las  visceras  del 
cuerpo. 

Y sin  detenerme  ya  mas,  seguí  escapado  basta  ponerme  fuera  de  alcance  de 
su  omnímoda  jurisdicción,  dando  á todos  los  diablos  á la  seña  Josefa,  al  alcalde, 
al  alguacil,  al  maestro  Lucas  y al  sacristán.  Amen. 


por  D.  Adolfo  R.  de  Góngora. 


l librero  es  un  industrial  que  puede  dividirse  en  tres,  bien 
que  algunos  autores  quisieran  dividirlo  en  cuatro,  ó mas 
francamente  en  cuartos;  pero  en  el  orden  dialéctico  que  nos 
proponemos  seguir  en  este  artículo,  no  queremos  partirlo 
mas  que  en  dos:  el  librero  de  nuevo  y el  de  viejo. 

Y ved  que  paradoja:  todo  en  su  género,  vale  mas  nuevo  que  vie- 
jo, y es  racional  que  así  sea.  Pues  con  los  libreros  sucede  al  revés:  el 
viejo  vale  mas  que  el  nuevo. 

Aunque,  si  el  librero  de  nuevo  está  en  libertad  de  tener  la  edad 
que  quiera,  el  librero  de  viejo  es  viejo  necesariamente;  cuando  llega 
á tomar  carácter,  cuando  puede  ya  hombrear  con  los  mas  ñamantes,  bien  que 
conservando  siempre,  como  una  tradición  honrosa,  digámoslo  así,  su  antigua  per- 
sonalidad. 

El  librero  de  nuevo  es  un  comerciante  como  cualquiera  otro:  adquiere  ó fa- 
brica el  género  en  condiciones  económicas,  y lo  vende  cargando  lícitamente  el 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


(589 


precio  Je  coste  con  el  legítimo  interés  Jel  capital.  Tiene,  como  todos  los  que  co- 
mercian honradamente,  cincuenta  probabilidades  de  hacer  fortuna  contra  otras 
cincuenta  de  no  hacerla,  y entretanto  vive  en  un  justo  equilibrio  de  bienestar 
que  es  la  dichosa  medianía  de  los  que,  sin  ser  ricos  ni  pobres,  están  simplemente 
acomodados. 

Pero  es  un  tipo  común,  ordinario,  hasta  vulgar. 

No  así  el  librero  de  viejo.  Este  arrastrado  industrial,  este  curioso  tipo  fiero, 
sórdido,  buscón,  pobre,  como  un  mendigo;  calculador,  como  un  banquero;  ava- 
ro, como  un  judío;  es  el  arquetipo  del  gremio,  y sino  fuera  absurda,  impo- 
sible, hasta  inmoral  una  fulguración  de  sombras,  seria  también  el  génio  de  la 
librería. 

No  es  génio,  pero  es  el  verdadero  alquimista,  el  hombre  ó busto  de  la  piedra 
filosofal. 

El  librero  de  viejo  no  adquiere  ni  fabrica  el  género;  pero  tiene  noventa  y nue- 
ve probabilidades,  con  noventa  y nueve  céntimos  mas,  de  enriquecerse,  y se  en- 
riquece al  fin  infaliblemente,  según  se  infiere  de  un  cálculo  que  solo  deja  un  cén- 
timo de  azar,  si  bien  sigue  siendo  pobre,  después  de  haberse  enriquecido. 

No  fabrica  el  género,  porque  lo  compra;  ni  lo  adquiere  porque  no  lo  compra. 

Esto  parece  oscuro  y no  puede  estar  mas  claro. 

En  efecto,  no  lo  compra  porque  no  lo  paga;  lo  paga,  sí,  pero  con  lesión  enor- 
me, enormísima,  colosal. 

De  manera  que  podría  yo,  por  ejemplo,  reclamar  todos  mis  libros  al  amparo 
del  derecho,  como  sino  los  hubiera  comprado  quien  los  compró,  por  menos  de  la 
centésima  parte  de  su  justo  precio. 

Y este  es  el  librero  de  viejo;  tipo  que  vamos  á describir  prescindiendo  del  otro, 
que  no  tiene  carácter,  ó desaparece  ante  los  salientes  rasgos  de  esta  gran  carica- 
tura. 


II 

El  librero  de  viejo,  como  quien  no  hace  la  cosa,  se  establece  primero  en  un 
portal;  luego  entra  más,  y después  va  subiendo  hasta  tomar  toda  la  casa,  ha- 
biendo ascendido  por  riguroso  escalafón  todas  estas  categorías:  sub-portero,  por- 
tero, almacenista,  inquilino  del  entresuelo,  señor  del  principal,  propietario  de  la 


casa. 


690 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


El  librero  de  viejo  parece  en  su  puesto  un  liaragan,  y es  hombre  diligentísi- 
mo; parece  corto  y no  es  sino  muy  largo;  hombre  de  conciencia  no  parece,  por 
mas  que  el  muy  pecador  diga  que  es  justo  cada  y cuando  ajusta...  ó ajusticia. 

Lo  que  si  hace  muy  bien  es  tomar  el  justo  medio,  puesto  que  á lodo  ha  de 
atender,  fundiendo  en  una  aptitud  especial  su  actividad  y su  indolencia  para  es- 
perar sin  perjuicio  de  la  busca,  para  buscar  sin  perjuicio  de  la  espera. 

Apénas  sabe  leer  y escribir;  pero  sabe  todo  lo  que  necesita,  ni  una  letra  mas 
ni  una  letra  menos.  Sabe  leer  los  títulos  de  los  libros,  como  si  dijéramos,  las  eti- 
quetas de  sus  géneros,  y sabe  escribir  sin  cosa  de  ortografía,  repulgo  que  estorba 
para  llevar  las  cuentas,  especialmente  cuando  se  llevan  por  partida  sencilla,  par- 
tida que  hace  á todo,  así  á los  libros  como  á las  libras. 

Lee  también  periódicos,  pero  no  los  del  dia,  sino  los  del  anterior,  pues  no  está 
suscrito  á ninguno;  está  suscrito,  sí,  pero  no  en  la  administración,  sino  en  el  café, 
donde  le  salen  casi  gratis. 

III 

No  siempre  encuentra  el  librero  de  viejo  la  sustancia  que  busca  en  los 
diarios,  principalmente  en  La  Correspondencia  y algún  otro  avisador  ó noticiero; 
pero  con  que  la  encuentre  un  par  de  veces  al  año,  va  el  negocio  viento  en  popa. 

Cuando  encuentra  el  suspirado  anuncio  ó aviso,  ó la  mas  ligera  noticia  que 
pueda  ponerlo  en  camino  recto  ó tortuoso,  de  su  objeto,  se  regocija  con  íntima 
fruición,  tan  íntima,  que  ni  aun  asoma  al  exterior.  Y con  esta  calma,  ó lo  que 
sea  esta  disposición  mercantilesca,  toma  nota  sin  ortografía,  que  no  le  hace  mal- 
dita la  falta  y piensa,  no  en  la  mala  excepción  de  la  palabra;  piensa  no  piensa. 

Pero  ¿qué  noticias  son  esas  que  tanto  regocijan  al  buscón? 

No  pueden  ser  noticias  mas  tristes:  la  muerte  de  algún  catedrático,  ó aboga- 
do, ó literato,  ó párroco,  ó erudito,  ó siquiera  poeta,  un  hombre  en  fin,  de  carre- 
ra, de  letras,  de  libros,  de  librería. 

Ya  veis  como  esto  lleva  camino,  y en  breve  habéis  de  ver  como  el  negocio  es 
seguro. 

En  efecto,  en  cualquier  parte  del  mundo  civilizado,  un  hombre  de  letras, 
deja  ya  á sus  hijos  por  herencia  no  ya  solo  todo  el  pan  que  necesitan,  sino  tam- 
bién la  casa  en  que  viven,  amen  del  indispensable  chalet  ó casa  de  recreo. 

En  España  ¡ ay ! en  esta  amada  y picara  España,  basta  tener  letras  para  estar 
incapacitado  de  tener  más. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


691 


Así  es  que  al  morir  el  hombre  de  carrera,  no  puede,  mal  que  le  pese,  dejar  á 

la  familia  mas  que  lo  que  tiene:  lo  que  tiene  no  es  una  casa  ni  un  chalet,  ni  si- 

quiera pan;  es  su  librería,  mala  ó buena. 

El  librero  no  ha  menester  mas  que  dar  un  vistazo  á la  librería  del  difunto 
para  calcular  sus  volúmenes,  cien  mas,  cien  menos,  puesto  que  no  ha  de  pagar- 
los por  su  número  ó cantidad,  sino  por  su  calidad;  y siendo  esta  mala  desde  lue- 
go, sabe  muy  bien  lo  que  puede  dar  por  ellos  en  mentón,  y lo  que  ganar  puede, 

revendiéndolos  al  por  menor  y con  todos  los  quilates  de  buena  calidad  que  les 

quita  para  comprarlos. 

Con  todo  eso,  piensa  detenidamente,  repasando  datos  para  no  soltar  prenda  de 
que  pueda  arrepentirse.  Su  pensamiento  es  un  cálculo,  y el  cálculo  se  le  presen- 
ta siempre  en  esta  fórmula  aritmética: 

Quien  compra  4.000  duros  por  200,  gana  3.800. 

— Es  buen  negocio,— -dice  con  fruición  en  sus  adentros, — puedo  dar  hasta 
trescientos. 

Y dirigiéndose  ya  á la  víctima,  sola  y desamparada,  abre  las  negociaciones, 
diciéndole  con  tortuosa  y pérfida  sagacidad,  después  de  tomar  el  sombrero: 

— Pues,  señora,  usted  dispense  por  la  molestia;  pero  no  es  esto  lo  que  me  ha- 
blan dicho.  Me  aseguraron  que  era  esta  una  biblioteca  selecta  y veo  que  libros 
como  estos  están  tirados  en  nuestros  baratillos. 

— Mi  marido  era  un  hombre  muy  competente  en  la  materia  y solo  obras  se- 
lectas adquiría. 

—Pero  muy  antiguas. 

— ¡Pero,  por  Dios! — exclama  anhelosa  la  víctima;— no  se  vaya  usted  sin  ofrecer. 

— Señora, — contesta  el  librero  con  fría  indiferencia, — en  todo  caso,  á usted 
tocaría  antes  pedir. 

La  desconsolada  viuda  cruza  los  brazos  sobre  el  pecho,  exhala  un  profundo 
suspiro  y dice  mirando  al  cielo: 

— ¡Si  supiera  usted  las  privaciones  que  se  imponia  el  difunto,  que  en  paz  des- 
canse, para  adquirir  estos  libros  que  al  fin  tan  poco  valen!  ¡Si  supiera  usted, 
como,  falta  de  recursos,  no  puedo  atender  ya  á la  educación  de  mis  hijos!  ¡Si  su- 
piera usted,  que,  consumidos  nuestros  escasos  ahorros  en  1a.  enfermedad  de  mi  es- 
poso, vendrá  muy  pronto  el  dia  en  que  nos  falte  hasta  el  pan!... 

La  pobre  viuda  se  acongoja  y acaba  entre  sollozos  el  concepto  reducido  á una 
salvedad  para  pedir  mucho. 


692 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


El  avaro  .se  encoge  de  hombros  y permanece  indiferente  y frió. 

Después  de  una  pausa  tan  larga  como  solemne,  dice  el  librero  rompiéndola. 

— Usted  dirá... 

— Siquiera  la  mitad  de  lo  que  costó, — dice  la  viuda. 

— ¿Y  cuánto  costó? 

— ¡Mucho!  Mucho  costó,  según  las  privaciones  que  ocasionaron;  pero  ponga- 
mos solo  dos  mil  duros. 

El  librero  se  echa  á reir  y la  viuda  á llorar. 

Después  de  otra  pausa,  breve  ahora,  dice  resueltamente  el  librero: 

— No  me  conviene  el  negocio,  y solo  ya  por  compasión  voy  á ofrecer.  Cuatro 
mil  reales  á granel. 

— Pero  eso  no  es  justo.  Dé  usted  siquiera  diez, — dice  la  infeliz  al  ver  que 
se  va. 

— Cuatro. 

— Siquiera  ocho. 

— Cuatro . 

— Seis  siquiera. 

— Cinco,  y no  hablemos  mas. 

— En  hora  buena. 

Y se  cierra  el  trato. 

Y se  consuma  el  sacrificio,  sin  hablar  una  palabra  mas,  en  un  silencio  ater- 
rador. 

Y el  librero  de, viejo  se  lleva  dos  mil  volúmenes  nuevos  y selectos,  en  silen- 
cio y entre  sombras,  como  si  fuera  un  ladrón. 

Si  la  viuda  lo  hubiera  dejado  partir  sin  aceptar,  el  librero  le  hubiera  enviado 
sucesivamente  tres  íntimos  á comprar  como  por  cuenta  de  ellos,  no  de  él:  uno 
ofreciendo  cincuenta  duros  menos,  otro  los  doscientos  cincuenta  y el  último  cin- 
cuenta mas. 

El  procedimiento  es  eficacísimo,  y rara  vez  se  escapa  la  víctima. 

IV 

Los  demás  negocios  del  librero  de  viejo  son  de  menos  cuantía,  porque  son  de 
menudeo;  pero  como  muchos  pocos,  ya  no  hacen  poco,  sino  mucho,  y todas  las 
operaciones  de  la  casa,  grandes  ó pequeñas,  están  en  la  lesión  ó proporción  de 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


603 


lucro,  viene  á resultar  al  fin  del  año  un  negocio,  que  si  fué  múltiple,  está  suma- 
do ja  en  cantidad  homogénea  representando  una  ganancia  enormísima. 

Es,  verbigracia,  un  estudiante  rico,  pero  no  está  en  fondos  hoy,  aunque  le 
sobren  mañana,  como  quiera  que  está  esperando  letra  á su  orden  y á la  vista. 

Tiene  este  el  compromiso  de  honor  de  gastarse  aquella  noche  un  duro,  que  no 
tiene,  y el  mismo  honor  del  compromiso,  lo  obliga  á llevar  sus  libros  de  texto  al 
trapero . 

Sus  libros  valen  muy  bien  cuatro  duros;  sino  que  la  codicia  del  trapero  no  da 
por  ellos  mas  que  cuatro  pesetas. 

— Pero,  hombre  de  Dios, — le  dice  el  indignado  estudiante  con  el  tono  de  quien 
le  dijera  hombre  del  diablo. — ¿Cómo  he  de  aceptar  cuatro  pesetas,  si  necesito 
cuando  menos  cinco  para  salir  de  un  compromiso  de  honor? 

— Y,  á mí  ({lie  me  cuenta  usted. 

— Con  que,  ¡no  hay  remedio! 

— Remedio  tiene  todo,  eche  usted  en  la  balanza  mas  libros  y... 

— No  me  queda  mas  que  uno,  muy  bueno,  eso  sí;  pero  lo  necesito  para  el  re- 
paso, si  he  de  entrar  en  exámenes. 

— Vuelva  usted  por  ellos,  cuando  cobre  algún  dinero. 

— En  buen  hora. 

El  estudiante  va  y toma  echando  en  la  balanza  del  trapero  el  libro  que  le 
quedaba,  y recibiendo  las  cinco  pesetas  del  ajuste. 

Ahora  es  un  buen  estudiante:  es  pobre,  pero  sin  ciertos  compromisos  que  po- 
dríamos llamar  voluntarios,  porque  ciertos  compromisos,  como  las  letras  de  cam- 
bio, no  deben  aceptarse  sin  fondos  del  librador,  ha  podido  ahorrar  hasta  un  duro, 
que  lleva  durmiendo  en  el  bolsillo. 

Pasa  por  delante  de  escaparates  lujusos  y no  los  mira;  por  delante  las  fondas 
v no  entra,  por  delante  del  estanco  nacional  y se  tapa  las  narices,  no  sabemos  si 
por  odio  al  tabaco  ó por  temor  al  veneno. 

Llega  á un  baratillo  de  libros  y se  pára. 

Mira  y hojea  algunos  libros  v pregunta: 

- — ¿Cuánto  vale  éste? 

— Veinticuatro  reales. 

— ¡Qué  escándalo! 

— Es  de  texto. 

- — No  puedo  comprarlo  á ese  precio. 

TOMO  I.  87 


694 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


— Pues,  ¿cuánto  daría  usted  por  él? 

— Cuatro  pesetas. 

— Lléveselo  usted. 

Hé  aquí  un  negocio  pequeño,  y sin  embargo,  trae  al  cuervo  común  nada  me- 
nos que  el  300  por  100  de  utilidad  á la  semana. 

A/- 

Preséntase  ahora  un  personaje  estropeado  como  un  cesante,  pero  digno  como 
si  hubiera  cesado  de  mandar  una  provincia. 

Llama  aparte  al  librero,  como  con  rubor  de  ser  ya  tan  desdichado,  y le  susur- 
ra al  oido. 

A cierta  distancia,  no  sino  parece  que  solloza,  conmovido  por  una  grande 
pena. 

¿Qué  mas  pena  ya  en  el  mundo,  que  perder  una  hija  sin  tener  con  que  darle 
sepultura? 

Para  esta  gran  necesidad  que  revela  á este  enemigo  del  alma  para  que  no  des- 
estime el  recurso,  pídele  una  cantidad,  y ofrece  en  venta  una  Biblia,  las  Parti- 
das, y una  Historia  Universal  de  Cantú. 

El  libi  •ero  oculta  su  contento  bajo  el  velo  impenetrable  de  una  seriedad  este- 
reotipada. 

— Para  eso  estoy  aquí, — dice  al  fin; — pero  no  puedo  hacer  cosa  de  ajuste  an- 
tes de  ver  el  género,  ni  menos  anticipar  un  céntimo  de  real.  Uno  es  compadecer- 
se, v otro  arriesgarse  á...  En  fin,  traígase  los  libros,  porque  yo  no  puedo  abando- 
nar el  puesto  por  tan  poco,  los  veremos  y mal  ha  de  ser  que  no  nos  entendamos 
con  buena  voluntad  por  ambas  partes. 

El  buen  señor  hace  hasta  tres  viajes  y trae  por  sí  misino  los  libros  con  fuerza 
de  espíritu,  mas  bien  que  de  materia.. 

— V bien, — pregunta  el  librero  entrando  en  trato. — ¿Cuánto  quiere  usted  por 
estos  li brotes? 

— Necesito, — contesta  con  angustiosa  impaciencia  el  desdichado  padre, — ne- 
cesito veinte  ó treinta  duros. 

— Mucho  dinero  es  ese. 

— ¿Qué  menos  para  el  entierro,  el  médico  y el  luto? 

— No  haremos  nada. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


695 

— ¡Cómo! — exclama  el  infeliz  padre  con  supremo  acento: — es  preciso  que  ha- 
gamos y pronto:  me  está  esperando  mi  hija  muerta. 

— Yo  no  me  precipito  en  los  negocios,  señor  mió,  y mucho  menos  cuando  no 
me  gustan. 

— Pues,  ¿qué  le  gustaría  á usted  darme? 

— Me  gustaría  darle...  lo  justo...  media  onza. 

Críspase  el  buen  señor  como  si  fuera  á lanzarse  sobre  él;  pero  se  reprime  casi 
simultáneamente  y cae  desplomado  en  un  banco,  hundiendo  la  frente  entre  las 
manos. 

El  librero  lo  da  ya  por  rendido,  mas  por  si  no  lo  está  del  todo,  le  da  el  último 
golpe,  que  es  de  sagacidad,  recordándole  la  fatiga  de  otros  tres  viajes. 

— Nada  se  ha  perdido, — dice  con  cierto  aire  de  ingenuidad; — no  nos  hemos 
entendido  porque  á mí  no  me  gusta  su  precio,  ni  á usted  el  mió.  Pues  se  lleva 
usted  sus  libros  y...  en  paz.  Pero  si  mejor  pensado — añadió  con  peor  intención, 
— se  aviene  usted  y quiere  la  media  onza...  aquí  la  tiene  usted  y en  oro  de  ley. 

El  padre  á quien  esperaba  la  hija  muerta,  se  levanta  resueltamente,  toma  la 
media  onza,  y acercándose  al  oido  del  mercachifle  le  dice  algo  breve,  acerado, 
incisivo,  como  un  ultraje,  y se  va. 

Pero  el  mercachifle  no  se  ofende  por  tan  poca  cosa. 

VI 

Y todavía  hace  este  sastre  ropa  mas  ajustada  á la  medida:  claro  es  que  ha  de 
subir  el  coste  de  las  hechuras. 

Preséntase  en  el  puesto  un  quídam  receloso:  saca  sin  desembozarse  un  infolio, 
y sin  hablar  palabra  se  lo  ofrece  al  traficante,  quien  desde  luego  lo  mira  de 
reojo. 

— ¿Cuánto  quiere  usted  por  este  libróte? — le  pregunta,  después  de  haberlo 
hojeado  á la  ligera. 

— Quinientos  reales, — contesta  el  otro  sordamente. 

— ¿No  mas? — dice  el  librero  con  chiste,  que  no  parece  suyo. 

—Es  un  libro  raro. 

El  librero  se  fija  ahora  en  la  anteportada,  v dice  luego  mirando  al  supuesto 
propietario: 

— Me  parece  que  este  libro  no  es...  bien  adquirido. 


696 


I.OS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 

El  otro  se  desconcierta  y balbucea  algunas  palabras,  que  lo  dejan  mas  en  des- 
cubierto. 

— Dígolo, — continúa  diciendo  el  buscón, — porque  liay  aquí  un  sello  mal  ras- 
pado y...  lo  dicho  este  libro  es  robado.  A la  cárcel  irá  usted.  A ver  un  muni- 
cipal. 

El  quídam  pone  piés  en  polvorosa  y deja  abandonado  el  libro  raro  en  manos 
del  librero,  que  se  guarda  mucho  de  perseguir  al  ladrón,  porque  no  le  tiene  cuen- 
ta. Si  diera  este  escándalo,  intervendría  la  autoridad  y echaría  mano  antes  que 
al  ladrón,  al  cuerpo  del  delito,  viniendo  á ser  él  así,  el  perro  del  hortelano. 

Lo  que  hace  es  arrancar  totalmente  la  anteportada  del  libro,  dejándolo  va  así 
en  disposición  de  que  lo  compren  sin  cosa  de  escrúpulo. 

VII 

En  resúmen. 

El  buscón  de  libros  es  un  industrial  que  compra  siempre  por  viejo  y malo,  y 
siempre  vende  por  nuevo  y bueno,  siendo  el  mismísimo  género  de  ilícito  co- 
mercio. 

Vende  también  género  malo  y viejo  positivamente,  cuando  verdaderamente 
es  malo  y viejo  en  su  origen. 

Pero  viene  á salirle  la  misma  cuenta,  por  cuanto,  si  vende  este  género  á cua- 
tro reales  libra  ó libro,  por  ejemplo,  no  le  cuesta  á él  un  céntimo  mas  de  cuatro 
cuartos. 

Y todavía,  puede  vender  y vende  efectivamente  á menos  precio  el  libro,  cuan- 
do no  le  cuesta  á maldito  el  céntimo  á él. 

¿Los  hurta? 

Nada  de  eso:  viénenle  á las  manos,  como  en  las  grandes  sumas  de  enteros  los 
quebrados,  siguiendo  el  monton.  ¿Qué  estimación  tienen  los  céntimos  que  siguen 
á una  partida  de  miles  de  duros?  Esto  sin  contar  los  libros  raros. 

Hay  que  confesar  que,  con  no  saber  leer  ni  escribir,  como  dijimos  y hemos 
visto,  es  un  hombre  de  gran  saber,  como  quiera  que  sabe  lo  que  no  á todos  es 
dado  saber;  enriquecerse. 

Los  autores  que,  por  razón  de  método,  quisieran  dividir  en  cuatro  al  librero, 
quisieran  aun  subdividir  al  buscón  en  otros  tantos  cuartos. 

Nosotros  no  hilamos  tan  delgado  llevando  la  sutileza  al  extremo,  y lo  dejamos 
solo  partido,  puesto  que  en  dos  dividimos  el  tipo  en  el  exordio. 


por  D.  J.  L.  Ginestá. 


anto  es  lo  que  se  ha  escrito  acerca  de  los  oficios  de  dia  que 
con  justísima  razón  temeríamos  ocuparnos  de  uno  mismo 
dos  veces,  causa  porque  vamos  á procurar  bosquejar  un  ofi- 
cio de  noche  siquier  la  escasa  luz  de  que  á tales  horas  se 
disfruta  nos  vede  apreciarlo  en  todos  sus  detalles. 

Oficios  son  el  de  carpintero,  cerrajero,  albañil  y tantos  otros 
y no  obstante  si  quisiéramos  hacer  un  artículo  sobre  cualquiera 
de  ellos  nos  habíamos  de  ver  negros,  como  vulgarmente  se  dice, 
pues  las  contingencias  son  comunes  á todos  y cual  mas  cual  me- 
nos ninguno  carece  de  largo  aprendizaje  sin  el  que  no  se  puede 
llegar  á oficial  para  mas  tarde,  cuando  no  solo  los  conocimientos 
sino  que  también  la  fortuna  ayude  salir  á maestro,  si  es  que  antes  no  han  tenido 
la  desgracia  de  inutilizarse  en  el  duro  trabajo  que  desempeñan  ó caerse  de  un 
andamio,  contrariedad  á que  tantos  están  expuestos  y de  la  que  no  se  pueden 
considerar  libres  á pesar  de  lo  mucho  que  se  ha  declamado  contra  el  olvido  de  lo 
que  disponen  las  ordenanzas  municipales  de  todos  los  países  civilizados;  pero  en 


098 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


lo  que  ciertamente  nosotros  no  nos  parecemos  á ellos.  Además  cada  uno  de  estos 
oficios  tiene  por  campo  de  acción  los  reducidos  términos  de  un  establecimiento, 
donde  desde  por  la  mañana  hasta  por  la  noche  los  infelices  jornaleros  sudan  el 
quilo  para  conseguir  al  fin  de  diez  mortales  horas  de  trabajo  el  sustento  de  su  fa- 
milia, que  con  todo  y por  su  mal,  no  podría  ser  ni  muy  abundante  ni  muy  nutri- 
tivo. 

Esto  sucede  en  todos  los  oficios;  razón  porque  tienen  muy  poca  cuenta,  sobre 
todo  en  los  primeros  años  en  que  se  desempeñan,  que  son  precisamente  en  los 
que  los  mozos  están  mas  fuertes  y vigorosos.  No  por  esto  seremos  nosotros  los  que 
aconsejemos  que  se  dejen  de  emprender,  pues  después  de  todo,  malos  están,  pero 
mucho  peor  se  encuentra  cualquier  carrera. 

¿Pues  qué  hacer  entonces?  se  nos  preguntará. 

Grande  es  nuestra  insuficencia  para  dar  un  consejo:  lo  confesamos  sin  rubor, 
y lo  que  es  más,  renunciamos  á darlo,  placer  del  que  no  se  querrían  privar  mu- 
chos en  este  tiempo  en  que  todos  quieren  saberlo  todo. 

Nosotros,  mas  modestos,  declaramos  que  de  tal  manera  se  han  puesto  los  tiem- 
pos que  ya  no  se  sabe  que  hacer  ni  qué  partido  tomar.  En  vista  de  esto,  algunas 
veces  nos  liemos  sentido  inclinados  á tener  envidia  al  tipo  á quien  tenemos  el 
gusto  de  presentar  á ustedes,  y al  que  muchos  de  los  lectores  habrán  visto  con 
repugnancia. 

¿Y  por  qué?  Seguros  estamos  de  que  pocos  serán  los  que  categórica  y funda- 
damente pueden  contestarnos. 

El  trapero,  después  de  cuanto  se  ha  dicho  en  su  contra,  es  un  sér  que  procu- 
ra allegar  primeras  materias  para  un  sinnúmero  de  industrias  que  han  surgido 
del  seno  de  la  civilización  moderna. 

Esta  consideración  bastaría  para  que  muchos  idealistas  formaran  con  mas  ó 
menos  trabajo  un  poema,  al  que  con  seguridad  darían  por  título  El  ave  de  noche. 

Nosotros,  que  estamos  convencidos  de  que  pasó  la  época  de  las  puras  abstrac- 
ciones é idealidades,  y que  por  ende  no  las  emprendemos  jamás,  nos  apartaremos 
de  la  tal  idea  y vamos  á limitarnos  á decir  cuanto  del  trapero  pueda  decirse.  Des- 
de el  punto  de  vista  general  que  todo  oficio  puede  ser  considerado,  declaramos  in- 
génuamente  que  pocos  serán  tan  socorridos  como  éste.  Todos  los  sexos,  todas  las 
edades  son  aptos  para  desempeñarle. 

Desde  el  moceton  fuerte  y robusto  capaz  de  tirar  una  casa  de  un  puñetazo, 
hasta  el  infirme  y achacoso  anciano  que  casi  no  sirve  para  otra  cosa;  desde  la 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


699 


niña,  pasando  por  la  mujer  hecha,  hasta  la  anciana  que  camina  agobiada  por  el 
peso  de  los  años,  cualquiera  sirve  para  el  oficio,  y lo  que  es  más,  desde  el  primer 
dia,  pues  tan  poco  es  lo  que  tiene  que  aprender,  que  casi  sin  lecciones  puede  des- 
empeñarlo cualquiera.  Eso  sí,  del  mismo  modo  que  todos  esperamos  que  el  alba 
envíe  su  luz  para  emprender  las  habituales  tareas  que  están  á nuestro  cuidado, 
el  trapero,  por  el  contrario,  tiene  que  esperar  á que  la  noche  tienda  sus  alas,  para 
poder  ejercer  las  suyas. 

Por  regla  general,  cuando  uó  fuera  de  puertas,  el  trapero  vive  en  los  barrios 
extremos  donde  al  propio  tiempo  que  mas  ámplias  las  casas  son  mas  baratas. 

Solo  por  equivocación  hemos  podido  llamar  casas,  pues  en  realidad  son  tugu- 
rios sin  aire,  sin  luz  y sin  ninguna  de  las  condiciones  que  pueden  hacer  posible 
la  vida  entre  cuatro  paredes,  que  los  humanos  llaman  vivienda.  Allí,  en  aquella 
especie  de  antro,  que  desde  la  calle  puede  ser  registrado,  preparan  sus  comodida- 
des y sírveles  un  rincón  de  hogar,  otro  de  gallinero  y otro  para  alcoba,  sirviendo 
lo  restante  para  cuanto  la  familia  puede  desear  y apetecer. 

¡Muebles!  Dios  los  dé.  Dos  ó tres  sillas  que  hace  ya  muchísimos  años  pasa- 
ron de  la  categoría  de  regulares,  una  mesa  que  está  de  pié,  gracias  al  sosten  que 
la  presta  la  mugrienta  pared  contra  la  que  se  apoya,  y candil  que  apénas  arde, 
componen  todo  el  ajuar,  en  el  que  muy  poco  se  paran  los  dueños,  absortos  solo 
en  los  productos  de  su  industria,  que  también  se  hallan  acinados  á la  vista. 

Sobre  estos  campean  las  herramientas  del  trabajo  reducidas  á unas  espuertas 
de  raras  y caprichosas  formas,  y un  palo  grueso  y nudoso,  á uno  de  cuyos  extre- 
mos se  articula  un  garbo.  Hasta  por  esto  resulta  barato  el  oficio.  Cualquiera  otro 
que  se  emprenda  hará  consumir  grandes  sumas  en  útiles  y artefactos,  pero  este 
no  hay  que  pensar  en  ello. 

El  oficio  en  sí  lleva  hasta  la  posibilidad  de  encontrar  al  acaso  las  herramien- 
tas que  hacen  falta,  pues  nadie  ignora  que  diariamente  se  tiran  desechadas  de  las 
casas  espuertas  que  valen  mucho  mas  que  las  que  lleva  el  trapero;  y en  cuanto  á 
garfios  si  no  los  hubiera  tales  como  se  creen  necesarios,  cualquiera  dispone  de 
diez  por  lo  menos,  pues  lo  que  menos  los  preocupa  ni  puede  preocuparles  es  la 
limpieza  de  sus  siempre  sucias  manos. 

Como  decíamos  y según  es  práctica  de  antiguo  establecida,  creemos  que  tal 
vez  desde  que  apareció  el  oficio,  luego  que  la  noche  impera  en  el  espacio,  hom- 
bre mujer  y chiquillos,  todos,  en  una  palabra,  se  lanzan  ála  calle  fijos  los  ojos  en 
el  suelo  constantemente,  no  porque  á ellos  les  obligue  la  modestia,  ni  porque  la 


700 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


luz  de  las  estrellas  les  ofenda  ó no  les  importe,  ni  tampoco  porque  teman  trope- 
zar y caer  contra  las  piedras,  esto  que  sucediera  suponemos  que  no  le  liaría  gran 
gracia,  pero  seguramente  les  hará  menos  no  hallar  lo  que  con  tanto  anhelo  bus- 
can . 

¿Pero  qué  buscan?  preguntan  algunos.  Pues  carísimo  lector  el  trapero  lo  bus- 
ca todo,  absolutamente  todo:  para  él  no  hay  desperdicio  y le  vereis  recoger  desde 
el  insignificante  pedazo  de  tela  que  sirvió  sabe  Dios  para  que,  basta  lo  que  la 
desgracia  hiciera  dejar  caer  en  la  calle  á algún  prójimo  distraído.  Ayudado  por 
la  luz  del  sucio  y mugriento  farolillo,  todo  lo  repasa  y mira,  todo  lo  revuelve  y 
no  deposita  en  medio  de  la  calle  ninguna  maritornes  un  monton  de  basura  que  él 
no  escudriñe  atento  para  sacar  el  mayor  y mejor  partido  posible;  papel,  trapo, 
cajas  de  lata  que  un  dia  contuvieron  conservas,  pedazos  de  hierro,  marañas  de 
pelo,  tablas,  palos  de  silla,  restos  de  estera,  todo  en  fin  va  poco  á poco  llenando 
la  ancha  cesta  que  carga  á sus  espaldas,  y bajo  cuyo  peso  anonadado,  emprende 
el  camino  de  su  casa  tan  pronto  como  comienza  á rayar  el  alba. 

Fatigado  de  su  expedición  no  bien  se  halla  dentro  de  su  guarida  cuando  se 
hecha  á reposar:  seis  ú ocho  horas  le  bastan  para  reposar,  y una  vez  pasadas  pé- 
nese á la  mas  ardua  y pesada  de  sus  faenas  la  de  clasificar  lo  que  trajo.  Con  minu- 
cioso cuidado  separa  primero  toda  clase  de  papel  que  amontona  en  el  lugar  con- 
veniente, y después  hace  una  perfecta  clasificación  de  los  trapos  según  que  sean 
de  lana,  hilo  ó algodón;  según  que  sean  de  color  ó blancos  ó hasta  según  de  ta- 
maño, todo  lo  cual  tiene  su  clara  y perfecta  explicación. 

Cuando  tenga  arrobas  de  papel  las  venderá,  para  que  nuevamente  los  batanes 
lo  rehagan  haciéndonos  gracias  á los  considerables  progresos  de  la  industria  mo- 
derna. que  volvamos  á comprar  lo  que  un  dia  tiramos.  El  mismo  destino  tendrán 
ios  trapos  si  bien  de  estos  los  mas  finos,  irán  á dar  á manos  de  las  que  fabrican 
hilas  que  luego  venden  en  las  boticas  ó serán  adquiridos  por  manos  menos  inte- 
resadas que  con  ellos  harán  lo  mismo  para  responder  al  llamamiento  de  las  casas 
de  socorros  y hospitales.  Con  los  retazos  de  paño  irá  á surtir  á las  zurcidoras  ó 
servirán  para  hacer  tapetes  caprichosos,  que  mas  tarde  venderán  á buen  precio: 
todo  lo  cual  como  se  comprende  redunda  en  beneficio  del  trapero  que  poquito  á 
poquito  aumenta  sus  ganancias. 

Las  latas  convertidas  en  apartadores  y tapaderas  se  venderán  en  el  rastro,  los 
pedazos  de  hierro  irán  á las  fundiciones,  las  tablas  y palos  á las  carbonerías  don- 
de de  ellas  harán  astillas  para  encender,  y de  este  modo  todo  absolutamente  todo 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


701 


tiene  perfecta  aplicación  y no  hay  nada  de  que  no  pueda  conseguir  grande  utili- 
dad y ganancia. 

Ave  nocturna,  todo  lo  pasea  y todo  lo  recorre;  vuela  de  monton  en  monten  y 
raro  es  de  los  dedicados  á este  oficio  el  que  no  encuentra  algo  que  no  buscaba, 
pues  no  siempre  todo  lo  que  se  tira  es  basura. 

Muchas  veces  hallan  mas  de  lo  que  quieren  y nunca  se  cuidan  de  quien  será 
su  dueño,  ni  de  á quien  lo  deberán  devolver:  una  vez  que  la  cosa  baya  caido  en 
sus  manos  les  pertenece  y cuidarán  únicamente  de  conseguir  con  ella  los  mas  lu- 
crativos resultados. 

Es  lo  peor,  que  no  siempre  saben  aprovecharse,  pues  no  es  raro  que  por  sus 
manos  pasen  papeles  de  mérito  inestimable  que  ellos  venderán  por  arrobas  sola- 
mente, otros  se  cuidarán  de  aprovecharlo  y lo  que  él  dio  por  insignificante  can- 
tidad valdrá  á otros  montones  de  oro,  y sin  embargo,  los  que  por  esto  crean  que  el 
oficio  es  lucrativo  se  equivocan;  sobre  fácil  de  aprender  y aun  mas  sencillo  de  eje- 
cutar, consígense  en  él  ganancias  que  á muchos  han  hecho  ricos,  pero  que  enca- 
riñados en  su  oficio  nunca  lo  abandonan,  nunca  dejan  de  ser  traperos. 


TOMO  1. 


ss 


por  D.  L.  Maldonado  Vicenti. 


n una  obra  cuyo  título  es  Los  Españoles  Americanos  y Lu- 
sitanos, pintados  por  si  mismos,  podrá  extrañar  que  nos 
ocupemos  del  presidiario?  Creemos  que  no,  por  cuanto  en 
todas  las  naciones  que  este  título  implica,  habrá,  como  en  to- 
das partes  sucede,  hombres  buenos  y malos  y achaque  dado  á 
que  se  nos  tachara  de  presuntuosos,  seria  querer  que  las  páginas  de 
este  libro  fotografiaran  solo  á los  hombres  honrados,  entendiendo  por 
tales  á los  que  andan  libremente  por  esos  mundos  de  Dios,  dado  que, 
la  primera  definición  que  podemos  dar  del  presidiario,  es  la  de  que  asi 
se  llama  todo  hombre  que  está  en  presidio. 

El  orden  logico  de  este  trabajo,  nos  obliga  en  primer  lugar  á que  antes  de  to- 
do digamos  lo  que  es  ó lo  que  se  entiende  por  un  presidio,  y en  verdad,  que  por 
lo  que  á nuestro  país  se  refiere,  la  cosa  no  es  tan  sencilla  como  á primera  vista 
parece.  En  Francia,  en  Inglaterra,  en  los  Estados  Unidos,  en  cuaquier  parte, 
en  fin,  que  no  sea  España,  saldríamos  mas  pronto  del  paso  diciendo:  que  un  pre- 


• . 

. 


■ 


703 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 

sidio  era  el  establecimiento  destinado  por  el  gobierno  para  castigar  con  la  falta  de 
libertadlos  abusos  de  derecho  que  los  ciudadanos  cometieran,  y para  procurar  al 
mismo  tiempo  la  corrección  y enmienda.  Pero  España  es  España,  y no  sin  ra- 
zón se  la  señala  como  el  país  de  los  imposibles  y de  las  anomalías  y la  citada  de- 
finición, no  puede  darse  de  ninguno  de  nuestros  establecimientos  penales,  so  pe- 
na de  incurrir  en  error  de  tamaña  magnitud  que  se  nos  pueda  decir  á voces,  que 
nuestro  objeto  principal  fué,  al  escribir  este  trabajo,  engañar  villanamente  al 
público.  Por  esto,  en  primer  lugar,  tenemos  que  proceder  con  mucho  tiento,  con 
mucho  tacto  y tino  á fin  de  no  incurrir  en  faltas  y ligerezas  qne  redundaran  en 
perjuicio  de  todos.  Y cuenta  que  al  tener  que  decir  esto,  lo  sentimos  con  toda 

nuestra  alma  y experimentamos  de  lleno,  lo  muy  amargas  que  son  las  verdades. 

/ 

Pero  como  vulgarmente  se  dice  al  que  Dios  se  la  dé,  que  San  Pedro  se  la  ben- 
diga. 

Sin  haber  sido  presidiario  nunca;  cosa  que  en  voz  muy  alta  y en  todos  los  to- 
nos podemos  decir  sin  temor  de  que  se  nos  contradiga,  hemos  visitado  algunos 
establecimiento  penales  de  nuestro  país;  así  es  que  con  pleno  conocimiento  de 
causa  nos  podemos  ocupar  de  ellos  y de  sus  moradores,  sintiendo  únicamente  que 
muchas  de  las  cosas  que  vamos  á decir  no  sean  nuevas,  pues  hartos  estamos  buen 
número  de  españoles  de  censurarlas,  y cansada  hasta  el  hastío  se  halla  la  opi- 
nión pública  de  señalarlas,  pero  como  si  tal  cosa;  parece  que  nadie  lo  oye,  parece 
mejor  dicho,  que  nadie  lo  quiere  oir  á pesar  de  ser  cosa  que  á todos  por  igual  nos 
toca. 

En  nuestro  país  diciendo  las  cosas  tal  y como  deben  ser,  puede  afirmarse  que 
un  presidio  es  el  sitio  donde  los  que  cometieron  un  delito,  toman  lecciones  para 
cometer  otros,  en  los  que  nunca  pensaron  ni  aun  pudieron  pensar.  En  nuestro 
país  un  presidio  es  la  escuela  de  todos  los  vicios  y de  todas  las  maldades,  es  el 
lugar  donde  se  pervierten  todos  los  instintos  y se  aguzan  los  sentidos  para  el  mal;, 
es  el  lugar  donde  á la  sombra  y bien  ó mal  alimentados,  viven  unos  cuantos  cri- 
minales que  pudieron  ser  al  fin  cogidos  y que  son  sentenciados,  mas  que  á expiar 
uu  delito,  á vivir  algún  tiempo  divirtiéndose  en  el  mismo  sitio  sin  cuidados  ni 
quebraderos  de  cabeza.  Una  visita  á Ceuta  ó á Cartagena,  pueden  bastar  para 
convencer  á los  incrédulos  de  la  verdad  de  cuanto  decimos. 

Viviendo  en  los  citados  puntos  se  está  expuesto  á ver  en  la  calle,  en  el  café 
é en  cualquier  sitio  de  los  destinados  á diversiones  públicas,  á muchos  caballeros 
al  parecer,  que  no  son  sino  presidiarios  que  aguardan  allí  un  poco  de  tiempo  para 


704 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


volver  á sus  antiguas  fechorías  en  Sierra-Nevada  ó en  los  Montes  de  Toledo,  cam- 
po de  sus  antiguas  hazañas  donde  seguramente  son  echados  de  menos  con  verda- 
dera satisfacción.  Y no  se  crea  que  esta  libertad  que  inconscientemente  se  les 
otorga  se  debe  á que  hayan  observado  una  ejemplar  conducta,  no  se  crea  tampo- 
co que  tales  franquicias  se  deben  á la  condición  de  la  persona  ni  tampoco  á las 
altas  recomendaciones  que  emanen  ó puedan  emanar  de  elevados  centros,  aunque 
•le  esto  se  den  frecuentes  casos;  esta  omnímoda  libertad  tan  contraria  en  absoluto 
á lo  que  debia  ser,  se  debe  á lo  corruptibles  que  por  desgracia  somos,  se  debe  á una 
censurable  fragilidad  de  que  adolecemos,  y mas  que  nada  á una  falta  de  mora- 
lidad que  debe  humillarnos,  pues  en  el  fondo  no  es  mas  que  la  corrupción  que 
los  propios  presidiarios  procuran,  y tal  libertad  se  consigue  untando  la  mano  co- 
mo aquí  decimos.  Gracias  A esto  un  presidiario  se  puede  considerar  como  un  de- 
portado y no  faltan,  sino  que  todo  lo  contrario,  sobran  muchas  que  atribuyen  el 
hallarse  allí,  á sus  opiniones  políticas  contrarias  en  un  todo  al  gobierno. 

Mal  tan  grande  seria  sumamente  fácil  de  remediar,  consiguiendo  que  no  fue- 
ran los  presidios  escuelas  de  inmoralidad  y escándalo,  atentatorias  á todo  lo  bueno 
y respetable  por  cuantos  casos  á millares  pueden  presentarse  de  hombres  que,  ce- 
gados por  la  pasión  y en  un  momento  de  arrebato,  cometieron  un  delito,  pero  que 
siempre  hasta  entonces  baldan  sido  honrados  y buenos:  sentenciados  por  cualquier 
tribunal  de  justicia  á purgar  su  crimen  fueron  á un  presidio  y al  salir  encontrá- 
ronse inhábiles  para  todo  lo  que  fuera  legal  v lícito,  habian  perdido  sus  hábitos 
de  trabajo,  se  habian  hecho  vagos  y por  el  contrario  habian  adquirido  perversas 
costumbres  en  las  que  no  podian  menos  de  perserverary  seguir  en  ellas  hasta  el 
fin  de  sus  dias,  si  es  que  antes  de  este  término  fatal  no  eran  cogidos  de  nuevo  y 
enviados  á terminar  su  educación  criminal. 

Hace  ya  mucho  tiempo  que  semejante  mal  se  encuentra  arraigado  y él  es  la 
causa  eficiente  de  tanto  tipo  como  pulula  por  ahí,  y de  los  que  solo  dos  presenta- 
remos á nuestros  lectores:  el  que  fué  bueno  y salió  malo,  y el  que  entró  malo  y 
salió  peor. 

Un  honrado  artesano  de  irreprochable  conducta,  que  nunca  se  habia  ocupado 
mas  que  de  su  trabajo  y de  atender  al  cuidado  y á las  necesidades  de  su  familia, 
tuvo  la  desgracia  de  encontrar  una  noche  cuando  se  retiraba  á su  casa  á un  com- 
pañero suyo,  que  habia  consumido  ya  parte  de  su  jornal  en  la  taberna,  y que  en 
mal  estado,  sin  saber  lo  que  se  decía,  ni  lo  que  hacia,  insultaba  á todos  cuantos 
acertaban  á pasar  por  su  lado. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


705 


Como  no  podia  ser  menos,  nuestro  hombre  fué  injuriado  y escarnecido  de  tal 
modo,  que  no  tuvo  mas  remedio  que  pararse  y llamar  la  atención  de  aquel  energú- 
meno sobre  lo  que  le  estaba  diciendo,  mas  no  consiguió  nada  sino  que  por  el  con- 
trario, aumentaron  las  in  jurias,  quiso  pasar  á vías  de  hecho  y on  justa  y racional 
venganza,  al  agredido  dióle  un  empellón  que  bastó  para  que  rodara  por  el  suelo, 
infiriéndose  al  caer  una  profunda  herida  en  la  cabeza. 

Crecieron  las  voces  y el  tumulto,  y á los  gritos  del  cuido  y también  al  socorro 
que  imploraban  los  transeúntes,  acudieron  los  agentes  de  la  autoridad,  que  sin 
enterarse  de  lo  que  había  sucedido,  sin  escuchar  una  razón  siquiera,  prendieron 
al  agresor  injuriándolo  y maltratándolo. 

Al  otro  dia  supieron  todos  que  estaba  en  la  cárcel,  y que  se  le  formaba  causa 
por  la  riña  habida  con  un  compañero  suyo  y por  desacato  á la  autoridad. 

Vale  mas  no  haber  nacido  que  caer  en  nuestro  país  en  manos  de  los  curiales; 
cual  aves  de  rapiña  se  ceban  inconsideradamente  en  la  presa  que  les  cae,  y pobre 
de  la  quemo  tiene  carne  bastante  para  saciar  sus  apetitos,  porque  entonces  su  fin 
será  terrible.  El  sumario  de  la  causa  se  embrollará  cada  vez  mas,  la  causa  toda 
se  seguirá  de  oficio  sin  un  letrado  que  la  dirija,  sin  un  procurador  que  la  vigile 
hasta  el  momento  en  que  elevada  á plenario  la  den  á defensa,  y entonces  ésta  se 
hace  según  la  expresión  gráfica  que  para  ello  se  emplea,  por  ¡a  carpeta,  sin  estu- 
diarla, sin  pararse  en  los  muchos  detalles  que  pueden  existir  en  aquellos  autos 
para  salvar  al  infeliz  aquel.  Como  la  vista  pública  no  es  obligatoria,  se  omite 
también  , y de  este  modo  cuando  llega  el  dia  de  la  sentencia  aquel  infeliz,  que  por 
lo  menos  lleva  ya  un  año  ó año  y medio  en  la  cárcel,  sale  condenado  á pre- 
sidio. 

Veamos  ante  todo  esta  primera  parte  de  su  purgatorio  en  la  que  ya  segura- 
mente hay  que  tener  presentes  muchas  cosas  que  influirán  en  su  vida  futura. 
Después  de  la  incomunicación  á que  se  le  tuvo  sometido  hasta  que  el  juez  á cuyo 
distrito  correspondía  la  causa  le  hubo  tomado  indagatoria,  dejósele  salir  al  patio 
de  la  cárcel  donde  estaban  no  pocos  hombres,  habiendo  entre  ellos  ladrones,  ase- 
sinos, falsarios  y toda  clase  de  gente,  en  una  palabra. 

Al  hacer  su  aparición  lo  miraron  con  gran  indiferencia,  mas  cuando  se  hu- 
bieron apercibido  de  que  era  un  infeliz  en  toda  la  extensión  de  la  palabra,  cuan- 
do supieron  que  no  era  un  criminal  terrible  de  esos  que  por  desgracia  abundan 
tanto,  y que  solo  por  una  irremediable  desgracia  se  encontraba  allí  aquel  infeliz, 
lo  rodearon,  analizándolo  con  detención  y cuidado,  cosa  que  le  mortificaba  bas- 


706 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


tante,  al  que  nunca  había  sido  objeto  de  la  curiosidad  de  nadie.  Entonces  tuvo 
lugar  la  primera  escena. 

— ¿Por  qué  me  miran  ustedes  tanto? — preguntó  con  voz  breve. 

— Pues,  porque  eres  muy  guapo, — le  contestó  el  mas  audaz. 

— Eso  es  lo  que  á nadie  le  importa. 

— Dejad  al  chíbalo , — añadió  otro. 

— Pues  que  pague  lo  que  debe, — dijo  el  que  primero  habia  hablado. 

— ¿Y  qué  es  lo  que  debo  yo? — preguntó  alarmado  nuestro  tipo. 

— Pues  casi  nada, — le  contestó  uno  ya  viejo  de  faz  patibularia. — En  primer 
lugar  la  convidada  y luego  lo  que  caiga. 

El  desgraciado  que  experimentaba  gran  contrariedad  por  hallarse  rodeado  de 
la  gente  aquella,  al  escuchar  la  pretensión  que  tenian,  no  pudo  menos  de  contes- 
tar con  mal  modo: 

— Yo  no  tengo  nada  que  pagar. 

— Eso  será  lo  (pie  tase  un  sastre, — le  dijo  el  que  parecía  capitanear  la  turba. 

Después  de  esto  se  fueron  retirando  poco  á poco,  mirándolo  y sonriéndose  al 
propio  tiempo  con  aire  malicioso,  cosas  (pie  acabaron  de  exasperar  á nuestro  tipo, 
v de  las  que  rio  pudo  consolarse,  cuando  á la  hora  de  la  comida  llegaron  á verle 
su  infeliz  mujer  con  sus  hijos.  Antes  al  contrario,  su  quebranto  fué  mayor,  su 
pena  mas  honda  al  verlos  en  aquel  sitio  deshonrado  al  que  habia  sido  conducido 
por  una  desgracia,  pero  que  de  más  comprendía  que  la  sociedad  no  lo  echaría  en 
olvido,  sino  que  iodo  lo  contrario,  sin  enunciar  las  causas  se  limitaría  á decir  que 
habia  estado  preso. 

Cuando  volvió  al  patio  no  faltó  de  entre  todos  aquellos  á quienes  mal  de  su 
grado  tenia  que  ver  como  compañeros,  uno  que  acercándosele  como  por  casualidad 
y como  si  quisiera  evitar  el  que  los  demás  se  apercibieran  del  paso  que  daba,  llamó 
su  atención,  diciéndole: 

— Ola,  amigo,  ¿se  ha  comido  ya? 

— Ya  se  ha  comido. — le  contestó  sin  moverse. 

—¿Y  le  dejaron  algunos  cuartos? 

— Esto  es  lo  que  á nadie  le  importa, — respondió  con  ademan  brusco  y procu- 
rando alejarse  de  aquel  sitio  manifestando  desconfianza. 

El  que  se  le  acercara,  que  sin  duda  no  era  un  hombre  ni  criminal  ni  perver- 
tido, insistió  en  querer  entrar  en  conversación  con  él  á cuyo  fin  siguió  sus  pasos 
diciéndo  que  una  desgracia  muy  semejante  á la  suya  le  tenia  allí  encerrado,  que 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


707 


sabia  por  tanto  á qué  atenerse  y que  por  lo  mismo  no  queria  que  se  viera  expues- 
to á lo  que  él  tuvo  que  sufrir. 

— ¿Pero  qué  es  lo  que  me  va  á suceder? — le  preguntó  desconfiado  todavía. 

— Que  tendrá  usted  que  sufrir  mil  injurias  y vejaciones. 

— ¿Qué  injurias  y vejaciones  son  esas? 

— Mejor  es  que  no  se  las  diga, — respondió  su  interlocutor.  Efectivamente, 
hacia  bien  en  callarlas,  como  nosotros  hacemos,  por  no  faltar  al  respeto  y al  de- 
coro que  á nuestros  lectores  debemos,  mas  como  aquel  silencio  infundiese  mayor 
sospecha  en  nuestro  conocido,  le  contestó  con  aire  indiferente  y encogiéndose  de 
hombros: 

— ¡Yo  me  defenderé! 

— Considere,  camarada,  que  son  muchos,  y usted  uno  solo,  y que  por  mas 
que  alguno  quisiera  tomar  su  partido  seria  de  todo  punto  inútil,  porque  nada  po- 
dida conseguirse  sino  perjudicarnos  nosotros  mismos. 

— Pero  al  ver  que  me  atacan  por  una  causa  tan  injusta,  los  jefes  de  esta  cár- 
cel me... 

Aquel  desconocido  se  le  echó  á reir,  pero  manifestando  en  su  risa  que  había 
dicho  una  grandísima  tontería.  Como  ambos  guardaran  silencio,  nuestro  detenido 
preguntó: 

— ¡Qué!  ¿No  me  defenderían  ni  impondrían  castigo  á los  que  me  hubieran 
atacado? 

— Escuche,  amigo  mió;  usted  no  sabe  donde  ha  caído:  aquí,  ataque  formal  no 
lo  aguarde  nunca  porque  no  lo  tendrá,  pero  en  cambio  no  lo  dejarán  parar  ni  un 
momento  siquiera;  lo  molestarán  de  mil  maneras,  no  dejándole  siquiera  un  mo- 
mento de  reposo;  estudiarán  lo  que  os  pueda  parecer  mas  repugnante  y os  lo  ha- 
rán por  sucio  y asqueroso  que  sea,  y más  y más  aumentarán  esta  tortura  si  os 
quejáis  á los  jefes,  y por  casualidad  le  imponen  á uno  un  castigo  por  vuestra 
causa. 

— Pero,  señor, — exclamó  dolido  nuestro  tipo, — ¿es  posible  que  uno  tenga  que 
sufrir  todo  esto? 

— Y tan  posible,  amigo  mió. 

— ¿Usted  lo  sufrió  también? 

— Estuve  muy  á pique;  porque  indignado  como  está  usted,  me  quise  resistir 
también,  pero  al  fin  tuve  que  ceder. 

— ¿Y  en  qué  cedió? 


708 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


— Pues  en  hacer  lo  que  me  pedian. 

— ¿Y  qué  le  pidieron? 

— Pues  lo  que  piden  á todos,  el  pago  del  aguardiente  un  dia. 

— ¿Pero  si  yo  he  oido  decir  que  en  las  cárceles  no  se  permite  la  entrada  de 
ninguna  clase  de  bebidas? 

— Eso  se  dice  por  ahí  fuera,  pero  aquí  vemos  otra  cosa. 

El  desgraciado  que  nos  ocupa  y al  que  hemos  tomado  como  tipo  del  presidia- 
rio bueno,  comprendió  al  fin  que  aquel  hombre  le  hablaba  con  sinceridad,  pues 
de  no  ser  así  hubiera  ido  á hacer  causa  común  con  los  demás,  dado  que  por  se- 
guro tenian  que  lo  habrian  de  obligar,  así  es  que  dulcificando  poco  á poco  su  tono, 
le  preguntó: 

— ¿Y  pagando  esa  convidada  dejarán  de  molestarme? 

— Podéis  tenerlo  por  seguro,  yo  os  lo  digo. 

— ¿Y  cuánto  hay  que  dar? 

— Tres  pesetas  di  yo  y quedaron  tan  contentos... 

— ¿Y  á quién  se  le  entregan? 

— Esperad  un  momento,  yo  me  acercaré  y les  diré  que  al  fin  he  podido  con- 
venceros; ellos  se  acercarán  y todo  quedará  arreglado  en  un  instante. 

— Como  queráis, — respondió  nuestro  tipo,  y lo  dejó  marchar. 

Efectivamente,  aquel  mediador  oficioso  se  dirigió  al  grupo  que  formaban  los 
demás  presos,  habló  con  ellos  y no  debió  ser  desagradable  lo  que  les  dijo,  pues 
todos  dejaron  ver  en  su  rostro  la  misma  satisfacción.  Poco  á poco  se  le  fueron 
acercando  y cuando  les  hubo  repetido  que  daria  las  tres  pesetas  para  el  aguar- 
diente á porfía  querian  todos  estrecharle  la  mano,  quedando  así  establecida  una 
amistad  de  la  que  bien  pronto  le  dieron  pruebas,  pues  cada  cual  le  contó  su  his- 
toria procurando  distraerlo,  pero  mas  que  esto  consiguieron  atormentarlo,  hacién- 
dole escuchar  cosas  estupendas,  de  las  que  él  no  podía  tener  ni  la  mas  ligera  o 
remota  idea. 

Al  dia  siguiente,  la  puerta  de  aquel  patio  fatal  se  abrió,  dejando  paso  á otro 
infeliz,  que,  como  él,  nunca  habia  estado  en  la  cárcel,  y que  por  lo  mismo  no 
pudo  ocultar  la  extraña  sensación  que  aquella  vista  le  hacia  experimentar. 

No  bien  hubo  entrado  le  rodearon  los  demás  y lo  mismo  que  con  él  habían 
hecho,  comenzaron  á acosarlo;  el  infeliz  se  resistía,  pues  á todos  debía  doler  aque- 
lla bárbara  imposición  que  no  representaba  otra  cosa  sino  el  afan  de  divertirse  á 
costa  del  infeliz  que,  por  una  desgracia  ó por  otra,  habia  delinquido.  Como  su  ne- 


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709 


gativa  fué  rotunda  y manifestaba  insistir  en  ella,  comenzaron  las  agresiones  y la 
indignación  de  nuestro  tipo  próxima  á estallar,  tuvo  que  reprimirse  considerando 
que  manifestarse  su  partidario  seria  lo  mismo  que  rebelarse  contra  lo  acordado 
por  aquella  gente  y crearse  enemigos  entre  ellos,  que  eran  fuertes,  dado  el  nú- 
mero. 

Esta  consideración  misma  le  hizo  guardar  silencio  con  respecto  al  segundo 
que  entró  y con  el  tercero,  basta  que  al  ñn  se  acostumbró  á las  prácticas  aquellas 
y hasta  tomó  parte  en  las  que  sucesivamente  se  fueron  imponiendo.  La  corrup- 
ción comenzaba:  la  ociosidad  y la  mala  compañía  empezaba  á surtir  su  efecto,  y 
aquel  hombre  que  por  el  débil  y el  desvalido  se  hubiera  sacrificado  siempre,  ata- 
caba ahora  al  desvalido  y al  débil  para  procurarse  como  los  demás  una  satisfac- 
ción, con  una  bebida  que  nunca  le  habia  gustado. 

Pasaron  dias  y dias;  sus  sentimientos  se  iban  embotando  cada  vez  mas;  ya  no 
le  producían  triste  efecto  las  visitas  de  su  mujer,  ni  de  sus  hijos;  los  veia  si  se 
quiere  hasta  con  indiferencia,  se  comia  lo  que  le  llevaban  y volvia  cuanto  antes 
al  patio  para  seguir  con  sus  compañeros  entregado  á juegos  que,  estando  prohibi- 
dos para  los  que  gozan  de  libertad,  han  de  estarlo  mas  para  los  encarcelados,  pero 
que  sin  embargo  se  ejercitan  en  ellos  á ciencia  y paciencia  de  los  que  podrían 
evitarlos. 

Sentenciado  ai  fin,  comunicáronle  un  dia  la  noticia  de  que  al  siguiente  parti- 
ría para  Ceuta:  la  recibió  con  calma,  aunque,  acordándose  luego  de  sus  hijos,  sin- 
tió que  los  ojos  se  le  llenaban  de  lágrimas.  Acudieron  los  compañeros  procurando 
consolarle  y una  vez  obtenido  esto  empezaron  sus  juegos  como  si  nada  pasara; 
verdad  es  que  tal  acontecimiento  lo  esperaba  ya  hacia  tiempo  y sabia  por  su  fa- 
milia y por  los  agentes  de  la  curia,  que  era  casi  inevitable. 

La  despedida  de  los  séres  queridos  fué  bien  triste,  mas  él  por  todo  consuelo 
les  decía: 

— No  os  apuréis,  del  presidio  se  vuelve. — Y con  el  dorso  de  su  mano  procu- 
raba secar  las  lágrimas  que  en  abundancia  caían  de  sus  ojos.  Marchó  al  fin;  las 
parejas  de  la  guardia  civil  lo  fueron  conduciendo  de  una  en  otra  hasta  Cádiz,  y 
allí  lo  embarcaron  como  fardo  en  dirección  á Ceuta,  que  siempre  para  él  solo 
nombrarlo  habia  sido  objeto  de  terror  y que  aun  lo  era,  pues  no  sabia  lo  que  allí 
le  estaría  esperando.  Cuando  miraba  hácia  atrás  y veia  su  pasado  honrado  y puro, 
al  recordar  la  buena  vida  que  hasta  entonces  habia  llevado,  no  podía  menos  de  re- 
negar de  la  existencia  y maldecir  de  su  suerte  que  tanto  le  habia  hecho  desme- 

TOMO  X.  89 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


recer  y si  abandonando  este  pensar  que  le  mortificaba  tanto,  miraba  Inicia  delante 
consideraba  con  mayor  tristura  que  le  aguardaban  cuatro  años  de  martirio  en- 
cerrado con  gentes  de  todas  clases,  y durante  los  que  le  era  de  todo  punto  impo- 
sible hacer  nada  bueno  por  su  familia,  ni  atender  á su  cuidado,  ni  velar  por  sus 
hijos,  y ni  aun  correr  al  lado  de  sus  lechos  para  recoger  en  caso  desgraciado  el 
último  aliento  que  la  muerte  les  hiciera  lanzar.  Agobiado  por  tan  tristes  pensa- 
mientos, enfermo  por  el  mareo  que  el  mar  le  hacia  experimentar,  siguió  hasta  su 
destino  y apenas  hubo  desembarcado,  á él,  lo  mismo  que  á los  demás  que  le  acom- 
pañaban, los  condujeron  al  presidio  entre  doble  fila  de  soldados;  tomaron  su  filia- 
ción y diéronle  un  número.  Su  nombre  quedó  perdido:  en  adelante  no  se  llamaria 
Fulano  de  tal,  sino  que  lo  conocerían  por  número  tantos. 

Al  ingresar  en  el  presidio  tuvo  que  sufrir  de  los  que  ya  estaban  allí  empeder- 
nidos, vejaciones  é imposiciones,  lo  mismo  que  cuando  ingresó  en  la  cárcel,  su 
despecho  y su  rabia  fueron  grandes,  pero  no  tuvo  mas  remedio  que  dominarse 
hasta  que  se  acostumbró. 

¿Cuál  fué  su  vida  dentro  del  presidio?  ¿Cuál  es  la  que  llevan  todos  los  allí 
encerrados? 

Triste  es  decirlo,  pero  no  hay  otro  remedio  si  queremos  decir  la  verdad.  Nada 
hay  en  nuestros  establecimientos  penales  que  manifieste  son  lugares  de  corrección 
y enmienda,  nada  que  pueda  hacer  indicar  que  los  allí  recluidos  son  séres  que  de- 
jan en  el  mundo  familias  á cuya  subsistencia  están  obligados  á atender  y para 
lo  que  hay  necesidad  de  proporcionarles  un  trabajo  con  el  que  al  propio  tiempo 
puedan  satisfacer  al  Estado  de  los  gastos  que  irrogan.  Todo  esto  parece  completa- 
mente olvidado  entre  nosotros  y el  presidiario  es  agregado  allí  cuando  mas  á una 
brigada  de  las  que  se  emplean  en  acarrear  piedras  y materiales  para  las  obras  de 
la  plaza,  pero  aun  hay  algo  peor  que  esto,  por  lo  que  al  bien  público  se  refiere.  El 
encierro  no  es  general:  en  los  presidios  que  tenemos,  también  se  distingue  al  que 
tiene  bienes  de  fortuna  del  que  no  los  tiene,  y mientras  que  éste  pasa  las  noches 
tirado  en  un  inmundo  jergón,  aburrido  de  no  hacer  nada  porque  solo  piensa 
y se  ejercita  en  educarse  en  el  mal,  para  lo  que  tiene  sobradas  ocasiones,  aquel 
puede  vagar  libremente  á cualquier  hora  del  dia  ó de  la  noche  por  las  calles  de 
la  población,  vivir  donde  mas  le  acomode,  darse  el  trato  que  quiera  y hacer  lo 
que  mas  le  convenga  ó mejor  le  parezca. 

Sumado  todo  esto,  da  lugar  á que  el  que  una  vez  ha  estado  en  presidio  no  sir- 
va ya  para  nada;  se  esteriliza  y embrutece  su  imaginación,  se  apagan  sus  sentí- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


711 


mientos,  se  hace  indiferente  á todo  y siente  que  se  despierta  en  su  alma  gran 
odio  hácia  la  humanidad,  odio  que  todos  los  dias  crece  y que  no  se  estingue 
jamás. 

Por  regla  general  el  mayor  contingente  para  los  presidios  resulta  de  tantos  y 
tantos  como  sin  apoyo  ni  vigilancia  de  nadie,  viven  y crecen  sin  educación,  sin 
arte  ni  oficio  en  que  ganarse  la  subsistencia  y que  como  es  muy  natural  y no 
dehe  extrañar  á nadie,  llega  un  dia  en  que,  experimentando  imperiosas  necesida- 
des, roha  ó comete  cualquiera  otro  delito:  por  esto  los  presidios  dehian  estar  mejor 
atendidos  y dispuestos  de  tal  manera  que  los  que  ingresaran  en  ellos  pudieran  sa- 
lir aptos  para  algo  que  no  fuera  el  delito  ó el  crimen,  mas  no  solo  no  es  así  por 
desgracia,  sino  que  el  que  en  ellos  ingresa  bueno,  como  á nuestro  tipo  sucede,  sale 
malo  porque  en  ellos,  sobre  agriárseles  el  carácter  y recoger  en  su  seno  el  gérmen 
de  muchas  malas  pasiones,  aprenderá  á tirar  el  cuchillo,  sirviéndose  á falta  de  los 
verdaderos,  del  mango  de  las  cucharas  de  madera  endurecidos  y afilados  al  fuego; 
aprenderá  á jugar  á las  cartas,  pero  no  juegos  lícitos  y decorosos  sino  bajos  y per- 
judiciales y aun  estos  no  de  un  modo  limpio  y decente,  sino  con  todas  las  trampas 
y fullerías  que  puedan  soñarse;  aprenderá  á falsificar  documentos  y marcas,  fir- 
mas y letras  y aun  se  ejercitará  en  el  interior  de  la  casa  en  todos  estos  oficios 
que  le  harán  olvidar  el  suyo,  si  es  que  lo  tenia,  ó al  menos  posponerlo,  pues  no 
faltará  quien  bien  á las  claras  le  demuestre  que  son  mas  lucrativos. 

Reflejo  fiel  y exacto  de  lo  que  es  el  presidiario,  dados  nuestros  presidios,  lie- 
mos procurado  presentar  de  relieve  á todo  lo  que  se  espone  el  hombre  que  habien- 
do sido  bueno  va  á ellos  por  cualquier  desgracia  en  las  que  mas  que  nada  puede 
haber  influido  su  temperamento;  hemos  procurado  determinar  los  frutos  que  de 
la  incuria  y abandono  se  consiguen,  y como  por  pena  que  tiende  á mejorar  á un 
hombre,  se  le  pervierte  para  el  resto  de  sus  dias. 

Mas  breves  seremos  al  ocuparnos  del  que  con  razón  podemos  llamar  presidia- 
rio de  oficio.  Por  regla  general  este  es  siempre  un  hombre  al  que  la  mas  suave 
ley  de  vagos  le  cogería  sin  duda  de  medio  á medio.  Dedicado  desde  que  tuvo  uso 
de  razón  á lo  que  muy  propiamente  puede  llamarse  oficios  extra-legales,  y aun 
con  mas  propiedad  ocupaciones  fuera  de  ley,  si  no  en  una  en  otra  cae,  porque  tiene 
que  caer,  y en  la  primera  ocasión  tal  vez  le  ocurra  lo  que  al  tipo  que  acabamos 
de  pintar;  mas  como  todo  cuanto  sea  cárcel  ó presidio  se  adopta  perfectamente  á 
su  naturaleza,  se  familiariza  con  ella  bien  pronto  y aprovecha  las  lecciones  que 
allí  recibe,  á las  mil  maravillas.  Las  primeras  veces  que  á este  tipo  se  le  priva  de 


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I.OS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


libertad,  los  qne  le  echan  de  menos  y son  de  su  clase,  dicen  con  aire  picaresco  á 
quien  por  ellos  le  pregunta  que  está  estudiando  ó que  está  en  la  universidad  y 
con  efecto;  ninguna  frase  es  tan  oportuna,  pues  efectivamente  no  hace  otra  cosa, 
pero  con  el  fin  de  perjudicará  sus  semejantes. 

Solo  muy  pocos  cursos  le  bastan  para  salir  un  consumado  maestro  y entonces 
es  temible,  pues  no  solo  aprenderá  á burlar  á sus  prójimos  sino  que  sabrá  mane- 
jar á la  gente  de  curia  y sacar  partido  délos  tribunales  de  justicia,  pues  ya  cono- 
ce todos  los  medios  habidos  y por  haber  para  eludir  responsabilidades  y ocultar 
la  verdad. 

Este,  sin  duda  porque  las  aficiones  le  tiran  mas  ó porque  los  años  le  embotan 
y dan  lugar  á que  cometa  torpezas,  muere  donde  parecía  haber  nacido,  en  presi- 
dio. en  cualquiera  de  ellos,  pues  con  seguridad  que  al  tiempo  de  su  fallecimiento 
ya  los  conocía  todos. 

Tipos  son  estos  que  no  nacen,  sino  que  se  hacen;  y lo  verdaderamente  triste  es 
que  se  hacen  por  la  incuria  y abandono  en  que  la  sociedad  deja  á buen  número 
de  sus  individuos. 


Jjj 


U 


POR  D.  M.  Saavedra. 


ocas  cosas  habrá  en  el  mundo  que  ilustren  y enseñen  tanto 
como  los  viajes,  pues  indudablemente  el  método  real  obje- 
tivo es  una  gran  cosa,  razón  porque  sin  duda  en  nuestro 
país  ha  tenido  tan  pocos  partidarios.  Por  extensas  y largas 
que  sean  las  descripciones,  no  alcanzarán  nunca  á que  se 
forme  verdadera  idea  de  las  cosas,  dado  que  son  bien  pobres  todos  los 
idiomas,  para  que  con  palabras  puedan  enunciarse  conceptos  ciertos 
de  cuanto  existe,  y porque  nunca  la  imaginación  se  contenta  con 
aquello  que  se  le  hace  ver  por  referencia,  sino  que  lo  agranda,  lo 
aminora,  le  añade  ó le  quita,  según  sus  gustos,  encontrándose  mas 
tarde  con  un  doloroso  desengaño,  por  no  ser  cierto  cuanto  se  había 

figurado. 

Recordaremos  siempre  á un  provinciano,  que  llegado  á Madrid  por  la  maña- 
na, se  volvió  á su  casa  en  la  noche  del  mismo  dia,  diciendo  que  esto  no  era 
córte  ni  cortijo  siquiera,  sino  un  mal  corral  de  vacas,  donde  habia  exactamente 
lo  mismo  que  en  su  tierra,  y que  para  esto,  no  valia  la  pena  que  le  había  costa- 


714 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


do  ir  ahorrando  poco  á poco  para  el  viaje,  y emprenderlo  luego  exponiéndose  á las 
mil  contingencias  y peligros  que  son  del  caso.  El  pobre  creyó  sin  duda,  que  en 
Madrid  no  halda  casas  sino  que  todo  eran  palacios,  que  las  calles  eran  alfombra- 
das, que  no  había  mendigos  y hasta  que  los  hombres  y las  mujeres  eran  de  otra 
manera,  con  lo  cual  llevóse  un  solemnísimo  chasco. 

Para  evitar  accidentes  de  esta  naturaleza,  lo  mejor,  es  ir  á ver  las  cosas  sin 
juicio  previo  y todavía  recomendamos  mas  esto,  cuando  se  trate  de  tipos  ó perso- 
najes, pues  entonces  si  que  es  de  todo  punto  insuficiente  y vano,  que  hablando 
de  esta  ó la  otra  persona,  especialmente  si  nos  referimos  á su  carácter,  se  diga 
que  lo  tiene  duro,  que  es  de  génio  atrabiliario,  ó cosas  por  el  estilo,  que  en  ma- 
nera alguna  pueden  servir  para  que  se  comprenda  como  es  el  sugeto  de  quien  se 
balda,  máxime  cuando  en  el  mundo  cada  cual  se  define  las  cosas  á su  modo,  se- 
gún su  particular  manera  de  ser,  y lo  que  á éste  parece  tosco,  para  aquel  resulta 
fino  como  la  seda,  y lo  que  es  para  uno  duro,  para  el  de  enfrente  es  blando  y 
suave. 

Si  se  quiere  llegar  á conocer  á una  persona,  hay  que  tratarla  ó al  menos  re- 
ducirla á un  tipo  de  los  que  ya  nos  son  tan  conocidos,  que  no  cabe  el  poderla  con 
fundir,  sino  que  aparece  á la  imaginación  tal  cual  es,  por  no  ser  posible  que  ten- 
ga ni  mas  ni  menos  condiciones  que  las  que  le  están  de  todo  punto  reconocidas, 
ó bien  porque  siendo  única  en  su  género,  basta  el  dia,  sea  ella  la  que  dé  el  mol- 
de á que  sin  duda  se  ajustarán  las  que  vengan  mas  tarde,  que  es  lo  que  en  la 
ocasión  presente  nos  sucede. 

No  conocíamos,  y lo  que  es  más,  no  habíamos  podido  soñar  que  existiera  el 
tipo  á quien  para  mayor  claridad  hemos  calificado  de  contratista  de  obras  litera- 
rias: lo  conocimos  por  acaso,  y no  diremos  por  desgracia,  pues  siempre  hemos 
creido  sobrada  suerte  la  de  aquel  que  puede  realizar  estudios  que  fácilmente  le 
lleven  á distinguir  el  animal  dañino,  del  útil  y favorable  al  hombre.  No  cree- 
mos que  aun  haya  formado  clase  nuestro  tipo  y desgracia,  desgracia,  desgracia, 
diremos  con  el  profeta  de  las  lamentaciones,  el  dia  que  la  forme,  pues  entonces 
seguramente  que  no  morirá  lo  que  se  llama  literatura,  dado  que  á esta  palabra  se 
ha  dado  un  sentido  muy  general  y lato,  pero  morirán  los  escritores,  como  en  otro 
tiempo  morían  los  infelices  trabajadores  de  las  minas,  no  tanto  por  las  excesivas 
fatigas  de  su  ocupación,  sino  por  los  malos  tratamientos  de  los  inhumanos  capa- 
taces. 

De  las  clases  desventuradas  de  nuestro  país,  la  que  mas  lo  es  sin  duda,  es  la 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


715 


de  los  escritores,  sin  que  para  ellos  haya  brillado  una  vez  sola  el  iris  de  paz,  ni 
esperanza  de  ventura:  en  cualquier  período  de  nuestra  historia,  el  escritor  ha 
sido  un  sér  desgraciado  que  parece  haber  nacido  con  una  maldición,  que  le  per- 
sigue en  su  cumplimiento  hasta  la  muerte.  Si  dudara  alguno  de  esto  que  deci- 
mos, ó lo  creyera  exagerado,  que  repase  los  mas  gloriosos  nombres  de  nuestra 
historia  literaria  y pronto  quedará  convencido  de  ello.  El  desventurado  escritor 
español  de  nuestro  mas  floreciente  período,  para  ver  impresa  su  obra,  para  ver 
conseguido  este  pueril  deseo,  tenia  que  ponerla  bajo  el  patrocinio  de  uno  de  los 
nobles  mas  en  boga,  que  liabia  sin  duda  llegado  al  puesto  que  ocupaba,  merced 
al  considerable  número  de  hombres  que  matara  ó á la  mayor  ó menor  importan- 
cia de  las  intrigas  en  que  liabia  tomado  parte:  no  siempre  la  veia  impresa  á pesar 
de  esto;  tenia  que  sufrir  advertencias  inoportunas,  muchas  veces  acceder  á las  es- 
túpidas indicaciones  de  aquel  á quien  escogia  por  padrino,  que  no  pocas  eran  de 
tal  naturaleza  que  á hombres  de  piedra  harian  reventar  de  rabia,  pero  en  fin,  de 
cualquier  manera  imprimiérase  ó no,  al  cabo  se  moría  de  hambre.  Por  supuesto 
que  hablamos  de  aquellos  espíritus  rectos  y timoratos  que  seguían  la  corriente, 
sin  hacer  la  mas  mínima  manifestación  de  que  suponía  algo  en  contra  de  la  ve- 
neranda fé  de  los  que  mas  podían,  porque  si  incurrían  en  tamaño  atrevimiento, 
si  se  deslizaban  en  lo  mas  mínimo,  eran  presos  y quemados  vivos  y se  acababa 
mas  pronto.  Después  de  glorias  tales,  apareció  para  mayor  felicidad,  la  benemé- 
rita clase  de  los  editores...  muy  señores  nuestros. 

Con  el  fin  de  que  nada  pudiera  ser  echado  de  menos  y todo  fuera  completo, 
para  que  el  calvario  no  careciera  de  ninguna  estación  sangrienta  y el  escritor 
pudiera  penar  de  antemano  todas  las  culpas  y pecados,  no  solo  suyas  sino  cada 
cual  por  separado  las  de  todos  los  de  la  clase  entera  á que  pertenecen,  y aun  mu- 
chas, casi  todas,  las  de  otras  clases  que  nunca  penan  ni  purgan  nada,  por  mas  que 
desde  que  nacieran  no  debían  hacer  otra  cosa,  apareció  el  tipo  que  como  verán 
nuestros  lectores  es  por  demás  curioso  y le  sobran  condiciones  para  que  llame  la 
atención  de  cualquiera. 

Siguiendo  una  práctica  de  antiguo  establecida,  como  nos  viéramos  obligados 
á emprender  un  viaje  á Barcelona,  no  quedó  un  amigo  nuestro  ó persona  mera- 
mente conocida,  á la  que  no  preguntáramos  si  tenia  relaciones  en  la  capital  del 
Principado  catalan,  á fin  de  recoger  el  mayor  número  de  cartas  de  recomenda- 
ción, que  nunca  sobran  en  verdad,  por  mas  que  en  el  mayor  número  de  los  casos 
muchas  de  ellas  sean  inútiles. 


716 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Sea  lo  que  se  quiera,  es  muy  cierto  que  en  aquella  ocasión  fuimos  afortuna- 
dos y que  nos  pusimos  en  marcha  relativamente  tranquilos,  pues  llevábamos  la 
seguridad  de  encontrar  allí  alguien  que  nos  atendiera  y á los  que  no  le  fuéramos 
siempre  completamente  desconocidas;  llevábamos  cartas  para  banqueros,  comer- 
ciantes, médicos,  abogados  é industriales,  pero  confesamos  que  ninguna  nos  lla- 
maba tanto  la  atención  y que  en  ninguna  fundábamos  tanta  esperanza  como  en 
la  que  nos  diera  el  amanuense  de  un  distinguido  novelista  dirigida  al  señor  Tor- 
res, reputadísimo  escritor  residente  en  Barcelona,  del  que  no  habíamos  leido  nin- 
guna obra,  pero  que  nos  constaba  eran  muchas  las  que  de  él  se  habian  publica- 
do, pues  las  habíamos  visto  no  solo  en  los  escaparates  de  todas  las  librerías,  sino 
en  los  puestos  de  libros  viejos,  en  las  bibliotecas,  en  las  casas  particulares  y para 
terminar,  en  todas  partes.  Confesamos  sin  reserva  ninguna,  que  al  señor  Torres 
profesábamos  casi  un  culto,  reconociendo  á prior  i que  debia  ser  un  hombre  de 
muchísimo  génio  y de  vastísima  erudición:  del  señor  Torres  habíamos,  solo  visto, 
como  hemos  dicho,  muchas  novelas  y,  según  los  periódicos,  á su  bien  cortada 
pluma  se  debian:  El  castillo  de  las  siete  torres  y dos  atalayas.  La  mancha  en 
el  coraron  ó los  crímenes  de  cinco  individuos  de  la  misma  familia.  El  padre  muer- 
to ó la  hija  enterrada  por  su  hermano,  obras  en  las  que  nuestro  autor  invertirla 
sus  ratos  perdidos,  pues  seguramente  los  ganados  los  empleó  en  las  de  mas  im- 
portancia, cuales  eran:  Historias  particulares  de  todas  las  naciones  y reyes  que  flo- 
recieron en  los  tiempos  prehistóricos.  Ilustraciones  á obras  de  autores  clásicos,  y aun: 
Notas  á las  poesías  de  algunos  autores  griegos,  cuyos  códices  no  han  podido  ser  leí- 
dos, y otras  muchas  cuya  enumeración  seria  larga  y penosa  en  los  actuales  mo- 
mentos, por  mas  que  nunca  llegaria  á ser  completa  la  lista  que  hiciéramos,  dado 
que  creemos  necesaria  por  lo  menos  la  memoria  de  tres  hombres,  para  retener 
todo  lo  que  el  señor  Torres  habia  escrito  y nosotros  confesamos  no  tener  mas  que 
la  de  uno  y esa  mala. 

Díganos  cualquier  cristiano,  y aunque  no  lo  sea  no  importa,  con  tal  de  que 
lo  haga  en  idioma  que  lo  entendamos,  si  cabe  honor  mayor,  ¿si  es  posible  mas 
grande  honra  para  un  aficionado  á las  ciencias  y á las  bellas  letras,  que  ir  á tra- 
tar á hombre  tan  eminente?  Díganos  cualquiera,  aun  los  mas  sibaritas  en  esto 
del  trato  y de  las  relaciones,  ¿si  es  posible  mayor  satisfacción  que  la  de  hacer 
presente  sus  respetos  á hombre  que  tanto  merece  y tanto  representa?  Pues  dicho 
sea  de  paso,  todo  esto  y más  nos  habíamos  creído  que  merecía  el  señor  Torres  á 
quien  fuimos  á visitar  pocas  horas  después  de  nuestra  llegada,  sin  permitirnos 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


717 


reposo  alguno,  ni  distraer  mas  tiempo  que  el  absolutamente  indispensable  para 
cambiar  de  traje  y presentarnos  como  se  debe. 

Barcelona  no  puede  negarse  que  aventaja  mucho  en  construcciones  á Madrid: 
las  casas  allí,  sobre  mucho  mas  ámplias  y cómodas,  son  mas  elegantes  y sobre 
todo  mas  baratas,  así  es  que  con  lo  que  en  la  córte  cuesta  un  mediano  cuarto,  en 
una  calle  de  tercero  ó cuarto  orden,  allí  se  paga  un  semi-palacio,  y semi-palacio 
era  y aun  algo  mas,  el  que  habitaba  nuestro  señor  Torres,  á quien  ya  ardíamos 
en  deseos  de  ver.  Llegamos  al  fin  á la  puerta  del  piso  que  el  portero  nos  indica- 
ra, no  recordamos  en  qué  idioma,  y tiramos  suavemente  de  la  campanilla,  pro- 
curando que  sonara  solo  lo  bastante  para  que  se  dejara  oir:  creimos  que  todo  un 
batallón  venia  para  abrir,  pero  contra  nuestra  creencia,  apénas  abierta  la  puerta, 
se  dejó  ver  una  criada,  eso  sí,  una  criada  monstruosa,  terrible,  titánica...  colo- 
sal. 

Hice  las  indispensables  preguntas  y con  objeto  de  abreviar,  diremos  que  mo- 
mentos después  nos  hallábamos  en  presencia  de  nuestro  hombre,  que  nos  recibió 
con  exquisita  amabilidad  y suma  galantería;  con  objeto  de  darnos  á conocer,  le 
entregamos  la  carta  á él  dirigida,  pudiendo  examinar  á nuestro  sabor,  en  tanto 
la  leia,  la  figura  del  sér  que  nos  inspiraba  tanto  respeto  y la  estancia  en  que  am- 
bos nos  encontrábamos. 

El  afamado  autor,  podria  tener  unos  cuarenta  años,  sus  cabellos  lo  mismo  que 
su  perilla  y bigotes  bastante  espesos  y poblados,  tiraban  ya  al  gris,  aunque  no  tan- 
to que  fuera  imposible  comprender  que  habían  sido  rubios,  muy  rubios:  las  formas 
de  su  cuerpo  de  muy  poca  estatura,  estaban  envueltas  en  una  ancha  bata,  bajo 
la  que  desaparecían,  y en  la  cabeza  tenia,  no  puesto,  sino  encasquetado,  un  gorro 
de  forma  tan  peregrina,  que  no  queremos  describir,  y que,  hablando  francamente, 
no  tenemos  con  qué  comparar.  El  despacho  en  que  fuimos  recibidos,  no  ofrecía 
particularidad  ninguna;  libros,  muchos  libros  por  todas  partes;  bien  es  cierto  que 
solo  con  los  suyos  hubiera  podido  llenar  la  casa;  una  mesa,  tras  ella  un  cómodo 
sillón  y tres  sillas  finas,  que  el  lector  puede  darles  la  forma  que  quiera,  con  tal 
de  que  en  el  referente  al  precio  no  las  haga  subir  de  tres  pesetas,  y pare  usted 
de  contar.  Fácil  es  comprender  que  nada  de  lo  dicho  había  llamado  nuestra  aten- 
ción; el  lujo  y eso  que  se  llama  confort,  estaría  en  otras  habitaciones  de  las  que 
cuidaran  las  señoras,  pues  el  despacho  de  los  hombres  de  letras,  como  lo  sean 
verdaderamente,  no  está  ni  bien  puesto  ni  bien  cuidado,  y lo  que  es  más,  ni  falta 
que  hace.  Confieso  que  en  lo  único  que  me  fijé  fué  en  una  banca  de  esas  que  hay 

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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


en  las  clases  de  escritura,  de  las  escuelas  de  los  pueblos,  y que  al  entrar  vi  colo- 
cada en  la  pieza  que  servia  de  antedespacho  sin  que  pudiera  explicarme  al  pronto 
que  objeto  tenia  semejante  mueble  en  aquella  casa,  ni  para  qué  estaba  colocado 
en  aquel  sitio,  pues  no  nos  atrevíamos  á suponer  que  tan  afamado  escritor  se  hu- 
biera dedicado  á la  reforma  de  letras  (caligráficas)  en  15  lecciones. 

El  señor  Torres  leyó  la  carta  sosegadamente,  me  manifestó  sumo  gusto  en  mi 
visita  y á renglón  seguido,  después  de  ofrecerme  un  asiento,  emprendimos  una  de 
esas  conversaciones  en  las  que  no  se  dice  absolutamente  nada,  pues  solo  se  ha- 
bla del  tiempo,  de  la  atmósfera,  de  la  salud  pública  en  el  imperio  chino  y otras 
trivialidades  semejantes  que  sirven  no  obstante  para  cumplir  con  el  deber  inútil 
de  las  visitas.  En  ellas  estábamos  cuando  habiéndose  escuchado  un  ligero  ruido  á 
la  parte  de  afuera,  nuestro  sabio  gritó: 

— ¡Martinez! 

— Señor, — contestaron  desde  la  pieza  inmediata. 

— ¿Qué  hizo  usted  esta  manaña? 

— Un  capítulo  de  la  novela. 

— ¿Cuál  de  ellos? 

El  indicado  por  usted  donde  la  marquesa  se  bebe  la  disolución  de  fósforos, 

y su  amante,  el  bandido  gaditano,  se  muere  de  repente. 

Está  bien,  está  bien. — replicó  el  autor, — ocúpese  usted  esta  tarde  del  re- 
parto de  historia  y procure  usted  que  en  dos  capítulos  quepa  todo  lo  referente  á 
la  crítica  y comparación  de  los  Concilios  de  Toledo. 

El  que  hablaba  desde  afuera,  á quien  yo  no  babia  visto,  guardó  silencio:  para 
mí  lo  que  babia  escuchado  era  de  todo  punto  ininteligible,  pero  como  en  el  mundo 
el  que  no  se  consuela  es  porque  no  quiere,  tuve  á bien  consolarme  diciendo,  in- 
fecto yo  no  tengo  obligación  de  saberlo  todo. 

Continué  mi  interrumpida  conversación  con  el  señor  Torres,  sin  que  en  lo  mas 
mínimo  hubiera  decaido  mi  ilusión  hasta  entonces,  cuando  al  poco  rato  se  presen- 
tó en  escena  un  hombre  joven  todavía,  de  ancha  y despejada  frente,  en  la  mira- 
da del  que  se  advertían  los  vivos  destellos  de  una  clara  inteligencia. 

— ¿Qué  desea  usted? — le  preguntó  mi  hombre  con  mal  modo. 

— Saber  lo  que  hago  esta  tarde,  don  Ramón. 

Después  de  mirar  prolongadamente  al  techo,  pasarse  la  mano  por  la  barba  dos 
ó tres  veces,  toser  otras  tantas  y cambiar  de  posición  en  el  asiento  algunas  mas, 
mi  émulo  del  Tostado  ahuecando  la  voz,  le  dijo  con  aire  de  importancia: 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


719 


— Es  menester  acabar  la  historia  del  arte  antiguo,  pues  ya  el  editor  me  da 
prisa;  procure  usted  meter  en  ochenta  cuartillas  lo  que  falta  y que  estén  termi- 
nadas para  antes  de  las  ocho. 

— Mire  usted  don  Ramón, — replicó  el  joven,  revelando  en  sus  facciones  ex- 
traordinaria sorpresa, — que  solo  habíamos  llegado  á Praxiteles... 

— Pues  por  eso  hombre,  hable  usted  de  Milon  de  Crotona  y asunto  concluido, 
— y añadiendo  un  ademan  imperioso,  para  indicar  que  no  admitia  réplica,  salió- 
se el  joven  y nuevamente  quedé  solo  con  aquel  hombre  que  cada  vez  me  parecía 
mas  extraordinario. 

No  dejó  él  de  advertirlo  y haciendo  vagar  por  sus  labios  una  significativa 
sonrisa  me  dijo  con  aire  doctoral: 

— Donde  usted  me  vé,  tengo  á los  editores  aquí, — y me  mostraba  el  puño  cer- 
rado. 

— Poder  del  génio, — le  contesté  yo. 

— Y á los  escritores  aquí, — y dió  con  el  pié  un  fuerte  golpe  en  el  suelo. 

— Sin  duda  por  la  misma  causa, — le  repliqué. 

— Yo  no  sé  por  lo  que  será,  pero  lo  que  he  dicho  es  lo  cierto,  como  lo  es  tam- 
bién que  aparezco  autor  de  ochenta  y dos  obras. 

— ¿Pero  no  lo  es  usted  en  realidad? — le  pregunté  admirado. 

— Lo  soy  y no  lo  soy;  sin  duda  que  usted  no  conoce  la  nueva,  útil  y ventajo- 
sa industria  á que  yo  me  he  dedicado,  pero  ya  llegará  á sus  noticias  y se  conven- 
cerá usted  de  que  el  talento  tiene  muchas  manifestaciones. 

Comprendí  que  ya  mi  visita  iba  siendo  larga  y pesada,  que  aquel  señor  nece- 
sitaba su  tiempo,  me  despedí  cortésmente  y salí:  en  la  banca  del  antedespacho 
que  tanto  me  llamara  la  atención  al  entrar,  vi  encorvados  á seis  hombres,  que 
escribían  sin  tomar  aliento,  sin  permitirse  descanso  y que  ni  aun  levantaron  la 
cabeza  al  sentir  nuestros  pasos. 

El  señor  Torres,  es  un  tipo,  me  dije  al  encontrarme  en  la  calle  y con  lo  que 
había  visto  y después  supe,  puedo  presentar  á ustedes  la  fotografía  moral  de 
aquel  hombre,  para  que  no  lo  olviden  y siempre  huyen  de  él.  El  invencible  mie- 
do del  editor  á lanzar  una  obra,  al  frente  de  la  cual  no  vaya  una  firma  conocida, 
le  ha  dado  sér;  lo  ha  hecho  surgir  de  entre  los  escritores  adocenados,  que  un  dia 
tuvieron  la  suerte  de  que  se  agotara  la  edición  de  una  obra  suya.  El  editor  no  se 
fijó  en  las  causas  que  habían  producido  aquel  fenómeno,  ni  se  preocupó  de  que  el 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


público  la  había  consumido,  vio  solo  ol  negocio,  se  regocijó  de  que  el  dinero  cayera 
en  su  arca,  como  llovido  y decretó  que  si  Torres  no  era  el  mejor  autor  del  mundo, 
cosa  que  á él  no  le  importaba,  era  al  menos  el  mas  lucrativo  y que  mas  le  con- 
venia para  la  prosperidad  de  su  casa.  Torres  escribió  otra  obra,  que  se  publicó  por 
entregas  como  la  anterior,  dos  periodistas  amigos  suyos,  le  hicieran  el  favor  de 
darle  bombo,  dijeron  que  era  un  modelo  de  imaginación  y buen  decir  y desde  en- 
tonces no  hubo  biblioteca  de  portería  ó de  boardilla  en  la  que  se  dejara  de 
adquirir  sus  obras. 

Los  demás  editores  envidiaban  al  afortunado  y solicitaron  á Torres,  que  no  tu- 
vo inconveniente  en  acudir  y encargarse  de  la  obra  que  apetecía  el  que  tenia  que 
pagarle,  y de  esta  manera  fué  haciéndose  de  una  clientela,  á la  que  en  modo  al- 
guno podía  atender  por  sí  solo  y á la  que  efectivamente  no  atendía. 

Entre  tanto,  muchos  con  mejores  disposiciones  que  él,  hallaban  todas  las 
puertas  cerradas  y eran  vanos  todos  los  esfuerzos  que  hacían  para  lograr  que  se 
abrieran;  un  dia  uno  de  aquellos  infelices  que  conocía  á Torres,  se  quejó  á él  de 
su  mala  suerte  y dándosela  entonces  de  protector,  lo  asoció  á sus  tareas,  acudien- 
do en  vista  de  aquello,  á su  mente,  la  diabólica  idea  de  formar  un  taller  donde  se 
construyeran  obras  literarias,  y que  lo  mismo  que  en  las  fábricas  sucede,  todos  los 
productos  llevaran  no  el  nombre  de  quien  los  elabora,  sino  el  del  fabricante  que 
absorve  la  personalidad  de  todos  por  un  odioso,  pero  indiscutible,  privilegio  que 
tiene  el  capital. 

No  obstante,  la  industria  de  Torres  es  mas  odiosa:  el  fabricante  siquiera  sumi- 
nistra las  primeras  materias  y aporta  las  máquinas  y herramientas  para  el  traba- 
jo, pero  el  contratista  de  obras  literarias,  que  comienza  á dibujarse  en  el  siempre 
sombrío  cielo  del  escritor,  pasa  la  vida  ponderando  sus  talentos  al  editor,  propo- 
niéndole obras  que  encomia  de  antemano,  y al  uno  le  habla  de  la  novela  que  ha 
imaginado  y que  hará  furor,  y al  otro  presenta  el  plan  de  una  historia  muy  nece- 
saria como  obra  de  consulta,  y de  este  modo  reúne  y acapara  seis,  ocho,  diez  obras 
de  una  vez  dando  él  solo  alimento  á muchas  prensas  de  varias  casas  editoriales. 

Conoce  á no  pocos  que  sufren  de  necesidad,  que  padecen  horribles  privacio- 
nes, que  están  los  infelices  desesperados,  que  no  pueden  aguantar  más  y se  mori- 
rán de  hambre  sin  remedio,  porque  no  encuentran  trabajo  á pesar  del  talento  que 
tienen  y le  reconocen,  y de  las  buenas  disposiciones  que  han  manifestado. 

A estos  desgraciados  procura  atraérselos  el  contratista  de  obras  literarias,  pres- 
tamista que  da  una  miseria,  quedándose  con  el  inapreciable  tesoro  de  la  inteli- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


7*1 


gencia  del  pobre:  en  un  principio  se  acredita  de  generoso,  reconociéndose  talento 
y aptitud,  pero  inmediatamente,  parece  como  que  se  goza  en  recordarle  su  preca- 
ria situación  y de  este  modo,  lo  coloca  al  borde  del  precipicio  con  la  punta  de  la 
espada  al  pedio  y el  mísero  se  humilla  y accede,  y desde  el  dia  siguiente  queda 
en  acudir  al  taller  y efectivamente  acude  sin  saber  lo  que  le  aguarda. 

Comienza  á trabajar  á las  ocho  de  la  mañana  y lo  sigue  haciendo  hasta  las 
doce,  en  que  sale  con  obligación  de  volver  á las  dos  de  la  tarde  y continuar  la 
ímproba  tarea  hasta  las  seis,  en  que  se  retira  para  descansar  hasta  el  dia  siguien- 
te, en  que  volverá  á hacer  lo  mismo. 

Como  el  contratista  se  atreve  á todo  sin  que  haya  nada  que  se  le  pueda  resis- 
tir, el  infeliz  sacrificado,  en  unos  ratos  tiene  que  hacer  novelas  de  las  que  se  es- 
penden  á cuartillo  de  real  la  entrega,  otros  historia  de  cualquier  cosa  ó dicciona- 
rio de  cualquier  clase,  con  lo  cual  no  consigue  ni  puede  conseguir  hacer  nada 
bueno,  pierde  lo  poco  que  sabia,  adultera  los  hechos  y termina  acostumbrándose 
á no  procurar  otra  cosa  sino  llenar  cuartillas,  muchas  cuartillas  que  el  editor  pa- 
ga para  cobrarlas  después  al  público,  que  es  en  último  término  el  responsable  de 
que  se  planteen  y ejerzan  ciertas  industrias,  que  seguramente  debían  estar  per- 
seguidas por  la  ley,  pues  algunas  lo  están  ya,  y sin  embargo  irrogan  muchos  me- 
nos perjuicios. 

Presentado  este  tipo  que  por  mas  que  no  abunda  es  real  y existe,  se  explica- 
rán muchos  de  nuestros  lectores  como  ciertas  medianías  que  solo  saben  la  histo- 
ria de  España,  que  aprendieron  en  Fernandez  y González,  y la  de  Francia  que 
les  enseñó  Dumas,  producen  obras  y obras,  y se  crean  una  reputación  y hasta  se 
forman  una  fortuna  explotando  á varios  infelices  cuyo  sudor  exprimen  y á los  que 
pagan  con  una  miseria. 


* 


por  D.  J.  B.  Haro. 


n error  del  célebre  navegante  y descubridor,  que  acredi- 
ta de  bien  patente  manera  cuanto  sus  cálculos  se  fundaban 
en  el  acaso  soñado  por  su  exuberante  imaginación,  y una 
corruptela  del  lenguaje,  á que  son  tan  dados  los  hijos  del 
pueblo,  lian  dado  lugar  al  sentido  indirecto  que  la  palabra 
indiano  tiene  entre  nosotros,  de  la  misma  manera  que  errado  también 
es  el  concepto  que  mas  allá  de  los  mares  se  tiene  de  la  península. 

Si  pudieran  sumarse  con  exactitud  todas  las  riquezas  que  de 
América  se  han  conseguido,  darían  ciertamente  una  suma  fabulosa 
que  seria  imposible  reunir;  pero  si  con  ellas  quisiera  pagarse  la  vida 
de  tantos  como  han  ido  allá,  la  sangre  que  en  aquellos  campos  se  ha  vertido,  en 
verdad  que  no  alcanzarían  ni  para  pagar  la  décima  parte,  por  poco  que  fuera  el 
precio  que  á cada  hombre  se  quisiera  conceder.  De  aquellos  primeros  aventureros 
porque  aun  no  pueden  llamarse  especuladores,  pocos  muy  pocos,  fueron  los  que 
volvieron  á la  pátria. 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS  723 

Aislados  allí  un  año  y otro,  ignoraban  si  aun  les  quedaban  en  la  patria  séres 
queridos  que  los  recibieran  con  los  brazos  abiertos,  y el  temor  de  bailarse  solos  y 
abandonados  al  regresar,  los  retenia  en  el  campo  de  sus  glorias  ó desventuras 
donde  con  igual  facilidad  perdian  una  fortuna,  que  la  volvian  á rehacer. 

Aunque  casi  como  regla  general  puede  tenerse,  esto  que  someramente  apun- 
tamos, no  dejó  de  tener  sus  excepciones,  y algunos,  cansados  de  la  agitadísima 
vida  que  por  tanto  tiempo  habian  llevado,  y hallándose  con  qué,  mas  prudentes 
y precavidos,  tenian  con  que  pasar  los  últimos  años  de  su  existencia  en  paz  y sin 
necesidad  de  trabajar,  volvieron  y preconizaron  las  excelencias  del  suelo  ameri- 
cano. Según  ellos,  no  liabia  mas  que  llegar  allí  y repentinamente  se  encontraba 
uno  rico;  el  oro  brotaba  de  la  tierra  como  fruto  corriente,  la  plata  discurria  á rau- 
dales por  cauces  que  naturalmente  se  habian  abierto,  las  piedras  preciosas  se  en- 
contraban con  suma  facilidad  entre  agujas  que  forman  las  orillas  de  los  rios  y 
siguiendo  de  este  modo  sus  hiperbólicas  descripciones,  afirmaban  que  en  la  con- 
quista, llegóse  á entrar  en  población  cuyas  calles  se  hallaban  empedradas  con  te- 
jos de  oro.  Este  fasto  ni  siquiera  soñado  por  los  mas  ambiciosos  y exaltados  se 
abultaban  cada  vez  mas  al  correr  de  boca  en  boca  y como  por  entonces  se  hallaba 
tan  esquilmado  nuestro  suelo,  era  tan  considerable  la  falta  de  brazos  y tan  pocas 
las  ganas  de  trabajar,  dados  los  malos  hábitos  que  en  las  campañas  se  habian  ad- 
quirido, impulsaban  á innumerables  gentes  á embarcarse  con  rumbo  á la  tan 
ponderada  tierra  de  promisión  en  la  que  todo  habian  de  encontrarlo  con  facilidad 
suma. 

Los  puertos  de  Cádiz,  Santander  y Barcelona  se  veian  siempre  atestados  de 
gente  que  esperaban  anhelosos,  la  partida  de  las  carabelas,  de  aquellas  cáscaras 
de  nuez  en  qué  seguramente  no  nos  aventuraríamos  hoy  á dar  un  paseo  entre  mue- 
lles, y que  por  entonces  eran  los  barcos  destinados  á hacer  la  travesía.  Golpes, 
riñas  y hasta  verdaderas  batallas  llegaron  á darse  en  las  orillas  del  mar,  pues  to- 
dos querian  ser  los  que  primeramente  se  embarcaran;  y todos  tarde  ó temprano 
partían,  cual  encaminándose  á este  punto,  cual  al  otro,  si  bien  siempre  se  ha  po- 
dido observar  que  mayor  número  de  españoles  se  han  dirigido  á la  América  del 
Sur,  que  á la  Central  ó á la  del  Norte,  fenómeno  que  no  cabe  explicarse  sino 
atendiendo  á erradas  ideas  que  se  han  venido  trasmitiendo  con  respecto  á la  mayor 
ó menor  salubridad  de  unas  comarcas  ú otras. 

Hemos  dicho  que  el  designio  de  los  que  iban  entonces,  lo  mismo  que  el  de  los 
que  van  ahora,  filé,  ha  sido  y será,  el  de  enriquecerse:  mas  en  aquellos  primeros 


724 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


tiempos  que  siguieron  á la  conquista  no  habia  mas  remedio  que  esperanzarse  en 
la  guerra,  en  el  botín  y en  el  pillaje;  estas  fueron  y no  otras  las  fuentes  de  rique- 
za que  explotaron  los  que  primeramente  fueron. 

Pasado  el  tiempo  en  que  la  guerra  fué  la  principal  ocupación  del  español  que 
llegaba  allí;  una  vez  que  el  gobierno  español  fué  dueño  de  todos  aquellos  países 
en  los  que  implantó  sus  leyes  y su  gobierno,  fué  necesario  que  cada  cual  se  arbi- 
trara un  modo  de  vivir  y en  los  primeros  años  esto  fué  aun  bastante  fácil.  Rico 
por  naturaleza  aquel  suelo  y perfectamente  admitida  la  esclavitud  por  entonces, 
poco  tiempo  bastaba  á un  ambicioso  para  aborrar  lo  bastante  con  que  crearse  una 
hacienda,  ó labrarse  una  base  para  comprar  y vender,  con  lo  cual  podia  perfecta- 
mente volver  á la  península  y deslumbrar  con  sus  riquezas. 

Tal  vez  porque  aquel  clima  lo  da,  y á ello  contribuye  el  temperamento,  harto 
sabido  es  que  el  americano  persevera  muy  poco  en  el  trabajo,  se  cansa  pronto  del 
que  no  es  duro,  y el  que  lo  es,  no  lo  emprende  jamás.  Es  mas  aficionado  á la 
holganza,  gusta  mas  de  admirar  aquella  riquísima  naturaleza,  que  de  explotarla 
y sin  duda  de  esto  nacen  muchas  otras  condiciones  que  también  le  perjudi- 
can. Aficionados  á bullas,  fiestas  y algazaras,  casi  se  encuentran  boy  á la  misma 
altura  que  estaban  cuando  sacudieron  el  dominio  de  la  metrópoli.  Un  paseo  por 
cualquier  población  americana,  indica  claramente  que  los  españoles  lian  domina- 
do allí  largo  espacio  de  tiempo,  las  calles  estrechas  y tortuosas,  apénas  si  permi- 
ten el  paso  de  la  reverberante  luz  de  aquel  sol  que  abrasa;  las  iglesias  y los  anti- 
guos conventos  abundan,  y en  muchas  de  las  antiguas  capitales  de  la  metrópoli 
no  hay  catedrales  como  las  que  allí  existen. 

Lo  mismo  que  en  las  ciudades  españolas  sucede,  en  el  centro  de  las  de  allende 
el  mar,  lo  que  está  establecido  allí  es  casi  todo  español,  peninsular,  que  dicen 
ellos.  De  este  tomemos  un  tipo  ó dos,  pues  mas  tarde  al  volver  á España  quedarán 
convertidos  en  indianos  ó fúcares  como  malamente  se  les  llamaba  en  otro  tiempo 
para  indicar  su  opulencia  porque  Fúcar  era  el  apellido  de  aquellos  hermanos  fla- 
mencos que  en  el  siglo  xvii  tenian  sus  ricas  casas  de  recreo  en  el  céntrico  sitio 
que  boy  ocupa  la  calle  que  en  Madrid  lleva  tal  nombre. 

Huido  de  la  pátria  por  el  delito  que  cometieran,  aunque  para  terminar  mas 
pronto  podemos  repetirlo,  llegados  allí  por  el  afan  de  ser  ricos,  el  peninsular,  lue- 
go que  con  las  armas  en  la  mano  no  pudo  trabajar  para  hacer  su  fortuna,  las  trocó 
por  otros  medios  que  también  pueden  ser  llamados  armas,  pues  casi  siempre  lia  do- 
minado en  sus  miras  la  soberbia  y la  ambición.  Una  de  las  cosas  que  también  es 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


725 


muy  necesario  tener  presente  es  la  de  que  entre  los  españoles  que  han  ido  allí, 
pocos  han  sido  los  hombres  de  carrera,  casi  ningunos.  Faltos  de  ilustración  y de 
educación  en  el  mayor  número  de  los  casos,  no  han  podido  abundar  en  ellos  los 
buenos  sentimientos  ni  las  intenciones  rectas,  sino  que  fijos  en  el  fin  que  allí  los 
llevaba  han  procurado  conseguirlo  sin  pararse  en  los  medios.  El  ex-soldado  me- 
tido á comerciante,  resultó  un  tipo  terrible;  acostumbrado  á sufrir  privaciones, 
las  siguió  experimentando  por  ahorrar  y no  bien  apuntaban  las  primeras  luces 
del  dia  cuando  ya  de  pié  comenzaba  su  ruda  faena  en  la  tienda  en  que  habia  en- 
trado de  comerciante.  Su  principal,  no  lo  miraba  como  á un  hombre  sino  como  á 
una  bestia  de  carga,  y él  sufria  y callaba,  seguro  de  que  al  fin  habia  de  llegar 
un  dia  en  que  pudiera  resollar;  un  dia  en  que  fuera  rico. 

Comenzó  ganando  cuatro  onzas  mensuales  é íntegras,  al  terminar  cada  mes, 
envolvíalas  en  el  mayor  número  de  trapos  posibles  y guardábalas  con  sin  igual 
cuidado  en  el  fondo  del  desvencijado  baúl  que  encerraba  sus  humildes  vestiduras. 

De  este  modo  pasó  un  año  y luego  otro  y otro  sin  salir  de  su  paso,  hasta  que 
por  fin  se  hartó  de  dinero  su  amo  y le  anunció  que  dejaba  la  tienda,  pero  que  en 
su  deseo  de  favorecer  á la  dependencia  que  tan  bien  le  habia  servido,  quería  de- 
jársela por  un  módico  traspaso.  Solo  dos  de  los  dependientes  que  como  fardos  lle- 
garon un  dia  facturados  á la  tierra  aquella,  pudieron  hacer  frente  á las  exigen- 
cias que  tenia  el  ya  enriquecido;  ambos  sacaron  sus  ahorros  de  los  respectivos 
escondites,  y no  reservando  casi  nada,  quedáronse  con  el  comercio. 

Eran  jóvenes  aun  y la  tienda  estaba  por  suerte  bien  acreditada,  lo  que  formaba 
dos  elementos  para  abrigar  fundadas  esperanzas  de  una  futura  fortuna.  Se  afana- 
ron como  negros,  trataron  á la  dependencia  mucho  peor  aun  de  lo  que  ellos  ha- 
bían sido  tratados,  y siguieron  realizando  operaciones  sin  fijarse  jamás  en  si  eran 
limpias  ó eran  sucias,  con  tal  que  les  produjeran  resultados. 

Detrás  del  mostrador  ven,  los  que  de  tales  deseos  están  animados,  una  presa 
segura  en  todo  aquel  que  entra  á comprar  alguna  cosa;  y procuran  sacar  el  me- 
jor partido  posible  explotando  su  credulidad  ó su  ignorancia.  Cuando  tras  mu- 
chos afanes  y siguiendo  la  vida  de  siempre,  esto  es,  no  permitiéndose  ni  el  menor 
gasto  supérfluo,  vistiendo  mal  y comiendo  peor,  pueden  distraer  algunos  fondos, 
no  los  dejan  parar  ni  un  solo  momento  y procuran  aplicarlos  á lo  que  mas  pro- 
duzcan, por  lo  que  bien  pronto  se  les  vé  convertidos  en  usureros  y de  estos,  que 
nunca  pueden  ser  buenos,  forman  la  peor  clase. 

Allí  lo  mismo  que  aquí  el  agricultor  que  una  vez  pide  dinero  ó réditos  para 

TOMO  i.  iu 


726 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


completar  las  labores  de  una  cosecha,  está  irremisiblemente  perdido,  el  interés 
devengado,  que  es  siempre  exorbitante,  se  acumula  al  capital  y no  pasan  muchos 
años  sin  que  la  finca  caiga  en  poder  de  aquel  que  fingió  favorecerle.  De  este  modo 
y gracias  siempre  á operaciones  semejantes,  el  peninsular  llega  á labrarse  una  for- 
tuna; mas,  como  es  natural,  según  su  suerte,  esta  es  mas  ó menos  considerable. 

Cuando  al  finalizar  un  año  se  encuentran  con  la  cantidad  que  se  habia  pro- 
puesto conseguir,  aun  sin  darse  por  satisfechos,  comienzan  á acariciar  la  idea  de 
volver  á la  pátria,  donde  el  que  mas  y el  que  menos  dejó  algún  sér  querido,  con 
el  cual  no  ha  sostenido  correspondencia  ninguna  desde  que  marchó  á América  y 
el  que  en  vista  de  tan  prolongado  silencio  le  llora  ya  por  muerto.  Esta  manera 
de  obrar,  general  y corriente  entre  los  que  marchan  á ser  peninsulares  en  Améri- 
ca para  convertirse  en  indianos  al  regresar  á España,  ha  dado  ocasión  de  que  se 
crea  que  el  hijo  ingrato,  ó el  infiel  esposo,  ó el  protervo  hermano  que  desapareció 
un  dia,  y cuyo  paradero  se  ignora,  está  en  América  disfrutando  de  una  fortuna  y 
que  aparecerá  un  dia  colmando  de  gozo  á todos.  No  siempre  sucede  así  en  nin- 
guno de  los  extremos  apuntados,  pues  todos  no  marchan  al  nuevo  continente,  ni 
todos  hacen  fortuna,  y aun  cuando  la  hagan  no  vuelven  la  mayor  parte,  pues 
muchos  de  entre  ellos  al  propio  tiempo  que  una  fortuna,  se  crean  una  familia  y 
los  nuevos  vínculos  lo  sostienen,  mas  sólidamente  que  los  antiguos,  que  rompieron 
con  tanta  facilidad. 

Necesario  es  á nuestro  fin  que  vuelvan  algunos  de  estos  peninsulares  enri- 
quecidos y con  efecto,  como  anteriormente  hemos  dicho,  luego  que  sus  esperanzas 
se  han  realizado,  ya  que  no  sea  posible  ver  colmadas  sus  aspiraciones,  procuran 
realizar  sus  existencias  de  la  mejor  manera  posible  y tales  mañas  se  dan  que  tam- 
bién ganan,  venden  sus  propiedades  rústicas  los  unos,  y otros  recogiendo  sus 
ahorros  de  tan  largo  tiempo,  dan  vuelta  para  la  pátria,  no  sin  que  antes,  por  se- 
guros conductos,  hayan  situado  sus  capitales  en  casas  fuertes,  y de  reconocido  ar- 
raigo . 

Como  no  todos  los  que  vuelven  lo  hacen  con  el  mismo  capital,  justo  es  que 
consideremos  á dos;  fijándonos  en  el  que  puede  agenciarse  un  millón  de  pesos  y 
en  el  que  solo  pudo  recabar,  á pesar  de  sus  afanes,  cuarenta  ó cincuenta  mil.  El  di- 
nero establece,  digámoslo  así,  esenciales  diferencias,  crea  gustos  y despierta  as- 
piraciones. El  acaudalado,  el  millonario,  luego  que  llega  á las  costas  de  que  par- 
tió, no  se  dirige  en  modo  alguno  al  lugar  de  su  nacimiento;  piensa  en  él,  pero 
irá  mas  tarde.  Sus  deseos  son  de  brillar  y lucir,  hacerse  lugar  entre  la  gente  de 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


727 


pró  y verdadero  valimiento,  conquistar  con  su  dinero  una  posición,  moralmente 
hablando,  y como  corolario  de  todo  esto,  la  política  le  seduce,  los  altos  cargos  ofi- 
ciales le  encantan  y las  condecoraciones  le  trastornan.  Así  es  que  inmediata- 
mente se  dirige  á la  córte,  alójase  en  el  hotel  mas  suntuoso,  y se  da  bien  pronto 
á conocer  como  indiano,  no  por  lo  que  despilfarre,  que  en  hacer  tal  cosa  siempre 
es  parco,  sino  por  la  vana  y hasta  ridicula  ostentación  que  hace  de  su  dinero,  así 
como  también  por  sus  raros  modales,  resultado  de  su  afan  por  señalarse  y distin- 
guirse y aun  por  su  mala  educación,  pues  cosa  es  esta  que  ni  con  dinero  se  com- 
pra, ni  está  con  él  en  relación  directa. 

El  dinero  es  precioso  talismán,  al  que  nada  resiste  y á pesar  de  su  aire  ex- 
travagante y de  sus  modales  groseros,  no  le  faltarán  relaciones,  ni  convites,  ni 
salones  en  que  pasar  sus  ócios,  y de  tal  son  para  él  todas  las  horas  del  dia.  En  el 
casino,  del  que  seguramente  se  hará  socio,  adquirirá  conocimiento  con  éste  y el 
otro  que  es  diputado,  con  aquel,  que  fué  ministro  de  una  situación  caida  y al  que 
no  dejará  de  hacer  algún  favor  que  otro  pecuniario,  se  entiende  que  el  favoreci- 
do toma  por  paga,  aunque  módica,  por  oirlo  barbarizar. 

Cuantos  le  ven,  comprenden  que  sus  principios  no  son  nada  esmerados,  que 
su  educación  deja  mucho  que  desear,  pero  tiene  dinero  y esto  basta,  es  hombre 
que  puede  servir  en  un  apuro,  como  se  dice  hoy;  fórmula  sacramental  á que  la 
gente  de  poca  conciencia  concede  gran  importancia. 

No  falta  quien  le  aconseje  que  emprende  una  negociación  con  la  bolsa,  cosa 
de  la  que  él  maldito  si  entiende  una  palabra,  pero  con  la  suerte  que  Dios  se  sir- 
vió darle,  nada  le  sale  mal  y prospera  que  es  una  bendición,  hasta  el  punto  que 
ya  dos  ó tres  veces  ha  sido  nombrado  en  comisión  para  ver  al  ministro  de  Hacien- 
da y arreglar  alguna  de  las  cuestiones  que  frecuentemente  ocasionan  los  asuntos 
bursátiles.  Se  ha  hecho  visible  al  fin,  se  afilia  luego  á un  partido  político,  no  al 
qne  le  lleven  sus  simpatías,  ni  al  que  le  inclinan  sus  ideas,  sino  al  que  compren- 
de que  se  halla  mas  próximo  al  poder,  á reserva,  si  se  equivoca  de  dar  un  cuarto 
de  conversión  y ponerse  al  sol  que  mas  caliente. 

Tócale  por  fin  el  turno  á su  partido  y es  de  ver  entonces  como  se  mueve  y 
agita,  cuan  grande  es  la  actividad  que  despliega.  Quiere  á todo  trance  un  alto 
puesto,  pues  según  afirma  en  alta  voz,  un  hombre  de  sus  circunstancias  no  pue- 
de entrar  en  la  administración  por  la  puerta,  tiene  que  hacerlo  por  la  ventana.  Es- 
cuchándole puede  creerse  que  es  una  verdadera  enciclopedia;  cree  servir  lo  mis- 
mo para  la  Dirección  de  Rentas,  que  para  la  de  Instrucción  pública,  que  para  la 


728 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Subsecretaría  de  Estado,  y efectivamente  lo  mismo  sirve,  por  cuanto  en  ninguno 
de  los  sitios  serviria  para  nada,  pero  como  él  constituye  uno  de  esos  compromisos 
que  los  partidos  políticos  se  crean,  no  hay  mas  remedio  que  atenderlo,  y un  dia, 
con  estupefacción  general,  se  sabe  que  el  rico  indiano,  ha  sido  nombrado  para  tal 
ó cual  cosa,  y desde  el  siguiente,  los  periódicos  de  oposición  al  gobierno  comien- 
zan á señalar  verdaderas  atrocidades  á las  que  todos  se  hacen  sordos  y él  mucho 
más,  que  desde  el  puesto  en  que  se  halla  sigue  realizando  operaciones  de  bolsa 
que  nunca  le  son  perjudiciales. 

De  este  modo,  gracias  á su  dinero  y h la  audacia  que  se  permite  sostener, 
gracias  á su  influencia  política  y á los  amigos  que  por  su  posición  tiene  el  india- 
no, que  tanta  suerte  tuvo  en  América  y que  aun  en  España  la  ha  seguido  tenien- 
do, llega  á establecer  una  importante  casa  de  banca,  fomenta  su  crédito  y se  hace 
dueño  de  la  situación,  muriendo  casi  de  viejo  en  medio  de  la  mas  grande  opu- 
lencia. 

El  otro  indiano,  el  que  volvió  con  solo  cuarenta  ó cincuenta  mil  duros,  ahor- 
rados á costa  de  privaciones  sin  cuento  y de  ímprobo  y constante  trabajo,  luego 
que  desembarcó  fué  á su  pueblo  y hallóse  solo;  su  familia  habia  muerto  años 
atrás.  Visitó  las  tumbas  en  que  yacian,  mandó  colocar  lápidas  que  recordaran  sus 
nombres  y cansado  de  la  monotonía  del  lugar,  donde  por  mucho  tiempo  fué  obje- 
to de  la  curiosidad  de  las  gentes  que  nunca  lo  llamaban  por  su  nombre  sino  por 
el  indiano,  se  marcha  á la  capital  de  la  provincia  y allí,  por  no  estar  parado, 
piensa  dedicarse  nuevamente  al  comercio,  no  solo  para  entretener  el  tiempo  que 
se  le  hace  harto  largo  y pesado,  sino  para  ver  si  por  lo  menos  consigue  obtener 
ganancias  que  le  permitan  cubrir  gastos,  evitándole  tener  que  tocar  al  capital 
conseguido  á costa  de  tantos  desvelos  y tantos  afanes. 

Procura  hallar  un  local  en  sitio  céntrico,  establece  su  tienda  y abre  comercio 
de  paños  y demás  telas  que  es  en  lo  que  hizo  su  aprendizaje  y de  lo  que  mas  en- 
tiende; desde  el  primer  dia  el  público  todo,  llamará  á aquel  establecimiento  el  del 
indiano,  si  es  que  á él  mismo  no  se  le  ocurrió  poner  tal  nombre  en  la  muestra 
que  colocó  sobre  la  puerta.  Cierto  que  en  España  no  puede  hacer  los  mismos  ne- 
gocios que  en  América  hacia,  que  las  ganancias  no  son  pingües  aquí  como  allí, 
mas,  acostumbrado  desde  sus  mas  tiernos  años  á hacerlo  todo  muy  poco  á poco  no 
siente  impaciencia,  y en  verdad  que  no  tiene  motivo  para  experimentarla,  pues 
ganó  no  solo  para  lo  que  se  propuso,  sino  para  ir  añadiendo  á lo  que  trajo  de  allá. 

Célibe  y solo,  llega  un  dia  en  qué,  por  mas  que  pueda  parecer  extraño,  comienza 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


729 


á sentir  necesidades  de  otra  naturaleza;  hay  en  la  vecindad  una  viuda  de  un  co- 
merciante, que  sigue  con  su  tienda  abierta,  y que  posee  lo  bastante  para  que 
ningún  hombre  tenga  que  alimentarla,  y no  sabemos  que  es  lo  que  le  seduce  mas 
al  indiano , si  esta  condición  ó el  buen  ver  de  dicha  señora,  que  tiene,  á pesar  de 
sus  cuarenta  años  cumplidos;  pero  es  lo  cierto  que  al  fin  se  casan,  se  funden  en 
uno  los  capitales,  se  ensancha  la  tienda  y se  extiende  el  comercio,  con  lo  cual  si 
su  apellido  no  se  extingue,  si  por  permisión  de  Dios  sobreviene  prole,  tendrá  que 
gastar  y derrochar  con  lo  que  á fuerza  de  tantos  desvelos  v sudores  ganaron  sus 
padres. 

Hemos  procurado  pintar  al  indiano  tal  como  es  nacido,  en  humilde  cuna,  de 
padres  que  por  lo  regular  no  pudieron  atender  ni  cuidar  su  educación,  sintieron 
un  dia  anhelo  de  riquezas  y marchó  á buscarlas:  las  halló  en  mayor  ó en  menor 
cantidad,  no  siempre  en  relación  con  sus  aptitudes,  sino  las  más  con  relación  á 
su  suerte;  y al  volver,  según  la  inclinación  de  cada  uno,  éste  busca  el  lujo,  la 
opulencia  ó el  afan  de  figurar,  aquel  la  tranquilidad  del  hogar,  su  reposo  ó su  so- 
siego, pero  cualquiera  que  sea  la  via  que  siga  el  indiano,  estará  caracterizado  por 
condiciones  que  lo  individualizan  perfectamente  y entre  las  que  se  advierten  la 
fatuidad,  la  ignorancia  y la  avaricia. 


por  D.  Cecilio  Navarro. 


I 


l hombre  mas  desdichado  del  mundo,  tan  desdichado  que 
merece  compasión  hasta  de  los  mismos  infelices,  víctimas  de 
todos  los  infortunios,  es  sin  ninguna  duda  el  ciego. 

O no  sabe  lo  que  es  la  luz,  porque  nació  ya  ciego,  ó no 
puede  mas  que  recordarla,  porque  cegó  después  de  haberla 
ñ hSs  visto;  y es  difícil  decidir  cual  es  el  peor  de  estos  estados.  Y es  que 
los  dos  son  peores,  si  se  nos  permite  esta  salida  de  tono. 

Js)  Si  no  vió  jamás  la  luz,  ha  de  sentir  siempre  el  vértigo  de  quien 

se  asoma  á un  abismo.  El  ciego  está  en  un  abismo;  pero  el  abismo  es 
él,  inmensurable  vacío,  vacío  lleno  de  sombras,  de  oscuridad,  de  ti- 
nieblas... ¿Hay  desdicha  mayor  que  no  haber  visto  nunca  mas  que  ese  horror 
continuo,  esa  eterna,  universal,  implacable  negación? 

Si  vió  la  luz  y la  perdieron  sus  ojos,  recuerda  en  las  memorias  del  alma  que 
el  cielo  es  azul,  áureos  sus  soles  y estrellas,  nacarada  la  luna,  alegre  la  aurora, 
melancólico  el  ocaso,  grandioso  el  mar,  florida  la  tierra,  gallardo  el  hombre,  her- 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


731 


mosa  la  mujer,  divino  todo...  ¿Hay  ya  mas  desconsuelo  que  echar  sobre  todo  un 
manto  negro? 

De  cualquier  modo,  sepa  ó no  sepa  como  es  la  luz,  el  ciego  es  un  infeliz  que 
siempre  tiene  sed,  sed  de  los  ojos,  secos  arenales  que  se  tragarian  un  diluvio; 
pero  un  diluvio  de  luz,  toda  la  luz  del  sol. 

Ni  es  fácil  decidir  tampoco  cual  ciego  es  mas  infeliz,  si  el  rico  ó el  pobre,  si 
el  que  no  puede  ver  la  misma  opulencia  que  goza,  ó el  que  no  vé  la  opulencia 
que  no  puede  gozar. 

El  rico  y el  pobre,  á cual  mas  infeliz,  son  en  verdad  pordioseros,  mendigos, 
menesterosos  de  una  limosna  que  nadie  les  da.  ¿Quién  ha  de  darles  luz? 

¡ Cuán  desdichados  son  los  pobres  ciegos ! 

No  les  neguéis  vuestra  conmiseración;  y ya  que  no  ven  la  luz,  vean  siquiera 
la  caridad. 

La  caridad,  como  la  fé,  como  la  esperanza,  es  lo  único  que  puede  verse  á os- 
curas. 

Porque  no  es  la  luz  del  sol. 

Es  la  luz  de  Dios. 

II 

Después  de  estos  honores,  debidos,  como  un  rendimiento  de  justísimo  respeto 
á la  mayor  de  las  desdichas,  hay  que  bajar  un  punto  ó dos  para  ponernos  á tono 
de  romance,  tono  obligado  en  un  artículo  de  ciegos,  pobres  por  supuesto,  que  los 
ricos  no  tienen  fisonomía,  ó no  dan  espresion  ninguna  á la  fisonomía  del  tipo  ca- 
llejero ó pupular  que  intentamos  describir. 

Y ya  en  este  tono,  entraremos  en  materia  con  ciertas  precauciones  para  se- 
guir sin  riesgo  los  pasos  de  estos  pobres,  que  como  tales  ciegos  podrían  llevarnos, 
sin  querer,  á un  precipicio. 

Los  tiempos  de  progreso  que  alcanzamos  van  borrando  rasgos  de  todas  las  fiso- 
nomías. 

No  es  esto  decir  que  el  progreso  haya  suprimido  ciegos:  tampoco  los  ha  au- 
mentado; pero  ha  creado  oficios  que  antes  no  conocía  el  gremio,  facultades  ó pro- 
fesiones ciegas,  digámoslo  así,  lo  cual  viene  á ser  lo  mismo. 

Antiguamente  no  había  mas  que  tres  ciegos...  los  ciegos  eran  como  siempre 
innúmeros;  pero  todos  cabían  dentro  de  tres  clases:  la  del  romance,  la  de  la  mú- 
sica y la  de  la  caridad, 


732 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Ahora  tenemos  hasta  vistas  de  aduanas  ciegos;  ciegos  absurdos  ciertamente, 
tan  absurdos  como  los  oidores  sordos.  Sin  embargo,  hay  oidores  sordos,  ó dormi- 
dos á lo  menos. 

Si  valieran  los  títulos  literarios,  ninguno  podria  ponerse  delante  del  ciego  ro- 
mancero; pero  en  rigor  cronológico,  ni  el  romancero  ni  el  músico  pueden  ponerse 
delante  del  mendigo,  que  merece  aquí  la  prelacion  á título  de  su  respetable  an- 
tigüedad . 

En  efecto,  los  primeros  ciegos  que  hubo  en  el  mundo  debieron  ser  necesaria- 
mente pordioseros  en  época  en  que  no  halda  aun  cosa  de  romance,  guitarra  ni 
lotería  nacional. 

Estos  ciegos  son  los  mas  ineptos  de  todos,  como  quiera  que  no  saben  mas  que 
pedir,  cosa  de  suyo  facilísima;  dar  es  mas  difícil.  Alguno  de  ellos  supo,  sin  em- 
bargo, hacer  algo  mas:  supo  hacer  la  guerra  de  Troya;  y si  no  la  hizo  él,  hizo  la 
Iliada,  que  es  algo  mas. 

Fuera  de  este  mendigo,  los  demás  ciegos  de  su  gremio  ó categoría  no  han  he- 
cho cosa  de  provecho,  á no  ser  algunos  ahorres,  dicho  sea  en  honor  de  la  caridad 
pública  y con  perdón  de  los  mismos  ciegos. 

Sino  que  en  estos  tiempos  de  mentida  libertad  no  pueden  los  pobres  ciegos 
hacer  uso  de  la  suya,  como  en  otros  de  feliz  recordación  para  pedir  limosna  donde, 
cuando  y como  quieran:  ahora,  para  ser  ciegos,  se  necesita  permiso  de  la  autoridad. 

Los  ciegos  de  solemnidad,  digámoslo  así,  toman  puntos,  como  los  combatientes 
posiciones  estratégicas.  Pero  los  puntos  tomados  con  mas  resolución  de  mante- 
nerlos, son  el  átrio  ó pórtico  de  las  iglesias.  Algunos,  mas  audaces  que  los  pri- 
meros, toman  la  pila  del  agua  bendita;  otros,  mas  audaces  que  los  segundos,  sue- 
len tomar  las  capillas  mas  devotas;  y ya  en  sus  puntos,  toman  los  pobres  todo  lo 
que  les  dan. 

Si  alguno,  pasando  de  estos  límites,  toma  algo  mas  de  lo  que  se  le  da,  es  un 
ciego  indigno  de  serlo,  es  un  ciego  que  vé,  y de  cuyo  gremio,  que  hay  todo  un 
gremio  de  ciegos  que  no  lo  son,  no  hemos  de  ocuparnos,  sino  en  último  lugar. 

Los  ciegos  de  solemnidad  no  son  de  suyo  músicos;  pero  teniendo  obligación 
de  serlo  por  orden  superior,  tañen  casi  todos  una  vihuela,  que  no  es  ya  instru- 
mento músico,  como  quiera  que,  amen  de  rota,  apénas  tiene  una  cuerda,  y peor 
si  tiene  mas,  porque  no  tiene  obligación  de  estar  templada. 

A tanto  no  llega  ya  la  tiranía  oficial  como  á obligarle  á esta  templanza...  ó 
templamiento, 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


733 


Dejemos,  pues,  á estos  pobres  en  su  triste  y necesario  desentono  y vamos  con 
la  música  á otra  parte. 


III 

Di  cese  que  los  ciegos,  á fuerza  de  observación  y ejercicio,  suelen  suplir,  en 
lo  posible,  el  sentido  que  les  falta  con  las  sobras  de  los  demás. 

Y es  cierto,  á lo  menos  en  cuanto  al  oido  y al  tacto.  ¿No  los  habéis  visto  leer 
con  los  dedos? 

También  tienen  otra  compensación  de  orden  mas  elevado;  y es  una  memoria 
prodigiosa.  Leedles  un  pliego  entero  de  coplas,  un  par  de  veces  ó tres,  y ya  se 
las  saben  de  coro;  pero  si  entre  ellos  hay  un  génio,  y perdónesenos  el  modo  de 
señalar,  á ese  le  basta  una  sola  audición  para  recitarlas  al  pié  de  la  letra  y con 
la  canturia  de  gesta,  que  es  el  modo  dórico  del  arte,  y os  interrumpirá  diciendo 
como  el  otro.  ¡Yo  también  soy  pintor!  esto  es,  ciego  de  romance. 

Y con  esto  ya  lo  tenemos  en  escena. 

Trae  en  una  mano  un  garrote  tamaño,  especie  de  sentido  táctil  con  que  suple 
también  el  que  le  falta  para  no  topar  con  los  transeúntes;  y es  difícil  que  tope, 
no  porque  él  huya  de  ellos,  pues  se  va  derecho  al  bulto,  sino  porque  ellos  huyen 
de  él  al  aviso  de  un  sentido  que  suele  ser  bastante  duro. 

Y en  la  otra  mano  trae,  según  los  va  pregonando  todos  estos  documentos: 

Relación  y curioso  romance  del  Guapo  Francisco  Estéban. 

Los  Doce  Pares  de  Francia. 

Historia  de  Fierres  y Magalona. 

Los  Amantes  de  Teruel. 

Receta  para  conocer  por  el  nombre  el  pié  de  que  cojean  las  mujeres. 

Las  Tentaciones  de  San  Antonio  Abad. 

Trovas  de  un  novio  á su  novia. 

Modo  honesto  y cortés  de  escribir  cartas. 

Milagros  de  San  Vicente  Ferrer. 

Lo  que  han  de  hacer  las  doncellas  desgraciadas  para  dejar  de  serlo. 

Lib ritos  de  cuentas  ajustadas. 

El  paso  que  acaba  de  pasar  ahora  entre  un  amante  y su  manceba. 

Los  gozos  de  San  José. 

La  carta  que  escribe  un  reo  en  capilla  á sus  padres. 

TOMO  i.  92 


734 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Cartillas  y silabarios. 

Villancicos  para  la  noche  de  Navidad. 

Si  se  ayuda  ó no  el  ciego  con  sus  sentidos  supletorios,  no  hay  mas  que  obser- 
var el  acierto  con  que  sirve  los  pedidos,  sin  que  le  suceda  nunca  el  quid  pro  quo 
de  dar  milagros  por  tentaciones,  ni  siquiera  pares  por  nones.  Diñan  que  no  es 
ciego,  ó un  ciego  que  vé  por  otra  parte.  Y es  el  tacto. 

Y él  mismo  lo  certifica. 

— Usted  es  tan  ciego  como  yo. 

— No,  hija  mia;  no  veo  gota. 

— Pues,  ¿cómo  atina  usted  con  mi  romance? 

— Porque  sé  tentar. 

También  sabe  de  memoria  todas  las  historias,  trovas  y romances  que  lleva,  y 
de  memoria  los  recita  en  calles  y plazas  sin  equivocación  sustancial  en  el  fondo, 
ni  métrica  en  la  forma;  pues  teniendo  barruntos  de  poeta,  sabe  coger  al  vuelo  un 
asonante  y mucho  mas  un  ripio,  cuando  hay  alguna  fuga  de  palabras  en  el  ori- 
ginal ó mejor  dicho  en  la  copia. 

Con  esto,  son  interminables  sus  parlamentos,  de  tal  manera  que  antes  se  can- 
san los  romances  y se  le  acaban  huyendo  de  las  suyas  á otras  manos,  que  el  hilo 
de  su  poetal  costura. 

Hay  que  conceder  que  no  recita  del  todo  mal,  como  sea  ciego  de  carrera,  di- 
gámoslo así,  pues  tiene  mucha  intención  para  hacer  resaltar  la  del  autor,  espe- 
cialmente si  el  asunto  es  maligno  ó picaresco. 

Con  esta  gracia,  aunque  ya  de  segunda  mano,  hace  reir  á su  auditorio,  com- 
puesto siempre  de  personajes  dignos  ó condignos,  entre  los  que  sou  partes  obliga- 
das, el  mozo  de  quintas,  el  mozo  de  cordel,  la  moza  de  cántaro,  la  moza  del  par- 
lado y demás  mozas  y mozos  ejusden  furfuris. 

La  hilaridad  del  auditorio  llega  á su  grado  máximo,  cuando  toca  el  turno  de 
relación  á la  curiosa  Receta  para  conocer  por  el  nombre  á las  mujeres,  aludiendo 
por  casualidad  á alguna  homónima  de  las  circunstantes. 


«No  te  fies  de  las  Juanas 
Pues  son  como  las  Ineses 
Las  que  son  como  las  Libias 
Tan  libianas  como  infieles. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


735 


»Las  Marías  son  celosas, 

Callejeras  las  Luisas, 

Muy  alegres  las  Malenas 
Y santurronas  las  Brígidas.» 

Y así  ó como  así  continúa  pasando  revista  de  policía  á todas  las  mujeres , ó 
sea  á sus  nombres  de  pila,  para  dar  á conocer  al  público  el  pié  de  que  cojean. 

No  hay  para  que  decir  cuanto  celebran  las  aludidas  verse  públicamente  retra- 
tadas, ni  menos  cuantas  recetas  despacha  el  ciego,  sin  interrumpir  una  relación 
tan  sabrosa  como  productiva. 

Cuando  oye  en  los  coloquios  del  corro,  algún  nombre  de  mujer  que  no  tiene 
en  su  santoral,  lo  suple  de  proprio  marte  endilgando  un  impromptu,  no  indigno 
del  escabeche  original;  sin  que  tema  abusar  de  este  recurso,  teniendo  en  su  fa- 
vor todas  las  licencias  poéticas,  por  parte  de  las  musas,  y todas  las  morales  por 
parte  de  las  demás  mozas. 

— Práxedes,  tú  no  estás  en  el  calendario  del  ciego. 

— Sí  que  está. 

— Pues,  ¿cómo  no  me  mienta  usted? 

— Sí,  hija,  te  mentí  ya,  y ahora  te  volveré  á mentar. 

Y la  mienta  metiéndola  en  el  molde  de  sus  coplas,  que  admite  como  ripios  to- 
dos los  nombres  femeninos. 

— ¿Dice  usted, — interpela  una  resuelta, — que  las  Luisas  son  celosas? 

— Las  Marías. 

— Y yo,  ¿qué  soy? 

— Tú  lo  dirás. 

— ¡Vaya  una  gracia! 

— Quiero  decir  que  he  de  saher  antes  tu  nombre. 

— Susana. 

— ¡Ah!  ¡Susana!...  Pues,  Susana,  tú  eres  una  gran...  picara. 

Y echa  por  lo  vedado  sin  agravio  de  la  interesada  y con  plácemes  y carcaja- 
das del  vulgo. 

Y á propósito  asegunda  con  una  copla  que  se  saca  como  del  bolsillo: 

«Las  Susanas  son  de  todo 
Menos  honestas  ú castas, 

Pues  tan  solo  hubo  una  buena 
Y ya  se  perdió  la  casta.» 


736 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


IV 

Con  todo  eso,  el  ciego  de  romances  no  es  el  poeta  del  gremio;  el  poeta  de  los 
ciegos  es  el  músico. 

Ni  podia  ser  otra  cosa:  la  música  y la  poesía  vienen  siendo  hermanas  desde 
(jue  les  parió  sil  madre;  y no  les  es  lícito  renegar  de  su  fraternidad  por  cuestión 
de  ojos:  cada  cual  vé  lo  que  puede  y no  lo  que  quiere. 

El  ciego  tiene  especialísima  aptitud  para  la  música,  el  que  la  tiene  por  su- 
puesto, que  no  todos  los  ciegos  están  organizados  para  los  tonos,  aunque  sean 
ciegos,  cualidad  que  no  es  la  aptitud  misma.  Le  es  indiferente  el  instrumento, 
pues  así  toma  el  violin,  el  violon  ó la  guitarra,  como  la  embocadura  á la  flauta,  y 
así  rasca  ó puntea  como  sopla. 

Y ¿por  qué  es  músico  el  ciego  con  esa  especialidad? 

Lo  ignoramos  y confesamos  nuestra  ignorancia  ingénuamente.  Sabemos  que 
es  poeta,  porque  es  músico;  pero  no  sabemos  porque  es  músico,  como  no  sea  por 
ser  poeta. 

Bien  pudiera  ser  que  la  necesidad  de  estar  siempre  dentro  de  sí  en  esa  soledad 
(jue  engendran  siempre  las  tinieblas,  engendre  á su  vez  esa  otra  necesidad  de  sa- 
lir fuera,  sea  siquiera  por  los  tonos,  y que  la  precisión  de  aguzar  un  sentido,  adel- 
gace el  oido  basta  dejarlo  finísimo.  Con  esto  tendria  ya  el  ciego  aptitudes  espe- 
ciales. 

Sea  de  ello  lo  que  quiera,  el  ciego  de  la  música  se  pierde  en  la  noche  de  los 
tiempos,  y de  las  ciudades  también;  y,  armado  de  su  instrumento,  favorecido  por 
su  musa,  que  debe  ser  la  décima,  y bien  ó mal  guiado  por  su  lazarillo,  viene  ta- 
ñendo y cantando  basta  nuestros  dias. 

Con  sus  tonos  y sus  coplas  viene  también  este  ciego  siguiendo  los  adelantos 
y corrientes  de  los  tiempos  y por  reducirnos  á época  y teatro  conocidos,  desde  el 
hermano  Paulo,  antiguo  apóstol  del  Lavapiés,  basta  Perico  el  ciego,  hay  un  mo- 
vimiento de  progreso,  sino  político,  grosero,  como  progreso  al  fin  ciego,  que  no 
pueden  negar  los  que  tienen  ojos. 

Dentro  de  este  período,  que  abarca  algunos  siglos,  son  etapas  de  ese  itinerario: 

Las  Siete  Palabras  de  Cristo. 

Los  Salmos  penitenciales. 

La  Pasión. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


737 


El  Pan  Celestial. 

Los  Pastores  de  Belen. 

Los  Ángeles  del  pesebre. 

Requiebros  á la  Reina  de  los  Ángeles. 

Gozos  y dolores  de  la  Virgen  María. 

Loa  del  Santo  Oficio. 

Cántigas  piadosas. 

El  alma  enamorada  de  su  esposo. 

Las  Monjas  de  Santa  Clara. 

Un  fraile  y una  beata. 

El  Rosario  de  la  Aurora. 

Manibrú  se  fué  á la  guerra. 

Tonada  de  Juan  Soldado. 

Seguidillas  para  danza. 

Coplitas  al  rey  José. 

Vivan  las  caenas. 

El  himno  de  Riego. 

Los  Negros. 

El  Trágala. 

Los  Chapelgurris. 

Constitución  ó muerte. 

La  Espada  de  Luchana. 

El  Espadón. 

Los  Polacos. 

La  Gorda. 

La  Flaca. 

La  Monja  Milagrera. 

La  Federal. 

Lo  de  Marras... 

Todas  estas  etapas  de  progreso  ciego,  por  decirlo  así,  no  son  sino  poemas,  com- 
puestos por  los  trovadores  del  gremio  y cantados  en  nuestras  calles  y plazas  al 
dulce  son  de  una  cascada  guitarra,  de  un  violin  viejo  ó de  un  violon  nunca  nuevo. 

Como  espécimen  del  género,  vamos  á insertar  algunas  coplas  de  Perico  el 
ciego,  que  viene  á ser  el  Cátulo  ó Marcial  de  la  ceguedad  castellana. 


738 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


«Llevadme  á otro  mundo,  cielos, 

Que  estoy  harto  de  sufrir; 

Mas  si  el  otro  es  como  este, 

Cielos,  bien  estoy  aquí. 

»Sou  las  leyes  telarañas 
Donde  las  moscas  se  cogen: 

El  débil  se  prende  en  ellas; 

El  fuerte  siempre  las  rompe. 

«Siempre  los  hijos  de  gata 
Van  detrás  de  los  ratones: 

Tú  eres  hija  de  tu  madre 

Y vas  detrás  de  los  hombres. 

»Una  onza  de  fortuna 
Vale  al  íin  diez  y seis  duros, 

Y una  arroba  de  talento 
No  vale  siquiera  uno.» 

Perico  el  ciego  hubo  de  invadir  también  el  campo  de  la  política  con  el  mismo 
desenfado  con  que  escaló  el  Parnaso;  y era  de  oirlo  á las  altas  horas  de  la  noche, 
echar  pullas  al  gobierno  y requiebros  á la  libertad,  al  son  siempre  de  su  muy 
bien  templada  guitarra. 


«El  poder  está  en  un  monte, 

El  monte  es  el  Tibidabo: 

Yo  no  sé  quien  es  el  Cristo 
Pero  sé  quien  es  el  diablo. 

«Quitadme  todos  los  bienes, 
Pero  no  la  libertad: 

Todos  los  bienes  son  males, 
Cuando  preso  el  hombre  está. 

«Quieren  meterme  á la  sombra 
Porque  digo  las  verdades; 

Y si  yo  ya  estoy  metido 
No  me  meterá  ya  nadie. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


739 


»Ni  los  pastores  son  lobos, 

Ni  los  hombres  son  corderos; 

Pero  yo  que  canto  claro, 

Yo  si  soy  Perico  el  ciego.» 

Por  esta  libertad  de  meter  la  pata  en  campo  tan  ageno  á su  oficio  de  ciego, 
en  una  época  en  que  ni  los  que  tenian  mas  larga  vista  podian  llevar  la  mano  á 
lo  vedado,  fué  perseguido  por  desafecto  á lo  entonces  existente,  adquiriendo  una 
celebridad  que  no  habia  logrado  nunca  ningún  pobre  cantor  del  gremio. 

Pero  una  golondrina  no  hace  verano,  y Perico  el  ciego  no  es  sino  un  rasgo 
saliente  de  una  fisonomía  de  suyo  mas  grosera  ó menos  política;  aunque  inten- 
ción satírica  y picaresca  contra  todo  lo  existente,  menos  contra  el  Santo-Oficio, 
no  faltó  nunca  á sus  dignos  predecesores. 

"V 

El  ciego  de  lotería  es  un  ciego  de  creación  moderna,  de  nueva  invención.  Y no 
hemos  dicho  ningún  disparate:  suprimid  la  lotería  y queda  suprimido  este  cie- 
go. La  lotería  no  ha  inventado  los  ciegos,  que  estaban  inventados  ellos  ya;  pero 
ha  creado  los  billetes  que,  entre  otros,  venden  los  ciegos,  y con  esto  ha  creado 
también  el  tipo. 

Este  ciego  es  muy  inhábil  también:  no  sabe  romancear,  ni  tañer,  ni  cantar; 
y con  todo  eso,  puede  decirse  que  es  el  mas  afortunado,  como  quiera  que,  á 
creerlo,  lleva  siempre  la  suerte  en  la  mano. 

No  son  ciertamente  negativas  todas  sus  aptitudes,  pues  tiene  las  que  necesi- 
ta para  el  buen  desempeño  de  su  oficio.  Su  memoria  no  es  romancera  ni  música, 
pero  es  numérica;  y retener  números  es  algo  mas  que  tener  bemoles. 

Además,  teniendo  ya  el  tacto  hecho,  tacto  de  piés,  de  todo  el  cuerpo,  va.  re- 
sueltamente por  todas  partes  siguiendo  las  aceras,  cruzando  calles,  rehuyendo 
encuentros,  sin  mas  lazarillo  que  su  palo  de  tiento  que  le  precede  golpeando. 

En  cuestión  de  tacto  es  ciego  que  vé  por  los  dedos;  de  tal  manera  que  al  ven- 
der un  billete,  que  entrega  sin  confundirlo  con  otros,  conoce  la  moneda  que  le 
dan,  sea  de  oro  ó plata,  y da  él  á su  vez  la  vuelta,  cuando  aquella  es  superior  al 
importe,  consciente  de  lo  que  vuelve  en  plata  ó calderilla. 

Y sigue  su  odisea  por  todas  las  partes  del  mundo  que  le  es  conocido,  prego- 
nando sus  números  y tentando  la  codicia  de  los  jugadores  con  dichos  ó dichara- 
chos de  los  mas  faustos  augurios. 


740 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


— El  8,949.— El  21,572.— El  30,824... 

— La  suerte  llevo  en  la  mano,  jugadores. 

— ¿A  quién  le  doy  el  premio  gordo? 

— Mirad  que  la  ocasión  es  calva. 

— La  suerte  de  100,000  duros. 

Este  pobre  ciego,  que  lleva  siempre  la  suerte  en  la  mano,  ofreciéndola  á quien 
se  la  quiera  llevar,  suele  hacerla  alguna  vez;  aunque,  entretanto,  tiene  que  guar- 
dar el  ayuno  mas  dias  de  los  que  reza  el  calendario,  envidiando  la  suerte  del  ro- 
mancero y del  músico  y hasta  la  del  mendigo;  pero  siempre  tiene  expedito  este 
último  recurso,  que  á hurtadillas  por  no  tener  número,  suele  simultanear  con  su 
oficio  en  dias  de  prueba.  Este  número  que  le  falta  no  es  de  la  lotería,  sino  del 
permiso  oficial. 

— ¡Paciencia  hasta  que  Dios  quiera! — exclama  resignado  sin  abandonar  el 
oficio. 

Y alguna  vez  quiere  Dios  que  sea  una  verdad  lo  que  tantas  veces  fué  menti- 
ra: que  lleva  la  suerte  en  la  mano,  la  suerte  de  otro  ciertamente,  porque  el  pobre 
ciego,  con  barajar  tantos  billetes  de  lotería,  no  va  interesado  en  el  juego;  mas  no 
embargante,  tócanle  siquiera  las  sobras  del  festin. 

En  efecto,  ¿quién,  favorecido  por  la  suerte,  no  se  acuerda  del  pobre  ciego  por 
cuyo  conducto  hubo  de  tocarle  el  premio  gordo? 

El  pobre  ciego  suele  asegurar  el  pan  de  la  vejez  con  la  generosa  donación  del 
agraciado,  y esta  esperanza  lo  mantiene  en  un  oficio  tan  flaco  ya  de  suyo. 

VI 

Hay  varios  otros  rasgos  de  la  misma  fisonomía,  rasgos  de  media  tinta,  que 
no  imprimen  carácter  al  tipo  general. 

En  efecto,  estos  rasgos,  que  son  ciegos  también,  pecan  contra  el  tipo  primor- 
dial característico  por  carta  de  mas  ó por  carta  de  menos,  siendo  verdaderos  ar- 
tistas ó ganapanes.  Los  artistas  son  los  músicos  de  capilla  y los  de  orquesta  am- 
bulante; y los  ganapanes,  los  que  se  ganan  la  vida  en  oficios  mecánicos,  aplicados 
á ellos  como  mera  fuerza  motriz,  como  fuerza  bruta,  en  una  palabra,  como  fuerza 
ciega.  ¿En  que,  pues  se  parecen  estos  ciegos  al  gárrulo  romancero,  al  picaresco 
poeta  y cantor  de  canto  llano,  ni  aun  al  eterno  murmurador  de  paternostres,  sal- 
ves y Ave-Marías,  ó sea  al  mendigo  ciego? 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


741 


Solo  en  una  triste  negación:  en  tener  á oscuras  los  ojos,  que  es  como  no  te- 
nerlos. 

Pero  hay  otra  clase  de  ciegos  que  constituyen  por  sí  solos  todo  un  tipo,  y son 
los  reyes  ó príncipes  de  estas  tinieblas,  como  quiera  que  no  son  ciegos,  ó son  unos 
ciegos  que  ven  y aun  ciegos  de  larga  vista. 

Rectificando  el  concepto,  aunque  manteniendo  nuestra  intención,  pudiéramos 
decir  que  son  ciegos  que  no  ven  gota  á la  luz  del  dia,  y ven  en  la  oscuridad  de  la 
negra  noche  hasta  una  hormiga  negra  sobre  una  piedra  negra,  oenio  diria  un 
musulmán. 

Estos  ciegos  no  lo  son  de  nacimiento:  todos  ellos  tuvieron  la  desgracia  de  per- 
der la  vista  en  la  flor  de  su  edad,  unos  en  la  guerra,  otros  en  la  paz,  todos  en 
servicio  de  la  patria. 

Aunque  son  gárrulos  como  los  romanceros  y bien  templados  de  voz  como  los 
cantores  de  los  gremios  respectivos,  no  tienen  aptitud  ninguna  como  tales  ciegos, 
pero  como  hombres  de  larga  vista,  tienen  la  preciosa  habilidad,  no  solo  de  ganar 
muy  bien  el  pan  del  dia,  sino  de  asegurar  el  pan  de  la  vejez  (con  su  vino,  por 
supuesto) . 

En  el  orden  religioso;  como  en  el  social,  son  unos  grandes  pecadores,  pues 
tienen  muchas  faltas  que  taparse:  ellos,  sin  embargo,  confiando  en  la  misericor- 
dia de  Dios  y en  la  caridad  de  los  hombres,  no  se  tapan  mas  que  los  ojos. 

¿Para  qué? 

Pues  para  no  ver,  dirá  algún  malicioso. 

Nada  de  eso:  para  que  no  los  vean. 

Las  liebres  perseguidas,  en  llegando  á esconder  la  cabeza  bajo  un  terruño  á 
propósito,  quedan  tan  descuidadas  creyéndose  ya  á buen  recaudo,  porque  entien- 
den en  su  poco  seso  que  porque  ellas  no  ven  al  cazador,  el  cazador  no  les  vé  á 
ellas  todo  el  cuerpo,  que  dejaron  en  descubierto. 

Los  seudociegos  hacen  lo  que  las  liebres;  sino  que  ellos  ven  por  debajo  de  la 
venda. 

Tampoco  los  persigue  nadie,  y por  eso  están  bajo  su  venda  á mejor  recaudo  y 
mas  tranquilos  que  las  liebres. 

Todos  los  ciegos  auténticos,  luego  que  han  tomado  el  tino  á las  calles,  á 
fuerza  de  tropezar  y caer  y extraviarse,  prefieren  el  palo  de  tiento  con  que  gol- 
pean el  suelo  y los  piés  del  transeúnte,  al  picaro  lazarillo,  que  es  un  cuidado 
más,  deudo  ó extraño.  Y van  á la  mano  de  Dios,  solos  y señeros,  como  aquellos 

TOMO  I,  93 


742 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


que  no  temen  hacerse  sospechosos  de  vista,  porque  los  pobres  son  ciegos  de 
verdad. 

Pero  los  de  mentirigillas,  los  que  temen  con  razón  inspirar  estas  sospechas, 
toman,  para  alejarlas  de  sí,  las  mas  prudentes  precauciones  y no  van  sino  muy 
bien  provistos  de  todo  lo  necesario  para  ser  ciegos. 

Dicho  se  está  que  por  mas  que  tengan  tomado  el  tiento  á todas  las  encruci- 
jadas, no  pueden  prescindir  de  la  venda  negra  ó mas  bien  parche  verde,  ni  me- 
nos del  lazarillo,  ó mas  bien  lazarillo, , diminutivo  aquí  impropio,  porque  nunca 
es  lazara  pequeña. 

Dijimos  ha  poco  y repetimos  que  el  seudociego,  aunque  gárrulo  y bien  templa- 
do de  voz,  no  tiene  aptitud  ninguna  como  tal  ciego;  pero  que  como  hombre  de 
larga  vista,  tiene  la  preciosa  habilidad,  no  ya  solo  de  ganar  el  pan  del  dia,  sino 
también,  y esto  es  lo  admirable  y célebre,  de  asegurar  el  pan  de  la  vejez  (con  su 
vino,  por  supuesto). 

Pero  no  dijimos  lo  mejor;  no  por  olvido  ciertamente,  pues  ya  contábamos  con 
ello  desde  que  tomamos  la  pluma,  sino  por  exigencias  retóricas  de  la  narración. 

Hay  que  respetar  las  leyes  hasta  en  el  modo  de  hablar,  con  ser  lo  mas  expon- 
táneo  y libre  y lo  mas  propio  de  uno,  para  no  decir  antes  lo  que  debe  decirse 
después,  ni  después  lo  que  debe  decirse  antes,  sino  cada  cosa  en  su  punto. 

Lo  mejor,  pues,  es  el  oficio  de  este  insigne  haragan.  Y parece  lo  peor,  por- 
que no  es  sino  oficio  de  mendigo. 

Ahora  bien  ¿cómo  puede  hacer  el  milagro  de  vivir  en  holgada  vida  un  misera- 
ble ciego,  que  aunque  no  sea  ciego,  está  obligado  á serlo? 

“V"II 

Algunos  soldados  ó miembros  de  cuerpos  ó instituciones  mas  ó menos  mili- 
tantes, los  seudociegos,  ó ciegos  que  ven  por  debajo  de  la  venda,  ó ciegos  que  no 
son  ciegos,  saben  mejor  que  todos  elegir  y tomar,  si  es  preciso,  al  asalto  las  po- 
siciones mas  estratégicas  de  las  ciudades  populosas.  Quien  toma  un  ángulo  sa- 
liente, quien  un  reducto,  quien  todo  un  rebellin.  Y nadie  puede  pasar  por  las 
posiciones  tomadas  sin  recibir  á quema  ropa  las  lamentosas  descargas  de  estos 
centinelas  que  con  ser  ciegos,  toman  muy  bien  la  puntería. 

En  vano  es  defenderse  ni  escudarse  contra  tiros  tan  certeros  y dirigidos  todos 
al  mismo  corazón:  hay  que  entregarse  ó huir;  y si  son  muchos  los  que  huyen 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


743 


hasta  ponerse  fuera  de  alcance,  no  son  pocos  los  que  se  entregan,  mereciendo  to- 
dos los  saludos  y honores  de  ordenanza. 

Pero  vengamos  á cuentas  ó á reducir  á números  el  resultado,  tomando  nos- 
otros ahora  una  de  estas  posiciones,  bien  mantenida  por  supuesto,  para  que  sirva 
de  base  á nuestro  cálculo. 

Por  una  calle  frecuentada  de  una  ciudad  populosa,  bien  pueden  pasar  hasta 
4,000  transeúntes  al  dia.  Suponiendo  que  solo  diez  por  ciento  tengan  voluntad  y 
un  cuarto  que  dar,  tenemos  un  resultado  que  podemos  expresar  en  esta  fórmula 
aritmética: 


4000 

10 

40000 

60 


170 

~9 


Esto  es,  reduciendo  ahora  á plata  el  resultado,  47  reales  diarios. 

Yed  si  con  dos  duros  diarios,  aun  sin  contar  el  pico,  para  mayor  exactitud  de 
cálculo,  puede  darse  buena  vida  un  ciego  que,  después  de  todo,  vé  todo  lo  que 
le  da  la  gana. 

¿Creeis  que  exageramos? 

Pues  oid  por  conclusión  una  brevísima  historia. 

Erase  un  ciego  que  veia  todo  lo  que  pasaba  en  Madrid. 

Venia  no  se  sabe  de  donde,  aunque  su  acento  bien  claro  decia  que  era  hijo 
de  mi  tierra,  que  es  la  de  Yíaría  Santísima. 

Sin  embargo,  él  no  venia  de  allí,  directamente  á lo  menos,  pues  habia  defen- 
dido la  independencia  española  en  el  ejército  del  Norte,  como  decia  mas  claro  el 
mismo  interesado,  y confirmaba  basta  cierto  punto  alguna  prenda  de  uniforme, 
bien  ó mal  avenida  con  su  ropa  de  paisano. 

Tomó  posición  favorable  en  un  reducto  de  la  Carrera  de  San  Jerónimo,  y allí 
permaneció  manteniéndola,  con  tanto  valor  como  constancia,  por  espacio  de  trein- 
ta años,  aunque  llevado  y traido  diariamente,  primero  por  un  lazarillo,  y des- 
pués por  una  Lázara  grande,  como  quiera  que  no  veia  sino  por  debajo  de  la  venda. 

Verdad  es  que  no  hacia  el  servicio  á pié  firme,  sino  muy  bien  sentado  en  su 
silla  de  tigera  que  Lázara  llevaba  y traia  al  mismo  tiempo  que  al  ciego. 

Aunque  se  llamaba  Pepe,  nadie  lo  conocia  ni  lo  llamaba  sino  por  Hogaza , 
mal  nombre  á que  el  mismo  Pepe  había  dado  motivo  ú ocasión  con  la  eterna  fór- 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


muía  de  su  demanda,  enderezada  á enternecer  mas  y mas  los  corazones  de  los  ca- 
ritativos transeúntes. 

En  efecto,  con  ser  la  suya  una  de  las  posiciones  mas  estratégicas  de  aquel 
campo  de  batalla,  como  escogida  por  hombre  tan  competente,  siempre  le  faltaba 
un  cuarto  para  una  hogaza. 

— Vaya  usted  á comprarla,  hermano, — le  decian  con  no  poca  frecuencia  las 
almas  piadosas  poniéndole  el  déficit  en  la  palma  de  la  mano;  sino  que  volvia  á 
faltarle  el  mismo  cuarto,  en  cuanto  pasaban  las  piadosas  almas. 

Un  dia  no  faltó  ya  el  cuarto,  sino  el  mismo  ciego  á quien  venia  faltándole 
por  espacio  de  tantos  años  para  comprar  una  mísera  hogaza,  que  al  parecer  no 
llegó  á comprar  nunca. 

El  ciego  liabia  desaparecido. 

¡Pobre  ciego!  ¿Dónde  habria  ido  á parar? 

Según  las  crónicas,  liabia  ido  á parar  á Sevilla,  donde  al  frente  de  una  taho- 
na de  su  exclusiva  propiedad,  y en  amor  y compañía  de  cierta  Lola,  porque  ya 
no  necesitaba  Lázaras  ni  lazarillos,  se  llamaba  solemnemente,  no  Pepe,  ni  menos 
Hogaza , sino  el  SeTion  José. 

Andando  el  tiempo  acertaban  á pasar  por  allí  algunos  viandantes,  que  me- 
tiéndose en  esa  camisa  de  once  varas  en  que  caben  todos  los  que  no  tienen  dere- 
cho á meterse  en  ella,  solian  evocar  reminiscencias  de  Madrid  á vista  del  taho- 
nero de  Sevilla,  y le  preguntaban  francamente  si  el  ciego  aquel  de  la  Carrera 
tenia  algo  de  común  con  su  merced. 

— Nada  absolutamente, — contestaba  imperturbable  el  Señon  José  á todos  los 
intrusos  preguntones. 

Y añadia  con  toda  la  sal  de  su  tierra: 

— Aquel  ciego  era  ciego,  y yo,  gracias  á Dios,  veo  y vi  siempre  desde  que 
nací. 

No  queremos  destruir  el  efecto  con  una  palabra  mas  por  nuestra  parte. 


por  D.  A.  Fernandez  Merino. 


o pocas  veces  hemos  padecido  craso  error  al  encontrar  en  la 
calle  á muchos  que  por  su  aire,  sus  maneras,  su  traje  y sus 
modales  se  nos  antojaban  perfectos  caballeros  y que  por  ta- 
les los  hubiéramos  seguido  teniendo  sino  fuera  muy  poco  lo 
que  basta  en  este  picaro  mundo  para  demostrar  clara  y pal- 
pablemente que  el  hábito  no  hace  al  monje. 

Sin  embargo,  muchos  serán  los  que  como  nosotros  se  equivoca- 
rán, pues  vivimos  en  un  tiempo  en  que  se  hace  imposible  distin- 
guir á las  gentes  por  la  ropa  que  llevan,  causa  de  no  pocas  incon- 
veniencias que  diariamente  se  lamentan. 

No  quiera  Dios  que  nunca  por  esto  que  decimos  se  entienda  que 
nuestro  deseo  es  de  que  se  uniformen  las  clases  sociales  como  se  hace  con  los  dis- 
tintos cuerpos  del  ejército,  pues  con  esto  nada  se  enmendaría  ni  nada  podria  con- 
seguirse, máxime  cuando  siempre  sucedería  lo  mismo,  el  hombre  rara  vez  atina 
con  el  oficio  para  que  ha  nacido,  razón  porque  en  la  tragi-comedia  que  se  llama 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


74  G 

vida  humana  abundan  mas  que  otros,  los  incidentes  cómicos,  resultado  del  con- 
traste de  lo  que  es,  con  lo  que  debia  suceder. 

A estas  consideraciones  preliminares  nos  vemos  llevados  al  considerar  el  tipo 
que  nos  proponemos  presentar  á nuestros  lectores,  vario  en  su  clase  y manifesta- 
ciones hasta  el  punto  de  que,  no  uno,  sino  centenares  de  estudios  podrian  hacerse. 
Ya  antes  que  la  nuestra,  ha  ocupado  la  atención  de  muchos  el  Ayuda  de  Cámara, 
pues  no  es  poco  el  que  se  haya  dicho  que  ó sus  ojos  no  hay  hombre  grande.  Las 
páginas  inmortales  de  una  obra  clásica  en  la  literatura  española  y clásica  en  la 
literatura  francesa,  presentan  un  acabado  retrato  de  los  ayudas  de  cámara  en  los 
tiempos  pasados  y Gil  Blas  de  Santillana,  es  el  modelo  mas  perfecto  de  los  que 
por  una  cantidad  determinada  y por  los  gajes  que  puedan  conseguir,  que  siempre 
suben  á más,  se  plegan  á las  exigencias  de  otro,  los  sirven  convirtiéndose  en  su 
sombra,  satisfacen  sus  caprichos,  contribuyen  á que  den  cima  á sus  empresas  y 
lo  que  es  aun  peor,  se  apoderan  de  sus  secretos. 

Antes  el  ayuda  de  cámara  se  obtenia  casi  siempre  del  mozo  lugareño,  que 
después  de  haber  estudiado  latín  y humanidades  con  el  párroco  de  su  pueblo  ó 
con  algún  dómine,  salia  á estudiar  á cualquiera  de  las  universidades  del  reino. 
Siendo  pobre,  no  habia  mas  remedio  que  servir  para  ganarse  el  sustento,  en  tanto 
que  un  título  académico  bastaba  para  colocarlo  en  mejor  posición.  A esta  clase 
pertenecen  el  mayor  número  de  los  que  nos  presentan  los  autores  clásicos,  á la  mis- 
ma corresponde  nuestro  Gil  Blas;  mas  con  harta  frecuencia  sucedia  que  no  podían 
servir  á otros  y servirse  á sí  mismo  á un  tiempo,  y el  ayuda  de  cámara  perma- 
necía en  su  oficio,  hasta  que  la  edad  ó los  achaques  le  liacian  pasar  á la  de  escu- 
dero de  alguna  dama  principal  ó paje  ó rodrigón  de  niñas  mozas,  que  no  pocas 
veces  ocultaban  busconas,  que  siempre  las  hubo. 

Al  que  nunca  ha  servido,  por  mas  que  nunca  tuviera  tampoco  quien  le  fuera 
á servir,  se  le  antoja  que  desempeñar  un  cargo  como  el  que  nos  ocupa,  es  lo  últi- 
mo que  hay  que  hacer  en  la  vida  y quizás,  y aun  sin  quizás,  tenga  razón.  Pero  si 
preguntamos  á un  verdadero  ayuda  de  cámara,  por  cual  trocaría  su  oficio,  dirá 
seguramente  que  por  ninguno  y no  se  crea  esto  como  resultado  de  su  ignorancia, 
pues,  listos  y ladinos  cual  muy  pocos,  podrian  desempeñar  puestos  distinguidos  si 
sintieran  el  mas  ligero  amor  por  el  trabajo  que  edifica  y ennoblece. 

Gil  Blas,  montó  en  su  muía  con  los  ojos  húmedos  por  las  lágrimas  que  le  ar- 
rancara la  despedida  y consejos  de  su  tío;  Gil  Blas  partió  de  la  casa  con  ánimo 
decidido  de  hacerse  un  hombre  de  provecho,  y sin  embargo,  cuando  después  de 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


747 


las  mil  peripecias  que  el  hado  sembró  en  su  vida,  consiguió  hacerse  ayuda  de  cá- 
mara ó criado  de  confianza,  no  quiso  salir  de  tal  estado  en  el  que  si  bien  es  cierto 
fueron  muchas  las  contras,  ascienden  á mas  las  ventajas.  Como  él  otros  muchos 
trocaron  la  esperanza  de  un  porvenir  mas  cómodo,  por  la  existencia  regalona  que 
siempre  tuvo  el  ayuda  de  cámara. 

En  los  tiempos  modernos  nuestro  tipo  es  un  criado  que  ha  llegado  á lo  que 
mas  podia  llegar.  Comenzó  su  carrera  sin  duda  desempeñando  bajos  oficios,  y po- 
co á poco  cuando  fué  perdiendo  sus  toscas  maneras  y sus  modales  groseros,  cuan- 
do el  trato  con  la  gente  le  hizo  adquirir  formas  y despertó  su  ambición,  y quiso 
dejar  la  blusa  por  el  chaquet  ó por  el  frac,  pensó  que  ningún  cargo  le  vendria 
tan  bien  como  el  de  ayuda  de  cámara  y con  efecto  comenzó  á solicitarlo  hasta  que 
lo  obtuvo. 

Han  cambiado  los  tiempos  y con  ello  se  han  operado  no  pocos  trastornos:  en 
nuestros  dias  el  ayuda  de  cámara  no  podrá  compartir  mesa  y cuidados  con  el 
ama  del  orondo  canónigo,  ni  podrá  por  listo  que  sea  sustituir  al  médico  á quien 
sirva,  ni  se  irá  en  pos  del  hombre  de  guerra,  ni  en  caso  alguno  podrá  ser  solici- 
tado de  accesor  por  purpurado  arzobispo,  y es  que  muchos  de  los  que  en  lo  anti- 
guo podian  permitirse  el  lujo  de  un  ayuda  de  cámara,  hoy  apénas  si  puede  tener 
criada,  porque  todo  ha  encarecido  y con  ello  á Dios  gracias  ha  ido  subiendo  el  es- 
tipendio de  los  que  por  su  buena  ó mala  suerte  tienen  que  servir  á otros. 

Escaso  y mezquino  era  el  sueldo  que  nuestro  buen  Gil  Blas  cobró  en  las  dis- 
tintas casas  en  que  estuvo,  y si  posible  fuera  enterarle  de  lo  que  hoy  sucede,  es- 
tamos seguros  que  supondria  llegado  el  tiempo  en  que  un  criado  podia  cobrar  la 
asignación  de  un  príncipe.  Esto  es  lo  cierto;  facultativo  hay  en  la  época  que  al- 
canzamos que  no  llega  ni  con  mucho  á ganar  lo  que  un  fámulo  de  alta  gerarquía 
y cualquiera  de  éstos  puede  realizar  ahorros  que,  en  su  dia,  le  permitan  vivir  có- 
modamente sin  trabajar,  mientras  otros  se  mueren  de  fatiga  sin  haber  logrado  mas 
que  ir  saliendo  con  miseria,  á pesar  de  su  probada  y constante  economía. 

Para  comprender  al  ayuda  de  cámara  moderno,  hay  que  verlo  desde  el  mo- 
mento en  que  comienza  á solicitar  el  cargo.  Nos  hallábamos  en  una  ocasión  de 
visita  en  la  casa  de  un  señalado  personaje,  cuando  se  presentó  en  el  despacho  un 
señor  magníficamente  portado;  su  levita  de  fino  paño  é irreprochable  corte,  no  ha- 
cia una  arruga,  sus  ajustados  guantes  no  tenian  el  menor  deterioro  y se  veia  fla- 
mante su  sombrero  de  copa:  se  expresaba  tan  bien  y eran  tan  distinguidas  sus 
maneras,  que  creimos  era  algún  político  que  venia  á pedir  el  voto,  ó algún  lite- 


748 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


rato  que  venia  á pedir  permiso  para  frecuentar  la  biblioteca  particular  de  la  casa, 
pero  nos  llevamos  un  solemne  chasco:  aquel  sugeto  era  ni  mas  ni  menos  que  un 
ayuda  de  cámara  cesante,  porque  el  señor  á quien  servia  había  salido  de  España 
para  desempeñar  un  alto  puesto  diplomático,  y que  se  presentaba  para  solicitar 
allí  igual  puesto.  Tuve  que  retirarme  antes  que  la  conferencia  terminara,  y no 
me  enteré  de  sus  pretensiones,  mas  como  mi  curiosidad  habia  quedado  excitada,  no 
pude  menos  de  indagar  y logré  saber  lo  bastante  para  poderlo  presentar  en  este 
dia. 

Ya  lo  hemos  dicho:  en  nuestro  tiempo  el  ayuda  de  cámara  sale  de  la  muy  no- 
table clase  de  criados;  pero,  ¡cómo  se  modifica!  ¡cómo  cambia!  ¡cómo  influye  en 
él  la  clase,  condición  y naturaleza  de  la  persona  á quien  sirve,  y que  es  en  suma 
quien  le  hace  el  gusto,  quien  le  crea  las  opiniones! 

El  ayuda  de  cámara  de  un  hombre  político  es  sin  duda  el  peor  de  los  enemi- 
gos que  tiene  el  partido  en  que  su  amo  milita,  y no  porque  él  deje  de  seguir  sus 
huellas,  sino  porque  con  sobrada  razón  se  ha  dicho  que  lo  que  mas  perjudica  es 
un  aplauso  estemporáneo:  aquel  fámulo  de  confianza  es  con  quien  el  elevado  per- 
sonaje se  desahoga  en  sus  ratos  de  cólera  ó con  quien  esparce  el  ánimo  en  sus  ra- 
tos de  satisfacción  y dueño  de  sus  confianzas,  aumentado  el  caudal  de  sus  cono- 
cimientos con  lo  que  escucha  á las  visitas  que  frecuentan  la  casa,  sale  luego  y 
contoneándose  como  para  aumentar  su  importancia,  lanzando  al  aire  con  sin  igual 
desenfado  las  bocanadas  de  humo  que  aspira  del  veguero  que  hurtó  á su  amo,  ha- 
ce suyas  las  frases  y los  pensamientos,  simula  que  se  le  ocurren  las  mas  extram- 
bóticas  combinaciones,  entabla  discusión  sobre  cualquier  punto,  y cuando  se  mira 
derrotado,  que  es  casi  siempre  porque  no  alcanza  á más  su  suficiencia,  pone  tér- 
mino brusco  y quiere  tapar  la  boca  de  todos,  exclamando  con  aire  magistral: 

— Mi  amo  lo  ha  dicho. 

Figúrense  nuestros  lectores  que  esto  nunca  es  cierto,  pues  siempre  el  ayuda 
de  cámara  del  hombre  político  habrá  contado  lo  que  se  le  antojó  ó lo  que  pudo 
entender  y nunca  aquello  que  en  realidad  fué  dicho,  y de  aquí  naturalmente  se 
siguen  unas  cuantas  interpretaciones  y dichos  de  que  acaba  la  prensa  por  hacerse 
cargo,  siguiendo  no  pocos  perjuicios  á quien  únicamente  cometió  el  delito  de  te- 
ner confianza  con  su  ayuda  de  cámara. 

Si  el  partido  político  de  su  amo  está  en  auge,  nuestro  tipo  es  una  gran  in- 
fluencia, pues  al  levantarse  el  amo,  cuando  almuerza,  cuando  come,  en  fin,  á to- 
das horas,  se  hablará  del  asunto  hasta  que  lo  consiga,  y una  vez  conseguido  para 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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el  son  los  gajes,  los  regalos  y las  satisfacciones:  si  está  en  la  oposición  es  un  pe- 
ligro, pero  entonces  procura  consolar  con  esperanzas;  habla  como  si  fuera  un  mi- 
nistro, se  da  importancia  y siempre  acrece  su  influencia. 

El  ayuda  de  cámara  del  sietemesino  calavera  ó del  dandy  á la  moda  es  mas 
terrible  aun:  procura  imitar  á su  amo  y aprovecha  con  fruto  las  lecciones  que 
toma  al  ser  cómplice  en  un  buen  número  de  intrigas  amorosas:  se  hace  en  un 
principio  el  terror  de  las  doncellas  de  labor,  que  al  fin  concluyen  por  asediarlo  y 
adorarlo:  viste  con  casi  perfecta  elegancia,  tiene  reloj  y algunas  joyas,  gasta  sin 
reparo,  y condiciones  son  estas  á las  que  resisten  muy  pocas  mujeres  de  la  edad 
moderna.  Su  amo,  que  no  puede  ocuparse  de  nada,  se  lo  tiene  abandonado  todo, 
y él  hace  y deshace  como  verdadero  propietario;  él  sabe  cuando  debe  considerar 
como  provechos  trajes  enteros  y cuando  debe  guardar  lo  que  su  amo  olvidó. 

Si  bien  es  cierto  que  sus  ganancias  son  grandes,  no  lo  es  menos  que  su  ofi- 
cio es  mas  comprometido:  él  se  vé  constantemente  expuesto  por  causa  de  muchas 
de  las  aventuras  de  su  amo;  él  tiene  que  conocer  quien  es  adverso  ó favorable  al 
que  le  paga:  reñir  con  el  sinnúmero  de  acreedores  que  lo  asedian,  hacer  frente  á 
los  usureros  que  lo  persiguen  y vivir  en  continua  agitación,  en  perpétua  lucha 
para  poder  salir  adelante  pero  en  cambio  no  parece  criado,  es  un  jefe  en  toda  la 
extensión  de  la  palabra,  él  manda  y gobierna,  él  dispone  y arregla  y organiza  á 
su  gusto,  porque  el  señorito,  que  en  él  depositó  toda  su  confianza,  no  lo  puede 
aguantar,  pero  no  se  atreve  á despedirlo. 

El  militar  de  alta  graduación  tiene  también  casi  siempre  su  ayuda  de  cáma- 
ra, no  menos  notable  que  los  anteriores,  y el  mas  sufrido  de  la  clase,  pues  aguanta 
con  harta  frecuencia  las  genialidades  de  su  amo  que  no  puede  perder  nunca  su 
trato  de  cuartel:  es  también  de  los  que  menos  provechos  cuenta,  pero  es  de  los 
que  mas  descansados  viven,  pues  cortos  y ligeros  son  los  quehaceres  de  una  casa 
que  para  estar  en  carácter  ha  de  semejarse  un  tanto  á un  campo  de  batalla.  La 
señora  suele  mortificarlo,  pues  es  aficionada  á batallas,  y á falta  de  con  quien  li- 
brarlas tiene  siempre  al  ayuda  de  cámara  de  su  marido,  que  con  razón  puede  de- 
cir siempre  que  sale  de  Herodes  para  entrar  en  Pilatos. 

Como  puesto  mas  elevado,  como  desiderátum  en  la  clase,  el  ayuda  de  cámara 
después  de  haber  servido  á no  pocos  señores  y haber  pasado  por  muchas  vicisitu- 
des, suele  conseguir  á fuerza  de  recomendaciones  que  lo  reciban  en  una  de  las 
aristocráticas  casas  de  que  tanto  nombre  gozan.  Pueden  muy  bien  estos  puestos 
ser  comparados  con  los  pingües  beneficios  y ricas  prebendas  de  que  en  otro  tiem- 

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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


po  disponía  la  Iglesia.  Allí  el  ayuda  de  cámara  no  tiene  que  hacer  mas  que  per- 
manecer al  cuidado  del  señor;  vigilar  la  puerta  de  su  despacho  y trasmitir  las  ór- 
denes que  reciba.  Por  lo  demás,  su  sueldo  es  crecido,  sus  provechos  muchos,  tiene 
criados  que  le  sirvan  y mauda  con  tanto  desenfado  que  mayor  no  puede  ser.  Él 
es  quien  impone  al  amo  de  todo  lo  que  acontece,  quien  le  da  cuenta  de  lo  que 
pasa  en  la  casa,  y quien  le  sirve  de  confidente  secreto,  gracias  al  que  la  señora 
ni  aun  sospecha  de  lo  que  pasa  por  fuera.  Nadie  mas  que  él  sabrá  que  el  amo 
tiene  dos  casas,  y él  solo  cobrará  de  ambas,  mas  como  todo  lo  que  tiene  ventajas 
tiene  también  inconvenientes,  un  ayuda  de  cámara  de  esta  especie  nunca  es  mi- 
rado con  buenos  ojos,  y la  esposa  desconfía  de  él  y el  hijo  lo  odia  con  encono,  y 
todos  lo  persiguen  y lo  calumnian,  consiguiendo  no  pocas  veces  derribarlo  del  tro- 
no que  con  astucia  y maña  se  había  sabido  levantar. 

No  pocas  veces  la  envidia  es  el  principal  agente  que  impulsa  á los  otros  para 
que  con  él  obren  de  una  manera  tan  odiosa,  pero  si  se  apercibe  á tiempo  sabrá 
con  muchísima  diplomacia  destruir  todas  las  maquinaciones  y aun  obtener  ven- 
tajas, pues  las  presentará  como  injustos  é infundados  ataques  á una  persona  que 
es  fiel  para  que  el  amo  no  sepa  lo  que  sucede. 

Lo  que  mas  acrecienta  y ayuda  el  poder  de  un  hombre  de  esta  clase,  es  su 
propia  servicialidad  bajo  la  que  no  pocas  veces  se  ocultan  las  miras  interesadas  y 
el  afan  de  lucrar.  Cuando  son  muchos  los  años  de  servicio  que  lleva  un  ayuda  de 
cámara,  es  terrible:  serviría  en  todo  y para  todo  al  amo  de  la  casa,  hará  lo  mismo 
con  la  señora  y cubrirá  favoreciéndolos,  si  es  preciso,  los  vicios  del  hijo:  será  el 
confidente  de  todos;  no  habrá  ninguno  que  le  haya  dejado  de  comunicar  algún 
secreto  de  los  que  implican  faltas  y estos  precisamente  serán  los  que  le  den  poder 
y valer:  comprende  que  todos  han  de  temerle  y se  aprovecha  de  ello;  todos  es- 
tán seguros  de  que  los  puede  perder  y ninguno  quiere  malquistarse  y lo  miman 
y halagan  y por  sus  faltas  aumenta  las  ya  crecidas  ganancias  que  consigue.  Haga 
lo  que  haga,  nadie  osará  decirle  nada:  el  señor  teme  con  fundamento  que  á oi- 
dos de  su  esposa  lleguen  ciertos  pecadillos  que  por  mas  de  un  concepto  le  convie- 
ne tener  ocultos;  ella  siente  lo  que  podría  ocurrir  si  por  perjudicarla  dijera  á su 
marido  que  algunos  amigos  la  visitan  precisamente  cuando  él  está  fuera  de  casa 
y en  cuanto  al  hijo  calla,  es  porque  mas  de  una  vez,  gracias  al  ayuda  de  cámara, 
se  vio  libre  de  algún  apuro. 

Tal  es  nuestro  tipo;  y para  concluir  diremos  que  con  ellos  se  realiza  también 
la  verdad  de  tal  para  cual , ó á tal  amo  tal  criado. 


J Li 


OIBRE  DE  HDD 


por  D.  Federico  Yalcárcel. 


DE  COMO  ES  SIEMPRE  OPORTUNO  EL  PREMIO  GORDO. 


o hace  mucho  tiempo  residía  en  la  coronada  villa  un  hom- 
bre singular  que  con  no  tener  mas  que  cuarenta  años,  hacia 
ya  por  decirlo  así  cincuenta  que  estaba  cansado  del  mundo 
y aun  diera  otros  tantos  á Dios  ó al  diablo  por  encontrar 
otra  villa  siquier  descoronada  fuera  de  este  picaro  mundo, 
á donde  poder  retirarse  con  su  caudal  de  experiencia,  sino  de  reales 
vellón,  léjos,  muy  léjos  de  hombres  y de  cosas,  ó sea  de  hombres  y 
mujeres,  á pasar  en  el  olvido  el  resto  de  sus  dias,  amargados  por 
estas  mismas  cosas  y otras  muchas  mas. 

En  hecho  de  verdad,  la  verdad  es  que  no  era  la  villa  lo  que  le 
faltaba,  que  siempre  hay  un  rincón  de  limbo,  esto  es,  de  mundo  que 
no  esté  en  el  mundo,  á donde  retirarse,  sobre  todo  con  aspiraciones  tan  modestas, 
en  no  faltando  harina.  Dicho  se  está  que  lo  que  le  faltaba  á nuestro  hombre  no 
era  sino  trigo.  Y apurando  el  concepto  aun  pudiéramos  decir  que  no  era  esto 
tampoco,  toda  vez  que  la  falta  de  trigo  supone  otra  anterior  y superior,  ó sea  la 
falta  de  dinero. 


752 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


¡Dinero!  lié  aquí  la  idea  generadora,  matriz,  madre  de  toda  acción  ó combi- 
nación verdaderamente  filosófica  ó filosofal  mas  propiamente,  como  quiera  que  to- 
dos nos  movemos  detrás  de  la  dichosa  piedra  dentro  de  la  filosofía  verdadera. 

En  busca  de  tan  torcidos  recursos,  derechos  siempre  en  la  curia  anduvo  nues- 
tro hombre  todos  los  pasos  de  su  asendereada  vida,  sin  que  le  fuera  dado  topar 
con  la  pecunia  cosa  muy  á propósito  para  el  tal  encuentro  por  cuanto  tiene  forma 
de  becerro.  Hasta  que  un  dia  (ó  noche  que  no  hemos  de  hilar  tan  delgado  que 
vayamos  á garantir  las  menudencias),  tomó  á la  desesperada  un  lote  de  la  Na- 
cional, por  señas  de  un  mísero  ahorro  que  no  le  sobraba  ciertamente,  y por  uno 
de  esos  palos  de  ciego  que  suele  dar  la  fortuna,  loca  amen  de  ciega,  fué  tan  afor- 
tunado esta  vez  el  pobre  diablo  que  lo  descalabró  el  premio  gordo  con  una  inve- 
rosimilitud de  millares  de  duros. 

Lo  descalabró  decimos  y no  decimos  mal,  porque  el  agraciado  jugador  hubo 
de  perder  el  juicio  á la  sorpresa  de  nueva  tan  contundente. 

El  caso  no  era  para  menos:  habíanle  caido  encima  quinientas  arrobas  de  plata, 
ó disminuyendo  el  peso,  aunque  no  la  intensidad,  treinta  y dos  arrobas  de  oro. 

Con  todo  eso,  no  estuvo  loco  mucho  tiempo,  pues  siendo  un  hecho  psicológico 
que  los  grandes  exabruptos  así  sirven  para  torcer  como  para  enderezar  juicios, 
nuestro  loco  no  tuvo  mas  que  contar  sus  cuentos  para  quedar  sano  y salvo  y aun 
diz  que  joven  y hermoso. 

Esto  último  es  probado.  Dadme  á mí  quinientas  arrobas  de  plata  ó siquiera 
treinta  y dos  de  oro  y ya  no  me  queda  una  cana.  En  cuanto  á lo  de  hermoso,  no 
creo  que  nadie  osara  llamarme  feo.  principalmente  entre  las  hermosas,  cuyo  voto 
me  bastaría. 

Llenos  ya  de  salud  todos  sus  bolsillos,  le  era  ya  muy  fácil  al  héroe  de  esta 
epopeya  encontrar,  no  ya  el  rincón  de  marras,  sino  también  el  mismo  paraíso  per- 
dido. Y firme  en  su  antiguo  propósito  de  retirarse  del  mundo,  del  demonio  y de 
la  carne,  que  ambos  á tres,  si  así  puede  decirse,  lo  habian  tentado  bastante,  aun- 
que no  sin  enseñarle  mucho,  sacudió  el  polvo  de  sus  zapatos,  pues  botinas  no  se 
estilaban  entonces  y salió  de  la  coronada  villa,  sin  descabalar  su  premio  gordo 
que  íntegro  dejó  en  una  casa  de  banca  tomando  solo  á cuenta  algunos  réditos. 

XI 

DONDE  ENCUENTRA  EL  HOMBRE  EL  RINCON  DE  MUNDO  QUE  BUSCABA. 

Así  como  olvidó  la  córte  el  agraciado  en  cuanto  le  volvió  la  espalda,  olvidó  tam- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


753 


bien  á Valencia,  su  amada  pátria,  donde  no  conocia  á nadie,  ó mas  exactamente, 
nadie  lo  conocia  á él;  olvidó  igualmente  á Barcelona,  donde  un  mercader,  deudo 
suyo,  hubo  de  ejecutarlo  por  cobro  de  maravedices;  y pasando  de  largo  por  Gra- 
nada, donde  lo  persiguió  por  sospechoso  la  injusticia  de  los  hombres,  y por  Sevi- 
lla donde  lo  persiguiera  ja  justicia  de  las  mujeres,  fué  á parar  á un  pueblo  de  la 
raya  de  Portugal,  como  quien  no  quisiera  ser  español  ni  portugués,  ó quien  qui- 
siera ser  acaso  ambas  cosas  á la  vez,  pero  resuelto  á perderse  allí  en  las  sombras 
del  olvido  como  un  pájaro  nocturno  que  no  quiere  sociedad  con  los  pájaros  y pá- 
jaras del  dia. 

Alaño  de  estar  allí,  era  ya  el  primer  terrateniente  del  país  en  diez  leguas  á 
la  redonda,  y nada  le  hubiera  faltado  para  su  completo  bienestar,  á tener  una  en- 
tidad más,  esto  es,  otra  entidad  distinta  de  la  suya,  pero  bien  adherida  á ella, 
por  testigo  de  su  dicha. 

Si  pudiéramos  decir  testigo,,  como  otros  dicen  rea,  habríamos  expresado  per- 
fectamente la  idea,  porque  el  testigo  que  necesitaba  el  dichoso  hombre  era  gra- 
maticalmente hembra,  es  decir  mujer,  ó mas  cultamente  esposa. 

Claro  es  que  no  tenia  lo  que  le  faltaba;  pero  esta  falta  no  lo  inquietaba  gran 
cosa,  pues  en  este  punto  tenia  el  hombre  su  opinión  formada  y aun  formulada, 
que  es  algo  más,  como  quiera  que  venia  estudiando  el  tema  de  mucho  tiempo 
atrás  en  el  gran  libro  del  mundo,  libro  en  folio  mayor  de  interminables  páginas, 
por  cuya  razón  no  acaba  nunca  de  estudiarse. 

Su  opinión  pues  estaba  encarnada  ó descarnada  en  esta  aridísima  fórmula. 

«El  hombre,  rico  ó pobre,  se  basta  á sí  mismo.» 

Nosotros,  en  cuanto  al  pobre,  hubiéramos  extremado  el  apotegma.  En  efecto, 
el  hombre  sin  valor  entendido,  no  ya  solo  se  basta,  sino  que  se  sobra  á sí  mismo. 
¿Para  que  diablos  se  quiere?  Pero  el  rico,  el  hombre  contante  y sonante,  afloja 
siempre  la  tirantez  de  los  principios.  Difícilmente  se  encontrará  haciendo  de  sol- 
tero ni  menos  de  solterón,  en  cuyo  presupuesto  de  gastos  no  figura  en  cifra  y con 
todas  sus  letras  la  partida  de  alfileres;  alfileres  que  suelen  ser  zarcillos  de  oro  ó 
de  doublé,  según  los  ingresos;  y sino  zarcillos,  brazaletes  collares  ú otras  zarande- 
jas  que  no  usa  nuestro  feo  sexo. 

En  el  presupuesto  de  tan  prudente  varón  no  figurará  cosa  de  alfiler  de  uso 
sospechoso;  pero  apostaríamos  los  mismos  zarcillos  á que  el  agraciado  de  ahora  no 
era  tan  radical  en  este  punto  como  el  desdichado  de  marras;  pues  no  hay  soltero, 
máxime  si  es  solterón,  á no  estar  descuartizado,  que  deje  de  sentir  de  dia  y de 


754 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


noche  dicha  necesidad  ó sea  la  falta  de  la  dichosa  testiga  con  perdón  de  la  Acade- 
mia. Sino  que  nuestro  héroe,  á quien  si  hemos  de  mentar  á cada  paso  llamaremos 
desde  ahora  don  Prudencio,  desconfiaba  prudentemente  de  todas  las  mujeres,  ga- 
nado con  que  habia  perdido,  aunque  no  siempre;  y por  eso  se  habría  seguramen- 
te resuelto  á morir  célibe,  si  solo  hubiera  mujeres  de  córte,  de  capital,  de  picaro 
mundo.  Hubiérala  él  querido  de  limbo,  de  lugar  de  un  pueblo  que  no  fuera  del 
mundo,  por  decirlo  así:  mas  claro,  la  hubiera  querido  polla,  pava,  inocentona  pa- 
ra poder  educarla  á su  sabor. 

No  habiendo  podido  encontrar  aun  esta  especie  de  arquetipo  de  primitiva  ino- 
cencia, se  mantenía  en  sus  trece,  ó sea  en  su  fórmula  de  celibato;  pero  ya  mas 
bien  por  sistema,  por  teoría  ó ciencia  que  por  conciencia,  pues  allá  en  sus  aden- 
tros bien  sentía  ó presentía  que  no  se  habia  de  bastar  siempre  á sí  mismo. 

Por  lo  demás,  era  intransigente  dentro  de  sus  principios  de  conducta  aconse- 
jados por  larga  y triste  experiencia. 

Diz  que  sabedoras  del  mérito  personal  de  este  becerro  de  oro  mas  de  una  y 
aun  de  dos  duquesas  no  sabemos  si  in  partibus,  pero  duquesas  positivamente,  hu- 
bieron de  pretender  su  mano,  mano  que  sosteniendo  la  metáfora  debiéramos  lla- 
mar pezuña,  y con  este  propósito  detuviéronse  en  el  pueblo  algunos  dias,  como 
fatigadas  del  camino  á su  paso  para  las  termas  vecinas;  sino  que  el  becerro,  á 
fuer  de  hombre  corrido,  hubo  de  darles  sendas  cornadas,  ó calabazas  por  no  sos- 
tener ya  mas  nosotros  tan  récia  y bárbara  metáfora. 

Pasado  algún  tiempo,  después  de  estas  y otras  calabazas,  rasgos  característi- 
cos de  su  fisonomía  social  ó insocial  (y  poned  donde  podías  tales  protuberancias), 
hubo  de  verdón  Prudencio  una  manzana  de  oro,  no  en  el  jardín  de  las  Hespéri- 
das, sino  en  el  llamado  de  las  Ánimas,  ó sea  en  el  huerto  del  párroco,  moza  (la 
manzana,  no  el  párroco),  moza  de  algunos  quince  abriles,  ó diez  y seis  á lo  más, 
tan  bella  como  tímida,  y tan  vergonzosica,  que  luego  de  haber  deslumbrado  al 
solterón  con  las  estrellas  de  sus  ojos  las  eclipsó  graciosamente  con  las  sombras  de 
sus  negras,  largas  y honestísimas  pestañas. 

Don  Prudencio  la  miró  á espacio  y de  frente  como  quiera  que  ella  no  lo  mira- 
ba ya  á él. 

Con  todo  eso,  encogióse  luego  de  hombros,  haciendo  un  gesto  de  expresión 
indefinible,  como  obligado  á decir  que  el  hombre,  pobre  ó rico,  se  basta  á sí  mis- 
mo y le  volvió  la  espalda  bruscamente. 

Pero  siguió  viéndola  y luego  pensando  en  ella. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


75.*) 


¿Qué  pensaba? 

El  dato  es  interesante,  pero  nos  falta.  Vaya  usted  á saber  lo  que  pensaba  un 
hombre  tan  corrido  y sobre  todo  tan  reservado  y prudente. 

Solo  nos  consta  que  volvió  á su  casa  pensativo,  que  cenó  bien  y se  acostó; 
sino  que  no  pudo  dormir,  ó no  durmió  tanto  ni  tan  bien  como  las  demás  no- 
ches. 

Fatigado  al  fin  de  su  insomnio  y de  su  malestar  bien  que  nada  le  doliera,  se 
incorporó  en  el  lecho,  encendió  una  bujía  y habiendo  de  entretenerse  en  algo, 
tomó  por  pasatiempo  su  vieja  y sobada  cartera,  libro  de  heterogéneas  memorias, 
donde  incólumes  unas,  testados  ctros,  dormian  todos  los  recuerdos  é impresiones 
de  su  vida. 

Cuentas  de  sastre  y de  modista;  señas  de  habitación,  después  de  sospechosas 
iniciales;  fechas  sin  duda  memorables  por  lo  abultadas  y concisas;  aforismos  hi- 
giénicos y máximas  morales...  estos  y otros  ejusdem  furfuris,  eran  los  apuntes 
que  llenaban  aquel  gran  gatuperio  que  don  Prudencio  comenzó  á hojear  desde  la 
primera  página. 

Todos  los  sospechosos  estaban  ya  cruzados  de  antemano,  y con  todo  eso,  vol- 
vió á cruzarlos  don  Prudencio,  sonriendo  á veces,  sin  sonreir  las  mas,  y aun  hubo 
de  hacer  alguna  que  otra  cruz  con  gesto  de  amarga  expresión. 

Entre  los  indiferentes,  y por  tanto  incólumes  apuntes,  había  las  siguientes 
máximas,  que  don  Prudencio  fué  leyendo  y aun  estudiando  una  por  una. 

«Los  hombres  que  se  casan  son  los  que  por  lo  regular  saben  arrepentirse.» — 
Sócrates. 

Después  de  meditar  un  buen  espacio  sobre  la  moral  de  esta  sentencia,  tomó 
la  pluma  don  Prudencio  y la  borró,  como  quien  no  está  ó no  quisiera  estar  ya 
conforme  con  ella. 

«¿Por  qué  no  has  sancionado  alguna  pena  para  los  célibes? — Porque  el  ma- 
trimonio es  ya  de  suyo  una  carga  muy  pesada.» — Licurgo. 

Don  Prudencio  no  borró  esta  otra  máxima;  pero  modificó  su  sentido  adicio- 
nándola así: 

«Para  quien  no  sabe  tomarlo  con  todas  las  precauciones,  que  sugiere  la  pru- 
dencia.» 

Y siguió  leyendo: 

«El  hombre  no  debe  casarse  nunca;  en  la  juventud  por  temprano;  en  la  vejez 
por  tarde.» — Liógenes, 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


/ob 

— Luego  la  edad  viril, — arguyo  don  Prudencio  en  voz  alta  como  si  estuviera 
enfrente  del  filósofo  cínico, — es  la  edad  oportuna  para  casarse. 

«La  mujer  es  siempre  mejor  ó peor  que  el  hombre.» — La  Bruyere. 

Esta  sentencia  quedó  intacta. 

«Hay  pocas  mujeres  honradas  que  no  estén  cansadas  de  serlo.) — La  Roche- 
foucauld. 

— En  las  grandes  capitales, — añadió  don  Prudencio  con  toda  convicción, — es 
probado . 

«Si  elejís  mujer  hermosa,  te  será  infiel:  y si  la  elijes  fea  le  serás  tú  á ella.» — 
Antisienes . 

— ¡Qué  alambicar  de  filósofos! — exclamó  el  presunto  esposo  con  cierto  enfado 
tan  pueril  como  gracioso. 

«Dos  dias  satisfactorios  se  pasan  con  la  propia  mujer:  uno  cuando  se  recibe  y 
otro  cuando  se  entierra.» — Hiponax. 

— ¡Qué  barbaridad!  ¡Y  yo  que  creia  que  no  podia  ser  necio  ningún  sábio!... 
Solo  cuando  yo  lo  apunté  allá  en  mis  verdes  años  pudo  caerme  en  gracia  este  dis- 
parate. 

«La  belleza  es  una  tiranía  de  poca  duración.» — Sócrates . 

— Para  lo  que  ha  de  vivir  ya  este  pobre  viejo,... — murmuró  el  riquísimo  pro- 
vecto. 

«Mienten  las  mujeres  con  tanta  gracia  que  hasta  les  hace  gracia  la  mentira.» 
— Byron. 

— Es  verdad. 

«Las  mujeres  fingen  mas  que  mienten,  mientras  los  hombres  mienten  mas 
que  fingen.» 

— Es  verdad. 

«La  mujer  es  un  manjar  digno  de  los  dioses,  cuando  no  lo  guisa  el  diablo.» 
— Shakespeare. 

— Es  verdad, — repitió  nuestro  héroe  reprimiendo  la  risa. 

«Mas  vale  un  hombre  que  te  haga  mal,  que  una  mujer  que  te  haga  bien.» — 

Eclesiástico. 

— Esto  es  mentira, — dijo  don  Prudencio  con  impiedad  inconsciente,  como 
quiera  que  no  era  muy  fuerte  en  Escritura. 

«Toda  malicia  es  poca  comparada  con  la  malicia  de  la  mujer.» — Id. 

— ¡Qué  barbaridad  ! — exclamó  don  Prudencio  con  la  misma  irreverencia,  aun- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


757 


que  inconsciente  siempre. — Ni  tanto  ni  tampoco.  Después  de  todo  el  hombre  hace 
á la  mujer. 

Y cerró  su  cartera  con  cierto  enfado  cómico  ó pueril. 

III 

DE  LO  QUE  ERA  LA  MANZANA  DE  ORO. 

La  mañana  siguiente,  el  ama  de  gobierno,  quintañona  tan  fosca  como  solíci- 
ta por  la  salud  de  don  Prudencio,  habiéndose  apercibido  de  su  insomnio,  hubo  de 
preguntarle  á tenor  de  ello. 

— Esta  noche,  señor, — le  dijo, — no  se  ha  dormido  mucho. 

— ¿Eh? — se  limitó  á decir  don  Prudencio,  temeroso  de  que  hubiera  sorpren- 
dido su  secreto,  con  lo  cual  no  contestó  á la  pregunta,  sino  que  preguntó  á su 
vez. 

— Vi  muy  á deshora  luz  por  la  rendija, — repuso  la  dueña. 

- — Sí,  me  he  desvelado  esta  noche. 

— ¿Quiére  usted  que  le  traiga  adormideras  del  huerto  de  las  Animas? 

Don  Prudencio  miró  atentamente  á la  dueña  y contestó,  después  de  un  hondo 
suspiro: 

— No,  esto  no  se  cura  con  yerbas. 

En  efecto:  nullis  amor,  dice  Séneca,  est  medicabilis  herhis. 

— Pues  carne,  señor  amo, — añadió  la  vieja,  no  se  sabe  si  con  intención  ó sin 
ella. 

— Por  eso  estoy  mas  bien, — dijo  don  Prudencio  en  el  mismo  tono  indefinible. 

— Carne,  buen  vino  y laus  Deo,  aseguran  á Morfeo,  como  reza  el  refrán. 

— Pues  sírvame  usted  el  almuerzo. 

Don  Prudencio  almorzó  bien,  comió  y cenó  mejor;  pero  no  durmió  mas  tran- 
quilo aquella  noche,  ni  las  siguientes  tampoco. 

Urgía,  pues,  poner  remedio  al  insistente  insomnio  yendo  al  huerto  de  las 
Ánimas,  ó sea  del  padre  cura,  en  busca  de  adormideras  ó mas  francamente  man- 
zanas. 

Y pues  que  urgía  procedió  el  interesado  con  el  mayor  interés,  aunque  sin  sa- 
lir de  su  paso,  á tomar  informes  de  la  núbil,  á quien  sin  haber  jugado  nunca  á 
la  lotería,  le  iba  á tocar  también  el  premio  gordo. 

TOMO  i. 


95 


758 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Era  la  susodicha  manzana  de  oro  una  niña  de  cabellos  de  ángel  y ojos  al  pelo, 
esto  es,  una  rubia  de  ojos  azules  como  una  virgen  cristiana,  y esbelta,  aunque 
llenita  como  una  hada  moruna,  y pasaba,  no  sin  razón,  por  la  mas  honesta  y re- 
catada doncella  del  pueblo,  como  quiera  que  habia  recibido  la  mas  severa  y pia- 
dosa crianza,  bajo  la  férula  de  su  reverendo  tio,  párroco  del  lugar  y deudo  de  su 
madre,  la  cual  servia  á su  merced  en  calidad  de  ama  de  llaves. 

Sabíase  de  coro  todas  las  oraciones  del  ejercicio  cuotidiano,  mas  algunas  otras 
en  latin  de  las  horas  canónicas,  iba  á misa  conventual  todos  los  citas  diarios, 
pleonasmo  no  inútil  aquí,  ya  que  tan  gráficamente  expresa  la  reincidencia  ó asi- 
duidad y confesaba,  aunque  inocente,  todos  los  domingos,  como  una  gran  pecadora. 

Atento  á labores  femeniles,  no  tenia  nada  que  envidiar  á la  mas  provecta 
educanda  de  colegio;  que  así  hacia  un  par  de  calcetas  de  lana  burda  para  su  se- 
ñor tio,  ó zurcía,  cuando  no  remendaba  la  basquiña  de  su  señora  madre,  como 
bordaba  en  fina  seda  una  túnica  para  el  Niño  Dios  ó una  toca  para  su  Santa 
Madre. 

Y si  en  esto  de  coser  y cantar  era  habilísima  como  una  colegiala,  sin  haber 
salido  nunca  del  lugar,  no  era  sino  primorosa  como  una  monja  en  lo  de  hacer  go- 
losinas. 

Cosa  de  danza,  no  sabia  ni  debia  saber  la  sobrina  de  su  tio,  cuyas  opiniones 
en  este  punto,  como  en  todos,  aceptaba  de  buen  grado,  condenando  como  su  mer- 
ced esta  invención  de  Satanás.  Ni  menos  sabia  solfear  maldito  el  aire  ó ária  de 
ópera  ó zarzuela,  reclamo  del  mismo  enemigo  del  alma  y fruta  prohibida  en  aquel 
paraíso  terrenal;  pero  á sus  solas,  no  dejaba  de  entonar  el  canto  llano. 

Menos  aun  sabia  la  inocente  y cándida  doncella  qué  fruta  era  el  amor,  pues 
bien  que  á todos  los  mozos  del  lugar  se  les  fueron  los  ojos  detrás  de  ella,  rústicos 
como  eran,  no  pensaron  nunca  en  coger  una  flor  que,  por  tierna  y delicada,  se 
hubiera  deshojado  entre  sus  manos. 

Y como  los  mozos  no  la  amaban,  ó no  se  lo  decían,  que  para  el  caso  es  lo 
mismo,  ella  tampoco  amaba  mas  que  á su  madre  y á su  tio,  individuos  que,  por 
identidad  de  traje,  tenia  ella  por  de  su  propio  sexo. 

Mirar  ella  de  frente  á un  hombre,  hubiera  sido  gran  pecado  en  su  inmacula- 
da conciencia;  de  soslayo  y aun  así  Dios  y ayuda,  pues  de  ello  hubo  de  acusarse 
en  confesión,  aunque  solo  una  vez  ó dos  ó tres;  secreto  que,  supuesta  la  inviola- 
bilidad del  sacramento  por  parte  del  confesor,  no  sabemos  como  diablos  lia  llega- 
do basta  nosotros. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


759 


Era,  en  pocas  palabras,  limpia  como  una  patena,  hablando  técnicamente, 
buena  como  el  pan  bendito,  mansa  y sumisa  como  una  esposa  de  Cristo. 

Todo  esto  hubo  de  averiguar  don  Prudencio,  dentro  siempre  de  su  propia  con- 
cha, ó sea  sin  preguntar  á nadie  directa  y torpemente;  y aun  supo  mucho  más  y 
favorable  todo,  como  quiera  que  se  lo  dijo  la  fama;  y la  fama,  que  sobre  ser  mujer 
tiene  cien  lenguas,  habla  siempre,  en  buena  ó mala  parte,  mas  de  lo  que  debe. 

I"V 


DE  LO  QUE  VERÁ  EL  CURIOSO  LECTOR. 

Bien  que  supiera  ya  nuestro  héroe  á que  atenerse,  pues  le  liabian  salido  á pe- 
dir de  boca  sus  investigaciones,  no  quiso  correr  por  la  pendiente,  yendo,  sin  em- 
bargo, hácia  su  objeto  con  esa  especie  de  compás  mayor  que  se  llama  en  la  len- 
gua del  Bocaccio  ¡rían  ¡nano. 

Era  hombre  de  mundo,  habia  corrido  ya  bastante,  se  llamaba  don  Prudencio, 
y todo  esto  le  imponia  deberes  de  reserva  y prevención  para  no  contradecirse  á sí 
mismo. 

¿Me  convendrá  á mí  esta  muchacha? 

Hé  aquí  una  pregunta  que  se  hacia  don  Prudencio  todas  las  noches  al  acos- 
tarse y á la  que  no  se  contestaba  nunca,  aunque  pensara  en  ella  mucho,  puesto 
que  le  sobraba  tiempo  y ocasión  para  ello,  pues  Morfeo  no  acudia,  á pesar  de  la 
receta  de  la  dueña. 

Con  todo  eso,  es  decir,  sin  contestarse  á su  pregunta,  salió  un  dia  de  su  re- 
traimiento y allá,  fué  á casa  del  cura,  no  á otra  sino  á pagarle  la  visita  de  que  le 
era  deudor  desde  la  llegada  al  pueblo:  nada  mas  justo  ni  justificado. 

Después,  aprovechando  el  ofrecimiento  de  cortesía  ó de  expontaneidad,  su- 
puesta la  franqueza  de  su  merced  del  párroco,  huho  de  frecuentar  la  casa,  sin 
correrse  ni  mucho  menos  en  la  frecuencia,  pues  no  sino  los  domingos  iba  por 
allá,  tendiendo  siempre,  aunque  mañosamente,  á su  propósito  de  investigación;  y 
cuando  al  cabo  de  cabos  adquirió  la  íntima  convicción  de  que  Inmaciilata,  que 
tan  limpio  era  el  nombre  bautismal  de  la  doncella,  no  tenia  cosa  de  telaraña  ni 
polvo  ni  sombra  en  su  conciencia,  en  punto  á moral,  y en  otros  puntos  que  así 
hacia  á sala  como  á cocina,  á abanico  como  á escoba,  lo  cual  vale  tanto  como  de- 
cir que  era  tan  apta  para  un  fregado  como  para  un  barrido,  llamó  en  reserva  al 
párroco  y le  dijo  exabrupto: 


760 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


— Tengo  quinientas  arrobas  de  plata,  ó sean  treinta  y dos  de  oro,  ó si  sabe  us- 
ted contar  doscientos  mil  duros  de  capital  efectivo. 

El  pobre  del  párroco  que,  sin  levantarse  de  su  poltrona  de  baqueta,  liabia  re- 
trocedido un  paso,  por  decirlo  así,  á cada  uno  de  estos  bárbaros  conceptos,  es¡ie- 
cie  de  trinidad  diabólica,  que  sin  dejar  de  ser  trina,  era  en  el  fondo  una,  pues 
plata,  oro  ó moneda  no  era  sino  un  escándalo  de  dinero,  no  lialló  á mano  que  de- 
cir y se  santiguó  piadosamente. 

— Son  cuatro  millones, — añadió  enfáticamente  don  Prudencio  abusando  de  su 
posición. 

El  párroco  se  santiguó  otra  vez  en  silencio;  y don  Prudencio  que  se  gozaba 
en  su  asombro  llevó  su  crueldad  basta  el  punto  de  preguntarle  sonriendo: 

— ¿Qué  dice  usted  á eso? 

— Digo, — contestó  al  fin  el  párroco, — que  es  mucho  dinero  ese  para  un  hom- 
bre solo. 

¡ Contestación  admirable  en  su  misma  sencillez ! Tiene  ó toda  la  rectitud  de 
la  ingenuidad  ó todos  los  recodos  de  la  doblez,  de  la  malicia,  del  cálculo. 

Nosotros,  pobres  cantores  de  gesta,  no  hubiéramos  sido  osados  á tomarlo  en 
mala  parte;  pero  don  Prudencio  que  era  hombre  de  mundo  además  de  don  Pru- 
dencio, se  sonrió  victoriosamente,  tomando  la  aparente  ingenuidad  por  indirecta, 
y la  indirecta  por  feliz  augurio  de  su  triunfo. 

— Ciertamente, — repuso, — es  mucho  dinero  para  un  hombre  solo,  y por  eso, 
no  siendo  yo  uno  de  esos  egoistas  que  todo  lo  quieren  para  sí  solos,  lie  pensado 
en  elegir  compañera  que  lo  disfrute  conmigo  en  paz  y gracia  de  Dios. 

— Ha  pensado  usted  muy  bien,  señor  don  Prudencio;  sino  que  en  este  peque- 
ño vecindario  quizás  no  haya  para  elegir  mas  que  una...  ó dos. 

— Cuente,  padre  cura,  que  no  soy  yo  mahometano  para  elegir  tres  ó cuatro. 

— No  lo  dije  por  tanto,  señor  don  Prudencio;  decir  quise  que  no  hay  en  este 
rincón  muchas  mujeres  dignas  de  la  elección. 

— Como  haya  una,  sobran  todas  las  demás. 

— Pues  una...  no  dejará  de  haberla. 

— Pues  esa,  señor  cura,  con  el  asenso  de  usted,  lia  de  ser  la  madre  de  mis  hijos. 

— ¿Eli? — preguntó  su  merced  desentendiéndose  con  cierto  decoro  retórico,  de 
una  intención  que  era  la  suya  propia. 

— Eso  mismo, — 'Contestó  el  otro,  desentendiéndose  á su  vez  de  estos  repulgos. 

= — Lo  tengo  ya  resuelto. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


701 


— ¿Resuelto  lo  tiene  usted? 

— Sin  duda. 

—¿Qué? 

— ¡Pardiez!  Pues  eso  misino,  hombre  de  Dios. 

El  párroco  juzgó  ya  peligroso  su  desentendimiento,  y entendiéndolo  ya  todo, 
entró  de  lleno  en  la  cuestión. 

— En  hora  buena, — dijo  con  cierta  sonrisita:  en  liora  buena:  si  se  aman  uste- 
des... 

— Por  mi  parte,  sí, — contestó  resueltamente  don  Prudencio, — no  sé  si  ella... 

— Ella  soy  yo. 

— No  estoy  conforme. 

— Lo  digo  al  tanto  de  su  obediencia  y sumisión  á mi  voluntad,  como  que  la 
pobre  no  ha  conocido  otro  padre. 

— Con  todo  eso,  señor  cura,  yo  no  quiero  obligarla. 

— ¿Qué  es  obligar?  Demás  me  sé  yo,  señor  don  Prudencio,  que  Inmaculata 
tiene  á usted  en  el  mejor  predicamento  y que  aun  presunta  su  dicha  en  el  hones- 
to cony ugio  de  un  hombre  á quien  recomiendan  tales  y tantas  virtudes. 

— No  es  oro  todo  lo  que  reluce,  padre  cura. 

El  bueno  del  párroco  no  entendió  la  figura,  con  ser  la  acusación  de  una  con- 
ciencia, y se  desconcertó  un  momento;  mas  conociendo  que  si  oro  no  era  todo  lo 
que  relucia,  siempre  quedaría  algo  y aun  algos,  muy  luego  se  rehizo  y contestó 
oportunamente  como  siempre: 

— No  importa,  señor  mió;  mi  sobrina  no  ha  de  querer  á usted  por  el  oro,  sino 
por  sus  buenas  prendas. 

— En  hora  buena.  Pero  sin  haber  yo  dicho  una  palabra  ni  media  á nadie  so- 
bre mis  intenciones,  ¿cómo  puede  ella  saber?... 

--No  be  dicho  que  lo  sepa,  sino  que  lo  presiente.  En  esto  del  amor  liay  cora- 
zonadas muy  seguras. 

— Veo  que  es  usted  hombre  de  mundo. 

■ — De  confesionario  no  mas. 

— Sea  como  quiera,  hay  que  consultar  préviamente  la  voluntad  de  la  moza 
para  que  luego  no  se  llame  á engaño.  Sobre  todo  ¿á  qué  exponerme  yo  á un  de- 
saire sin  orillar  antes  ciertas  dificultades,  tales  como  mi  edad  machucha,  mi  tris- 
te figura?... 

— Perdone  usted,  señor  don  Prudencio:  en  cuanto  á lo  primero,  sepa  usted 


762 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


que  nuestra  Santa  Madre  Iglesia  no  pregunta  por  la  edad  á los  contrayentes;  y 
en  cuanto  á lo  segundo,  ó sea  á lo  de  su  triste  figura,  aunque  pudiera  ser  mas 
alegre,  no  es  tan  triste  como  usted  supone,  y sobre  ello  nada  dice  tampoco  nues- 
tra Santa  Madre. 

— Pero  podria  decir  la  hija. 

— ¿Qué  sabe  ella  de  eso? 

— Sin  embargo,  insisto. 

— En  hora  buena. 

— Ahora  ruego  á usted,  padre  cura,  se  sirva  aplicar  una  misa  por  mi  inten- 
ción,— dijo  don  Prudencio  levantándose  y poniéndole  una  onza  de  oro  en  la  pal- 
ma de  la  mano. 

— ¡Oh! — exclamó  con  asombro  el  bueno  del  párroco,  que  las  habia  dicho 
hasta  á tres  reales. — Con  tanta  piedad  ¿cómo  no  ha  de  ser  usted  afortunado? 

— A Dios  rogando  y con  el  mazo  dando. 

— Es  un  gran  proverbio.  Pero  ¿parte  usted  ya? 

— Sí,  tengo  que  hacer,  y usted  también  tiene  que  hacer  algo  ahora. 

— Cuente  usted  con  los  buenos  oficios  de  éste,  su  mas  atento  amigo,  seguro 
servidor  y capellán  que  su  mano  besa. 

Y el  párroco  lo  acompañó  hasta  la  puerta  de  la  calle. 

"V 


DONDE  SE  CELEBRA  CONSEJO  DE  FAMILIA 

— ¡Escolástica! — gritó  el  cura  luego  que  se  restituyó  á su  aposento  llamando 
á quien  llamaba. 

Una  mujer  diminuta,  gordiflona  y rubicunda  acudió  como  rodando. 

Era  ese  segundo  tomo  de  teología  moral  que  está  en  orden  y categoría  entre 

el  párroco,  que  es  el  primero,  y el  sacristán,  que  es  el  segundo era,  pues,  el 

ama  del  cura. 

— Siéntate  cómodamente,  que  tenemos  que  hablar  mucho. 

— ¿Qué  ocurre  de  malo? 

— No  es  sino  muy  bueno. 

— A la  mano  de  Dios. 

Dejó  el  cura  pasar  en  silencio  una  gran  pausa,  que  pudiéramos  llamar  de  efec- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


763 


to,  y cuando  fué  á estallar  la  impaciencia  de  la  dueña,  dijo  con  toda  esta  sorna: 

— ¿Conoces  tú  á don  Prudencio  Gómez? 

— ¡Bah!  Pues,  ¿no  viene  á casa  todos  los  domingos  y aun  hoy  ha  venido  con 
ser  martes? 

— No  has  comprendido  mi  intención,  mujer. 

— Pues  pregúntamelo  otra  vez,  hombre. 

— ¿Sabes  quien  es  don  Prudencio? 

— Sé  que  es  un  hombre  bastante  adusto  y... 

— ¡ Escolástica ! Ten  caridad  del  prójimo  por  amor  de  Dios. 

— Francamente,  no  me  gustan  los  solterones. 

— Pues  vé  como  dispone  Dios  las  cosas,  y adora  su  providencia.  Nosotros  le 
gustamos  tanto  á él  que  va  á hacernos  felices. 

— ¡Tan  adusto  siempre  y tan  ruin! 

— ¡Caridad,  Escolástica! 

— ¿No  es  así? 

— Es  millonario  y no  sino  muy  generoso. 

— ¿Con  qué  tiene  mas  de  las  fincas  que  compró? 

El  párroco  se  sonrió,  seguro  del  efecto  y contestó  con  toda  esta  gallardía: 

— Tiene  quinientas  arrobas  de  plata,  ó sean  treinta  y dos  de  oro,  ó lo  que  es 
igual  doscientos  mil  duros  efectivos. 

Escolástica  quedó  como  aplastada  bajo  tanto  peso. 

— Ahora  bien, — repitió  el  párroco, — ¿sabes  quien  es  don  Prudencio? 

El  ama  no  pudo  articular  todavía  una  palabra;  y no  contestando  ella,  se  con- 
testó él  mismo. 

— Es  un  señor  riquísimo,  explendido,  piadoso,  honorable  afabilísimo  v sobre 
todo  enamorado  de  tu  hija. 

— ¿Qué  me  cuentas? 

— Lo  que  estás  oyendo. 

— Pero,  ¿cómo  es  tan  reservado  con  la  niña  que  jamás  le  echó  una  flor  si- 
quiera? 

— ¡Bah!  Si  al  fin  le  echa  todos  sus  millones,  bien  pueden  dispensársele  las 
flores. 

— Pero,  ¿cómo  no  me  pide  su  blanca  mano? 

— Calma,  que  todo  se  andará,  mujer:  no  quieras  sacar  de  quicio  las  cosas, 
tanto  mas  cuando  que  las  dirige  la  misma  prudencia  en  persona.  En  ese  camino 


764 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


lia  dado  ja  el  primer  paso  cerca  de  mí,  sabiendo  la  autoridad  que  tengo  en  la  fa- 
milia. Después  cumplirá  contigo;  pero  antes,  como  hombre  digno  de  su  nombre, 
quiere  dar  otro  paso  prévio,  pues  como  dice  el  refrán,  para  hacer  una  pepitoria 
de  gallina,  lo  primero  es  tener  gallina. 

— No  te  entiendo. 

— Quiero  decir  que  ante  todo  haj  que  consultar  la  voluntad  de  la  intere- 
sada. 

— En  cuanto  á eso,  ella  hará  lo  que  se  le  mande. 

— Sin  embargo,  es  una  condición  que  impone  el  pretendiente  y hay  que  cum- 
plirla, siquiera  por  no  disgustarlo. 

— Sea  como  quiere. 

— Pues  llenemos  el  trámite. 

Y los  dos  á una  voz  llamaron  á Inmaculata. 

Muy  luego  se  presentó  la  doncella,  blanca  como  un  copo  de  nieve,  olorosa  co- 
mo un  nardo,  espléndida  como  una  estrella,  melancólica  como  un  suspiro,  tími- 
da y vergonzosica  como  el  mismo  pudor. 

— Siéntate, — mandáronle  á una  voz  también  las  dos  autoridades. 

Y obedeciendo  al  mandato,  la  niña  vino  á sentarse  entre  una  y otra. 

El  piadoso  párroco  creyó  que  ante  todo  debia  examinarla  de  doctrina  cristia- 
na, pro  fórmula  sin  duda,  pues  harto  le  constaba  que  su  alumna  se  sabrá  de  me- 
moria todo  el  Ripalda;  pero  el  ama,  toma  la  palabra  con  su  autoridad  de  madre  y 
se  fué  derecha  al  grano,  dejando  al  cura  las  hojas,  digámoslo  así,  por  no  mentar 
aquí  la  paja. 

— Hija  mia, — le  dijo, — ha  llegado  la  ocasión  de  tomar  estado  y de  tomarlo 
bien,  ó elegir  como  Dios  manda  y la  Iglesia  nos  propone,  porque  la  ocasión  es 
calva,  como  dijo  San  Buenaventura,  y hay  que  cogerla  por  los  cabellos,  como  di- 
ce tu  tio. 

— Yo  no  he  dicho  eso,  mujer  ni  San  Buenaventura  lo  otro, — dijo  el  párroco 
con  bondadoso  enfado,  al  ver  que  Escolástica  se  iba  por  los  Cerros  de  Ubeda. 

— Pues  habla  tú, — repuso  el  ama  con  enfado  no  ya  tan  bondadoso. 

— Déjame  pues  hablar  sin  interrumpirme  hasta  que  te  llegue  el  turno. 

El  párroco  volvió  á su  doctrina  y entrándose  por  los  sacramentos,  no  paró  has- 
ta llegar  al  séptimo,  que  era  el  punto  cardinal  de  tan  solemne  exámen;  y hacien- 
do aquí  una  pausa,  solo  para  tomar  un  polvo,  preguntó  á la  doncella  sonriendo: 

— Ahora  bien,  ¿sabrías  tú  decirme  que  es  matrimonio? 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


765 


La  doncella  no  contestó  á esta  pregunta,  pero  bajó  la  vista  y se  ruborizó  in- 
tensamente, lo  cual  era  contestar  en  cierto  modo. 

La  madre,  empero,  que  no  lo  entendió  así,  creyó  oportuno  suplir  el  silencio 
de  la  hija  y saltó  diciendo: 

— Basta  con  que  sepa  que  es  amor. 

— No  basta, — contestó  severamente  el  párroco. 

— No  todas  las  mujeres  lian  de  ser  teólogas. 

— Pero  buenas  cristianas,  sí. 

— Sin  duda,  pero  del  amor  al  matrimonio  no  hay  ya  mas  que  un  paso. 

— Veámoslo,  pues, — dijo  el  cura  sonriendo. — ¿Qué  es  amor,  Inmaculata? 

— ¿Amor? 

—Sí. 

— Pues  el  amor  es...  no  sé  qué...  que  viene  de...  no  sé  donde...  y nos  im- 
pulsa á...  que  sé  yo... 

— ¡Jesús,  María  y Josef!  ¡Cuántos  disparates! — exclamó  la  madre  descon- 
solada. 

— Poco  á poco.  Escolástica, — dijo  el  cura  saboreando  otro  polvo. — No  se  ex- 
plicó mejor  con  toda  su  teología  sobre  tan  difícil  punto  el  mismo  fray  Dubose  en 
su  libro  de  La  mujer  honesta.  Y no  hemos  de  exigir  que  sepan  mas  de  amor  ter- 
reno los  ángeles  que  los  frailes. 

Y dirigiéndose  ahora  á la  doncella,  añadió: 

— ¡Perfectamente,  Inmaculata!  un  paso  mas  y ya  estamos  en  el  matrimonio, 
según  dice  tu  madre.  Dime,  pues,  ¿que  es  matrimonio? 

La  niña  contestó  ahora  de  corrido: 

— Un  conjunto  de  todos  los  bienes  sin  mezcla  de  mal  alguno. 

— Eso  es  la  gloria,  hija. 

— -Un  conjunto  de  todos  los  males  sin  mezcla  de  bien  alguno. 

Eso  es  el  infierno,  hija  mia.  ¡Y  con  eso  sales  ahora! — argüyó  la  madre 

meneando  la  cabeza  con  expresión  de  lástima. — ¿Cómo  has  de  casarte,  si  no  sa- 
bes lo  que  es  matrimonio? 

Sí  lo  sabe, — redargüyó  el  padre  cura, — pues  sustancialmente  gloria  ó in- 
fierno es.  según  que  los  esposos  se  lleven  ó no  amorosa  y cuerdamente,  como  Cris- 
to con  su  iglesia  ó como  la  iglesia  con  Cristo. 

Con  todo  eso,  el  bueno  del  párroco  hubo  de  explicar  canónicamente  el  punto 
de  doctrina  á la  inconsciente  examinanda. 

96 


TOMO  I. 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


766 

— Ahora  bien, — añadió  luego, — ¿tienes  vocación  al  estado  conyugal? 

Inmaculata  se  encogió  de  hombros  como  si  no  entendiera  el  preguntado,  ru- 
borizándose otra  vez  como  si  lo  hubiera  entendido. 

— Eso  sí. — contestó  la  madre  por  la  bija. 

— Adelante,  pues, — dijo  sonriendo  el  examinador. 

Y continuó  su  interrogatorio. 

— ¿Amas  á tu  futuro? 

— Pero,  señor, — contestó  la  cándida  ruborizándose  por  tercera  vez, — esa  pre- 
gunta no  está  en  el  catecismo. 

— Pero  es  de  rúbrica,  bija  mia, — repuso  el  párroco, — v es  preciso  contestar 
con  toda  verdad.  Contesta,  pues. 

— Pero,  señor,  ¿qué  es  futuro? 

— Futuro  es, — se  anticipó  á explicar  doña  Escolástica, — un  hombre  que  gusta 
ó debe  gustar  por  sus  buenas  cualidades  á una  niña  bien  criada  que  le  da  ó debe 
darle  palabra  de  casamiento. 

— Ahora  bien, — preguntó  sin  mas  rodeos  el  párroco.  — ¿Amas  á don  Pru- 
dencio? 

La  presunta  novia  no  contestó  de  palabra;  pero  se  ruborizó  por  última  vez  y 
sonriendo  graciosamente  echó  una  lagrimica. 

— A la  mano  de  Dios, — dijo  el  párroco  dándose  por  entendido. 

— No  la  examines  mas, — añadió  la  madre, — toda  vez  que  en  punto  de  doctri- 
na, sabe  lo  mas  esencial. 

— Falta  mi  bendición. 

La  novia  cayó  de  rodillas;  el  párroco  la  cruzó  y con  esto  se  levantó  la  sesión. 

VI 


DEL  PENSAMIENTO  MAS  NEGRO  QUE  PUEDE  OCURRIR  Á HOMBRE  BLANCO. 

El  dia  siguiente  volvió  don  Prudencio  pian  piano  á casa  del  señor  cura,  á 
quien  halló  en  compañía  de  su  canónica  dueña,  departiendo  mano  á mano  sobre 
la  felicidad  que  se  les  entraba  por  las  puertas. 

Ambos  á dos,  cura  y dueña,  recibieron  con  los  brazos  abiertos  á su  futuro, 
tan  perfecto  y aun  plus  quam  perfecto,  haciéndole  desde  luego  participio  de  pre- 
sente ó sea  miembro  de  la  familia. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


767 


Hubo  con  tan  fausto  motivo  tortas  y pan  pintado,  golosinas  á que  contra  su 
costumbre  hizo  honor  el  pretendiente  por  estar  hechas  de  mano  maestra,  como 
quiera  que  Inmaculata  se  pintaba  sola  en  esto  de  hacer  pan  como  unas  hostias, 
pastas  y demás  dulcecicos.  Cosa  de  licor  no  quiso  gustar  don  Prudencio,  sino  es 
la  lágrima  que  quedó  en  el  fondo  de  la  copa,  apurada  á sus  instancias  por  la  no- 
via, quien  solo  por  darle  gusto  la  primera  vez  de  su  vida  lo  gustaba. 

No  embargante,  don  Prudencio  estuvo  en  este  gaudeamus  de  familia  todo  lo 
alegre  que  permitia  lo  triste  de  su  figura  y todo  lo  expansivo  que  puede  estar  un 
hombre  que  va  despacio  por  haber  corrido  ya  demasiado. 

Obtenido,  en  fin,  el  asenso  de  los  mayores  y el  sí  sostenido  de  la  menor,  se 
retiró  asaz  de  complacido  para  volver  otra  vez  como  volvió  aquel  mismo  dia,  per- 
mitiéndose la  misma  expansión  y franqueza  y continuando  ya  las  dos  visitas  dia- 
rias á gusto  y contentamiento  de  todos. 

Y no  era  él  por  cierto  quien  menos  plácemes  y enhorabuenas  se  daba  por  el 
acierto  de  una  elección  tan  bien  hecha,  porque,  en  efecto,  el  corazón  de  la  niña 
era  blando  como  la  cera,  y al  poco  tiempo  de  trato  y manoseo,  si  no  tomáis  su 
mala  parte  esta  figura  retórica,  estaba  ya  amoldado  al  génio,  á las  rarezas,  si  se 
quiere,  al  modo  de  ser  de  don  Prudencio. 

Habíase  aplazado  la  boda  hasta  la  construcción  de  una  casa,  que  fuera  como 
la  digna  concha  de  tan  preciosa  perla,  y no  indigna  de  don  Prudencio,  que  sino 
perla,  tampoco  era  un  diamante  en  bruto,  sino  tallado  y muy  bien  tallado  para 
estar  metido  en  su  estuche. 

Pero  como  el  dinero  hace  milagros,  muy  luego  surgió  la  casa,  como  quien 
dice  de  la  nada,  con  su  salas  y retretes,  sus  azoteas  y galerías,  sus  patios  y jar- 
dines, sus  celosías  y verjas:  ni  oratorio  faltaba  en  aquella  especie  de  fortaleza, 
como  si  el  pensamiento  de  su  alcaide  hubiera  sido  que  de  todo  hubiera  dentro  para 
no  tener  que  salir  á fuera  para  nada. 

En  cuanto  á la  futura,  se  sabia  ya  de  memoria  toda  la  filosofía  moral  de  su 
presunto  cónyuge,  y estaba  muy  bien  dispuesta  á aceptarla  sin  violencia,  tanto 
mas  cuanto  que  su  carácter  recatado,  hijo  de  su  educación  monástica,  no  era  re- 
fractorio  á la  clausura  y mas  en  un  convento  donde  no  habia  de  regir  cosa  de 
abstinencia. 

¿Y  para  qué  estas  precauciones  con  mujer  tan  cándida  y sencilla? 

Lo  ignoramos.  Solo  nos  consta  que  don  Prudencio,  por  resabios,  sin  duda,  de 
su  vida  airada,  ó aireada  mas  bien,  si  esto  da  idea  de  su  experiencia  de  hombre 


768 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


corrido,  era  pesimista  con  respecto  á la  mujer,  aunque  admitiendo  como  excep- 
ción única  la  que  en  breve  iba  á ser  suya,  reduciendo  en  este  punto  toda  su  filo- 
sofía á estas  breves  fórmulas: 

Las  mujeres  son  peores  que  los  hombres. 

Los  hombres  son  peores  que  las  mujeres. 

Conclusión:  poco  ó ningún  trato  con  mujeres  ni  con  hombres. 

Por  eso,  cuando  ya  estuvo  la  casa  amueblada  y proveida  en  materia  de  bucó- 
lica de  todo  cuanto  Dios  crió  para  regalo  del  hombre  en  su  doble  acepción  de  va- 
ron  y hembra,  que  es  el  hombre  casado,  no  el  hermafrodita,  hubo  de  pararse  don 
Prudencio;  paróse  á pensar  muy  despacio  sobre  un  artículo  de  primera  necesidad 
también,  al  cual  hubo  de  dar  mil  vueltas  en  su  cabeza  sin  saber  por  donde  agar- 
rarlo. 

— Es  un  mal, — decia  para  sí, — es  un  mal...  necesario. 

No  era  la  guerra,  sin  embargo,  lo  que  definia,  ó lo  era  en  último  término, 
mas  su  primero  era  el  artículo  de  criados...  machos,  por  supuesto,  que  hembras 
no  le  daban  ninguna  inquietud  dentro  de  ciertas  precauciones. 

— No  puedo, — anadia, — no  puedo  prescindir  de  esta  necesidad,  y aunque  to- 
me la  menor  cantidad  posible  de  este  artículo,  siempre  queda  el  mismo  mal:  un 
criado.  ¿Cómo  diablos  me  las  arreglarla  yo  para  elegir  con  acierto?  Viejo,  nos 
servirla  mal;  joven,  podria  servir  demasiado  bien  á mi...  ¡Oh!  ¡Sé  yo  tantos  ca- 
sos históricos  de  estos  absurdos  amores!...  Nada,  nada,  Prudencio,  nijóven  ni 
viejo...  Pero  ¿y  el  caballo?  ¿y  los  perros?  ¿y  el  jardín?  ¿y  tanto  y tanto  servicio 
doméstico  propio  del  criado? 

Después  de  una  gran  pausa,  dióse  don  Prudencio  una  palmada  en  la  frente, 
como  si  sorprendiera  una  mosca;  sino  que  la  mosca  de  don  Prudencio  era  el  pen- 
samiento mas  negro  que  puede  ocurrir  á un  hombre  blanco. 

Nuestro  héroe  no  reveló  á nadie  su  idea,  como  quiera  que  estaba  solo;  pero 
aplaudiéndose  á sí  mismo,  fué  á su  despacho,  tomó  la  pluma  y escribió  la  carta 
mas  singular  del  mundo;  carta  que  él  mismo  fué  á poner  muy  bien  sellada  en  el 
correo. 

Con  tal  y tanta  reserva,  tendréis,  suaves  lectores,  que  acompañarnos  á Cádiz, 
si  teneis  curiosidad  de  leerla. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


769 


■VII 


DE  CÓMO  EN  CÁDIZ  SE  RECIBIÓ  UNA  CARTA  DEI.  TENOR  SIGUIENTE. 


« Sres . N.  y compañía  del  comercio. 

>>Muy  señores  míos:  Sírvanse  ustedes  remitirme  á la  mayor  brevedad  posible, 
para  mi  servicio  doméstico,  un  negro  de  mediana  edad,  que  sea  tan  negro  como 
el  mismo  diablo  y algo  mas  feo,  si  puede  ser,  cargándome  en  cuenta  por  esta  im- 
portante comisión  Rvu.  4,000. 

»Se  repite  de  ustedes,  etc.» 

Riéronse  á mandíbulas  batientes  los  comerciantes  de  Cádiz  ante  tan  negra  y 
chusca  ocurrencia;  y aunque  de  primeras  hubieron  de  tomarla  á chanza,  rectifi- 
caron después  séria  ó mercantilmente,  como  quiera  que  sabian  muy  bien  que  don 
Prudencio  Gómez  no  era  hombre  de  burlas,  aunque  sí  de  genio  excéntrico;  que 
con  ocasión  del  ajuar  de  su  nueva  casa,  habia  hecho  en  la  de  ellos  largas  cuen- 
tas, y que  en  esto  de  saldarlas  nunca  habia  resultado  en  su  contra  el  finiquito. 

Con  tales  antecedentes,  la  excentricidad  de  don  Prudencio  no  era  sino  un  ne-  . 
gocio  de  Rvn.  4,000,  que  cargaban  desde  luego  y en  la  seguridad  de  remitirle  el 
negro  pedido,  á cuyo  efecto  dieron  nota  á un  corredor,  gracioso  ya  de  suyo  y ha- 
bilísimo en  toda  clase  de  correrías. 

En  virtud  de  sus  eficaces  gestiones,  era  contestada  á los  tres  dias  la  famosa 
carta  con  esta  otra  no  menos  famosa. 

« Señor  don  Prudencio  Gómez. 

»Muy  señor  y amigo  nuestro:  Por  medio  de  nuestro  dependiente  Lucas 
Blancc,  tenemos  el  gusto  de  remitir  á usted  el  adjunto  negro,  según  se  sirvió  pe- 
dirnos para  su  servicio  doméstico.  No  es  de  temer  nos  devuelva  el  género,  porque 
el  tal  negrito,  escogido  entre  todos  los  que  hacen  escala  en  este  puerto,  es  efecti- 
vamente tan  negro  como  el  mismo  diablo  y no  ha  sido  posible  encontrarlo  algo 
mas  feo. 

»Esperando,  pues,  que  su  mérito  personal  llene  satisfactoriamente  los  deseos 
de  usted,  que  respetamos  en  toda  su  excentricidad,  nos  abonamos  con  cargo  á su 
cuenta  los  reales  vellón  4,000  en  concepto  de  comisión. 

>>Se  repiten  muy  suyos,  etc.» 

Siguiendo  el  curso  de  esta  carta  y los  pasos  del  adjunto  negro,  llevado  como 


770 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


de  la  mano  por  el  dependiente  Lucas  Blanco  pronto  estaremos  de  vuelta  en  el 
pueblo  y aun  en  la  casa  nupcial,  donde  liemos  de  hacer  punto  y aparte  ó sea  un 
punto  de  reposo,  para  tomar  aliento  y preparar  un  desenlace,  que  si  Dios  no  lo 
remedia,  va  á ser  del  mismo  color  que  el  negro. 

VIII 


HOMO  SI  M,  ET  N1HIL  HUMANI  Á ME  aLIENUM  PUTO. 

Ahora  bien,  reanudando  el  hilo  de  esta  historia,  diremos  para  acabar  pronto, 
pues  rápido,  según  los  críticos,  ha  de  ser  siempre  el  desenlace,  que  don  Pruden- 
cio, teniendo  ya  dispuestos  todos  los  bienes  y males  necesarios  para  entrar  en  es- 
tado, se  desposó  en  gracia  de  Dios  con  su  Inmaculata,  que  Inmaculata  se  encas- 
tilló en  su  palacio,  y que  el  palacio  era  servido  y guardado  por  el  negro  cuya  feal- 
dad sublime  ó suprema  ahuyentaba  no  solo  á los  niños  y mujeres,  medrosos  ya  de 
suyo,  sino  también  á los  hombres  mas  enteros  y curados  de  espanto. 

v 

Tan  satisfactoriamente  hubieron  de  desempeñar  su  comisión  los  señores  N.  y 
Compañía  de  Cádiz,  que  cuando  don  Prudencio  presentó  el  género  á la  novia,  la 
cándida  y tímida  niña  fué  acometida  de  un  desmayo,  creyendo  en  su  ingenui- 
dad que  el  mismo  demonio  iba  por  mal  de  sus  pecados  á llevársela,  á los  profun- 
dos infiernos.  Y él  ama  del  cura  se  santiguó  hasta  tres  veces,  retrocediendo  con 
pavor  de  toda  su  ánima  ante  una  visión  tan  horrorosa.  Y aun  el  mismo  cura,  con 
ser  tan  caritativo,  hubo  de  asegurar  por  sus  órdenes  que  era  cosa  mala  el  tal  ne- 
grito, por  lo  cual  hubo  de  sacudirle  encima  el  hisopo  rociándolo  con  agua  bendi- 
ta: tal  y tanta  era  la  fealdad  de  aquel  condenado. 

Solo  don  Prudencio,  en  vista  de  efectos  que  á pedir  de  boca  le  salian,  se  son- 
reía so  capa,  aplaudiendo  otra  vez  su  negra  ocurrencia. 

Bien  hubiera  querido  Inmaculata  que  apartara  de  su  vista  para  siempre  tan 
repulsivo  doméstico,  aprestándose  ella  misma  á cuidar  del  jardín,  aunque  no  el 
caballo  ni  los  perros;  pero  don  Prudencio,  fiel  á su  propósito  fué  inflexible  en  es- 
te punto  de  gobierno,  y la  novia  tuvo  que  aceptar  velis  nolis  el  servicio  de  aquel 
ené'migo  del  alma,  como  lo  llamaba  doña  Escolástica. 

Por  lo  demás,  todos  eran  felices,  ya  celebrada  la  boda:  Inmaculata  con  su  ma- 
rido, el  marido  con  su  esposa,  el  ama  con  los  dos,  el  cura  con  los  tres  y hasta  el 
negro  con  los  cuatro. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


771 


Así,  en  dulce  luna  de  miel,  se  fueron  deslizando  suavemente  un  mes  tras  otro 
hasta  nueve,  y que  iba  á aumentarse  la  felicidad  común  con  un  acontecimiento 
inminente. 

En  efecto,  la  jóven  y bella  esposa  iba  á ser  madre  muy  pronto,  lo  que  haría 
necesario  y fatalmente  que  el  esposo  fuera  padre. 

El  tierno  sentimiento  de  la  paternidad  latia  con  tanta  fuerza  en  el  corazón  de 
don  Prudencio,  que  este  lo  amaba  todo  ya,  con  ser  tan  desabrido;  y en  el  exceso 
de  su  amor,  amor  rejuvenecido,  pueril  y hasta  insensato,  cuando  se  le  hablaba  del 
hijo  ó bija  ó lo  que  saliera,  abrazaba  y besaba,  no  ya  solo  á su  casta  esposa,  sino 
también  al  cura,  al  negro  y basta  á su  misma  suegra:  no  podia  llevarse  ya  mas 
léjos  la  insensatez;  ni  hay  tampoco  necesidad  de  añadir  más  para  dejar  probado 
el  gran  sentimiento  de  la  paternidad.  Pero  por  via  de  retórica,  sí  que  hemos  de 
añadir  otro  rasgo. 

Tomando  en  cuenta  don  Prudencio,  siempre  consecuente  con  su  nombre,  la 
invencible  aversión  de  su  casta  esposa  al  negro  y feísimo  criado,  temió  no  sin  ra- 
zón un  mal  parto  si  permanecia  á la  vista  en  tan  críticas  circunstancias;  y con 
prudente  previsión,  celebrada  por  la  suegra  y por  el  cura,  hubo  de  alejar  al  negro 
dándole  comisión  por  algunos  dias  fuera  de  casa. 

Con  estas  y otras  precauciones,  llegó  esa  hora  tremenda  en  que  las  futuras 
madres  se  encomiendan  de  todo  corazón  á la  Virgen  de  los  Dolores,  dolores  que 
en  esta  sazón  ó desazón  sentía  don  Prudencio  en  su  mismo  vientre.  Y era  de  ver 
á Inmaculata,  tan  niña,  tan  bella  y poderosa,  hacer  cruces  y santiguadas  y ofre- 
cer piadosos  votos  y rezar  salves  y paternostres. 

El  fausto  alumbramiento  fué  y debió  ser  trabajosísimo.  Don  Prudencio  temió 
quedarse  viudo,  y se  retiró  desconsolado  á su  aposento,  viéndolo  ya  todo  negro. 

Por  ñn  á las  altas  horas  de  la  noche,  salió  ella  bien  de  su  cuidado. 

— ¡Prudencio!  ¡Prudencio! — gritó  precipitándose  la  suegra  por  ganar  las  al- 
bricias. 

Don  Prudencio  fué  corriendo  y atropellándolo  todo  como  un  toro  suelto  en 
ansia  de  estrechar  entre  sus  brazos  el  fruto  de  sus  amores. 

— ¡Maldición! — exclamó  con  voz  de  trueno  al  ver  el  dichoso  fruto. 

Era  un  robusto  y hermosísimo  negrito. 

Don  Prudencio  se  arrojó  por  la  ventana. 

No  le  quedaba  otra  salida. 


por  D.  Luis  Ricardo  Fors. 


arpaba  apénas  el  vapor  Seyovia  aguas  abajo  del  rio  Gua- 
dalquivir, cuando  después  de  abandonar  la  cubierta  de 
aquel  buque,  y de  despedir  á un  cariñoso  amigo  de  muchos 
años,  un  ligero  bote  me  conducía  á tierra. 

Desembarqué  en  el  muelle  mas  próximo  á la  Torre  del 
Oro,  encaminé  los  pasos  por  la  puerta  de  Triana  y calle  de  San 
Pablo  y seguí  por  todo  lo  largo  de  la  de  Rioja,  con  intención  de 
penetrar  en  la  de  las  Sierpes. 

Sucedía  esto  durante  una  calorosa  mañana  del  mes  de  junio 
de  1878. 


Sevilla  estaba  amenazada,  según  decir  de  las  gentes,  por  la  invasión  del  có- 
lera morbo  asiático. 

No  sé  qué  casos  habían  denunciado  los  periódicos,  acaecidos  en  los  barrios 
apartados  de  la  Macarena  y de  la  Féria. 

No  recuerdo  qué  síntomas  se  habían  presentado  amenazadores,  en  algunos  lu- 
gares de  Andalucía. 

o 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


773 


Lo  cierto  es  que  aquellos  casos  y estos  síntomas  acabaron  por  alarmar  la  po- 
blación y no  babia  en  ella  quien  no  temiera  verse  presa  de  la  terrible  enfer- 
medad. 

Desaparecieron  de  la  ciudad  del  Bótis  los  pudientes;  vivieron  entre  zozobras  y 
preservativos  los  que  carecian  de  recursos  ó de  libertad  para  emprender  viajes;  y 
decidieron  los  concejales  de  la  pátria  de  Murillo  y Daoiz  apelar  á cuantas  medi- 
das recomiendan  los  preceptos  de  una  rigorosa  higiene. 

Apénas  llegaba  yo  de  mi  camino  al  sitio  que  designan  los  sevillanos  con  el 
nombre  de  Cruz  de  la  Cerrajería,  vine  á dar  con  el  secretario  del  municipio  his- 
palense, que  entonces,  y creo  que  aun  ahora,  lo  era  don  Ramón  Salvatella. 

Enteróme  en  pocas  palabras  el  funcionario  municipal,  de  la  excursión  que,  du- 
rante las  altas  horas  de  la  noche  de  aquel  dia,  proponíase  llevar  á cabo,  por  los  rin- 
cones mas  desaseados  de  la  población,  el  excelentísimo  señor  don  José  Morales  y 
Gutiérrez,  alcalde  constitucional  de  la  ciudad,  con  el  fin  de  conocer  y remediar 
por  sí  mismo  los  focos  de  infección,  de  miseria  y de  inmoralidad  en  que  se  haci- 
nan las  clases  mas  desvalidas  ó mas  criminales  que  contiene  la  reina  de  Anda- 
lucía. 

Invitóme  á tomar  parte  en  la  expedición,  como  director  de  uno  de  los  diarios 
que  á la  sazón  se  publicaban  en  Sevilla. 

Acepté  el  convite. 

Deseoso  de  sorprender  y estudiar  las  miserias  de  aquella  tierra  tan  risueña, 
tan  rica  y tan  perfumada,  consideré  una  fortuna  1a,  invitación  de  mi  amigo  el  ce- 
loso y activo  señor  Salvatella  y prometí  le  no  faltar  al  sitio  de  la  cita. 

Era  este  la  propia  morada  del  alcalde,  en  la  calle  del  Amor  de  Dios  y á pocos 
metros  de  la  deliciosa  y olvidada  alameda  de  Hércules. 

Allí  me  encontraba  ya  á eso  de  la  media  noche,  dispuesto  al  examen  de  unas 
clases  sociales  que  solo  de  nombre  conocia. 

Un  break  nos  condujo  á todos  los  reunidos  basta  el  lugar  conocido  por  los  Hu- 
meros. 

Allí,  una  vez  pusimos  pié  á tierra,  se  incorporaron  al  alcalde  constitucional, 
al  secretario  del  ayuntamiento,  al  médico  de  1a,  alcaldía,  al  comandante  de  1a, 
guardia  municipal  y á los  demás  que  formábamos  la  comitiva,  el  alcalde  del  bar- 
rio, el  sereno  de  la  misma  demarcación  y otros  cuatro  ó cinco  delegados  de  la  au- 
toridad popular. 

Conocida  la  existencia  de  una  casa  de  última  categoría  entre  las  que  reciben 

TOMO  I,  97 


774 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


gentes  para  pasar  la  noche,  dirigímonos  á ella  silenciosamente  y nos  presentamos  sin 
aviso  prévio  ante  su  portal,  que  era  el  de  un  casuclion  bajo  y de  siniestro  aspecto. 

Teníalo  no  solo  por  el  desaseo  de  su  fachada,  sino  por  lo  sombrío  de  su  en- 
trada, la  cual  mas  parecía  boca  de  espantosa  caverna,  que  acceso  á una  morada 
humana. 

Por  aquella  puerta,  agujero,  boquete  ó como  quiera  llamársele,  se  penetraba  en 
una  especie  de  corredor  ó pasadizo  oscuro,  nauseabundo,  en  el  fondo  del  cual  lu- 
cía apénas  el  agonizante  resplandor  de  un  empañado  farolillo  y cuyo  piso,  sin  la- 
drillos, losas,  hormigón,  ni  afirmado  alguno,  estaba  formado  por  una  tierra  hú- 
meda y grasienta,  en  la  cual  sentía  yo  pegarse,  como  sobre  una  masa  resinosa, 
las  suelas  de  mi  calzado. 

Llegados  al  extremo  del  corredor  dimos  con  una  especie  de  marimacho,  no  sé 
si  soñoliento  ó un  tanto  peneque. 

Su  voz  y su  aliento  eran  aguardentosos  y lo  demás  de  su  filiación  era  de  tal 
naturaleza,  que  si  por  sus  faldas  parecía  que  aquel  ser  era  femenino,  por  su  ros- 
tro v maneras  tenia  todas  las  apariencias  de  varón  y aun  no  de  los  menos  nervu- 
dos y malcarados. 

Intentó  aquel  Cerbero  indescifrable  oponerse  á nuestro  paso,  pero  al  reconocer 
la  autoridad  de  los  visitantes  apartó  su  cuerpo  y franqueó  la  entrada  del  recinto,  el 
cual,  á la  escasa  luz  que  nos  alumbraba,  parecióme  no  ser  otra  cosa  sino  un  espe- 
cie de  patio  ó de  corral  angosto,  formado  por  dos  paredones  desconchados  y som- 
bríos, en  los  cuales  noté  mas  de  una  docena  de  puertas,  á la  sazón  todas  cerradas. 

El  alcalde  constitucional  dió  orden  al  sereno  para  que  avanzase  y con  el  re- 
gatón de  su  chuzo  fuera  llamando  en  todas  ellas,  con  el  objeto  de  examinar  las 
condiciones  higiénicas  de  los  aposentos  que  constituían  aquella  especie  de  posada 
ó de  pocilga  pública. 

La  primera  puerta  á que  nos  acercamos  no  ofreció  resistencia  alguna. 

Abrióse  al  solo  empuje  que  le  dió  el  sereno  y apénas  nos  asomamos  á su  din- 
tel, ofendiónos  la  repugnante  impresión  de  una  atmósfera  tibia  y acre  que  nos 
obligó  á retirar  de  golpe. 

Con  el  amparo  de  nuestros  pañuelos  en  la  boca  y narices,  intentamos  nueva- 
mente acercarnos  al  aposento,  cuyas  tinieblas  eran  apénas  disipadas  por  los  des- 
tellos de  la  linterna  del  guarda  nocturno  que  nos  acompañaba. 

Según  nos  dijo  la  guardadora  del  establecimiento,  aquella  habitación  era  la 
mejor  y 1a.  mas  cara  de  la  casa:  cobraba  seis  cuartos  por  dejar  dormir  en  ella. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


775 


¡Cómo  serian  las  demás! 

En  un  espacio  de  cuatro  metros  de  anchura  por  otros  muy  escasos  de  fondo, 
apareció  á mis  ojos  una  negruzca  cama  de  tablas  con  un  colchón  hecho  girones. 

Mas  allá,  en  el  suelo  y en  el  ángulo  mas  apartado  de  la  puerta,  divisé  un  as- 
queroso jergón,  que  mas  que  tal,  tenia  apariencia  de  revuelto  monton  de  hedion- 
da paja. 

Una  anciana  cadavérica  y casi  sin  fuerzas  para  articular  palabra  alguna,  ya- 
cía en  el  rincón;  mientras  que  sobre  la  cama  trataban  de  tapar  sus  carnes  con 
algunos  pingajos  de  indefinible  color,  una  mujer  y un  hombre  completamente 
desnudos. 

De  la  vieja,  supimos  que  hacia  mas  de  una  semana  hallábase  en  aquel  sitio, 
presa  de  una  fiebre  incesante  y mortal. 

De  la  pareja  que  yacía  en  la  cama,  averiguó  el  alcalde,  de  boca  del  varón, 
que  era  aquel  un  gitano  recien  llegado  de  Utrera  por  mor  de  negociar  unos  chus- 
queles (1)  y que  su  compañera  era  una  chavaliya  de  su  conosencia  á la  cual  liabia 
convidao  á dormir  en  liando. 

Después  de  aquella,  pasamos  á otra  estancia. 

La  oscuridad  y la  fetidez  de  la  atmósfera  eran  las  mismas;  el  espacio  menor; 
el  espectáculo  muy  distinto. 

Parecia  cosa  de  milagro  que  en  aquel  reducidísimo  sitio  pudieran  respirar  y 
revolverse,  sin  luz  ni  ventilación  alguna,  las  gentes  que  se  ofrecieron  hacinadas 
en  monton  ante  nuestros  ojos. 

La  miseria  y la  impureza,  puestas  de  concierto  para  presentar  su  mas  repug- 
nante aspecto,  no  hubieran  conseguido  un  cuadro  mas  irritante,  mas  vergonzoso, 
ni  mas  digno  de  compasión. 

Carecia  el  aposento  de  mueble  ni  ajuar  alguno. 

No  habia  en  aquellas  paredes  y techo  ni  una  ventana,  ni  una  claraboya,  ni 
una  hendrija  que  diera  acceso  á la  luz  ó que  ayudara  á renovar  el  ambiente,  vi- 
ciado por  la  respiración  de  tantos  séres,  por  la  mugre  de  tantos  harapos  y por  los 
miasmas  de  tantas  impurezas. 

La  superficie  de  aquel  piso  puede  decirse  que  constituia  un  verdadero  rnosái- 
co  de  girones  y cabezas,  de  trapos  y de  piernas,  de  ropas  y de  brazos. 

En  una  área  casi  cuadrada  y por  demás  reducida,  en  donde  con  dificultad 
hubiera  podido  vegetar  un  hombre  en  pésimas  condiciones  de  higiene,  veia  yo 


1)  Perros. 


776 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


confundirse  y agitarse  mas  de  una  docena  de  personas,  tendidas  sobre  el  húmedo 
y nauseabundo  suelo,  vestidas  unas  con  mugrientos  andrajos,  otras  desnudas  para 
resistir  mejor  el  calor  exorbitante  de  aquel  foco  de  infección  y,  todas  ellas,  con- 
fundidas y apretadas  sin  tener  en  cuenta  los  sexos,  ni  las  edades,  ni  otra  conside- 
ración alguna  de  pudor  ó de  salud. 

Junto  á la  cabeza  nevada  de  un  miserable  anciano,  asomaba  asqueroso  y abul- 
tado, el  abdomen  de  una  mujer  corpulenta  y de  lustrosas  carnes,  apenas  cubiertas 
por  los  girones  de  una  rogiza  manta;  ú sus  piés  yacía  abrazado  un  matrimonio 
jóven  que  apuraba  en  aquel  purgatorio  social  las  heces  del  proletariado;  junto  á 
ellos  resplandecía,  como  dentro  de  una  aureola  de  inocencia  y de  luz,  la  preciosa 
cabeza  de  una  criatura,  entrada  apénas  en  los  umbrales  de  la  vida  por  aquella 
horrible  puerta  de  la  miseria  y del  vicio;  y entre  los  rizados  bucles  de  aquel  án- 
gel de  pureza,  perdíanse  los  afilados  dedos  de  una  blanquísima  mano  que,  por  en- 
tre pliegues  de  ropas  nauseabundas  y destrozadas,  extendía  una  jóven  de  poquí- 
simas primaveras,  la  cual,  asustada  de  nuestra  aparición,  abría  desmesuradamen- 
te los  rasgados  ojos,  negros  y brillantes,  fijándolos  con  visible  asombro  ora  en  el 
alcalde,  ora  en  las  diversas  personas  de  la  comitiva. 

Hombres  y mujeres,  viejos  y niños,  inocentes  y culpables,  sanos  y enfermos, 
lié  aquí  los  componentes  de  aquel  fétido  monton  humano  en  que  tantas  criaturas 
envenenaban  el  cuerpo  y pudrían  el  alma,  revolviéndose,  y agitándose  como  en  un 
antro  satánico  y asqueroso  de  miseria  y de  prostitución. 

Tras  de  aquel  recinto  vimos  otro,  y después  otro,  y luego  otro,  basta  no  sé 
cuantos,  llevándonos  el  elegante  hreak  del  alcalde  de  la  pintoresca  y bulliciosa  Se- 
villa, de  tugurio  en  tugurio,  de  pocilga  en  pocilga,  de  foco  en  foco  de  degradación 
y de  inmundicia. 

Recorrimos  en  tal  empresa  la  Macarena,  el  Pumarejo,  San  Bernardo,  Triana, 
y la  Carretería,  y hasta  la  Calzada. 

Doquier  nos  convencimos  de  la  colosal  empresa  que  había  de  acometer  el 
municipio  de  la  ciudad  de  San  Fernando,  para  librarla  de  los  focos  de  infección 
que  encerraba  en  su  seno  y que  tan  fatales  habían  de  ser  para  la  población  ente- 
ra, si  por  desgracia  se  cernía  sobre  ella  y tomaba  cuerpo  el  terrible  azote  del  Gau- 
ges,  cuya  inminencia  se  temía  entonces. 

Pero  la  impresión  mas  indeleble,  mas  repugnante  y mas  triste  que  recibimos 
en  nuestra  correría,  tuvo  lugar  en  Triana;  en  un  tugurio  que  visitamos  en  una 
calle  cuyo  nombre  no  recuerdo  ahora,  situada  allá,  muy  próxima  á las  últimas 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


777 


casas  de  la  calle  de  Castilla,  en  dirección  al  camino  de  la  famosa  Cartuja,  que 
hoy  posee  el  inteligente  y laborioso  marqués  de  Pickman. 

Mientras  inspeccionábamos  los  repugnantes  tabucos  de  una  desmantelada 
mansión  de  mendigos  y rateros,  llegaban  desde  el  exterior  hasta  nosotros  tales 
miasmas  y tanta  fetidez,  que  no  nos  fué  posible  permanecer  mas  tiempo  en  aquel 
antro  de  pestilencia,  sin  tratar  de  inquirir  el  origen  de  donde  aquellos  procedían. 

Condújonos  un  granuja  á una  especie  de  huerto  ó cercado  que  habia  en  el 
fondo  del  caserón  y que,  á pesar  de  hallarse  al  aire  libre,  envenenaba  la  atmós- 
fera con  emanaciones  imposibles  de  expresar. 

Aquel  huerto,  mas  que  huerto,  era  estercolero. 

En  toda  su  superficie  se  elevaban  altos  montones  de  todo  linaje  de  basuras;  y 
entre  ellos,  no  se  hallaba  media  vara  de  terreno  en  que  no  existiese  un  hoyo  ó ex- 
cavación destinada  á recibir  los  excrementos  de  aquella  guarida  de  ladrones  con 
apariencia  de  pordioseros. 

No  hay  pluma  que  pueda  trasladar  al  papel  tanta  infección  y tanta  he- 
diondez. 

Sobrecogidos  de  malestar  por  lo  que  veíamos  y medio  desvanecidos  por  sus 
mefíticos  efectos,  nos  disponíamos  á abandonar  aquellos  asquerosos  lugares,  cuan- 
do el  rapaz  que  nos  sirvió  de  guia,  preguntónos  si  queríamos  ver  la  sala  de  la 
Tía  Chirula. 

Deseó  el  alcalde  saber  quien  era  la  Tía  Chirula , y contestóle  el  pilluelo  ser 
una  bruja  que  desde  muchísimos  años  vivia  en  un  rincón  de  aquel  huerto,  sin 
que  nadie  tuviera  memoria  de  haberla  vista  fuera  de  él.  Quisimos  conocerla:  el 
granuja  nos  llevó  á través  de  aquellos  pozos  y montones  de  estiércol,  basura  y 
excrementos,  y en  un  extremo,  junto  á una  desmoronada  tapia,  divisamos  algo 
como  choza  ó cobertizo  formado  con  cañas  y podridas  esteras.  Debajo  de  tal  con- 
junto informe,  miserable  y sin  nombre,  en  aquel  rincón  que  el  pilluelo  habia  lla- 
mado la  sala  de  la  Tía  Chívala,  vimos  incorporarse  una  anciana  de  ojos  saltones 
y desencajados  y de  cabellera  blanca,  escasa  y desgreñada,  á la  cual  hallamos 
recostada  y completamente  hundida  entre  las  inmundicias  de  un  verdadero  mu- 
ladar. 

Toda  suerte  de  basuras  rodeaban  su  cuerpo.  Las  carnes  de  éste,  cubiertas  en 
muy  pocos  trechos,  ofrecian  un  color  parduzco  y cierto  lustre  viscoso  y húmedo, 
constituyendo  el  mas  asqueroso  é indescriptible  conjunto  de  inmundicia  con  for- 
ma humana. 


778 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


En  sus  manos  tenia  aquella  desgraciada  algunos  trozos  de  vegetales  secos  y 
amarillentos  y entre  sus  mandíbulas,  casi  desencajadas,  notamos  que  trituraba  ó 
exprimía  algo,  que,  á nuestro  entender,  debia  haber  salido  del  monten  de  basura 
en  que  yacía. 

La  Tia  Chinda  era  la  encarnación  mas  acabada  del  idiotismo,  de  la  miseria 
y del  embrutecimiento. 

Su  aspecto  era  tan  nauseabundo,  tan  repugnante  y lastimero  á la  vez,  que  al 
contemplarlo  sentíase  oprimido  el  corazón,  revuelto  el  estómago,  preñados  los  ojos 
de  lágrimas  y la  mente  sobrecogida  y angustiada  por  la  idea  de  las  grandes  lla- 
gas que  carcomen  la  humanidad. 

Yo  he  visto  grandes  desgracias,  males  cruentos,  dolores  y martirios  capaces 
de  hacer  vacilar  á los  espíritus  mas  tuertes;  pero  de  todo  lo  mas  tristemente  abyecto 
v repugnante  que  he  contemplado  en  mis  viajes  por  ambos  mundos,  nada  ha  j)o- 
dido  igualar  el  espectáculo  de  aquel  sér  medio  mujer  y medio  bruto.  Nada  se  ha 
grabado  tan  profundamente  en  mi  cerebro  como  la  imagen  de  aquella  existencia 
identificada  con  la  podredumbre  y la  fetidez  de  un  estercolero;  confundida  con  él 
en  una  naturaleza  sola;  nutrida  por  los  gases  y jugos  de  una  letrina. 

El  recuerdo  de  la  Tía  Chinda  no  se  describe. 

Se  siente  y se  llora. 

Es  una  de  las  fases  que,  en  el  seno  de  las  ciudades  mas  ricas  y bulliciosas  y 
esplendentes,  ofrece  la  vida  oculta  y olvidada  de  los  tugurios. 

En  ellos  se  revuelcan,  entre  un  fango  común,  la  miseria  y la  prostitución,  en 
tanto  que  á pocos  pasos  bailan  y gozan  los  poderosos  y los  felices. 

¡ Autonomías  sociales ! 

El  alcalde  de  Sevilla  tomó  los  nombres  de  todas  aquellas  gentes  que  vió  ar- 
rastrarse, entre  blasfemias  ó entre  gemidos,  en  los  tugurios  de  la  tierra,  de  la  luz, 
de  la  hermosura  y los  perfumes;  ordenó  blanquear  aquellos  edificios;  recomendó 
la  mayor  higiene  y vigilancia  á sus  dueños;  pero...  nada  más. 

El  cólera  no  vino  por  fortuna;  pasó  el  peligro;  los  males  descubiertos  en  aque- 
lla visita  de  inspección  fueron  olvidados  pronto  en  los  centros  oficiales;  y así  era 
lógico  que  sucediera,  dada  la  clásica  idiosincracia  española. 

En  la  tierra  de  los  toros  y de  la  costumbre  de  hacer  tiempo , nadie  se  acuerda 
de  Santa  Bárbara  mas  que  cuando  truena. 

Por  esto  seguimos  en  nuestra  decadencia,  v crecen  v se  hacen  crónicos  núes- 
tros  males  y preocupaciones,  y,  como  dijo  el  poeta: 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


779 


El  mundo,  en  tanto,  sin  cesar  navega 
Por  el  piélago  inmenso  del  vacio. 

Y si  alguna  alma  generosa  se  acuerda  de  los  desvalidos  y trata  de  cauterizar 
los  cánceres  sociales,  no  falta  quien  haga  hurla  de  sus  generosos  propósitos,  ó 
cuando  menos  los  califique  como  el  ministro  Sullv  calificó  las  generosas  ideas  del 
gran  Enrique  IV:  de  beaux  reves  de  bonJieur. 

Por  esto  cada  vez  y cada  dia  se  rie  más  y mejor  en  la  comedia  humana. 

Por  esto,  sin  duda,  sigue  el  tugurio  en  el  fondo  de  nuestras  mas  populosas 
ciudades,  ofreciendo  el  espectáculo  que  conocemos  por  propia  y triste  experien- 
cia y del  cual  son  pálido  reflejo  estos  renglones. 


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por  D.  Diego  Vicente  Tejera. 


I 


la  lóbrega  plaza 

Con  paso  incierto, 
Acércase  el  mendigo 

Triste  y hambriento. 
¡Noche  de  angustia! 
Pesados  nubarrones 

El  viento  empuja. 

Por  las  desiertas  calles 
La  vista  tiende. 
Nadie  que  lo  socorra... 
¡Nadie  aparece! 
¡Mendigo!  Espera: 

A los  buenos  que  sufren 
Dios  nunca  deja. 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


781 


En  la  pared  apoya 

Sil  frente  pálida, 

Y á su  mustia  mejilla 

Salta  una  lágrima. 
¡Mísero  anciano! 

El  ábrego  se  mofa 

De  sus  harapos. 

Mas  ¿por  qué  se  alza  y tiembla 
Y exhala  un  grito? 

¿Por  qué  anima  sus  ojos 
Súbito  brillo? 

¿Qué  escucha  atento?... 

La  dulce  voz  de  un  arpa 
Suena  á lo  léjos. 

Es  una  melodía 

Tierna  y extraña, 

Que  despierta  en  su  mente 
Memorias  vagas, 

Bellas  visiones, 

Ensueños  de  otros  dias 
Encantadores. 

En  las  ondas  del  aire 

Palpita  trémula: 

Ruega,  sonríe,  llora, 

Canta,  se  queja, 

En  himno  ardiente. 

Prorumpe,  se  sublima, 

Desmaya  y muere. 

¡Sí!  ¡No  hay  duda!  Son  esas 
Las  mismas  notas 

Que  oyó  vibrar  un  tiempo 


TOMO  i. 


98 


82 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Con  calma  absorta, 
Cuando  al  oido 
Se  las  enviaba  un  ángel 
¡Entre  suspiros !... 

II 

¡Una  noche  muy  bella! 

¡Noche  de  amores! 
Era  blanca  la  luna 

Mas  que  otras  noches. 
Allá  en  los  campos 
Se  deslizaban  céfiros 

Embalsamados. 

¡Una  noche  muy  pura! 

¡ Noche  de  dichas ! 
Retozaban  dichosas, 

Fuentes  y brisas, 

Y allá,  en  el  bosque, 
Dichosos  gorjeaban 

Los  ruiseñores. 

¿A  donde,  con  tal  prisa 
Corre  el  mancebo, 
Inquieta  la  mirada, 

Suelto  el  cabello? 
Yédlo  anhelante, 

Al  fulgor  de  la  luna 

Cruzar  el  valle. 

Cercada  de  naranjos 

Y de  jazmines, 

La  mansión  de  su  novia 

Presto  distingue. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


783 


No  léjos  de  ella. 
Recátase  el  amante 

Y espera...  espera... 

Siglos  son  los  minutos... 

¿Vendrá  la  amada? 
¿Sonará  en  el  silencio 

La  voz  de  un  arpa, 
Señal  precisa 
De  que  la  niña  hermosa 
Vendrá  á la  cita? 

Pero  escuchad  al  joven 
Lanzar  un  grito, 
Mientras  sus  ojos  cruza 
Súbito  brillo ! 

¡ No  ! ¡ No  es  un  sueño ! 
¡El  arpa  melodiosa 

Vibra  á lo  léjos!... 


III 

Y se  muere  el  anciano 

De  hambre  y de  frió, 
Sin  que  nadie  le  preste 
Ningún  auxilio ! 

¡Oh!  ¡Ten  paciencia! 
El  arpa  otra  vez  dice 

Que  tu  ángel  llega. 

Aparece  una  pobre 

Niña,  tañendo, 

Y en  las  piedras  tendido, 

Contempla  al  viejo, 


781 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Sobre  él  se  inclina, 

Y nota  con  espanto 

Que  no  respira. 

¡ Olí  niña  de  alma  noble ! 

Tú  que  no  tienes 
Mas  que  el  pan  que  al  mendigo 
Llorando  ofreces, 

Cesa  de  hablarle: 

¡Ya  no  siente  el  anciano 
Frió  ni  hambre! 

Hace  poco  sufría 

Con  tal  vehemencia, 
Que  nadie  sufrió  nunca 
Mas  cruda  pena: 

Sufría  tanto, 

Que  se  creyó  del  cielo 
Desamparado ! 

Pero  Dios,  niña  buena, 

Por  él  velaba... 

Y tú  misma  le  diste 

Dulce  esperanza: 

Que  tu  arpa,  ¡ oh  niña ! 
Le  anunció  que  su  esposa 
Preste  vendría. 

¡ Y la  esposa  ha  venido ! 

Vino  hace  poco. 

Y,  llena  de  ternura, 

Besó  su  rostro, 

Y él,  sonriendo, 

Cayó  alegre  en  sus  brazos 

Y. . . ¡ya  se  fueron  ! . . . 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


785 


La  luna  entre  las  nubes 
Abrióse  paso, 

Y bañó  con  luz  débil 

Un  triste  cuadro: 
En  una  esquina. 
Postrada  ante  un  cadáver, 
Reza  una  niña. 


por  D.  Enrique  Rodríguez  Solís. 


ace  pocos  años  que  el  qué  estas  líneas  escribe,  por  razo- 
nes políticas  que  no  son  del  momento,  resolvió  trasladar- 
se á Portugal,  la  noble  nación  vecina  á nuestra  querida 
España,  que  ya  en  los  comienzos  de  este  siglo  habia  otor- 
gado á su  inolvidable  padre  una  tranquilidad  de  que  por 
sus  ideas  liberales  no  podía  gozar  en  su  pátria. 

Portugal,  no  es  posible  desconocerlo,  ni  menos  dudarlo,  es  el 
liermano  menor  de  España,  y ambos  forman  las  ramas  principales 
de  ese  árbol  frondoso  y robusto  que  se  llama  Península  Ibérica. 

Y si  alguien  lo  duda  estudie  la  historia  y verá  que  Portugal,  tiene 
las  costumbres  de  España,  así  como  España  tiene  el  habla  de  Portugal;  verá  que 
las  aguas  del  Miño  apagan  la  sed  de  ambos  pueblos,  que  las  ondas  del  Duero  me- 
cen los  buques  de  ambos  países,  que  los  vientos  del  Océano  agitan  la  bandera  de 
las  dos  naciones,  que  las  corrientes  del  caudaloso  Tajo  saludan  cada  dia  á Portu- 
gal en  nombre  de  España,  y por  último,  que  Portugal  ama  tanto  la  independencia 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


787 


como  España  la  libertad.  Verá  que  la  historia  consigna  que  ambos  pueblos  mar- 
chan unidos  á la  reconquista  de  su  independencia  con  el  heroico  pastor  Viriato, 
esa  gran  figura  que  cuanto  mas  se  estudia  mas  se  admira,  y cuyo  recuerdo  vivi- 
rá tanto  como  vivan  Portugal  y España.  Verá  que  la  historia  nos  presenta  juntos 
en  el  camino  del  Nuevo  Mundo,  pues  si  Colon  descubre  á Cuba,  Vasco  de  Gama 
halló  las  Indias  Orientales;  y si  Hernán  Cortés  conquista  á Méjico,  Fernando  de 
Magallanes  encuentra  el  archipiélago  Filipino.  Verá  que  trascurren  los  años  y 
que  el  Ogro  de  Córcega,  el  Gran  Capitán  del  siglo,  Napoleón  en  fin,  intentó  sub- 
yugar á la  vieja  Lusitania  y á la  antigua  Iberia,  y que  ambos  pueblos  reúnen  sus 
fuerzas  y esgrimiendo  sus  invencibles  armas  derrotan  las  águilas  imperiales  en 
Pombal  y en  Bailen,  en  Rediña  y en  Zaragoza.  Verá  que  si  Portugal  se  enva- 
nece con  la  gloria  de  Camoens,  España  se  honra  en  la  de  Cervantes,  cuyas  dos 
vidas,  como  las  de  los  dos  pueblos  en  que  han  nacido,  presentan  un  parecido  tan 
exacto  que  no  parecen  sino  gotas  desprendidas  de  una  misma  fuente,  pues  si  poe- 
ta y soldado  es  Luis  de  Camoens,  soldado  y poeta  es  Miguel  de  Cervantes;  si  hé- 
roe y mártir  es  Camoens  en  Africa  y Mozambique,  mártir  y héroe  es  Cervantes 
en  Argel  y en  Lepanto;  si  pobre  y en  el  olvido  muere  Camoens,  olvidado  y mise- 
rable muere  Cervantes;  y si  en  pago  de  tanta  ingratitud  dota  Camoens  á Portu- 
gal de  su  magnífica  obra  Os  Lusiadas,  Cervantes  dota  á España,  en  pago  de  su 
abandono,  del  inmortal  Don  Quijote,  obras  ambas  tan  grandes,  tan  sublimes,  tan 
colosales,  que  mientras  la  lengua  portuguesa  exista  y el  idioma  castellano  no  se 
pierda,  vivirán  estos  dos  pueblos  hermanados,  merced  á esos  génios  impondera- 
bles que  se  llaman  Camoens  y Cervantes. 

II 

Pero  sin  pensar,  y arrebatados  por  el  entusiasmo  que  siempre  nos  han  inspi- 
rado Os  Lusiadas  y Don  Quijote,  nos  hemos  alejado  del  asunto  que  motiva  el 
presente  trabajo,  ó lo  que  es  igual,  de  la  descripción  del  famoso  tipo  portugués 
O f adista. 

El  fado  es  el  canto  popular  de  la  nación  portuguesa,  y si  los  cantos  popula- 
res, como  ha  dicho  un  ilustrado  escritor,  representan  de  una  manera  fiel  el  carácter 
moral  de  un  pueblo,  el  fado  sintetiza  de  un  modo  admirable  al  pueblo  lusitano, 
pueblo  de  costumbres  verdaderamente  patriarcales,  metódico,  tranquilo,  grave, 
trabajador,  exento  de  emociones,  poco  amigo  de  trastornos,  un  tanto  quizás  sol- 


788 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


dado  taciturno,  pero  amante  de  la  familia  y del  hogar  como  ningún  otro  pueblo 
de  la  tierra, 

Durante  mi  estancia  en  Portugal  la  suerte  me  deparó  un  hogar  noble  y cari- 
ñoso. La  casa  en  que  me  hospedaba  era  la  de  un  distinguido  periodista  lusitano 
muerto  en  la  flor  de  la  juventud,  al  cual  habia  yo  tenido  la  suerte  de  conocer  y 
tratar  en  Madrid.  Tanto  habia  hablado  de  mí  á su  familia,  que  á mi  llegada  me 
encontré  en  ella  no  ya  como  un  amigo,  sino  como  un  nuevo  hijo. 

Una  noche  departíamos  amigablemente  con  su  bondadosa  madre  y su  ilustra- 
da hermana  sobre  literatura  y artes,  y la  conversación  vino  á recaer  sobre  los  can- 
tos populares  de  España  que  tanto  liabian  entusiasmado  á mi  amigo  durante  su 
viaje  por  nuestra  patria. 

— Nosotros  tenemos  también  un  canto  popular,  una  música  verdaderamente 
nacional, — exclamó  Margarita,  la  hermana  de  mi  amigo. 

— El  fado,  me  apresuré  á decir. 

— ¡Ahí  ¿Lo  sabia  usted? — replicó  la  joven  entre  sorprendida  y risueña. 

— Sí  por  cierto;  y sé  más;  sé  que  el  fado  oido  de  los  hermosos  lábios  de  una 
portuguesa  es  á la  vez  un  canto  dulce  y gentil,  sentido  y gracioso,  si  bien  algo 
melancólico. 

— ¡Magnífico! — exclamó  mi  amigo. 

— Y sé  por  último,  que  la  letra  pertenece  á esa  poesía  popular,  de  autor  ig- 
norado, á ese  inspirado  trovador  popular  que  nadie  conoce,  pero  que  escribe  ver- 
sos tan  bellos,  tan  sentidos,  tan  inspirados,  tan  filosóficos,  que  los  llamados  poe- 
tas admiran  sin  lograr  imitarlos. 

— Margarita, — se  apresuró  á decir  mi  amigo, — es  necesario  que  te  sientes  al 
piano  y demuestres  á Enrique  la  certeza  de  sus  palabras. 

La  hermosa  joven  sin  hacerse  rogar  tomó  asiento  al  piano  que  rodeamos  su 
madre,  su  hermano,  un  íntimo  amigo  de  la  familia,  compañero  nuestro  en  el  pe- 
riodismo, y yo. 


XII 


La  música  comenzó... 

¿Quién  ignora  que  la  música  según  la  feliz  expresión  de  un  distinguido  pu- 
blicista no  es  solamente  un  recreo,  sino  un  beneficio;  que  ella  adormece  el  dolor,  y 
templa  la  pena;  que  al  par  que  despierta  el  valor,  excita  el  placer;  que  ella  con- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


789 


suela  al  trabajador  y hace  sus  ejercicios  menos  penosos;  que  es  el  lenguaje  de  los 
sentimientos  dulces,  y de  los  arranques  belicosos;  que  se  une  á nuestros  pensa- 
mientos mas  íntimos  por  el  recuerdo  de  las  impresiones  de  la  niñez,  por  la  sere- 
nata al  pié  de  la  reja  de  la  mujer  amada,  por  el  clarin  guerrero  que  llama  al 
hombre  á la  conquista  de  su  libertad?...  Y elevándonos  á mayor  altura,  ¿quién 
se  atrevería  á desconocer  que  la  música  ha  influido  poderosamente  en  varias  na- 
ciones en  la  moral  de  las  clases  obreras,  estrechando  los  vínculos  del  hijo  en  la 
familia  y del  hombre  en  la  pátria? 

A estas  filosofías  me  entregaba  yo  cuando  Margarita  preludiaba  las  primeras 
notas  del  fado.  De  pronto  su  voz  clara  y armoniosa,  lanzó  al  viento  los  siguientes 
cantares  llenos  de  una  poesía  encantadora: 

«Son  varios  los  destinos  de  la  tierra, 

Diversos  entre  sí; 

Corren  al  mar  las  aguas  fugitivas 
Y yo  corro  hácia  ti. 

»Cuando  vi  la  luz  lloraba. 

Lloraba  porque  nací, 

No  llorara  si  supiera 

Que  había  de  verte  á tí. 

»La  flor  nace  en  tu  jardín 

Y la  naranja  en  tu  huerta, 

Los  suspiros  en  tu  pecho 

Y en  tu  frente  la  inocencia. 

»No  hay  tesoro  cual  suspiro 
De  ardiente  y leal  amor, 

Que  los  tesoros  se  compran 
Pero  los  suspiros  no. 

»Tengo  dentro  de  mi  pecho 
Muy  cerca  del  corazón 
Un  letrerito  que  dice: 

\ Morir,  si;  olvidarte,  no !» 

El  fado  sonaba  en  mi  oido  dulce  y festivo,  sencillo  y gracioso. 

Margarita  se  levantó  del  piano  y todos  nos  apresuramos  á felicitarla  y aplau- 
dirla. Su  triunfo  fué  tan  grande  como  merecido,  y la  ovación  que  la  tributamos 
tan  grande  como  justa. 

— Es  preciso, — dijo  Alfredo,  nuestro  compañero, — que  mañana  Santos  y yo 
le  llevemos  á usted  á oir  á Joaquin  el  f adista  mas  célebre  de  Lisboa. 

Así  terminó  aquella  hermosa  velada. 

TOMO  i. 


99 


790 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


IV 

Con  efecto,  al  siguiente  dia  fuimos  en  busca  de  Joaquín,  el  gran  fadista  por- 
tugués. 

Y ahora,  á su  vista,  y tratando  de  recordar  las  noticias  y datos  que  me  suminis- 
traron mis  dos  amigos,  y las  observaciones  que  jo  hice,  procuraré  describir  el  fa- 
dista Joaquín,  á quien  hallamos  cerca  de  Belen,  uno  de  los  barrios  mas  lindos  de 
Lisboa,  en  una  casa  de  pasto  (tienda  de  vinos),  debajo  de  una  gran  parra,  senta- 
do sobre  el  pico  de  una  mesa,  con  el  cigarro  en  la  boca,  caído  sobre  el  lábio,  y la 
vihuela  en  el  brazo,  tal  y como  le  representa  nuestro  grabado. 

El  bom  Joaquín  era  un  mozo  de  25  á 30  años,  ajado  por  la  crápula  y la  orgía: 
llevaba  una  chaqueta  y un  pantalón  de  corte  especial,  y en  la  cabeza  el  indis- 
pensable gorro  de  algodón.  Cuando  nosotros  llegamos  se  hallaba  en  esa  actitud 
indolente  del  que  todo  lo  posee,  ó del  que  nada  necesita,  contemplando  melancó- 
licamente la  guitarra,  quizás  para  componer  alguna  nueva  caución,  ó para  llorar 
la  pérdida  del  vino  que  había  desaparecido  de  la  botella  que  tenia  á su  lado.  Al 
oir  de  lábios  de  mis  amigos  nuestra  pretensión,  que  era  la  de  oirle  cantar  y tocar, 
y al  ver  la  mesa  cubierta  de  blanco  mantel,  de  humeantes  chuletas  y multitud 
de  botellas  de  rico  Oporto  y sabroso  Madera , el  fadista  se  hirguió  altanero,  alzó 
orgulloso  la  frente,  relucieron  sus  ojos,  su  boca  lanzó  atrevidas  frases  y sonoras  car- 
cajadas, y se  dispuso  á hacernos  oir  las  mas  picarescas  canciones  de  su  inagota- 
ble musa. 

A medida  que  apuraba  sorbos  de  vino  su  rostro  adquirió  tintas  mas  rojas,  sus 
risas  eran  mas  desordenadas,  sus  guiños  mas  atrevidos,  sus  coplas  y sus  movi- 
mientos mas  escandalosos. 

Joaquín  era  el  bello  ideal  del  fadista , uno  de  los  tipos  mas  populares  de  Por- 
tugal. 

Al  fadista  se  le  halla  siempre  en  los  pintorescos  alrededores  de  la  hermosa 
Lisboa,  porque  es  un  artista  de  corazón,  y lo  mismo  aparece  en  Belen  que  en 
Nueva  Cintra,  igual  en  Alcántara  que  en  Cacilhas,  lo  propio  junto  á las  sober- 
bias quintas  de  Pombal,  de  las  Larangeiras  ó del  Bispo,  esas  quintas  deliciosas 
llenas  de  exquisitas  frutas  y de  variadas  flores,  de  las  que  ha  dicho  Campoamor 
que  en  ellas  los  sueños  son  pasiones,  que  en  Collares  ó en  Cintra. 

Siguiendo  las  huellas  de  un  ilustre  escritor,  diremos  que  el  fadista  es  un  tro- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


791 


vador  del  vicio  en  la  juventud,  alabardero  de  los  teatros,  y asiduo  concurrente  á 
la  plaza  de  toros  del  campo  de  Santa  Ana  en  la  edad  adulta,  y centinela  y guar- 
dián de  las  tabernas  en  la  vejez.  El  f adisla,  ni  envidioso  ni  envidiado,  ni  pobre 
ni  rico,  pasa  su  vida  en  el  ocio  y en  la  orgía.  Frecuenta  las  tabernas,  visita  los 
lupanares,  entra  en  las  iglesias,  acude  á las  bodas,  y lo  propio  sirve  para  un  fre- 
gado que  para  un  barrido,  como  vulgarmente  se  dice.  Completaremos  su  retrato 
diciendo,  que  es  generoso  y algo  desconfiado,  fanático  y libre  pensador,  prudente 
y valeroso,  artista  y matón,  y que  con  el  mismo  fervor  que  oye  una  misa  empu- 
ña el  ferro  (cuchillo),  y despacha  á cualquier  prójimo;  que  es  un  hábil  guitarris- 
ta y un  cantador  incansable  de  coplas,  que  según  asegura  saca  de  su  misma  ca- 
beza, y por  lo  tanto  el  convidado  indispensable,  el  personaje  principal  de  toda 
boda.  Una  palabra  más  y concluimos. 

El  f adisla  es  un  bebedor  admirable,  y su  cuerpo  al  igual  del  famoso  tonel  de 
las  Danaides  no  tiene  fondo. 

El  tipo  del  f adista  lo  mismo  que  el  de  la  ocarina,  vendedora  de  pescado,  ó pes- 
cadora de  Ocar , graciosa,  fina,  y generalmente  bonita,  vestida  con  ligera  saya  de 
bayeta,  colletinho  ajustado,  un  lenzuelo  de  color  de  grana  ceñido  graciosamente  al 
seno,  una  cesta  redonda  sobre  la  cabeza  llena  de  pescado  vi  vito,  y la  airosa  pierna 
al  aire,  son  hoy  universalmente  conocidos  merced  al  inimitable  lápiz  del  gran  ar- 
tista portugués  Bordallo  Pinheiro. 

Y aquí  terminamos  nuestro  trabajo,  que  esperamos  que  nuestros  ilustrados 
lectores  acojan  benévolamente,  copiando  las  únicas  canciones  susceptibles  de  tras- 
cribir, que  oimos  de  los  lábios  del  célebre  f adista  Joaquin: 

«El  que  mucho  posee  mucho  gasta: 

Al  que  poco  tiene  poco  le  basta, 

A quien  nada  tiene 
Dios  le  mantiene. 

»A1  irme  de  Portugal 
Tres  cosas  te  he  de  pedir, 

Gran  firmeza,  lealtad, 

Y honradez  en  el  vivir.» 

Se  nos  olvidaba.  En  Lisboa,  y en  todo  Portugal,  se  vende  un  libro  curiosísi- 
mo que  recomendamos  á los  señores  bibliófilos  y anticuarios,  y que  lleva  por  tí- 
tulo: Almanach  do  bom  f adista. 

A la  verdad  creemos  que  ni  la  literatura  podia  aspirar  á menos,  ni  el  f adista 


á más. 


(EL  COLONO  EN  AMÉRICA) 


por  I).  J.  de  Vargas. 


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rave  problema  de  economía  política  es  el  de  la  emigración; 
y sobre  si  lian  de  evitarla  ó nó  los  gobiernos,  se  lian  ocupado 
y ocupan  los  hombres  versados  en  la  citada  ciencia. 

Sea  de  ello  lo  que  fuere,  pocos  países  en  verdad  reúnen 
tantas  condiciones  como  el  nuestro  para  que  sea  fácil  evitar 
el  que  sus  hijos  vayan  las  mas  de  las  veces  á morir  de  mala  manera 
en  lejanas  playas.  La  población  que  habita  en  nuestra  península  no 
es  excesiva  y las  condiciones  de  nuestro  suelo  feraz  y fértil,  á poco  que 
fueran  trabajadas  con  constancia,  darían  mas  que  suficiente  para  que 
todos  vivieran  con  holgura.  Uno  de  los  antiguos  graneros  del  so- 
berbio imperio  romano  no  cabe  creer  que  sea  tan  grande  su  decadencia  y agota- 
miento que  no  baste  ya  á levantar  las  exiguas  exigencias  de  los  que  en  él  habitan 
y si  con  efecto  la  tierra  ya,  contra  lo  que  creemos,  no  diera  lo  suficiente,  gracias 
á los  progresos  y adelantos  de  la  industria  moderna,  pueden  abrirse  nuevas  fuen- 
tes de  riqueza,  pueden  arbitrarse  medios  que  lleven  ála  prosperidad  moral  y ma- 
terial del  país  conteniendo  á los  nacidos  en  él,  reteniéndolos  é impidiendo  que 
vayan  á morir  como  hemos  dicho,  después  de  arrastrar  una  vida  de  privaciones 
y de  fatigas. 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS  793 

Bien  sabido  es  que  los  puntos  de  que  mas  gente  emigra  son  Galicia  y Astu- 
rias, regiones  las  mas  pobladas  de  nuestra  España;  naturales  que  adolecen  de  un 
defecto  que  en  ellos,  más  que  en  ningunos  otros,  ha  llegado  á ser  proverbial.  El 
gallego  y el  asturiano  sueñan  con  el  oro,  lo  anhelan,  lloran  por  él,  mas  no  como 
muchos  que  lo  quieren  por  lo  que  el  oro  representa,  por  las  necesidades  que  sa- 
tisface, por  las  comodidades  que  reporta,  no,  el  gallego  y el  asturiano,  hablando 
en  tésis  general,  quieren  el  oro  por  el  oro  mismo  y cuando  lo  tienen  puede  de- 
cirse que  no  les  sirve  mas  que  para  satisfacer  una  soñada  aspiración  de  su  alma, 
la  de  tenerlo:  una  vez  que  lo  posea  lo  guardará,  lo  conservará  hasta  el  fin  de  sus 
dias,  sin  que  uno  solo  siquiera  haya  dejado  de  trabajar  por  aumentar  el  capital 
que  ya  para  él  constituía  la  primera  moneda.  Por  conseguir  ésta  se  afanó  duran- 
te largos  años,  luchó  y perseveró  á costa  de  todas  sus  fuerzas  y de  su  reposo  y de 
salud  y en  cuando  la  llegó  á tener,  vió  que  era  poco,  guardóla  y siguió  trabajan- 
do por  tener  otra  y otra,  y cien  más,  y luego  pensó  en  el  millar  de  millares,  y 
en  los  millones  mas  tarde. 

En  las  largas  noches  de  invierno  cuando  el  frió  mortifica  y la  lluvia  cae  pau- 
sadamente, una  vez  vueltos  del  trabajo  los  mozos  de  aquellas  pobres  pero  risue- 
ñas aldeas  se  refugian  junto  al  fuego,  y como  tan  uniforme  y monótona  es  la  vida 
que  hacen,  pasan  el  rato  en  tanto  el  calor  los  conforta  y el  sueño  los  vence  en 
hacer  castillos  en  el  aire  que  les  hacen  poner  tristes  casi  siempre  y que  con  fre- 
cuencia les  hacen  exclamar: 

— ¡ Si  yo  fuera  rico ! 

No  falta  muchas  veces  quien  evoque  el  recuerdo  de  un  hijo  de  la  aldea,  que 
como  por  encanto  desapareció  de  ella  cuando  apénas  contaba  veinte  años,  y 
que  al  cabo  de  otros  veinte  volvió  á parecer,  pero  muy  distinto  y cambiado  de  lo 
que  era  cuando  se  le  echó  de  menos. 

Cuando  marchó  no  tenia  para  comprar  un  sombrero,  á pesar  de  lo  poco  que 
allí  cuestan,  y cuando  se  apareció  de  nuevo,  favoreció  á sus  parientes,  compró 
tierras,  bueyes  y hasta  la  casa  en  que  habia  nacido. 

Como  la  curiosidad  está  vivamente  excitada  y todos  quieren  saber  el  miste- 
rioso secreto,  merced  al  cual  se  enriqueció  el  paisano,  no  falta  entre  ellos  quien 
pregunta  de  que  medios  se  valió  para  llegar  al  soñado  desiderátum  á que  to- 
dos aspiran,  y entonces  se  les  dice  con  aire  retumbante  que  estuvo  en  América. 

— América,  América, — contesta  alguno, — ¿y  qué  es  eso? 

Esta  pregunta  es  ya  contestada  prévia  preparación,  con  lo  cual  resulta  una 


794 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


especie  de  Jauja,  Edén  encantado  donde  parece  prohibido  trabajar  y donde  no 
bien  ha  llegado  uno,  cuando  se  encuentra  rico  sin  más  ni  más. 

Tan  pronto  como  del  cerebro  de  uno  de  aquellos  asturianos  ó gallegos  se  apo- 
dera la  mencionada  idea,  no  la  abandona  jamás  hasta  que  por  desgracia  suya  tra- 
ta de  abandonar  su  tierra  para  realizarla. 

¿Donde  está  América,  esa  tierra  de  promisión,  donde  todo  es  ventura  y bien- 
andanza, donde  se  encuentra?  Léjos,  muy  léjos,  y para  llegar  á ella  hay  que 
atravesar  el  mar.  Esto  es  lo  grave.  Si  por  tierra  se  pudiera  ir,  si  fuera  posible 
llegar  á ella  andando,  la  cosa  era  bien  distinta,  pues  entonces,  en  aquel  momento, 
sin  descansar  de  las  fatigas  deldia,  emprendieran  la  marcha  y sin  parar  un  mo- 
mento verían  realizado  su  intento  ó morirían  en  el  camino. 

Pero  hay  que  embarcarse  y las  gestiones  y diligencias  que  practica  para  con- 
seguirlo le  hace  caer  en  manos  de  uno  de  esos  reclutadores  que  cobran  una  co- 
misión para  fletar  gallegos  ó asturianos  ó catalanes  con  rumbo  al  Nuevo  Mundo. 

Cuando  aquel  agente  de  embarques,  verdadero  contratista  de  carne  humana, 
comprende  que  tiene  reunido  un  número  suficiente  de  alucinados,  da  al  que  pa- 
rece mas  listo  una  carta  con  la  cual  se  presenta  en  Santander  ó en  la  Coruña  al 
sugeto  á quien  va  dirigida,  que  no  es  mas  sino  otro  agente,  de  mas  elevada  ge- 
rarquía.  Desde  el  momento  en  que  se  ha  puesto  en  contacto  con  él,  aquella  pobre 
gente  queda  reglamentada  de  una  manera  casi  militar;  todos  los  dias  tienen  que 
presentarse  al  agente,  quien  les  da  una  miseria  para  que  puedan  comer  y buscar 
donde  dormir. 

Llega  por  fin  un  momento  en  que  hay  que  proceder  al  trato;  entonces  se  en- 
tera nuestro  tipo  de  cuantos  son  los  que  en  definitiva  están  dispuestos  á marchar 
pues  sucede  con  frecuencia  que  de  estas  partidas  no  faltan  varios  que  se  arre- 
pientan, esto  es,  que  desertan  de  las  filas,  irrogando  una  insignificante  pérdida 
á la  terrible  compañía  que  se  ha  hecho  cargo  de  ellos  y que  puede  ser  perfecta- 
mente comparada  con  una  de  aquellas  que  se  establecieron  para  esplotar  los  tro- 
zos de  ébano,  pérdida  que  por  otra  parte  no  les  resulta,  por  cuanto  buen  cuidado 
tienen  de  dividirla  á prorata,  aumentada  por  supuesto  y cargada  en  cuenta  á los 
demás  infelices. 

Pronúnciales  un  largo  discurso  encaminado  á probarles  lo  bien  y lo  cómoda- 
mente que  van  á hacer  la  travesía;  la  dicha  y el  contento  que  van  á disfrutar 
durante  toda  ella,  precursora  de  la  gloria  mayor  de  verse  al  poco  tiempo  dueños 
de  una  fortuna  considerable,  conseguida  con  muy  poco  trabajo. 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


795 


Los  futuros  emigrantes  al  oir  esto  sienten  que  el  corazón  se  les  salta  dentro 
del  pecho  y quisieran  ser  pájaros  para  llegar  allá  mas  pronto,  pero  casi  ensegui- 
da sobreviene  la  segunda  parte  del  discurso  que  es  la  mas  lastimosa  y la  que  da 
lugar  á que  el  dolor  les  nuble  la  vista,  pues  lia  llegado  el  comisionado  á un  pun- 
to que  no  esperaban  ó que  al  menos  habian  olvidado,  acariciando  tanta  hermosa 
idea  como  el  primer  trozo  del  discurso  hiciera  surgir  en  la  mente  de  aquellos  in- 
felices. El  comisionado  les  ha,  hablado  del  pago  del  pasaje  que  es  caro  por  cuanto 
se  trata  de  ir  á tan  lejanas  tierras,  pago  necesario  é indispensable  que  se  ha  de 
hacer  anticipadamente,  porque  así  lo  exige  el  capitán  del  buque  que  los  ha  de 
conducir.  Todos,  por  boca  del  que  mas  avispado  parece,  confiesan  que  no  tienen 
un  céntimo,  y lo  que  es  aun  peor,  ni  de  donde  les  venga,  afirman  que  se  habian 
creido  otra  cosa,  que  se  figuraron  que  podrían  pagarlo  después  con  lo  que  allí  gana- 
ran y que  por  eso  vinieron.  Ruegan  luego  al  pérfido  instrumento,  que  vea  la  mejor 
manera  de  arreglarla  cuestión  aquella  para  que  no  queden  fallidas  sus  esperanzas. 

Con.  áspero  y desabrido  tono,  contesta  el  comisionado  que  hará  lo  que  pueda 
y los  infelices  se  retiran  tristes  y cariacontecidos,  sin  saber  lo  que  les  pasa  y cre- 
yendo que  el  mundo  se  les  ha  venido  encima,  mas  no  pierden  del  todo  la  espe- 
ranza, pues  aquel  señor  á quien  conocían  en  el  pueblo  y que  tan  eficazmente  los 
había  recomendado,  les  dijo:  que  aunque  se  presentaran  algunas  dificultades  su 
amigo  de  Santander  ó de  la  Coruña,  procuraría  arreglarlas  y vencerlas. 

Con  todo,  en  la  noche  les  es  casi  imposible  conciliar  el  sueño,  pues  no  cesan 
de  repetirse  que  si  aquello  no  se  arregla  no  podrán  marchar  á América,  perdien- 
do dolorosamente  todo  lo  que  esto  significa:  tendrán  que  volver  de  nuevo  á sus 
rudas  y pesadas  ocupaciones,  á mal  comer  y mal  dormir,  sin  poder  abrigar  la  es- 
peranza de  mejorar  ni  de  que  aun  llegue  el  dia  en  que  tranquilamente  pueda  con- 
templar su  capital,  sin  ocuparse  de  si  hace  frió  ó calor,  de  si  llueve  ó está  sereno. 

En  tan  triste  pensar  le  sorprende  el  dia  y no  bien  le  parece  que  es  ya  hora 
conveniente,  se  reúne  con  sus  amigos  y compañeros  y marcha  á la  casa  del  co- 
misionado. Este  los  recibe  con  malos  modos,  con  seca  y dura  frase,  pero  al  fin 
concluye  por  anunciarles  que  á duras  penas  ha  podido  conseguir  que  el  capitán 
del  buque  los  trasporte  siempre  que  ellos  se  comprometan  á firmar  un  documen- 
to por  el  que  se  obliguen  á pagarle  cuando  lleguen.  Tal  trato  les  hace  ver  el  cie- 
lo abierto,  acceden  á todo,  firman  lo  que  les  ponen  delante  y pocos  dias  después 
hacinados  como  fardos  en  el  entrepuente  de  un  buque  parten  para  lo  que  ellos 
creen  tierra  de  promisión , 


796 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


Los  primeros  dias  de  navegación  son  horribles;  no  acostumbrados  á tal  géne- 
ro de  travesía  se  trastornan  y marean,  son  la  burla  y el  hazme  reir  de  toda  la 
gente  de  abordo,  nadie  los  cuida  ni  los  atiende  y los  infelices  que  no  pueden  ni 
aun  sufrir  la  vista  de  los  alimentos,  contraen  enfermedades  de  las  que  no  pocos 
sucumben.  Los  que  sobreviven  contemplan  con  honda  pena  como  son  los  cadáve- 
res arrojados  al  agua  y aun  escuchan  con  horror  la  broma  y chacota  de  los  ma- 
rineros. 

Comiendo  solo  un  miserable  rancho,  bebiendo  agua  salobre  la  mayor  parte 
del  tiempo,  haciéndolos  trabajar  y obligándoles  á que  sirvan  á los  demás,  siguen 
dias  y dias  hasta  que  por  fin  pasados  veinte  y tantos  del  nefando  en  que  por  su  mal 
abandonaran  la  tranquila  aldea  en  que  habian  vivido,  llegan  á las  risueñas  playas 
del  nuevo  mundo  donde  esperan  encontrar  la  paz,  la  ventura  y la  felicidad  con 
las  riquezas. 

El  aspecto  de  las  comarcas  aquellas  les  hace  abrigar  la  esperanza  de  ver  rea- 
lizados sus  deseos.  Aquel  cielo  explendente  y puro,  no  parece  que  pueda  cobijar 
mas  que  dichas  y alegrías;  aquella  tierra  cuya  exuberancia  está  atestiguada  por 
la  fuerza  de  la  vegetación  que  atónitos  contemplan,  debe  ser  harto  dúctil  al  tra- 
bajo y conseguirse  de  ella  todo  cuanto  pueda  desearse.  Sienten  que  el  alma  se  les 
ensancha,  mas  algo  les  desanima,  el  carecer  de  indicaciones  precisas  para  saber 
á donde  tienen  que  dirigirse,  esto  les  desconcierta  y les  lleva  á preguntar  al  ca- 
pitán que  desde  luego  se  encarga  de  hallarles  colocación. 

En  los  antiguos  tiempos,  cuando  á las  costas  de  país  amigo  ó conocido  arriba- 
ba buque  pirata,  que  en  alta  mar  se  hubiera  hecho  de  presa,  ó cuando  anclaba 
en  la  bahía  embarcación  de  guerra  que  hubiera  tomado  parte  en  cualquier  expe- 
dición haciendo  prisioneros  á los  que,  en  gracia  de  la  vida,  reducian  á la  esclavi- 
tud, acudian  presurosos  á la  playa  todos  los  que  tenian  necesidad  de  esclavos, 
y no  bien  fueran  aquellos  desembarcados  y expuestos  á las  ávidas  y codiciosas 
miradas  de  los  que  los  deseaban,  comenzaba  el  horrible  trato,  y aquella  mercan- 
cía tan  despreciada  era  objeto  de  mil  alzas  y bajas  según  la  mayor  ó menor  de- 
manda. Seguían  los  infelices  apresados  la  misma  ley  que  las  cosas  puramente 
materiales  tras  lo  cual  quedaban  reducidos  á un  sufrimiento  eterno  al  que  era 
preferible  la  muerte. 

Historiadores  políticos  y filósofos  á porfía,  han  condenado  tan  bárbaras  cos- 
tumbres, han  hablado  mal,  como  no  podia  ser  menos  de  aquellos  ruinosos  tiem- 
pos en  que  había  hombres  tan  desgraciados  que  podían  quedar  convertidos  en  oh- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


797 


jetos  de  comercio  ó en  medios  de  adquirir,  como  sucedía  con  los  bienes  inmue- 
bles y con  las  bestias  de  carga  y todos  se  lian  congratulado  de  alcanzar  tiempos 
en  que  la  personalidad  humana  se  tiene  en  mas  elevado  concepto. 

Mas  tal  cosa  sucede  porque  no  se  han  fijado  en  lo  triste,  muy  triste  que  es 
la  condición  del  emigrante. 

Puede  censurársele  á este  el  afan  de  riquezas  que  le  llevó  á dejar  su  casa, 
mas  bien  visto  en  el  fondo,  esto  no  es  mas  que  la  constante  afición  del  hombre  de 
mejorar  y mas  que  nada  por  punible  que  fuera  su  lecho,  por  censurable  que  fuera 
su  conducta,  nunca  habría  motivo  bastante  para  que  se  les  hiciera  experimentar 
los  numerosos  y grandes  sufrimientos  á que  se  les  condena. 

Al  ofrecerles  el  capitán  del  buque  en  que  han  sido  conducidos,  que  buscaría 
y hallaría  para  ellos  una  colocación,  sabe  de  antemano  lo  que  se  ha  dicho,  pues 
inmediatamente  que  salta  en  tierra  tiene  ya  muchos  conocidos  que  le  aguardan  y 
preguntan  con  solicitud  si  trae  hombres.  A su  contestación  afirmativa  se  inquie- 
re la  clase  y condición  de  cada  uno  de  ellos  y los  gastos  que  trae  cada  cual.  Esta 
frase  que  subrayamos  no  es  poco  lo  que  representa,  pues  desde  luego  indica  lo  que 
el  amo  tendrá  que  pagar  por  el  criado  antes  que  entre  á su  servicio.  El  capitán 
presenta  documentos  con  los  que  acredita  que  cada  uno  de  los  hombres  que  for- 
man el  cargamento  le  adeuda  doscientos  duros  que  es  en  lo  que  se  ajustó  el  pasa- 
je y en  lo  que  están  incluidos  todos  los  gastos  que  se  han  hecho,  y esto  bien  pue- 
de ser  considerado  como  un  precio;  al  desembarcar  los  infelices  tienen  ya  amos, 
cada  cual  puede  escoger  el  que  mas  le  agrade,  unos  los  llevan  al  campo  donde 
tendrán  que  ocuparse  en  las  labores  de  la  tierra,  otros  irán  á tiendas  de  telas  ó 
géneros  comestibles  y los  habrá  también  que  no  sirviendo  para  otra  cosa,  á juzgar 
por  la  presencia  que  es  lo  que  mas  se  estima,  serán  cogidos  para  mozos  de  servicio 
é irán  á ganar  una  mensualidad  miserable  trabajando  de  dia  y de  noche. 

De  nada  les  servirá  protestar  si  las  colocaciones  que  se  le  presentan  no  les 
agradan,  inútil  será  que  en  su  desencanto  reniegue,  se  arrepienta  y hasta  llore. 
¡Qué  ha  de  hacer  el  infeliz!  Léjos  de  su  pátria,  ausente  de  su  familia,  sin  ami- 
gos ni  conocidos  no  tiene  mas  remedio  que  ceder  á la  dura  é imperiosa  necesidad, 
terrible  maestra  que  nos  enseña  muchas  cosas  contra  nuestra  voluntad.  El  infe- 
liz emigrante,  tiene  que  optar  pronto  por  cualquier  cosa,  tiene  que  decidirse  sin 
mas  remedio,  pues  de  lo  contrario  el  hombre  por  un  lado  le  hace  horribles  mue- 
cas con  su  descarnada  faz  y del  otro  el  capitán  le  acosa,  pues  quiere  cobrar  lo 

que  para  su  bien  le  anticipó  y le  amenaza  con  los  tribunales  y con  la  cárcel  fun- 
TOMO  i.  100 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES,  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


dándose  en  que  por  el  pagaré  que  tiene  en  su  poder  se  obligó  solemnemente  á sa- 
tisfacerle la  suma,  tan  pronto  como  llegará  á tierra  de  América. 

Volvemos  á repetirlo,  no  tiene  mas  remedio  que  aceptar  lo  que  se  le  presenta 
que  nunca  es  bueno  y pocas  veces  regular,  y aun  así  tiene  que  confesarse  desde 
luego  deudor  á su  amo  de  la  suma  que  este  reembolsa  al  capitán,  con  lo  cual 
queda  empleado.  ¿Qué  vida  es  la  que  hace  desde  entonces?  Si  su  amo  tiene  al- 
guna pingüe  hacienda  de  las  que  allí  alcanzan  tau  considerable  extensión  se  verá 
reducido  á desempeñar  las  mismas  faenas  de  que  hastiado,  le  llevaron  á dejar  su 
tierra.  No  bien  haya  amanecido  tendrá  que  dejar  la  miserable  cama  si  es  que  no 
duerme  al  raso  acostado  sobre  la  húmeda  yerba,  y permanecerá  trabajando  sin 
descanso  hasta  que  el  dia  niegue  sus  luces:  con  escasa  y poco  sana  alimentación, 
expuesto  á los  ardores  de  aquel  sol,  sufriendo  aquellas  repentinas  lluvias,  su  sa- 
lud se  resentirá  bien  pronto  y morirá  rápidamente,  pues  á los  estragos  materia- 
les se  unirá  la  nostalgia  que  ha  de  sentir  cualquiera  aunque  vaya  á hermosísi- 
mo país,  si  es  en  él  mal  tratado. 

Si  por  suerte  suya  no  fué  al  campo  sino  que  lo  escogió  quien  tenia  un  esta- 
blecimiento mercantil,  trabajará  en  él  de  la  misma  manera,  sufriendo  constante- 
mente malos  tratos,  y después  de  muchos  años,  durante  los  que  ni  un  solo  dia 
habrá  dejado  de  imponerse  privaciones,  tal  vez  logre  reunir  con  que  poner  una 
pequeña  tienda  donde  seguir  vegetando.  Casi  lo  mismo  que  un  poco  de  actividad 
é iniciativa  hubiera  conseguido  en  su  pátria  querida,  á la  que  en  el  mayor  núme- 
ro de  los  casos  no  vuelve  á ver. 

Seducidos  por  fútiles  palabras  y engañosas  promesas  dejaron  lo  cierto  que  tenian 
para  aventurarse  en  lo  dudoso  que  le  ofrecieron.  Alucinado  por  la  palabra  colono 
crevó  sin  duda  que  al  llegar  hallaria  medios  para  ejércitar  un  trabajo  indepen- 
diente que  le  permitiera  ahorrar,  mas  llevóse  solemne  chasco;  á América  no  van 
como  colonos,  van  contratados  como  trabajadores  y reputándose  allí  que  íueran 
porque  no  tenian  otro  remedio,  los  acojen  y los  obliga,  y en  una  palabra  no  ha- 
llan nada  absolutamente,  nada  de  lo  que  les  habian  prometido.  Lo  que  con  tan- 
to afan  y esfuerzo  ganan,  lo  guardan  y procuran  conservarlo,  se  hacen  duros  de 
corazón,  avaros,  ciegos  á toda  necesidad  que  pudieron  remediar,  sordos  á toda  sú- 
plica; rara  vez  recuerdan  á su  pueblo,  á su  familia,  ni  á sus  amigos,  mas  en  las 
raras  cartas  que  escriben  siempre  repiten  á los  que  van  dirigidas;  no  os  dejeis  en- 
gañar, ni  creáis  nada  de  lo  que  os  digan;  América  está  peor  que  esa  y como  en 
todas  partes,  hay  necesidad  de  mucho  trabajo  para  escasa  recompensa. 


por  D.  Francisco  de  P.  Monroy. 


o primero  que  indefectiblemente  hace  cualquier  extranje- 
ro ó provinciano  que  llega  á Madrid,  coronada  villa,  ca- 
pital de  las  Españas,  es  visitar  la  Puerta  del  Sol,  lugar 
que  no  se  ha  dejado  de  describir  por  cuantos  bueno  ó malo 
han  escrito.  La  Puerta  del  Sol  tiene  muchos  mas  atracti- 
vos para  el  que  no  lo  ha  visto,  que  para  el  que  la  vé;  cosa  bien  clara 
cuando  se  sabe  lo  mucho  que  la  imaginación  abulta. 

Descrita  sin  pasión,  la  anchurosa  plaza  no  es  mas,  si  bien  se 
mira,  que  un  espacio  situado  en  el  centro  de  la  villa,  en  el  cual  des- 
embocan las  calles  mas  principales;  arterias  que  vierten  la  gente  en 
un  punto  común  para  que  de  allí  vuelva  nuevamente  á los  extremos. 

Cualquier  extranjero  ó provinciano  que  llegue  á Madrid,  luego  que  se  haya 
convencido  que  la  Puerta  del  Sol  no  tiene  nada  de  particular,  y se  fije  por  hacer 
algo  en  la  gente  que  la  frecuenta,  tal  vez  lo  que  mas  llame  su  atención  sea  el 
constante  grupo  reunido  de  ordinario,  é interceptando  el  paso  las  mas  de  las  ve- 


800 


LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


ces  en  la  ancha  acera  que  se  extiende  delante  del  café  Imperial,  gente  que  á juz- 
gar por  su  traje  parece  pertenecer  toda  á la  misma  clase,  y que,  sin  embargo, 
forma  parte  de  varias,  por  mas  que  en  el  fondo  se  den  la  mano  y tengan  entre  sí 
alguna  relación  mas  cercana  ó mas  próxima. 

Con  efecto,  al  primer  golpe  de  vista  cualquiera  dirá  que  todos  los  que  visten 
estrecho  pantalón  acampanado,  chaqueta  corta,  muy  corta,  tal  vez  demasiado 
corta,  ciñe  su  cuerpo,  procurando  hacerlo  esbelto,  aunque  no  lo  sea,  con  roja 
faja,  y cubre  su  cabeza  con  pintorero  sombrero  de  anchas  alas,  pertenecen  á una 
misma  clase,  máxime  cuando  en  la  parte  posterior  de  la  cabeza  dejan  ver  trenza- 
do mechón  de  pelo.  Pues  se  engaña  de  todo  punto  el  que  tal  afirmación  haga, 
pues  bajo  este  traje  es  cierto  que  se  oculta  desde  el  matador  de  cartel  que  tiene 
cuadrilla  formal  y es  torero  de  verano  hasta  el  matachin  toreador  de  invierno, 
que  cuenta  cien  proezas  diarias  sin  haber  realizado  ninguna;  desde  el  banderi- 
llero con  ajuste  hasta  el  mulillero  que  sirve  en  la  plaza  para  conducir  el  ganao 
de  arrastre,  y no  es  solo  esto,  sino  que  también  se  presenta  con  el  mismo  traje  el 
chalan  que  comercia  en  ganado  caballar  y mular,  el  que  no  es  nada  y aspira  á 
torero,  el  empleado  en  el  matadero  el  que  revende  carnes,  y por  último  hasta 
nuestro  tipo,  hasta  el  cantaor  de  flamenco,  contratado  en  alguno  de  los  cafés  esta- 
blecidos en  Madrid,  donde,  si  no  se  hace,  se  parodia  al  menos  algo  de  lo  que 
ocurre  en  los  colmados  y hosterías  andaluzas. 

El  cantaor  de  flamenco,  pues  así  él  mismo  se  llama  con  sin  igual  orgullo,  ha 
nacido  generalmente  bajo  el  esplendente  sol  de  Andalucía,  donde  la  gracia  y el 
salero  rebosan  por  todas  partes;  de  fijo  que  si  tratáis  de  fijar  la  filiación  de  los  de 
tal  clase  os  dirá  que  pasó  sus  primeros  dias  en  la  reina  de  aquel  antiguo  reino  en 
la  hermosísima  Sevilla,  y mas  que  en  la  población,  en  el  renombrado  barrio  de 
Triana,  donde  ya  dió  más  de  una  prueba  de  lo  que  de  él  se  podia  esperar.  Si  no 
es  de  Sevilla  puede  apostarse,  sin  temor  de  perder,  que  vió  la  primera  luz  en  Má- 
laga, y que  discurrió  en  sus  juveniles  años  por  las  tortuosas  calles  del  Perchel  y 
si  aun  no  se  hubiera  acertado,  que  lo  veo  muy  raro,  seguramente  que  es  de  Cá- 
diz, pues  sin  que  pueda  decirse  por  qué,  los  tres  citados  puntos  son  los  llamados 
á suministrar  los  cantaures  y cantaoras  de  más  renombre  y de  más  fama. 

Vestido  como  hemos  dicho  de  una  manera  tal  que  fácilmente  se  le  puede  con- 
fundir con  el  torero,  nuestro  tipo  tiene  gran  semejanza  con  él  desde  mas  de  un 
punto  de  vista.  Excepción  hecha  del  corto  rato  que  trabaja  ¿en  qué  ha  de  ocupar 
el  tiempo?  ¿En  qué  ha  de  gastar  el  dinero  que  con  tanta  facilidad  gana?  Sin  fa- 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


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milia  y sin  hogar,  el  mayor  número  de  ellos  consumen  su  tiempo  en  orgías  y 
borracheras  de  las  que  no  pocas  veces  resultan  riñas,  que  cuando  no,  les  hacen 
perder  la  vida,  les  cuesta  la  libertad  por  algún  tiempo;  y con  aquello  que  les  po- 
dia  servir  para  asegurarse  una  cómoda  existencia  en  el  tiempo  en  que  no  pueda 
ganar  satisfacen  fútiles  y vanales  placeres  y caprichos  en  los  que  pierden  la  sa- 
lud y consumen  la  vida  tontamente. 

Alegre,  gracioso  y decidor  casi  nunca  se  le  vé  solo,  tiene  su  camarilla  que  de 
continuo  lo  sigue  á todas  partes,  y lo  sirven,  lo  miman  y lo  adulan,  porque  un 
hombre  de  esta  clase  es  siempre  rumboso,  y jamás  cierra  su  bolsillo  á los  que  son 
sus  amigos  ó dicen  serlo.  Antes  al  contrario,  siempre  franco  á su  lado  no  quiere 
nunca  penas,  y como  él  mismo  dice  da  comida  de  su  cuerpo  se  la  da  al  que  se  la 
pida.  De  aquí  las  dilapidaciones  que  le  arruinan  y que  le  hacen  rentar  siempre 
sin  un  cuarto;  de  aquí  también  su  corta  y efímera  existencia. 

El  canto  le  seduce  y causa  su  delicia;  la  profesión  que  tiene  la  siguió  porque 
era  una  exigencia  de  su  propia  naturaleza  y tan  orgulloso  se  muestra  con  ella 
que  para  él  un  hombre  que  no  sepa  modular  unas  playeras  ó entonar  unas  segui- 
dillas es  un  sér  al  que  le  falta  algo.  Cuando  pasa  por  la  calle  va  convencido  de 
que  todo  el  mundo  lo  admira,  y en  parte  no  le  falta  razón,  pues  cantaor  ha  habi- 
do que  llegó  hasta  donde  pocos  llegan,  y que  fué  escuchado  con  curiosidad  y en- 
canto en  suntuosísimos  salones:  de  ellos  los  ha  habido  amados  por  ricas  elegan- 
tes y bellas  damas  y aunque  no  todos  puedan  registrar  en  su  futura  historia 
dicha  tan  grande,  es  seguro  que  aspiran  á ella  por  lo  cual  es  de  ver  como  se  con- 
tornean y estiran  para  que  si  estupendas  historias  no  se  cuenta  de  ellos  como 
ciertas,  que  haya  al  menos  motivos  para  que  se  les  pueda  suponer. 

Sus  cariños  son  fugaces,  caprichos  pasajeros  que  se  van  como  vienen,  pues 
corazones  gastados  en  su  mayor  número  poco  ó nada  fructifica  en  ellos.  Lo  que 
ayer  le  seducia  hoy  le  causa  hastío  y mañana  lo  habrá  dado  al  olvido  con  segu- 
ridad. Tal  es  su  vida  pública,  pero  aun  nos  queda  verlo  en  el  verdadero  lugar  de 
su  acción,  allí  donde  luce  sus  habilidades  y la  curiosidad  de  los  más  y el  encan- 
to de  no  pocos. 

Mucho  mas  ceñudo  su  traje,  ostentando  estrecha  y fina  bota  donde  sobran  los 
adornos  que  con  profusión  la  recargan,  completamente  afeitado  y peinado  hasta 
con  acicalamiento,  apénas  dan  las  ocho  de  la  noche  se  dirige  al  antiguo  circo  de 
Paul  que  desde  que  en  él  estuvo  la  bolsa  se  llama  de  la  bolsa  y que  es  el  local 
donde  desde  hace  tiempo  vienen  contratadas  las  compañías  de  cante  que  se  reclu- 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES 


tan  en  Andalucía,  pues  ya  apénas  si  pasa  un  año  sin  que  tengamos  una  novedad 
en  el  género  que  se  anuncia  por  carteles  en  gruesos  caractéres  para  que  todos 
puedan  entenderse.  Antes  el  canta  flamenco  estaba  reducido  al  café  de  Naranjero, 
donde  concurre  la  gente  de  bronce  ó donde  como  un  amigo  nuestro  decia  con 
mucha  oportunidad  no  llevando  zamarra  y gorra  de  pelo,  liabia  que  cortarse  la 
cabeza  para  entrar  y llevarla  debajo  del  brazo;  los  gustos  cambian  con  el  tiempo 
y ya  la  música  de  Triana  y del  Perchel  tiene  un  local  designado  en  el  que  la 
ópera  de  nuevo  género,  la  ópera  inminentemente  española  se  escucha  sentado  en 
butacas  como  la  italiana.  El  cantaor  al  entrar  excita  la  curiosidad  de  todos  los 
concurrentes  que  ocupan  ya  las  localidades  y que  se  levantan  ó estiran  el  cuello 
para  mejor  verle  ó contemplarle. 

Indiferente  á cuanto  le  rodea  á juzgar  por  su  apariencia  tranquila,  el  orgullo 
lo  ahoga,  y la  satisfacción  mas  viva  puede  leerse  en  su  rostro,  no  siendo  para 
menos,  pues  jamás  pudo  soñar  que  hombres  y mujeres  llegaran  á admirarlo  como 
lo  admiran.  Es  de  ver  la  calma  y parsimonia  con  que  trago  á.  trago  saborea  la 
taza  de  café  que  se  ha  hecho  servir,  en  tanto  que,  dándose  toda  la  importancia 
que  le  han  hecho  adquirir,  contesta  á los  saludos  y felicitaciones  de  los  amigos 
que  se  le  acercan,  y cuenta  que  tiene  amigos  en  todas  las  clases  sociales  desde 
las  más  altas  á las  más  bajas,  pero  él  se  cree  superior  á todos  y lo  mismo  escu- 
cha la  palabra  del  duque  que  la  del  chulo. 

El  público  que  paga  se  impacienta  fácilmente  y el  de  tales  coliseos  manifiesta 
su  impaciencia  de  tal  manera  que  es  sobrado  comprometido  dejarla  que  suba  de 
punto,  así  es  que  tan  pronto  como  se  revelan  las  primeras  señales  el  cantaor  se 
despacha  y precedido  de  sus  compañeros  y del  indispensable  tocaor  de  guitarra 
se  dirige  al  clásico  tablado  donde  toma  asiento  en  una  de  las  sillas  allí  colocadas. 
El  se  atrae  todas  las  miradas  y su  turno  es  esperado  por  el  inteligente  público 
con  verdadero  anhelo  que  solo  parece  tener  tregua  cuando  contempla  los  convul- 
sos y lascivos  movimientos  de  la  bailaora,  que  al  dulce  compás  de  la  suave  gui- 
tarra, se  agita  en  uno  de  esos  bailes  que  acreditan  el  abolengo  morisco  de  que 
los  andaluces  pueden  hacer  gala. 

Por  último,  lo  vamos  á escuchar:  él  como  preferido  avanza  la  silla  casi  hasta 
el  borde  del  tablado;  el  tocaor  hace  lo  mismo  con  la  suya,  se  pone  á su  lado  lo 
mas  cerca  posible,  afina  el  instrumento  hasta  que  el  héroe  de  la  función  le  dice 
que  está  bien,  y luego  tan  pronto  comienzan  á dejar  oir  los  dulces  sones,  lleva  el 
compás  con  un  bastoncillo  corto,  marcando  el  golpe  en  el  palo  de  la  silla  en  que 


AMERICANOS  Y LUSITANOS 


803 


se  halla  sentado.  Se  arregla  el  cuello  de  la  camisa,  tose,  escupe,  mira  á todos  la- 
dos, prueba  por  lo  bajo  la  voz,  y á renglón  seguido  comiénzalo  cantar,  hacién- 
dolo preceder  de  una  especie  de  gorgorito  interminable,  que  cualquiera,  ageno  á 
las  fioritures  de  su  arte  creería  que  provienen  mas  de  un  hombre  á quien  se  azo- 
ta, de  un  hombre  que  trata  de  divertir  á los  que  para  divertirse  lian  pagado. 

Hecho  este  alarde  de  pecho  y de  garganta  que  ya  le  vale  aplausos,  comienza 
la  copla  larga,  tierna,  sentimental,  que  tiene  algo  del  lamento  dulce  de  un  pe- 
cho enamorado,  y no  bien  la  finaliza  el  público  lo  saluda  con  aplausos  y vítores, 
gritos  de  satisfacción  y entusiasmo,  á los  que  apénas  si  se  digna  contestar,  mas 
cediendo  á los  reiterados  deseos  de  la  gente  que  no  cesa  de  aplaudir,  la  repite 
volviendo  á escuchar  de  nuevo  bravos  y vítores,  con  los  que  le  saludan  los  entu- 
siastas y de  nuevo  las  muestras  de  satisfacción  mas  grata  se  advierte  en  el  audi- 
torio. 

Durante  el  rato  que  la  función  dura,  nuestro  tipo  da  muestras  tres  ó cuatro 
veces  de  su  habilidad,  y en  cada  una  de  ellas  no  falta  nunca  algún  obsequioso 
que  le  remite  cuatro  ó seis  cañas  de  manzanilla,  de  todas  las  cuales  prueba,  mas 
tanto  gustar  compone  una  cantidad  de  líquido  respetable  que  tarda  poco  en  su- 
bírsele á la  cabeza,  con  lo  que  muy  pocas  veces  sale  de  haber  cumplido  su  obli- 
gación completamente  tranquilo. 

Luego  que  ha  terminado  la  tarea  que  le  impone  su  contrata,  y que  por  lo  re- 
gular le  vale  seis  ú ocho  duros,  tiene  algo  que  hacer,  pues  nunca  falta  una  cena 
de  gente  de  posición,  que  quieren  amenizarla  escuchando  á aquella  maravilla  y 
á la  que  nuestro  hombre  concurre,  alternando  con  todos  y cobrando  luego  no  pe- 
queña suma,  pues  con  el  canlaor  nadie  es  mezquino. 

Otras  veces  no  es  la  orgía  de  gente  bien  educada  que  se  olvida  á ratos  de  su 
clase  la  que  le  consume  la  mayor  parte  de  las  horas  en  que  el  sol  no  luce  sino 
una  bacanal  desenfrenada  de  toreros  y gente  de  pelo  en  pecho,  en  la  que  se  di- 
vierte más,  consiguiendo  el  mismo  resultado  ó si  cabe  mejor,  pues  torero  hay 
que  excede  en  rumbo  al  título  de  Castilla  mas  encopetado. 

Haciendo  esta  vida,  fácil  es  comprender  que  el  canlaor  de  flamenco  no  duer- 
me nunca  de  noche  sino  de  dia.  Levántase  á las  dos  de  la  tarde,  almuerza  lo  que 
se  le  antoja,  é inmediatamente  lo  tendréis  en  la  puerta  del  café  Imperial  donde 
hace  tiempo  para  ir  á cumplir  con  su  obligación,  y entre  tanto  no  pasa  mujer  de 
clase  alguna  á la  que  deje  de  decir  un  chiste  de  mas  ó menos  subido  color  que 
hace  reir  á todos  sus  adláteres  y que  á él  le  enorgullece. 


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LOS  HOMBRES  ESPAÑOLES.  AMERICANOS  Y LUSITANOS 


Cuatro  años  de  esta  vida  bastan,  como  es  fácil  comprender,  para  que  nuestro 
tipo  quede  inutilizado  en  su  oficio,  y entonces  ¿qué  remedio  le  queda?  Ninguno: 
pues  inhábil  para  trabajar,  no  sirve  para  hacer  nada.  Entonces  nadie  lo  mira  ni 
lo  atiende,  ni  lo  obsequia  ni  lo  favorece;  todos  huyen  de  él.  pues  saben  que  nun- 
ca se  acerca  sino  para  pedir  alguna  cosa.  Poco  tiempo,  sin  embargo,  sufrirá  des-' 
aires  y desdenes:  la  crápula  y la  vida  disipada  agotan  bien  pronto  la  existencia, 
y el  cantaor  de  flamenco  muere  sin  dejar  mas  que  un  fugaz  recuerdo  que  se  des- 
vanece al  muy  poco  tiempo. 


FIN  DEL  TOMO  PRIMERO  Y ÚLTIMO. 


INDICE 


DE  LOS  TÍTULOS  Y AUTORES  DE  ESTA 


Páginas. 


Prólogo.— Nicolás  Diaz  de  Benjumea  y Luis  Ricardo  Fors v 

El  Hombre  de  Estado. — Emilio  Castelar 11 

El  Descamisado.— José  Selgas 25 

Un  Boceto  de  Costumbres. — Cárlos  Frontaura 35 

La  Verbena.  (Cuadro  popular). — Antonio  F.  Grilo 69 

El  Cazador. — Enrique  Perez  Escrich 77 

La  Semana  Santa  en  Sevilla  (cuadro  primero). — Nicolás  Diaz  de  Benjumea.  . . . 104 

Costumbres  y Creencias  Populares  de  Asturias. — J uan  de  Dios  de  la  Rada  y Delgado.  1 14 

El  Hacendado  mejicano. — José  Zorrilla 135 

El  Sereno. — Luis  Ricardo  Fors 157 

El  Anticuario. — E.  Rodriguez  Solís 164 

El  Cacique. — C.  Ochoa 171 

Los  Gauchos. — Alejandro  Magariños  Cervantes 175 

La  Semana.  Santa  en  Sevilla  (cuadro  segundo). — Nicolás  Diaz  de  Benjumea.  ...  183 

Las  Corridas  de  Toros. — Ricardo  Sepúlveda 192 

El  Gomoso.— Luis  Ricardo  Fors 207 

El  Montañés  de  Sevilla. — José  Navarrete 213 

Los  Venezolanos. — M.  Tejera 216 

El  Sacamuelas. — Cecilio  Navarro 223 

El  Granerer. — Cristóbal  Pascual 237 

La  Gramática  Parda. — Julio  Nombela,  (padre) 247 

El  Contramaestre. — Cesáreo  Fernandez  Duro 268 

El  Ranchero  Mejicano. — A.  Fernandez  Merino .289 

El  Actor  Consorte. — José  Feliu  y Codina 299 

La  Semana  Santa  en  Sevilla  (cuadro  tercero). — Nicolás  Diaz  de  Benjumea.  . . . 308 

El  Proletario  del  Campo. — Guerra  Junqueiro 318 

Los  Estudiantes  de  Antaño. — Francisco  Fors  de  Casamayor 322 

Los  Caballeros  de  Industria. — Juan  García  Luque 338 

La  Habana  de  Antes.— Luis  V.  Betancourt 351 

El  Mozo  de  Café.— Juan  Mendez  Cueto 359 


ÍNDICE 


Páginas. 

El  Guardia.  Civil. — Manuel  J.  Rengifo 3(37 

El  Usurero. — Mariano  Ramiro : 381 

El  Hacendado  y la  Hacienda. — Miguel  Portuondo  y Labra 384 

El  Proteccionista. — Luis  Ricardo  Fors 401 

El  General  de  América. — Francisco  X.  Baraibar 409 

Tipos  Navarros. — A.  Sánchez  Ramón 422 

La  Hamaca. — Diego  Vicente  Tejera 429 

Los  Pilluelos  de  Sevilla. — Benito  Mas  y Prat 435 

El  Maestro  de  Escuela. — R.  Perez  Puigcerbé 439 

El  Gacetillero. — Nicolás  Diaz  de  Benjumea 450 

La  Romería  de  San  Isidro. — Ricardo  Sepúlveda 457 

Los  Montañeses  de  León. — Juan  de  Dios  de  la  Rada  y Delgado 403 

El  Domador  Argentino. — Pedro  Arnó 470 

La  Gente  de  Teatro. — Eduardo  de  Palacio 475 

Peregrinos  y Peregrinaciones.— J.  Rodríguez  de  Castro 486 

El  Tenor  de  Zarzuela. — Francisco  Fors  de  Casamayor 497 

El  Indio  Boliviano. — .José  Domingo  Cortés 509 

La  Caza  del  Tigre. — Luis  Ricardo  Fors 516 

El  Filibustero  Cubano. — José  López  Segarra 565 

Los  Pescadores  de  la  costa  de  Málaga. — Rafael  Marios  Giménez 578 

Los  Mendigos. — F.  Villabrille  Marta 591 

Los  Pedigüeños.— Mariano  Ramiro 605 

El  Vendedor  de  Periódicos. — Ricardo  Sepúlveda 615 

Don  Crítico. — J.  Nombela  y Campos..  . 624 

El  Candidato  para  Diputado  á Cortes.— Pedro  Arnó 631 

El  Tomador. — Joaquín  Mendoza  Cáceres.  . . 650 

Los  Gitanos  de  Granad*. — M.  Rodríguez  y Ales 657 

La  Fiesta  del  Santo. — Enrique  de  Salazar 662 

El  Librero. — Adolfo  R.  de  Góngora 688 

El  Trapero. — J.  L.  Ginestá 697 

El  Presidiario. — L.  Maldonado  Vicente 702 

El  Contratista  de  Obras  Literarias. — M.  Saavedra 713 

El  Indiano. — J.  B.  Haro 722 

El  Ciego. — Cecilio  Navarro 730 

El  Ayuda  de  cámara. — A.  Fernandez  Merino 745 

El  Hombre  de  Mundo. — Federico  Valcárcel 751 

El  Tugurio.— Luis  Ricardo  Fors 772 

El  Mendigo.— Diego  Vicente  Tejera 780 

El  Fadista. — Enrique  Rodríguez  Solís 786 

El  Emigrante  de  España. — J.  de  Vargas 792 

El  Cantaor  de  Flamenco. — Francisco  de  P.  Monroy 799 


FIN  DEL  ÍNDICE. 


PARA  LA  COLOCACION  DE  LAS  LÁMINAS 


PÁGINAS. 

Portada 1.a 

El  Cazador 77 

El  Nazareno 104 

El  Sereno 157 

El  Gaucho 175 

El  Torero 192 

El  Café  de  Julio  César.  . 213 

El  Granerer 237 

El  Contramaestre ' 268 

Los  Estudiantes  de  Antaño 322 

El  Guardia  Civil 367 

El  General  Americano 409 

Los  Montañeses  de  León 463 

Los  Peregrinos 486 

El  Filibustero  Cubano 565 

Los  Mendigos 591 

El  Vendedor  de  Periódicos 615 

El  Diputado  á Cortes 631 

Los  Gitanos 657 

El  Librero 688 

El  Presidiario 702 

El  Indiano 722 

El  Ciego 730 

El  Hombre  de  Mundo 751 

El  Fadista 786 


i 


Olmo,  13,  Barcelona 


I 1 JUAN 


SDSCRICION  PERMANENTE 

á las  siguientes  obras  ilustradas  con  láminas  del  Sr.  Planas 


y editadas  por  esta  empresa  editorial 


Los  Tribunales  Secretos,  por  Feval.  2 t.  . . 
Historia  de  los  Papas  y los  Reyes,  por  Mau- 
ricio de  La  Chatre.  4 tomos,  precio..  . 
Historia  de  la  Prostitución,  por  P.  Dufour. 

(Primera  parte.)  2 tomos 

Los  Misterios  de  París,  por  Eugenio  Sue. 

Segunda  edición.  2 tomos  folio  menor. 
El  hijo  del  Diablo,  por  Feval.  2 tomos.  . . 
Historia  Crítica  de  la  Inquisición  de  España, 
por  don  Juan  A.  Llórente.  2 tomos..  . 
El  Parnaso  Español,  por  don  Francisco  de 

Quevedo.  1 tomo 

Memorias  de  un  marido,  por  E.  Sué.  1 tomo 
Historia  de  los  Estados-Unidos,  por  D.  José 

Comas.  1 tomo 

Historia  de  las  Antillas,  por  J.  Comas.  1 1. 
Historia  de  un  jóven  pobre,  por  Feuillet.  1 1. 
Los  derechos  del  Hombre,  por  Pelletan.  2 t.. 
Idea  general  de  la  Revolución  en  el  siglo  diez 
y nueve,  por  P.  J.  Proudhon.  1 tomo.  . 
Ignacio  el  estudiante,  ó un  deber  político,  por 

Antonio  I.  Fornesa.  2 tomos 

El  Expósito  del  Ródano,  novela  moral  por 

D.  Víctor  Roselló.  1 tomo 

Rosa,  la  Cigarrera  de  Madrid,  por  D.*  Faus- 

tina  Saez  de  Melgar.  2 tomos 

Matilde  ó la  mujer  del  gran  mundo,  por  Eu- 
genio Sue.  2 tomos 

Historias  extraordinarias,  por  Edgar  Poé, 

Hoffman,  etc.  1 tomo 

El  Conde  de  Monte-Cris  lo,  por  Pumas.  2 t . 
La  Condesa  de  Monte-Cristo,  por  Boys.  2 t. 
Los  hijos  de  Familia,  por  E.  Sué.  2 tomos. . 
La  Soberanía  Nacional  ó el  último  suspiro 
de  un  trono,  por  D.  J.  Belza.  2 tomos.  . 
Jaime  el  Barbudo,  por  Sales  Mayo.  1 tomo. 
Miserias  imperiales,  por  el  mismo.  1 tomo. 
/ Pobre  Madre!...  por  D.  J.  Belza.  2 tomos.  . 
La  Vieja  del  Candilejo,  Por  L.  Mejias.  2 t. 
Las  Siete  Virtudes,  Por  Fernando  G.  B -¡do- 
gal. 1 t 

Luisa  ó la  Providencia,  J.  Feneiro  y Peral- 
ta. 1 t 

Veleidad  y Amor,  C.  Soler  y Arqués  1 1.  . 
Las  Grandes  Damas,  por  A.  Houssaye.  4 t. 
Historia  de  XX  siglos.  Los  hijos  del  Pueblo , 

por  Eugenio  Sué.  4 tomos 

Roma  contemporánea.  Edmundo  About.  1 t. 
Las  Mil  y una  Noches  de  París,  por  id.  4 t. 


132 

rs.  s 

Las  mujeres  de  París,  por  id.  4 tomos.  . , 

24 

rs. 

El  Amor,  como  es  e'1,  por  id.  1 tomo.  . . . 

6 

272 

» 

Isabel  Primera,  Francisco  J.  Orellana.  2 t. 

96 

» 

Memorias  de  un  Confesor,  1 tomo 

4 

» 

100 

» 

Cartagena,  por  S.  Giménez.  1 tomo.  . . . 

4 

» 

Historia  del  amor,  por  A.  Peratoner.  2 t.  . 

144 

» 

100 

» 

Misterios  de  la  Inquisición  de  España,  por 

78 

» 

Mr.  de  Fereal.  2 tomos 

53 

El  Fraile,  por  Lewis.  1 tomo 

16 

» 

72 

» 

Historia  de  la  Prostitución  (16C0  á 1876)  por 

Amancio  Peratoner.  2 tomos 

127 

>x 

47 

» 

La  Vanidad  de  una  Madre,  por  E.  Sue.  2 t.. 

35 

» 

52 

» 

La  Guerra  de  Oriente,  tamaño  folio.  3 t.  . 

148 

La  Hija  Maldita,  por  E.  Richebourg.  2 t.  • 

59 

» 

40 

» 

Los  Misterios  de  París,  por  Eugenio  Sué.— 

37 

» 

Tercera  edición.  2 tomos 

62 

» 

10 

» 

Voluptas,  estudio  de  malas  costumbres  por 

8 

» 

Gerardo  Blanco.  1 tomo 

4 

La  Venganza  de  una  Madre,  por  A.  Dumas. 

12 

Tercera  edición.  2 tomos 

52 

» 

La  Aurora  Boreal,  por  Rochefort.  1 tomo.. 

10 

56 

» 

Historias  Extraordinarias.  2.a  edición.  2 ts. 

56 

» 

La  Mujer  ae  un  Jugador , por  Dumas.  1 t.  . 

20 

» 

44 

» 

Un  Caballero  Particular,  Paul  de  Kock.  1 1. 
Historia  del  Bandolerismo  y de  la  Camorra, 

16 

» 

46 

» 

por  Mañé  y Flaquer.  1 tomo 

Tres  Perlas  Literarias,  por  Dumas,  Feui- 

40 

» 

45 

» 

llet  y Kock.  2 tomos 

Historia  de  la  Insurrección  de  Cuba , por  don 

44 

» 

72 

» 

Emilio  A.  Soulere.  2 tomos  folio. 

124 

» 

58 

» 

Historia  Universal  de  la  Mujer,  por  D.  Vi- 

38 

» 

cente  Ortiz  de  la  Puebla.  2 t.  folio.  . . 

140 

» 

40 

» 

Historia  de  los  Frailes  y de  sus  Conventos, 

por  D.  Antonio  R.  Zorrilla.  2 t.  folio.  . 

106 

» 

49 

» 

Las  Mujeres  Españolas,  Americanas  y Lusi- 

26 

» 

tanas  pintadas  por  si  mismas,  escrita 

39 

» 

por  las  principales  literatas  y bajo  la 

52 

» 

dirección  de  Doña  Faustina  Saez  de 

40 

» 

Melgar.  Consta  de  un  tomo  en  fóleo, 
ilustrada  con  treinta  magníficas  lámi- 

20 

» 

ñas  dibujadas  por  D.  E.  Planas,  precio. 
Los  Hombres  Españoles,  Americanos  y Lusi- 

121 

» 

15 

» 

taños  pintados  por  sí  mismos,  escrita  por 

22 

» 

los  mas  reputados  literatos  y bajo  la 

24 

» 

dirección  de  D.  Nicolás  Diaz  de  Benju- 
mea.  Consta  de  1 tomo  en  fóleo  ilustra- 

142 

» 

do  con  26  magníficas  laminas.  Pre- 

8 

» 

ció 

114 

» 

24 

» 

EN  PRENSA. 


Historia  de  los  Célebres  Cornudos,  por  Enrique  de  Kock.  Versión  caste- 
llana de  Don  Cecilio  Navarro. 


BOSTON  PUBLIC  LIBRARY 


3 9999  08599  247 


19  w*